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¿Por qué los ricos son más ricos en los países pobres?


José María Franquet Bernis

 

 

 El pensamiento económico de los clásicos

 

Gran importancia reviste el pensamiento de los economistas clásicos sobre los fenómenos de índole comercial, particularizado por el francés J. B. Say (1767-1832) en su famosa “ley de los mercados”: la oferta genera su propia demanda. La demanda efectiva sostiene, por su suficiencia, el pleno empleo y la plena capacidad de producción, independientemente de la oferta.

            De un modo general, en sus razonamientos, los clásicos no tomaron bastante en cuenta el hecho de que los hombres y las mujeres se agrupan en naciones; desconocieron la gran fuerza de colusión del sentimiento nacional, y éste es un error todavía digno de tener en consideración en nuestros días frente al fenómeno de la globalización económica. Algunos, como D. Ricardo, analizaron defectuosamente la movilidad de hombres, capitales y productos en el interior de un país y de un país a otro. Desde luego, Ricardo se mostró enseguida bien diferente de A. Smith: desde el punto de vista metodológico, era mucho menos cultivado que el denominado “padre de la economía ortodoxa” (Joseph Schumpeter considera a Ricardo como una especie de empirista, que carece de una filosofía general y de toda sociología) y, naturalmente, mucho más dogmático, sistemático y abstracto. Mediocre escritor, desarrolló sus demostraciones sin recurrir a las imágenes, a los ejemplos, a la observación de los hechos, presentándolos siempre en forma de razonamiento deductivo. Y así, su estilo se caracteriza por el abuso de la expresión “supongamos que...”. Al igual que Smith, y aún mejor todavía que éste, afirmó, en contra del mercantilismo, que el intercambio internacional es, en última instancia, un trueque disfrazado, y que los metales preciosos se reparten por sí mismos entre los países que los necesitan, dirigiéndose siempre, de modo automático, a las naciones que poseen un poder adquisitivo en mercancías más elevado, sin que sea posible, de ninguna manera, desvirtuar esta ley.

            Por otra parte, las conclusiones prácticas extraídas por Ricardo de la teoría de los “costes comparativos” no son muy diferentes de las de la teoría de los “costes absolutos”. Concluyó que todo país saca provecho del libre cambio, aunque sea unilateral, y que como las ventajas del comercio internacional deben apreciarse sólo desde el punto de vista del consumidor, el país que gana más es el más pobre (¡oh paradoja!). Debe tenerse en cuenta que toda esta teoría ha sido sometida, desde John Stuart Mill (1806-1873), a una rigurosa revisión [1].

Si se examina el modelo anteriormente expuesto de Ricardo [2], basado sobre el interesante concepto de la “ventaja relativa o comparativa”, mediante el cual se concluye que  los países se especializan en la producción de los bienes y servicios que pueden fabricar o prestar con un coste relativamente más bajo que otros, y que sigue siendo la base última de todos los modelos teóricos del comercio internacional, se llega a conclusiones decididamente asombrosas. Fue expuesto mediante el recurso al famoso ejemplo del comercio de paños y vino, entre Inglaterra y Portugal. Si, en Inglaterra, la producción de paños requiere el trabajo de 100 hombres durante un año, y la de vino el trabajo de 120 hombres durante el mismo período; si, en Portugal, la producción de paños requiere el trabajo de 90 hombres durante un año, y la de vino el trabajo de 80 durante el mismo tiempo, la concienzuda conclusión de Ricardo es que a Inglaterra le compensa dedicarse a producir sólo paños, y obtener vino por importación, mientras que a Portugal le interesa dedicarse sólo a la producción de vino, obteniendo los paños por importación. Y ello porque en un sistema de total libertad de comercio, como el propugnado por Ricardo, cada país consagra su capital y su industria a la actividad que le parece más útil; los puntos de vista del interés individual se alinean perfectamente con el bien universal de toda la sociedad, que no es más que la suma de todos ellos. En definitiva, enlazando con la doctrina ortodoxa, aparece el orden económico por efecto del “orden natural” y la “mano invisible del Hacedor” (la “Biblia económica” de A. Smith) que desembocan inexorablemente en el equilibrio, tendiéndose siempre hacia el lugar donde el beneficio sea máximo.

De hecho, esta concepción también enlaza con el punto probablemente más importante de la teoría fisiocrática, esto es, su creencia en el “orden natural y esencial”. Para los fisiócratas, el orden natural es el objeto de las instituciones que podían favorecer la prosperidad social y, por ende, habida cuenta de su punto de partida, el desarrollo de la producción agrícola. Puesto que el orden natural, a su modo de ver, era todo lo que favorecía a la agricultura, había de llevar consigo todo lo que pudiera asegurar a ésta una retribución suficiente y el “buen precio” (o sea, el más elevado posible) de los productos agrícolas y ganaderos. En aplicación de este principio, los fisiócratas pidieron la libertad del comercio exterior (singularmente, la libre circulación de los cereales), la supresión de las aduanas interiores, de la policía de mercados y de otras secuelas del colbertismo, que tenían como objetivo limitar el alza de los precios de los cereales.

            Ahora bien, según el modelo ricardiano, el comercio internacional no se basa precisamente en la competencia, sino en la cooperación, que es otra cosa bien diferente. En efecto, los países renuncian a competir en la producción de unos mismos productos y organizan una especie de “división internacional del trabajo”. Según la idea de Ricardo, hemos visto que cada país debe “especializarse” en aquello en lo que tiene ventaja relativa. Se genera así un curioso proceso de cooperación que se parece más al que se desarrolla en el interior de una misma empresa, que a la competencia entre empresas rivales que fabrican un mismo producto para el mercado libre.

            Desde el punto de vista del consumidor, las importaciones procedentes de los países pobres son ventajosas y les permiten comprar más baratos esos productos, ya que incorporan costes salariales mucho más bajos que los de su propio país. Ese constituye también un buen argumento de los Gobiernos para controlar la temible inflación. Por el contrario, impedir la entrada de esos productos perjudicaría a los consumidores, que tendrían que pagar unos precios más altos, pero favorecería en cambio a los agricultores (que son, por cierto, muchos menos) y a otros sectores, ya que evitaría que se perdiesen puestos de trabajo dentro del país y que salieran divisas para pagar esas importaciones, alcanzándose un menor grado de dependencia económica del exterior y mejorando la balanza de pagos.


 

[1] Filósofo positivista inglés y uno de los padres del pensamiento económico clásico. Empirista absoluto, recibió influencias de Hume y de Bentham. En política fue individualista, pero admitió la legitimidad de una intervención del Estado, bien para promover ayudas para los más necesitados, bien para estimular la formación de empresas cooperativas. Fue bautizado por Daniel Villey, con ironía algo cruel, como “la vieja dama que todo lo sabe”. Se le suele presentar como el último de los grandes clásicos. Pero el gran dilema que siempre inquietó su espíritu leal fue, precisamente, el de si era posible conciliar las leyes naturales formuladas por aquellos, en cuya verdad creía firmemente, con las aspiraciones generosas de los nuevos “herejes”.

[2] Quien esté interesado en la obra de D. RICARDO On the Principles of Political Economy and Taxation (1821) puede consultar la selección publicada por editorial Orbis, Barcelona, 1985, con el título Principios de economía política y tributación (selección), vid., pp. 79-87.


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