Edgardo Adrián López
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El rostro de la Necesidad, su hambre insaciable, las pinzas que aprietan los pulmones de la dicha; todo esto no hace sino regenerarse y extenderse. La compulsión que atraviesa a lo imperioso se disemina y alcanza los aspectos más frágiles de la existencia(1). Los apetitos, los deseos, son atizados, provocados, pero la dinámica de las colectividades en las que la riqueza parte de una base miserable de desarrollo (en la cual los medios de producción no son medios de revolución, de apertura de lo insondable –Marx 1972 c: 52, 57), ocasiona que se impida el acceso al objeto(2). Los anhelos son así creados y destruidos, ritmados y desalentados, persuadidos y abandonados (Shakespeare 1997: 265). Los hombres son tales en la proporción en que son fisurados por una dialéctica de la impotencia, en vez de respirar el amanecer de los días porque son seres que adquieren consistencia cuando lo querido halaga las potencias del cuerpo. Marx (1978: 19) dirá que únicamente con un entorno recubierto de amor y “pathos”, el hombre se reconoce bellamente humano: “en esta maquinaria del mundo lo único ... importante es la amistad” (Miranda 1978: 124). Sólo entonces ese afecto que reencanta la superficie tenue de las cosas, podría transformar al otro en un alimento para no tener que empujar las sombras, sino a fin de con/vivir en medio de relaciones elevadas de trato (Engels 1971 b: 165). Marx enuncia en otro escrito de juventud (1985 d: 181): “... Si amas sin despertar amor, esto es, si tu amor ... no produce amor recíproco ..., tu amor es impotente, una desgracia”. Sin embargo, la circunstancia de que lo comentado sea todavía un proyecto utópico, da la escala en que una sociedad como la capitalista nos acostumbró a soportar la ausencia de lo cualitativo. Una casuística diseminante llevaría a que las mediaciones, las ligaduras, el cuasi-mecanicismo, se infiltren hasta en los reductos más impenetrables y así la cualidad pierda en fuerza sugestiva.
El tipo de causa en disputa conduciría que el todo social se conecte consigo por fractalidad y cinta de Möebius (cf. Carrique 1998): si lo que disemina son los poderes de lo anti/cualitativo, las potencias del desencanto, su movimiento despliega un esquema que repite su viscosidad en todos los estratos. La “causalidad diseminante”, la causa que “distribuye” la no-cualidad a manera de las bandas que conservan unidos los diferentes ambientes comunitarios, tiende su influencia por fractales que, a su vez, injertan su diagrama como “manchas de aceite” en lo líquido. Una misma “fórmula” se repite: los productos creados por los individuos, a raíz de que no saben qué hacer para evitar tal efecto, independizan sus perfiles y se cristalizan en nódulos que, luego, entorpecen el devenir de la praxis(3). Las relaciones interpersonales dan lugar a las formaciones molares que son los nexos de parentesco; la “intelligentsia” semiótica genera constelaciones de signos que oprimen la mente (prejuicios, tradiciones, costumbres, religiones, hábitos, etc.); la fluidez del tesoro colectivo se “sedentariza” en propiedad; las estrategias de coordinación son “traducidas” a regímenes en los que subsisten jerarquías (oposiciones entre dirigentes y dirigidos, gobernantes y gobernados). Las asperezas fortalecidas por la absurda exteriorización de la praxis en “textos” que la ciñen, se expanden sin desfallecimientos. Entonces no hay un “afuera” en el que, en un instante de alivio, los hombres se liberen del imperativo incoherente de inducir los espectros negativos que los atormentan. Base y superestructura son una “cinta de Möebius” que transporta a los individuos desde un plano al otro, sin dejarles un “orificio” por el cual emanciparse del encierro de la cultura. La topología de esas grandes prisiones es la de un “bucle” que trae hacia “adentro” algún “exterior” que, de cuando en cuando, asoma candidez.
NOTAS
(1) La Necesidad, por la aspereza con la que pulsa la historia, “retuerce” el mundo de una manera negativa. El cúmulo de interacciones que lo recorren (transiciones, saltos, presuposiciones, intersecciones, invaginaciones, derivas, movimientos, flujos, desvíos, etc.) es constreñido a vínculos causa/efecto que no dan cuenta de la complejidad del universo, sino que lo simplifican. Pero “linealizando” la historia, sacrifican también los pliegues de los hombres.
Ahora bien, el acercamiento a los “giros” de la materia supone tomar distancia de la filosofía de la Representación. Marx, en los Grundrisse por ejemplo (1971), sostiene que entre lo real y la idea hay una separación que impide su coincidencia absoluta. Sólo cuando esa cisura es aceptada, entramos en un pensamiento no metafísico, puesto que la materia se asume como lo otro del lenguaje (Marx 1988 a: nota 241, p. 141). Sin embargo, si es un alter infinitamente otro se cae en una reflexión kantiana del nóumeno, de lo “en sí” incognoscible (advertencia que efectúa el mismo Hegel -1956 a y b). Pero si la materialidad de lo “externo” al lenguaje y a los discursos no puede ser jamás abarcada, entonces se legitima una filosofía de la conciencia en la que el sujeto-hombre (o, eventualmente, un dios) se encuentra consigo en medio de signos transparentes. No obstante, este idealismo se autodeconstruye porque, al sustantivar lo semiótico, lo convierte en material. Por otro lado, en las sociedades naturales, en las que lo sobreestructural es un poder hostil, lo sígnico funciona con los rasgos de una potencia ingobernable y consistente. Pero si habrá que reconocer que en cualquier metafísica habita un materialismo deconstructor, no hay que extremar el concepto “materia” de suerte que devenga en un principio (Marx y Engels 1978: 106, 162-163). En dicha situación, haríamos de la materia un fundamento y, por ende, una cuestión ideal (Marx 1988 b: 50; 1988 a: 158-159) o un Referente (Marx y Engels 1978: 147-148; 1984 a: 47, 559; Marx 1985 d: 187, 207).
Tampoco podemos adoptar como “paradigma” la materialidad de la Naturaleza; de suceder, lo “óntico” sería lo físico no influenciado por el hombre y con ello convertiríamos a la biosfera en el patrón de toda particularidad. Por este camino acabaríamos por “traducirla” en un supra-objeto y, en consecuencia, en un ultra/sujeto, es decir, en un fenómeno de teología. Para un concebir materialista, en cuanto debe entendérselo como un interpretar deconstructor, lo que insiste son disímiles universos de materialidad (Engels 1972: 13). Por ejemplo, en la proporción en que los individuos son capaces de recubrir de impresiones páticas el cosmos, la “... materia sonríe al hombre ... con poético esplendor sensual ...” (Marx y Engels 1978). Aquí lo rugoso es aprehendido en tanto asiento de la sensualidad, esto es, de una autopoiesis que los sentidos humanos pueden gozar. La complejidad del desarrollo de la materia, lo intrincado de los efectos estéticos en los cuerpos-sentidos de los individuos, y las interconexiones de las circulaciones en lo semiótico y en lo “concreto” son otras tantas “manifestaciones” de lo material.
Empero, la comunicación de lo “subjetivo” con los “entes” no es una acción directa. Y no únicamente porque en las colectividades parasitarias del cosmos, sin ese “contrato natural” en que percibimos al universo como un simbionte y no a modo de un huésped (Serres 1991: 66-67, 69), existen las mediaciones negativas que son base y superestructura, sino en virtud de que la materia “es” un pliegue. Cierto que las dialécticas históricas, que son dialécticas aplastantes, han “comprimido” lo material en formas que hieren los cuerpos (ya sean las “formas” naturales –el agua, el aire, el clima- o las sociales –las instituciones, las costumbres, el trabajo, etc.-); es verdad que las contradialécticas que bloquean a la praxis, también contribuyeron a plegar nuestros vínculos en relaciones intersubjetivas que descomponen los cuerpos. Pero aun en tales ambientes anti/utópicos, en los que la vida no es un sueño, los hombres pudieron arrancarle a la materia esa poeticidad ya aludida; el arte. Entre las muchas cuestiones que plantea (¿cómo hacer emerger la maravilla de lo cotidiano?, ¿qué significaría vivir y dejar vivir en un “estado” de cosas y pasiones estetizantes?), asoma la que nos susurra que para “llegar” a las rugosidades ajenas y a la geografía de las cosas es imprescindible construir pliegues que, por su tersura, susciten la belleza.
Que los objetos sean “velos” de barroca sugestión, lo demostraron Epicuro y Lucrecio al sostener que en la materia florecen “poros” por los cuales pasean determinados “flujos” (los sonidos, etc.). Los “nódulos” de espacio-tiempo, de estabilidad/inestabilidad constituyen, por el contacto a “distancia” de sus orificios inter-atómicos, una “federación” de las cosas (Serres 1991: 179); son ya pliegues de espacio/tiempo. Un pensar lucreciano (y el de Marx lo era) no acepta la “simple” unión de la idea con lo dado, en razón de que lo real “posee” laberintos que se empalman con lo abstracto cuando éste es tan etéreo como para ser, en igual escala, una multiplicidad de pliegues. De otro modo, el pensamiento no recorre los rizos de los “objetos”, sino que los aplana y los empuja a perder interactividad. Gana acaso, en eficiencia inmediata, en sentencias contundentes, en velocidad argumentativa, pero descompone los sutiles “estratos” en los que anidan los entes.
Engels, por su parte, hace alusión a que la dialéctica materialista o el materialismo no mecanicista, expresiones que no son equivalentes a un supuesto materialismo dialéctico, cuenta con la suficiente destreza a fin de no desgastar las líneas delicadas que surcan lo natural (1972: 9-11, 23). Serres, en un texto interesante pero que no deja de estar invaginado por la metafísica, enuncia que una “concepción fractal” implica que actuamos sobre los otros, en el caosmos, con nosotros y sobre estas conexiones por medio de “curvas”: un devenir se comunica con lo diverso y luego de una larga sucesión, retorna para “iniciar” de nuevo el movimiento (1991: 75). No somos más que “curvas” o “diferenciales” de influencia; pliegues.
(2) Sin duda, no contamos aun con teorías acabadas acerca de las relaciones entre deseo, inconsciente, sentido, economía y poder. El postestructuralismo francés, en especial, las investigaciones de Deleuze y Guattari, ha formulado importantes problemas e interrogantes. Una de las constataciones que parecen estar más o menos articuladas es que el deseo y el inconsciente no son sólo del orden del significante, por lo que la pérdida de objeto no es un proceso que tiene lugar exclusivamente en la dimensión del sujeto y del lenguaje. Así, aunque la idea no sea ortodoxamente freudiana y lacaniana, es viable sostener que las pulsiones, el deseo, lo inconsciente, etc. tienen un nexo con el modo de producción.
(3) La incapacidad de conservar una recursividad no opaca en la acción misma da por resultado que, de un lado, sean producidos elementos que condicionan la polifonía de lo humano (la base) y, del otro, que sean inducidos componentes que limitan la semiosis y la diversidad institucional (la superestructura). En consecuencia, en lugar de que la praxis incremente sus fuerzas de autorrecusación se obtienen estructuraciones y estructuras: lo humano es engastado en universos de posible escasamente complejos.