Pierre Joseph Proudhon, 1809-1865
Capitulo V
EXPOSICIÓN PSICOLÓGICA DE LA IDEA DE LO JUSTO E INJUSTO Y DE
TERMINACIÓN DEL PRINCIPIO DE LA AUTORIDAD Y DEL DERECHO
Insisto en el hecho que acabo de indicar, y que considero uno de los más importantes de la antropología.
El sentimiento de simpatía que nos impulsa a la sociedad es, por naturaleza, ciego, desordenado, siempre dispuesto a seguir la impresión del momento, sin consideración a derechos anteriores y sin distinción de mérito ni de propiedad. Se muestra en el perro callejero, que atiende a cuantos le llaman; en el niño pequeño, que toma a todos los hombres por sus papás y a cada mujer por su nodriza; en todo ser viviente que, privado de la sociead de animales de su especie, acepta la compañía de otro cualquiera. Este fundamento del instinto social hace insoportable y aun odiosa la amistad de las personas frívolas, ligeras, que siguen al primero que ven, oficiosas en todo, y que, por una amistad pasajera y accidental, desatienden las más antiguas y respe tables afecciones. La sociabilidad en este grado es una especie de magnetismo, que se produce por la contemplación de un semejante, pero cuya energía no se manifiesta al exterior de quien la siente, y que puede ser recíproca y no comunicada. Amor, benevolencia, piedad, simpatía, llámese a ese sentimiento como se quiera, no tiene nada que merezca estimación, nada que eleve al hombre sobre el animal.
El segundo grado de sociabilidad es la justicia, que se puede definir como reconocimiento en el prójimo de una personalidad igual a la nuestra. En la esfera del sentimiento, este grado es común al hombre y a los animales; en el de la inteligencia, sólo nosotros podemos tener idea acabada de lo justo, lo cual, como antes decía, no altera la ciencia de la moralidad. Pronto veremos cómo el hombre se eleva a un tercer grado de sociabilidad, al que los animales son incapaces de llegar. Pero antes debo demostrar metafísicamente que sociedad, justicia, igualdad, son términos equivalentes, tres expresiones sinónimos, cuya mutua sustitución es siempre legítima.
Si en la confusión de un naufragio, ocupando yo una barca con algunas provisiones, veo a un hombre luchar contra las olas, ¿estoy obligado a socorrerle? Sí, lo estoy, bajo pena de hacerme culpable de un crimen de esta sociedad, de homicidio. Pero ¿estoy obligado igualmente a partir con él mis provisiones?. Para resolver esta cuestión es necesario cambiar los términos. Si la sociedad es obligatoria en cuanto a la barca, ¿lo será también en cuanto a los víveres? Sin duda alguna, el deber de asociado es absoluto; la ocupación de las cosas por parte del hombre es posterior a su naturaleza social y está subordinado a ella. La posesión no puede convertirse en exclusiva desde el momento en que la facultad de ocupación es igual para todos. Lo que oscurece las condiciones de nuestro deber es nuestra misma previsión, que, haciéndonos temer un peligro eventual, nos impulsa a la usurpación y nos hace ladrones y asesinos. Los animales no calculan el deber del instinto, ni los inconvenientes que pueden ocasionárseles, y sería muy extraño que la inteligencia fuese para el hombre, que es el más sociable de los animales, un motivo de desobediencia a la ley social. Esta no debe aplicarse en exclusivo beneficio de nadie. Sería preferible que Dios nos quitase la prudencia, si sólo ha de servir de instrumento a nuestro egoísmo.
Mas para eso, diréis, será preciso que yo parta mi pan. el pan que he ganado con mi trabajo y que es mío, con un desconocido, a quien no volveré a ver y que quizá me pague con una ingratitud. Si al menos este pan hubiera sido ganado en común, si ese hombre hubiese hecho algo para obtenerlo, podría pedir su parte, puesto que fundaría su derecho en la cooperación; pero ¿qué relación hay entre él y yo? No lo hemos producido juntos, y, por tanto, tampoco lo comeremos juntos.
El defecto de ese razonamiento está en la falsa suposición de que un productor no es necesariamente el asociado de otro. Cuando dos o varios particulares forman sociedad con todos los requisitos legales, conviniendo y autorizando las bases que han de regirla, ninguna dificultad existirá desde entonces sobre las consecuencias del contrato. Todo el mundo está de acuerdo en que asociándose dos hombres para la pesca, por ejemplo, si uno de ellos no tiene éxito, no por ello perderá su derecho a la pesca de su socio. Si dos negociantes forman sociedad de comercio, mientras la sociedad dure, las pérdidas y las ganancias son comunes. Cada uno produce, no para sí, sino para la sociedad, y al llegar el momento de repartir los beneficios, no se atiende al productor, sino al asociado. He aquí por qué el esclavo, a quien el señor da la paja y el arroz, y el obrero, a quien el capitalista paga un salario, siempre escaso, no son los asociados de sus patronos, y aunque producen para él, no figuran para nada en la distribución del producto. Así, el caballo ,que arrastra nuestros coches y el buey que mueve nuestras carretas, producen con nosotros, pero no son nuestros asociados. Tomamos su producto, pero no lo partimos con ellos.
La condición de los animales y de los obreros que nos sirven es igual: cuando a unos y a otros les hacemos un bien, no es por justicia, es por simple benevolencia.
¿Pero hay aún quien sostenga que nosotros, los hombres, no estamos asociados? Recordemos lo que hemos dicho en los dos capítulos precedentes: aun cuando no quisiéramos estar asociados, la fuerza de las cosas, las necesidades de nuestro consumo, las leyes de la producción, el principio matemático del cambio, nos asociarían. Un solo caso de excepción tiene esta regla: el del propietario que al producir, por su derecho de aubana, no es asociado de nadie, ni, por consiguiente, comparte con nadie su producto, de igual modo que nadie está obligado a darle parte del suyo. Excepto el propietario, todos trabajamos unos para otros, nada podemos hacer para nosotros mismos sin el auxilio de los demás, y de continuo realizamos cambios de productos y de servicios. ¿Y qué es todo esto sino actos de sociedad?
Una sociedad de comercio, de industria, de agricultura no puede concebirse fuera de la igualdad. La igualdad es la condición necesaria de su existencia, de tal suerte, que en todas las cosas que a la sociedad conciernen, faltar a la sociedad o a la justicia o a la igualdad, son actos equivalentes. Aplicad este principio a todo el género humano. Después de lo dicho, os supongo con la necesaria preparación para hacerlo por cuenta propia.
Según esto, el hombre que se posesiona de un campo y dice: Este campo es mío, no comete injusticia alguna mientras los demás hombres tengan la misma facultad de poseer como él; tampoco habrá injusticia alguna si, queriendo establecerse en otra parte, cambia ese campo por otro equivalente. Pero si en vez de trabajar personalmente pone a otro hombre en su puesto y le dice: Trabaja para mí mientras yo no hago nada, entonces se hace injusto, antisocial, viola la igualdad y es un propietario. Del mismo modo el vago, el vicioso, que sin realizar ninguna labor disfruta como los demás, y muchas veces más que ellos, de los productos de la sociedad, debe ser perseguido como ladrón y parásito; estamos obligados con nosotros mismos a no darle nada. Pero como, sin embargo, es preciso que viva, hay necesidad de vigilarle y de someterle al trabajo.
La sociabilidad es como la atracción de los seres sensibles. La justicia es esta misma atracción, acompañada de reflexión y de inteligencia. Pero ¿cuál es la idea general, cuál es la categoría del entendimiento en que concebimos la justicia? La categoría de las cantidades iguales.
¿Qué es, por tanto, hacer justicia? Es dar a cada uno una parte igual, de bienes, bajo la condición igual del trabajo. Es obrar societariamente. En vano murmura nuestro egoísmo. No hay subterfugio posible contra la evidencia y la necesidad.
¿Qué es el derecho de ocupación? Un modo natural de distribuir la tierra entre los trabajadores a medida que existen. Este derecho desaparece ante el interés general que, por ser interés social, es también el del ocupante.
¿Qué es el derecho al trabajo? El derecho de participar de los bienes llenando las condiciones requeridas. Es el derecho de sociedad, es el derecho desigualdad.
La justicia, producto de la combinación de una idea y de un instinto, se manifiesta en el hombre tan pronto como es capaz de sentir y de pensar; por esto suele creerse que es un sentimiento innato y primordial, opinión falsa, lógica y cronológicamente. Pero la justicia, por su composición híbrida, si se me permite la frase, la justicia nacida de una facultad afectiva y otra intelectual, me parece una de las pruebas más poderosas de la unidad y de la simplicidad del yo, ya que el organismo no puede producir por sí mismo tales mixtificaciones, del mismo modo que del sentido del oído y de la vista no se forma un sentido binario, semiauditivo y semivisual.
La justicia, por su doble naturaleza, nos confirma definitivamente todas las demostraciones expuestas en los capítulos II, III y IV. De una parte, siendo idéntica la idea de justicia a la de sociedad, e implicando ésta necesariamente la igualdad, debía hallarse la igualdad en el fondo de todos los sofismas inventados para defender la propiedad. Porque no pudiendo defenderse la propiedad sino como justa y social, y siendo desigual la propiedad, para probar que la propiedad es conforme a la sociedad, sería preciso demostrar que lo injusto es justo, que lo desigual es igual, proposiciones por completo contradictorias. Por otra parte, la noción de igualdad, segundo elemento de la justicia, se opone a la propiedad, que es la distribución desigual de los bienes entre los trabajadores, y al destruirse mediante ella el equilibrio necesario entre el trabajo, la producción y el consumo, debe considerarse imposible.
Todos los hombres son pues, asociados; todos se deben la misma justicia; todos son iguales. Pero ¿se sigue de aquí que las preferencias del amor y de la amistad sean injustas? Esto exige una explicación.
He supuesto ya el caso de un hombre en peligro, al que debiera socorrer. Imaginemos que soy ahora simultáneamente llamado por dos hombres expuestos a perecer. ¿Me estará permitido favorecer con mi auxilio a aquel a quien me ligan los lazos de la sangre, de la amistad, del reconocimiento o del aprecio, a riesgo de dejar perecer al otro? Sí. ¿Por qué? Porque en el seno de la universalidad social existen para cada uno de nosotros tantas sociedades particulares como individuos, y en virtud del principio mismo de sociabilidad debemos llenar las obligaciones que aquéllas nos imponen según el orden de proximidad en que se encuentran con relación a nosotros. Según esto, debemos preferir, sobre todos los demás, a nuestros padres, hijos, amigos, etc. Pero ¿en qué consiste esta preferencia? Si un juez tuviera que decidir un pleito entre un amigo y un enemigo suyos, ¿podría resolverlo en favor del primero, su asociado próximo, en contra de la razón del último, su asociado remoto? No, porque si favoreciera la injusticia de ese amigo, se convertiría en cómplice de su infidelidad al pacto social, y formaría con él una alianza en perjuicio de la masa general de los asociados. La facultad de preferencia sólo puede ejercitarse tratándose de cosas que no son propias y personales, como el amor, el aprecio, la confianza, la intimidad, y que podemos conceder a todos a la vez. Así, en caso de incendio, un padre debe socorrer a su hijo antes que al del vecino; y no siendo personal y arbitrario, en un juez el reconocimiento de un derecho, no puede favorecer a uno en perjuicio de otro. Esta teoría de las sociedades particulares, constituidas por nosotros, a modo de círculos concéntricos del de la sociedad en general, es la clave para resolver todos los problemas planteados por el aparente antagonismo de diferentes deberes sociales, cuyos problemas constituyen la tesis de las tragedias antiguas.
La justicia de los animales es casi siempre negativa. Aparte de los casos de defensa de los pequeñuelos, de la caza y del merodeo en grupos, de la lucha en común, y alguna vez de auxilios aislados, consiste más en no hacer mal que en hacer bien. El animal enfermo que no puede levantarse y el imprudente que ha caído en un precipicio, no reciben ayuda ni alimentos; si no pueden curar a sí mismos ni salvar los obstáculos, su vida está en peligro; nadie les asistirá en el hecho ni les alimentará en su prisión. La apatía de sus semejantes proviene tanto de la falta de inteligencia como de la escasez de sus recursos. Por lo demás, las diferencias de aproximación, que los hombres aprecian entre sí mismos, no son desconocidas a los animales. Tienen éstos también sus amistades de trato, de vecindad, de parentesco y sus preferencias respectivas. Comparados con nosotros, su memoria es débil, su sentimiento oscuro, su inteligencia casi nula; pero existe identidad en la cosa y nuestra superioridad sobre ellos en esta materia proviene exclusivamente de nuestro entendimiento.
Por la intensidad de nuestra memoria y la penetración de nuestro juicio, sabemos multiplicar y combinar los actos que nos inspira el instinto de sociedad y aprendemos a hacerlos más eficaces y a distribuirlos según el grado y la excelencia de los derechos. Los animales que viven en sociedad practican la justicia, pero no la conocen ni la razonan: obedecen ciegamente a su instinto sin especulación ni filosofía. Su yo no sabe unir el sentimiento social a la noción de igualdad de que carecen, porque esta noción es abstracta. Nosotros, por el contrario, partiendo del principio de que la sociedad implica participación y distribución igual, podemos, por nuestra facultad de razonamiento, llegar a un acuerdo en punto a la regulación de nuestros derechos. Pero en todo esto nuestra conciencia desempeña un papel insignificante, y la prueba de ello está en que la idea del derecho, que se muestra como entre sombras en los animales de inteligencia más desarrollada, no alcanza un nivel mucho más superior en la mente de algunos salvajes, y llega a su más elevada concepción en la de los Platón y los Franklin. Sígase atentamente el desenvolvimiento del sentido moral en los individuos y el progreso de las leyes en las naciones, y se comprobará que la idea de lo justo y de la perfección legislativa están siempre en razón directa de la inteligencia. La noción de lo justo, que los filósofos han creído simple, resulta verdaderamente compleja. Es efecto, por una parte, del instinto social, y, por otra, de la idea de mérito igual, del mismo modo que la noción de culpabilidad es producto del sentimiento de la justicia violada y de la idea de la acción voluntaria.
En resumen: el instinto no se altera por el conocimiento que del mismo se tiene, y los hechos de sociedad que hasta aquí hemos observado son de sociabilidad animal. Sabemos que la justicia es la sociabilidad concebida bajo la razón de igualdad, pero en nada nos diferenciamos de los animales.