TAHUANTINSUYO: El cóndor herido de muerte  

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Alfonso Klauer

Los yanaconas

Las guerras, en el mejor de los casos, significaron diferir la ejecución del proyecto nacional de los pueblos vencidos. Y, a nivel individual, una modificación radical del sistema de vida de aquellos que, como mitimaes, fueron forzados a realizar trabajos colectivos en beneficio del pueblo conquistador.

Sin embargo, en algún remoto momento de la historia de los pueblos andino algunos individuos fueron obligados a prestar a otro sus servicios personales.

Esos “servidores” pasaron a ser llamados “yanaconas” –o “yanacunas”–. Según Carolina Flores García, “los yanaconas parecieron originarse en la vieja Cultura Huari”.

Es decir –diremos preservando la lógica de nuestra exposición y la coherencia de su nomenclatura –, durante el Imperio Wari. Es más probable sin embargo que surgieran antes, ya fuera en Tiahuanaco o en Moche.

Quizá correspondió a los kurakas y a los mallkus –el equivalente de aquéllos en el aymara altiplánico–, ser los primeros en usufructuar el privilegio de contar con servidores personales.

Los yanaconas o “gentes de servicio”, “criados”, “ayudas” o “auxilios” 369 –como tradujeron los primeros cronistas–, habrían sido también, tal como ocurrió en otras latitudes, una consecuencia de las guerras –como con certeza sospecha Del Busto–.

En efecto, prisioneros de guerra e individuos rebeldes de los pueblos conquistados, arrancados de su territorio, fueron convertidos en yanaconas.

Afirma Murra que, “según la versión de la élite incaica, transmitida a los cronistas europeos, el origen de las poblaciones [de yanaconas] se remontaba a gente acusada de rebelde”–obviamente entre los pueblos conquistados–.

La historiadora Ella Dumbar Temple sostiene sin embargo que –rebeldes o no–, los yanaconas habrían sido “fruto de la tributación de los pueblos”. Mal podría negarse pues que, en definitiva, eran resultado de las guerras de conquista entre pueblos e incluso entre ayllus –porque es difícil imaginar que de otra manera se concretara tal forma de tributo.

La institución del yanaconaje –cuyo nombre primigenio desconocemos–, debió tener pues un origen bastante anterior al Tahuantinsuyo. Mas el nombre con el que se le conoce habría tomado forma durante éste.

“Tiene su origen histórico –dice Cossío del Pomar–en la sublevación de varios miles de indios en la villa de Yanacu.

Vencidos y condenados a muerte, la pena [fue] conmutada (...) por la de servidumbre perpetua de ellos y sus descendientes”.

Muchos debieron servir hasta el fin de sus días –afirman Espinoza y Burga–. Fueron los “criados perpetuos” de los que habla Cieza de León. Algunos de ellos –dice Burga– transfirieron el estigma de su despreciada condición a su descendencia o a una parte de ella.

Para éstos, yanaconas hijos de yanaconas, la guerra que habían perdido sus antepasados, aunque distante en el tiempo, seguía siendo la causa original de su penosa condición.

En los enfrentamientos entre ejércitos de pueblos numerosos, al multiplicarse el número de prisioneros, crecía la cantidad de hombres que quedaban en condición de yanaconas.

Así, a veces ayllus íntegros fueron convertidos en ayllus de yanaconas –asegura Espinoza–.

Con ello se crearon las condiciones para que, aparte del kuraka, otras personas adquirieran el privilegio de tener yanaconas a su servicio. Luego el beneficio se hizo extensivo a todos los miembros de la élite dominante.

Y más tarde a otros que, en mérito a acciones distinguidas, sin pertenecer al grupo dominante, se hicieron acreedores a ser considerados como tales.

De hecho, los yanaconas, conjuntamente con las mujeres, llamas, ropa, oro y plata, formaban parte del conjunto más codiciado de premios que repartía el poder hegemónico.

Éste reclutó como yanaconas para el servicio de la élite dominante, a hombres que procedían de todos los rincones del territorio imperial –afirma Espinoza–. La ciudad del Cusco “hervía de yanaconas” –sigue diciéndonos el mismo historiador–. O, recogiendo la expresión de un cronista –el padre Acosta–: era innumerable la multitud de vasallos.

Según Espinoza–y aun cuando el dato nos parece muy conservador– es posible que, en tiempos de Huayna Cápac, existiera en el Cusco hasta tres yanaconas por cada miembro de la élite dominante. Y, por cierto, estuvieron esparcidos además por el imperio acompañando a los miembros de la élite imperial destacados en las áreas dominadas, sea al servicio personal de éstos o trabajando las tierras de los mismos.

El yanacona, al servicio del poder imperial, del clero, o de la familia o individuo al que había sido asignado, podía tener obligaciones de agricultor, pastor, recolector de coca, minero, etc. Podía viajar a ejecutar tareas de intercambio de productos. Podía actuar en la construcción y mantenimiento de viviendas. En quehaceres domésticos, hilando, confeccionando telas, tejiendo, cocinando, lavando, cuidando niños. Podía servir como mensajero e, incluso, como espía.

Eran también destinados, según rituales propios del pueblo inka, a cuidar y reverenciar permanentemente momias de Inkas. Así como a cuidar armas; para hacer adornos de plumas, para extraer miel, para hacer colores y tinturas, para cuidar depósitos, para hacer sal, para capturar venados en las faenas de caza del Inka. También debían actuar como cargadores. Y como guardianes de las mujeres del Inka, etc. De todo ello y más da cuenta una relación recogida en 1549 en Huánuco.

Del Busto “malicia” que muchos yanaconas fueron obligados a mantenerse célibes, con miras a prestar un mejor servicio. ¿Acaso los yanaconas agricultores, o los cargadores, o los extractores de miel, por ejemplo? No, sin duda fueron víctimas del celibato compulsivo aquellos que fueron destinados a cuidar a las acllas –las muchachas vírgenes de cuyas vidas y destino disponía el Inka–, o a cuidar a las mujeres del mismo.

Por lo demás, una vez asignados al servicio de alguien, perdían para siempre el derecho a vincularse con su pueblo de origen –reconoce María Rostworowski–.

Las acllas

De otro lado, la tradición guerrera de casi todos los pueblos del orbe incluyó capturar, como parte del preciado botín de guerra, a las mujeres más hermosas del pueblo vencido.

Tampoco en esto, ni los pueblos andinos en general, ni el Imperio Inka en particular, fueron una excepción.

Así, las mujeres e hijas de los kurakas de los pueblos derrotados llegaron al Cusco formando parte de contingentes de prisioneros de guerra –admite Del Busto–. Periódicamente, además, los pueblos conquistados tenían que entregar un selecto grupo de niñas cuyas edades fluctuaban entre ocho y diez años –detalla Espinoza–. El cronista Hernando de Santillán refiere:

...tomaban muchas mujeres de las más principales, hijas de señores y de sus hermanos y hermanas...

Iban destinadas a los acllahuasis. En éstos, las mamaconas, generalmente reclutadas también entre los pueblos dominados, adiestraban a las niñas en la confección de tejidos, preparación de comidas y bebidas, artesanía, etc.

Para esas niñas y jóvenes –las acllas–, escogidas y cautivas, el destino podía ser convertirse en esposa secundaria del Inka. O, cedida por éste, en esposa principal o secundaria de alguien a quien aquél quería agradar, fuera un orejón, el sumiso kuraka de un pueblo dominado, o un destacado funcionario –dice María Rostworowski–. Por último, aún jóvenes, por decisión imperial, podían terminar sus días muriendo en sacrificio como parte de ceremonias religiosas –afirma Horst Natchtigall–.

Elena Aibar ha ubicado poco más de veinte acllahuasis en el territorio imperial, pero Waldemar Espinoza dice que fueron aproximadamente cuarenta. Los más grandes, en Cusco, Puno y Huánuco, llegaron a albergar 1 500 y hasta 2 000 acllas.

Éstas debían mantener la virginidad hasta asumir el destino que les asignaba el poder imperial. Los castigos por faltar a la norma eran drásticos; tanto para ella como para el varón con el que se había consumado la falta: morían colgados, algunas veces de los pies, sobre hogueras de ají seco; asfixiados, despedazados, despeñados, quemados o enterrados vivos –refiere en detalle del Busto–.

“Se dice –agrega nuestro historiador–, que no concluía aquí la venganza del Sol, sino que el pueblo de los culpables era totalmente asolado, matándose a todos los hombres –comenzándose por los Curacas– y siguiéndose con los animales y plantas”.

En la Gran Historia del Perú, sus autores no han considerado necesario conceder un título específico para los mitimaes ni para los yanaconas, pero sí en cambio uno para las acllas. Ciertamente es breve, cuenta con apenas tres párrafos. Pero en ellos, sin embargo, ha habido sitio para gruesos errores. Veamos.

“En el país de los inkas –se dice en el primer párrafo – las mujeres estuvieron relacionadas fuertemente con los rituales. Entre las mujeres incaicas, fueron famosas las acllas...”.

“Los cronistas dan imágenes bastante diversas sobre estas mujeres (...) Obviamente, estas interpretaciones están basadas en comparaciones con el mundo europeo por lo que se las asocia con las vestales romanas (...) o con los serrallos musulmanes” –se dice en el segundo–.

“Podemos encontrar entre las acllas desde mujeres de la élite incaica hasta aquellas que eran recogidas de los ayllus...” –se afirma por último en el tercero –.

Nuestras objeciones son las siguientes:

a) Las expresiones “el país de los inkas” y “mujeres incaicas” son profundamente equívocas.

b) Se incurre en falta de objetividad cuando se encubre que algunas de las prácticas que tenían que ver con las acllas eran, de suyo, agraviantes para los intereses de algunos grupos o individuos, hombres y mujeres, del propio pueblo inka. Y una vez más cuando, explícita o implícitamente, sin enjuiciamiento crítico, se da por sentado que la élite inka tenía el derecho de imponer compulsivamente esas lesivas prácticas a otros pueblos. No, el reclutamiento de acllas y su encierro forzoso eran, simple y llanamente, agresiones.

c) Con el sambenito de “erróneas interpretaciones europeizantes”, la historiografía tradicional viene consiguiendo tres objetivos que, cuando no son sesgadamente interesados, son anticientíficos y/o contraproducentes: 1) descalificar a priori la observación, el juicio y la crítica histórica; 2) “sacralizar” arbitrariamente muchas prácticas andinas, en general, e inkas, en particular, y; 3) “defendiendo” presuntamente a los pueblos andinos termina sibilina y paradójicamente denigrándolos.

Pero no menos objetables y flagrantes son las contradicciones en que a estos respectos se incurre en la novísima y ya citada edición de Culturas Prehispánicas.

Se dice en efecto –ilustrando una fotografía del enorme acllahuasi o aclla wasi de Pachacámac–: “los incas construían un aclla wasi para asegurar la educación de la población femenina”.

Pues bien, la expresión “la población femenina” equivale a “toda la población femenina”. No obstante, en el mismo texto, páginas antes, se ha sido preciso y fiel a las más sólidas evidencias: “las mujeres escogidas –esto es, precisamos nosotros, sólo algunas, proporcionalmente muy pocas, y no todas las mujeres– se educaban en el Aclla Wasi”.

Por lo demás, en el citado texto hay lugar para precisar que las “mujeres escogidas” “aprendían a confecionar productos finos y de mayor contenido simbólico, como textiles y chicha” –sin precisarse que todo ello era para el uso exclusivo y privilegiado de la élite hegemónica–; pero no hay espacio para señalar el infame destino al que estaban reservadas, contra su voluntad, la gran mayoría de esas niñas y jóvenes.

Pero como estos enjuiciamientos tienen que ver con la óptica de conjunto con que la historiografía tradicional viene acometiendo el estudio de la historia andina, permítasenos trasladar el desarrollo de nuestras objeciones al final del libro.

La base de la pirámide social

Tanto los yanaconas como las acllas, e incluso muchas generaciones de mitimaes, eran pues grupos que cambiaban su condición después de nacidos. De seres libres en sus pueblos y naciones de origen, pasaban a tener condición virtualmente esclavizada bajo el régimen imperial.

Ése –y otros– radicales cambios de condición social –así como muchas prácticas dentro del imperio–, se concretaban porque así convenía, específicamente, a la élite social hegemónica. O, si se prefiere, porque así estaba prescrito en el diseño implícito del proyecto imperial inka. Y no pues porque conviniera a los “intereses del estado” –como de manera laxa e imprecisa se afirma en muchos textos–.

En los casi 100 años que duró el Imperio Inka, por ser hijos de mitimaes y yanaconas, miles de hombres y mujeres nacieron en tierras que no eran las de sus padres. La política imperial los obligó a aceptar como propio un mundo y un entorno que sus padres no habían querido darles. Ni unos ni otros habían migrado voluntariamente.

En esas condiciones, no es difícil imaginar, el generalizado sentimiento de desarraigo que existió en millones de habitantes de los Andes en el siglo XV.

Si como es posible imaginar, las condiciones de vida de la mayor parte de los yanaconas eran inferiores a las del resto de la población, su promedio de vida, necesariamente, debió ser menor. Así, la reposición de las bajas a que estaban obligados los pueblos representaban un reclutamiento incesante. Y no menos compulsivo debió ser el reclutamiento y recluimiento que soportaron miles de acllas.

Por último –según Rostworowski y Espinoza–, en el estrato más bajo de la compleja pirámide social del Imperio Inka, estaban los piñas. Como la más maltratada variante de mitimaes, ayllus enteros, poblaciones íntegras de pueblos indómitos, fueron esclavizados en condición de piñas. Así, centenares de cañaris, cayambis, quitos y chachapoyas, fueron desterrados a cultivar cocales en la selva alta –afirma Espinoza –.

En resumen, entre mitimaes, yanaconas y piñas, mamaconas y acllas, y las familias de todos ellos, quedaba reunido un porcentaje muy significativo de gente que veía gravemente afectados sus intereses con la conquista inka. Ocupaban, todos ellos, en condición virtualmente esclavizada, la base de la pirámide social del imperio.

Los privilegiados orejones El sector hegemónico, aquel que desempeñó el papel de sujeto activo del proyecto imperial inka y, por consiguiente, beneficiario del mismo, no era tampoco un grupo homogéneo.

Constituido al principio sólo por orejones, es decir, por el grupo dominante del pueblo inka, pasó con el tiempo a ser un grupo social y nacionalmente heterogéneo y complejo.

Hasta el gobierno de Huiracocha, en efecto, la élite del pueblo inka, aunque dividida en fracciones que se disputaron siempre la hegemonía, sólo estuvo formada por orejones.

Mas su composición se fue modificando a partir de la formación y expansión del Imperio Inka.

El grupo hegemónico –también denominado como “aristocracia” e incluso como “nobleza” por algunos historiadores, más allí no se autocritica el sesgo occidentaloide –, poco a poco fue ampliándose y diversificándose.

Al conjunto de orejones se agregó una subalterna y postiza élite arribista, conformada por individuos que provenían tanto de los pueblos dominados, como de los estratos inferiores del propio pueblo inka.

Muchos autores reconocen a los orejones inkas como aristócratas o nobles “de sangre”. Y los otros –que según Del Busto tenían las orejas cortas–, son denominados “nobles de privilegio advenedizos”, si eran de otras naciones, y “nobles de privilegio recompensados”, si eran del propio pueblo inka.

Entre los orejones, esto es, entre la élite originaria, quedaban repartidos los cargos de emperador Inka, miembros del consejo imperial, altos mandos de las jerarquías castrense y eclesiástica, y los más importantes cargos de la administración imperial. Constituían ese grupo también sus antecesores vivos, sus esposas e hijos.

Pachacútec, quizá de manera intuitiva pero sin embargo táctica, decidió ampliar el espectro de privilegiados. Buscó acrecentar las fuerzas del sector hegemónico, restando al propio tiempo las de los sectores dominados.

Así –afirma Espinoza–, los vencidos y humillados ayllus sauaseras y alcabizas –las antiguas víctimas de la expansión del ayllu de Pacaritambo–, fueron por ejemplo parcialmente reivindicados, asignándoseles tierras y otorgándoseles consideración deferente. Ellos fueron, quizá, los primeros miembros de la subalterna y postiza élite arribista.

Cumplir el objetivo de ampliar la élite a cambio de servicios excepcionales, quizá no fue una tarea muy difícil. Probablemente era numeroso el espectro de candidatos, conservadores, oportunistas, pusilánimes y arribistas, al interior de los pueblos andinos.

Así, entre los kurakas que a todo trance quisieron conservar sus privilegios, entre los que incondicionalmente se ofrecieron como aliados de la élite inka, entre los que mostraron sumisión y docilidad para abdicar de su propio proyecto y asumir el proyecto imperial, entre los que estuvieron dispuestos a cualquier cosa para acceder a mayores privilegios, entre todos ellos, se fueron llenando muchas de las vacantes administrativas que aparecían conforme el imperio ganaba batallas y crecía.

Por lo demás, los kurakas locales realizaron un invalorable trabajo de intermediación en la transmisión de órdenes en actividades productivas y militares, difusión técnica, ejecución de obras, recolección de tributos, administración civil y religiosa, etc., permitiendo salvar exitosamente barreras culturales en general e idiomáticas en particular. Y por todo ello fueron recompensados, entre otras modalidades, pasando a formar parte del sector dominante.

En la recompensa que por sus servicios recibieron muchos kurakas, se concretaba la convergencia de sus intereses y objetivos con los del poder imperial.

Incluso hatunrunas y soldados de distintos pueblos, y del propio pueblo inka por supuesto, en razón de servicios excepcionales, accedieron a compartir algunos privilegios con la élite imperial.

“Los casos más conocidos –afirma Del Busto– son los de Quisquis y Ramiñahui, los generales de Atahualpa. El primero había sido barbero o depilador de Huayna Cápac; el segundo un indio plebeyo o vulgar, simple aventurero afortunado”.

El ejército, pues, se convirtió en eficaz, aunque muy selectivo, vehículo de ascenso social. Los privilegiados –dice Espinoza– se hacían acreedores a gratificaciones en comida, ropa, vajilla y mujeres.

El hábitat regular de la élite inka originaria era un área reducida y céntrica del valle del Cusco. El resto, muchísimas hectáreas de terreno, era ocupado por la subalterna y postiza élite arribista.

Los orejones, no obstante, en clarísima conducta citadina, prefirieron vivir en la misma ciudad del Cusco, rodeados de nutrido grupo de yanaconas –afirma Espinoza–.

A través de un doblemente discriminatorio servicio escolar, sólo los descendientes de la élite, pero de entre ellos específicamente los hijos varones, alternaban con maestros –amautas–, que celosamente los preparaban para las tareas de gobierno, administrativas y religiosas, y en especialidades técnicas y militares.

Muchos de ellos, sin embargo, sobre todo en las postrimerías del imperio, no llegaron a ejercerlas nunca. Porque al cabo de casi un siglo de vertiginosa expansión y ulterior deterioro, entrado el siglo XVI, el sector dominante del Imperio Inka no fue capaz de eludir la laxitud, el deterioro moral y la decadencia.

Los herederos de los rudos guerreros –dice Rostworowski–, es decir, los herederos de la presumiblemente austera élite que rodeó a Pachacútec, estaban totalmente embriagados de lujos, boato, ocio y lujuria bajo el imperio de su nieto Huayna Cápac.

En esas circunstancias los orejones dejaron de ejercer los altos cargos públicos que ostentaban. Se constituyeron así en un conjunto ocioso que pasaba la vida vegetando, en grandes juergas, banquetes y borracheras –registraron los cronistas Sancho y Pedro Pizarro–, usufructuando todo tipo de privilegios.

La poligamia, un excepcional privilegio Uno de esos privilegios, que dejó en evidencia el discriminatorio carácter machista de la sociedad inka, fue la poligamia –para la que, como se ha visto, algunos autores utilizan también el término “poliginia”–.

El Inka podía tomar como esposas, de modo libérrimo todas cuantas él decidiera y en cuanto poblado quisiera. Pachacútec, Túpac Yupanqui y Huayna Cápac tuvieron esposas secundarias en todas las naciones que integraron el territorio imperial –afirma Espinoza–. A Huayna Cápac, por ejemplo, se le atribuye más de 500 esposas secundarias –dice el mismo autor–.

La poligamia practicada por los inkas –sigue diciendo Espinoza–, era una de las más extensas que hayan podido existir en cualquiera otra parte del mundo. Sin embargo, no hay evidencia de que todas las mujeres del Inka hubieran vivido juntas. De haber ocurrido, “fácil habría sido entonces darse cuenta de que el serrallo real andino superaba a cualquier harem de otras monarquías despóticas del mundo” –afirma el mismo Espinoza–.

Simultáneamente, pero en menor magnitud, el privilegio de la poligamia alcanzó a otros varones. Para los miembros de la élite imperial, tener muchas mujeres “era su principal hacienda” –registró el cronista y licenciado Juan Polo de Ondegardo–.

Quizá de ser un monopolio original de los orejones, tal como había ocurrido en otros aspectos, debió hacerse extensivo a los miembros de la subalterna y postiza élite arribista, y a todos aquellos que por sus acciones relevantes recibieron mujeres en premio –afirman Rostworowski y Espinoza–.

El poder imperial utilizó con sagacidad y pragmatismo el recurso de regalar mujeres.

Ciertamente, buscó gratificar a quienes se mostraban adictos y colaboradores del régimen, alentando, de paso, que otros imiten el ejemplo de los premiados. Es decir, deliberada, conciente y consistentemente se procuraba incrementar las huestes de suscriptores del proyecto imperial.

Muchos de los que por sus merecimientos accedieron repentinamente a la poligamia, experimentaron una radical transformación de sus vidas y, por consiguiente, en su posición social. En efecto, los funcionarios civiles, militares y yanaconas que fueron gratificados con mujeres, recibieron además, para el sostenimiento de las mismas, tierras, semillas, ganado, vajilla, ropa y yanaconas para el trabajo de las tierras y el mantenimiento de la vivienda –dice una vez más Espinoza–.

En la poligamia, ajustándose a los cánones de la estratificación social, y ratificando su discriminatorio carácter machista, las esposas sólo podían pertenecer al estrato social del marido o a estamentos inferiores. Por más merecimientos que ostentara un individuo, no podía pretender una mujer de estrato social más elevado que el suyo.

El legendario drama de Ollantay, que de guerrero se encumbró a gobernador inka, y que a pesar de contar con tan privilegiado cargo vio frustradas sus expectativas de matrimonio con una hija de Túpac Yupanqui, resulta una buena ilustración al respecto.

Una de las mujeres que pertenecía al mismo estrato social del marido era reconocida como esposa principal. No obstante, las restantes del mismo estrato eran también consideradas principales. Y las que pertececían a estamentos inferiores eran las esposas secundarias.

En mérito a esa diferenciación –afirma Espinoza–, los hijos habidos en las primeras eran reconocidos como principales, correspondiendo discriminatoria condición subalterna a los de las otras.

Hasta aquí, pues, aparecen nítidamente definidos dos factores de discriminación social: estrato y sexo.

Todo parece indicar que la poligamia fue un privilegio del que dispuso un considerable número de la población masculina. Habría llegado a ser, en las postrimerías del imperio, un fenómeno masivo. Y, salvo que se hubiera tratado de un derecho reconocido a muchos pero ejercido por unos pocos, para que miles de hombres pudieran acceder a la condición de polígamos, tenía que estar disponible, necesariamente, un conjunto muy numeroso de mujeres.

Las sociedades, sin embargo, tienen poblaciones masculinas y femeninas numéricamente equivalentes. Así, indefectiblemente, la poligamia masiva condenaba a otros al celibato forzoso.

Las guerras –como se sabe–, rompen siempre el equilibrio poblacional entre hombres y mujeres. Más aún cuanto más cruentas son. Los Andes, precisamente en el siglo XV, en el contexto de la expansión imperial, fueron escenario de prolongados y cruentos enfrentamientos militares que, sin duda, minaron significativamente la población masculina, y, en particular, la de las naciones derrotadas y conquistadas.

El excedente resultante de población femenina fue, entonces, la mayor cantera de mujeres con las que se materializó la poligamia durante el imperio. Múltiples referencias dan cuenta de ello:

– el Inka tomaba por esposas secundarias a hijas de los kurakas de las naciones conquistadas;

– muchas de las esposas secundarias del Inka permanecían viviendo en sus pueblos de origen;

– muchas mujeres llegaban al Cusco formando parte de contingentes de prisioneros de guerra;

– periódicamente los pueblos conquistados tenían que entregar niñas para los acllahuasis, etc.

Los miembros de la élita inka originaria, la cusqueña, generalmente tomaron por esposas principales a mujeres del pueblo inka.

Con ellas tuvieron esos hijos a los que denominaron principales. La mayoría de sus esposas secundarias era oriunda de otras naciones.

Y sus discriminados hijos, considerados secundarios, eran, por consiguiente, mestizos.

Mezcla de varón inka con mujer extranjera.

Mezcla de nacionalidades. “Mezcla de sangre” –dirá Garcilaso–.

Dos pretextos se esgrimía para la discriminación de los hijos secundarios: el inferior estrato social de la madre, y el hecho de que ésta no fuera de nacionalidad inka. Garcilaso 436, enfáticamente, pone de relieve la enorme importancia del factor nacional: Los hijos de las parientas serán tenidos por legítimos porque no tenían mezcla de sangre ajena (...). Los hijos de las mancebas extranjeras eran tenidos por bastardos.

Y, a mayor abundamiento, afirma líneas más adelante que el Inka tenía tres tipos de hijos: los de su mujer, que eran legítimos para la herencia del reino; los de las parientas, que eran legítimos en sangre, y los bastardos, hijos de las extranjeras.

Entre otras restricciones, los hijos secundarios, pues, no podían aspirar al trono imperial.

Desde la perspectiva del pueblo inka, pero en particular desde la perspectiva de su élite dominante, durante la vigencia del Imperio Inka alternaron dos tipos de naciones: una de ellas, la propia, la nación inka, principal o superior; y todas las otras, subalternas o inferiores.

Esta consideración de naciones y nacionalidades “superiores” e “inferiores” debió aparecer en los Andes incluso antes del surgimiento del Imperio Chavín, conjuntamente con las primeras y remotísimas guerras y en relación con los resultados de ellas. Así, los pueblos triunfantes debieron sentirse “superiores”.

Es de presumir que los chavín, los chankas y los inkas, en sus respectivas triunfales circunstancias, se consideraron a sí mismos “superiores” al materializar sus vastas conquistas.

Pero, por cierto, en las circunstancias en que estuvieron dominados –los chankas por los chavín, durante el Imperio Chavín; los chavín e inkas, por los chankas, durante el Imperio Wari; y los chavín y chankas por los inkas, durante el Imperio Inka–, fueron tratados como “inferiores”. Es decir, cada uno de esos pueblos apareció en la historia como “superior” en un momento y como “inferior “ en otro.

Y otro tanto ocurrió con los pueblos de España.

Sucesivamente fueron considerados “inferiores”, entre otros, por los romanos y árabes que los conquistaron.

Pero en América, triunfantes, se presentaron como “superiores”.

Ello es una buena prueba del carácter arbitrario y nada objetivo de esa trajinada consideración de “superioridad” o “inferioridad” de las naciones y nacionalidades (y de las culturas que les corresponden).

En ese contexto de relación desigual, asimétrica, la poligamia, y la violencia sexual que por lo general acompañaba a las acciones de conquista, contribuyeron notablemente a masificar el mestizaje andino. Y a difundir sus consecuentes efectos discriminatorios, con los que necesariamente fueron familiarizándose los pobladores de las distintas naciones de los Andes.

Ello puede contribuir a apreciar cuán rapidamente entendieron los pobladores andinos los mecanismos discriminatorios que, poco después, pusieron en práctica los conquistadores europeos.

Resulta sugerente sin embargo poner algún énfasis en un aspecto de este problema social. En efecto, los pobladores de las naciones andinas se percibían, con claridad, mutuamente distintos unos de otros, aun cuando sus diferencias (idiomáticas, de vestido, etc.) fueran muy sutiles. No obstante, percibieron como un conjunto homogéneo a los conquistadores europeos: “todos parecían muy iguales” –registró Huamán Poma de Ayala–.

Es decir, no percibieron diferencias entre extremeños, andaluces, manchegos, catalanes, etc. Ni las de esos españoles con los portugueses e italianos, e incluso moros y judíos, que los acompañaron en la conquista.

A su turno, los primeros conquistadores europeos no hicieron distingo entre las diferencias nacionales de los pobladores andinos. Y si las percibieron, no les concedieron importancia, les resultaron irrelevantes.

Para ellos, en la práctica, todos los hombres andinos “eran iguales”.

Así, Paulo, un hijo de Huayna Cápac con mujer huaracina, que se autoreconocía como bastardo, y por consiguiente impedido de acceder al trono imperial, fue sin embargo coronado Inka por Almagro.

De hecho, entonces, conjuntamente con el sexo y el estrato social al que pertenecían los individuos, la nacionalidad fue pues también un importante factor de discriminación social en el mundo andino, específicamente durante el Imperio Inka, pero muy probablemente desde mucho antes.

El celibato masivo: dramática consecuencia Como consecuencia de las cruentas guerras de conquista, rebeliones independentistas, y reconquistas militares, puede presumirse que la población masculina era sensiblemente menos numerosa que la femenina, en particular –insistimos–, en los pueblos y naciones sometidos dentro del Imperio Inka.

¿Puede suponerse algún porcentaje? Sí.

Los resultados de un censo en Lunahuaná, en 1577 –a 45 años de iniciada la conquista española –, cuando todavía no se habían borrado muchas de las secuelas de la política imperial inka, muestran que allí la población femenina era 29 % más numerosa que la masculina.  

Asumiendo, con carácter de hipótesis, que la población de mujeres en el conjunto del imperio fue superior en ese orden de magnitud (30 %) a la de hombres, ¿puede presumirse, a su vez, que con la poligamia se absorbió dicho excedente de población femenina? Huamán Poma, el célebre cronista mestizo, registró una escala que muestra probablemente la máxima cantidad de mujeres a las que tenía derecho cada funcionario que estaba a las órdenes del emperador Inka. Y Valcárcel, logró reconstruir la escala jerárquico –organizativa que se puso en práctica bajo el imperio. Una y otra fuente, permiten componer el Cuadro Nº 8.

Si la poligamia bajo el Imperio Inka se hubiera dado estrictamente bajo esos parámetros, por cada 10 mil varones adultos habría tenido que haber casi 27 mil mujeres, lo que resulta virtualmente inimaginable –y en lo que hasta ahora no ha reparado la historiografía tradicional, que es precisamente la que proporciona esos datos sin haberlos sometido nunca a evaluación–.

Si ese extremo de poligamia eventualmente llegó a darse, cabe presumir –porque tampoco lo define ni aclara la historiografía tradicional– que sólo ocurrió en “beneficio” de los varones adultos de la élite y del sector de funcionarios de la nación imperial, y de algunos kurakas y otros funcionarios “premiados” de los pueblos dominados.

Como se verá más adelante, consistentemente puede asumirse que, en las postrimerías del siglo XV, esa población masculina adulta polígama estuvo conformada por aproximadamente 202 mil personas, que habrían tenido entonces en conjunto tanto como 550 mil esposas. La enorme diferencia, 348 mil mujeres, habrían sido el “tributo” que esa generación de los pueblos dominados pagó para satisfacer ese especialísimo aspecto de la “cultura inka”.

Mas no puede pasar desapercibido que, entonces, esa misma cantidad, 348 mil varones adultos de los pueblos dominados, estuvieron “condenados” a no poder disponer –legal y efectivamente– de esposa alguna.

Habrían sido, pues, célibes forzosos.

Considerando una población sojuzgada de 9 millones de habitantes, con 40 % de población adulta, en la que había un 30 % más de mujeres que de hombres, el total de varones adultos era aproximadamente de 1 565 000 personas. Así, los “célibes compulsivos” constituían nada menos que el 22 % de los hombres, esto es, algo más de uno de cada cinco.

Se trataba, pues, de un problema social de enormes proporciones y, sin duda, de gravísimas repercusiones –pero sobre el que, sin embargo, la historiografía tradicional no ha dicho nunca una sola palabra–.

El “celibato” forzoso al que habría conducido la poligamia del poder dominante alcanzó no obstante a mantenerse bien soslayado.

¿Pero existió realmente la poligamia, o no pasó de ser un alarde de machismo? ¿Alcanzó a ser realmente masiva? ¿Fue en efecto también masivo el “celibato forzoso? Algunos indicios permiten concluir que, aunque en magnitud imprecisa, en efecto, tal problema social existió.

Valcárcel recoge la versión de un cronista anónimo 445 que, por ejemplo, indicó que entre los hombres del imperio: la mayor pobreza y miseria que sentían era no tener mujer.

En sentido contrario, pero ratificándose el concepto, el jesuita mestizo Blas Valera apuntó: llamábase rico el que tenía hijos y familia...

Eludir el celibato forzoso fue quizá la circunstancia que empujó a algunos hombres de los pueblos conquistados a disfrazarse. Entre los kollas, por ejemplo, se descubrió que muchos se vestían de mujer.

En el contexto del que venimos hablando, para muchos kollas –y seguramente también a varones de otras naciones dominadas–, vestirse de mujer fue, muy probablemente, una estratagema que les permitió superar furtivamente la violenta restricción del celibato forzoso a que en la práctica los condenaron los conquistadores inkas.

La acción de disfrazarse de mujer fue, sin embargo, una decisión que habría de resultar doblemente riesgosa.

En primer lugar, porque expresamente lo prohibía y severamente castigaba la legislación inka. Y en segundo lugar porque, sacada de su verdadero contexto histórico–social, y a partir de prejuicios, habría de ser visto –como la vio el cronista y sacerdote Ramos Gavilán y habrían de verla después muchos otros–: como una acción de hombres malvados, nada honrados, de malos instintos y costumbres dudosas, en referencia, sin duda, a un presunto homosexualismo.

En relación con esos hechos, puede también ubicarse la legislación inka sobre conducta pública y privada que recopiló el historiador Valcárcel, y cuya autoría otorgan los cronistas al Inka Pachacútec. De hecho, si sólo un porcentaje de los afectados con el “celibato forzoso” respondía a su violenta situación con actos de violencia sexual, tal circunstancia, sin duda, explica que la élite dominante decidiera tipificar esos delitos y reprimirlos.

Esa legislación, por ejemplo –como también han registrado Garcilaso, Huamán Poma y el padre Salinas–puso énfasis en indicar que la perversión, el afeminamiento, el homosexualismo, el estupro, el rapto y la violación eran severamente castigados. Todo aquel que tenía relaciones sexuales con una aclla –recordémoslo–, era condenado a muerte conjuntamente con ella.

Los forzadores y estupradores –afirma Huamán Poma– fueron condenados también a muerte, colgándoseles de los cabellos, y muertos a pedradas –abunda Kauffmann–. Los que se masturbaban en público –dijo asombrosamente a su turno el cronista Murúa– eran expulsados de su pueblo por un mes.

Finalmente, el cronista Sarmiento de Gamboaregistró su sorpresa al constatar el “abominable uso de bestias” –léase auquénidos – al que recurrían muchos hombres para satisfacer sus ímpetus sexuales.

Ratificando nuestra sospecha del camuflado clima de violencia sexual que se vivía en el Imperio Inka, las jóvenes y vírgenes acllas, al salir a la calle, lo hacían acompañadas de una mujer adulta y con escolta de guardias armados –refiere Del Busto–. Y para atenuar los riesgos de violación, los porteros de los locales donde residían y se formaban las acllas, habían sido precautoriamente castrados –refiere el mismo autor–.

Eran, pues, eunucos.

¿Dirá la historiografía tradicional que la institución del eunuconaje –porque así la llamaremos –no era idéntica a la que se practicó, por idénticos propósitos –y razones –en la vieja historia europea y asiática?

Pues bien, en el contexto de la compulsiva abstinencia sexual que impuso el poder inka, y a la luz de todas las manifestaciones de violencia que acabamos de mostrar, adquiere patética significación una insólita y brutal pero también reveladora decisión del Inka Huáscar, en plena guerra civil contra Atahualpa.

El cronista Santa Cruz Pachacutinarra en efecto que el Inka, burlándose de las autoridades de la localidad de Pomapampa y de los privilegios que se les había otorgado, y burlándose de las propias leyes del imperio, dispuso que cien soldados violaran públicamente en la plaza del pueblo a un grupo de mujeres jóvenes.

¿No resultan altamente consistentes con nuestra hipótesis de un “masivo celibato forzoso” durante el Imperio Inka, todas y cada una de las manifestaciones de violencia sexual a las que hemos hecho referencia?

Muy probablemente, no estaban dadas en el siglo XVI las condiciones para que Garcilaso y Huamán Poma, los padres Cobo, Ramos Gavilán y Salinas, y los cronistas Sarmiento de Gamboa, Murúa y Santa Cruz Pachacuti, se percataran de que muchos de esos “pobres sin mujer y sin hijos, de los que se disfrazaban de mujeres, raptaban y violaban, se masturban en público o recurrían a bestias”, no eran sino una inexorable consecuencia de la violenta abstinencia sexual que sufrían miles de los varones adultos de los pueblos dominados a consecuencia del abusivo privilegio de la poligamia inka.

Como muchas otras manifestaciones, el celibato forzoso habría perjudicado pues a miles de los que ocuparon las posiciones más bajas de la pirámide social del Imperio Inka: piñas, yanaconas y mitimaes. E, incluso, a muchos de los hatunrunas que permanecieron trabajando en sus tierras ancestrales.

Los hatunrunas

En su origen, piñas, yanaconas y mitimaes habían sido hatunrunas, hombres comunes y corrientes, mayoritariamente campesinos.

Ése era, en cada una de las naciones andinas, el grupo del que provenían, el grupo social al que pertenecían; con el cual se identificaban; y que, a su turno, era el grupo social que los reconocía como propios.

Más aún, siendo que la condición de piñas y mitimaes era transitoria –al menos teórica y formalmente–, quienes las tenían conservaban la expectativa de regresar a su tierra natal y de desenvolverse nuevamente como hatunrunas –y, de ser posible, como hatunrunas libres, en sus propias y libres naciones–.

Teniendo un origen social común, había pues una insoslayable identidad en muchos de los intereses, y por consiguiente en muchos de los objetivos, de los piñas, yanaconas, mitimaes y el resto de los hatunrunas.

Si se prefiere –y como se verá en el Gráfico Nº 12, en la página siguiente–, se trataba de diversos subconjuntos pertenecientes a un mismo conjunto social. En tal virtud, cualquier hecho, disposición imperial o circunstancia que afectara a una parte de dicho conjunto social, afectaba también al todo.

Siendo así, el celibato forzoso, por ejemplo, afectando directa y drásticamente a miles de piñas, yanaconas, mitimaes y hatunrunas, terminaba afectando los intereses de todos los hatunrunas, de momento que todas sus familias vivían la constante amenaza de la violencia sexual, y virtualmente no había una en la que no faltara de quien compadecerse por su forzada “pobreza” y soledad.

Teniendo en cuenta que los hatunrunas constituían nada menos que el 90 % de la población del imperio, se tiene pues conciencia de cómo el celibato forzoso, que en apariencia era sólo un problema de 350 mil hombres, afectaba en realidad a toda la población de todas las naciones sojuzgadas.

Una norma muy divulgada del imperio establecía, no obstante, que todos los hatunrunas tenían derecho al matrimonio. Pero –como nos lo recuerdan Del Busto, Kauffmann y Espinoza–, marcándose con claridad la diferencia con los derechos del grupo dominante, se explicitaba que los hatunrunas sólo podían tener una mujer.

Usufructuando de la poligamia, los mismos que habían legislado en favor de la monogamia de los hatunrunas, habían creado sin embargo las condiciones para que tal propósito no pudiera cumplirse, conculcándose así el derecho de miles de personas.

Es decir, en relación con el matrimonio, largamente habrían prevalecido también pues los derechos de la élite. Lo que, sin duda, y una vez más, pone en evidencia la condición subalterna y dominada de los hatunrunas, esto es, en la práctica, de todas las naciones sojuzgadas.

Hasta el siglo XIV, mientras el pueblo inka vivió dentro de sus propias fronteras, los hatunrunas inkas conformaban el sector dominado del mismo. Pero cuando la élite inka alcanzó a hegemonizar sobre el amplio conjunto de pueblos y naciones andinas, pasaron a ser hatunrunas del imperio todos los campesinos de las naciones conquistadas. Es decir, hubo en el imperio hatunrunas inkas y hatunrunas extranjeros.

Durante la expansión imperial a lo largo del siglo XV, dentro del estrecho mundo de los hatunrunas inkas se fue operando un cambio importante: a medida que crecían los límites del imperio, las tareas administrativas, militares y de servicios fueron absorbiendo a más y más de ellos.

La burocracia imperial se incrementó de manera muy significativa. Y la cantera más importante fue precisamente la población de hatunrunas inkas. Porque, al fin y al cabo, frente a la necesidad de cubrir vacantes burocráticas, y frente a la necesidad de cuidar de los intereses del poder imperial inka, esos hatunrunas inkas merecían más confianza que los campesinos de los pueblos y naciones que iban siendo conquistadas.

Poco a poco cientos y miles de hatunrunas inkas fueron sacados de sus tierras. Tuvieron que dejar sus faenas agrícolas y ganaderas y asumir nuevas obligaciones en el Cusco, o donde los envió el poder imperial a cubrir subalternos puestos de confianza. En la práctica, engrosaron así el sector intermedio de burócratas y especialistas.

Sin embargo, gozando quizá de beneficios que de otro modo no habrían conseguido jamás, la mayor parte de hatunrunas inkas fueron trasladados, en condición de mitimaes, a las más diversas áreas del inmenso territorio imperial.

En su reemplazo, para hacer producir las tierras que dejaron, fueron colocados mitimaes de otras latitudes. Ello explicaría –como se vio anteriormente–, porqué en áreas ancestrales del pueblo inka, y muy próximas al Cusco, como los valles de Pachachaca y Abancay, había tantas colonias de mitimaes extranjeros.

A este respecto, el Imperio Inka –como antes habría hecho también el Imperio Wari–, con grave riesgo dejó en manos de sus propios enemigos el estratégico abastecimiento alimentario de la capital imperial.

Así, en las postrimerías del imperio, la enorme población hatunruna del imperio estaba constituida, casi exclusivamente, por los campesinos de los pueblos y naciones conquistadas.

Éstos, que para los miembros del pueblo inka eran extranjeros, eran pues los trabajadores del imperio. Ellos desarrollaban el trabajo productivo directo. Eran –dice Arze– los que desempeñaban el trabajo exclusivamente material.

Aportaban los contingentes de mitimaes que partían hacia cualquier destino. Formaban también la cantera de la que el imperio insaciablemente extraía los yanaconasy las acllas.

Fueron el principal sustento del ayni: la ancestral institución que permitió el trabajo colectivo de la tierra, resolviendo la demanda múltiple de brazos durante la siembra y la cosecha.

Fueron el mayor soporte en las minkas o mingas: faenas colectivas con las que, en beneficio directo de la comunidad que ejecutaba la obra, se erigían canales, andenes, puentes, senderos, templos y obras en favor de los inválidos, viudas, menores, huérfanos, ancianos, etc.

Finalmente fueron también el sustento de la mita en beneficio directo de los objetivos del poder inka.

Mediante la mita agraria cultivaron las tierras que servían para alimentar a la élite y la burocracia administrativa, y para solventar el consumo del culto religioso. Mediante la mita en construcción –como recopila Espinoza– se erigió las múltiples obras de ingeniería que planificó y dispuso el poder imperial: caminos imperiales, puentes, almacenes, fortalezas, ciudades, ciudadelas, etc.

Y mediante la mita guerrera, se reclutaba pues a los soldados del ejército imperial –afirman Rostworowski y Espinoza–.

La mujer andina –madre, esposa o hija del hatunruna–, hilando sin cesar, de pie, sentada, y hasta caminando, y luego tejiendo –afirma Murra–, tuvo una singular participación en el proceso productivo. Su incesante trabajo textil permitió atender la demanda de las familias cordilleranas, obligadas a un alto consumo textil para neutralizar los rigores del frío andino, y a reponer constantemente las ropas que con gran celeridad deterioraban las lluvias.

No obstante –y como tambien ha observado Murra–, razones mágico–religiosas dieron a los tejidos una importancia especialísima en gran parte de los Andes, incrementándose con ello aún más la demanda textil.

Según afirma Murra, la importancia y magnitud de la mita textil “casi igualaba al trabajo agrícola”. Para tal efecto, las familias eran previamente abastecidas de la materia prima necesaria.

La producción reunida a través de la mita textil tuvo diversos destinos. Así –según el cronista Santillán–, permitió al poder imperial difundir el uso de tejidos bien tupidos en algunas zonas frías donde los pobladores usaban ropas tan poco densas “como una red”. Asimismo –dice Murra–proveyó de vestido a miles de chasquis. Igualmente permitió atender sin dificultad el consumo omnipresente de prendas de vestir en los sacrificios religiosos, y en la celebración de triunfos militares.

No obstante, el primer lugar en el consumo de las reservas textiles lo ocupaba el ejército.

Murra  afirma que, en campaña, los ejércitos contaban con encontrar en su camino mantas, ropa y equipo para acampar.

Por lo demás, el gigantesco ejército imperial tenía que abastecer con dos vestidos por año a cada uno de sus soldados.

De otro lado, la singularísima mita textil que se realizaba en los acllahuasis permitió satisfacer “el consumo fastuoso y privilegiado del tejido” de que hizo gala la élite imperial.

El cumbi, o tejido fino, tan suave “como la seda”, maravilló a los cronistas, al extremo que –como afirma Pease– hasta “tomaron partido a veces por la superioridad del producto andino”.

La mita textil permitió acumular ingentes cantidades de tejidos. Así, incluso tras la caída del imperio, en Cajamarca se encontró colcas “llenas de ropa liada en fardos arrimados hasta los techos” –según atestiguó el cronista Xerez–. Otro tanto vieron los cronistas en Jauja. Y en el Cusco se asombraron de la “increíble” cantidad de depósitos llenos de ropa, tanto fina como tosca, prendas de toda clase, lana, ojotas, etc.

En síntesis, en un contexto que por lo demás era casi de guerra permanente, los hatunrunas fueron pues obligados a desplegar un trabajo físico extraordinario. La deficiencia alimenticia que inevitablemente se dio en esas circunstancias, quedó suplida, en parte, con la coca. Con su auxilio –observaron los cronistas –, los hatunrunas podían sostenerse dos días sin comer ni beber. Los dotaba de gran vigor y fuerza y les hacía sentir poco deseo de comer –señaló el cronista Cieza de León –.

La ausencia de instrucción y la generalmente aislada vida rural en que vivían, mantenía a los hatunrunas en la más grande desinformación.

Muy significativamente el cronista jesuita Bernabé Cobo registró: ...no saben responder ni aún si hubo reyes incas en esta tierra.

El análisis y enjuiciamiento de los inauditos e insospechados niveles de desinformación e incomunicación que revela esa frase, ameritaría todo un libro, más quede ello para otra ocasión.

Diremos simplemente que resulta obvio que los campesinos consultados por el padre Cobo, y que dieron origen a tan reveladora expresión, casi con seguridad no eran del pueblo inka (porque –asumimos– difícilmente los miembros de éste estaban tan exageradamente desinformados).

Habrían sido pues, por ejemplo, mitimaes insertados en tierras que les resultaban ajenas pero que –también podemos presumir– estaban ubicadas en las inmediaciones de caminos importantes (porque es poco probable que el padre Cobo llegara a los parajes más aislados, menos accesibles y altos del área cordillerana).

Es decir, de entre todos los hatunrunas del imperio, esos “informantes” del padre Cobo deberían haberse contado entre los más y mejor informados.

Y del vasto y complejo mundo del imperio, de aquello que por lo menos podía esperarse que supieran era de la existencia del Inka, “considerado un hombre–dios”; sobre el que “todo a su alrededor trasmitía respeto y veneración”, al que “nadie podía mirar a los ojos”; y que cuando se desplazaba “en una litera de oro adornada con coloridas plumas de guacamayos”, “su fastuoso séquito incluía barredores, soldados, zahumadores, músicos, cantantes y bailarines” –como de todo ello se da cuenta minuciosa en Culturas Prehispánicas–.

Tal parece, pues, que aquellos “informantes” del padre Cobo nunca vieron nada de eso. Pero, más notorio todavía, nunca siquiera oyeron nada de eso.

Menos entonces habrían de saber quién, cómo y por qué los arrancó de sus tierras; quién, cómo y por qué los enviaba a la guerra, y los obligaba a tributar, y a entregar a sus hijas como acllas, etc.

Pues bien, en el contexto del nefasto imperialismo que estamos describiendo y analizando, resulta absolutamente lógico y coherente que se dieran esa dramática desinformación y alienación.

¿Pero cómo encajar ese dato sobre profunda y absoluta desinformación y alienación en los textos que –elíptica y eufemísticamente– nos siguen hablando de un “verdadero modelo”, de un “territorio políticamente organizado”, de un “espacio entendido en términos ceremoniales, o más bien, religiosos”, o, por último, de “la unidad política más grande de América Prehispánica”?

La grave e importantísima referencia del padre Cobo, y la idealizaba versión de la historiografía tradicional, son insalvablemente irreconciliables. Una de las dos no expresa la verdad. Más aún de cara a explicar por qué colapsó el gigantesco imperio como un simple y desvalido castillo de naipes.

A nuestro juicio, resulta suficiente el patético y valioso dato proporcionado por el jesuita para entender cuán frágiles y de barro eran los pies del gigante.

Es poco realmente lo que se sabe sobre la situación de los hatunrunas en los pueblos y naciones andinas antes de caer conquistados por el Imperio Inka. Dentro del Imperio Chimú –como se ha visto –y en la nación ica, formaban parte de sociedades marcadamente estratificadas. Constituían lo que Toynbee ha denominado “proletariado interno”. Poco cambió entonces su situación al pasar a formar parte del Tahuantinsuyo.

Por el contrario –a la luz de las pruebas arqueológicas encontradas hasta hoy–, muchos de los pueblos y naciones restantes eran sociedades menos estratificadas, más homogéneas.

Fue el caso de chachapoyas, cañaris, quitos, cañetes, huancas, kollas y otros.

Para los hatunrunas de todos estos pueblos y naciones, la imposición del proyecto imperial inka sí representó un cambio sustantivo: de “sujetos” de su propio proyecto nacional pasaron a ser “objetos” del proyecto imperial; de beneficiarios del fruto de su esfuerzo, quedaban convertidos en tributarios del beneficio de la élite inka.

La decisión imperial de intercambiar mitimaes entre los distintos pueblos dominados permitió que se mezclaran. El imperio pugnó por alcanzar un envilecido mestizaje cultural en el que, hegemonizando la cultura inka, entre otras consecuencias, desapareciera la altivez, la rebeldía independentista y el indesmayable afán de libertad que predominaba entre los hatunrunas de algunos pueblos.

No obstante, el siglo imperial fue completamente insuficiente para que se cristalizaran los pragmáticos objetivos de mestizaje y homogeneización que se había propuesto la élite inka. No sólo porque los hatunrunas conquistados, soportando los estragos del proyecto imperial inka, acumulaban resentimiento y frustración, sentimientos que atentaban contra las posibilidades de homogeneización social. Porque, sin duda, a más resentimiento más hostilidad y menores posibilidades de que el dominado se identifique y solidarice con los propósitos del dominador.

Pero además, el siglo imperial resultó también completamente insuficiente para borrar de la memoria colectiva la tradición y aspiración independentista de los pueblos.

En los casos extremos, esto es, en los de aquellos pueblos que habían sido conquistados en las primeras décadas del siglo XV, los hombres y mujeres más viejos sabían que sus abuelos habían luchado contra las huestes del imperio que los sojuzgaba.

Mas en la mayoría de los pueblos, si no habían sido los padres quienes habían muerto enfrentando la invasión inka, habían sido ellos y/o sus hijos quienes habían encabezado una o más de una rebelión independentista.

Entre los hatunrunas extranjeros estaban pues todavía muy enraizados los objetivos de independencia. Y presentes y abiertas muchas heridas nacionales.

De allí que, en las primeras décadas del siglo XVI, los cronistas alcanzaran a recoger, en muchos pueblos, ásperos y nada amistosos comentarios contra el pueblo inka 486. El propio cronista ayacuchano Huamán Poma de Ayala, aun cuando nació años después de iniciada la conquista española, se mostraba no sólo orgulloso de su linaje chinchaysuyano –y chanka, para ser más exactos–, sino además enemigo declarado del Imperio Inka.

El hatunruna extranjero –recogiendo una vez más el razonamiento de Toynbee–mantenía la conciencia “de haber sido desheredado de su lugar ancestral en la sociedad”. E intutía –como también indica Toynbee–, que estaba “en” pero que no era “de” el imperio opresor.

Resulta pues poco consistente presumir –como todavía lo sigue haciendo la historiografía tradicional– que los hatunrunas estuvieran identificados con el imperio que los sojuzgaba.

La burocracia imperial Además de la élite, en un extremo, y de la inmensa masa de hatunrunas, en el otro, la composición social del Imperio Inka se completó con el sector intermedio. Éste incluía a la burocracia administrativa, de servicios, religiosa y militar; y asimismo al amplio conjunto de especialistas de las distintas actividades productivas; y a las familias de todos ellos.

Quizá reunía a no más de 50 000 personas cuando Pachacútec dio inicio al Tahuantinsuyo.

Pero a lo largo del proceso de expansión imperial, el sector intermedio creció vertiginosamente.

Es posible presumir que en las primeras décadas del siglo XVI, entre funcionarios del Estado imperial inka y sus familias, el conjunto estuvo compuesto hasta por 1 000 000 de personas. Ese enorme crecimiento pudo concretarse con gentes que provinieron de otros sectores sociales del pueblo inka y de muchas de las naciones conquistadas.

La primera y más cercana cantera fueron pues los hatunrunas inkas. Sistemáticamente fueron compelidos a dejar la agricultura y la ganadería para desempeñarse en novedosas actividades en el sinnúmero se vacantes que fue creando el aparato estatal imperial.

Por otro lado –como se ha visto–, y a cambio de algunos privilegios, muchos kurakas y funcionarios de las naciones y pueblos conquistados, conjuntamente con sus familiares, pasaron a formar parte del nutrido sector intermedio del imperio.

Como bien dice Espinoza, perdieron por completo su autonomía y sus primigenias funciones directrices locales y quedaron convertidos en funcionarios subalternos. Constituyeron el nexo más importante y eficaz entre los hatunrunas de sus propios pueblos y los administradores provinciales que designaba el poder imperial.

La intermediación de los kurakas de los pueblos dominados –como se ha dicho– representó una serie de beneficios al poder imperial: simplificó la solución de las desinteligencias idiomáticas, encargándose de transmitir directamente a los hatunrunas las órdenes imperiales en referencia a la producción, las mitas y la guerra; neutralizando asimismo la oposición contra las autoridades inkas.

Dio además imagen de continuidad. Garantizó el mantenimiento de prácticas productivas ancestrales, permitiendo que se mantuviera los niveles de productividad. Asumió también la responsabilidad de la recolección y traslado de los tributos, etc.

En función de los objetivos del proyecto imperial inka, las cada vez menos prestigiadas labores de los kurakas locales fueron circunscribiéndose cada vez más a tareas inherentes a la producción. No obstante, de haberse prescindido de ellos, no se hubiera podido generar los grandes volúmenes de excedente que se produjeron durante el imperio.

El poder imperial, por excepción, permitió un gran ascenso social a aquellos yanaconas que fueron designados administradores provinciales –como refiere María Rostworowski–. Puede suponerse la tremenda presión, incluso chantaje, que eso representaba para el resto de gobernadores, y la enorme expectativa que un ascenso de esa naturaleza despertaba en los estratos más bajos de la población.

El privilegio podía lograrse en mérito a acciones civiles o militares muy destacadas y con plena incondicionalidad respecto del poder imperial. Pero también, más de una vez quizá, sólo en razón de esto último.

Formaron también el amplio sector intermedio individuos que cumplían los oficios más disímiles. Había administradores de territorios.

Controladores de los ingresos económicos del imperio. Supervisores del almacenamiento en los tambos. Planificadores de la mita. Planificadores de la leva. Inspectores y visitadores de territorios. Funcionarios censales.

Administradores de tambos, de acllahuasis, de construcciones, de campo, de minas.

Jueces. Contadores o quipucamayocs, de ingresos y egresos de alimentos, de objetos manufaturados, de cabezas de ganado. Encargados de vigilar caminos y puentes. Jefes de correo y señales. Delimitadores de territorios.

Había diseñadores y arquitectos, agrónomos, hidro–meteorólogos, ingenieros civiles y de caminos; hidráulicos, mineros y metalurgistas.

Había demógrafos y estadígrafos.

Analistas políticos y sociales. Astrónomos.

Académicos y pedagogos. Médicos y cirujanos.

Había literatos, historiadores, músicos y danzantes.

Se contaba entre ellos también a los especialistas productivos: ceramistas, tejedores, orfebres, plateros, pintores y escultores. Pero también a los comerciantes o mercaderes, también llamados “tratantes”.

Y a los funcionarios religiosos subalternos: sacerdotes, hechiceros y adivinos, y sacerdotes–guerreros o shamanes. Así como, una vez arrancadas de sus pueblos, a las acllas y mamaconas. Y a los eunucos que las cuidaban.

Además, por cierto, a prácticamente toda la jerarquía militar del ejército imperial: jefes de grandes grupos de 10 000 combatientes; jefes de regimientos (5 000 soldados); jefes de batallón (2 500 soldados); jefes de compañía (1 000 soldados); jefes de sección (100 soldados), y jefes de grupos de combate (10 soldados). Y a la guardia y cargadores del Inka.

A ellos debe sumarse los oficiales administrativos y de estado mayor. Todos estos cuadros militares debieron ser muy numerosos.

Al fin y al cabo –según Del Busto, y como también se consigna en Culturas Prehispánicas 496a–, en las postrimerías del imperio, durante el gobierno de Huayna Cápac, el ejército llegó a tener 200 000 soldados –aucarunas –.

Con esa magnitud, es posible suponer que el grupo de oficiales generales pudo estar compuesto por 100 personas; los oficiales superiores quizá alcanzaron el número de 500; y los oficiales subalternos bien pudieron ser 3 000 o más.

Muy probablemente un contingente de más de 20 000 personas componía finalmente el conjunto de lo que hoy en los ejércitos se denomina técnicos, suboficiales y clases.

Probablemente, pues, el plantel profesional y estable del ejército imperial inka estuvo formado hasta por 25 000 personas.

Para el sector social intermedio la materialización del proyecto imperial inka tuvo significación positiva. Muchos de ellos, por de pronto, accedieron a posiciones a las que el poder imperial deliberadamente concedía mayor prestigio.

Así, gozando de mayor consideración, aunque sólo fuera éso, el beneficiario veía ya incrementados sus intereses. Sin embargo, por lo general experimentaron, además, un objetivo incremento de sus intereses materiales, eximiéndoseles, por ejemplo, de la obligación de tributar –como observó el cronista Cobo–; o recibiendo generosas compensaciones en productos –según Espinoza–.

Muchos llegaron a obtener privilegios: recibieron varias esposas; y, para solventar el sostenimiento de las mismas, se les asignó mayores áreas agrícolas y los yanaconas necesarios para hacer producir esas tierras y arreglar y cuidar las viviendas.

La puesta en vigencia del proyecto imperial inka, posibilitó a muchos individuos y sus familias escalar uno, dos y hasta tres peldaños en la estratificación social del imperio.

Ello les permitió ubicarse, de manera permanente y definitiva, en un estrato superior. Y, concurrentemente, alcanzar objetivos individuales que, de otro modo, jamás habrían obtenido.

Ascendieron un peldaño (a), por ejemplo, los kurakas que, sin pertenecer al pueblo inka, fueron reconocidos como tales y considerados como de la élite imperial; o los hatunrunas inkas que pasaron a ser burócratas; o, eventualmente, aquellos que se vieron libres de la condición de yanaconas y volvieron a la de hatunrunas.

Ascendieron dos peldaños (b), los mitimaes extranjeros que –como Quisquiz y Ramiñahui–, desde soldados, escalando en la jerarquía, llegaron a ser jefes militares; o los hatunrunas inkas que llegaron a ser grandes funcionarios imperiales.

Excepcionalmente, escalaron tres peldaños (c), los yanaconas que, por ejemplo, llegaron a ser representantes del Inka en territorios dominados.

Entre las mujeres hubo ascensos equivalentes.

Así, ascendieron un peldaño las hermanas y viudas, o las hijas de los kurakas que pasaban a ser esposas del Inka, o las hijas de hatunrunas que eran entregadas como mujeres de funcionarios.

Escalaban dos peldaños las acllas hijas de hatunrunas inkas que eran dadas por esposas secundarias a miembros de la élite imperial.

Y tres escalones cuando provenían de familias de mitimaes y yanaconas de pueblos conquistados.

Dadas las condiciones imperantes, el ascenso social en el caso de los hombres tenía, sin duda, una dosis relativamente grande de carácter discrecional.

De hecho, dependía en mucho de lo que el individuo hiciera o dejara de hacer, cotidiana o excepcionalmente, pero de manera deliberada, en relación con los objetivos del poder imperial.

En las mujeres las posibilidades de acción deliberada para ascender en la estructura social, si bien existían, eran a todas luces más restringidas, de momento que eran escasas sus esferas de actuación pública.

La pirámide social

Si como seguimos presumiendo, a fines del siglo XV el Imperio Inka tenía una población de diez millones de personas, es posible sintetizar la composición de su compleja estructura social con una distribución como la que –a título de hipótesis–, presentamos en el Cuadro N° 9. De ese modo, la representación gráfica de la pirámide social sería entonces muy similar a la que a su vez muestra el Gráfico N° 14, en la página siguiente.

Las cifras que se presenta no tienen otro objeto que mostrar probables –y muy verosímiles – órdenes de magnitud. Y en todo caso –como veremos– no son absolutamente arbitrarias.

Murra, por ejemplo, estima que puede suponerse la existencia de una población de yanaconas, “de 2 al 3 %, en la región cabecera de los lupaqa” y “mucho menor” en las provincias de ese grupo étnico altiplánico.

De allí seguramente que Pease habla de 1 % “en el caso de los lupaqa de Chucuito”, en la zona suroeste del lago. A partir de ese dato –que, dicho sea de paso, nunca ha cuestionado la historiografía tradicional–, estamos pues planteando que a nivel de todo el imperio la población yanacona fue del orden del 5%. Veamos porqué.

La asignación de yanaconas estuvo en directa relación con la actitud y conducta sumisa de los beneficiarios: a más sumisión y a mayor incondicionalidad, más yanaconas en premio.

En ese sentido, los lupaqas, como parte de la nación kolla, no estuvieron precisamente entre los más sumisos e incondicionales al poder imperial. Así, en el resto del territorio andino, los yanaconas entregados en premio debieron representar entonces porcentajes de 6–7 %, significativamente más altos que los que Murra estima para los lupaqas. El promedio total, pues, habría estado en torno al 5 %.

De otro lado, parece razonable estimar que los miembros de élite imperial –las familias o panacas cusqueñas emparentadas ascendente, descendente y colateralmente con el Inka– difícilmente sumaban más de 10 000 personas.

Parece también razonable asumir que el sector intermedio –jefes y oficiales del ejército, especialistas, administradores, etc.– pudieron alcanzar un número como el de 200 000 personas que, con sus familias, habrían compuesto un total como el que indicamos de un millón de personas, esto es, el 10 % de la población del imperio.

De haber sido así, resulta razonablemente consistente imaginar un promedio de 2 yanaconas por cada familia del sector intermedio.

Y hasta 50 yanaconas en promedio por cada núcleo familiar de la élite imperial.

Al final, pues, resulta una diferencia de 85 % de población, que no pertenecía a otro sector que al de los hatunrunas.

En mayor y menor escala, la élite y el grupo intermedio fueron los únicos beneficiarios del proyecto imperial. Es decir, y para cuando llegó el siglo XVI, aquél sólo reportaba beneficios a una de cada diez personas dentro del vasto imperio.

Entre la élite imperial y el grupo intermedio, sin embargo, no sólo había diferencias cuantitativas en relación con el goce de beneficios y privilegios. Una diferencia cualitativa era sustancial.

En efecto, contando con el Estado como el más importante de sus instrumentos, fue la élite la que –implícita pero realmente– diseño el proyecto imperial. Y lo impuso con una eficaz y exitosa estrategia –militar, política, económica y social– de acumulación de fuerzas.

De allí el carácter hegemónico de la élite: diseñó, impuso y mantuvo en vigencia “su” proyecto. Y mientras mantuviera esa condición hegemónica, el proyecto seguiría teniendo vigencia –o la perdería– en función de lo que la propia élite hiciera o dejara de hacer.

En cambio, el grupo intermedio, dominante –sobre el resto de la población– aunque no hegemónico, si bien se nutrió con beneficios y privilegios, no obtuvo los que seguramente hubiera querido asignarse, sino los que discrecionalmente le cedía la élite imperial.

Es decir, los beneficios del grupo intermedio no estaban en función de lo que él hiciera o dejara de hacer, sino de lo que hiciera o dejara de hacer la élite hegemónica.

Éste era un grupo independiente; el otro, en cambio, era dependiente. La fuerza social hegemónica “se” había fijado sus propios objetivos y los alcanzaba paulatina e incesantemente.

En cambio, la otra fuerza social, a pesar de tener sus propios objetivos, lograba sólo aquellos que “le” permitía alcanzar la élite imperial inka.

Para la inmensa masa de hatunrunas, mitimaes, yanaconas, acllas y piñas, el proyecto imperial, por el contrario, lesionaba seriamente sus intereses: atentó contra sus vidas, les arrebató sus territorios, les quitó sus hijas e hijos, les impuso a muchos un nuevo idioma, los dasarraigó y llevó a parajes desconocidos y hostiles, obligó a muchos al celibato forzoso, los obligó a aportar enormes tributos, etc.

A no menos de 9 millones de personas el proyecto imperial les resultaba objetiva e inexorablemente dañino. No era su proyecto.

Entre tanto, y mientras durase la marejada inka, el proyecto nacional de cada uno de los pueblos conquistados habría de permanecer “sumergido”. Por lo menos hasta que, eventualmente, un conjunto favorable de condiciones le permitiera aflorar nuevamente a la superficie.

Intereses y objetivos

El Imperio Inka, en los albores del siglo XVI, mostraba pues cuatro grandes grupos sociales: la élite hegemónica, el grupo intermedio dominante no hegemónico, el sector dominado de hatunrunas y mitimaes, y el sector dominado de yanaconas y piñas en condición esclavizada.

Cada grupo tenía su propio conjunto de intereses por defender y, por consiguiente, aspiraba a alcanzar su propio conjunto de objetivos.

Afirmar –embriagados de idealismo, e incluso de chauvinismo anticientífico– que no hubo tal multiplicidad de grupos, y en consecuencia la correspondiente multiplicidad de conjuntos de intereses y objetivos, equivale a sostener que la sociedad andina bajo el Imperio Inka era un conjunto social homogéneo. Y ello, simple y llanamente, es insostenible –no obstante, ésa es la imagen que se suyo difunde aún la historiografía tradicional–.

Pues bien –recurriendo a una analogía de la física–, cada uno de los cuatro grupos era una fuerza –fuerza social– y se comportaba como tal.

Cada una de las fuerzas sociales actuaba, implícita pero coherentemente, para mantener sus intereses, es decir, para preservar todas aquellas conquistas materiales y espirituales que históriamente había logrado. Pero también actuaba para incrementarlos, y así alcanzar los objetivos que, quizá también sólo de manera implícita, se había fijado.

Intereses y Objetivos generales

Permítasenos explicitar una vez más que, en la versión de la historia andina que estamos presentando, nuestra hipótesis básica –como extensamente hemos desarrollado en Los abismos del cóndor, Tomo I–, es que, en condiciones normales –de salud mental– cada individuo y cada grupo social actúa cotidianamente de manera tal que asegura la preservación de sus intereses (vida, familia, alimento, abrigo, ideas y creencias, idioma, etc.); y, complementariamente, cada individuo y cada grupo aspira a alcanzar el correspondiente conjunto de objetivos (prolongar su vida, extender su familia, mejorar sus condiciones de vida, etc.).

Coherentemente, la hipótesis básica complementaria es que sólo excepcionalmente, en casos graves de alienación, los individuos actúan atentando contra sus propios intereses o los del grupo al que pertenecen. El suicidio es quizá el ejemplo por antonomasia.

Las conductas y aspiraciones normales o habituales, tanto en el caso del individuo como del grupo social, por lo general son inadvertidas e intuitivas e implícitas. Pero pueden alcanzar a ser concientes y explícitas. Mas, invariablemente, el ser humano actúa en función y en procura de lo que estima su legítimo beneficio.

Así, consistentemente, las razones de que un individuo, grupo social, pueblo, nación o país se vea perjudicado en sus intereses y/o no concrete sus objetivos, deben buscarse en las circunstancias históricas o el entorno al que pertenece: en la naturaleza, pobre de recursos y/o que sistemáticamente atenta contra el grupo; en su relación con otros grupos sociales, que eventualmente lo dominan o sojuzgan; en ambas razones, etc.

A nuestro juicio, y aunque nunca ha sido explicitada, la historiografía tradicional –de hecho y quizá hasta inadvertidamente– ha enfrentado el “fracaso histórico de muchos pueblos” (ausencia de creación de grandes culturas, atraso, pobreza, subdesarrollo, etc.) a partir de una hipótesis sustantivamente distinta: los individuos y grupos actúan cotidianamente de manera errática –no consistente–: hoy obteniendo beneficio de sus acciones, y mañana perjudicándose así mismos. O, si se prefiere, que los individuos y grupos actúan absolutamente desprovistos de objetivos. Así, como resultado de ese errático “ir y venir”, ven transcurrir el tiempo sin ver incrementados sus intereses, sin progresar.

No se requiere profundizar mucho en el análisis para concluir que, de la mano de esa hipótesis implícita, la historiografía tradicional –sin duda sin proponérselo –, ha reducido al ser humano a una condición inferior a la de los animales mismos. Porque éstos, aunque claramente sin objetivos, actúan en cambio consistentemente –por instinto de supervivencia–, en defensa de sus “intereses” biológicos. No se conoce de especie animal que actúe erráticamente poniendo en riesgo su propia existencia.

Si la conducta humana fuera infrazoológicamente errática, ¿cómo explicar entonces que unos grupos sociales o pueblos “progresen” y otros “fracasen”? ¿Acaso porque, contra toda lógica y contra toda probabilidad, unos tienen la increíble fortuna de erráticamente “acertar” siempre; y otros la inaudita desgracia de erráticamente “equivocarse” siempre? ¿Y cómo explicar que un mismo grupo social, o un mismo pueblo, o una misma nación –la inka, por ejemplo–, en un estadio no fuera sino un pueblo primitivo, que hasta cayó dominado sucesivamente por los kollas y por los chankas; en otro fuera la quintaesencia del éxito, centro y protagonista de un imperio; y en un tercer estadio –hoy– volviera a ser uno de los tantos pueblos atrasados y pobres de los Andes? ¿Acaso porque a su vez, también azarosamente, el pueblo inka saltó del yerro sistemático al acierto sistemático para caer nuevamente en una conducta cotidianamente errónea? ¿No resulta absolutamente absurdo todo ello?

¿No es obvio más bien que, manteniéndose constante el empuje y el espíritu de progreso del pueblo inka, fueron los distintos contextos por los que pasó los que explican los notables cambios o saltos que experimentó en el transcurso de su historia? ¿Y que es este mismo esquema lógico el que debemos aplicar para el caso de los distintos grupos –o fuerzas sociales – al interior de una sociedad, sea nacional o imperial?

Pues bien, en el esquema que venimos proponiendo, la dirección en que actúa cada fuerza social apunta hacia los objetivos que el grupo quiere alcanzar, Y, complementariamente, todo parece indicar que la magnitud de cada fuerza social está directamente relacionada con la magnitud de los intereses que defiende.

Si cada fuerza social actuara con absoluta libertad, sin ningún tipo de interferencia ni obstáculo –como si fuese la única protagonista en escena–, la consecución de sus objetivos sólo sería cuestión de tiempo.

Pues bien, durante el Imperio Inka todas las fuerzas sociales actuaban en el mismo escenario, disputándose el uso de recursos comunes en función de objetivos no comunes.

En la práctica, concientemente o no, se obstaculizaban e interferían mutuamente. Es decir, y una vez más por analogía, constituían parte de un campo de fuerzas.

Fuerzas sociales En ese contexto –asumiendo que los recursos disponibles fuesen suficientes–, que un grupo social pudiera preservar o no sus intereses, y alcanzar o no sus objetivos, o, si se prefiere, que un grupo tuviera “éxito”, dependía de:

a) la magnitud de su propia fuerza;

b) la relación o proporción entre su fuerza y las restantes, y;

c) la estrategia que desplegaba el grupo para, acumulando cada vez mayor fuerza, lograr que la resultante –o correlación final de las fuerzas– le resulte favorable; esto es, de valor positivo y orientada en la dirección de sus objetivos.

¿Qué ocurría en ese sentido con cada una de las fuerzas sociales identificadas en el Imperio Inka? ¿Tenían todas valor positivo superior a cero? ¿En qué magnitud?

¿A qué grupos y por qué les resultaba favorable la correlación final de fuerzas? ¿Permitía la estrategia de cada grupo potenciar su fuerza y alterar la correlación final? El examen de la situación social del Imperio Inka no puede prescindir además de reiterar el énfasis en la presencia, singular e intensa, de diferencias, divergencias y contradicciones de carácter nacional.

Con centurias y milenios de vida independiente, cada pueblo se sabía diferente de los otros. El idioma, el territorio, el clima, sus comidas y bebidas, vestidos, artes, sus rezos, ritos y mitos, sus costumbres, prácticamente todo, distinguía y diferenciaba entre sí a los pueblos.

A su turno, los accidentes geográficos se encargaron de marcar aún más la separación y la diferenciación. La cadena de los Andes aisló a los pueblos amazónicos de los cordilleranos, y a ambos de los costeros. La mayoría eran sólo amazónicos, o sólo cordilleranos o sólo costeños. Téngase presente que, por excepción, sólo la nación kolla, y sólo en una parte de su historia, controló territorios de costa, cordillera y selva.

A las diferencias y divergencias que separaban anímicamente a los pueblos se agregaron sus confrontaciones. Sus ancestrales fronteras, en efecto, muchas veces se tiñeron de sangre en cruentas disputas territoriales con sus secuelas de resentimiento y dolor que difícilmente cicatrizaban en breves plazos.

Es decir, por milenarias y profundas causas, durante el Imperio Inka el poblador andino tuvo razones para anteponer su condición nacional a su condición social.

Así, por ejemplo, el hatunruna kolla, era y se sentía más kolla que hatunruna. Se identificaba más con el resto de los kollas que con el resto de los hatunrunas.

Y otro tanto ocurría con el hatunruna pasto, de Colombia. Con el cañari, el cayambi, el quito, el palto o el huancavilca, de Ecuador.

Con el tallán, el chimú, el lima, el cañete, el lunahuaná o el ica de la costa peruana.

Con el cajamarca, el chachapoya, el bracamoro, el conchuco, el huacrachuco, el huamachuco, el tarma, el huanca o el chanka de la cordillera. Con los múltiples antis de la Amazonía. Con el tucumán. de Argentina.

Con el mapocho de Chile. Y con el guaraní de Paraguay.

Por eso –como registra Kauffmann–, las rebeliones y sublevaciones contra el yugo del Imperio Inka expresaban más la aspiración de independencia de las naciones sojuzgadas, que la rebeldía de los estratos sociales dominados.

Los hombres y mujeres andinos que luchaban contra el imperio, peleaban y morían para impedir que se afecten sus intereses en cuanto miembros de un pueblo o una nación libre, con la que se identificaban, más que en tanto miembros de un estrato social, con cuyos restantes miembros –tras sólo un siglo de experiencia común–, era prematuro que se identificaran.

Hacia el siglo XVI, la historia andina había acumulado pruebas suficientes que demostraban que los pueblos eran capaces de conservar su identidad nacional a pesar, incluso, de ser sometidos a largos períodos de dominación.

El Imperio Wari, por ejemplo, con 500 años de hegemonía no fue capaz de erradicar los sentimientos nacionales de los pueblos andinos a los que sojuzgó, entre ellos por cierto al propio pueblo inka.

Mal podía entonces el Imperio Inka, en menos de un siglo, lograr un objetivo tan ambicioso como ése. Más aún si, como en muchos casos, ni siquiera fue un período continuo.

Porque en efecto muchos pueblos lograron interrumpirlo con fugaces pero exitosas rebeliones que revitalizaban el sentimiento de identidad nacional de sus integrantes.

El atomizado espectro de nacionalidades era particularente evidente en el vasto sector dominado de la sociedad imperial. Sobre todo entre hatunrunas, mitimaes y yanaconas.

Debe admitirse que ninguno de los dos grupos del sector dominado era internamente homogéneo. Eran pues, por el contrario, agregados heterogéneos de subgrupos nacionales, hatunrunas kollas, más hatunrunas cañaris, más hatunrunas chimú, etc., con sus respectivos subconjuntos de intereses y objetivos.

Con el tiempo, cada subgrupo nacional fue perdiendo sus posibilidades de actuación unitaria, porque la política de mitimaes impuesta por el poder imperial los había fraccionado y dispersado: hatunrunas kollas en Cusco, hatunrunas kollas en Huánuco, hatunrunas kollas en Tumibamba, etc.

En esas condiciones, los subgrupos nacionales se vieron obligados a utilizar gran parte de sus energías en tratar de conservar por lo menos sus intereses vitales: sobrevivir como individuos y, aunque dispersos, como nación.

Los que como mitimaes fueron desterrados a regiones remotas, no pudiendo ya defender sus tierras, tuvieron que intentar preservar aquello que pudieron llevar al destierro: idioma y religión; vestidos y cerámica; amor y lealtad por su tierra natal; sus mitos e historia; valores éticos y morales, etc.

Mientras estuvieron en esa situación, sus energías se agotaron en producir para subsistir, en laborar las tierras del Estado, en participar en las mitas que organizaba el poder imperial, en guerrear en la filas del ejército imperial, y en producir excedentes para tributar.

Y, de manera prudente, sigilosa y efectiva, en mantener su cultura nacional. Y lo lograron.

A pesar de los violentos y compulsivos métodos de integración social e inkaización cultural que impuso el imperio. En palabras de Rostworowski, “la integración del mundo andino nunca llegó a darse, siguió prevaleciendo el sentimiento local...”.

Es posible recrear la imagen de la composición social del Imperio Inka, con una variante gráfica que permite reflejar, con más fidelidad, lo que muy probablemente se dio en los Andes en los albores del siglo XVI.

El sector dominado no era pues un grupo homogéneo, con identidad de intereses. Era, más bien, un mosaico. Un agregado de muchos pequeños subgrupos. Suma de pequeñas fracciones. Adición de fuerzas sociales que, dispersas y atominadas por la política de mitimaes y yanaconaje, habían quedado reducidas a sus mínimos valores posibles.

Fuerzas sociales que se reducían aún más, neutralizándose por sus diferencias, divergencias y confrontaciones ancestrales.

Esto es, la fuerza del sector dominado, que potencialmente podía alcanzar a ser muy grande, en tanto agrupaba a nueve millones de personas, era, en la práctica, nula.

Mal podía, en esas condiciones de extremo fraccionamiento, potenciarse a partir de una unidad de mando que no era posible concretar, y tampoco a instancias de una estrategia de acumulación de fuerzas que tampoco era posible diseñar.

Con similares consideraciones puede estimarse la fuerza del grupo intermedio. Afectada por la división interna, su magnitud tampoco era grande. Sin embargo, algunos de los importantes objetivos de sus distintas fracciones eran concurrentes con los de la élite imperial. Y fue sobre la base de esos objetivos comunes que, tácitamente, quedó planteada una alianza con el grupo hegemónico.

Es decir, si bien el grupo intermedio por sí mismo no reunía fuerzas suficientes, la correlación final le resultaba favorable, si bien no en relación con todos sus objetivos, por lo menos sí respecto de algunos de ellos.

El espectro de fuerzas sociales mostraba por último una de grandes proporciones: la de la élite imperial inka. Corresponde sin embargo preguntarse por qué, siendo un grupo numéricamente casi insignificante, reunía una fuerza efectiva tan considerable. ¿Cuál era el sustento de esa gran fuerza? Sin duda, fundamentalmente, en el contral absoluto del Estado imperial. Es decir, en el manejo monopólico de la enorme y poderosísima institución que tenía las vitales funciones de soporte, vertebración, coordinación, ordenamiento, represión y decisión dentro del imperio.

El Estado imperial, en efecto, a través del ejército conquistó pueblos y naciones, controló territorios, debeló sublevaciones, reprimió alzamientos.

A través de la burocracia estableció unidad administrativa y funcional en el vasto y heterogéneo conglomerado social y productivo.

Por medio de funcionarios especializados organizó la producción y movilizó los excedentes.

A través de otros funcionarios especializados se legisló en todo orden de cosas, imponiéndose normas explícitas, pautas implícitas, premios y castigos, usos y costumbres, conceptos religiosos, etc.

Y a través de un conjunto aún más pequeño y excluyente de gente, tomó todas aquellas decisiones que afectaron a los millones de habitantes del imperio.

El élite imperial manejó sola el inmenso aparato estatal. Ciertamente, sus miembros eran una pequeña porción de aquél. Pero eran los que cumplían las funciones de más alta jerarquía adoptando las decisiones de mayor importancia y trascendencia.

Dentro de la propia élite inka, como se ha visto, distintas fracciones pugnaban por las posiciones de mayor jerarquía. Mas no compartían con ningún grupo ajeno las disputadas esferas de decisión.

En síntesis, la élite imperial inka, controlando monopólicamente el inmenso aparato estatal, aparecía frente al resto, por analogía, como un pequeño individuo provisto de un arma cuyo poderío ninguno discute.

No puede extrañar por ello que, en presencia de una sola gran fuerza, social haya correspondido a ella el proyecto histórico que se puso en práctica.

Sin embargo, con diversos actores en escena, el proyecto imperial inka fue una tarea colectiva. Si bien no todos actuaron en él por su propia voluntad, todos, en cambio, tuvieron asignado y cumplieron un guión. Siguieron una partitura.

O, si se prefiere, ejecutaron las tareas que, para tal efecto, había establecido un implícito manual de organización y funciones que, por cierto, había elaborado el director de escena: la élite imperial inka.

Actores colectivos

No se trató, sin embargo, de actores individuales.

Los guiones, las partituras o los manuales de organización y funciones, incluían a grupos sociales, no a individuos. Éstos estaban presentes, pero en tanto y en cuanto integrantes de grupos sociales y/o nacionales.

Así, Pachacútec, Túpac Yupanqui o Huayna Cápac, como a la postre también Huáscar y Atahualpa, cumplieron roles perfectamente reconocibles. Mas no los que presuntamente los “dioses” o la “historia” les habrían asignado a ellos en tanto individuos.

Sino los roles que correspondían al grupo social –la élite inka– a la que pertenecían.

Aún está apenas en ciernes la dilucidación de si los grandes actores en la historia son “individuos” o “grupos sociales”.

La historiografía tradicional sigue privilegiando el papel de los “individuos” o, mejor, el de los “grandes hombres” en la historia.

José de la Riva Agüero –el “mas solvente y autorizado historiador de los Incas”, a decir de Raúl Porras Barrenechea 508–, afirma por ejemplo que “es mala filosofía histórica, arbitraria y perniciosa, la de suprimir por capricho o alarde de ingenio la intervención constante de los hombres en los acontecimientos mayores, la de imaginar que los pueblos se mueven sin caudillos y por sí solos, que las ciudades se fundan por instinto ciego de muchedumbres como los panales de abejas...”.

Desde Pericles, pasando por Augusto y Carlomagno, hasta Carlos V y otros, la historiografía tradicional de Occidente ha dedicado incontables páginas a los que presume han sido los “grandes roles” de aquellos “grandes personajes” en los “grandes capítulos de la historia” de sus respectivas naciones. Y la historiografía tradicional andina, calco y copia de aquélla, ha hecho otro tanto en relación con Pachacútec, Túpac Yupanqui y Huayna Cápac, por ejemplo.

No obstante, y por mucho espacio que les ha dedicado, difícilmente puede decirse que ha llegado al fondo del asunto, y, por consiguiente, que ha “descubierto” y “demostrado” la verdad a ese respecto.

Creemos, por el contrario, que la historiografía tradicional está muy lejos de ella. Y lo seguirá estando mientras siga centrando su observación en las simples apariencias de los hechos de la historia.

En la epidérmica perspectiva de la historiografía tradicional, Augusto, en Europa, en el siglo I dC, y Pachacútec, en los Andes, en el siglo XV dC, fueron “personajes distintos”. Y sus también “distintas y trascendentales actuaciones personales” dieron origen, entonces, a también “distintos procesos históricos”: el Imperio Romano y el Imperio Inka.

Desde nuestra perspectiva, en cambio –y como pretendemos haber empezado a mostrar en este libro–, el Imperio Inka fue –para usar un término tan común en nuestros días– casi un “clon” del Imperio Romano.

Por lo menos cuando lo que se estudia y analiza son aspectos sustantivos tales como: el proceso de expansión geográfica de sus conquistas; los mecanismos de dominación y el trato a los pueblos y naciones dominadas; la rapiña y el traslado de enormes excedentes hacia el centro imperial; el espectacular desarrollo de éste a despecho de la periferia; el uso casi exclusivo de los excedentes en gasto, a despecho de las necesidades de inversión; el control absoluto del poder político por una élite excluyente; el progresivo deterioro moral de ésta, en coincidencia con la parálisis de crecimiento del territorio imperial; el enorme crecimiento del sector social medio con pobladores de las naciones dominadas; la cada vez mayor dependencia militar y alimenticia de la élite respecto de las naciones dominadas; etc.

Y en relación con la gestación de ambos imperios, sin ser un hecho desconocido, no ha sido suficiente y enfáticamente acreditado que las dos naciones hegemónicas, romana e inka, se catapultaron sobre el desarrollo cultural y técnico de sus predecesores hegemónicos que, no por simple casualidad, eran además sus vecinos inmediatos: los griegos, en un caso, y los kollas y chankas, en el otro.

En uno y otro imperio, sin embargo, aún es una clamorosa incógnita el rol complementario y decisivo que un “actor” importantísimo, la “naturaleza”, jugó en la gestación de las condiciones pro–expansivas de las naciones hegemónicas. A este respecto, nuestra hipótesis es que, coyunturalmente, la naturaleza habría sido particularmente benigna con ellas y, eventual aunque no necesariamente, dañina para los pueblos del contorno, aquellos que, en tales circunstancias, fácilmente habrían de ser sus primeras víctimas.

¿No ha reparado aún la historiografía tradicional que su versión sobre la historia moderna delata la gran orfandad de consistencia de su hipótesis sobre el papel de los “grandes hombres”? ¿A qué Augusto, por ejemplo, le atribuye el mérito del extraordinario desarrollo de Estados Unidos de Norteamérica? No nos lo dicen.

¿Y cuál es el Carlos V que explica el igualmente notable desarrollo de la Alemania moderna? Tampoco nos lo informan. ¿Y quién el Carlomagno del Japón de hoy? También lo obvian.

¿Por qué tales silencios y vacíos? ¿Acaso por mezquindad? ¿Quizá por un lamentable y sospechoso olvido? No, simple y llanamente porque no ha logrado identificar a los correspondientes e ilustres personajes, a los Alejandros de esas “epopeyas”. ¿Y cómo es que no ha podido identificarlos, siendo que hoy lo más abundante es precisamente la información escrita? Porque aunque existiendo ésta a raudales, aquéllos en cambio no han existido. Obvia y lógicamente, entonces, los espectaculares desarrollos de Estados Unidos, Alemania y Japón no pueden ser endosados a “individuos extraordinarios” que no existieron.

Sí han existido en cambio, en todos los grandes fenómenos históricos, antiguos y modernos, “élites” a las que, sólo en última instancia, es posible descubrir su único común denominador: concentrar una enorme riqueza inicial y el correspondiente poder político que les permite mantenerla y acrecentarla. Ellas son las verdaderas protagonistas.

La inmensa mayoría de los integrantes de esas élites nos son personajes anónimos y desconocidos.

Sólo se conoce, y para el caso de las experiencias más antiguas, sólo se recuerda, los nombres de aquellos personajes a los que la historiografía tradicional, arbitraria y anticientíficamente, ha endosado tanto los “méritos” conocidos de las élites a las que pertenecieron cuanto los “méritos” desconocidos y los “méritos” no reconocidos del resto de los actores.

Pues bien, como venimos sosteniendo, en el caso del Imperio Inka otros de los actores fundamentales fueron pues el sector intermedio de funcionarios y especialistas y los hatunrunas y los yanaconas.

Así, la pirámide de estratificación social es una buena síntesis de los grandes actores en el proyecto imperial inka, a cada uno de los que por cierto le correspondió un papel diferente y, sin duda, una responsabilidad distinta.

Responsabilidades jerárquicas La pirámide de estratificación social guarda estrechísima relación con la del aparato estatal imperial; y la organización de éste con lo que hoy se conoce como “organigrama empresarial”.

Nadie puede decir que es a los estamentos inferiores a quienes corresponde tomar decisiones. Menos aún, pues, puede decirse que corresponde a éstos apropiarse, si los hay, de los éxitos de la gestión directriz. Pero, coherentemente entonces, tampoco nadie puede pretender endosar cualquier fracaso a dichos mismos estamentos subalternos.

Para el caso que venimos estudiando, sin duda, el mayor fracaso de la élite imperial fue el de haber sembrado en los Andes las más profundas y diversas formas de odio y animadversión contra el pueblo inka en general, y contra ella misma en particular.

O, si se prefiere, el mayor fracaso de la élite imperial inka fue el haber montado un gigante con pies de barro que, a la primera arremetida, cayó como un castillo de naipes.

A este respecto –pero también directamente relacionado con la digresión anterior–, la historiografía tradicional extraña y sospechosamente se ha eximido de explicar cómo “personajes distintos” como Moctezuma y Cortés, en un escenario, y Atahualpa y Pizarro, en otro, experimentaron, sin embargo, “historias idénticas”, cuando, conforme a su tan ponderada hipótesis del rol específico de los líderes o caudillos, debieron corresponder historias muy diferentes. La historiografía tradicional no tiene cómo explicar tamaña incongruencia.

Desde nuestra perspectiva, en cambio, los idénticos desenlaces históricos que se dieron en México y Perú se explican porque, aunque con distintos personajes, tanto el Imperio Azteca como el Inka fueron hegemonizados por “élites similares” que habían seguido el “mismo libreto” de explotación inicua de los pueblos dominados, y acaparamiento de la riqueza, aquélla en Teotihuacán y ésta en el Cusco.

Así, la respuesta o reacción final de los pueblos dominados tenía que ser la misma: mayoritaria cuando no unánimemente, se colocaron del lado de los nuevos conquistadores, las huestes de soldados comandadas por Cortés y por Pizarro que, a su turno, no eran sino la avanzada del gigantesco y poderosísimo brazo armado de la élite de la España imperial.

La vigencia del proyecto imperial inka representaba que un grupo muy reducido de personas alcanzaba sus objetivos.

Una entre mil personas estaba llena de privilegios: formaba parte de la élite. Y sólo una de cada diez personas gozaba de algunos beneficios: formaba parte del sector medio.

El resto, la inmensa mayoría de la población del imperio, no sólo no veía concretarse ninguno de sus objetivos, sino que percibía gravemente afectados muchos o casi todos sus intereses.

Así, la regla implícita del proyecto imperial, fácilmente inteligible, era: para obtener algún tipo de beneficio había que pertenecer a la élite inka; tener hijos que pudieran ser considerados como tales; o, en el peor de los casos, acceder al sector intermedio.

Es decir, el rígido y excluyente sistema social mostraba con nitidez cuán pocas eran las vacantes de beneficiarios. En ese contexto, es de presumir que la pugna por dichas plazas fuera muy intensa, y que esa disputa involucró a mucha gente, entre la que hubo quienes no escatimaron esfuerzos ni tuvieron escrúpulos para obtener, de cualquier manera, algún beneficio.

A estos respectos, al iniciarse el siglo XVII Huamán Poma expresó por ejemplo: [la yndia] ya no quiere al yndio sino a los españoles y se hazen grandes putas y paren sólo mestizos, mala casta de este reyno.

Es de presumir que, si bien ese testimonio histórico corresponde a las primeras décadas de la conquista española, el oportunismo y venalidad, así como la inescrupulosidad que denuncia el cronista peruano, fueran conductas practicadas desde muy antiguo en el mundo andino y, sin la menor duda, lógicamente también durante el Imperio Inka.

Huamán Poma, sin embargo, dolido y hasta avergonzado de la conducta de muchas mujeres andinas, quizá nunca supo que –en ausencia de otra alternativa– esa misma conducta ha sido practicada, en todas las latitudes del planeta, allí donde, sojuzgados por extraños, los pueblos “descubrieron” que el “mestizaje con el conquistador” era una y quizá la más expeditiva forma de alcanzar algunos beneficios o de mantener algunos privilegios.

En otro tiempo y en otro espacio, Huamán Poma habría reprochado seguramente también las conductas de la reina de Saba y de Cleopatra.

Pues bien, más allá de los juicios morales que pueda hacerse, lo cierto y definitivo es que los sistemas sociales elitistas y excluyentes, como el del Imperio Inka en el caso que venimos estudiando, exacerban el desarrollo de conductas descaradamente pragmáticas e inescrupulosas.

 

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