Lionel Robbins
SIGNIFICACIÓN DE LA CIENCIA ECONÓMICA
§ 1 Llegamos ya a la última etapa de nuestras investigaciones. Hemos
examinado el objeto de la Ciencia Económica, la naturaleza de sus
generalizaciones y su alcance respecto a la interpretación de la realidad.
Por último, tenemos que preguntar ¿cuál es su significación para la vida
social y para la conducta? ¿Cuál su alcance práctico?
§ 2. Con frecuencia se cree que ciertos desarrollos de la teoría económica
moderna proporcionan por sí mismos un conjunto de normas capaces de
constituir la base de una política práctica. Se afirma que la ley de la
utilidad marginal decreciente nos proporciona un criterio para todas las
formas de la actividad política y social que afectan la distribución. Todo
lo que tienda a establecer una mayor igualdad y que no afecte adversamente
la producción -se dice-, está justificado por esa ley, al mismo tiempo que
se condena todo lo que tienda a provocar desigualdad. Estas proporciones han
merecido la aprobación de muy respetables autoridades. Son la base de mucho
de lo que se ha escrito sobre la teoría de las finanzas públicas.(1)
Los ha invocado no otra que la gran autoridad del profesor Cannan para
justificar la actitud de los economistas hacia el socialismo fabiano.(2)
Han recibido la más amplia aprobación en innumerables trabajos de economía
aplicada y no es exagerado decir que la gran mayoría de los economistas
ingleses las aceptan como axiomáticas. A pesar de ello, me atrevo a sugerir
con gran modestia que no tienen el menor apoyo de ninguna doctrina de
economía científica y que, fuera de Inglaterra, han perdido casi toda su
influencia.
El razonamiento en que se apoya la defensa de esas proposiciones es
familiar, pero vale la pena repetirlo explícitamente para señalar con
exactitud los puntos en que resulta defectuoso. De acuerdo con la ley de la
utilidad marginal decreciente, a medida que poseemos un mayor número de
unidades, de una cosa cualquiera, menor es el valor que atribuimos a
unidades adicionales. Por consiguiente, se dice, cuanto mayor es el ingreso
real que se obtiene, menor es el valor de las unidades adicionales de ese
ingreso. De ahí se concluye que la utilidad marginal del ingreso de un
millonario es menor que la del ingreso de un pobre. Por tanto, la utilidad
total aumentará si se hacen algunos traspasos que no afecten en forma
apreciable la producción. Por consiguiente, tales traspasos están
"justificados económicamente". Quod erat demostrandum.
A primera vista el razonamiento parece avasallador, aunque, si se le examina
con más cuidado, resulta simplemente especioso, ya que descansa sobre una
prolongación del concepto de la utilidad marginal decreciente a un campo en
el que resulta del todo ilegítimo. La "ley de la utilidad marginal
decreciente" que aquí se invoca no se desprende, en modo alguno, de la
concepción fundamental de los bienes económicos. Descansa, además, en
supuestos que, verdaderos o falsos, nunca pueden ser verificados por
observación o introspección. La proposición que examinamos da por demostrada
la gran cuestión metafísica de la comparabilidad científica de las
diferentes experiencias individuales, lo cual requiere un examen más
cuidadoso.
La ley de la utilidad marginal decreciente, como hemos visto, se deriva de
la concepción de una escasez de medios respecto de los fines a que sirven.
Supone que para cada individuo los bienes pueden clasificarse conforme al
orden de su significación para la conducta y que, en el sentido en que se
los prefiera, podemos decir que cierto uso de un bien es más importante que
otro. De acuerdo con este criterio, podemos comparar el orden en que puede
suponerse que un individuo opta por ciertas soluciones, con el orden en que
otra persona las prefiere. De este modo es posible elaborar una teoría
completa del cambio.(3)
Pero una cosa es suponer que las escalas pueden construirse de acuerdo con
el orden en que un individuo prefiere una serie de soluciones, y comparar
los dispositivos de semejante escala particular con otra, y una muy
diferente suponer que esos dispositivos representan magnitudes que pueden
compararse entre si. El análisis económico moderno no requiere este
supuesto, que, por lo demás, es completamente diferente al de las escalas
individuales de valoraciones relativas. La teoría del cambio supone que yo
puedo comparar la importancia que para mi tienen diez centavos de pan y diez
centavos gastados en otras cosas que ofrece el mercado. Supone también que
el orden de mis preferencias así manifestado puede compararse con el orden
de preferencias del panadero; pero de ningún modo que sea necesario comparar
la satisfacción que yo derivo de gastar diez centavos en pan con la que el
panadero obtiene de recibirlos. Esta es una comparación de naturaleza del
todo diversa. Jamás se hace necesaria en la teoría del equilibrio y nunca se
encuentra implícita en sus supuestos. Es una comparación que por necesidad
está más allá del alcance de cualquier ciencia positiva. Afirmar que la
preferencia de A está por encima de la de B en un orden de importancia, es
completamente distinto de afirmar que A prefiere n a m, y que B prefiere n y
m en un orden diferente. Esto supone un elemento de valoración convencional.
De ahí que sea esencialmente normativo. No tiene lugar en la ciencia pura.
Las siguientes consideraciones debieran ser decisivas si todavía hubiera
duda. Supongamos que existen diversas opiniones acerca de las preferencias
que A tiene. Supongamos que yo creo que, a cierto precio, A prefiere n a m,
y que otro piensa que, a los mismos precios, prefiere m a n. En este caso es
muy fácil resolver la diferencia de un modo puramente científico,
preguntando a A que nos diga cuáles son sus preferencias, o, si consideramos
que la introspección de A no es posible, lo sometemos a prueba y observamos
su conducta. Cualquiera de los dos métodos nos dará una base para zanjar
nuestra diferencia de opinión.
Pero supongamos que nuestro desacuerdo estribe en la satisfacción que A
deriva de un ingreso de mil pesos y la satisfacción que obtiene B de un
ingreso doble. No podría obtenerse la solución interrogándolos porque quizá
tengan una opinión diversa. A podría decir que en el margen su satisfacción
es mayor que la de E. En tanto que E podría sostener, por el contrario, que
su satisfacción es mayor que la de A. No es necesario ser un empedernido
behaviorista para comprender que ésta no es una prueba científica. No existe
medio de comprobar la magnitud de la satisfacción de A comparada con la de
B. Si examinamos su circulación sanguínea, examinaríamos la sangre, no la
satisfacción. La introspección no permite a A conocer lo que acontece en la
mente de E ni a E lo que acontece en la de A. No existe, pues, medio de
comparar las satisfacciones de diversas personas.
Empero, suponemos constantemente en la vida diaria que se hace esa
comparación. Mas la prueba de su naturaleza convencional es la misma
diversidad de supuestos que hacemos en épocas diferentes y en lugares
diversos. En el mundo occidental suponemos, para ciertos propósitos, que el
hombre, en circunstancias semejantes, es capaz de obtener satisfacciones
iguales. Del mismo modo que para los propósitos de justicia. Suponemos, en
situaciones semejantes, una igualdad de responsabilidades entre sujetos
jurídicos, para los propósitos de las finanzas públicas también convenimos
en suponer, en circunstancias semejantes, igualdad de capacidades para gozar
de las satisfacciones derivadas de ingresos iguales entre sujetos
económicos. Pero aunque puede ser conveniente suponerlo así, no hay modo de
comprobar que el supuesto descanse en un hecho susceptible de ser
demostrado. También es cierto que si un representante de alguna otra
civilización nos asegura que estamos equivocados, que los miembros de su
casta (o de su raza) son capaces de experimentar una satisfacción diez veces
mayor con un ingreso determinado, que los miembros de una casta inferior (o
una raza "inferior"), no podríamos refutarlo. Podríamos mofarnos de él.
Podríamos indignarnos y decir que la valoración es odiosa, germen de guerra
civil, de infelicidad, de privilegios injustificados, etc., etc. Pero ni
podríamos demostrar objetivamente su error, ni que la razón estuviera de
nuestro lado. Y como no podemos considerar, desde el fondo de nuestro
corazón, que las satisfacciones derivadas por dos diferentes personas de
objetos semejantes sean igualmente valiosas, seria muy insensato seguir
pretendiendo que nuestro modo de ver las cosas es susceptible de una
justificación científica. Podemos justificarlo por razones de conveniencia
general, o apelando a patrones últimos obligatorios, pero no recurriendo a
la ciencia positiva.
En consecuencia, es ilegítima la extensión de la ley de la utilidad marginal
decreciente postulada por las proposiciones que estamos examinando. Los
razonamientos que en ella se apoyan carecen, pues, de fundamento científico.
El reconocimiento de esto significa, sin duda, reducir en forma importante
las pretensiones de mucho de lo que ahora tiene el carácter de
generalizaciones científicas en las discusiones corrientes de la economía
aplicada. La concepción de la utilidad relativa decreciente (la convexidad
hacia abajo de la curva de indiferencia) no justifica la conclusión de que
los traspasos del rico al pobre aumentan la satisfacción total. Tampoco
puede deducirse que un impuesto progresivo sobre la renta es menos gravoso
para el dividendo social que un impuesto de capitación indiscriminado. De
ahí que la parte de la teoría de las finanzas públicas que se refiere a la
"utilidad social" deba tener una significación diferente. No puede deducirse
de los supuestos positivos de la teoría pura, por muy importante que sea
como desarrollo de un postulado ético. Es, simplemente, el depósito
accidental de la asociación histórica de la economía inglesa con el
utilitarismo. Y tanto los postulados utilitarios de que se deriva como la
economía analítica con la que ha sido asociada serán más convincentes si
esto se reconoce con claridad.(4)
Pero supongamos que esto no sea así, que pudiéramos llegar a creer en el
carácter positivo de estos supuestos convencionales, en la conmensurabilidad
de experiencias diferentes, en la igualdad de capacidad para la
satisfacción, etc. Supongamos, además, que partiendo de esta base,
pudiéramos demostrar que ciertas políticas produjeron el efecto de aumentar
la "utilidad social". Aun en este caso, sería completamente ilegítimo
afirmar que semejante conclusión, por sí misma, justifica la conclusión de
que esas políticas deben seguir en vigor, pues se daría por solucionado el
problema de si el aumento de satisfacción en este sentido es o no
socialmente obligatorio.(5) Y no existe medio alguno para
decidir esta cuestión en el conjunto de generalizaciones, aun ampliada con
la inclusión de elementos de valoración convencional. Las proposiciones que
suponen un "debe" son de un plano enteramente diferente al de las que
encierran un "es". Pero más adelante volveremos sobre la cuestión.(6)
§ 3. La misma crítica puede hacerse, exactamente, a cualquier intento de
hacer que el criterio de equilibrio libre del sistema de precios sea, a la
vez, el criterio de "justificación económica". La teoría pura del equilibrio
nos permite entender cómo puede concebirse, dadas las valoraciones de los
diversos sujetos económicos y las características del ambiente legal y
técnico, un sistema de relaciones sin tendencias a la variación; nos permite
describir cuál distribución de recursos, de acuerdo con las valoraciones de
los individuos interesados, satisface más plenamente la demanda; pero por sí
misma no proporciona ninguna justificación ética. Demostrar que en ciertas
circunstancias se satisface la demanda más convenientemente que en
cualesquiera otras condiciones diversas no demuestra que ese conjunto de
condiciones sea conveniente. Alrededor de la teoría del equilibrio no existe
una penumbra de aprobación. El equilibrio es el equilibrio. Nada más.
Ahora bien, en la concepción del equilibrio es esencial que, conocidos sus
recursos iniciales, cada individuo pueda elegir libremente dentro de un
margen limitado solamente por el ambiente material y por el ejercicio de una
libertad similar de parte de los otros sujetos económicos. En equilibrio,
cada individuo es libre de moverse a cualquier punto dentro de sus líneas de
preferencia, aunque no lo hace porque, en las circunstancias descritas,
cualquier otro punto será menos preferido. Dadas ciertas normas de filosofía
política, esta concepción puede arrojar mucha luz sobre la clase de
instituciones sociales necesarias para alcanzarlas.(7)
Pero la libertad de elegir puede no ser considerada como un objetivo último.
La creación de un conjunto de condiciones que ofrezca la máxima libertad de
elección puede no ser muy conveniente, si se tienen en cuenta otros
propósitos sociales. Demostrar que, en ciertas condiciones, se alcanza un
máximo de libertad de esta clase no es demostrar que se debe tratar de
establecer esas condiciones.
Más aún, la posibilidad de formular propósitos en la fijación de precios
tropieza con ciertas limitaciones evidentes. Para lograr las condiciones
dentro de las cuales puedan surgir las tendencias equilibradoras, debe
existir un cierto aparato jurídico, que además de inmune al "regateo" sea
esencial para su ejecución ordenada.(8)
La inmunidad a una enfermedad infecciosa, esto es, la condición negativa de
la salud, no es un fin que pueda lograrse completamente por la acción
individual. Dentro de las condiciones urbanas, el individuo que desacate
ciertas exigencias sanitarias puede poner a los demás en peligro de una
epidemia. La garantía de fines de esta clase debe suponer, necesariamente,
el uso de factores de la producción en una forma no muy compatible con la
plena libertad para gastar los recursos de cada quien. Y es evidente que la
sociedad, actuando como un grupo de ciudadanos políticos, puede formular
fines que interfieran mucho más drásticamente la libertad de elección que
poseen los individuos que la integran. En el análisis económico no existe
ninguna justificación para considerar estos fines como buenos o malos. El
análisis económico sólo puede señalar las consecuencias que puedan tener los
diferentes fines que se elijan respecto de la disposición de los medios de
producción.
Por esta razón resulta muy equívoco el uso de los adjetivos "económico" y
"antieconómico" para describir ciertas actividades. El criterio de economía
que se desprende de nuestras definiciones originales no es otro que el de la
consecución de determinados fines con el menor número de medios. Por
consiguiente, resulta completamente inteligible decir que cierta política es
antieconómica si para lograr determinados fines usa más medios escasos de
los necesarios. Una vez que los fines mediante los cuales valorizamos
aquellos medios son conocidos para la disposición de los medios, los
términos "económico" y "antieconómico" pueden usarse inteligiblemente.
Pero no es inteligible usarlos respecto de los fines mismos. Como ya hemos
visto, no existen fines económicos.(9) Lo económico o
antieconómico sólo puede aplicarse a los medios para lograr determinados
fines. No podemos decir que la prosecución de determinados fines es
antieconómica porque los fines lo sean; lo único que podemos decir es que lo
es si se logran con un gasto innecesario de medios.
Así, pues, no es correcto decir que ir a la guerra es antieconómico si,
tomando en consideración todos los problemas y sacrificios que por fuerza
trae consigo, se decide que el resultado anticipado compensa el sacrificio.
Pero es legítimo decir que es antieconómico si para lograr el fin propuesto
el sacrificio es innecesariamente considerable.
Lo mismo puede decirse respecto de algunas medidas más específicamente
"económicas", para usar el término en su confuso sentido popular. Si
suponemos que los fines de la actividad pública consisten en asegurar las
condiciones dentro de las cuales las demandas individuales, tal como se
reflejan en el sistema de precios, se satisfacen tan plenamente como sea
posible dentro de ciertas condiciones, entonces es correcto decir que,
excepto en circunstancias muy especiales que, por lo general, no son
conocidas por quienes imponen semejantes medidas, un arancel protector del
trigo es antieconómico en el sentido de que dificulta la satisfacción de
este fin. Esto se desprende con claridad de un análisis puramente neutral.
Pero si el objeto que se persigue trasciende estos fines, si el arancel se
establece para conseguir un fin no formulado en los precios que ofrecen los
consumidores -la salvaguarda de los productos alimenticios frente al peligro
de guerra, por ejemplo-, no resulta correcto decir que es antieconómico sólo
porque se traduce en el empobrecimiento de los consumidores. En semejantes
circunstancias, la única justificación para considerarlo como antieconómico
sería una demostración de que se consigue este fin con un sacrificio
innecesario de medios.(10)
Veamos también el problema de la regulación del salario mínimo. Una
generalización bien conocida de la Economía teórica es la que afirma que un
salario superior al nivel de equilibrio acarrea necesariamente la
desocupación y la reducción del valor del capital. Esta es una de las
deducciones más elementales de la teoría del equilibrio económico, y la
historia de Inglaterra, desde la guerra, es una prolongada reivindicación de
su exactitud.(11) La creencia popular de que la validez
de estas deducciones "estáticas" se halla viciada por la probabilidad de los
"mejoramientos dinámicos" provocados por la presión de los salarios, depende
de que se pasa inadvertido el hecho de que éstos mismos "mejoramientos" son
una de las manifestaciones del despilfarro del capital.(12)
Pero una política semejante no puede calificarse necesariamente de
antieconómica. Si en la sociedad que la adopta se cree, en general, que la
ventaja de un salario superior al nivel de equilibrio compensa más que
suficientemente la desocupación y las desventajas que lleva implícitas, no
puede decirse que es antieconómica. Como particulares, podemos pensar que
semejante sistema de preferencias sacrifica incrementos tangibles de los
ingredientes de una felicidad real en aras de un falso fin o de una mera
reducción de la desigualdad. Podemos sospechar que los que acarician
semejantes preferencias tienen una imaginación muy escasa; pero en la
Economía científica nada hay que nos garantice la legitimidad de estos
juicios. La Economía es neutral por lo que se refiere a los fines; no puede
pronunciar una sola palabra acerca de la validez de los juicios finales de
valor.
§ 4. En los últimos años, algunos economistas, comprendiendo esta
incapacidad de la Economía, así concebida, para darnos una serie de
principios aplicables en la práctica, han sostenido que las fronteras
impuestas al objeto de nuestra ciencia deben ser ampliadas para incluir
dentro de ellas los estudios normativos. Hawtrey y J. A. Hobson, por
ejemplo, han sostenido que la Economía no sólo debiera tener en cuenta las
valoraciones y las normas éticas como datos conocidos en la forma explicada
más arriba, sino que debiera pronunciarse acerca de la validez final de
estas valoraciones y normas. Hawtrey dice que "la Economía no puede
disociarse de la Etica".(13)
Por desgracia, parece imposible asociar lógicamente los dos estudios si no
es por una mera yuxtaposición. La Economía opera con hechos susceptibles de
comprobación; la ética con valoraciones y obligaciones. Los dos campos de
investigación corresponden a planos diversos. Entre las generalizaciones de
los estudios positivos y las de los normativos existe un abismo lógico que
no puede disfrazarse ni salvarse por yuxtaposición en el espacio o en el
tiempo. La proposición de que el precio de la carne de puerco fluctúa de
acuerdo con las variaciones de la oferta y la demanda se desprende de una
concepción de la relación entre la carne de puerco y los impulsos humanos
que, en último análisis, es susceptible de comprobación por introspección u
observación. Podemos preguntar a varias personas si están dispuestas a
comprar carne de puerco y en qué cantidades a diferentes precios. O podemos
observar cómo se conducen con el dinero en la mano frente al estímulo de los
mercados de la carne de puerco.(14) Pero la afirmación de
que es equivocado que la carne de puerco deba ser valorizada, aunque ha
influido considerablemente en la conducta de diferentes razas, es una
afirmación que no podemos concebir como susceptible de verificarse de esta
manera. Las proposiciones que suponen los verbos "debe ser" son de
naturaleza diferente a las que suponen el verbo "ser". Es difícil, además,
percibir qué propósito se persigue al no conservarlas separadas, o al dejar
de reconocer su diferencia esencial.(15)
Esto no quiere decir que los economistas no puedan adoptar como postulados
juicios diversos de valor, inquirir cuál es el juicio sobre determinados
propósitos particulares para la acción. Por el contrario, corno veremos
después, la utilidad de la Economía consiste en que, gracias a ello, nos
damos cuenta de la significación y consistencia de las diferentes
valoraciones finales. La Economía aplicada consiste en proposiciones del
tipo de: "si quiere usted hacer esto, tiene que hacer aquello". "Si esto y
aquello debe considerarse como el bien final, entonces es claro que esto es
incompatible con aquello". Todo lo que supone la distinción que aquí estamos
subrayando es que la validez de los supuestos que se refieren al valor de lo
que existe o de lo que puede existir no es una cuestión de comprobación
científica, como lo es la validez de los que se refieren a la mera
existencia.
Tampoco quiere decir que estén vedadas a los economistas las cuestiones
éticas. El hecho de que se diga que la botánica no es la estética no
significa que los botánicos no deben opinar acerca del trazado de los
jardines. Por el contrario, es muy de desear que los economistas hayan
especulado mucho sobre estos asuntos, pues sólo así podrán apreciar las
consecuencias de determinados fines de los problemas que se les sometan.
Podemos no estar de acuerdo con J. S. Mill en que "es probable que un hombre
no sea un buen economista si no es más que eso"; pero, por lo menos, debemos
convenir que esa persona no sería tan útil como podría serlo de otra manera.
Nuestros axiomas metodológicos no prohíben dedicarse a otras cuestiones.
Todo lo que se discute es que no existe conexión lógica entre los dos tipos
de generalización y que no se gana nada invocando las demostraciones de uno
para reforzar las conclusiones del otro.
Independientemente de todas estas cuestiones de metodología, hay una
justificación muy práctica de semejante procedimiento. Del ardor de la lucha
política pueden surgir diferencias de opinión como resultado de diferencias
acerca de los fines o acerca de los medios para lograrlos. Ahora bien,
respecto de la primera diferencia, ni la Economía ni ciencia alguna pueden
ofrecer solución. Si estamos en desacuerdo acerca de los fines, se trata de
un caso irreductible, de tú o yo, o de vivir y dejar vivir, según la
importancia de la diferencia o de la fuerza relativa de nuestros oponentes;
pero si estamos en desacuerdo acerca de los medios, el análisis científico
puede ayudarnos con frecuencia a resolver nuestras diferencias. Si estamos
en desacuerdo acerca de la moralidad del préstamo con interés (y entendemos
lo que discutimos) (16) entonces no hay posibilidad de
entendimiento; mas si estamos en desacuerdo acerca de las consecuencias
objetivas de las fluctuaciones del tipo de interés, entonces el análisis
económico puede permitirnos arreglar nuestra disputa. Si designáramos a
Hawtrey secretario de un comité integrado por Bentham, Buda, Lenin y el
director de la United States Steel Corporation, creado para decidir acerca
de la ética de la usura, sería muy poco probable que nuestro secretario
pudiera redactar un documento que aprobaran todos ellos; pero si organizamos
el mismo comité para determinar los resultados objetivos de la regulación
estatal del tipo de descuento, quizá no sea necesario un gran esfuerzo de
inteligencia para lograr la unanimidad o por lo menos, la mayoría, quizá con
el disentimiento de Lenin. Desde luego, para obtener un acuerdo, hasta donde
se pueda en un mundo en el que son comunes las diferencias de criterio
susceptibles de evitarse, vale la pena separar con cuidado los campos de
investigación en que ese acuerdo es posible de aquellos en que no es de
esperarse;(17) esto es, separar el área neutral de la
ciencia del campo más discutible de la filosofía moral y política.
§ 5. Pero ¿ cuál es, entonces, la significación de la Ciencia Económica? Ya
hemos visto que, dentro de su propia estructura de generalizaciones, no
ofrece normas de carácter práctico. Es incapaz de decidir la cuestión de la
conveniencia frente a fines diferentes. Nuestra ciencia es por esencia
distinta a la Ética. ¿En qué consiste, entonces, su indiscutible
significación?
Consiste, precisamente, en que cuando nos hallamos en la necesidad de
elegir, nos permite hacerlo con pleno conocimiento de las consecuencias de
lo que estamos escogiendo. Frente al problema de decidir entre esto y
aquello, la Economía no puede ayudamos a tomar nuestra última decisión. No
puede relevarnos de la obligación de escoger. Y no sólo la Economía: ninguna
ciencia puede decidir el problema final de la preferencia. Mas, para ser
racionales del todo, tenemos que saber qué es lo que preferimos. Debemos
conocer las consecuencias de las distintas soluciones, pues la racionalidad
de la elección consiste, ni más ni menos, en elegir con un pleno
conocimiento de las soluciones rechazadas. Y aquí es, justamente, donde la
Economía adquiere su significación práctica: gracias a ella podemos ver con
claridad las consecuencias de los diferentes fines entre los que podemos
elegir. La Economía nos permite ejercer nuestra voluntad con conocimiento de
qué es lo que queremos. Gracias a ella podemos elegir un sistema de fines
congruentes entre sí.(18)
Uno o dos ejemplos nos servirán para ver esto con mucha claridad. Examinemos
primero un caso en que se diluciden los resultados de un acto de elección.
Para ello podemos volver al ejemplo que ya hemos considerado: el de
implantar un arancel protector. Ya hemos visto que la Economía científica no
nos autoriza a calificar semejante política de buena o mala. Hemos dicho que
si la adoptamos con pleno conocimiento de los sacrificios que supone, no hay
razón para llamarla antieconómica. La elección deliberada de un grupo de
ciudadanos que actúen colectivamente para frustrar, en aras de propósitos
como el de la defensa, la conservación del campo, sus diversas elecciones
como consumidores, etc., no puede ser calificada de antieconómica o
irracional si se hace con pleno conocimiento de causa. Sin embargo, no será
así, a menos que el grupo de ciudadanos en cuestión tenga plena conciencia
de las consecuencias objetivas del paso que está dando. Y en una gran
sociedad moderna sólo pueden tener ese conocimiento gracias al intrincado
análisis económico. Pero si se plantea la conveniencia, digamos, de fomentar
la agricultura, la gran mayoría, aun de las personas cultas, sólo piensa en
los efectos que tendrá semejante medida en la actividad que trata de
fomentarse. Y considera que dichas medidas quizá se traduzcan en un
beneficio para la industria. De ahí concluyen que las medidas son buenas;
pero como todo estudiante de primer año sabe, apenas aquí empieza el
problema. Para juzgar de otras repercusiones del arancel, se requiere el
auxilio de una técnica analítica. Esta es la explicación de por qué en los
países en que el conocimiento de la Ciencia Económica no es muy amplio
existe una tendencia constante a aprobar aranceles cada vez más protectores.
La utilidad de semejante análisis no debe considerarse limitada a las
decisiones de carácter aislado como la de implantar un arancel único. Nos
permite apreciar sistemas más complicados: ver qué conjuntos de fines son
compatibles entre sí y cuáles no, y de qué condiciones depende esa
compatibilidad. Y aquí es, justamente, donde se da uno cuenta de que, si se
quiere que la política sea racional, aquella técnica es del todo
indispensable. Es posible desear racionalmente la consecución de objetivos
sociales determinados supeditando las valoraciones individuales sin la ayuda
del análisis. Ejemplo de ello es la creación de un subsidio para asegurar el
aprovisionamiento de los artículos alimenticios esenciales. Casi es
imposible concebir la ejecución de una política más elaborada sin la ayuda
de semejante instrumento.(19)
Tomemos un ejemplo de la política monetaria. De acuerdo con una deducción
ineludible de los principios fundamentales de la teoría monetaria, no es
posible estabilizar los precios y los cambios al mismo tiempo en un mundo
cuyas condiciones se modifican con un ritmo diverso en las diferentes áreas
monetarias de que se compone.(20) Los dos fines -en este
caso los "fines" se hallan subordinados en absoluto a otras normas más
importantes de la política- son lógicamente incompatibles. Se puede tratar
de conseguir uno u otro (es inexacto que la estabilidad de precios sea
permanentemente asequible o sea un medio de llegar al equilibrio general).
Pero no se puede intentar racionalmente conseguir los dos; intentarlo es ir
al fracaso. Estas conclusiones son muy bien conocidas de todos los
economistas. Y, no obstante, sin el aparato analítico ¡qué pocos son los que
perciben la incompatibilidad de los fines por alcanzar!
Y aun este es un ejemplo de alcance muy limitado. Sin el análisis económico
es imposible elegir racionalmente entre sistemas diversos de organización
social. Ya hemos visto que si consideramos como un mal en si mismo a una
comunidad que tolera la desigualdad de ingresos, en tanto que a otra,
igualitaria, la consideramos como un fin que debe perseguirse de preferencia
a todos los demás, es ilegítimo considerar semejante preferencia como
antieconómica, aunque no es posible considerarla como racional si no se
formula con un pleno conocimiento de la naturaleza del sacrificio que ella
supone. Sin embargo, esto no puede hacerse a menos que se conozca no sólo la
naturaleza esencial del mecanismo capitalista, sino también las condiciones
necesarias y las limitaciones a que quedaría sujeta una sociedad como la
propuesta para sustituirla. No es racional proponerse un fin si no se es
consciente del sacrificio que supone su consecución. Y en esta suprema
elección de variantes sólo un conocimiento cabal de las deducciones del
análisis económico moderno puede conferir la capacidad de juzgar
racionalmente.
Pero, si esto es así ¿que necesidad hay de reclamar para la Ciencia
Económica un campo de acción más amplio? ¿Acaso el estigma de nuestro tiempo
es otro que el de no entender lo que hacemos? La mayor parte de nuestras
dificultades provienen, no de un desacuerdo respecto a los fines que nos
proponemos, sino justamente de que pretendemos realizar algunos de ellos que
son incompatibles entre sí sin darnos cuenta de su incompatibilidad. Tal vez
en la sociedad contemporánea existan diferencias respecto a determinados
fines fundamentales que den origen a conflictos inevitables; pero es
indiscutible que muchas de las más graves dificultades son resultado, no de
esos conflictos, sino de que nuestros propósitos no están coordinados. Como
consumidores aspiramos a la baratura; como productores preferimos la
seguridad. Valorizamos la distribución de los factores de la producción como
particulares que gastamos y ahorramos. Como hombres públicos autorizamos una
serie de medidas que frustran esa distribución. Reclamamos dinero barato y
precios más bajos, menos importaciones y un mayor volumen de comercio.(21)
Las diferentes organizaciones dentro de una sola sociedad, aunque integradas
por los mismos individuos, constituyen preferencias distintas. Nuestras
dificultades surgen por doquier, no tanto como resultado de divisiones entre
los miembros de la organización política que constituyen, cuanto como,
digámoslo así, de una doble personalidad de cada uno de ellos.(22)
Para semejante situación la Economía ofrece la solución del conocimiento.
Gracias a ella podemos concebir las más remotas consecuencias de las varias
posibilidades de la política. Pero no nos permite -ni puede permitirnos-
eludir la necesidad de elegir, aunque, eso sí, nos da la posibilidad de
armonizar nuestras elecciones. La Ciencia Económica no puede suprimir las
últimas barreras con que tropieza la actividad humana. Lo que nos permite es
obrar coherentemente dentro de esas fronteras. En el mundo moderno, con sus
infinitas interconexiones y relaciones, nos permite afinar nuestras
facultades de percepción. La Economía nos procura una técnica para la acción
racional.
Esto es, pues, un nuevo sentido en el que verdaderamente puede decirse que
la Economía adopta un aspecto racional en la sociedad humana. La Economía no
sostiene, como se ha dicho muy a menudo, que la acción es necesariamente
racional en el sentido de que los fines propuestos no son mutuamente
inconsistentes. Nada hay en sus generalizaciones que suponga por necesidad
una consciente deliberación de la valoración final. No descansa en el
supuesto de que los individuos actúan siempre racionalmente, aunque depende,
por lo que se refiere a su razón de ser práctica, del supuesto de que es
conveniente que así sea. Afirma que, dentro de los límites de la necesidad,
es recomendable elegir fines que puedan lograrse armónicamente.
Así, pues, en último análisis, la significación de la Economía, sino su
propia existencia, depende de una valoración final: de la afirmación de que
es conveniente la racionalidad y la capacidad para elegir con conocimiento.
Si la irracionalidad, la capitulación ante las fuerzas ciegas de los
estímulos externos y de los impulsos desordenados, es un bien que debe
preferirse a otros, la verdadera razón de ser de la Economía desaparece. Y
la tragedia de nuestra generación, ensangrentada por una lucha fratricida y
traicionada hasta lo increíble por quienes debieran haber sido sus
directores intelectuales, es que hayan surgido algunos que sostengan esta
última negación, esta escapatoria de la dramática necesidad de elegir que ha
llegado a ser consciente. Para semejantes personas no puede haber argumento
válido. La rebelión contra la razón es, esencialmente, una rebelión contra
la vida misma. Pero para todos aquellos que todavía creen en valores más
positivos, esa rama del conocimiento que, sobre todas las demás, es el
símbolo y la salvaguarda de la racionalidad, en la organización social, debe
tener, en los trágicos días por venir, en razón misma de esta amenaza de lo
que representa, una significación peculiar más elevada.
10. Ver mi estudio "The Case of Agriculture", en Tariffs:The Case Examined
(editado por sir William Beveridge).
1. Ver, por ejemplo, EDGEWORTH, "The Pure Theory of Taxation", Papers,
Relating to Polítical Economy, II, 63.
2. Ver "Economics and Socialism", The Economic Outlook, 59-62.
3. Tantas han sido las equivocaciones derivadas de un imperfecto
conocimiento de esta generalización, que el doctor Hicks ha sugerido que se
descarte su actual nombre y se adopte, en su lugar, el de ley de la tasa
creciente de sustitución. Personalmente prefiero la terminología
establecida, pero es claro que tiene bastantes ventajas esta sugestión.
4. Ver DAVENPORT, Value and Distribution, 301 y 571; BENHAM, "Economic
Welfare" (Economica, junio de 1930, 173-187); M. S. BRAUN, Theorie der
Staatlichen Wirtschaftspolitik, 41-44. Aun el profesor Irving Fisher,
deseoso de justificar su método estadístico para la medición de la utilidad
marginal", nos dice -no pudiendo encontrar mejor disculpa- que la "duda
filosófica es buena y recomendable, pero que los problemas de la vida no
pueden ni deben esperar" (Economics Essays in Honour of John Bates Clark,
180). No creo que el problema de la medición de la utilidad marginal entre
individuos sea un problema particularmente urgente. De cualquier modo, el
hecho es que el profesor Fisher sólo resuelve su problema haciendo un
supuesto convencional. La pretensión de que los supuestos convencionales
tienen una justificación científica no parece ayudar en nada, sin embargo, a
resolver los problemas prácticos. El hecho de que se diga que yo soy
igualmente capaz de experimentar satisfacción que mi vecino, no me convierte
en un demócrata más dócil; por el contrario, me inflama de indignación. No
obstante, estoy plenamente dispuesto a aceptar la declaración de que es
conveniente suponer que así es. También estoy completamente dispuesto a
aceptar el razonamiento -y creo que mucho más resueltamente que los
creyentes en mitos raciales o proletarios- de que en las condiciones
modernas la sociedad que procede de acuerdo con otro supuesto padece de una
inestabilidad inherente. Pero ya han pasado los días en que la democracia
podría haber sido aceptable por la pretensión de que los juicios de valor
son juicios sobre hechos científicos. Temo que esta misma crítica sea válida
para el muy ingenioso Methods for Measuring Marginal Utility del profesor
Ragnar FRISCH.
5. En la medida en que el hedonismo psicológico va más allá del individuo,
puede tener implícito un supuesto no científico, sin que sea, en sí mismo,
una justificación necesaria del hedonismo ético.
6. Ver más adelante, § 4.
7. Ver dos trabajos muy importantes del profesor PLANT: "Coordination and
Competition in Transport" (Journal of the Institute of Transport, XIII,
127-136), y "Trends in Business Administration" (Economica, nº 35, 45-62).
8. Respecto al lugar que corresponde al marco jurídico de la actividad
económica, o la "organización" de la Economía, como lo llama el doctor
STRIGL, ver su obra antes citada, que es muy ilustrativa, 85-121.
9. Ver capítulo n, § § 2, 3.
11. HICKS, The Theory of Wages, IX, X. Sobre la historia de la post-guerra,
ver "Wages, Prices and Unemployment" por el doctor BENHAM (Economist, junio
20, 1931).
12. Es curioso que esto no se haya comprendido con más amplitud, pues
normalmente los más entusiastas exponentes de este punto de vista son los
que también denuncian con más vigor la racionalización como "causa" de la
desocupación. La necesidad de convertir el capital a sus formas
remuneradoras al nivel más alto de salarios, es la responsable,
naturalmente, de la reducción del capital social y de la creación de una
estructura industrial incapaz de proporcionar ocupación a toda la población
trabajadora. No existe razón alguna para esperar una desocupación permanente
como resultado de la racionalización no provocada por los salarios
superiores al nivel de equilibrio.
13. Ver HAWTREY, The Economic Problem, especialmente 184 y 203-215, y HOBSON,
Wealth and Life, 112-140. Yo, por mi parte, he examinado las afirmaciones de
Hawtrey con algún detalle en un artículo titulado "Mr. Hawtrey on the Scope
of Economics" (Economica, nº 20, 172-178). Pero en ese artículo hice ciertas
afirmaciones con relación a las pretensiones de la "economía del bienestar"
que deseo formular ahora de modo un poco diferente. Por otra parte, en aquel
tiempo no había comprendido la naturaleza de la idea de precisión en las
generalizaciones económicas, y mi razonamiento encerraba una concesión
completamente innecesaria para los críticos de la Economía. Sin embargo,
respecto del punto fundamental a discusión, no tengo nada de qué
retractarme, y en lo que sigue incluyo una o dos frases de los últimos
párrafos de dicho artículo.
14. Me parece que sobre todas estas cuestiones las aclaraciones de Max Weber
son completamente definitivas. Es más, confieso que soy completamente
incapaz de entender cómo podría ponerse en duda esta parte de la metodología
de Max Weber. (Ver "Der Sinn der 'Wertfreiheit' der Soziologischen und
Okonomischen Wissenschaften", Gesammelte Aufsätze zur Wissenschaftslehre,
451-502.)
15. J. A. Hobson, comentando un pasaje de la crítica que hice a Hawtrey,
formulada en términos muy similares, protesta porque "esto es rehusarse a
reconocer cualquier modus vivendi empírico o cualquier contacto entre los
valores económicos y humanos" (H0BSON, ob. cit., 129). Pero ¿por qué es
Hobson precisamente, entre todos, el único que había de quejarse? Lo único
que mi procedimiento pretende es suprimir en la Economía -y el mismo Hobson
nunca ha dejado de proclamarlo como una intrusión ilegítima- toda presunción
"económica" acerca de que las valoraciones del mercado son éticamente
respetables. No puedo dejar de pensar que la mayoría de las críticas que
Hobson endereza al método de la Ciencia Económica caerían por tierra si se
adoptara explícitamente el punto de vista señalado más arriba acerca del
alcance del objeto de nuestro estudio.
16. Ver más abajo § 5.
17. Esta ha sido, de hecho, la práctica de los economistas de la tradición
"ortodoxa" desde que nació la economía científica. Ver, por ejemplo,
CANTILLÓN, Essai sur la Nature du Commerce (Ed. Higgs, 85) (Ensayo sobre la
Naturaleza del Comercio en General, México, Fondo de Cultura Económica,
1950). "También queda fuera del objeto de mi trabajo la cuestión de
determinar si es mejor disponer de un gran número de habitantes pobres o mal
provistos, que de un número más reducido que vivan cómodamente." Ver también
RICARDO, Notes on Malthus, 188: "Say ha dicho muy bien que no corresponde al
economista político aconsejar; ha de decirnos cómo enriquecemos, pero no
debe aconsejarnos que prefiramos la riqueza a la indolencia o ésta a
aquélla." Por supuesto que entre los economistas que tienen un prejuicio
hedonístico se han confundido a veces las dos clases de proposiciones,
aunque a nadie le ha ocurrido en la medida que comúnmente se afirma. La
mayor parte de las afirmaciones de quienes padecen de aquel prejuicio se
deben a la resistencia para aceptar los hechos que el análisis económico
pone en claro. La proposición de que los salarios reales superiores al nivel
de equilibrio provocan la desocupación es una deducción perfectamente
neutral de una de las más elementales proposiciones de la teoría económica.
Sin embargo, es difícil mencionarla en algunos círculos sin ser acusado, si
no de tener un diabólico interés, sí de un arraigado prejuicio contra el
pobre y el desgraciado. Del mismo modo, hoy día es difícil enunciar la
perogrullada de que un arancel general sobre las importaciones afecta la
demanda extranjera de nuestras exportaciones sin ser acusado de traidor a la
patria.
18. Quizá convenga subrayar que la consistencia que es posible es una
consistencia de la consecución, no de los fines. La consecución de un fin
puede ser inconsistente con la de otro, ya sea en el plano de valorización o
en el plano de la posibilidad objetiva. Así, pues, puede decirse que se es
inconsistente éticamente si se sirve a dos amos al mismo tiempo. Intentar
servir a uno de ellos al mismo tiempo en diferentes lugares, es
inconsistente objetivamente. La Economía científica debiera hacer todo lo
posible para eliminar de la esfera de la política social este último tipo de
inconsistencia.
19. Esto bastaría para responder a los que constantemente plantean el
problema de que "la vida es demasiado compleja para ser juzgada por el
análisis económico". Precisamente porque la vida social es tan complicada,
es indispensable que el análisis económico nos capacite para entender, por
lo menos, una parte de ella. Generalmente, aquellos que más hablan de la
complejidad de la vida y de que la conducta humana no es susceptible de
ningún análisis lógico, son quienes demuestran poseer la dotación
intelectual y emocional más simplista. Quien haya percibido realmente lo
irracional de los impulsos humanos, no "temerá" que lo mate la lógica.
20. Ver KEYNES, A Tract on Monatary Reform, 154-155. Ver también el
interesante trabajo de D. H. ROBERTSON, "How do we Want Gold to Behave?",
reimpreso en The International Gold Problem, 18-46.
21. Ver M. S. BRAUN, Theorie der Staatlichen Wirtschaftspolitik, 5.
22. Dentro de este orden de cosas, el análisis económico revela otros muchos
ejemplos de un fenómeno hacia el cual se ha venido enfocando frecuentemente
la atención en las recientes discusiones sobre la teoría de la soberanía.
Ver FIGGIS, Churches in the Modern State; MAITLAND, Introduction to Gierke's
Political Theories of the Middle Ages; LASKI, The Problem of Sovereignty y
Authority in the Modern State.