ENCUENTROS ACADÉMICOS INTERNACIONALES
organizados y realizados íntegramente a través de Internet



LA COOPERACIÓN EN LOS DILEMAS SOCIALES: EL CASO DE LOS RECURSOS NATURALES RENOVABLES
 


Juan Carlos Aguado Franco
Universidad Rey Juan Carlos de Madrid
juancarlos.aguado@urjc.es


Resumen:

El agotamiento de los recursos naturales se produce, además de por causas naturales, por la actuación del hombre, y el efecto de su actuación tendrá mayor o menor incidencia en función del tipo de recurso de que se trate.
Respecto a los recursos biológicos, su supervivencia dependerá no solamente de cuestiones naturales que afectan al crecimiento de la biomasa, sino también del uso que realicemos de ellos.
Generalmente existen intereses encontrados entre los potenciales utilizadores de este tipo de recursos, especialmente si existe libertad de acceso para su explotación. Sería necesario que no se utilizaran sistemáticamente por encima de su tasa natural de regeneración, pero la lógica individual lleva a seguir explotándolos por encima de dicha tasa, dado que los costes de la sobreexplotación recaen sobre el conjunto, mientras que las ganancias se producen en su totalidad para cada individuo.
Este problema se presenta frecuentemente como un “dilema del prisionero”, pero éste no plasma en su totalidad las características que definen a los recursos biológicos. En éstos concurren características pertenecientes a los bienes públicos, y a lo que es conocido como la “tragedia de los comunes”.
En el marco de la teoría de juegos realizamos experimentos de laboratorio que reproducen estos problemas, lo que nos permite aislar y controlar las variables que puedan afectar al comportamiento de los individuos en situaciones de acción colectiva.

Palabras clave: tragedia de los comunes, dilemas sociales, teoría de juegos, recursos naturales.

Este texto fue presentado como ponencia al
TERCER ENCUENTRO INTERNACIONAL SOBRE
Desarrollo sostenible y población
realizado del 6 al 24 de julio de 2006

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Garret Hardin utilizó el término de “tragedia de los comunes” en Science (1968), en su famoso artículo “The Tragedy of the Commons”, para describir una situación en la que en presencia de un bien que puede generar beneficios continuados a lo largo del tiempo, sobre el que no existe una propiedad privada que permita excluir de su uso a los demás, y en el que existe consecuentemente rivalidad en el consumo, los agentes económicos interesados en su aprovechamiento tenderán a utilizarlo a un ritmo superior a su tasa natural de regeneración o crecimiento, hecho este que llevaría irremediablemente al agotamiento de ese bien.
Como vemos, estos bienes cuentan con las dos características que definen a los bienes públicos –rivalidad en el consumo e imposibilidad de exclusión-. Pero, además, poseen un aspecto propio adicional: si se utilizaran a un determinado ritmo –que depende principalmente del stock del recurso, de su tasa de regeneración y del uso que del mismo se haga-, no se agotarían nunca, generando beneficios a lo largo del tiempo de manera ilimitada a los agentes económicos implicados. Por el contrario, un uso exhaustivo de manera continuada de esos bienes o recursos podría extinguirlos de forma que no se pudiera disfrutar de ellos en el futuro.
La historia concreta que Hardin relata en su artículo consiste en imaginar un prado abierto a todos. En esas circunstancias, cada pastor tratará de alimentar tantas reses como le sea posible en el prado común. Si cada pastor busca maximizar su ganancia, actuando con racionalidad económica, habrá de plantearse cuál es la utilidad que le reportará añadir una res adicional a su rebaño.
Este hecho tendrá para él un componente positivo y otro negativo. El componente positivo consistirá en que obtendrá la ganancia derivada de llevar a sus reses a pastar al prado –frente a la alternativa de tener que comprar el pienso, por ejemplo-. El componente negativo vendrá dado por la sobreexplotación del recurso –el sobrepastoreo del prado-. Como los efectos del sobrepastoreo estarán compartidos por todos los pastores, la utilidad negativa que padecerá cada uno de ellos por el hecho de añadir una res adicional será sólo una fracción muy pequeña del total.
El pastor racional concluirá, por tanto, que es beneficioso para él añadir una nueva res a su rebaño que pasta en el prado. Pero ese mismo cálculo lo harán cada uno de los pastores que comparten el mismo; cada uno de ellos sale ganando al añadir un nuevo animal. Igualmente, cada uno causa daño a los demás. El resultado es que el sobrepastoreo acabará con el recurso tarde o temprano, y todos acabarán perdiendo. He ahí la tragedia. Además, es una tragedia en un doble sentido: porque cada uno acaba estando en una situación indeseada y porque esto se produce de forma inevitable, pues es la racionalidad individual de sus actuaciones quien les lleva a actuar de esa manera.
Aunque Hardin utiliza en su artículo el término de “comunes”, en realidad la situación que describe es la de recursos de libre acceso –utiliza textualmente la expresión “un prado abierto a todos” para situar la historia-.
En efecto, los recursos naturales de libre acceso son aquellos que pueden ser utilizados o consumidos por cualquier agente económico sin ningún tipo de limitaciones derivadas de la presencia de derechos de propiedad.
Siguiendo a Walde (1987), los recursos de libre acceso se encuentran por tanto en uno de los extremos del continuo de los derechos de propiedad, –la inexistencia de propiedad–, mientras que en el extremo opuesto figura la propiedad exclusiva. En el centro queda la propiedad común, situación en la que los derechos de explotación de un recurso son compartidos por un grupo de personas que se dotan de un conjunto de normas y pautas de uso encaminadas a garantizar una utilización sostenible del recurso.
Como señala Ostrom (2000), las ventajas e inconvenientes que presentan la propiedad común –y el libre acceso- y la propiedad privada para la eficiencia, la equidad y la sostenibilidad de las pautas de uso de los recursos naturales han sido objeto de debate, durante décadas, tanto en la literatura económica como en la legal.
Así, para la mayoría de los economistas, la propiedad privada se considera un ingrediente esencial para el desarrollo económico, pues, entre otras cosas, en su presencia se aprecia una relación directa entre las inversiones que se realizan y el nivel de beneficios obtenidos a largo plazo, a diferencia de lo que ocurre en un sistema en el que la propiedad privada no esté definida y en el que otros puedan resultar beneficiarios de las rentas procedentes de dichas inversiones sin haber realizado ellos ningún esfuerzo por generarlas.
Hay una tendencia incluso a explicar el crecimiento de las sociedades occidentales en parte como resultado de la transformación de la propiedad común a la propiedad privada.
Los regímenes de propiedad común –y con más motivo las situaciones de libre acceso-, por su parte, se suponen ineficientes. De hecho, su conversión a la propiedad privada se afirma que entraña una potencial mejora paretiana.
Las principales fuentes de ineficiencia que se les atribuyen son tres:
1. La disipación de la renta, porque nadie posee los productos de un recurso hasta que se ha capturado, y cada cual se lanza en una carrera improductiva para capturar dicho recurso antes que los demás.
2. Los altos costes de transacción que se esperarían si los propietarios comunales intentaran poner en práctica reglas para reducir las externalidades derivadas de su sobreexplotación mutua.
3. La tercera es la baja productividad; nadie tiene incentivos para esforzarse en que crezcan los beneficios privados.
Aun pareciendo claras las diferencias existentes desde el punto de vista de la propiedad entre estos tres posibles tipos de recursos, y que dichas diferencias presentan evidentes repercusiones para la conservación de los recursos naturales, con frecuencia se ha confundido en la literatura económica a los recursos naturales de propiedad común con los recursos de libre acceso –como de hecho hace el propio Hardin- dado que ambos tipos de recursos representan formas de asignación de los derechos de propiedad diferentes a la posesión exclusiva.
Esta confusión la denuncia claramente Aguilera (1987, 1991). Así, afirma que “una gran mayoría de economistas ha venido identificando los recursos naturales de libre acceso con los de propiedad común, etiquetando ambos como recursos de propiedad común y asegurando que el agotamiento de los recursos es consecuencia directa de la propiedad común que, en el fondo, no es sino ausencia de propiedad” (Aguilera, 1987).
Ciriacy-Wantrup y Bishop (1992) explican que la propiedad común designaría una distribución de los derechos de propiedad tal que ciertos titulares tienen iguales derechos al uso –aunque no a la transferencia– del recurso, aun en el caso de que su derecho al uso sea por distintas cantidades. Estos derechos, además, no se pierden aunque no se ejerciten en un momento dado.
Igual que ocurre con la propiedad exclusiva, es fundamental que los no propietarios sean excluidos del uso del recurso de propiedad común –la propiedad común no es la propiedad de todos, es decir, una situación de libre acceso– y para que sea operativa en términos de gestión del recurso es imprescindible la presencia de un conjunto de acuerdos entre los propietarios o institucionales.
Además, esta regulación institucional facilita que la propiedad común pueda tener resultados positivos en la gestión de los recursos naturales en el seno incluso de una economía de mercado. De hecho es ésta –la economía de mercado– quien según Ciriacy-Wantrup y Bishop ha significado la mayor interferencia para el funcionamiento de la propiedad común, por la necesidad de sobreexplotar los recursos para obtener un excedente comercializable.
Esa posibilidad de excluir a los no propietarios marca una frontera fundamental entre los recursos de propiedad común y los recursos de libre acceso. En efecto, la inexistencia de derechos de propiedad que caracteriza a éstos últimos y que afecta a distintos tipos de bienes puede venir motivada por las siguientes circunstancias:
a) porque se trata de un bien cuya abundancia en la naturaleza hace se que satisfagan ampliamente las necesidades que del mismo existen y por lo tanto no es escaso;
b) porque es un bien al que no se le ha encontrado utilidad y por lo tanto no podemos considerarlo un recurso;
c) porque aun siendo útil y escaso, existe una dificultad técnica o económica para limitar el acceso al mismo.
En este caso, la falta de exclusión al uso del recurso opera como un estímulo para que los usuarios se comporten conforme a la conocida como “regla de captura”; por temor a que otros aprovechen antes los beneficios del recurso, ignorando por lo tanto los costes sociales en los que se incurre.
Así, en el caso de los recursos naturales biológicos, como los bosques o las pesquerías, o el propio prado de Hardin, el uso competitivo y continuado por encima de su tasa natural de regeneración llevaría inevitablemente a su agotamiento, encontrándonos en la situación de la “tragedia de los comunes”.
Análogamente, en los recursos “stock” se carece de incentivos para aplicar la regla propuesta por Hotelling (1931) y maximizar de esta forma el valor de las extracciones totales en ausencia de exclusión.
Como Ciriacy-Wantrup y Bishop (1992) señalan, la tragedia de los comunes se desarrolla bajo tres supuestos: libertad de acceso al recurso para cualquier usuario; predominancia de un individualismo egoísta; y tasas de explotación que exceden a las de regeneración. Bajo esas circunstancias, el resultado es una situación abierta a todos, en la que los usuarios compiten entre sí para apropiarse de un mayor porcentaje del recurso en detrimento de ellos mismos, del recurso, y de la sociedad en su conjunto.
Roberts y Emel (1992) ahondan en ese razonamiento, afirmando que la existencia de libre acceso hace que la gente no experimente totalmente los costes de su propio uso del recurso, pues trasladan a los demás gran parte de los costes; en definitiva, se trataría de un problema de externalidades.
En ese mismo sentido, el enfoque que muestra Elinor Ostrom (1995) para explicar la tragedia de los comunes, es el que consiste en considerar las externalidades que genera sobre los demás ganaderos la actuación de cada uno de ellos, siguiendo el ejemplo de Hardin. Para ello, diferencia entre los costes privados que acarrea cada res adicional que se lleve al prado comunal y el malestar que esa acción genera sobre la colectividad –costes sociales- en forma de sobreexplotación. Los costes marginales privados que soporta un ganadero individual cuando añade reses adicionales crecen ligeramente –sólo soporta una porción del daño que se genera, que se reparte entre todos-. Mientras que esos costes privados crecen levemente, los costes marginales sociales aumentan mucho más rápidamente pues la suma de una res adicional por un ganadero afecta negativamente a todos los demás ganaderos.








Fuente: Ostrom (1995b)

Sin embargo, el ganadero individual no tiene en cuenta esos costes marginales sociales cuando toma la decisión de cuántos animales llevar a pastar. Así, el ganadero individual maximizador de beneficios añadirá animales hasta que sus costes marginales privados se igualen con el valor del producto marginal, lo que ocurre en el punto B del gráfico adjunto. De esta forma, esos cálculos privados llevan a una pérdida neta para la comunidad en su conjunto.
En efecto, la comunidad estaría mejor si el ganadero redujese el número de animales de su rebaño hasta el punto A, y la ganancia social potencial sería el área sombreada en el gráfico.
La imposibilidad mencionada para aplicar la exclusión dificulta la aplicación de procesos negociadores como los propuestos por Coase (1960) para resolver el problema de las externalidades. De hecho, para que los postulados de Coase sean efectivos y la negociación lleve a una solución socialmente eficiente, los derechos han de estar perfectamente delimitados –algo que choca frontalmente con la definición de los recursos de libre acceso– y los costes de transacción han de ser bajos –impensable si no hay una perfecta delimitación de los afectados y de sus derechos–.
Una explicación gráfica bastante clara del comportamiento de los agentes económicos en una situación de tragedia de los comunes, considerando los costes, ingresos y disposición a pagar, nos la presenta Haveman (1973) en la figura nº 5.
La función de costes totales del sector, tanto para una empresa individual como en el supuesto de la existencia de numerosas empresas, es la curva CT. Es una función creciente debido a la rentabilidad decreciente de los esfuerzos marginales en el uso del recurso.
Figura nº 5: Ingresos, costes y disposición a pagar en la Tragedia de los comunes








Fuente: Haveman (1973)

Representamos la disposición total a pagar total como DTP. Es una función creciente, aunque cóncava, pues la utilidad marginal que proporciona el consumo del recurso es positiva pero decreciente. Resulta claro que el óptimo social es X*, pues es en ese punto donde se maximizan los beneficios totales. Si se tratase de un mercado competitivo, la función de ingresos totales vendría dada por IT, en la que la pendiente se encuentra determinada por el precio de equilibrio en el mercado del recurso. En X*, el beneficio social sería el segmento a-b, que podríamos dividir entre excedente del consumidor y excedente del productor, señalados por los segmentos a-c y c-b respectivamente.
Si existiera libertad de acceso al recurso, la existencia de excedente del productor funcionaría como un incentivo para la entrada adicional de empresas en el mercado, actuando las empresas conforme a la “regla de captura”. Esa entrada de empresas en el mercado se producirá hasta que la diferencia entre el precio y los costes medios del sector desaparezca. El nivel de equilibrio en ese caso es X**, en el que el precio del recurso iguala tanto a la disposición marginal a pagar como a los costes medios.
En ese punto, el excedente del consumidor desaparece por la combinación del descenso de los precios (la función de ingresos totales cambia de pendiente desde IT hasta IT’ por este motivo) y por el aumento de los costes medios.
Los resultados, desde el punto de vista de la eficiencia, muestran claramente que el nivel de producción X** es superior al óptimo. El exceso de recursos destinados a la producción del bien X estarían valorados como el segmento b’- c’.
Cornes et al. (1986) muestran la misma consideración del asunto, afirmando que el “problema de los comunes” es un ejemplo de un fallo del mercado en el que la búsqueda de beneficios por parte de los explotadores no conduce a alcanzar un óptimo de Pareto.
Esta concepción es la que nos lleva a encuadrar el problema de la “tragedia de los comunes” dentro de lo que en la literatura se denomina como “dilemas sociales”.
DILEMAS SOCIALES
Podríamos definir los dilemas sociales, siguiendo a Kollock (1988), como esas “situaciones en las que la racionalidad individual lleva a una irracionalidad colectiva”, es decir, son las que se producen cuando los agentes implicados, al buscar la maximización de su bienestar individual, actúan de forma que el resultado que obtienen no es el deseado por ellos .
Los dilemas sociales se han planteado generalmente en la literatura económica, de una manera comprensible e intuitiva, a través del “Dilema del Prisionero”, aunque como veremos más adelante existen otros juegos que presentan también la forma de dilemas sociales.
El “Dilema del Prisionero” es un juego en el que hay dos individuos que han de optar entre cooperar o no cooperar, y la mejor elección para cada uno de ellos, independientemente de la estrategia que lleve a cabo el otro, es la de no cooperar –es un equilibrio en estrategias dominantes-. El equilibrio que alcanzan de ese modo, sin embargo, no es deseable socialmente. De hecho, se podrían producir mejoras paretianas si ambos individuos optaran por cambiar de estrategia y decidiesen cooperar. Además, la combinación de estrategias no cooperativas arroja el único resultado que no es un óptimo de Pareto.
Los dilemas sociales se caracterizan para Kollock (1998) por tener al menos un equilibrio deficiente. Es deficiente porque existe al menos otro resultado en el que todos estarían mejor, y es un equilibrio porque nadie tiene incentivos a cambiar su comportamiento , -constituyendo por tanto, aunque el autor no lo diga expresamente, un Equilibrio de Nash (1951) -.
En ese mismo sentido, Dawes y Thaler (1988) denominan dilemas sociales a esas situaciones que cuentan con un incentivo dominante (no cooperar) asociado con un equilibrio subóptimo. Esto es así porque el pago para cada individuo por un comportamiento no cooperativo es mayor que el pago por el comportamiento cooperativo, independientemente de las decisiones tomadas por el resto de miembros del grupo o sociedad, por un lado, y porque todos los individuos reciben un pago mayor si todos cooperan que si ninguno lo hace, por el otro. En esta misma concepción se centran en sus trabajos, por ejemplo, Komorita, S.S.; Hilty, J.A. y Parks, C.D. (1991). Así, el dilema social surge porque si los individuos siguen su propio interés individual, los grupos no alcanzarán los objetivos cuyos miembros desean.
Braver y Wilson II (1986) tienen la misma concepción de los dilemas sociales, definiéndolos como situaciones en las que cada miembro de un grupo de individuos elige entre dos alternativas (C y NC) bajo las condiciones siguientes: (1) el pago individual por elegir NC es siempre mayor que el que se percibe por optar por C, independientemente del número de individuos que elijan C, y (2) el pago de cada uno si todos eligen NC, sin embargo, es menor que el que se obtiene si todos ellos eligen C.
En la misma línea, Ostrom (1998) afirma que los dilemas sociales ocurren siempre que los individuos en situaciones de interdependencia se enfrentan a elecciones en las que la maximización a corto plazo –más adelante consideraremos la ampliación del horizonte temporal de las decisiones y las repercusiones que ello puede acarrear desde el punto de vista de los equilibrios que se puedan alcanzar- y en su propio interés –con una lógica individualista cuya vigencia también consideraremos más adelante- lleva a todos los participantes a padecer una situación que es peor que otras alternativas posibles.
El hecho de que se llegue a una situación que es peor que otras alternativas sucede, entre otros motivos, porque las elecciones o los comportamientos de los individuos dependen de las elecciones o el comportamiento de otras personas, y estas situaciones normalmente no permiten una suma simple o extrapolación al conjunto. Para llevar a cabo la conexión es necesario fijarse en el sistema de interacción entre los individuos y su entorno, es decir, entre los individuos y otros individuos o entre los individuos y el colectivo (Schelling, 1973).
Así, no hay una única forma correcta de modelizar los dilemas sociales que generan problemas de acción colectiva, aunque la forma habitual de hacerlo sea a través del Dilema del Prisionero; los distintos modelos dependerán de los supuestos que se realicen acerca de la situación analizada, lo que conducirá a extraer, lógicamente, conclusiones muy diferentes.
En efecto, partiendo de un Dilema del Prisionero, y modificando ligeramente los valores relativos de los pagos, podemos encontrar dos tipos de juegos diferentes. De ese modo, si la mutua cooperación proporciona unos pagos mayores que la mutua defección, estaremos ante un juego de coordinación o seguro. Un error común es considerar que este tipo de juegos no presenta un dilema y lleva de manera inevitable a la mutua cooperación. Entre otros autores, Runge (1984) muestra cómo el problema del seguro requiere que se desarrollen instituciones económicas y políticas encaminadas a la coordinación de las expectativas para superar este tipo de dificultades y acceder a la acción colectiva.
De hecho, en estos juegos la cooperación no es una estrategia dominante, y si un individuo piensa que el otro no va a cooperar, lo mejor que puede hacer es no cooperar tampoco. Esto ocurre porque los juegos de coordinación o seguro tienen dos Equilibrios de Nash en estrategias puras, el de la cooperación mutua y el de la mutua defección, siendo el primero el óptimo.
Otro tipo de juego que podemos obtener mediante la modificación de la ordenación de los pagos del Dilema del Prisionero es el “juego del gallina”. En este juego, la mutua defección proporciona peor pago que la cooperación unilateral. Podríamos interpretar este juego como una situación en la que cada individuo puede producir por separado una renta que beneficiará a ambos, incurriendo para ello en un coste.
Aunque la mutua cooperación es la meta clara tanto para el “Dilema del Prisionero” como para el juego de coordinación, esto no necesariamente se cumple para el “juego del gallina”; si una persona puede producir ese beneficio común, no tiene sentido que el otro duplique los esfuerzos. En efecto, en este tipo de juegos, los equilibrios de Nash en estrategias puras se producen en aquellas situaciones en las que uno coopera y el otro no lo hace.
Los principales motivos por los que ambos individuos tienen esa estrategia dominante no cooperativa en un “Dilema del Prisionero” son dos: (1) obtener el pago del “gorrón” o free-rider –no cooperando mientras el otro sí que lo hace, aprovechándose de su esfuerzo y obteniendo de esa manera el mejor pago de los disponibles-, y (2) no obtener el pago del “pardillo” o del incauto, que es aquel que obtiene quien coopera mientras que los demás –en el caso de un juego bipersonal, el otro- no lo hacen, con lo que se recibe el peor pago de los posibles .
La estructura de los pagos en un “Dilema del Prisionero” es la representada en la figura nº1:
Figura nº1: Ordenación de los pagos en un “Dilema del Prisionero”
Jugador 2
Jugador 1 Cooperar No cooperar
Cooperar R, R P, T
No cooperar T, P C, C
donde:
T > R > C > P.
Las letras utilizadas nos sirven para describir los pagos en los distintos escenarios, de forma que T es el pago de la tentación que supone no cooperar si el otro sí que lo hace; R es la recompensa que los dos obtienen por haber tenido ambos jugadores un comportamiento cooperativo; C es el pago de castigo, por el hecho de que la estrategia seguida por ambos jugadores es la no cooperativa; y P es el pago del “pardillo” el que percibe el jugador que coopera y es “traicionado” por el otro, que decide no cooperar .
En muchas ocasiones, se impone un requisito adicional a la matriz de pagos del “Dilema del Prisionero”: P + T < 2R; es decir, que la suma de los pagos que obtienen ambos jugadores en una situación en la que uno coopera y el otro no, ha de ser menor que el pago que obtienen ambos –en conjunto- cooperando. Este requisito implica que los jugadores no pueden obtener un pago superior al correspondiente a una situación cooperativa llegando, por ejemplo, a un acuerdo en el que uno coopera y el otro no, y después se reparten el pago conjunto –contraviniendo el supuesto de aislamiento o ausencia de información de la estrategia del otro- (véase, por ejemplo, Kollock, 1988).
El Equilibrio de Nash que surge, como fácilmente puede comprobarse analizando los pagos de la representación en forma matricial del juego, es el de la mutua defección. Al tratarse de un Equilibrio de Nash en estrategias dominantes, además, sabemos que es imposible que surja ningún otro Equilibrio de Nash en estrategias mixtas .
El dilema se plantea, por consiguiente, debido a que si ambos cooperasen se encontrarían en la mejor situación colectiva, pero existe el miedo a adoptar una estrategia cooperativa y obtener el peor pago como consecuencia de la “traición” del otro, si es que este no actúa de la misma manera. Existe también la tentación de no cooperar esperando que el otro sí que lo haga, buscando obtener de esa manera el pago del “free rider” o gorrón.
El Equilibrio de Nash, fruto de la estrategia no cooperativa de ambos jugadores, como dijimos, es ineficiente, pues el pago C es menor que el pago R, y ambos jugadores podrían mejorar por tanto su situación variando sus respectivas estrategias.
En efecto, se podría producir una mejora paretiana si ambos individuos decidiesen modificar su estrategia y cooperasen. Sin embargo, tratándose de un Equilibrio de Nash, por definición ninguno de ellos tiene incentivos individualmente para realizar dicho cambio –puesto que C > P-.
Brams (1975), por su parte, considera que existe un alto paralelismo entre el Dilema del Prisionero y la paradoja de Newcomb si la consideramos bipersonal. No obstante, parece más apropiado considerar dicha paradoja como un problema de decisión más que un problema de teoría de juegos.

Dilemas sociales repetidos como juegos repetidos un número finito de veces
Aunque el análisis de los dilemas sociales, como el que se presenta en la tragedia de los comunes, a través del dilema del prisionero bipersonal ayuda a arrojar luz sobre el asunto, parece oportuno profundizar la investigación en dos aspectos: la consideración de un horizonte temporal superior a una única partida, y la incorporación de un número de participantes en el juego mayor de dos.
En efecto, es importante ampliar el horizonte temporal pues la tragedia de los comunes no se produce de la noche a la mañana de una manera sorpresiva, sino que es fruto de una evolución durante un periodo más o menos largo de tiempo, con individuos que se enfrentan una y otra vez ante el mismo problema –que se agrava con el paso de los días o meses-, lo que tal vez podría facilitar el cambio de actitudes de los agentes económicos involucrados.
Más adelante incorporaremos el otro aspecto señalado, con la consideración de un número mayor de participantes en el juego.
Axelrod (1981) establece que un juego repetido infinitas veces puede llevar a la cooperación, mientras que si las repeticiones son finitas predominarán las actitudes no cooperativas, que surgirán desde el primer encuentro y se repetirán hasta la última repetición del juego. Este hecho ya lo habían analizado Luce y Raiffa (1957).
Es importante, por tanto, considerar si la situación que mejor refleja el problema que representa la tragedia de los comunes es un juego de un número finito y conocido de etapas o por el contrario se trata de un juego en el que el final es desconocido.
Así, como ya hemos explicado, dado que en un “Dilema del Prisionero” ambos jugadores tienen una estrategia dominante –la defección-, el Equilibrio de Nash será único, y será aquel en el que cada uno de ellos obtendría un pago inferior al que podría haber obtenido si ambos hubieran cooperado. Si el juego se desarrolla durante un número finito predeterminado de partidas, los jugadores seguirán sin tener ningún incentivo para cooperar (véase, por ejemplo, Luce y Raiffa, 1957; Kreps et al., 1982; Axelrod, 1981; Andreoni y Miller, 1993; Sandler, 1997).
En efecto, en la última partida eso será así, pues no hay partidas futuras que puedan influir en su comportamiento. Ahora bien, en la penúltima jugada ambos preverán lo que va a ocurrir en la última jugada –que ninguno cooperará-, por lo que tampoco tendrán incentivos para cooperar. Esto mismo ocurrirá en la jugada antepenúltima, en la anterior a ésta, etc.
Resolviendo por inducción hacia atrás, y siguiendo con el mismo razonamiento, llegaríamos a la conclusión de que ninguno de los jugadores optaría por colaborar en ninguna de las etapas del juego.
Si, por ejemplo, se tratase de un “Dilema del Prisionero” repetido dos veces, ambos jugadores podrían calcular que para la segunda etapa tienen una estrategia dominante que es la no cooperativa, pues C > P y T > R. Si esto es así, como hemos visto, ambos podrán prever que en la última etapa el otro no va a cooperar, por lo que la estrategia dominante en la primera etapa también será la de no cooperar.
En efecto, cada jugador considerará su elección estratégica en la primera etapa dada la mutua ausencia de cooperación prevista de la segunda etapa, en la que ambos obtendrán un pago como C, del modo descrito por la figura 2.
Figura nº 3: “Dilema del Prisionero” en dos etapas considerado al inicio del juego.
Jugador 2
Jugador 1 Cooperar No cooperar
Cooperar R + C, R + C P + C, T + C
No cooperar T + C, P + C 2C, 2C

Cada uno de los pagos representados en la matriz de la figura nº 3 indica el pago total de los dos periodos, suponiendo que se va a producir ese equilibrio no cooperativo en la segunda etapa. El resultado global sigue siendo el mismo: existe una estrategia dominante para cada uno de los jugadores –no cooperar- en la que el pago que perciben es siempre mayor que siguiendo la otra estrategia –cooperar-.
Podríamos haber llegado a la misma conclusión si el juego se hubiera repetido un número mayor de veces, siempre y cuando éste número fuera conocido por parte de los jugadores, mediante la agrupación de los pagos correspondientes o simplemente a través de la resolución del juego por inducción hacia atrás .
Como muestra la teoría, por tanto, en cada etapa hemos de esperar que no se produzca la cooperación si se conoce el final de un juego repetido un número dado de veces.
Es interesante señalar que en los Dilemas del Prisionero repetidos no existe una regla de comportamiento que sea independiente de la estrategia desarrollada por el otro jugador y que pueda ser considerada óptima.
En realidad, los jugadores no se encuentran en un conflicto total de intereses, de modo que lo que es bueno para uno es malo para el otro y viceversa, como ocurre en una partida de ajedrez, donde lo lógico es pensar que el otro, actuando siempre en su beneficio, está haciéndolo siempre en contra de nuestros intereses –lo que facilitaría la toma de decisiones-; en el “Dilema del Prisionero” ambos podrían, por ejemplo, obtener el pago de la mutua cooperación, que es mayor que el de la mutua defección.
Al considerar los pagos que se producen en distintas etapas, en ocasiones se tiene en cuenta el valor de éstos en el tiempo. Así, generalmente se tiene en consideración que el futuro cuenta menos que el presente, al menos, por dos motivos: porque damos menos valor a los pagos futuros que a los actuales, y menos cuanto más alejados del momento presente estén -por una motivación claramente económica de que damos menos valor al consumo futuro que al consumo presente-; y porque siempre existe la posibilidad de no volver a encontrarnos en el futuro, es decir por la existencia de incertidumbre, ya que no tenemos certeza de que en el futuro realmente nos vayamos a encontrar en esa misma situación.
Como consecuencia de todo ello, el pago de la jugada siguiente tendrá siempre menor valor que el de la jugada actual.
Una forma habitual de sumar los pagos que se producen a lo largo del tiempo, considerando que valoramos más los pagos presentes que los futuros, es suponiendo que existe una tasa de descuento constante (Shubik, 1970; Axelrod, 1981). Valoramos por tanto el siguiente pago sólo como una fracción, w, del mismo pago en el presente. Obtener un pago P en infinitos periodos tendría entonces un “valor actual” de: P + wP + w2P + w3P ... = P/(1- w).
Es importante por tanto el peso que tenga el futuro en el cálculo de las cantidades totales a percibir. Como demuestra Axelrod (1981), si el parámetro de actualización es lo suficientemente grande, no existe una estrategia óptima que sea independiente de la estrategia utilizada por el otro jugador.
En realidad, en el “Dilema del Prisionero” repetido, la mejor estrategia depende directamente de la estrategia que esté llevando a cabo el otro jugador, y en concreto de si ésta favorece la aparición de la mutua cooperación .
Dilemas sociales repetidos como juegos repetidos un número infinito de veces
A diferencia de lo que ocurre teóricamente cuando se trata de un número de repeticiones finitas conocidas, cuando un juego se repite durante un número de veces indefinido, es posible que surja la cooperación. Uno de los motivos que hacen posible que surja la cooperación en este contexto es la posibilidad de encontrarse en el futuro. Como acertadamente afirma Axelrod, “el futuro puede proyectar una sombra sobre el presente, y de este modo influir sobre la situación estratégica actual” (Axelrod, 1984).
El trabajo sin duda más citado en la literatura acerca de las posibles estrategias que se pueden seguir en una situación de un juego repetido un número infinito –o indeterminado- de veces es el de Axelrod. En sus artículos de 1980, (Axelrod, 1980a, 1980b) publicó los resultados de torneos informatizados del dilema del prisionero repetido. En ellos buscaba identificar las condiciones bajo las cuales puede emerger un comportamiento cooperativo en ausencia de un poder central que lo imponga. En su libro de 1984 recoge esos resultados junto con un mayor análisis de las estrategias propuestas.
En este torneo, la estrategia que salió vencedora es la remitida por Anatol Rapoport, conocida en la literatura como tit-for-tat, u “ojo por ojo”. Según esta estrategia, en el primer juego la acción que se elige es la cooperativa, mientras que para el resto de jugadas, la estrategia consiste en hacer lo que el otro jugador hizo en la jugada anterior. De esta forma, si se encontraran dos jugadores que siguiesen esta estrategia, en cada jugada se encontrarían en la situación de equilibrio mutuamente cooperativa.
Si, por el contrario, ante nuestra cooperación el otro decide no cooperar y obtener así la renta del free-rider, en la siguiente jugada obtendrá nuestra respuesta no cooperativa; responderemos con una estrategia de “ojo por ojo”.
Odero (2002) considera que la estrategia de responder a los demás con la misma moneda, es decir, cooperando si han cooperado y no cooperando si ellos no lo han hecho, es una forma de incorporar incentivos –tanto positivos como negativos-, a su actitud actual.
Como indica Hoffmann (2000), el éxito de la estrategia tit-for-tat se basa en su capacidad para diferenciar a sus oponentes y adaptarse a ellos. También, porque resiste a la explotación –al contestar con defección a la defección-, y responde positivamente con cooperación a la cooperación.
De hecho, el propio Axelrod (1984) describe sus virtudes como una combinación de bondad, represalia, olvido –perdón- y transparencia. Su “bondad” la previene de meterse en problemas innecesarios. Su carácter de “represalia” desanima a la otra parte de persistir en la defección. Su capacidad para olvidar –perdonar- ayuda a restaurar la mutua cooperación. Finalmente, su transparencia la hace comprensible para el otro jugador, promoviendo por tanto la cooperación a largo plazo.
Además, el hecho de tomar represalias rápidamente –en la jugada inmediatamente posterior-, añade fuerza a esta estrategia frente a otras opciones o experimentos en los que se pospone esta actitud (Komorita, S.S.; Hilty, J.A. y Parks, C.D., 1991; Brembs, B. 1996).
Sandler (1992) utiliza el descuento para mostrar, siguiendo a Ordeshook (1986), el equilibrio de la estrategia Tit-for-tat en un Dilema del Prisionero repetido.

La emergencia de la cooperación en los dilemas sociales
Aunque la teoría de juegos nos indica que los individuos racionales, maximizadores de utilidad, en un entorno de un “dilema del prisionero” repetido un número finito de veces, deberían resolver por inducción hacia atrás el juego y adoptar una estrategia no cooperativa en todas las etapas de las que contase el mismo, vemos en el mundo real que esto no siempre es así y que surgen posturas cooperativas –sin necesidad de considerar que las repeticiones del juego sean infinitas o por lo menos desconocidas por los jugadores-.
Así, en la práctica, los individuos no siempre parecen seguir su propio interés individual en su toma de decisiones, y esta impresión se sustenta en estudios experimentales de comportamiento en dilemas sociales, especialmente en los que se permite un periodo de discusión grupal. Esto lo corroboran, por ejemplo, los estudios de Caldwell (1976), y de Dawes, R.M., McTavish, J. y Shaklee, H. (1977).
En efecto, si los jugadores decidiesen cooperar obtendrían mejores pagos. Para ello tendrían que llegar a un acuerdo... y cumplirlo (téngase en cuenta que las decisiones que adoptan los jugadores se comunican por separado, y no es posible “obligar” al otro a cumplir sus promesas).
Así, un factor que colaboraría notablemente a alcanzar una mayor cooperación en los dilemas sociales es la comunicación; si los individuos pueden comunicarse y alcanzar acuerdos o “contratos sociales”, aun cuando nadie pueda asegurar que finalmente vayan a cumplirlos, el porcentaje de cooperación ascendería sensiblemente.
Uno de los motivos para que aumente la cooperación en presencia de comunicación es que ésta ayuda a eliminar el miedo a obtener el pago del “pardillo”. Ese beneficio para la cooperación de la comunicación es obvio y discernible aun cuando la comunicación sea sólo parcial (Braver y Wilson II, 1986).
No obstante, sería importante que existiese alguna penalización para quien incumpliese los acuerdos. Schelling (1968) se plantea precisamente la credibilidad que merecen las afirmaciones que se realizan cuando no hay penalización para quien miente, proponiendo ejemplos como la respuesta que el marido ha de dar a su mujer que pregunta cómo le queda el vestido nuevo... y considera que mentir en esas circunstancias es un asunto de la misma índole al de romper las promesas efectuadas en un acuerdo alcanzado.
Lógicamente, la mayor o menor aparición de cooperación en situaciones de dilemas sociales representables como Dilemas del Prisionero, dependerá también en buena medida no ya de la estructura de los pagos, sino también de las diferencias entre estos (Rapoport, 1967).
Algunos de los motivos que pueden llevar a que los individuos no actúen de la manera prevista por la teoría las resumen Erev y Rapoport (1990): los individuos pueden no ser tan egoístas, o racionales, como supone la teoría; la provisión de bienes públicos debería modelizarse en juegos multiperiodo en lugar de en juegos de una sola partida; y en muchas situaciones, las interacciones de los bienes públicos se modelizan más apropiadamente por otros juegos distintos del “Dilema del Prisionero”.
Sen (1977) ahonda en el hecho de que no actuamos únicamente de forma egoísta y sostiene que, aunque Edgeworth afirmaba que el primer principio de la Economía es que cada agente económico actúa solamente según su propio interés, el propio Edgeworth estaba casi seguro de que dicho principio no era especialmente realista.
Hurwicz (1945), propone que habría que rechazar la interpretación al pie de la letra del principio del máximo como sinónimo de comportamiento racional –especialmente en situaciones de incertidumbre-; no es que el máximo no sea deseable si es posible alcanzarlo, pero no es posible llegar a un verdadero máximo cuando el sujeto del que se trate sólo controla uno de los factores que rigen el resultado, dado que la misma racionalidad de su actuación depende de la conducta probable de otros individuos.
Además, algunos autores parecen inclinarse a pensar que en algunas ocasiones los individuos lo que buscan maximizar no es su utilidad individual, sino su situación relativa frente al resto. En concreto, afirman que en el contexto de los juegos, tienden a maximizar la diferencia en las ganancias monetarias más que las ganancias en sí (Scodel et al., 1959; Bixenstine et al., 1966; Shubik, 1970). De hecho, esa es la única explicación posible para el sorprendente resultado que muestran Scodel et al. (1959) en un experimento en el que las jugadoras tenían una estrategia dominante que les llevaba a un pago óptimo en el sentido de Pareto, y en el que el 47 % prefirió la otra opción –con la que obtenían menor pago, pero con la que la otra recibía otro pago aún peor-.
En la misma línea, Frank (1987) afirma que los modelos de elección racional consideran dadas las preferencias y asumen que los individuos persiguen su propio interés. Considera que aunque estos modelos funcionan muchas veces, podemos encontrar que abundan las contradicciones. En efecto, pone como ejemplo que dejar propina a un camarero en una cafetería de una autopista en la que sabemos que no vamos a volver a parar es un comportamiento que no respondería a la maximización de utilidad estándar; lo consideraríamos por tanto un comportamiento económicamente irracional.
Dos años más tarde, incide en ese razonamiento, poniendo otro ejemplo llamativo para hacernos reflexionar al respecto: ¿alguien devolvería un sobre que se encontrara, con la dirección del propietario escrita en él, dentro del cual hubiera un billete de 20 dólares? (Frank, 1989).
Cita este autor también un ejemplo enunciado por Schelling (1960), en el que se analiza la situación de una persona secuestrada por un delincuente que acaba de cometer un delito. Una actuación “racional” sería la de confesar al secuestrador algo que pudiera llevarle a la cárcel –o incluso comete un delito delante de él-; de esa manera, el secuestrador sabrá que si le deja libre no le delatará, pues él, a su vez, podría delatarle.
No sería suficiente, continúa, con que una persona manifieste que tiene “conciencia”, es decir, que experimenta un sentimiento de culpabilidad si rompe sus promesas –por ejemplo, si traiciona al otro en un “Dilema del Prisionero”-. Sin embargo, determinados síntomas físicos incontrolables darían credibilidad a sus afirmaciones –postura, sudoración, tics, etc.-.
Orbell et al. (1990) también mencionan las promesas que pueden realizar los individuos, diferenciando si éstas les son beneficiosas o no. Así, el hecho de que las personas cumplan sus promesas cuando éstas les benefician personalmente parece bastante obvio y previsible, pues esperamos que las personas actúen a favor de su propio interés y por tanto que cumplan dichas promesas. Mayor interés ético despiertan, sin embargo, las promesas que realizan las personas cuando éstas les suponen algún coste. Para su estudio recurren a experimentos de laboratorio del tipo del “Dilema del Prisionero”, tanto bipersonal como multipersonal.
Son muy variadas las motivaciones que pueden llevar a seguir unas u otras estrategias por parte de los individuos. Como indica Rapoport (1963) existen más pagos que los meramente monetarios: aspectos psicológicos (como por ejemplo la autoestima), el refuerzo de las “agresiones” para el futuro, etc. Otra posibilidad consiste por optar por reaccionar penalizando al otro, aunque esto nos pueda costar dinero, o mantener una actitud “testaruda” en el contexto de un dilema del prisionero repetido, permaneciendo en la cooperación, como mandando un mensaje de que se desea la cooperación, ni plegándose a la actitud del otro ni buscando venganza, sino recurriendo a su conciencia.
Elster (1985) Afirma que sería racional cooperar si sabemos que nos vamos a enfrentar a problemas de acción colectiva similares en el futuro, algo que no es aplicable lógicamente a problemas intergeneracionales.
Este mismo autor considera también, en un sentido kantiano, el concepto del deber. Plantea la pregunta siguiente: ¿qué ocurriría si todo el mundo hiciera lo mismo? Es decir, ¿qué pasaría si todo el mundo dejara sus botellas de cerveza en la playa, se quedara en casa en día de elecciones o defraudara en sus impuestos? En este contexto, es el sentido del deber quien nos llevaría a hacer lo que consideramos que estaría bien si todo el mundo lo hiciera. Quienes se comportaran de esta manera serían individuos que actúan en función de sus valores morales, sin esperar una utilidad cuantificable en términos monetarios de su comportamiento.
Pero actuar de este modo individualmente, sin que los demás también lo hagan, llevaría a cualquier persona a estar en la peor situación descrita en el “Dilema del Prisionero” –lo que denominamos anteriormente el pago del “pardillo”-. En ese sentido, por tanto, si no existen más consideraciones de carácter psicológico u otras como las descritas en los últimos párrafos, podríamos considerar esa forma de actuar como “irracional” desde un punto de vista meramente económico.
El surgimiento de la cooperación puede darse incluso en situaciones tan comprometidas como la descrita por Axelrod (1984) para unos soldados en trincheras enfrentadas durante la Primera Guerra Mundial, en la que sin necesidad de comunicarse, llegaron al acuerdo tácito de disparar siempre de manera desacertada tanto unos como otros, desobedeciendo obviamente las órdenes recibidas por parte de sus superiores.
En ocasiones podemos observar la aparición de la cooperación como consecuencia de la búsqueda egoísta de los individuos de sus propios intereses, sin necesidad de que la cooperación surja de la honestidad, generosidad o bondad de los individuos. Este enfoque consistiría en investigar cómo actuarán los individuos en la búsqueda de sus propios intereses, y ver entonces qué efectos tendrían para el sistema en su conjunto, es decir, se trata de realizar un análisis que explora la relación entre las características de comportamiento de los individuos que componen un determinado agregado social, y las características del agregado. Dicho de otra forma, se trata de hacer supuestos acerca de micro-motivos y deducir a través de ellos consecuencias para macro-comportamientos (Schelling, 1978 a).
En este sentido, está claro que la cooperación surgiría espontáneamente en juegos como el planteado por Sandler (1992), en lo que él denomina un grupo totalmente privilegiado, utilizando la terminología de Olson (1965).
No obstante, aunque estemos interesados en comprender cómo puede surgir la cooperación en los dilemas sociales, hay que matizar que la cooperación no siempre es deseable. Pensemos en el caso de los mercados oligopolísticos; lo socialmente deseable y económicamente más eficiente es que no se produzcan comportamientos cooperativos, colusivos. En ocasiones, por tanto, las políticas públicas están orientadas a la prevención de la cooperación.
Se han desarrollado numerosas formas de resolver el “Dilema del Prisionero”, buscando, de diversas maneras, alterar la interacción estratégica a fin de modificar la naturaleza del problema. No obstante, existen varias situaciones para las que no hay remedios posibles, en especial, cuando no hay mecanismos que garanticen el cumplimiento de pactos, cuando no hay forma de estar seguro de lo que harán los demás en un momento dado, y cuando no hay forma de cambiar la utilidad de los demás.
Schelling (1978b) analiza el papel que el altruismo puede desempeñar en la definición de las estrategias que pueden seguir los individuos. Así, define de esta manera a actitudes como la de desarmarse uno mismo en una disputa para probar al contrario que no piensa agredirle –aunque con esa actitud se corra el riesgo de ser agredido más fácilmente por el otro-. Destaca el hecho de que estas actitudes tienen mayor importancia si podemos anticiparlas; este es el caso de las abejas, que tras picar mueren. Muchas abejas han salvado la vida porque anticipamos que si las vamos a molestar te van a picar, aunque a continuación vayan a morir, porque eso ha ocurrido anteriormente y podemos anticipar su comportamiento.
Desde el punto de vista de qué tipo de función de utilidad tendría una persona altruista, Taylor (1976) afirma que se podría representar como una suma ponderada del bienestar de varias personas, entre las cuales se encontraría el suyo propio.
Lógicamente, los factores de ponderación variarían en función de la valoración que la persona altruista otorgue al bienestar de cada persona, lo que podría incluir desde la indiferencia –factor de ponderación cero- hasta la animadversión –factor de ponderación negativo-.
Por su parte, Campbell (1983) distingue entre un altruismo “débil”, que mostrarían los comportamientos que benefician más a otros individuos que a la propia persona que presenta dicho comportamiento, mientras que el altruismo “fuerte” sería un comportamiento que beneficia a otros, aun a costa del propio bienestar.
Se pueden distinguir tres tipos de personas altruistas, según Paramio (2000): los altruistas por cálculo racional, las personas que encuentran satisfacción en la acción misma sin esperar posteriores recompensas, y los individuos que buscan beneficios morales en lugar de materiales.
Sea cual sea su motivación, el papel que los altruistas pueden desempeñar en situaciones de acción colectiva puede ser fundamental, especialmente en las situaciones en las que la cooperación es más costosa o no existen otros alicientes para participar.
Aguado (2001a, 2001b, 2002) muestra en qué circunstancias se puede producir que el pago esperado medio en un “Dilema del Prisionero” extrapolado a n individuos exceda al pago que obtiene un único individuo no cooperativo, centrando su estudio en la necesidad de que se consigan masas críticas suficientes para alcanzarlo. Los comportamientos altruistas podrían tener, lógicamente, en este contexto un papel decisivo. Marwell y Oliver (1993) también exponen la necesidad de que se logre una masa crítica para el éxito de la acción colectiva; cuando se alcance un determinado número de personas ya movilizadas se producirá un efecto de bola de nieve y los free-riders desaparecerán. La cuestión radica en saber qué motivaciones y con qué condiciones se llegará a alcanzar esa masa crítica que desencadenará el proceso, si es que este llega a producirse.
En efecto, si la acción colectiva necesaria para superar los dilemas sociales llega a presentarse es gracias a que una proporción significativa de la población es altruista, y decide participar para autorrealizarse o para mantener su reputación entre amigos y familiares, tendiendo de esta forma a sobreestimar el valor de su participación (Marí-Klose, 2000).
Así, Elster (1989) señala que el hecho de que fructifique una acción colectiva depende de que se consiga incentivar a distintos tipos de personas a participar, aunque sus motivaciones sean diferentes. De esa manera, se puede provocar una reacción en cadena propiciada por su decisión de incorporarse a la acción colectiva en sucesivas oleadas en función de cuáles sean sus motivaciones particulares.
Rabin (1993) aporta un matiz diferente respecto al comportamiento de los individuos altruistas, afirmando que las mismas personas que muestran un comportamiento altruista frente a otras personas altruistas, están motivadas también para lastimar a quienes les hagan daño . Asegura que si alguien se comporta bien con nosotros, si actuamos conforme a una cierta noción de justicia o equidad, nosotros también seremos buenos con él. Por el contrario, si alguien se comporta de forma mezquina o desleal con nosotros, al actuar de forma justa o equitativa –e incluso vengativa-, también nos comportaremos mal con él. Así, pone como ejemplo que un consumidor puede decidir no comprar un producto vendido por un monopolista si considera que el precio es “injusto”, aun si su valoración de dicho producto fuese superior al precio fijado. Al no comprarlo, su bienestar particular disminuirá, pero considerará aceptable esa pérdida objetiva de bienestar si con ella consigue penalizar al monopolista. En su trabajo, modeliza formalmente estas emociones con el fin de comprender de forma más rigurosa, y más general, las implicaciones económicas y sobre el bienestar de ese tipo de actitudes.
Ostrom (2000) distingue junto a los individuos “racionalmente egoístas” que definiría la obra de Olson, a los “cooperadores condicionales” y los “dispuestos a castigar”. Los primeros serían individuos que están dispuestos a iniciar una acción cooperativa cuando estiman que otros van a corresponderles y que repetirán esas acciones mientras que una proporción suficiente de los demás implicados actúen con reciprocidad.
No obstante, los “cooperadores condicionales” tienden a diferir en su tolerancia a los “free riders”. Algunos se desaniman fácilmente si los demás no contribuyen, por lo que tienen tendencia a reducir su propia cooperación. De esta forma, tienden a desanimar a otros “cooperadores condicionales”, para el futuro, provocándose un efecto en cascada.
Los “dispuestos a castigar” las actitudes no cooperativas pueden convertirse en “dispuestos a premiar” a aquellos que muestran una actitud muy cooperativa. Estos dos tipos de individuos no son excluyentes, pues algunos “cooperadores condicionales” pueden ser también individuos “dispuestos a castigar”.
Dilemas sociales multipersonales
Si, en lugar de limitarnos a considerar únicamente dos personas en la modelización de los juegos, extendemos este número hasta una cantidad mayor, n, podemos encontrar que surgen dos principales tipos de dilemas sociales multipersonales: la provisión de bienes públicos y la tragedia de los comunes.
En efecto, la presentación de dos individuos con dos posibles estrategias en el “Dilema del Prisionero” es muy clara e intuitiva, pero esto no es tan evidente cuando se incrementa el número de participantes en el juego. Así, el juego ya no consiste en que el otro colabore o deje de hacerlo; en este caso, se trata de un número más alto de individuos, y puede ser que unos colaboren y otros no, lo que dificulta la presentación y el análisis del juego.
Muchos autores, como Schelling (1973), Goehring y Kahan (1976), entre otros, señalan las ambigüedades presentes en la formulación de la matriz de pagos en los Dilemas del Prisionero de n individuos.
Citando a Hamburger (1973), Goehring y Kahan (1976) establecen que una condición necesaria en los Dilemas del Prisionero de n individuos es la existencia de una estrategia dominante para todos los jugadores que produce un resultado deficiente, así como una serie de condiciones que llevan a los juegos a tener las características psicológicas del Dilema del Prisionero. Concluyen, por tanto, que el Dilema del Prisionero de n individuos más que un único juego –como ocurre cuando sólo son dos jugadores-, es una familia de juegos.
Un primer problema lo supone su representación. Para mostrar un juego n-personal en la forma normal sería necesario construir una matriz de n dimensiones, algo inviable para valores altos de n. Sin embargo, se puede imponer un supuesto simplificador en el sentido de que cada jugador es intercambiable con cualquier otro, por lo que los pagos son simétricos entre los jugadores, y la matriz de pagos, considerando dos estrategias, cooperar (C) y no cooperar (NC) se podría representar de forma compacta de la siguiente manera (Fig. nº 4):
Figura nº 4: Un Dilema del Prisionero multipersonal

Nº de individuos que elige C (cooperar)
0 1 ... J ... N - 1 N
C C1 ... Cj ... Cn-1 Cn
NC NC0 NC1 ... NCj ... NCn-1
Fuente: adaptación de Goehring y Kahan (1976)

El pago que obtiene cada jugador se determina conjuntamente por su propia elección de estrategia y por la del conjunto de jugadores (incluido él mismo). El número total de jugadores que eligen la estrategia cooperativa determina la columna. El pago para cada jugador que opta por la estrategia cooperativa se muestra en la primera fila, mientras que en la segunda fila se presentan los pagos de los individuos que no cooperan. Lógicamente, no hay pagos para quien coopera si nadie lo hace –primer valor de la primera fila-, del mismo modo que no hay pagos para los no cooperadores cuando todo el mundo coopera –último valor de la segunda fila-.
La propiedad de dominancia (que la estrategia NC domine a C), con esta matriz, se podría expresar: NCj-1 > Cj, 1 ≤ j ≤ n.
Por otro lado, para mostrar que el equilibrio en el que nadie coopera es ineficiente, se suele exigir que se cumpla: Cj > NC0.
Un ejemplo de representación de un Dilema del Prisionero con más de dos individuos en un experimento concreto es la matriz que reproducimos a continuación, utilizada para explicitar los pagos que recibían 6 individuos en función de que adoptasen una actitud cooperativa –eligieran el color rojo (R)- o no cooperativa –eligieran el color azul (C)- en un juego realizado por Bixenstine et al.(1966):

6 R 5R/1A 4R/2A 3R/3ª 2R/4A 1R/5ª 6A
Elección R A R A R A R A R A R A R A
Pago (centavos) 7
a - 5
b 11
c 4
d 7
e 3
f 5
g 2
h 3
i 1
j 2
k - 1
l
Ganancia total del grupo 42 36 30 24 16 11 6
Fuente: Adaptación de Bixenstine et al. (1966)

Para que la matriz de pagos reflejase una estructura correspondiente a un “Dilema del Prisionero”, la relación existente entre los distintos pagos habría de cumplir las siguientes desigualdades –algo que sí que cumplen los pagos expuestos-:
c > e >g > i > l
a > b > d > f >j
(c + e + g + i + k) > (a + b + f + h + j), y
6a > 5b + c > 4d + 2c > 3f + 3g > 2h + 4i > j + 5k > 6l

Otro ejemplo lo da Tullock (1985), en el que propone la matriz de pagos siguiente, en la que representa, para un grupo de cinco personas, el pago que obtendría un individuo –que ponemos en columnas- en función del número de jugadores del resto que opten por una u otra estrategia:

Cooperar No cooperar
4 cooperan 9 10
3 cooperan 7 8
2 cooperan 5 6
1 coopera 3 4
0 coopera 1 2
Fuente: adaptación de Tullock (1985)
En este ejemplo, existe una estrategia dominante –no cooperar- pues el pago que se recibe es siempre mayor que el de la otra estrategia –cooperar-. Por otro lado, independientemente de que el individuo coopere o no, siempre obtiene mayor pago cuantos más jugadores opten por cooperar.
Para Schelling (1973), lo que define a un Dilema del Prisionero Multipersonal Uniforme (uniform multiperson prisoner’s dilema), es que se cumpla que hay n individuos, cada uno de los cuales cuenta con la misma elección binaria y los mismos pagos; cada uno tiene una estrategia dominante, que sea cual sea la estrategia que adopte un individuo, ya sea la dominante o la dominada; siempre estará mejor cuantos más individuos del resto empleen su estrategia dominada, y que existe algún número k, mayor que 1, tal que si un número de individuos mayor o igual que k optan por seguir su estrategia dominada y el resto no lo hace, quienes llevan a cabo su estrategia dominada están mejor que si todos hubieran seguido la estrategia dominada; por el contrario, si el número de individuos antes reseñado que opta por seguir su estrategia dominada es menor que k, esto no se cumple.



Conocemos ya qué caracteriza a los dilemas sociales, y hemos determinado que la tragedia de los comunes es un tipo de dilema social. Hemos visto cuál es la modelización típica de la tragedia de los comunes, extendiendo su horizonte temporal y el número de implicados. Hemos visto que hay otros factores psicológicos que podrían afectar a nuestro comportamiento.
Con todo esto, podríamos preguntarnos hasta qué punto mostramos las personas, en general, una inclinación a contribuir en esas situaciones de acción colectiva, o si existen subgrupos dentro de la población que presentan una mayor tendencia a la cooperación, o cuáles son los motivos que llevan a colaborar más a unas personas que a otras, etc.
Para dar respuesta a estas preguntas, entre otras muchas que nos podríamos plantear, se pueden acometer una amplia variedad de estrategias de investigación y procesos de acumulación de datos. Sin embargo, muchas veces puede resultar complicado aislar las variables críticas del resto de la realidad social en el que se producen.
Por ello, muchos científicos sociales han optado por los métodos experimentales de laboratorio para poder aislar y controlar las variables que puedan afectar al comportamiento de los individuos en situaciones de acción colectiva. En efecto, el mayor control en el aislamiento, la creación y la cuantificación de las variables da a los métodos de experimentación de laboratorio ventajas a la hora de utilizar y comprobar la teoría.
Somos conscientes de que un inconveniente de los experimentos de laboratorio es la dificultad existente en muchos casos para que las situaciones analizadas en ese contexto simulen las circunstancias o reflejen fielmente el comportamiento del mundo real, y que se cuestiona también la aplicación que puedan tener los resultados de laboratorio en el mundo real. Aunque se ha trabajado mucho para intentar acercar esos resultados a la realidad, lo cierto es que la utilidad de los experimentos vendrá dada por la precisión y solidez de las conclusiones que generen.
A pesar de todo ello, con los experimentos se pueden obtener resultados que sean consistentes a lo largo de distintos experimentos y desarrollar conclusiones aplicables en las circunstancias definidas en el laboratorio. Además, seleccionando apropiadamente las matrices de pagos, se pueden crear un amplio número de situaciones sociales en el laboratorio (Guyer y Rapoport, 1972).
Un problema importante que surge en la interpretación de los resultados de un estudio aislado reside en la posibilidad de extraer conclusiones generalizables a lo que hubiera sido el comportamiento de otras personas, que pueden tener características de todo tipo –geográficas, étnicas, nacionales, sociales, económicas- diferentes de las de las personas que participen en el experimento en cuestión.
Este problema puede ser abordado mediante la repetición de estudios con un diseño idéntico, pero con una vasta variedad de sujetos diferentes.
Obviamente, la repetición de los mismos experimentos, sin embargo, estaría limitando la posibilidad de estudiar la influencia en los resultados de las modificaciones de otras variables que definen el problema.
Ostrom (1997) señala como ventajas de los experimentos de laboratorio la posibilidad de diseñar experimentos que examinen múltiples predicciones de la misma teoría bajo condiciones controladas. Además, como señalamos, es posible replicar los experimentos. También, los investigadores pueden testar si un determinado diseño captura adecuadamente las variables consideradas, y conducir posteriores experimentos para ver cómo afectarían los cambios en el diseño a los resultados. Finalmente, destaca que los métodos experimentales son especialmente relevantes para el estudio de las elecciones humanas bajo distintos marcos institucionales.
Experimentos: experiencias de cooperación
Para diferenciar entre los dos incentivos que tienen los individuos para no cooperar en el “Dilema del Prisionero” (Coombs, 1973), es decir, no ser “un pardillo”, colaborando si el otro no lo va a hacer, y capturar el pago del “free rider”; el pago de quien no colabora mientras que los demás sí que lo hacen, Dawes et al. (1986) establecen en sus experimentos dos instrumentos: la “garantía de retorno” y la “contribución forzosa” .
De esta forma crean dos “semidilemas”, en cada uno de los cuales se elimina uno de esos incentivos. Así, con la garantía de retorno, los individuos reciben mayores pagos al no contribuir si el bien público se suministra, y no más que los contribuyentes si no se llega a suministrar. Con la contribución forzosa, reciben mayores pagos no contribuyendo si el bien público no es suministrado, y no más que los contribuyentes si lo es.
Con la eliminación de esos incentivos a la no cooperación parecería lógico pensar que la cooperación se verá inevitablemente reforzada. Sin embargo, pueden surgir algunas paradojas en las que esto no sea así. En efecto, ante una situación en la que exista una “garantía de retorno”, si cada individuo piensa que ésta funcionará, es decir, que incrementará la probabilidad de que los demás contribuyan, el resultado será que también aumentará la probabilidad de que el bien público se suministre sin su colaboración, por lo que las probabilidades de obtener el pago del “free-rider” aumentarán y la colaboración disminuirá.
Por el contrario, la “contribución forzosa” sí que parece mostrar una mayor eficacia. En efecto, si los individuos piensan que ésta funcionará, es decir, como en el caso anterior, que aumentará la probabilidad de que los demás contribuyan, será menos probable que el bien público no se suministre, por lo que en esas circunstancias parece más razonable colaborar, pues de todas formas nos vamos a ver obligados a hacerlo aunque no queramos.
Para diferenciar los incentivos del “free-rider” y del “pardillo”, Rapoport (1988a) propone eliminar el primero haciendo que el pago de quien no colabora unilateralmente disminuya haciendo desaparecer ese incentivo, dando lugar a lo que denomina el dilema débil del prisionero.
Otros autores, Kanouse y Wiest (1967) han buscado en sus experimentos si existía alguna relación entre el sexo de los individuos y su voluntad cooperadora, llegando a la conclusión de que ni el sexo del jugador, ni el del contrario, ni la interrelación entre ambos, afecta significativamente a las estrategias seguidas por los jugadores. Sin embargo, sí que muestran una previsible correlación entre la estrategia seguida por los jugadores y la estrategia que esperaban que escogiera el otro.
Asimismo, estos autores consideran también que hay diferencias en la voluntad cooperadora de los individuos en función de si aprecian o no el juego como un “dilema”. En el caso en el que la respuesta resulta afirmativa, se puede apreciar una tendencia mayor hacia la defección, mientras que si no son conscientes del dilema tienden más hacia la cooperación.
Los motivos que Shaw y Thorslund (1975) resumen de otros autores como posibles causas de la ausencia de cooperación son los siguientes: ausencia de mutua confianza, comprensión insuficiente de las instrucciones, incomprensión de las implicaciones de las elecciones en el dilema, anonimato entre los jugadores, ausencia de comunicación y el uso de incentivos insuficientes. Respecto de este último punto, lo justifican con lo que llaman la “hipótesis del aburrimiento”, según la cual, si los individuos consideran insuficientes los incentivos, ante el aburrimiento que pudiera provocar el mantener siempre una misma conducta cooperativa en todas las etapas de un juego repetido, los jugadores pueden empezar a emplear estrategias competitivas para obtener un pago mayor que el de su contrincante/compañero.
En los experimentos realizados se ha comprobado que la cooperación puede surgir, especialmente si el número de periodos durante los cuales se repite un juego es grande.
En las situaciones experimentales se ha observado profusamente que los individuos no siguen siempre una estrategia no cooperativa, del mismo modo que tampoco adoptan en todo momento una estrategia cooperativa. Sí que es cierto, no obstante, que según se acerca el final del juego, la tendencia hacia la ausencia de la cooperación se incrementa (Sandler, 1992).
Un ejemplo muy sencillo y clarificador de la evolución de la cooperación a lo largo de un juego repetido lo presentan Rapoport y Dale (1966), con unos experimentos de laboratorio. Estos autores estudian lo que llaman efecto “end” y efecto “start” en los dilemas del prisionero repetidos. Así, según su estudio, la cooperación aparece con mayor intensidad al inicio del juego repetido, y decrece con fuerza según se va aproximando a las últimas etapas.
Este efecto se aprecia incluso cuando se producen pausas prefijadas en el juego –para contabilizar los pagos acumulados hasta ese momento-, aunque los individuos vayan a seguir interactuando en siguientes rondas. Morehous (1966) muestra en sus experimentos que ni siquiera es necesario que el número de etapas sea alto en los juegos repetidos para poder observar el efecto final o “end”. Ese efecto final o “end” es considerado por más autores en sus estudios de laboratorio, como por ejemplo, Shubik, (1962).
Un aspecto que ha sido estudiado respecto a la estrategia que puedan presentar los individuos es la tendencia a la reciprocidad. Como señala Ostrom (1997) la reciprocidad hace referencia a una familia de estrategias que se pueden utilizar en dilemas sociales y que implican las siguientes cuestiones:(1) un esfuerzo para identificar al resto de implicados; (2) el cálculo de las probabilidades de que los otros sean cooperadores condicionales; (3) la decisión de cooperar con los demás si hay confianza de que éstos son cooperadores condicionales; (4) el rechazo a cooperar con quienes no actúan recíprocamente; y (5) la penalización de quienes traicionan la confianza depositada en ellos.
Cuando los individuos actúan con reciprocidad, hay un incentivo para que obtengan una reputación para el cumplimiento de promesas y para llevar a cabo acciones con costes a corto plazo, pero beneficios netos a largo plazo (Axelrod, 1984; Ostrom, 1997; Kreps et al., 1982).
Tullock (1985) plantea el problema de la reputación en juegos repetidos de varios individuos –Dilemas del Prisionero- en los que existe información completa, y los individuos tienen capacidad para elegir con quiénes desean jugar. De esa forma, quienes se forjen una mala reputación tendrían difícil encontrar compañeros para futuros juegos, por lo que el deseo de establecer una credibilidad haría que el “Dilema del Prisionero” se desvaneciese.
Experimentos: tragedia de los comunes
Probablemente, el experimento que plantea una situación de la “tragedia de los comunes” más conocido es el de Anatol Rapoport (1988b), aunque otros relacionados con el tema son por ejemplo el de Messick y Brewer (1983), Cass y Edney (1978) y Edney y Harper (1978).
En su experimento, Rapoport (1988b) analiza el comportamiento de 19 grupos de personas, la mayor parte de ellos compuestos por 4 individuos. Existe un bote de 60 centavos para cada grupo. Cada individuo puede pedir la cantidad que quiera en cada ronda, que recibirá salvo que el total solicitado por todos ellos exceda al bote existente, momento en el que ninguno recibiría nada y el juego acabaría. La cantidad que los individuos no pidan –el remanente que quede en el bote- se duplica para la siguiente ronda. El número máximo de rondas permitidas es de siete.
Lo socialmente deseable sería que ninguno de los participantes en el juego solicitara ni un centavo durante las seis primeras rondas, permitiendo que el bote fuese duplicando su contenido en cada etapa, y repartirse a partes iguales el montante final en la séptima ronda. Individualmente, sin embargo, no es tan evidente que la racionalidad vaya a funcionar de esa manera. Así, si todos estuvieran actuando de la manera descrita, un individuo particular podría obtener un mayor beneficio –el doble- pidiendo en la sexta etapa la totalidad de lo acumulado hasta ese momento, que esperando a llevarse la cuarta parte del bote final tras las siete etapas. Se podría apreciar, por tanto, el efecto “end”, con un incremento de la ausencia de cooperación según se va acercando el final del juego. Además, todos podrían estar incentivados a actuar de esa manera “insolidaria”. Por otra parte, ese comportamiento puede resultar predecible, por lo que la defección por parte de algún jugador se podría adelantar una etapa, y previsto esto, otra más... y así llegar hasta la primera etapa del juego, en la que se agotaría el recurso: es previsible que se produzca la tragedia de los comunes.
Una característica que está presente en las situaciones de “tragedia de los comunes” –así como en la aportación al suministro de bienes públicos con minimal contributing set, que no son objeto de este trabajo-, y que las diferencia de lo que ocurre en los Dilemas del Prisionero bipersonales repetidos, es la dificultad de aplicar estrategias condicionadas, principalmente por dos motivos. En primer lugar, porque al tratarse de más de un jugador, no se puede aplicar una estrategia vengativa tipo tit-for-tat que afecte sólo a quien no coopere; dado que no es factible diferenciar la actitud –cooperativa o no- de todos los demás, ni de actuar de manera selectiva ante ellos, los afectados por esa venganza serían también quienes hayan cooperado. Por otro lado, esa estrategia vengativa, a diferencia de lo que ocurre en el Dilema del Prisionero, afecta también a nuestros pagos futuros –disminuyéndolos o incluso eliminándonos-, por lo que las consecuencias de la venganza hacia otros por su ausencia de cooperación también recaerían contra quien la emplease –aunque el resultado final pueda compensarle-.
Si el juego de la tragedia de los comunes se repite durante un número finito y conocido de veces, es previsible que aparezca un efecto “end” ligeramente diferente del efecto “end” del dilema del prisionero repetido. Así, en el Dilema del Prisionero repetido, en la última jugada, y tal vez en las anteriores como influencia de ésta, se aprecia que los individuos incrementan sus actitudes no cooperativas. En el juego de la tragedia de los comunes finito, sin embargo, en la última etapa es previsible una actitud cooperativa de los jugadores. En efecto, en esta última etapa, parece lógico pensar que todos ellos pedirán un porcentaje del bote tal que si todos piden lo mismo, se repartirán el bote por igual –pidiendo un porcentaje superior se arriesgan a no percibir nada, y pedir un porcentaje inferior simplemente dejaría recursos inutilizados-. En etapas anteriores, sin embargo, sí que puede producirse un efecto “end” similar al del Dilema del Prisionero basado en el mismo razonamiento.
En el trabajo de Rapoport, a diferencia del de Aguado (2005) -que fue realizado con alumnos de distintas titulaciones de dos Universidades públicas madrileñas-, no se tiene en cuenta la posibilidad de que el número de jugadas sea infinito, o al menos desconocido para los jugadores. Al incorporar este supuesto añadimos realismo a nuestro estudio, acercándolo al mundo real. Con él eliminamos ese denominado efecto “end”, y pudimos apreciar que la actitud de los jugadores mostró un alto grado de cooperación en todos los casos a partir de la segunda ronda. La explicación que encontramos a este hecho radica en que, por desconfianza hacia lo que iban a hacer los demás –miedo al pago del “pardillo” pensando que los demás iban a vaciar el bote-, querían asegurarse recibir por lo menos algún pago en la primera ronda –una especie de efecto “start” inverso-. Esto hizo caer notablemente el contenido del bote, limitando su capacidad de crecimiento futuro y arrojando para todos los participantes resultados muy inferiores a los que potencialmente podían haber obtenido.
Otra novedad de nuestro trabajo fue la de incorporar el tramo cóncavo de la función logística de crecimiento de la biomasa. En efecto, en los experimentos de Rapoport la función de crecimiento respondería más a una función en forma de J o exponencial –debido a que el contenido del bote se duplicaba siempre tras cada ronda, independientemente del contenido del mismo-, supuesto posible pero menos realista que la consideración de una función en forma de S, consecuencia de la existencia de una capacidad máxima de carga. Sin embargo, esta consideración no arrojó resultados relevantes desde el punto de vista de la investigación debido a ese efecto “start” inverso apreciado y que hemos señalado en el párrafo anterior.
Se apreciaron comportamientos y explicaciones de los mismos interesantes en alumnos que curiosamente posteriormente obtuvieron las más altas calificaciones en los exámenes. En concreto, uno de ellos, en una tragedia de los comunes finita en la que replicamos exactamente el trabajo de Rapoport, adoptó la estrategia cooperativa de no pedir nada del bote durante las seis primeras rondas, y en la última pidió la cuarta parte del bote acumulado –se trataba de cuatro jugadores-. Lamentablemente para él, el bote acumulado era muy pequeño, pues sus compañeros habían solicitado en las diferentes rondas cantidades que lo habían hecho disminuir muy notablemente, rozando la extinción. Al explicar su comportamiento, reflejó la comprensión del juego y la coherencia “kantiana” de su actitud, intentando mandar a sus compañeros un mensaje de cuál era la estrategia colectivamente más deseable, aunque ello le llevó a ser el que menos puntos obtuvo en el juego.

CONCLUSIONES
Como conclusión resaltaremos que en las situaciones conocidas como “tragedia de los comunes” se plantea un dilema social, en el que la cooperación, en contra de lo que supondría la teoría, puede surgir por muy diversos motivos, incluido el altruismo. El “Dilema del Prisionero” ayuda a la comprensión de este tipo de dilemas sociales y en numerosas ocasiones se utiliza para ello, aunque presenta limitaciones en su extrapolación a n individuos, y también porque los pagos en cada jugada son constantes, mientras que los pagos que perciben los participantes en una “tragedia de los comunes” varían en cada etapa. Existen trabajos en los que se considera una función de crecimiento de la biomasa en forma de J en lugar de en forma de S, lo que podría incluir inexactitudes, pero nuestro trabajo corrobora que dada la aparición de un efecto “start” inverso, esos modelos son válidos. La consideración de un número de etapas desconocido por los participantes en el juego muestra la tendencia casi general a sobreexplotar los recursos, especialmente como consecuencia del miedo a recibir el pago del “pardillo” en las primeras etapas, y posteriormente por intentar obtener el pago del “free-rider”. Finalmente, señalaremos que es necesario seguir investigando no sólo en los aspectos biológicos que afectan a la supervivencia de las especies, sino también en los comportamientos que siguiendo una racionalidad individual llevan a una catástrofe colectiva.
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