Hugo D. Ferullo (Universidad Nacional de Tucumán)
hferullo@herrera.unt.edu.ar
ÉTICA, GOBERNANZA Y DESARROLLO
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La economía moderna de mercado reconoce como vocación original la
configuración de un orden social basado primordialmente en el encuentro de
personas libres, que practican un intercambio pacífico en aras de obtener
resultados positivos para todo el mundo. La visión general que se corresponde
con esta vocación inicial considera que la extensión del mecanismo de mercado (y
la lógica correspondiente de la eficiencia como valor máximo a perseguir en la
vida económica) constituye la mejor solución que el hombre contemporáneo tiene a
mano para enfrentarse a todos los males de la vida social. Como mínimo, la
economía y el mercado son, en esta visión optimista que continúa hoy siendo
válida para muchos, condiciones estrictamente necesarias para resolver todos los
problemas frente a los que la creación eficiente de riqueza puede servir de
ayuda.
En las antípodas de la visión optimista de la economía de mercado encontramos,
como lo resumen muy bien los cultores de la economía “civil” que buscan
“herramientas para una fundación relacional del discurso económico”, un abordaje
totalmente pesimista que ve en el funcionamiento de los mercados un mecanismo
esencialmente anti-social. Esta concepción pesimista se caracteriza:
“por concebir al mercado como lugar de la explotación y del aplastamiento del
débil por parte del fuerte (Marx), y a la sociedad amenazada por los mercados:
el mercado avanza sobre la desertificación de la sociedad (Polanyi). De esto
surge el llamado a proteger a la sociedad del mercado (y de las empresas
multinacionales, en particular), con el argumento de que las relaciones
verdaderamente humanas (como la amistad, la confianza, el don, la reciprocidad
no instrumental, el amor, etc.) son erosionadas por la lógica del mercado. Esta
visión... tiende a ver lo económico y el mercado como deshumanizantes de por sí,
como mecanismos destructores de ese capital social indispensable para toda
convivencia auténticamente humana además de serlo para todo crecimiento
económico” .
La consideración conjunta de estas dos visiones puede inducirnos erróneamente a
pensar que estamos frente a una opción dicotómica entre dos posiciones
irreductibles e incompatibles entre sí. Lo que intentaremos mostrar en este
artículo, a través de los tres temas elegidos, es la necesidad que tiene la
enseñanza actual de la ciencia de la economía de recuperar la agudeza teórica y
los ricos matices utilizados por los fundadores del pensamiento económico
moderno, tanto en el momento de alabar las virtudes del mercado, como cuando se
critica los resultados sociales negativos que aparecieron con el crecimiento
económico moderno. Se trata, en definitiva, de reinstalar en nuestra disciplina
el debate que gira alrededor de los grandes propósitos hacia los que el
pensamiento económico contemporáneo debería encaminarse, si lo que se busca es
corregir sus desviaciones y simplificaciones más extremas.
1. Superar el simplismo
La economía actual es uno de los principales frutos de la gran transformación
social, iniciada con los tiempos modernos, que trasladó el eje del orden moral
desde la estructura jerárquica propia de la sociedad tradicional hacia la figura
del ser humano individual. En este nuevo orden social, cuyo centro y finalidad
es el respeto por la libertad y la autonomía del individuo, la riqueza de cada
uno (y de las naciones enteras) se supone que no proviene más de los dictados de
la autoridad aristocrática ni de la benevolencia (no es fruto de las buenas
intenciones o del comportamiento virtuoso de la gente), sino que surge de un
sistema que es todo entero movido por el interés individual que persigue
racionalmente todo ser humano. Sobre esta base, los presupuestos que la teoría
económica moderna asume, sobre todo en relación con el comportamiento que se
espera del sujeto económico racional en momentos de realizar sus elecciones de
trabajo y consumo, tienden a impulsar al economista en dos direcciones
diferentes (y muchas veces contrarias): la simplicidad, que busca facilitar el
tratamiento lógico y matemático de los modelos, por un lado; y la relevancia en
términos de veracidad o realismo de los supuestos (y en términos de las
enseñanzas prácticas que se esperan de la economía), por el otro .
Cuando la búsqueda de simplicidad llega hasta el extremo de permitir el
reemplazo de toda sustancia por la mera técnica, la teoría económica pierde
relevancia. En el caso contrario, cuando la búsqueda de realismo y relevancia
práctica llega hasta el extremo de impedir la abstracción y el razonamiento en
términos de modelo, la economía pierde gran parte de su pertinencia en términos
de saber científico. Es la capacidad de mantener esta tensión en equilibrio lo
que determina, en buena medida, si lo que prevalece en la ciencia de la economía
son las luces o las sombras.
En la segunda mitad del siglo XX, el afán un tanto desmedido por demostrar la
cientificidad del saber económico figura, quizás, entre las principales causas
de un avance gradual de los aspectos menos luminosos de esta disciplina, avance
cuyo resultado más visible radica en el simplismo extremo en que desembocó el
modelo canónico de la disciplina, recostado de manera aplastante sobre un cúmulo
de tecnicismos formales que amenazan con sofocar la raíz social de la verdadera
ciencia de la economía.
Dos pasos pueden señalarse en dirección de esta actitud simplista del
pensamiento económico hoy predominante, que parece haber renunciado a todos los
matices que, frente a una materia tan compleja como la vida económica, estamos
obligados necesariamente a cultivar. El primero de estos pasos consistió en
analizar la conducta del sujeto económico como si se tratara de una mónada
maximizadora, cuya concentración en sus intereses privados lo llevan a una total
despreocupación por el resto del mundo, bajo el supuesto de que la coordinación
social necesaria se realizará (sin trabas) bajo el imperio de las reglas que
fija el mecanismo de mercado (reglas que no requieren del concurso intencional y
voluntario de un sujeto personal solidario, sino de su pura motivación
individualista). El segundo paso llevó a los economistas a interesarse sólo por
el intercambio (en particular cuando éste se realiza en condiciones de
competencia perfecta), decisión que implica dejar de lado las cuestiones
sociales y morales más relevantes (como las relaciones sociales de producción y
la distribución justa de lo producido). Estos dos pasos simplificadores
condujeron a una manera inadecuada, por parte del economista, de abocarse a un
número importante de decisiones que tienen que ver con el ámbito estricto de la
economía, tales como la determinación del esfuerzo en los puestos de trabajo, la
disciplina fabril, la productividad global del sistema social, etc.
La heterogeneidad y la diversidad de los problemas que forman parte de lo que
una cabal ciencia de la economía está llamada a incluir en su campo natural de
estudio, constituye un hecho suficientemente reconocido por muchos economistas,
sobre todo por aquellos que critican el modelo reduccionista dominante. Estos
economistas rechazan abiertamente la estrechez del alcance de la disciplina, tal
como es ésta presentada por los que pretenden confinarla al tratamiento de una
categoría particular de problemas, negando la legitimidad de otros. Lo que se
critica muy en particular, y con toda razón, es el reconocimiento inadecuado por
parte de los economistas llamados ortodoxos de la diversidad de motivaciones y
preocupaciones que subyacen a los diferentes enfoques y tipos posibles (y
deseables) de teoría económica.
Analizando críticamente la metodología económica contemporánea, Amartya Sen, por
ejemplo, muestra sabiamente cómo, de las distintas funciones que la ciencia de
la economía tiene que cumplir (si pretende encarar con propiedad muchos de los
problemas más debatidos en las sociedades modernas), la escuela dominante parece
haberse concentrado de manera exagerada en el ejercicio de la predicción,
dejando de lado otras funciones igualmente importantes, tales como la
descripción adecuada de los hechos económicos y la correcta valoración y
evaluación de los resultados productivos y distributivos obtenidos en el marco
de las instituciones jurídicas y políticas vigentes .
Nadie puede negar seriamente la importancia de la función predictiva en la
práctica científica de la economía (más allá del hecho también innegable de que
esta ciencia encuentra enormes dificultades para predecir los acontecimientos
más salientes del mundo). Pero aceptar el valor científico de las hipótesis
teóricas que permiten predecir algunos fenómenos económicos, no significa
desconocer el valor de la función descriptiva de los eventos económicamente
significativos del presente y del pasado, ni la importancia de la función de
proveer una manera racional de evaluar normativamente los acontecimientos, las
políticas y las instituciones propias del mundo de la economía. Estos dos
ejercicios (la descripción y la evaluación) tienen ambos que distinguirse con
claridad de los intentos predictivos (sin que esta distinción implique negar la
fuerte interdependencia que existe entre los problemas predictivos, descriptivos
y evaluativos de la economía).
Los intentos de predicción (tanto de eventos económicos del futuro como, de
manera contrafáctica, del presente o incluso del pasado) están obviamente
ligados a los test de verificación de las relaciones causales que la teoría
económica establece. Pero hay que admitir que los ejercicios de evaluación y de
descripción no tienen por qué exhibir, en principio, contenido predictivo
alguno. La evaluación de los diferentes instrumentos de política económica con
los que se puede encarar la solución de un problema social, por ejemplo, tiene
que basarse en normas valorativas que no están abiertas a la misma forma de
verificación que las que el economista emplea para testar una hipótesis causal.
De la misma manera, la economía está poblada de una rica variedad de
proposiciones descriptivas (relacionadas, por ejemplo, con medidas de
desigualdad o de pobreza) que exigen una selección cuidadosa de criterios, tarea
que presenta dificultades muy particulares y diferentes de aquéllas que son
propias del ejercicio de verificación y predicción.
La tradición que prevalece en la economía moderna ha privilegiado la búsqueda de
teorías causales y ha abogado abiertamente por la necesidad de testarlas con la
ayuda de información empírica adecuadamente recogida. Sin embargo, sólo una
relativamente insignificante cantidad de relaciones económicas causales han
sido, en los hechos, testada adecuadamente. Mientras tanto, los economistas de
esta tradición se han refugiado de manera creciente en la “teoría pura”, propia
del razonamiento analítico apoyado en las matemáticas. De esta forma, frente al
resultado poco alentador del ejercicio predictivo en economía, los enormes
esfuerzos de aplicación de las matemáticas más avanzadas en las construcciones
teóricas de nuestra disciplina amenazan con sustituir (en lugar de servir de
complemento a) las investigaciones empíricas. La confusión resultante entre
medios y fines fue muy bien resumida por A. Sen:
“El importante rol del razonamiento analítico en la investigación predictiva
tiene que ser debidamente reconocido, pero al mismo tiempo la tendencia a
convertir el producto intermedio (las hipótesis teóricas) en el producto final
de la ciencia de la economía merece un profundo debate crítico” .
El ejercicio puramente teórico que desembocó en el modelo canónico del agente
racional, ayudó ciertamente a construir el imponente razonamiento axiomático que
culminó en la teoría económica del equilibrio general. Pero este ejercicio, de
suyo muy útil para producir explicaciones iluminadoras acerca de cómo se
interrelacionan una serie de elementos económicos cruciales, terminó reduciendo
de manera indebida la naturaleza misma de la ciencia de la economía, aislándola
de hecho de toda influencia significativa de raíz cultural, política,
sociológica, sicológica y antropológica.
Es cierto que la decisión deliberada de limitar la influencia de las variables
extraeconómicas otorga el innegable beneficio de una mayor capacidad de
formalización matemática, como lo muestra un variadísimo abanico de modelos
creados por los economistas. Desde este punto de vista, dejar de lado el
tratamiento de la forma en que ciertas variables sociales ejercen influencias en
las variables económicas, encuentra una plena justificación metodológica. Pero
cuando la conducta del sujeto económico que la teoría supone no guarda
prácticamente relación alguna con la vida concreta de la gente, el ejercicio
teórico resultante pierde buena parte de su relevancia empírica y de su valor en
términos de análisis causal y predictivo.
El presupuesto casi universal que centra la conducta económica en el interés
propio de un sujeto instrumentalmente racional, restringió el alcance de nuestra
disciplina de manera demasiado severa. Por supuesto que las relaciones del saber
económico con las ciencias sociales y humanas afines son largamente reconocidas
por todos los economistas. Pero la forma en que estas relaciones son tratadas
dentro de la disciplina tienen mucho que ver con el “imperialismo” de la
economía, que pregona la consistencia supuestamente muy estrecha del
razonamiento estrictamente económico con todo otro campo de la vida social. No
parece ser ésta la respuesta que la ciencia de la economía necesita, habida
cuenta de la heterogeneidad de las cuestiones y problemas que surcan su dominio
propio, y considerando también la diversidad de motivaciones y objetivos que
sirven de móvil al investigador de esta disciplina y a los propios agentes
económicos cuya conducta se pretende estudiar.
Con respecto a las relaciones de la economía con las otras ciencias sociales,
Ronald Coase pone lúcidamente de manifiesto la existencia de un movimiento
aparentemente contradictorio. Por un lado, se asiste en las últimas décadas a
una suerte de invasión del enfoque económico en áreas tradicionales de la
ciencia política, de la sociología, etc.; y, simultáneamente, el campo de
estudio de la economía se torna cada vez más estrecho, forzando a los
economistas a restringir sus preocupaciones a aquéllas cuestiones que pueden ser
abordadas con rigor con las “técnicas” formales más avanzadas que la disciplina.
Esta aparente inconsistencia entre una tendencia que consiste en ensanchar el
campo de interés propio de los economistas y otra que busca estrecharlo
(concentrándolo en los aspectos más formales y comúnmente matemáticos del
análisis), se resuelve cuando vemos la gran generalidad que tienen las técnicas
formales empleadas. Puede que el lenguaje formal y matemático diga poco, o deje
muchas cosas sin decir, acerca del sistema económico real en el que la gente
vive pero, por su generalidad, el análisis deviene aplicable a todo el campo de
lo social.
Necesitamos expandir de manera creativa el campo de estudio de la economía
dominante. Más allá de las técnicas formales que pueden ser compartidas por
todas las ciencias sociales, lo que hay que reconocer de manera explícita es que
muchas variables económicas pertenecen también al campo de lo social, de lo
político, de lo cultural. En lugar de llevar hasta el extremo a la práctica de
dividir los fenómenos complejos en particiones puras que definen de manera
ilusoria el área específica de preocupación de las disciplinas (fenómeno
económico por un lado; y social por otro), y evitando la extensión imperialista
del modelo economicista hacia toda relación significativa entre los hombres, lo
que corresponde es:
“reconocer las irremediables intersecciones entre las diferentes disciplinas
sociales que hacen que los fenómenos económicos aparezcan de manera
frecuentemente inseparables de aquellos que son tradicionalmente estudiados por
las disciplinas relacionadas” .
Dicho con palabras de Coase, los economistas tienen que incluir en su estudio a
las cuestiones políticas, legales y sociales, simplemente “porque es necesario
si pretenden entender cómo funciona el propio sistema económico”
Al abandonar las preocupaciones “sociales” que no caben en el marco teórico del
agente racional y que no se prestan fácilmente a la aplicación de las técnicas
formales más sofisticadas, el pensamiento económico moderno no hizo más que
alejarse de su objetivo central, cual es facilitar el desarrollo pleno de todo
el hombre y de todos los hombres. Para cumplir con este objetivo primero,
corresponde a la economía ocuparse no sólo de lo que el hombre es capaz de tener
y disfrutar, sino también de lo que es capaz de ser, en libertad y en comunidad
con otros, respetando a rajatabla el principio que reconoce que la vida
económica es cosa de todos, no sólo de aquellos que son capaces de participar de
la demanda solvente de los diferentes mercados de bienes y servicios.
El razonamiento económico tiene que garantizar el respeto pleno por la dignidad
de la persona humana, como un dato anterior y prioritario a la lógica del
intercambio y a las reglas propias de la justicia conmutativa. Y tiene que
aceptar también que la ciencia de la economía no tiene ninguna necesidad de
colocarse en la incómoda situación de verse obligada a elegir, para definir el
dominio propio de su saber científico, entre la sociabilidad y la individualidad
del hombre. En definitiva, es la vida plena del hombre en sociedad lo que,
estudiado desde una perspectiva particular, constituye la unidad de análisis y
la finalidad de la economía.
2. Volver sobre las necesidades y los fines
El pensamiento económico no puede limitarse a invocar el mérito de la
minimización de costos en el uso productivo de recursos escasos. La ciencia de
la economía tiene que ofrecer también razones que permitan vislumbrar que la
utilización de estos recursos sirve efectivamente para satisfacer las
necesidades de la gente (de toda la gente), de modo que la forma de vida
impulsada por el sistema económico termine resultando justa, no sólo para los
sujetos autónomos e independientes que participan a cuerpo entero de los
intercambios mercantiles, sino también para los dependientes y los que, por
diferentes motivos, se encuentran al margen de estas transacciones.
Por supuesto que desde la economía no podemos menos que defender la enorme valía
de los múltiples beneficios que la vida humana y social moderna han recibido de
la eficiencia en la asignación de recursos, lo que nos lleva a valorar
positivamente el mecanismo de mercado en tanto instrumento que busca optimizar
esta asignación. Pero tenemos que ser concientes de que la eficiencia propia del
mercado tiene que valorarse como un medio juzgado eficaz para satisfacer las
necesidades verdaderamente humanas, y no como el fin último de la economía.
Dicho de otra forma, la finalidad de la economía no es meramente la eficiencia
con que el sistema económico asigna los recursos escasos, sino encontrar
fundamentos que permitan asegurarnos que estos recursos son utilizados para
satisfacer las necesidades de la gente. Haber confundido un medio (la eficiencia
y el funcionamiento libre de los mercados) con su fin (que todo el mundo tenga
la capacidad de lograr los funcionamientos que necesita y valora), constituye
uno de los peores desvíos del pensamiento económico moderno. Para hacer frente a
esta desgraciada desviación, lo que corresponde es volver a incluir el
tratamiento racional de los fines como una de las preocupaciones centrales de la
economía .
No hay ninguna razón científica (ni de cualquier otro orden) que nos obligue a
reconocer en el consumismo individualista y en la eficiencia productiva los
únicos fines que el pensamiento económico es capaz de incorporar. Tampoco la
economía está obligada, por supuestos dictados de la buena práctica científica,
a legitimar un sistema social que asigna los recursos de manera teóricamente
eficiente, pero que responde de manera efectiva a los deseos sólo de algunos.
Sin dejar de resaltar todo lo bueno que el saber económico ayudó a conseguir en
términos de eficiencia y de crecimiento de la riqueza material de la que la
gente puede disponer (la economía está, después de todo, para servir a las
necesidades básicamente materiales de la gente), lo que el economista debe hacer
es simplemente abandonar el simplismo en que incurre la corriente dominante de
la enseñanza actual de la economía cuando decide que el único criterio, para
juzgar si una economía cumple adecuadamente con su finalidad (esto es: si una
economía puede considerarse “buena”), es el criterio de la eficiencia máxima.
Sin desconocer que la misión de los economistas es ser buenos científicos (y no
aprendices de filósofos), tenemos que reconocer que no se consigue enriquecer la
economía con el empobrecimiento de la filosofía moral, ni se gana mucho en el
terreno científico con la justificación de una cultura centrada en los
presupuestos del homo economicus (convertidos en valores normativos últimos a
través de los cuales se pretende justificar, de hecho, la conducta económica de
la gente). Cuando las adquisiciones y posesiones de cosas ocupan el centro de la
vida de la gente, y se predica que estas cosas adquiridas y poseídas son el
camino más seguro para el éxito personal y la felicidad de todos, lo que se
obtiene como resultado no es otra cosa que el desplazamiento de todos los otros
valores (diferentes del interés y de la “utilidad” individual), amputando
brutalmente el abanico completo de los motivos que la gente es capaz de esgrimir
en su accionar cotidiano en las sociedades modernas.
Como lo reconoció de manera explícita J. Schumpeter ya en las primeras décadas
del siglo XX , el desarrollo económico de las sociedades modernas no encuentra
explicación cabal a través de modelos científicos que suponen que los cambios
pueden ser pensados como variaciones infinitesimales. Por el contrario, el
fenómeno moderno del desarrollo económico sólo puede interpretarse a través de
verdaderos saltos cualitativos que rompen con la tendencia a la continuidad, y
ningún modelo científico parece estar en condiciones de captar esta esencial
discontinuidad. Frente a esta manifestación de enorme complejidad, poco se gana
con desterrar de la preocupación de los economistas el estudio de los motivos
más humanistas de la conducta de los agentes, para concentrarse en la mera
acumulación sin límites de cosas que, supuestamente, responden al dictado de
deseos insaciables.
Para terminar este punto, digamos que priorizar las necesidades humanas como un
objetivo complejo (en lugar de simplificar la meta económica en el dinero
conseguido) no significa desconocer el carácter histórico y social de estas
necesidades, ni la revolución de las “expectativas crecientes” como
característica central del consumo moderno. No se trata, entonces, de abogar por
una economía estática formada por agentes en su mayoría pobres. De lo que se
trata es de reconocer, simplemente, que el verdadero motor de la economía no
puede ser otro que la satisfacción de las necesidades crecientes de la gente .
3. Una nueva visión de la alteridad
Uno de los datos más elementales que surgen de la observación de la vida del
hombre en sociedad, es el fenómeno de la interdependencia de los sujetos
económicos. Todo ser humano depende de los otros para conseguir lo que necesita
para vivir con dignidad. Como lo resume muy bien la cita que sigue, el
pensamiento económico moderno recoge este dato elemental de la realidad y acepta
explícitamente que:
“en un mundo en el existe la división del trabajo, todos nosotros tenemos
necesidad de la ayuda y del socorro de los demás, y solamente pocas de estas
ayudas podemos obtenerlas por amor: el mercado posibilita que obtengamos muchas
cosas necesarias y útiles para la vida de parte de quien no nos ama, y de modo
pacífico. El mismo Smith reconoce que sería más humano y hermoso obtener los
servicios de los demás gracias a la amistad o al amor; pero en la gran sociedad
“la duración de toda la vida nos basta apenas para ganarnos la amistad de unos
pocos”. Por lo tanto la amistad, humanamente superior y preferible respecto del
intercambio de mercado, lamentablemente no basta en las modernas sociedades para
permitirnos obtener del otro lo que nos hace falta... y la existencia del
mercado hace que se pueda experimentar una cierta asistencia recíproca en las
necesidades aun en ausencia del amor” .
El tratamiento de la alteridad puede ser destacado como una de las grandes
cuestiones acerca de las cuales la ciencia económica practicó una simplificación
grosera del pensamiento complejo de fundadores como Adam Smith, hasta el punto
que puede decirse que es aquí, en el tratamiento de la relación del sujeto
económico con el otro, donde se manifiesta la mayor necesidad de un cambio
sustancial en la forma y en el contenido del razonamiento económico, tal como es
éste impulsado por el modelo canónico de la disciplina.
El modelo económico básico enseña que el sujeto individual actúa movido por su
propio interés y, cuando coopera con los demás, lo hace siempre en aras de
conseguir el máximo de su “utilidad” o de sus ganancias privadas. Como puede
verse en el caso sencillo del panadero, al que acude Adam Smith en una de sus
frases más citadas, la cooperación con los otros en el proceso de intercambio
es, en gran medida, involuntaria o no intencionada. Esto no significa que Smith
haya abandonado en su libro económico (sobre la riqueza de las naciones) las
consideraciones morales que abundan en su obra anterior (sobre los sentimientos
morales). En esta obra, donde Smith se encarga de resaltar la necesidad esencial
que tiene el mercado de la presencia abundante de las virtudes civiles (como la
prudencia y la justicia), podemos decir que son la “simpatía” y el juicio ético
del “espectador imparcial” los elementos clave elegidos por el economista
escocés para dar forma a su visión sobre la naturaleza más profunda de las
relaciones humanas.
Según Smith, para formarse un juicio moral sobre la acción de los otros, todo
ser humano se pregunta a sí mismo si simpatiza o no con los sentimientos que, a
su juicio, constituyen los motivos que tiene el otro para actuar. En cuanto al
juicio moral que se forma cada uno acerca de sus propios acciones y de los
motivos sobre los que estas acciones se basan, el fundador del pensamiento
económico moderno apela a la figura de un supuesto espectador imparcial (que
actúa como juez de estos motivos y estas acciones) . Smith nunca abandonó,
cuando se ocupó de los asuntos económicos de las sociedades modernas, estos
principios básicos sobre los que asentó su obra de filosofía moral. Sólo que los
consideró poco relevantes para analizar el tema de la acumulación de capital y
del intercambio, en una época donde el consumo de la inmensa mayoría de la gente
apenas si superaba el nivel de subsistencia.
Las sutilezas filosóficas del pensamiento de Smith han sido en gran parte
abandonadas por el pensamiento económico que dominó buena parte del siglo XX. De
sus complejas enseñanzas sobre las relaciones intersubjetivas, lo único que el
economista medio de la actualidad parece haber recogido es que, cuando se
entabla con otro una relación de tipo económica, no es necesario tener demasiado
en cuenta sus necesidades ni sus eventuales sufrimientos. No necesitamos
proponernos ser solidarios (ni ser trabajosamente educados en las virtudes que
se necesitan para conseguirlo) puesto que, si somos inteligentes en elegir las
instituciones jurídicas y políticas adecuadas (aquéllas que permiten el
despliegue sin trabas del “maravilloso mecanismo de mercado”), podemos confiar
en la mano invisible que nos mueve siempre hacia el mejor de los equilibrios
posibles. En esta línea de pensamiento, lo que necesitamos para conseguir una
vida social armónica y con riqueza creciente es, más que nada, desarrollar de
manera cabal el fenomenal impulso primario que mueve a los hombres autónomos a
practicar asiduamente todo tipo de intercambio mutuamente ventajoso.
Este esquema sencillo de resolver la cuestión de la interdependencia en la vida
económica, resulta a todas luces insuficiente frente a la enorme complejidad que
encierra el estudio de las relaciones del sujeto individual con los otros en las
sociedades modernas . La aplicación al razonamiento económico de la teoría de
los juegos (o de los modelos llamados de “principal y agente”), por ejemplo,
permite abordar parte de esta complejidad a través del planteo explícito de la
necesidad que tiene el individuo de prever de manera racional la posible
conducta del otro con el que intercambia, a sabiendas que esta conducta no tiene
por qué resultar automáticamente cooperativa. Estas teorías y modelos un poco
más complejos abandonan el supuesto de la aparición automática de la mano
invisible. La cooperación con el otro aparece ahora sólo cuando al individuo le
conviene efectivamente cooperar, situación que dista mucho de ser la única
posible (como lo muestra la conducta “racionalmente” oportunista que exhibe
muchas veces el sujeto económico cuando se enfrenta a mercados con información
asimétrica, o cuando se le requiere la contribución necesaria para el
mantenimiento de los bienes públicos, o cuando alguien pretende que se haga
cargo de las externalidades negativas que su acción económica ocasiona
eventualmente a otros, etc., etc).
Estas teorías sofisticadas que la ciencia de la economía utiliza actualmente
para analizar las relaciones intersubjetivas en el mundo del intercambio, son
muy útiles para ayudarnos a extender el alcance del móvil del “interés
individual” del sujeto económico más allá de los límites estrechos del interés
inmediato puramente egoísta. La honestidad en los negocios, por ejemplo, sirve
(como puede rastrearse ya en la obra de Adam Smith) de “activo” o “capital” para
el comerciante, que necesita mantener alta su reputación como hombre de
negocios. En términos generales, lo que la teoría económica más avanzada enseña
hoy es que, frente a cualquier situación que nos lleve a desconfiar, por
cualquier motivo, de la presencia efectiva de la mano invisible (aquélla que
asegura la justicia conmutativa propia del intercambio económico moderno), lo
que corresponde hacer es descubrir con inteligencia (y diseñar con precisión)
los incentivos económicos necesarios para que todos los que practican el
intercambio se vean racionalmente impulsados a evitar las trampas propias del
oportunismo casi instintivo que tiene el individuo en su estado “natural” . De
esta manera, cuando las cosas se complican (en transacciones menos sencillas que
aquéllas que entablamos con el panadero, el carnicero y el cervecero), el
pensamiento económico dominante nos invita a confiar en que habrá siempre una
forma de “contrato” capaz de asegurar que todos los que intercambian pueden
alcanzar efectivamente el óptimo que cada uno busca. Como vemos, la cooperación
entre los individuos sigue obedeciendo, en última instancia, a la pura
conveniencia de cada uno.
El problema de esta visión de la interdependencia y de la cooperación entre los
sujetos de la economía, tanto en la versión original más simple de la mano
invisible como en la más compleja de la teoría de los juegos (o la teoría de los
contratos), es que supone de entrada la existencia de sujetos totalmente
autónomos e íntegros, sin grandes dependencias físicas, psicológicas, afectivas
o de cualquier otra naturaleza, que restrinjan seriamente la participación
activa de ninguno de estos sujetos en la vida económica moderna. Como esta
visión contradice la más elemental observación fenoménica de cualquier sociedad,
donde lo que aparece es un rico muestrario de diferentes tipos de dependencia
que todo el mundo experimenta en alguna etapa de su vida, el pensamiento
económico necesita apelar a algún argumento que le permita justificar una
postura tan extrañamente alejada de la realidad empírica.
Una respuesta posible consiste en presuponer que, para alcanzar el resultado
ideal de su desarrollo, corresponde al hombre resistirse, de manera heroica y
nietzcheana, a toda ayuda de parte de los otros. Dicho de otra manera, sólo a
través de una resistencia enérgica a toda situación de dependencia de los otros,
puede el hombre alcanzar un estado triunfal en el que resulta superada todo tipo
de “debilidad” que lo mueve a buscar el auxilio de los demás. En este marco, la
vida económica quedaría reducida al accionar de verdaderos superhombres, capaces
de vencer todas las adversidades de la vida sin la ayuda “piadosa” de los demás,
en un mundo de relaciones donde nada deben los ganadores a los débiles
perdedores. Por supuesto que los fuertes que triunfan en la vida económica
“pueden” ayudar a los que pierden (o a los que nunca jugaron el juego de los
mercados por alguna debilidad o minusvalía personal), pero no están obligados a
prestar esa asistencia gratuita. Las relaciones de “simpatía” son aquí
absolutamente voluntarias, y no tienen en este esquema nada que ver con las
relaciones propias del intercambio económico, donde lo que rige es el interés
individual.
En el mundo social resultante de la aplicación simplista del modelo económico
que responde al rótulo de “rational choice”, nadie tiene ningún compromiso con
el otro por el simple hecho de que el otro necesite de él. La compasión que
alguien siente por el que sufre de alguna debilidad (que le impide su
participación como sujeto cabalmente autónomo de la economía moderna), es
resorte de los sentimientos morales que pertenecen a los sujetos individualmente
considerados, o de sus propios impulsos psicológicos (de los cuales el individuo
es amo y señor). Analizando esta concepción que el modelo económico dominante
tiene de las relaciones intersubjetivas, Alasdair MacIntyre escribe con
sabiduría que, en este razonamiento:
“lo bueno para mí es la satisfacción de mis preferencias y lo que es mejor para
mí es maximizar la satisfacción de mis preferencias. Es decir: el individuo
comienza por identificar su bien individual y preguntarse por los medios que
debe emplear para conseguirlo; pero pronto descubre que si no coopera con los
demás, tomando en cuenta que también los otros aspiran a alcanzar sus
respectivos bienes individuales, los conflictos resultantes serán tales que
harán imposible que alcance su propio bien, salvo muy a corto plazo y a menudo
ni siquiera eso. De modo que tanto él como los demás encuentran en cierto tipo
de cooperación un bien común que es un medio para que cada cual consiga su bien
individual, y que se define en términos de los bienes individuales” .
En el escenario que MacIntyre describe en el párrafo anterior,
“cada participante debe tener buenas razones para creer que la maximización
restringida por las reglas que rigen el ingreso y la participación en la
negociación cooperativa con los demás le va a permitir tener más de lo que desea
que una maximización sin restricciones... El concepto de deuda no se aplica a
ninguna relación o transacción que no haya sido asumida voluntariamente. Toda
persona es libre de calcular qué es lo mejor según su interés, y es libre para
elegir los vínculos afectivos que vaya a tener con los demás... (De esta
manera), la relación que una persona tiene con los demás puede ser de dos
clases. Por un lado, están las relaciones definidas y justificadas por las
ventajas que las partes obtienen de la relación: son relaciones de negociación
que se rigen por preceptos derivados de la teoría de la elección racional. Por
el otro, están las relaciones que resultan de la simpatía, de vinculaciones
afectivas voluntariamente aceptas. La diferencia entre ambas es esencial... y la
razón, tal como la entiende el teórico de la elección racional, no ofrece
orientación alguna para las simpatías” .
El pensamiento económico actual pretende muchas veces descartar, de manera
arbitraria, la necesidad de usar la razón humana para analizar normativamente
las relaciones sociales que se encuentran fuera del alcance de la racionalidad
instrumental. Esta perspectiva, adoptada mayoritariamente por los economistas,
“ha demostrado ser una ideología a la que es sumamente difícil adherirse de modo
completo;... su explicación dicotómica de las relaciones sociales es inadecuada:
todas las relaciones sociales han de ser bien relaciones regidas por la
negociación para la obtención de beneficio mutuo (el modelo son las relaciones
de mercado) o bien relaciones afectivas y de simpatía... (En realidad), en las
formas de vida social que no sean efímeras, ambos tipos de relación estarán
incrustados en un conjunto de relaciones de reciprocidad... Sólo en el contexto
de las normas de reciprocidad y en referencia a ellas es posible exponer con
detalle lo que suponen las distintas clases de relaciones afectivas (se debe
afecto a sus hijos y estos, en respuesta, deben afecto a sus padres; se debe
simpatía a quienes sufren o se sienten afligidos y también se espera de los
demás esa simpatía)... De modo similar, las relaciones que se dan en el
intercambio racional, que se rige por normas cuyo cumplimiento resulta ventajoso
para todos los participantes, también están insertas en relaciones regidas por
normas de reciprocidad imposibles de calcular o predecir” .
Los argumentos filosóficos de este autor nos ayudan a ver con toda claridad que,
“para que contribuyan al florecimiento general y no socaven y perturben, como a
menudo pasa, los vínculos comunitarios, las relaciones de mercado (lo mismo que
los vínculos afectivos) sólo pueden mantenerse si se hallan insertas en cierto
tipo de relaciones no mercantiles, en relaciones de reciprocidad no calculada...
Si en la práctica social llegan a desligarse de ellas, ambos tipos de relaciones
producen resultados viciados; por un lado, se produce una sobrevaloración
emotiva y sensiblera del sentimiento como tal y, por otro, una reducción de la
actividad humana a la actividad económica. Son vicios complementarios que a
veces pueden llegar a modelar un mismo estilo de vida” .
Admitir que las relaciones económicas no siempre se basan en motivos que
responden al estricto interés del sujeto individualmente considerado, acarrea
consecuencias muy significativas sobre la naturaleza y el alcance del
pensamiento económico con pretensiones científicas. Entre las razones que
tenemos los sujetos para actuar en la vida económica actual, Amartya Sen incluye
de manera especial el “compromiso” con el otro (más allá de los costos que este
compromiso nos ocasione). Esta inclusión y las consecuencias que de ella deriva
el economista de la India, aparecen como un ejemplo cabal de las bondades que
acarrea a nuestra ciencia la decisión de volver a tratar el tema de la alteridad
(como muchos otros de relevancia análoga) con las sutilezas y matices propios de
los grandes pensadores clásicos de la economía.
Para llegar a ser un sujeto autónomo, el ser humano necesita de los otros desde
el momento de su nacimiento, y antes todavía. Además, es necesario que el hombre
cultive una serie de virtudes requeridas para superar etapas primarias, donde su
conducta infantil se muestra muy cercana a la que manifiestan animales como los
delfines, los perros o los chimpancés. Lo cual significa, a su vez, que la
educación del ser humano tiene que estar dirigida al desarrollo de estas
virtudes que son necesarias para su propio desarrollo autónomo. Todas estas
enseñanzas básicas de la filosofía moral sirven para reafirmar nuestro
convencimiento acerca de la excesiva limitación que el modelo económico
tradicional pretende imponer al campo de estudio de nuestra disciplina,
erróneamente limitada al tratamiento de un único tipo de relación entre los
sujetos económicos, aquélla que se basa en el interés de cada uno definido de
manera estrecha. En un sentido amplio, el interés de cada uno no se canaliza en
las sociedades modernas sólo a través de los mercados. En la vida social
contemporánea (como en todo otro tiempo), la definición del interés propio está
siempre restringida por reglas morales y legales que, en la obra de Adam Smith,
operan a través de la benevolencia, la simpatía y el principio del espectador
imparcial.
Comentarios finales
Como en cualquier otra disciplina contemporánea, la agenda de investigación de
los economistas está en gran medida regulada (o, al menos, muy influenciada) por
las grandes Universidades y centros de estudio, donde se dirimen las grandes
cuestiones que tiene que ver con el contenido de la enseñanza, con los
estándares de publicación, con el reparto de fondos para tareas de
investigación, etc. Este tipo de regulación tiene la virtud de proteger a la
investigación y a la enseñanza de la economía de las grandes presiones que
pueden provenir desde intereses ajenos al saber propio de nuestra disciplina.
Pero, como lo reconoce claramente Ronald Coase,
“evitamos este peligro solamente creando otro. El peligro que creamos radica en
el hecho de que la implementación de los estándares de la disciplina, a través
de las influencias que esto acarrea en los cursos, en los fondos de
investigación, en la publicación y en el empleo, nada de lo cual está
necesariamente disociado por completo de consideraciones de políticas, puede
hacerse de manera tan rígida que termine impidiéndose el desarrollo de nuevos
enfoques” .
La posición dominante en la enseñanza e investigación en el campo económico (lo
que en lengua inglesa llaman “mainstream”) ha sufrido fuertes críticas desde el
nacimiento mismo del pensamiento económico llamado neoclásico. Pero estas
críticas parecen haber recrudecido en las últimas décadas, desembocando en un
estado general de descontento que alcanza los fundamentos mismos de la
disciplina. Lo que se cuestiona es, en definitiva, que el campo de análisis que
interesa a los economistas de la línea oficial no busque cubrir el abanico total
de cuestiones y problemas que, se supone, debería abarcar un discurso económico
completo. El peligro señalado por Coase en el párrafo recién citado se ha
convertido en una triste realidad.
Para precisar el alcance del cuestionamiento al que estamos aludiendo, tenemos
que admitir en el enfoque económico mayoritario una remarcable capacidad
evidenciada para incorporar nuevos elementos al conjunto de ideas que definen el
núcleo central de conceptos económicos generalmente aceptados como básicos. La
mayor queja nace, en realidad, cuando se toma conciencia de la superficialidad
con que se practica muchas veces la incorporación de ideas nuevas, que atañen
tanto a la conducta real del sujeto económico individual, como a las
instituciones jurídicas y políticas que una buena economía moderna exige. Dicho
de otra forma, cuando nuevas ideas desafían al núcleo considerado fundamental
por los economistas tradicionales, lo que estos buscan es más que nada acomodar
simplemente estas ideas novedosas en el esquema teórico conocido.
Las grandes críticas que desafían al modelo de la economía devenido canónico en
la segunda mitad del siglo XX tienen un fuerte contenido empírico, asentado en
una aplastante evidencia que se resiste a mostrar a los sujetos económicos
reales comportándose de la manera idealizada por la lógica pura de la elección
racional. Cabe aclarar una vez más que nadie critica la necesidad científica de
habérselas con el ejercicio de la abstracción, puesto que la actividad
intelectual propia de la ciencia consiste esencialmente en otorgar, a través de
un proceso mental (apoyado en constructos fabricados por la propia mente del
investigador), un orden siempre provisorio al caos de datos que toda realidad
compleja permite observar.
La estrategia selectiva que desembocó en el “homo economicus” no es ni única
(existen habitualmente muchos constructos mentales con los que se puede explicar
un conjunto particular de “hechos”, dentro de un margen tolerado de error), ni
criticable en sí misma (sobre todo cuando el objetivo científico perseguido no
es tanto la descripción pormenorizada de la conducta individual sino más bien la
valoración relativa de arreglos socioeconómicos e institucionales alternativos)
. Lo que se critica con mayor fuerza que las fallas empíricas (y probablemente
con mayor legitimidad teórica) es la pretensión por parte de la ciencia
económica estándar de mantener la neutralidad pura que le otorga, supuestamente,
su falta total de compromiso con los valores éticos y morales. Esta pretensión
ilusoria de pureza no hace más que esconder la posición ideológica de muchos
economistas actuales, cuyo sesgo a favor del status quo (que favorece de hecho a
los actores económicos más poderosos) se filtra, por ejemplo, a través de las
citas meramente aforísticas con la que se refieren a pensadores clásicos como A.
Smith.
La forma en que el gran pensador de Kirkcaldy cierra el Libro Primero de la
Riqueza de las Naciones, donde se muestra con toda elocuencia que no siempre el
interés individual es conducido por la mano invisible hacia la promoción
efectiva del interés público, es un ejemplo de cómo un economista convencido de
las virtudes de una economía moderna de mercado tiene muchas veces que reconocer
los peligros reales que asechan a la vida social, cuando no se tiene en cuenta
la complejidad de las relaciones económicas entre sujetos de distinto rango y
poder. Refiriéndose a la necesidad social de controlar la función empresarial,
Smith escribe:
“Los intereses de quienes trafican en ciertos ramos del comercio y de las
manufacturas, en algunos respectos, no sólo son diferentes, sino por completo
opuestos al bien público. El interés del comerciante consiste siempre en ampliar
el mercado y restringir la competencia. La ampliación del mercado suele
coincidir, por regla general, con el interés del público; pero la limitación de
la competencia redunda siempre en su perjuicio, y sólo sirve para que los
comerciantes, al elevar sus beneficios por encima del nivel natural, impongan,
en beneficio propio, una contribución absurda sobre el resto de los ciudadanos.
Toda proposición de una ley nueva o de un reglamento de comercio, que proceda de
esta clase de personas, deberá analizarse siempre con la mayor desconfianza, y
nunca deberá adoptarse como no sea después de un largo y minucioso examen,
llevado a cabo con la atención más escrupulosa a la par que desconfiada. Ese
orden de proposiciones proviene de una clase de gentes cuyos intereses no suelen
coincidir exactamente con los de la comunidad, y más bien tienden a deslumbrarla
y a oprimirla, como la experiencia ha demostrado en muchas ocasiones”
No siempre el mercado actúa como mecanismo institucional idóneo para conseguir
que la búsqueda del interés individual de los sujetos económicos se realice casi
compulsivamente de manera más social que anti-social. Sin controles sociales
apropiados (actúen estos a través del espectador imparcial o de cualquier otra
regla), el funcionamiento concreto de las economías modernas se puebla más de
sombras que de luces. Esta enseñanza elemental ha sido prácticamente olvidada
por el pensamiento económico predominante, encerrado en una definición estrecha
del problema económico, limitado a los aspectos que pueden ser abordados (y
manipulados con cierta facilidad) a través del uso abundante de las matemáticas.
El pensamiento económico actual necesita abandonar decididamente su apuesta por
una racionalidad centrada exclusivamente en la exigencia de coherencia interna
en el uso de los medios, para aplicar la razón también en el debate de los fines
que una buena economía debería colectivamente perseguir. De esta manera, el
alcance del saber económico se amplía y reinstala en su lugar central al hombre,
a todo el hombre y a todos los hombres que integran nuestras sociedades
modernas.
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