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¿Por qué los ricos son más ricos en los países pobres?


José María Franquet Bernis

 

 

Algunas ideas de J. M. Keynes

Por último, ya que nos hemos referido de pasada a Keynes en el expositivo anterior, veamos que aquel gran economista inglés siempre se negó a sostener el axioma del equilibrio presupuestario. Ello debería hacer reflexionar a algunos de los acérrimos defensores que de la “estabilidad presupuestaria” han surgido, en los últimos tiempos, en nuestro país. Es evidente que la defensa de dicho equilibrio equivalía a negar todo papel a la política fiscal con el fin de estabilizar la actividad económica, no tanto porque se negase la política de estabilización, sino porque ésta se hacía descansar en el doble apoyo de las fuerzas autocorrectoras del sistema y en las medidas de política monetaria. La década de los años 30 del pasado siglo fue muy adversa para sostener la confianza en este doble punto de apoyo del equilibrio presupuestario.

Respondiendo al ambiente reinante tras la gran depresión de 1929 y el hundimiento de Wall Street, la aportación de la teoría keynesiana consistió en ofrecer los argumentos capaces de negar la validez de ese doble cimiento del equilibrio en el presupuesto. Keynes [1] creía, de una parte, que habíamos llegado al fin de laissez faire: no hay armonía natural alguna que garantice la restauración del equilibrio perdido. Un sistema económico puede estar en equilibrio con paro forzoso. En segundo término, la teoría keynesiana dudaba de que la dosis correctora de la política monetaria pudiera ser realmente eficaz. Este sabio escepticismo lo basaba Keynes en el cuadro en el que operaba la política monetaria. Su posibilidad de actuación residía, en última instancia, en variar la oferta de dinero fijada autónomamente por la autoridad monetaria de un país.

Pero esta variación de la oferta monetaria no actúa -según Keynes [2]- de manera directa sobre la demanda de bienes. La mayor oferta de dinero determina, con la demanda del mismo, el tipo de interés; interés que a su vez influenciará la inversión, que compone, con el consumo, la demanda efectiva total de la sociedad que también condiciona el volumen de producción y de ocupación. Por lo tanto, un aumento de la oferta de dinero no elevará siempre la demanda efectiva. Ello dependerá de cuál sea la demanda de dinero (preferencia por la liquidez) y de cuál sea, en segundo término, la reacción de los inversores ante las caídas en el tipo de interés. Keynes dijo al respecto -en imagen que ha hecho gran fortuna- que “el líquido puede verterse varias veces entre la copa y los labios”, aludiendo al hecho de que un aumento en la cantidad de dinero, decretado por una política monetaria expansiva, podía, en primer término, no producir variación alguna del tipo de interés, siempre que la voracidad de la demanda de dinero fuese tal que estuviese dispuesta a engullir todos los aumentos de medios líquidos creados por el sistema bancario. Tal es la famosa “trampa de la liquidez” keynesiana, que puede inutilizar los mejores y bienintencionados esfuerzos de la autoridad monetaria. Pero, a mayor abundamiento, aún en el supuesto de que éste no fuera el caso -al que Keynes concedía que podía llegarse en un futuro- y que la oferta de dinero lograse reducir los tipos de interés, habría que ver cómo los inversores del país aprovechaban sus reducciones. Keynes contemplaba aquí una clase empresarial con expectativas variables, sujetas a frecuentes y exagerados cambios, a temores pasajeros y caprichos coyunturales, y frente a esta voluble clase empresarial existía un mercado de crédito caracterizado por tipos de interés estable, “el menos desplazable de los elementos de la economía contemporánea”, según lord Keynes. Así, los movimientos de las expectativas empresariales (o sea, la “eficacia marginal del capital”) determinaban movimientos espectaculares de la inversión que no podía compensar la política monetaria por su incapacidad y demora en reducir los tipos de interés. El resultado final era que la política monetaria perdía su energía en la procelosa cadena de transmisión de sus efectos. El líquido, en efecto, podía derramarse varias veces entre la copa y los labios. Y, por consiguiente, el cuerpo enfermizo de la economía podía no recibir efecto tonificante alguno, con lo que quedaba afirmada la gran duda sobre la eficacia de la política monetaria.

Veamos, en fin, que la famosa “tasa Tobin”, a la que nos referiremos posteriormente con mayor especificidad, constituye una propuesta de aquel ilustre economista americano, seguidor de Keynes, que no es más que una actualización de otra propuesta del gran maestro inglés. En efecto, en el famoso capítulo XII de la General Theory se halla ya concebido un impuesto sobre las transacciones, con el fin de vincular los inversores a sus acciones de forma duradera. Tobin traspasó esta idea en 1971 a los mercados de divisas; por aquel entonces, EE.UU. se despidió del sistema de tipos de cambio fijos establecido en los acuerdos de Bretton Woods y, al mismo tiempo, las primeras transacciones electrónicas de dinero por ordenador prometían un gigantesco aumento del número de operaciones a realizar. Tobin pretendía aminorar la velocidad de este proceso para que se especulara menos y para que los tipos de cambio no fluctuaran tanto. Hoy en día, en que cualquiera puede comerciar en el mercado de valores desde su casa, con un simple ordenador personal provisto de un vulgar módem de comunicaciones, este problema se ha acrecentado muchísimo.

Resulta utópico actualmente, por otra parte, volver a un sistema de tipos de cambio fijos para la protección de las monedas, puesto que los grandes especuladores internacionales dejan a los bancos emisores en off side con sus maniobras y manipulaciones. El ejemplo más relevante lo tenemos desde hace unos meses en Argentina, que acopló su moneda nacional, el “peso”, directamente al dólar USA, con los resultados pésimos e indeseables que la condujeron a la crisis catastrófica de comienzos del año 2002. Esos tipos de cambio irrefutables son peligrosas invitaciones a la especulación: los traficantes apuestan a si los bancos emisores tienen la voluntad y la capacidad de defender los tipos de cambio acordados.


 

[1] Vide J.M. KEYNES. The End of Laissez-Faire, Editorial W. Wolf and the Hogarth Press. London, 1926.

[2] Vide J.M. KEYNES. The General Theory of Employment, Interest and Money. Ed.: McMillan, C. London, 1936. Versión castellana por E. Hornedo: Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero. Ed.: Fondo de Cultura Económica. México, 1958.

 


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