Juan Carlos Aguado Franco
Universidad Rey Juan Carlos de Madrid
juancarlos.aguado@urjc.es
Resumen:
El agotamiento de los recursos naturales se produce, además de por causas
naturales, por la actuación del hombre, y el efecto de su actuación tendrá mayor
o menor incidencia en función del tipo de recurso de que se trate.
Respecto a los recursos biológicos, su supervivencia dependerá no solamente de
cuestiones naturales que afectan al crecimiento de la biomasa, sino también del
uso que realicemos de ellos.
Generalmente existen intereses encontrados entre los potenciales utilizadores de
este tipo de recursos, especialmente si existe libertad de acceso para su
explotación. Sería necesario que no se utilizaran sistemáticamente por encima de
su tasa natural de regeneración, pero la lógica individual lleva a seguir
explotándolos por encima de dicha tasa, dado que los costes de la
sobreexplotación recaen sobre el conjunto, mientras que las ganancias se
producen en su totalidad para cada individuo.
Este problema se presenta frecuentemente como un “dilema del prisionero”, pero
éste no plasma en su totalidad las características que definen a los recursos
biológicos. En éstos concurren características pertenecientes a los bienes
públicos, y a lo que es conocido como la “tragedia de los comunes”.
En el marco de la teoría de juegos realizamos experimentos de laboratorio que
reproducen estos problemas, lo que nos permite aislar y controlar las variables
que puedan afectar al comportamiento de los individuos en situaciones de acción
colectiva.
Palabras clave: tragedia de los comunes, dilemas sociales, teoría de juegos,
recursos naturales.
Este texto fue presentado como ponencia al
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Garret Hardin utilizó el término de “tragedia de los comunes” en Science (1968),
en su famoso artículo “The Tragedy of the Commons”, para describir una situación
en la que en presencia de un bien que puede generar beneficios continuados a lo
largo del tiempo, sobre el que no existe una propiedad privada que permita
excluir de su uso a los demás, y en el que existe consecuentemente rivalidad en
el consumo, los agentes económicos interesados en su aprovechamiento tenderán a
utilizarlo a un ritmo superior a su tasa natural de regeneración o crecimiento,
hecho este que llevaría irremediablemente al agotamiento de ese bien.
Como vemos, estos bienes cuentan con las dos características que definen a los
bienes públicos –rivalidad en el consumo e imposibilidad de exclusión-. Pero,
además, poseen un aspecto propio adicional: si se utilizaran a un determinado
ritmo –que depende principalmente del stock del recurso, de su tasa de
regeneración y del uso que del mismo se haga-, no se agotarían nunca, generando
beneficios a lo largo del tiempo de manera ilimitada a los agentes económicos
implicados. Por el contrario, un uso exhaustivo de manera continuada de esos
bienes o recursos podría extinguirlos de forma que no se pudiera disfrutar de
ellos en el futuro.
La historia concreta que Hardin relata en su artículo consiste en imaginar un
prado abierto a todos. En esas circunstancias, cada pastor tratará de alimentar
tantas reses como le sea posible en el prado común. Si cada pastor busca
maximizar su ganancia, actuando con racionalidad económica, habrá de plantearse
cuál es la utilidad que le reportará añadir una res adicional a su rebaño.
Este hecho tendrá para él un componente positivo y otro negativo. El componente
positivo consistirá en que obtendrá la ganancia derivada de llevar a sus reses a
pastar al prado –frente a la alternativa de tener que comprar el pienso, por
ejemplo-. El componente negativo vendrá dado por la sobreexplotación del recurso
–el sobrepastoreo del prado-. Como los efectos del sobrepastoreo estarán
compartidos por todos los pastores, la utilidad negativa que padecerá cada uno
de ellos por el hecho de añadir una res adicional será sólo una fracción muy
pequeña del total.
El pastor racional concluirá, por tanto, que es beneficioso para él añadir una
nueva res a su rebaño que pasta en el prado. Pero ese mismo cálculo lo harán
cada uno de los pastores que comparten el mismo; cada uno de ellos sale ganando
al añadir un nuevo animal. Igualmente, cada uno causa daño a los demás. El
resultado es que el sobrepastoreo acabará con el recurso tarde o temprano, y
todos acabarán perdiendo. He ahí la tragedia. Además, es una tragedia en un
doble sentido: porque cada uno acaba estando en una situación indeseada y porque
esto se produce de forma inevitable, pues es la racionalidad individual de sus
actuaciones quien les lleva a actuar de esa manera.
Aunque Hardin utiliza en su artículo el término de “comunes”, en realidad la
situación que describe es la de recursos de libre acceso –utiliza textualmente
la expresión “un prado abierto a todos” para situar la historia-.
En efecto, los recursos naturales de libre acceso son aquellos que pueden ser
utilizados o consumidos por cualquier agente económico sin ningún tipo de
limitaciones derivadas de la presencia de derechos de propiedad.
Siguiendo a Walde (1987), los recursos de libre acceso se encuentran por tanto
en uno de los extremos del continuo de los derechos de propiedad, –la
inexistencia de propiedad–, mientras que en el extremo opuesto figura la
propiedad exclusiva. En el centro queda la propiedad común, situación en la que
los derechos de explotación de un recurso son compartidos por un grupo de
personas que se dotan de un conjunto de normas y pautas de uso encaminadas a
garantizar una utilización sostenible del recurso.
Como señala Ostrom (2000), las ventajas e inconvenientes que presentan la
propiedad común –y el libre acceso- y la propiedad privada para la eficiencia,
la equidad y la sostenibilidad de las pautas de uso de los recursos naturales
han sido objeto de debate, durante décadas, tanto en la literatura económica
como en la legal.
Así, para la mayoría de los economistas, la propiedad privada se considera un
ingrediente esencial para el desarrollo económico, pues, entre otras cosas, en
su presencia se aprecia una relación directa entre las inversiones que se
realizan y el nivel de beneficios obtenidos a largo plazo, a diferencia de lo
que ocurre en un sistema en el que la propiedad privada no esté definida y en el
que otros puedan resultar beneficiarios de las rentas procedentes de dichas
inversiones sin haber realizado ellos ningún esfuerzo por generarlas.
Hay una tendencia incluso a explicar el crecimiento de las sociedades
occidentales en parte como resultado de la transformación de la propiedad común
a la propiedad privada.
Los regímenes de propiedad común –y con más motivo las situaciones de libre
acceso-, por su parte, se suponen ineficientes. De hecho, su conversión a la
propiedad privada se afirma que entraña una potencial mejora paretiana.
Las principales fuentes de ineficiencia que se les atribuyen son tres:
1. La disipación de la renta, porque nadie posee los productos de un recurso
hasta que se ha capturado, y cada cual se lanza en una carrera improductiva para
capturar dicho recurso antes que los demás.
2. Los altos costes de transacción que se esperarían si los propietarios
comunales intentaran poner en práctica reglas para reducir las externalidades
derivadas de su sobreexplotación mutua.
3. La tercera es la baja productividad; nadie tiene incentivos para esforzarse
en que crezcan los beneficios privados.
Aun pareciendo claras las diferencias existentes desde el punto de vista de la
propiedad entre estos tres posibles tipos de recursos, y que dichas diferencias
presentan evidentes repercusiones para la conservación de los recursos
naturales, con frecuencia se ha confundido en la literatura económica a los
recursos naturales de propiedad común con los recursos de libre acceso –como de
hecho hace el propio Hardin- dado que ambos tipos de recursos representan formas
de asignación de los derechos de propiedad diferentes a la posesión exclusiva.
Esta confusión la denuncia claramente Aguilera (1987, 1991). Así, afirma que
“una gran mayoría de economistas ha venido identificando los recursos naturales
de libre acceso con los de propiedad común, etiquetando ambos como recursos de
propiedad común y asegurando que el agotamiento de los recursos es consecuencia
directa de la propiedad común que, en el fondo, no es sino ausencia de
propiedad” (Aguilera, 1987).
Ciriacy-Wantrup y Bishop (1992) explican que la propiedad común designaría una
distribución de los derechos de propiedad tal que ciertos titulares tienen
iguales derechos al uso –aunque no a la transferencia– del recurso, aun en el
caso de que su derecho al uso sea por distintas cantidades. Estos derechos,
además, no se pierden aunque no se ejerciten en un momento dado.
Igual que ocurre con la propiedad exclusiva, es fundamental que los no
propietarios sean excluidos del uso del recurso de propiedad común –la propiedad
común no es la propiedad de todos, es decir, una situación de libre acceso– y
para que sea operativa en términos de gestión del recurso es imprescindible la
presencia de un conjunto de acuerdos entre los propietarios o institucionales.
Además, esta regulación institucional facilita que la propiedad común pueda
tener resultados positivos en la gestión de los recursos naturales en el seno
incluso de una economía de mercado. De hecho es ésta –la economía de mercado–
quien según Ciriacy-Wantrup y Bishop ha significado la mayor interferencia para
el funcionamiento de la propiedad común, por la necesidad de sobreexplotar los
recursos para obtener un excedente comercializable.
Esa posibilidad de excluir a los no propietarios marca una frontera fundamental
entre los recursos de propiedad común y los recursos de libre acceso. En efecto,
la inexistencia de derechos de propiedad que caracteriza a éstos últimos y que
afecta a distintos tipos de bienes puede venir motivada por las siguientes
circunstancias:
a) porque se trata de un bien cuya abundancia en la naturaleza hace se que
satisfagan ampliamente las necesidades que del mismo existen y por lo tanto no
es escaso;
b) porque es un bien al que no se le ha encontrado utilidad y por lo tanto no
podemos considerarlo un recurso;
c) porque aun siendo útil y escaso, existe una dificultad técnica o económica
para limitar el acceso al mismo.
En este caso, la falta de exclusión al uso del recurso opera como un estímulo
para que los usuarios se comporten conforme a la conocida como “regla de
captura”; por temor a que otros aprovechen antes los beneficios del recurso,
ignorando por lo tanto los costes sociales en los que se incurre.
Así, en el caso de los recursos naturales biológicos, como los bosques o las
pesquerías, o el propio prado de Hardin, el uso competitivo y continuado por
encima de su tasa natural de regeneración llevaría inevitablemente a su
agotamiento, encontrándonos en la situación de la “tragedia de los comunes”.
Análogamente, en los recursos “stock” se carece de incentivos para aplicar la
regla propuesta por Hotelling (1931) y maximizar de esta forma el valor de las
extracciones totales en ausencia de exclusión.
Como Ciriacy-Wantrup y Bishop (1992) señalan, la tragedia de los comunes se
desarrolla bajo tres supuestos: libertad de acceso al recurso para cualquier
usuario; predominancia de un individualismo egoísta; y tasas de explotación que
exceden a las de regeneración. Bajo esas circunstancias, el resultado es una
situación abierta a todos, en la que los usuarios compiten entre sí para
apropiarse de un mayor porcentaje del recurso en detrimento de ellos mismos, del
recurso, y de la sociedad en su conjunto.
Roberts y Emel (1992) ahondan en ese razonamiento, afirmando que la existencia
de libre acceso hace que la gente no experimente totalmente los costes de su
propio uso del recurso, pues trasladan a los demás gran parte de los costes; en
definitiva, se trataría de un problema de externalidades.
En ese mismo sentido, el enfoque que muestra Elinor Ostrom (1995) para explicar
la tragedia de los comunes, es el que consiste en considerar las externalidades
que genera sobre los demás ganaderos la actuación de cada uno de ellos,
siguiendo el ejemplo de Hardin. Para ello, diferencia entre los costes privados
que acarrea cada res adicional que se lleve al prado comunal y el malestar que
esa acción genera sobre la colectividad –costes sociales- en forma de
sobreexplotación. Los costes marginales privados que soporta un ganadero
individual cuando añade reses adicionales crecen ligeramente –sólo soporta una
porción del daño que se genera, que se reparte entre todos-. Mientras que esos
costes privados crecen levemente, los costes marginales sociales aumentan mucho
más rápidamente pues la suma de una res adicional por un ganadero afecta
negativamente a todos los demás ganaderos.
Fuente: Ostrom (1995b)
Sin embargo, el ganadero individual no tiene en cuenta esos costes marginales
sociales cuando toma la decisión de cuántos animales llevar a pastar. Así, el
ganadero individual maximizador de beneficios añadirá animales hasta que sus
costes marginales privados se igualen con el valor del producto marginal, lo que
ocurre en el punto B del gráfico adjunto. De esta forma, esos cálculos privados
llevan a una pérdida neta para la comunidad en su conjunto.
En efecto, la comunidad estaría mejor si el ganadero redujese el número de
animales de su rebaño hasta el punto A, y la ganancia social potencial sería el
área sombreada en el gráfico.
La imposibilidad mencionada para aplicar la exclusión dificulta la aplicación de
procesos negociadores como los propuestos por Coase (1960) para resolver el
problema de las externalidades. De hecho, para que los postulados de Coase sean
efectivos y la negociación lleve a una solución socialmente eficiente, los
derechos han de estar perfectamente delimitados –algo que choca frontalmente con
la definición de los recursos de libre acceso– y los costes de transacción han
de ser bajos –impensable si no hay una perfecta delimitación de los afectados y
de sus derechos–.
Una explicación gráfica bastante clara del comportamiento de los agentes
económicos en una situación de tragedia de los comunes, considerando los costes,
ingresos y disposición a pagar, nos la presenta Haveman (1973) en la figura nº
5.
La función de costes totales del sector, tanto para una empresa individual como
en el supuesto de la existencia de numerosas empresas, es la curva CT. Es una
función creciente debido a la rentabilidad decreciente de los esfuerzos
marginales en el uso del recurso.
Figura nº 5: Ingresos, costes y disposición a pagar en la Tragedia de los
comunes
Fuente: Haveman (1973)
Representamos la disposición total a pagar total como DTP. Es una función
creciente, aunque cóncava, pues la utilidad marginal que proporciona el consumo
del recurso es positiva pero decreciente. Resulta claro que el óptimo social es
X*, pues es en ese punto donde se maximizan los beneficios totales. Si se
tratase de un mercado competitivo, la función de ingresos totales vendría dada
por IT, en la que la pendiente se encuentra determinada por el precio de
equilibrio en el mercado del recurso. En X*, el beneficio social sería el
segmento a-b, que podríamos dividir entre excedente del consumidor y excedente
del productor, señalados por los segmentos a-c y c-b respectivamente.
Si existiera libertad de acceso al recurso, la existencia de excedente del
productor funcionaría como un incentivo para la entrada adicional de empresas en
el mercado, actuando las empresas conforme a la “regla de captura”. Esa entrada
de empresas en el mercado se producirá hasta que la diferencia entre el precio y
los costes medios del sector desaparezca. El nivel de equilibrio en ese caso es
X**, en el que el precio del recurso iguala tanto a la disposición marginal a
pagar como a los costes medios.
En ese punto, el excedente del consumidor desaparece por la combinación del
descenso de los precios (la función de ingresos totales cambia de pendiente
desde IT hasta IT’ por este motivo) y por el aumento de los costes medios.
Los resultados, desde el punto de vista de la eficiencia, muestran claramente
que el nivel de producción X** es superior al óptimo. El exceso de recursos
destinados a la producción del bien X estarían valorados como el segmento b’-
c’.
Cornes et al. (1986) muestran la misma consideración del asunto, afirmando que
el “problema de los comunes” es un ejemplo de un fallo del mercado en el que la
búsqueda de beneficios por parte de los explotadores no conduce a alcanzar un
óptimo de Pareto.
Esta concepción es la que nos lleva a encuadrar el problema de la “tragedia de
los comunes” dentro de lo que en la literatura se denomina como “dilemas
sociales”.
DILEMAS SOCIALES
Podríamos definir los dilemas sociales, siguiendo a Kollock (1988), como esas
“situaciones en las que la racionalidad individual lleva a una irracionalidad
colectiva”, es decir, son las que se producen cuando los agentes implicados, al
buscar la maximización de su bienestar individual, actúan de forma que el
resultado que obtienen no es el deseado por ellos .
Los dilemas sociales se han planteado generalmente en la literatura económica,
de una manera comprensible e intuitiva, a través del “Dilema del Prisionero”,
aunque como veremos más adelante existen otros juegos que presentan también la
forma de dilemas sociales.
El “Dilema del Prisionero” es un juego en el que hay dos individuos que han de
optar entre cooperar o no cooperar, y la mejor elección para cada uno de ellos,
independientemente de la estrategia que lleve a cabo el otro, es la de no
cooperar –es un equilibrio en estrategias dominantes-. El equilibrio que
alcanzan de ese modo, sin embargo, no es deseable socialmente. De hecho, se
podrían producir mejoras paretianas si ambos individuos optaran por cambiar de
estrategia y decidiesen cooperar. Además, la combinación de estrategias no
cooperativas arroja el único resultado que no es un óptimo de Pareto.
Los dilemas sociales se caracterizan para Kollock (1998) por tener al menos un
equilibrio deficiente. Es deficiente porque existe al menos otro resultado en el
que todos estarían mejor, y es un equilibrio porque nadie tiene incentivos a
cambiar su comportamiento , -constituyendo por tanto, aunque el autor no lo diga
expresamente, un Equilibrio de Nash (1951) -.
En ese mismo sentido, Dawes y Thaler (1988) denominan dilemas sociales a esas
situaciones que cuentan con un incentivo dominante (no cooperar) asociado con un
equilibrio subóptimo. Esto es así porque el pago para cada individuo por un
comportamiento no cooperativo es mayor que el pago por el comportamiento
cooperativo, independientemente de las decisiones tomadas por el resto de
miembros del grupo o sociedad, por un lado, y porque todos los individuos
reciben un pago mayor si todos cooperan que si ninguno lo hace, por el otro. En
esta misma concepción se centran en sus trabajos, por ejemplo, Komorita, S.S.;
Hilty, J.A. y Parks, C.D. (1991). Así, el dilema social surge porque si los
individuos siguen su propio interés individual, los grupos no alcanzarán los
objetivos cuyos miembros desean.
Braver y Wilson II (1986) tienen la misma concepción de los dilemas sociales,
definiéndolos como situaciones en las que cada miembro de un grupo de individuos
elige entre dos alternativas (C y NC) bajo las condiciones siguientes: (1) el
pago individual por elegir NC es siempre mayor que el que se percibe por optar
por C, independientemente del número de individuos que elijan C, y (2) el pago
de cada uno si todos eligen NC, sin embargo, es menor que el que se obtiene si
todos ellos eligen C.
En la misma línea, Ostrom (1998) afirma que los dilemas sociales ocurren siempre
que los individuos en situaciones de interdependencia se enfrentan a elecciones
en las que la maximización a corto plazo –más adelante consideraremos la
ampliación del horizonte temporal de las decisiones y las repercusiones que ello
puede acarrear desde el punto de vista de los equilibrios que se puedan
alcanzar- y en su propio interés –con una lógica individualista cuya vigencia
también consideraremos más adelante- lleva a todos los participantes a padecer
una situación que es peor que otras alternativas posibles.
El hecho de que se llegue a una situación que es peor que otras alternativas
sucede, entre otros motivos, porque las elecciones o los comportamientos de los
individuos dependen de las elecciones o el comportamiento de otras personas, y
estas situaciones normalmente no permiten una suma simple o extrapolación al
conjunto. Para llevar a cabo la conexión es necesario fijarse en el sistema de
interacción entre los individuos y su entorno, es decir, entre los individuos y
otros individuos o entre los individuos y el colectivo (Schelling, 1973).
Así, no hay una única forma correcta de modelizar los dilemas sociales que
generan problemas de acción colectiva, aunque la forma habitual de hacerlo sea a
través del Dilema del Prisionero; los distintos modelos dependerán de los
supuestos que se realicen acerca de la situación analizada, lo que conducirá a
extraer, lógicamente, conclusiones muy diferentes.
En efecto, partiendo de un Dilema del Prisionero, y modificando ligeramente los
valores relativos de los pagos, podemos encontrar dos tipos de juegos
diferentes. De ese modo, si la mutua cooperación proporciona unos pagos mayores
que la mutua defección, estaremos ante un juego de coordinación o seguro. Un
error común es considerar que este tipo de juegos no presenta un dilema y lleva
de manera inevitable a la mutua cooperación. Entre otros autores, Runge (1984)
muestra cómo el problema del seguro requiere que se desarrollen instituciones
económicas y políticas encaminadas a la coordinación de las expectativas para
superar este tipo de dificultades y acceder a la acción colectiva.
De hecho, en estos juegos la cooperación no es una estrategia dominante, y si un
individuo piensa que el otro no va a cooperar, lo mejor que puede hacer es no
cooperar tampoco. Esto ocurre porque los juegos de coordinación o seguro tienen
dos Equilibrios de Nash en estrategias puras, el de la cooperación mutua y el de
la mutua defección, siendo el primero el óptimo.
Otro tipo de juego que podemos obtener mediante la modificación de la ordenación
de los pagos del Dilema del Prisionero es el “juego del gallina”. En este juego,
la mutua defección proporciona peor pago que la cooperación unilateral.
Podríamos interpretar este juego como una situación en la que cada individuo
puede producir por separado una renta que beneficiará a ambos, incurriendo para
ello en un coste.
Aunque la mutua cooperación es la meta clara tanto para el “Dilema del
Prisionero” como para el juego de coordinación, esto no necesariamente se cumple
para el “juego del gallina”; si una persona puede producir ese beneficio común,
no tiene sentido que el otro duplique los esfuerzos. En efecto, en este tipo de
juegos, los equilibrios de Nash en estrategias puras se producen en aquellas
situaciones en las que uno coopera y el otro no lo hace.
Los principales motivos por los que ambos individuos tienen esa estrategia
dominante no cooperativa en un “Dilema del Prisionero” son dos: (1) obtener el
pago del “gorrón” o free-rider –no cooperando mientras el otro sí que lo hace,
aprovechándose de su esfuerzo y obteniendo de esa manera el mejor pago de los
disponibles-, y (2) no obtener el pago del “pardillo” o del incauto, que es
aquel que obtiene quien coopera mientras que los demás –en el caso de un juego
bipersonal, el otro- no lo hacen, con lo que se recibe el peor pago de los
posibles .
La estructura de los pagos en un “Dilema del Prisionero” es la representada en
la figura nº1:
Figura nº1: Ordenación de los pagos en un “Dilema del Prisionero”
Jugador 2
Jugador 1 Cooperar No cooperar
Cooperar R, R P, T
No cooperar T, P C, C
donde:
T > R > C > P.
Las letras utilizadas nos sirven para describir los pagos en los distintos
escenarios, de forma que T es el pago de la tentación que supone no cooperar si
el otro sí que lo hace; R es la recompensa que los dos obtienen por haber tenido
ambos jugadores un comportamiento cooperativo; C es el pago de castigo, por el
hecho de que la estrategia seguida por ambos jugadores es la no cooperativa; y P
es el pago del “pardillo” el que percibe el jugador que coopera y es
“traicionado” por el otro, que decide no cooperar .
En muchas ocasiones, se impone un requisito adicional a la matriz de pagos del
“Dilema del Prisionero”: P + T < 2R; es decir, que la suma de los pagos que
obtienen ambos jugadores en una situación en la que uno coopera y el otro no, ha
de ser menor que el pago que obtienen ambos –en conjunto- cooperando. Este
requisito implica que los jugadores no pueden obtener un pago superior al
correspondiente a una situación cooperativa llegando, por ejemplo, a un acuerdo
en el que uno coopera y el otro no, y después se reparten el pago conjunto
–contraviniendo el supuesto de aislamiento o ausencia de información de la
estrategia del otro- (véase, por ejemplo, Kollock, 1988).
El Equilibrio de Nash que surge, como fácilmente puede comprobarse analizando
los pagos de la representación en forma matricial del juego, es el de la mutua
defección. Al tratarse de un Equilibrio de Nash en estrategias dominantes,
además, sabemos que es imposible que surja ningún otro Equilibrio de Nash en
estrategias mixtas .
El dilema se plantea, por consiguiente, debido a que si ambos cooperasen se
encontrarían en la mejor situación colectiva, pero existe el miedo a adoptar una
estrategia cooperativa y obtener el peor pago como consecuencia de la “traición”
del otro, si es que este no actúa de la misma manera. Existe también la
tentación de no cooperar esperando que el otro sí que lo haga, buscando obtener
de esa manera el pago del “free rider” o gorrón.
El Equilibrio de Nash, fruto de la estrategia no cooperativa de ambos jugadores,
como dijimos, es ineficiente, pues el pago C es menor que el pago R, y ambos
jugadores podrían mejorar por tanto su situación variando sus respectivas
estrategias.
En efecto, se podría producir una mejora paretiana si ambos individuos
decidiesen modificar su estrategia y cooperasen. Sin embargo, tratándose de un
Equilibrio de Nash, por definición ninguno de ellos tiene incentivos
individualmente para realizar dicho cambio –puesto que C > P-.
Brams (1975), por su parte, considera que existe un alto paralelismo entre el
Dilema del Prisionero y la paradoja de Newcomb si la consideramos bipersonal. No
obstante, parece más apropiado considerar dicha paradoja como un problema de
decisión más que un problema de teoría de juegos.
Dilemas sociales repetidos como juegos repetidos un número finito de veces
Aunque el análisis de los dilemas sociales, como el que se presenta en la
tragedia de los comunes, a través del dilema del prisionero bipersonal ayuda a
arrojar luz sobre el asunto, parece oportuno profundizar la investigación en dos
aspectos: la consideración de un horizonte temporal superior a una única
partida, y la incorporación de un número de participantes en el juego mayor de
dos.
En efecto, es importante ampliar el horizonte temporal pues la tragedia de los
comunes no se produce de la noche a la mañana de una manera sorpresiva, sino que
es fruto de una evolución durante un periodo más o menos largo de tiempo, con
individuos que se enfrentan una y otra vez ante el mismo problema –que se agrava
con el paso de los días o meses-, lo que tal vez podría facilitar el cambio de
actitudes de los agentes económicos involucrados.
Más adelante incorporaremos el otro aspecto señalado, con la consideración de un
número mayor de participantes en el juego.
Axelrod (1981) establece que un juego repetido infinitas veces puede llevar a la
cooperación, mientras que si las repeticiones son finitas predominarán las
actitudes no cooperativas, que surgirán desde el primer encuentro y se repetirán
hasta la última repetición del juego. Este hecho ya lo habían analizado Luce y
Raiffa (1957).
Es importante, por tanto, considerar si la situación que mejor refleja el
problema que representa la tragedia de los comunes es un juego de un número
finito y conocido de etapas o por el contrario se trata de un juego en el que el
final es desconocido.
Así, como ya hemos explicado, dado que en un “Dilema del Prisionero” ambos
jugadores tienen una estrategia dominante –la defección-, el Equilibrio de Nash
será único, y será aquel en el que cada uno de ellos obtendría un pago inferior
al que podría haber obtenido si ambos hubieran cooperado. Si el juego se
desarrolla durante un número finito predeterminado de partidas, los jugadores
seguirán sin tener ningún incentivo para cooperar (véase, por ejemplo, Luce y
Raiffa, 1957; Kreps et al., 1982; Axelrod, 1981; Andreoni y Miller, 1993;
Sandler, 1997).
En efecto, en la última partida eso será así, pues no hay partidas futuras que
puedan influir en su comportamiento. Ahora bien, en la penúltima jugada ambos
preverán lo que va a ocurrir en la última jugada –que ninguno cooperará-, por lo
que tampoco tendrán incentivos para cooperar. Esto mismo ocurrirá en la jugada
antepenúltima, en la anterior a ésta, etc.
Resolviendo por inducción hacia atrás, y siguiendo con el mismo razonamiento,
llegaríamos a la conclusión de que ninguno de los jugadores optaría por
colaborar en ninguna de las etapas del juego.
Si, por ejemplo, se tratase de un “Dilema del Prisionero” repetido dos veces,
ambos jugadores podrían calcular que para la segunda etapa tienen una estrategia
dominante que es la no cooperativa, pues C > P y T > R. Si esto es así, como
hemos visto, ambos podrán prever que en la última etapa el otro no va a
cooperar, por lo que la estrategia dominante en la primera etapa también será la
de no cooperar.
En efecto, cada jugador considerará su elección estratégica en la primera etapa
dada la mutua ausencia de cooperación prevista de la segunda etapa, en la que
ambos obtendrán un pago como C, del modo descrito por la figura 2.
Figura nº 3: “Dilema del Prisionero” en dos etapas considerado al inicio del
juego.
Jugador 2
Jugador 1 Cooperar No cooperar
Cooperar R + C, R + C P + C, T + C
No cooperar T + C, P + C 2C, 2C
Cada uno de los pagos representados en la matriz de la figura nº 3 indica el
pago total de los dos periodos, suponiendo que se va a producir ese equilibrio
no cooperativo en la segunda etapa. El resultado global sigue siendo el mismo:
existe una estrategia dominante para cada uno de los jugadores –no cooperar- en
la que el pago que perciben es siempre mayor que siguiendo la otra estrategia
–cooperar-.
Podríamos haber llegado a la misma conclusión si el juego se hubiera repetido un
número mayor de veces, siempre y cuando éste número fuera conocido por parte de
los jugadores, mediante la agrupación de los pagos correspondientes o
simplemente a través de la resolución del juego por inducción hacia atrás .
Como muestra la teoría, por tanto, en cada etapa hemos de esperar que no se
produzca la cooperación si se conoce el final de un juego repetido un número
dado de veces.
Es interesante señalar que en los Dilemas del Prisionero repetidos no existe una
regla de comportamiento que sea independiente de la estrategia desarrollada por
el otro jugador y que pueda ser considerada óptima.
En realidad, los jugadores no se encuentran en un conflicto total de intereses,
de modo que lo que es bueno para uno es malo para el otro y viceversa, como
ocurre en una partida de ajedrez, donde lo lógico es pensar que el otro,
actuando siempre en su beneficio, está haciéndolo siempre en contra de nuestros
intereses –lo que facilitaría la toma de decisiones-; en el “Dilema del
Prisionero” ambos podrían, por ejemplo, obtener el pago de la mutua cooperación,
que es mayor que el de la mutua defección.
Al considerar los pagos que se producen en distintas etapas, en ocasiones se
tiene en cuenta el valor de éstos en el tiempo. Así, generalmente se tiene en
consideración que el futuro cuenta menos que el presente, al menos, por dos
motivos: porque damos menos valor a los pagos futuros que a los actuales, y
menos cuanto más alejados del momento presente estén -por una motivación
claramente económica de que damos menos valor al consumo futuro que al consumo
presente-; y porque siempre existe la posibilidad de no volver a encontrarnos en
el futuro, es decir por la existencia de incertidumbre, ya que no tenemos
certeza de que en el futuro realmente nos vayamos a encontrar en esa misma
situación.
Como consecuencia de todo ello, el pago de la jugada siguiente tendrá siempre
menor valor que el de la jugada actual.
Una forma habitual de sumar los pagos que se producen a lo largo del tiempo,
considerando que valoramos más los pagos presentes que los futuros, es
suponiendo que existe una tasa de descuento constante (Shubik, 1970; Axelrod,
1981). Valoramos por tanto el siguiente pago sólo como una fracción, w, del
mismo pago en el presente. Obtener un pago P en infinitos periodos tendría
entonces un “valor actual” de: P + wP + w2P + w3P ... = P/(1- w).
Es importante por tanto el peso que tenga el futuro en el cálculo de las
cantidades totales a percibir. Como demuestra Axelrod (1981), si el parámetro de
actualización es lo suficientemente grande, no existe una estrategia óptima que
sea independiente de la estrategia utilizada por el otro jugador.
En realidad, en el “Dilema del Prisionero” repetido, la mejor estrategia depende
directamente de la estrategia que esté llevando a cabo el otro jugador, y en
concreto de si ésta favorece la aparición de la mutua cooperación .
Dilemas sociales repetidos como juegos repetidos un número infinito de veces
A diferencia de lo que ocurre teóricamente cuando se trata de un número de
repeticiones finitas conocidas, cuando un juego se repite durante un número de
veces indefinido, es posible que surja la cooperación. Uno de los motivos que
hacen posible que surja la cooperación en este contexto es la posibilidad de
encontrarse en el futuro. Como acertadamente afirma Axelrod, “el futuro puede
proyectar una sombra sobre el presente, y de este modo influir sobre la
situación estratégica actual” (Axelrod, 1984).
El trabajo sin duda más citado en la literatura acerca de las posibles
estrategias que se pueden seguir en una situación de un juego repetido un número
infinito –o indeterminado- de veces es el de Axelrod. En sus artículos de 1980,
(Axelrod, 1980a, 1980b) publicó los resultados de torneos informatizados del
dilema del prisionero repetido. En ellos buscaba identificar las condiciones
bajo las cuales puede emerger un comportamiento cooperativo en ausencia de un
poder central que lo imponga. En su libro de 1984 recoge esos resultados junto
con un mayor análisis de las estrategias propuestas.
En este torneo, la estrategia que salió vencedora es la remitida por Anatol
Rapoport, conocida en la literatura como tit-for-tat, u “ojo por ojo”. Según
esta estrategia, en el primer juego la acción que se elige es la cooperativa,
mientras que para el resto de jugadas, la estrategia consiste en hacer lo que el
otro jugador hizo en la jugada anterior. De esta forma, si se encontraran dos
jugadores que siguiesen esta estrategia, en cada jugada se encontrarían en la
situación de equilibrio mutuamente cooperativa.
Si, por el contrario, ante nuestra cooperación el otro decide no cooperar y
obtener así la renta del free-rider, en la siguiente jugada obtendrá nuestra
respuesta no cooperativa; responderemos con una estrategia de “ojo por ojo”.
Odero (2002) considera que la estrategia de responder a los demás con la misma
moneda, es decir, cooperando si han cooperado y no cooperando si ellos no lo han
hecho, es una forma de incorporar incentivos –tanto positivos como negativos-, a
su actitud actual.
Como indica Hoffmann (2000), el éxito de la estrategia tit-for-tat se basa en su
capacidad para diferenciar a sus oponentes y adaptarse a ellos. También, porque
resiste a la explotación –al contestar con defección a la defección-, y responde
positivamente con cooperación a la cooperación.
De hecho, el propio Axelrod (1984) describe sus virtudes como una combinación de
bondad, represalia, olvido –perdón- y transparencia. Su “bondad” la previene de
meterse en problemas innecesarios. Su carácter de “represalia” desanima a la
otra parte de persistir en la defección. Su capacidad para olvidar –perdonar-
ayuda a restaurar la mutua cooperación. Finalmente, su transparencia la hace
comprensible para el otro jugador, promoviendo por tanto la cooperación a largo
plazo.
Además, el hecho de tomar represalias rápidamente –en la jugada inmediatamente
posterior-, añade fuerza a esta estrategia frente a otras opciones o
experimentos en los que se pospone esta actitud (Komorita, S.S.; Hilty, J.A. y
Parks, C.D., 1991; Brembs, B. 1996).
Sandler (1992) utiliza el descuento para mostrar, siguiendo a Ordeshook (1986),
el equilibrio de la estrategia Tit-for-tat en un Dilema del Prisionero repetido.
La emergencia de la cooperación en los dilemas sociales
Aunque la teoría de juegos nos indica que los individuos racionales,
maximizadores de utilidad, en un entorno de un “dilema del prisionero” repetido
un número finito de veces, deberían resolver por inducción hacia atrás el juego
y adoptar una estrategia no cooperativa en todas las etapas de las que contase
el mismo, vemos en el mundo real que esto no siempre es así y que surgen
posturas cooperativas –sin necesidad de considerar que las repeticiones del
juego sean infinitas o por lo menos desconocidas por los jugadores-.
Así, en la práctica, los individuos no siempre parecen seguir su propio interés
individual en su toma de decisiones, y esta impresión se sustenta en estudios
experimentales de comportamiento en dilemas sociales, especialmente en los que
se permite un periodo de discusión grupal. Esto lo corroboran, por ejemplo, los
estudios de Caldwell (1976), y de Dawes, R.M., McTavish, J. y Shaklee, H.
(1977).
En efecto, si los jugadores decidiesen cooperar obtendrían mejores pagos. Para
ello tendrían que llegar a un acuerdo... y cumplirlo (téngase en cuenta que las
decisiones que adoptan los jugadores se comunican por separado, y no es posible
“obligar” al otro a cumplir sus promesas).
Así, un factor que colaboraría notablemente a alcanzar una mayor cooperación en
los dilemas sociales es la comunicación; si los individuos pueden comunicarse y
alcanzar acuerdos o “contratos sociales”, aun cuando nadie pueda asegurar que
finalmente vayan a cumplirlos, el porcentaje de cooperación ascendería
sensiblemente.
Uno de los motivos para que aumente la cooperación en presencia de comunicación
es que ésta ayuda a eliminar el miedo a obtener el pago del “pardillo”. Ese
beneficio para la cooperación de la comunicación es obvio y discernible aun
cuando la comunicación sea sólo parcial (Braver y Wilson II, 1986).
No obstante, sería importante que existiese alguna penalización para quien
incumpliese los acuerdos. Schelling (1968) se plantea precisamente la
credibilidad que merecen las afirmaciones que se realizan cuando no hay
penalización para quien miente, proponiendo ejemplos como la respuesta que el
marido ha de dar a su mujer que pregunta cómo le queda el vestido nuevo... y
considera que mentir en esas circunstancias es un asunto de la misma índole al
de romper las promesas efectuadas en un acuerdo alcanzado.
Lógicamente, la mayor o menor aparición de cooperación en situaciones de dilemas
sociales representables como Dilemas del Prisionero, dependerá también en buena
medida no ya de la estructura de los pagos, sino también de las diferencias
entre estos (Rapoport, 1967).
Algunos de los motivos que pueden llevar a que los individuos no actúen de la
manera prevista por la teoría las resumen Erev y Rapoport (1990): los individuos
pueden no ser tan egoístas, o racionales, como supone la teoría; la provisión de
bienes públicos debería modelizarse en juegos multiperiodo en lugar de en juegos
de una sola partida; y en muchas situaciones, las interacciones de los bienes
públicos se modelizan más apropiadamente por otros juegos distintos del “Dilema
del Prisionero”.
Sen (1977) ahonda en el hecho de que no actuamos únicamente de forma egoísta y
sostiene que, aunque Edgeworth afirmaba que el primer principio de la Economía
es que cada agente económico actúa solamente según su propio interés, el propio
Edgeworth estaba casi seguro de que dicho principio no era especialmente
realista.
Hurwicz (1945), propone que habría que rechazar la interpretación al pie de la
letra del principio del máximo como sinónimo de comportamiento racional
–especialmente en situaciones de incertidumbre-; no es que el máximo no sea
deseable si es posible alcanzarlo, pero no es posible llegar a un verdadero
máximo cuando el sujeto del que se trate sólo controla uno de los factores que
rigen el resultado, dado que la misma racionalidad de su actuación depende de la
conducta probable de otros individuos.
Además, algunos autores parecen inclinarse a pensar que en algunas ocasiones los
individuos lo que buscan maximizar no es su utilidad individual, sino su
situación relativa frente al resto. En concreto, afirman que en el contexto de
los juegos, tienden a maximizar la diferencia en las ganancias monetarias más
que las ganancias en sí (Scodel et al., 1959; Bixenstine et al., 1966; Shubik,
1970). De hecho, esa es la única explicación posible para el sorprendente
resultado que muestran Scodel et al. (1959) en un experimento en el que las
jugadoras tenían una estrategia dominante que les llevaba a un pago óptimo en el
sentido de Pareto, y en el que el 47 % prefirió la otra opción –con la que
obtenían menor pago, pero con la que la otra recibía otro pago aún peor-.
En la misma línea, Frank (1987) afirma que los modelos de elección racional
consideran dadas las preferencias y asumen que los individuos persiguen su
propio interés. Considera que aunque estos modelos funcionan muchas veces,
podemos encontrar que abundan las contradicciones. En efecto, pone como ejemplo
que dejar propina a un camarero en una cafetería de una autopista en la que
sabemos que no vamos a volver a parar es un comportamiento que no respondería a
la maximización de utilidad estándar; lo consideraríamos por tanto un
comportamiento económicamente irracional.
Dos años más tarde, incide en ese razonamiento, poniendo otro ejemplo llamativo
para hacernos reflexionar al respecto: ¿alguien devolvería un sobre que se
encontrara, con la dirección del propietario escrita en él, dentro del cual
hubiera un billete de 20 dólares? (Frank, 1989).
Cita este autor también un ejemplo enunciado por Schelling (1960), en el que se
analiza la situación de una persona secuestrada por un delincuente que acaba de
cometer un delito. Una actuación “racional” sería la de confesar al secuestrador
algo que pudiera llevarle a la cárcel –o incluso comete un delito delante de
él-; de esa manera, el secuestrador sabrá que si le deja libre no le delatará,
pues él, a su vez, podría delatarle.
No sería suficiente, continúa, con que una persona manifieste que tiene
“conciencia”, es decir, que experimenta un sentimiento de culpabilidad si rompe
sus promesas –por ejemplo, si traiciona al otro en un “Dilema del Prisionero”-.
Sin embargo, determinados síntomas físicos incontrolables darían credibilidad a
sus afirmaciones –postura, sudoración, tics, etc.-.
Orbell et al. (1990) también mencionan las promesas que pueden realizar los
individuos, diferenciando si éstas les son beneficiosas o no. Así, el hecho de
que las personas cumplan sus promesas cuando éstas les benefician personalmente
parece bastante obvio y previsible, pues esperamos que las personas actúen a
favor de su propio interés y por tanto que cumplan dichas promesas. Mayor
interés ético despiertan, sin embargo, las promesas que realizan las personas
cuando éstas les suponen algún coste. Para su estudio recurren a experimentos de
laboratorio del tipo del “Dilema del Prisionero”, tanto bipersonal como
multipersonal.
Son muy variadas las motivaciones que pueden llevar a seguir unas u otras
estrategias por parte de los individuos. Como indica Rapoport (1963) existen más
pagos que los meramente monetarios: aspectos psicológicos (como por ejemplo la
autoestima), el refuerzo de las “agresiones” para el futuro, etc. Otra
posibilidad consiste por optar por reaccionar penalizando al otro, aunque esto
nos pueda costar dinero, o mantener una actitud “testaruda” en el contexto de un
dilema del prisionero repetido, permaneciendo en la cooperación, como mandando
un mensaje de que se desea la cooperación, ni plegándose a la actitud del otro
ni buscando venganza, sino recurriendo a su conciencia.
Elster (1985) Afirma que sería racional cooperar si sabemos que nos vamos a
enfrentar a problemas de acción colectiva similares en el futuro, algo que no es
aplicable lógicamente a problemas intergeneracionales.
Este mismo autor considera también, en un sentido kantiano, el concepto del
deber. Plantea la pregunta siguiente: ¿qué ocurriría si todo el mundo hiciera lo
mismo? Es decir, ¿qué pasaría si todo el mundo dejara sus botellas de cerveza en
la playa, se quedara en casa en día de elecciones o defraudara en sus impuestos?
En este contexto, es el sentido del deber quien nos llevaría a hacer lo que
consideramos que estaría bien si todo el mundo lo hiciera. Quienes se
comportaran de esta manera serían individuos que actúan en función de sus
valores morales, sin esperar una utilidad cuantificable en términos monetarios
de su comportamiento.
Pero actuar de este modo individualmente, sin que los demás también lo hagan,
llevaría a cualquier persona a estar en la peor situación descrita en el “Dilema
del Prisionero” –lo que denominamos anteriormente el pago del “pardillo”-. En
ese sentido, por tanto, si no existen más consideraciones de carácter
psicológico u otras como las descritas en los últimos párrafos, podríamos
considerar esa forma de actuar como “irracional” desde un punto de vista
meramente económico.
El surgimiento de la cooperación puede darse incluso en situaciones tan
comprometidas como la descrita por Axelrod (1984) para unos soldados en
trincheras enfrentadas durante la Primera Guerra Mundial, en la que sin
necesidad de comunicarse, llegaron al acuerdo tácito de disparar siempre de
manera desacertada tanto unos como otros, desobedeciendo obviamente las órdenes
recibidas por parte de sus superiores.
En ocasiones podemos observar la aparición de la cooperación como consecuencia
de la búsqueda egoísta de los individuos de sus propios intereses, sin necesidad
de que la cooperación surja de la honestidad, generosidad o bondad de los
individuos. Este enfoque consistiría en investigar cómo actuarán los individuos
en la búsqueda de sus propios intereses, y ver entonces qué efectos tendrían
para el sistema en su conjunto, es decir, se trata de realizar un análisis que
explora la relación entre las características de comportamiento de los
individuos que componen un determinado agregado social, y las características
del agregado. Dicho de otra forma, se trata de hacer supuestos acerca de
micro-motivos y deducir a través de ellos consecuencias para
macro-comportamientos (Schelling, 1978 a).
En este sentido, está claro que la cooperación surgiría espontáneamente en
juegos como el planteado por Sandler (1992), en lo que él denomina un grupo
totalmente privilegiado, utilizando la terminología de Olson (1965).
No obstante, aunque estemos interesados en comprender cómo puede surgir la
cooperación en los dilemas sociales, hay que matizar que la cooperación no
siempre es deseable. Pensemos en el caso de los mercados oligopolísticos; lo
socialmente deseable y económicamente más eficiente es que no se produzcan
comportamientos cooperativos, colusivos. En ocasiones, por tanto, las políticas
públicas están orientadas a la prevención de la cooperación.
Se han desarrollado numerosas formas de resolver el “Dilema del Prisionero”,
buscando, de diversas maneras, alterar la interacción estratégica a fin de
modificar la naturaleza del problema. No obstante, existen varias situaciones
para las que no hay remedios posibles, en especial, cuando no hay mecanismos que
garanticen el cumplimiento de pactos, cuando no hay forma de estar seguro de lo
que harán los demás en un momento dado, y cuando no hay forma de cambiar la
utilidad de los demás.
Schelling (1978b) analiza el papel que el altruismo puede desempeñar en la
definición de las estrategias que pueden seguir los individuos. Así, define de
esta manera a actitudes como la de desarmarse uno mismo en una disputa para
probar al contrario que no piensa agredirle –aunque con esa actitud se corra el
riesgo de ser agredido más fácilmente por el otro-. Destaca el hecho de que
estas actitudes tienen mayor importancia si podemos anticiparlas; este es el
caso de las abejas, que tras picar mueren. Muchas abejas han salvado la vida
porque anticipamos que si las vamos a molestar te van a picar, aunque a
continuación vayan a morir, porque eso ha ocurrido anteriormente y podemos
anticipar su comportamiento.
Desde el punto de vista de qué tipo de función de utilidad tendría una persona
altruista, Taylor (1976) afirma que se podría representar como una suma
ponderada del bienestar de varias personas, entre las cuales se encontraría el
suyo propio.
Lógicamente, los factores de ponderación variarían en función de la valoración
que la persona altruista otorgue al bienestar de cada persona, lo que podría
incluir desde la indiferencia –factor de ponderación cero- hasta la
animadversión –factor de ponderación negativo-.
Por su parte, Campbell (1983) distingue entre un altruismo “débil”, que
mostrarían los comportamientos que benefician más a otros individuos que a la
propia persona que presenta dicho comportamiento, mientras que el altruismo
“fuerte” sería un comportamiento que beneficia a otros, aun a costa del propio
bienestar.
Se pueden distinguir tres tipos de personas altruistas, según Paramio (2000):
los altruistas por cálculo racional, las personas que encuentran satisfacción en
la acción misma sin esperar posteriores recompensas, y los individuos que buscan
beneficios morales en lugar de materiales.
Sea cual sea su motivación, el papel que los altruistas pueden desempeñar en
situaciones de acción colectiva puede ser fundamental, especialmente en las
situaciones en las que la cooperación es más costosa o no existen otros
alicientes para participar.
Aguado (2001a, 2001b, 2002) muestra en qué circunstancias se puede producir que
el pago esperado medio en un “Dilema del Prisionero” extrapolado a n individuos
exceda al pago que obtiene un único individuo no cooperativo, centrando su
estudio en la necesidad de que se consigan masas críticas suficientes para
alcanzarlo. Los comportamientos altruistas podrían tener, lógicamente, en este
contexto un papel decisivo. Marwell y Oliver (1993) también exponen la necesidad
de que se logre una masa crítica para el éxito de la acción colectiva; cuando se
alcance un determinado número de personas ya movilizadas se producirá un efecto
de bola de nieve y los free-riders desaparecerán. La cuestión radica en saber
qué motivaciones y con qué condiciones se llegará a alcanzar esa masa crítica
que desencadenará el proceso, si es que este llega a producirse.
En efecto, si la acción colectiva necesaria para superar los dilemas sociales
llega a presentarse es gracias a que una proporción significativa de la
población es altruista, y decide participar para autorrealizarse o para mantener
su reputación entre amigos y familiares, tendiendo de esta forma a sobreestimar
el valor de su participación (Marí-Klose, 2000).
Así, Elster (1989) señala que el hecho de que fructifique una acción colectiva
depende de que se consiga incentivar a distintos tipos de personas a participar,
aunque sus motivaciones sean diferentes. De esa manera, se puede provocar una
reacción en cadena propiciada por su decisión de incorporarse a la acción
colectiva en sucesivas oleadas en función de cuáles sean sus motivaciones
particulares.
Rabin (1993) aporta un matiz diferente respecto al comportamiento de los
individuos altruistas, afirmando que las mismas personas que muestran un
comportamiento altruista frente a otras personas altruistas, están motivadas
también para lastimar a quienes les hagan daño . Asegura que si alguien se
comporta bien con nosotros, si actuamos conforme a una cierta noción de justicia
o equidad, nosotros también seremos buenos con él. Por el contrario, si alguien
se comporta de forma mezquina o desleal con nosotros, al actuar de forma justa o
equitativa –e incluso vengativa-, también nos comportaremos mal con él. Así,
pone como ejemplo que un consumidor puede decidir no comprar un producto vendido
por un monopolista si considera que el precio es “injusto”, aun si su valoración
de dicho producto fuese superior al precio fijado. Al no comprarlo, su bienestar
particular disminuirá, pero considerará aceptable esa pérdida objetiva de
bienestar si con ella consigue penalizar al monopolista. En su trabajo, modeliza
formalmente estas emociones con el fin de comprender de forma más rigurosa, y
más general, las implicaciones económicas y sobre el bienestar de ese tipo de
actitudes.
Ostrom (2000) distingue junto a los individuos “racionalmente egoístas” que
definiría la obra de Olson, a los “cooperadores condicionales” y los “dispuestos
a castigar”. Los primeros serían individuos que están dispuestos a iniciar una
acción cooperativa cuando estiman que otros van a corresponderles y que
repetirán esas acciones mientras que una proporción suficiente de los demás
implicados actúen con reciprocidad.
No obstante, los “cooperadores condicionales” tienden a diferir en su tolerancia
a los “free riders”. Algunos se desaniman fácilmente si los demás no
contribuyen, por lo que tienen tendencia a reducir su propia cooperación. De
esta forma, tienden a desanimar a otros “cooperadores condicionales”, para el
futuro, provocándose un efecto en cascada.
Los “dispuestos a castigar” las actitudes no cooperativas pueden convertirse en
“dispuestos a premiar” a aquellos que muestran una actitud muy cooperativa.
Estos dos tipos de individuos no son excluyentes, pues algunos “cooperadores
condicionales” pueden ser también individuos “dispuestos a castigar”.
Dilemas sociales multipersonales
Si, en lugar de limitarnos a considerar únicamente dos personas en la
modelización de los juegos, extendemos este número hasta una cantidad mayor, n,
podemos encontrar que surgen dos principales tipos de dilemas sociales
multipersonales: la provisión de bienes públicos y la tragedia de los comunes.
En efecto, la presentación de dos individuos con dos posibles estrategias en el
“Dilema del Prisionero” es muy clara e intuitiva, pero esto no es tan evidente
cuando se incrementa el número de participantes en el juego. Así, el juego ya no
consiste en que el otro colabore o deje de hacerlo; en este caso, se trata de un
número más alto de individuos, y puede ser que unos colaboren y otros no, lo que
dificulta la presentación y el análisis del juego.
Muchos autores, como Schelling (1973), Goehring y Kahan (1976), entre otros,
señalan las ambigüedades presentes en la formulación de la matriz de pagos en
los Dilemas del Prisionero de n individuos.
Citando a Hamburger (1973), Goehring y Kahan (1976) establecen que una condición
necesaria en los Dilemas del Prisionero de n individuos es la existencia de una
estrategia dominante para todos los jugadores que produce un resultado
deficiente, así como una serie de condiciones que llevan a los juegos a tener
las características psicológicas del Dilema del Prisionero. Concluyen, por
tanto, que el Dilema del Prisionero de n individuos más que un único juego –como
ocurre cuando sólo son dos jugadores-, es una familia de juegos.
Un primer problema lo supone su representación. Para mostrar un juego n-personal
en la forma normal sería necesario construir una matriz de n dimensiones, algo
inviable para valores altos de n. Sin embargo, se puede imponer un supuesto
simplificador en el sentido de que cada jugador es intercambiable con cualquier
otro, por lo que los pagos son simétricos entre los jugadores, y la matriz de
pagos, considerando dos estrategias, cooperar (C) y no cooperar (NC) se podría
representar de forma compacta de la siguiente manera (Fig. nº 4):
Figura nº 4: Un Dilema del Prisionero multipersonal
Nº de individuos que elige C (cooperar)
0 1 ... J ... N - 1 N
C C1 ... Cj ... Cn-1 Cn
NC NC0 NC1 ... NCj ... NCn-1
Fuente: adaptación de Goehring y Kahan (1976)
El pago que obtiene cada jugador se determina conjuntamente por su propia
elección de estrategia y por la del conjunto de jugadores (incluido él mismo).
El número total de jugadores que eligen la estrategia cooperativa determina la
columna. El pago para cada jugador que opta por la estrategia cooperativa se
muestra en la primera fila, mientras que en la segunda fila se presentan los
pagos de los individuos que no cooperan. Lógicamente, no hay pagos para quien
coopera si nadie lo hace –primer valor de la primera fila-, del mismo modo que
no hay pagos para los no cooperadores cuando todo el mundo coopera –último valor
de la segunda fila-.
La propiedad de dominancia (que la estrategia NC domine a C), con esta matriz,
se podría expresar: NCj-1 > Cj, 1 ≤ j ≤ n.
Por otro lado, para mostrar que el equilibrio en el que nadie coopera es
ineficiente, se suele exigir que se cumpla: Cj > NC0.
Un ejemplo de representación de un Dilema del Prisionero con más de dos
individuos en un experimento concreto es la matriz que reproducimos a
continuación, utilizada para explicitar los pagos que recibían 6 individuos en
función de que adoptasen una actitud cooperativa –eligieran el color rojo (R)- o
no cooperativa –eligieran el color azul (C)- en un juego realizado por
Bixenstine et al.(1966):
6 R 5R/1A 4R/2A 3R/3ª 2R/4A 1R/5ª 6A
Elección R A R A R A R A R A R A R A
Pago (centavos) 7
a - 5
b 11
c 4
d 7
e 3
f 5
g 2
h 3
i 1
j 2
k - 1
l
Ganancia total del grupo 42 36 30 24 16 11 6
Fuente: Adaptación de Bixenstine et al. (1966)
Para que la matriz de pagos reflejase una estructura correspondiente a un
“Dilema del Prisionero”, la relación existente entre los distintos pagos habría
de cumplir las siguientes desigualdades –algo que sí que cumplen los pagos
expuestos-:
c > e >g > i > l
a > b > d > f >j
(c + e + g + i + k) > (a + b + f + h + j), y
6a > 5b + c > 4d + 2c > 3f + 3g > 2h + 4i > j + 5k > 6l
Otro ejemplo lo da Tullock (1985), en el que propone la matriz de pagos
siguiente, en la que representa, para un grupo de cinco personas, el pago que
obtendría un individuo –que ponemos en columnas- en función del número de
jugadores del resto que opten por una u otra estrategia:
Cooperar No cooperar
4 cooperan 9 10
3 cooperan 7 8
2 cooperan 5 6
1 coopera 3 4
0 coopera 1 2
Fuente: adaptación de Tullock (1985)
En este ejemplo, existe una estrategia dominante –no cooperar- pues el pago que
se recibe es siempre mayor que el de la otra estrategia –cooperar-. Por otro
lado, independientemente de que el individuo coopere o no, siempre obtiene mayor
pago cuantos más jugadores opten por cooperar.
Para Schelling (1973), lo que define a un Dilema del Prisionero Multipersonal
Uniforme (uniform multiperson prisoner’s dilema), es que se cumpla que hay n
individuos, cada uno de los cuales cuenta con la misma elección binaria y los
mismos pagos; cada uno tiene una estrategia dominante, que sea cual sea la
estrategia que adopte un individuo, ya sea la dominante o la dominada; siempre
estará mejor cuantos más individuos del resto empleen su estrategia dominada, y
que existe algún número k, mayor que 1, tal que si un número de individuos mayor
o igual que k optan por seguir su estrategia dominada y el resto no lo hace,
quienes llevan a cabo su estrategia dominada están mejor que si todos hubieran
seguido la estrategia dominada; por el contrario, si el número de individuos
antes reseñado que opta por seguir su estrategia dominada es menor que k, esto
no se cumple.
Conocemos ya qué caracteriza a los dilemas sociales, y hemos determinado que la
tragedia de los comunes es un tipo de dilema social. Hemos visto cuál es la
modelización típica de la tragedia de los comunes, extendiendo su horizonte
temporal y el número de implicados. Hemos visto que hay otros factores
psicológicos que podrían afectar a nuestro comportamiento.
Con todo esto, podríamos preguntarnos hasta qué punto mostramos las personas, en
general, una inclinación a contribuir en esas situaciones de acción colectiva, o
si existen subgrupos dentro de la población que presentan una mayor tendencia a
la cooperación, o cuáles son los motivos que llevan a colaborar más a unas
personas que a otras, etc.
Para dar respuesta a estas preguntas, entre otras muchas que nos podríamos
plantear, se pueden acometer una amplia variedad de estrategias de investigación
y procesos de acumulación de datos. Sin embargo, muchas veces puede resultar
complicado aislar las variables críticas del resto de la realidad social en el
que se producen.
Por ello, muchos científicos sociales han optado por los métodos experimentales
de laboratorio para poder aislar y controlar las variables que puedan afectar al
comportamiento de los individuos en situaciones de acción colectiva. En efecto,
el mayor control en el aislamiento, la creación y la cuantificación de las
variables da a los métodos de experimentación de laboratorio ventajas a la hora
de utilizar y comprobar la teoría.
Somos conscientes de que un inconveniente de los experimentos de laboratorio es
la dificultad existente en muchos casos para que las situaciones analizadas en
ese contexto simulen las circunstancias o reflejen fielmente el comportamiento
del mundo real, y que se cuestiona también la aplicación que puedan tener los
resultados de laboratorio en el mundo real. Aunque se ha trabajado mucho para
intentar acercar esos resultados a la realidad, lo cierto es que la utilidad de
los experimentos vendrá dada por la precisión y solidez de las conclusiones que
generen.
A pesar de todo ello, con los experimentos se pueden obtener resultados que sean
consistentes a lo largo de distintos experimentos y desarrollar conclusiones
aplicables en las circunstancias definidas en el laboratorio. Además,
seleccionando apropiadamente las matrices de pagos, se pueden crear un amplio
número de situaciones sociales en el laboratorio (Guyer y Rapoport, 1972).
Un problema importante que surge en la interpretación de los resultados de un
estudio aislado reside en la posibilidad de extraer conclusiones generalizables
a lo que hubiera sido el comportamiento de otras personas, que pueden tener
características de todo tipo –geográficas, étnicas, nacionales, sociales,
económicas- diferentes de las de las personas que participen en el experimento
en cuestión.
Este problema puede ser abordado mediante la repetición de estudios con un
diseño idéntico, pero con una vasta variedad de sujetos diferentes.
Obviamente, la repetición de los mismos experimentos, sin embargo, estaría
limitando la posibilidad de estudiar la influencia en los resultados de las
modificaciones de otras variables que definen el problema.
Ostrom (1997) señala como ventajas de los experimentos de laboratorio la
posibilidad de diseñar experimentos que examinen múltiples predicciones de la
misma teoría bajo condiciones controladas. Además, como señalamos, es posible
replicar los experimentos. También, los investigadores pueden testar si un
determinado diseño captura adecuadamente las variables consideradas, y conducir
posteriores experimentos para ver cómo afectarían los cambios en el diseño a los
resultados. Finalmente, destaca que los métodos experimentales son especialmente
relevantes para el estudio de las elecciones humanas bajo distintos marcos
institucionales.
Experimentos: experiencias de cooperación
Para diferenciar entre los dos incentivos que tienen los individuos para no
cooperar en el “Dilema del Prisionero” (Coombs, 1973), es decir, no ser “un
pardillo”, colaborando si el otro no lo va a hacer, y capturar el pago del “free
rider”; el pago de quien no colabora mientras que los demás sí que lo hacen,
Dawes et al. (1986) establecen en sus experimentos dos instrumentos: la
“garantía de retorno” y la “contribución forzosa” .
De esta forma crean dos “semidilemas”, en cada uno de los cuales se elimina uno
de esos incentivos. Así, con la garantía de retorno, los individuos reciben
mayores pagos al no contribuir si el bien público se suministra, y no más que
los contribuyentes si no se llega a suministrar. Con la contribución forzosa,
reciben mayores pagos no contribuyendo si el bien público no es suministrado, y
no más que los contribuyentes si lo es.
Con la eliminación de esos incentivos a la no cooperación parecería lógico
pensar que la cooperación se verá inevitablemente reforzada. Sin embargo, pueden
surgir algunas paradojas en las que esto no sea así. En efecto, ante una
situación en la que exista una “garantía de retorno”, si cada individuo piensa
que ésta funcionará, es decir, que incrementará la probabilidad de que los demás
contribuyan, el resultado será que también aumentará la probabilidad de que el
bien público se suministre sin su colaboración, por lo que las probabilidades de
obtener el pago del “free-rider” aumentarán y la colaboración disminuirá.
Por el contrario, la “contribución forzosa” sí que parece mostrar una mayor
eficacia. En efecto, si los individuos piensan que ésta funcionará, es decir,
como en el caso anterior, que aumentará la probabilidad de que los demás
contribuyan, será menos probable que el bien público no se suministre, por lo
que en esas circunstancias parece más razonable colaborar, pues de todas formas
nos vamos a ver obligados a hacerlo aunque no queramos.
Para diferenciar los incentivos del “free-rider” y del “pardillo”, Rapoport
(1988a) propone eliminar el primero haciendo que el pago de quien no colabora
unilateralmente disminuya haciendo desaparecer ese incentivo, dando lugar a lo
que denomina el dilema débil del prisionero.
Otros autores, Kanouse y Wiest (1967) han buscado en sus experimentos si existía
alguna relación entre el sexo de los individuos y su voluntad cooperadora,
llegando a la conclusión de que ni el sexo del jugador, ni el del contrario, ni
la interrelación entre ambos, afecta significativamente a las estrategias
seguidas por los jugadores. Sin embargo, sí que muestran una previsible
correlación entre la estrategia seguida por los jugadores y la estrategia que
esperaban que escogiera el otro.
Asimismo, estos autores consideran también que hay diferencias en la voluntad
cooperadora de los individuos en función de si aprecian o no el juego como un
“dilema”. En el caso en el que la respuesta resulta afirmativa, se puede
apreciar una tendencia mayor hacia la defección, mientras que si no son
conscientes del dilema tienden más hacia la cooperación.
Los motivos que Shaw y Thorslund (1975) resumen de otros autores como posibles
causas de la ausencia de cooperación son los siguientes: ausencia de mutua
confianza, comprensión insuficiente de las instrucciones, incomprensión de las
implicaciones de las elecciones en el dilema, anonimato entre los jugadores,
ausencia de comunicación y el uso de incentivos insuficientes. Respecto de este
último punto, lo justifican con lo que llaman la “hipótesis del aburrimiento”,
según la cual, si los individuos consideran insuficientes los incentivos, ante
el aburrimiento que pudiera provocar el mantener siempre una misma conducta
cooperativa en todas las etapas de un juego repetido, los jugadores pueden
empezar a emplear estrategias competitivas para obtener un pago mayor que el de
su contrincante/compañero.
En los experimentos realizados se ha comprobado que la cooperación puede surgir,
especialmente si el número de periodos durante los cuales se repite un juego es
grande.
En las situaciones experimentales se ha observado profusamente que los
individuos no siguen siempre una estrategia no cooperativa, del mismo modo que
tampoco adoptan en todo momento una estrategia cooperativa. Sí que es cierto, no
obstante, que según se acerca el final del juego, la tendencia hacia la ausencia
de la cooperación se incrementa (Sandler, 1992).
Un ejemplo muy sencillo y clarificador de la evolución de la cooperación a lo
largo de un juego repetido lo presentan Rapoport y Dale (1966), con unos
experimentos de laboratorio. Estos autores estudian lo que llaman efecto “end” y
efecto “start” en los dilemas del prisionero repetidos. Así, según su estudio,
la cooperación aparece con mayor intensidad al inicio del juego repetido, y
decrece con fuerza según se va aproximando a las últimas etapas.
Este efecto se aprecia incluso cuando se producen pausas prefijadas en el juego
–para contabilizar los pagos acumulados hasta ese momento-, aunque los
individuos vayan a seguir interactuando en siguientes rondas. Morehous (1966)
muestra en sus experimentos que ni siquiera es necesario que el número de etapas
sea alto en los juegos repetidos para poder observar el efecto final o “end”.
Ese efecto final o “end” es considerado por más autores en sus estudios de
laboratorio, como por ejemplo, Shubik, (1962).
Un aspecto que ha sido estudiado respecto a la estrategia que puedan presentar
los individuos es la tendencia a la reciprocidad. Como señala Ostrom (1997) la
reciprocidad hace referencia a una familia de estrategias que se pueden utilizar
en dilemas sociales y que implican las siguientes cuestiones:(1) un esfuerzo
para identificar al resto de implicados; (2) el cálculo de las probabilidades de
que los otros sean cooperadores condicionales; (3) la decisión de cooperar con
los demás si hay confianza de que éstos son cooperadores condicionales; (4) el
rechazo a cooperar con quienes no actúan recíprocamente; y (5) la penalización
de quienes traicionan la confianza depositada en ellos.
Cuando los individuos actúan con reciprocidad, hay un incentivo para que
obtengan una reputación para el cumplimiento de promesas y para llevar a cabo
acciones con costes a corto plazo, pero beneficios netos a largo plazo (Axelrod,
1984; Ostrom, 1997; Kreps et al., 1982).
Tullock (1985) plantea el problema de la reputación en juegos repetidos de
varios individuos –Dilemas del Prisionero- en los que existe información
completa, y los individuos tienen capacidad para elegir con quiénes desean
jugar. De esa forma, quienes se forjen una mala reputación tendrían difícil
encontrar compañeros para futuros juegos, por lo que el deseo de establecer una
credibilidad haría que el “Dilema del Prisionero” se desvaneciese.
Experimentos: tragedia de los comunes
Probablemente, el experimento que plantea una situación de la “tragedia de los
comunes” más conocido es el de Anatol Rapoport (1988b), aunque otros
relacionados con el tema son por ejemplo el de Messick y Brewer (1983), Cass y
Edney (1978) y Edney y Harper (1978).
En su experimento, Rapoport (1988b) analiza el comportamiento de 19 grupos de
personas, la mayor parte de ellos compuestos por 4 individuos. Existe un bote de
60 centavos para cada grupo. Cada individuo puede pedir la cantidad que quiera
en cada ronda, que recibirá salvo que el total solicitado por todos ellos exceda
al bote existente, momento en el que ninguno recibiría nada y el juego acabaría.
La cantidad que los individuos no pidan –el remanente que quede en el bote- se
duplica para la siguiente ronda. El número máximo de rondas permitidas es de
siete.
Lo socialmente deseable sería que ninguno de los participantes en el juego
solicitara ni un centavo durante las seis primeras rondas, permitiendo que el
bote fuese duplicando su contenido en cada etapa, y repartirse a partes iguales
el montante final en la séptima ronda. Individualmente, sin embargo, no es tan
evidente que la racionalidad vaya a funcionar de esa manera. Así, si todos
estuvieran actuando de la manera descrita, un individuo particular podría
obtener un mayor beneficio –el doble- pidiendo en la sexta etapa la totalidad de
lo acumulado hasta ese momento, que esperando a llevarse la cuarta parte del
bote final tras las siete etapas. Se podría apreciar, por tanto, el efecto
“end”, con un incremento de la ausencia de cooperación según se va acercando el
final del juego. Además, todos podrían estar incentivados a actuar de esa manera
“insolidaria”. Por otra parte, ese comportamiento puede resultar predecible, por
lo que la defección por parte de algún jugador se podría adelantar una etapa, y
previsto esto, otra más... y así llegar hasta la primera etapa del juego, en la
que se agotaría el recurso: es previsible que se produzca la tragedia de los
comunes.
Una característica que está presente en las situaciones de “tragedia de los
comunes” –así como en la aportación al suministro de bienes públicos con minimal
contributing set, que no son objeto de este trabajo-, y que las diferencia de lo
que ocurre en los Dilemas del Prisionero bipersonales repetidos, es la
dificultad de aplicar estrategias condicionadas, principalmente por dos motivos.
En primer lugar, porque al tratarse de más de un jugador, no se puede aplicar
una estrategia vengativa tipo tit-for-tat que afecte sólo a quien no coopere;
dado que no es factible diferenciar la actitud –cooperativa o no- de todos los
demás, ni de actuar de manera selectiva ante ellos, los afectados por esa
venganza serían también quienes hayan cooperado. Por otro lado, esa estrategia
vengativa, a diferencia de lo que ocurre en el Dilema del Prisionero, afecta
también a nuestros pagos futuros –disminuyéndolos o incluso eliminándonos-, por
lo que las consecuencias de la venganza hacia otros por su ausencia de
cooperación también recaerían contra quien la emplease –aunque el resultado
final pueda compensarle-.
Si el juego de la tragedia de los comunes se repite durante un número finito y
conocido de veces, es previsible que aparezca un efecto “end” ligeramente
diferente del efecto “end” del dilema del prisionero repetido. Así, en el Dilema
del Prisionero repetido, en la última jugada, y tal vez en las anteriores como
influencia de ésta, se aprecia que los individuos incrementan sus actitudes no
cooperativas. En el juego de la tragedia de los comunes finito, sin embargo, en
la última etapa es previsible una actitud cooperativa de los jugadores. En
efecto, en esta última etapa, parece lógico pensar que todos ellos pedirán un
porcentaje del bote tal que si todos piden lo mismo, se repartirán el bote por
igual –pidiendo un porcentaje superior se arriesgan a no percibir nada, y pedir
un porcentaje inferior simplemente dejaría recursos inutilizados-. En etapas
anteriores, sin embargo, sí que puede producirse un efecto “end” similar al del
Dilema del Prisionero basado en el mismo razonamiento.
En el trabajo de Rapoport, a diferencia del de Aguado (2005) -que fue realizado
con alumnos de distintas titulaciones de dos Universidades públicas madrileñas-,
no se tiene en cuenta la posibilidad de que el número de jugadas sea infinito, o
al menos desconocido para los jugadores. Al incorporar este supuesto añadimos
realismo a nuestro estudio, acercándolo al mundo real. Con él eliminamos ese
denominado efecto “end”, y pudimos apreciar que la actitud de los jugadores
mostró un alto grado de cooperación en todos los casos a partir de la segunda
ronda. La explicación que encontramos a este hecho radica en que, por
desconfianza hacia lo que iban a hacer los demás –miedo al pago del “pardillo”
pensando que los demás iban a vaciar el bote-, querían asegurarse recibir por lo
menos algún pago en la primera ronda –una especie de efecto “start” inverso-.
Esto hizo caer notablemente el contenido del bote, limitando su capacidad de
crecimiento futuro y arrojando para todos los participantes resultados muy
inferiores a los que potencialmente podían haber obtenido.
Otra novedad de nuestro trabajo fue la de incorporar el tramo cóncavo de la
función logística de crecimiento de la biomasa. En efecto, en los experimentos
de Rapoport la función de crecimiento respondería más a una función en forma de
J o exponencial –debido a que el contenido del bote se duplicaba siempre tras
cada ronda, independientemente del contenido del mismo-, supuesto posible pero
menos realista que la consideración de una función en forma de S, consecuencia
de la existencia de una capacidad máxima de carga. Sin embargo, esta
consideración no arrojó resultados relevantes desde el punto de vista de la
investigación debido a ese efecto “start” inverso apreciado y que hemos señalado
en el párrafo anterior.
Se apreciaron comportamientos y explicaciones de los mismos interesantes en
alumnos que curiosamente posteriormente obtuvieron las más altas calificaciones
en los exámenes. En concreto, uno de ellos, en una tragedia de los comunes
finita en la que replicamos exactamente el trabajo de Rapoport, adoptó la
estrategia cooperativa de no pedir nada del bote durante las seis primeras
rondas, y en la última pidió la cuarta parte del bote acumulado –se trataba de
cuatro jugadores-. Lamentablemente para él, el bote acumulado era muy pequeño,
pues sus compañeros habían solicitado en las diferentes rondas cantidades que lo
habían hecho disminuir muy notablemente, rozando la extinción. Al explicar su
comportamiento, reflejó la comprensión del juego y la coherencia “kantiana” de
su actitud, intentando mandar a sus compañeros un mensaje de cuál era la
estrategia colectivamente más deseable, aunque ello le llevó a ser el que menos
puntos obtuvo en el juego.
CONCLUSIONES
Como conclusión resaltaremos que en las situaciones conocidas como “tragedia de
los comunes” se plantea un dilema social, en el que la cooperación, en contra de
lo que supondría la teoría, puede surgir por muy diversos motivos, incluido el
altruismo. El “Dilema del Prisionero” ayuda a la comprensión de este tipo de
dilemas sociales y en numerosas ocasiones se utiliza para ello, aunque presenta
limitaciones en su extrapolación a n individuos, y también porque los pagos en
cada jugada son constantes, mientras que los pagos que perciben los
participantes en una “tragedia de los comunes” varían en cada etapa. Existen
trabajos en los que se considera una función de crecimiento de la biomasa en
forma de J en lugar de en forma de S, lo que podría incluir inexactitudes, pero
nuestro trabajo corrobora que dada la aparición de un efecto “start” inverso,
esos modelos son válidos. La consideración de un número de etapas desconocido
por los participantes en el juego muestra la tendencia casi general a
sobreexplotar los recursos, especialmente como consecuencia del miedo a recibir
el pago del “pardillo” en las primeras etapas, y posteriormente por intentar
obtener el pago del “free-rider”. Finalmente, señalaremos que es necesario
seguir investigando no sólo en los aspectos biológicos que afectan a la
supervivencia de las especies, sino también en los comportamientos que siguiendo
una racionalidad individual llevan a una catástrofe colectiva.
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