Las propiedades de "manos muertas" eran aquellas que, en virtud de las condiciones del legado o por las reglas de institución de su dominio, no se podían vender, permutar o transferir en forma alguna. Era habitual que tampoco pudieran estar gravadas por impuestos.
El origen de esas propiedades está en la cesión o legado hereditario de un benefactor ya muerto (de ahí el nombre de "manos muertas") cuya voluntad sigue prevaleciendo.
Principalmente hace referencia a las propiedades de la iglesia católica, aunque también pueden incluirse en este concepto algunas propiedades de la casa real (realengos) o de la nobleza (señoríos), ayuntamientos o de las antiguas "ONG": hospitales, hospicios, casas de misericordia, cofradías, etc.
Esta forma de dominio entró en uso en virtud de las leyes económicas medievales que consideraban inalienable todo lo adquirido por la Iglesia católica. El papa Simaco (498-514) estableció que ni el Sumo Pontífice pudiera desprenderse de las propiedades de la Iglesia. Desde los tiempos finales del imperio romano, la iglesia católica había estimulado que los creyentes entregaran sus bienes a la iglesia. Algunas congregaciones, los jesuitas, por ejemplo, tenían miembros especializados cuyo trabajo principal consistia en prestar atención a ancianos ricos con el fin de convencerlos de que cediesen sus propiedades en herencia a la congregación.
Siendo indefinida la vida de las instituciones y congregaciones religiosas, y no pudiéndose transferir su propiedad por ninguna forma de enajenación o venta, con el paso de los siglos las propiedades de "manos muertas" llegaron a ser un alto porcentaje del territorio español.
Además, las propiedades eclesiásticas estaban exentas de tributar en concepto de derechos de transmisión y, en algunos países, incluso por contribución territorial. Por ello, y también por su crecimiento desmedido, muchos gobiernos de diversos países y épocas han expropiado los bienes de "manos muertas", un proceso llamado "desamortización".