Pierre Joseph Proudhon, 1809-1865
Capitulo V
EXPOSICIÓN PSICOLÓGICA DE LA IDEA DE LO JUSTO E INJUSTO Y DE
TERMINACIÓN DEL PRINCIPIO DE LA AUTORIDAD Y DEL DERECHO
Los filósofos han planteado con frecuencia el problema de investigar cuál es la línea precisa que separa la inteligencia del hombre de la de los animales. Según su costumbre, han perdido el tiempo en decir tonterías, en vez de resolverse a aceptar el único elemento de juicio seguro y eficaz: la observación. Estaba reservado a un sabio modesto, que no se preocupase de filosofías, poner fin a interminables controversias con una sencilla distinción, una de esas distinciones tan luminosas que ellas solas valen más que todo un sistema. Federico Cuvier ha diferenciado el instinto de la inteligencia.
Pero todavía no se ha ocupado nadie de este otro problema. El sentido moral, en el hombre y en el bruto, ¿difiere por la Naturaleza o solamente por el grado?
Si a alguno se le hubiese ocurrido en otro tiempo sostener la segunda parte de esta proposición, su tesis hubiera parecido escandalosa, blasfema, ofensiva a la moral y a la religión. Los tribunales eclesiásticos y seculares le habrían condenado por unanimidad. ¡Con cuánta arrogancia no se despreciaría esta inmoral paradoja! «La conciencia -se diría-, la conciencia, esa gloria del hombre, sólo al hombre ha sido concedida la noción de lo justo y de lo injusto, del mérito y del demérito, es su más noble privilegio. Sólo el hombre tiene la sublime facultad de sobreponerse a sus perversas inclinaciones, de elegir entre el bien y el mal, de aproximarse cada vez más a Dios por la libertad y la justicia... No, la santa imagen de la virtud sólo fue grabada en el corazón del hombre.» Palabras llenas de sentimiento, pero vacías de sentido.
«El hombre es un animal inteligente y social», ha dicho Aristóteles. Esta definición vale más que todas las que después se han dado, sin exceptuar la famosa de M. de Bonald, el hombre es una inteligencia servida por órganos, definición que tiene el doble defecto de explicar lo conocido por lo desconocido, es decir, el ser viviente por la inteligencia, y de guardar silencio sobre la cualidad esencial del hombre, la animalidad. El hombre es, pues, un animal que vive en sociedad. Quien dice sociedad dice conjunto de relaciones, en una palabra, sistema. Pero todo sistema sólo subsiste bajo determinadas condiciones: ¿cuáles son estas condiciones, cuáles son las leyes de la sociedad humana? ¿Qué es el derecho entre los hombres? ¿Qué es la justicia?
De nada sirve decir con las filósofos de diversas escuelas: «Es un instinto divino, una voz celeste e inmortal, una norma dada por la Naturaleza, una luz revelada a todo hombre al venir al mundo, una ley grabada en nuestros corazones; es el grito de la conciencia, el dictado de la razón, la inspiración del sentimiento, la inclinación de la sensibilidad; es el amor al bien ajeno, el interés bien entendido; o bien es una noción innata, es el imperativo categórico de la razón práctica, la cual tiene su fuente en las ideas de la razón pura; es una atracción pasional», etc. Todo esto puede ser tan cierto como hermoso, pero es perfectamente anodino. Aunque se emborronaran con estas frases diez páginas más, la cuestión no avanzaría una línea.
La justicia es la utilidad común, dijo Aristóteles; esto es cierto, pero es una tautología. El principio de que el bien público debe ser el objeto del legislador, ha dicho Ch. Comte en su Tratado de legislación, no puede ser impugnado en modo alguno; pero con sólo enunciarlo y demostrarlo, no se logra en la legislación más progreso que el que obtendría la medicina con decir que la curación de las enfermedades debe ser la misión de los médicos.
Sigamos otro rumbo. El derecho es el conjunto de los principios que regulan la sociedad. La justicia, en el hombre, es el respeto y la observación de esos principios. Practicar la justicia es hacer un acto de sociedad. Por tanto, si observamos la conducta de los hombre entre sí en un determinado número de circunstancias diferentes, nos será fácil conocer cuándo viven en sociedad y cuándo se apartan de ella, y tal experiencia nos dará, por inducción, el conocimiento de la ley.
Comencemos por los casos más sencillos y menos dudosos. La madre que defiende a su hijo con peligro de su vida y se priva de todo por alimentarle, hace sociedad con él y es una madre buena. La que, por el contrario, abandona a su hijo, es infiel al instinto social, del cual es el amor maternal una de sus numerosas formas, y es una madre desnaturalizada. Si me arrojo al agua para auxiliar a un hombre que está en peligro de perecer, soy su hermano, su asociado: si en vez de socorrerle le sumerjo, soy su enemigo, su asesino.
Quien practica la caridad, trata al indigente como a un asociado; no ciertamente como su asociado en todo y por todo, pero sí por la cantidad de bien de que le hace participe. Quien arrebata por la fuerza o por la astucia lo que no ha producido, destruye en sí mismo la sociabilidad y es un bandido. El samaritano que encuentra al caminante caído en el camino, que cura sus heridas, le anima y le da dinero se declara asociado suyo y es su prójimo. El sacerdote que pasa al lado del mismo caminante sin detenerse es, a su vez, inasociable y enemigo.
En todos estos casos, el hombre se mueve impulsado por una interior inclinación hacia su semejante, por una secreta simpatía, que le hace amar, sentir y apenarse por él. De suerte que para resistir a esta inclinación es necesario un esfuerzo de la voluntad contra la Naturaleza.
Pero todo esto no supone ninguna diferencia grande entre el hombre y los animales. En éstos, cuando la debilidad de los pequeños les retiene al lado de sus madres, y en tal sentido forman sociedad, se ve a ellas defenderles con riesgo de la vida, con un valor que recuerda el de los héroes que mueren por la patria. Ciertas especies se reúnen para la caza, se buscan, !e llaman, y como diría un poeta, se invitan a participar de su presa. En el peligro se les ve auxiliarse, defenderse, prevenirse. El elefante sabe ayudar a su compañero a salir de la trampa en que ha caído; las vacas forman círculo, juntando los cuernos hacia fuera y guardando en el centro sus crías para rechazar los ataques de los lobos; los caballos y los puercos acuden al grito de angustia lanzado por uno de ellos. ¡Cuántas descripciones podrían hacerse de sus uniones, del cuidado de sus machos para con las hembras y de la fidelidad de sus amores! Hay, sin embargo, que decir también, para ser justos en todo, que esas demostraciones tan extraordinarias de sociedad, fraternidad y amor al prójimo, no impiden a los animales querellarse, luchar y destrozarse a dentelladas por su sustento y sus amores. La semejanza entre ellos y nosotros es perfecta.
El instinto social, en el hombre y en la bestia, existe más o menos; pero la naturaleza de ese instinto es la misma. El hombre está asociado más necesaria y constantemente; el animal parece más hecho a la soledad. Es en el hombre la sociedad más imperiosa, más compleja; en los animales parece ser menos grande variada y sentida. La sociedad, en una palabra, tiene en el hombre como fin la conservación de la especie y del individuo: en los animales, de modo preferente la conservación de la especie.
Hasta el presente nada hay que el hombre pueda reivindicar para él solo. El instinto de sociedad, el sentido moral, es común al bruto, y cuando aquél supone que por alguna que otra obra de caridad de justicia y de sacrificio se hace semejante a Dios, no advierte que sus actos obedecen simplemente a un impulso animal. Somos buenos, afectuosos, compasivos, en una palabra, justos, por lo mismo que somos iracundos, glotones, Injuriosos y vengativos, por simple animalidad. Nuestras más elevadas virtudes se reducen, en último análisis, a las ciegas excitaciones del instinto. ¡Qué bonita materia de canonización y dé apoteosis!
¿Hay, pues, alguna diferencia entre nosotros, bimanobípedos, y el resto de los demás seres? De haberla, ¿en qué consiste? Un estudiante de Filosofía se apresuraría a contestar: «La diferencia consiste en que nosotros tenemos conciencia de nuestra sociabilidad y los animales no la tienen de la suya; en que nosotros reflexionamos y razonamos sobre las manifestaciones de nuestro instinto social, y nada de esto realizan los animales.»
Yo iría más lejos: afirmaría que por la reflexión y el razonamiento de que estamos dotados sabemos que es perjudicial, tanto a los demás como a nosotros mismos, resistir al instinto de sociedad que nos rige y que denominamos justicia; que la razón nos enseña que el hombre egoísta, ladrón, asesino, traiciona a la sociedad, infringe la Naturaleza y se hace culpable para con los demás y para consigo mismo cuando realiza el mal voluntariamente; y, por último, que el sentimiento de nuestro instinto social de una parte, y de nuestra razón de otra, nos hace juzgar que todo semejante nuestro debe tener responsabilidad por sus actos. Tal es el origen del principio del remordimiento, de la venganza y de la justicia penal.
Todo esto implica entre los animales y el hombre una diversidad de inteligencia, pero no una diversidad de afecciones, porque si es cierto que razonamos nuestras relaciones con los semejantes, también igualmente razonamos nuestras más triviales acciones, como beber, comer, la elección de mujer, de domicilio; razonamos sobre todas las cosas de la tierra y del cielo y nada hay que se sustraiga a nuestra facultad de razonar. Pero del mismo modo que el conocimiento que adquirimos de los fenómenos exteriores no influye en sus causas ni en sus leyes, así la reflexión, al iluminar nuestro instinto, obra sobre nuestra naturaleza sensible, pero sin alterar su carácter. Nos instruye acerca de nuestra moralidad, pero no la cambia ni la modifica. El descontento que sentimos de nosotros mismos después de cometer una falta, la indignación que nos embarga a la vista de la injusticia, la idea del castigo merecido y de la satisfacción debida son efectos de reflexión y no efectos inmediatos del instinto y de las pasiones efectivas. La inteligencia (no diré privada del hombre, porque los animales también tienen el sentimiento de haber obrado mal y se irritan cuando uno de ellos es atacado), la inteligencia infinitamente superior que tenemos de nuestros deberes sociales, la conciencia del bien y del mal, no establece, con relación a la moralidad, una diferencia esencial entre el hombre y los animales.