Isaac Enríquez Pérez
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Referencias empíricas como la industrialización de la economía estadounidense a principios del siglo XIX bajo la guía del federalista Alexander Hamilton, los cimientos del Estado benefactor promovidos por Otto von Bismark en Alemania, la política del New Deal emprendida por Franklin Delano Roosevelt, la creación de una economía mixta en México durante gran parte del siglo XX (Ayala Espino, 2001), el estímulo al crecimiento de los países del Sudeste asiático durante las últimas tres décadas del siglo pasado, la formación de las tecnópolis como nuevos complejos industriales en el norte del mundo (Castells y Hall, 2001), e incluso el fomento de capital social (Kliksberg, 1999) evidencian la importancia del aparato de Estado en el impulso y dirección del proceso de desarrollo; su papel, si bien en constante interacción con otros actores y agentes socioeconómicos y políticos, ha sido fundamental para construir, definir, planear, estimular, equilibrar y legitimar los mercados en los últimos doscientos años.
Desde la “Gran Depresión” –iniciada con el crac financiero de 1929– hasta la década de 1970, el papel del aparato de Estado se caracterizó por un dinamismo interventor en la economía y en la sociedad en general. En el caso de América Latina y más en particular en el caso de México, el aparato de Estado adoptó el paradigma keynesiano/estructuralistaque inspiró funciones desarrollistas con la finalidad de promover el crecimiento económico, el empleo y el bienestar social mediante la provisión de bienes y servicios básicos como la educación, la salud, la seguridad social, el impulso a la construcción de vivienda, entre otros. Este aparato de Estado contó con un entramado jurídico/institucional para la construcción de infraestructura básica apropiada para la industrialización, para la tenencia de medios de producción y para garantizar aceptables niveles de empleo y de consumo. La naturaleza de las políticas públicas de este aparato de Estado desarrollista tuvieron como esencia estos principios.