Pierre Joseph Proudhon, 1809-1865
Capitulo V
EXPOSICIÓN PSICOLÓGICA DE LA IDEA DE LO JUSTO E INJUSTO Y DE
TERMINACIÓN DEL PRINCIPIO DE LA AUTORIDAD Y DEL DERECHO
La determinación de la verdadera forma de la sociedad humana exige la previa
solución de la cuestión siguiente: No siendo la propiedad nuestra condición
natural, ¿cómo ha llegado a establecerse? ¿Cómo el instinto de sociedad, tan
seguro entre los animales, se ha extraviado en el hombre? ¿Cómo habiendo nacido
el hombre para la sociedad no está todavía asociado?
He afirmado que el hombre está asociado de modo compuesto, y aun cuando esta expresión no sea del todo exacta, cierto el hecho que con ella quiero no por ello será menos significar, a saber: la mutua dependencia y relación de los talentos y de las capacidades. Mas ¿quién no ve que esos talentos y esas capacidades son a su vez, por su infinita variedad, causas de una variedad infinita en las voluntades; que su influjo altera inevitablemente el carácter, las inclinaciones y la forma del yo, por decirlo así, de tal suerte que en la esfera de la libertad, lo mismo que en el orden de la inteligencia, existen tantos tipos como individuos, cuyas aficiones, caracteres, ideas, modificadas por opuestos conceptos, son forzosamente irreductibles?
En las sociedades de animales, todos los individuos hacen exactamente las mismas cosas. Diríase que un mismo genio les dirige, que una misma voluntad les anima. Una sociedad de bestias es una agrupación de átomos redondos, cúbicos o triangulares, pero siempre perfectamente idénticos; su personalidad es uniforme; parece como que un solo yo impulsa a todos ellos. Los trabajos que realizan los animales, bien aislados, bien en sociedad, reproducen rasgo por rasgo su carácter. Así como un enjambre de abejas se compone de unidades abejas de la misma naturaleza e igual valor, así el panal se forma de la unidad alvéolo, constante e invariablemente repetida.
Pero la inteligencia del hombre, formada para atender a la vez al destino social y a las necesidades individuales, es de diferente factura, y a esto se debe que la voluntad humana sea infinitamente varia. En la abeja, la voluntad es constante y uniforme, porque el instinto que la guía es inflexible y ese instinto único constituye la vida, la felicidad y todo el ser del animal. En el hombre, el talento varía, la razón es indecisa y, por tanto, la voluntad múltiple e indeterminada. Busca la sociedad, pero rehuye la violencia y la monotonía; gusta de la imitación, pero no abdica de sus ideas y siente afán por sus propias obras.
Si como la abeja, tuviera todo hombre al nacer un talento igual, conocimientos especiales perfectos de las funciones que debía realizar, y estuviese privado de la facultad de reflexionar y de razonar, la sociedad se organizaría por sí misma. Veríase a un hombre labrar el campo, a otro construir casa, a este forjar metales, a aquel confeccionar vestidos y a algunos almacenar los productos y dirigir su distribución. Cada cual, sin indagar la razón de su trabajo, sin preocuparse de si hacía más o menos del debido, aportaría su producto, recibiría su salario, descansaría las horas necesarias, todo ello sin envidias a nadie, sin proferir queja alguna contra el repartidor, que, por su parte, no cometería jamás una injusticia. Los reyes gobernarían y no reinarían, porque reinar es ser propietario en gran escala, como decía Bonaparte; y no teniendo nada que mandar, puesto que cada uno estaría en su puesto, servirían más bien de centros unitarios que de autoridades. Habría en tal caso una comunidad, pero no una sociedad libremente aceptada.
Pero el hombre no es hábil sino por la observación y la experiencia. Por consiguiente, el hombre reflexiona, puesto que observar y experimentar es reflexionar; razona, porque no puede dejar de razonar. Pero al reflexionar es víctima muchas veces de la ilusión, y al razonar suele equivocarse, y creyendo tener razón se obstina en su error, se aferra a su criterio y rechaza el de los demás. Entonces se aísla, porque no podría someterse a la mayoría sino sacrificando su voluntad y su razón, es decir, negándose a sí mismo, lo cual es imposible. Y este aislamiento, este egoísmo racional, este individualismo de opinión subsisten en el hombre mientras la observación y la experiencia no le demuestran la verdad y rectifican el error.
Un ejemplo aclarará mejor todos estos hechos. Si al instinto ciego, pero convergente y armónico, de un enjambre de abejas se uniesen de repente la reflexión y el razonamiento, la pequeña sociedad no podría subsistir. Las abejas ensayarían enseguida algún nuevo procedimiento industrial para construir, por ejemplo, las celdas del panal redondas o cuadradas en sustitución de su antigua forma hexagonal. Sucederíanse los sistemas y los inventos hasta que una larga práctica, auxiliada por la geometría, les demostrase que la figura hexagonal primitiva es la más ventajosa. Además, no faltarían insurrecciones. Se obligaría a los zánganos a procurarse su sustento y a las reinas a trabajar; se despertaría la envidia entre las obreras; no faltarían discordias continuas; cada cual querría producir por su propia cuenta y, finalmente, el panal sería abandonado y las abejas perecerían. El mal se introduciría en esa república por lo mismo que debiera hacerla feliz, por el razonamiento y la razón.
Así, el mal moral, o sea, en la cuestión que tratamos, el desorden de la sociedad se explica naturalmente por nuestra facultad de reflexión. El pauperismo, los crímenes, las revoluciones, las guerras han tenido por madre la desigualdad de condiciones, que es hija de la propiedad, la cual nació del egoísmo, fue engendrada por el interés privado y desciende en línea recta de la autocracia de la razón. El hombre no empezó siendo criminal, ni salvaje, sino cándido, ignorante, inexperto. Dotado de instintos impetuosos, aunque templados por la razón, reflexionó poco y razonó mal en un principio. Después, a fuerza de observar sus errores, rectificó sus ideas y perfeccionó su razón. Es, en primer término, el salvaje que todo lo sacrifica por una bagatela y después se arrepiente y llora. Es Esaú cediendo su derecho de primogenitura por un plato de lentejas, y luego deseoso de anular la venta. Es el obrero civilizado, trabajando a título precario y pidiendo constantemente un aumento de salario, sin comprender, ni él ni su patrono, que fuera de la igualdad el salario, por grande que sea, siempre es insuficiente. Después es Valot, muriendo por defender su hacienda; Catón, desgarrando sus entrañas para no ser ¡esclavo; Sócrates, defendiendo la libertad del pensamiento hasta el momento de apurar la copa fatal; es el tercer estado de 1789, reivindicando la libertad; será muy pronto el pueblo reclamando la igualdad en los medios de producción y en los salarios.
El hombre es sociable por naturaleza, busca en todas sus relaciones la igualdad y la justicia; pero ama también la independencia y el elogio. La dificultad de satisfacer a un mismo tiempo estas diversas necesidades, es la primera causa del despotismo de la voluntad y de la apropiación, que es su consecuencia. Por otra parte, el hombre tiene constantemente precisión de cambiar sus productos. Incapaz de justipreciar los valores de las diferentes mercancías, se contenta con fijarlos por aproximación, según su pasión y su capricho, y se entrega a un comercio traidor,. cuyo resultado es siempre la opulencia y la miseria. Los mayores males de la humanidad provienen, pues, del mal ejercicio de la sociabilidad del hombre, de esa misma justicia de que tanto se enorgullece y aplica con tan lamentable ignorancia. La práctica de lo justo es una ciencia cuyo conocimiento acabará pronto o tarde con el desorden social, poniendo en evidencia cuáles son nuestros derechos y nuestros deberes. Esta educación progresiva y dolorosa de nuestro instinto, la lenta e insensible transformación de nuestras percepciones espontáneas en conocimientos reflejos no se observa entre los animales, cuyo instinto permanece siempre igual y nunca se esclarece.
Según Federico Cuvier que tan sabiamente ha sabido distinguir el instinto de la inteligencia, el «instinto es una fuerza primitiva y propia, como la sensibilidad, la irritabilidad o la inteligencia. El lobo y el zorro, que advierten las lazos que se les preparan y los rehuyen; el perro y el caballo, que conocen la significación de muchas palabras nuestras y nos obedecen, hacen esto por inteligencia. El perro, que oculta los restos de su comida; la abeja, que construye su celda; el pájaro, que teje su nido, sólo obran por instinto. Hay instinto hasta en el hombre; sólo por instinto mama el recién nacido. Pero en el hombre casi todo se hace por inteligencia, y la inteligencia suple en él al instinto. Lo contrario ocurre a los animales; tienen el instinto para suplir su falta de inteligencia». (Flourens, Resumen analítico de las observaciones de F. Cuvier.)
«No es posible dar una idea clara del instinto, sino admitiendo que los animales tienen en su sensorium imágenes o sensaciones innatas y constantes que les mueven a obrar del mismo modo que las sensaciones ordinarias y accidentales. Es una especie de alucinación o de visión que les persigue siempre; y en todo lo que hace relación a su instinto se les puede considerar como sonámbulos.» (F. Cuvier, Introducción al reino animal.)
Siendo, pues, comunes al hombre y a los animales la inteligencia y el instinto, aunque en grados diversos, ¿qué es lo que distingue a aquél? Según F. Cuvier, la reflexión, o sea, la facultad de considerar intelectualmente, volviendo sobre nosotros mismos, nuestras propias modificaciones.
Conviene explicar esto con mayor claridad. Si se concede que los animales tienen inteligencia, será preciso concederles también la reflexión en un grado cualquiera; porque la primera no existe sin la segunda, y Cuvier mismo lo ha demostrado en un sinnúmero de ejemplos. Pero recordemos que el ilustre observador definió la especie de reflexión que nos distingue de los animales como facultad de apreciar nuestras propias modificaciones. Esto es lo que procuraré dar a entender, supliendo de buen grado el laconismo del filósofo naturalista.
La inteligencia de los animales jamás les hace alterar las operaciones que realizan por instinto. Solamente la emplean con objeto de proveer a los accidentes imprevistos que puedan dificultar esas operaciones. En el hombre, por el contrario, la acción instintiva se transforma continuamente en acción refleja. Así, el hombre es sociable por instinto, y cada día lo es más y más por razonamiento y por voluntad. Inventó en su origen la palabra instintivamente y fue poeta por inspiración. Hoy hace de la gramática una ciencia y de la poesía un arte. Cree en Dios y en la vida futura por una noción espontánea, que yo me atrevo a llamar instintiva; y esta noción ha sido siempre expresada por él bajo formas monstruosas, extravagantes, elevadas, consoladoras o terribles. Todos estos cultos diversos, de los que se ha burlado con frívola impiedad el siglo XVIII, son la expresión del sentimiento religioso. El hombre se explicará algún día qué es ese Dios a quien busca su pensamiento y qué es lo que puede esperar en ese otro mundo al que aspira su alma.
No hace el hombre caso alguno, antes bien, lo desprecia, de todo cuanto realiza por instinto. Si lo admira alguna vez, lo hace, no como cosa suya, sino como obra de la Naturaleza. De ahí el misterio que oculta los nombres de los primeros inventores, de ahí nuestra indiferencia por la religión y el ridículo en que han caído sus prácticas. El hombre sólo aprecia los productos de la reflexión y el raciocinio. Las obras admirables del instinto no son, a sus ojos, más que felices hallazgos; en cambio, califica de descubrimientos y creaciones a las obras de la inteligencia. El instinto es la causa de las pasiones y del entusiasmo; la inteligencia hace el crimen y la virtud.
Para desarrollar su inteligencia, el hombre utiliza no sólo sus propias observaciones, sino también las de los demás; acumula las experiencias, conserva memoria de las mismas; de modo que el progreso de la inteligencia existe en las personas y en la especie. Entre los animales no se da ninguna transmisión de conocimientos; los recuerdos de cada individuo mueren con él.
No bastaría decir, por tanto, que lo que nos distingue de los animales es la reflexión, si no entendiésemos por ésta la tendencia constante de nuestro instinto a convertirse en inteligencia. Mientras el hombre está sometido al instinto no tiene la menor conciencia de sus actos; no se equivocaría nunca, ni existiría para él el error, ni el mal, ni el desorden, si, como los animales, fuera el instinto el único móvil de sus acciones. Pero el Creador nos ha dotado de reflexión a fin de que nuestro instinto se convierta en inteligencia, y como esta reflexión y el conocimiento que de ella resulta tienen varios grados, ocurre que en su origen nuestro instinto es contrariado más bien que guiado por la reflexión, y, por consiguiente, nuestra facultad de pensar nos hace obrar en oposición a nuestra naturaleza y a nuestro fin. Al equivocarnos realizamos un mal y somos nuestras propias víctimas, hasta que el instinto que nos conduce al bien y la reflexión que nos hace caer en el mal son reemplazadas por la ciencia del bien y del mal, que nos permite con certeza buscar el uno y evitar el otro.
Así el mal, es decir, el error y sus consecuencias, es el primer hijo de la unión de dos facultades antagónicas, el instinto y la reflexión, y el bien o la verdad debe ser su segundo e inevitable fruto. Sosteniendo el símil, puede decirse que el mal es producto de un incesto entre dos potencias contrarias, y el bien es el hijo legítimo de su santa y misteriosa unión.
La propiedad, nacida de la facultad de razonar, se fortifica por las comparaciones. Pero así como la reflexión y el razonamiento son posteriores a la espontaneidad, la observación a la sensación y la experiencia al instinto, la propiedad es posterior a la comunidad. La comunidad, o asociación simple, es el fin necesario, el primer grado de la sociabilidad, el movimiento espontáneo por el cual se manifiesta. Para el hombre es, pues, la primera fase de civilización. En este estado de sociedad, que los jurisconsultos han llamado comunidad negativa, el hombre se acerca al hombre, parte con él los frutos de la tierra, la leche y la carne de los animales. Poco a poco esta comunidad, de negativa que es, en cuanto el hombre nada produce, tiende a convertirse en positiva, adaptándose al desarrollo del trabajo y de la industria. Entonces es cuando la autonomía del pensamiento y la temible facultad de razonar sobre lo mejor y lo peor enseñan al hombre que si la igualdad es la condición necesaria de la sociedad, la comunidad es la primera clase de servidumbre.