Pierre Joseph Proudhon, 1809-1865
Capitulo IV
La propiedad es imposible
Si consideramos, como los economistas, al trabajador cual una máquina
viviente, el salario que recibe vendrá a representar el gasto necesario para la
conservación y reparación de su máquina. Un industrial que pague a sus empleados
y obreros 3, 5, 10 y 15 francos por día y que se adjudique a sí mismo 20 francos
por su dirección, no cree perdidos sus desembolsos, porque sabeque reingresarán
en su casa en forma de producto. Así, trabajo y consumo reproductivo. son
una misma cosa.
¿Qué es el propietario? Una máquina que no funciona, o que, si funciona por
gusto y según capricho, no produce nada. ¿Qué es consumir propietariamente? Es
consumir sin trabajar, consumir sin reproducir. Porque aun lo que el propietario
consume como trabajador es siquiera consumo productivo; pero nunca da su trabajo
a cambio de su propiedad, ya que en ese caso dejaría de ser propietario. Si
consume como trabajador el propietario, gana, o por lo menos no pierde nada,
porque recobra lo gastado; si consume propietariamente, se empobrece. Para
disfrutar la propiedad es necesario destruirla. Para ser efectivamente
propietario es preciso dejar de serlo.
El trabajador que consume su salario es una máquina que produce; el
propietario que consume su aubana es un abismo sin fondo, un arenal que se nega,
una roca en la que se siembra. Todo esto es tan cierto que el propietario, no
queriendo o no sabiendo producir, y conociendo que a medida que usa de la
propiedad la destruye irreparablemente, ha tomado el partido de obligar a otros
a producir en su lugar. Esto es lo que la economía política llama producir
por su capital, producir por su instrumento. Y esto es lo que hay que llamar
producir por un esclavo, producir como ladrón y como tirano. ¡Producir el
propietario! ... También el ratero bien puede decir: -Yo produzco.
El consumo del propietario se denomina lujo en oposición al consumo útil. Por
lo dicho se comprende que puede haber gran lujo en una nación, sin que por ello
sea más rica, y que, por el contrario, será tanto más pobre cuanto más lujo
haya. Los economistas (preciso es hacerles justicia) han inspirado tal horror al
lujo, que, al presente, gran número de propietarios, por no decir casi todos,
avergonzados de su ociosidad, trabajan, ahorran, capitalizan. Esto es acrecentar
el daño.
He de repetir lo que ya he dicho, aun a riesgo de ser pesado. El propietario
que cree justificar sus rentas trabajando y percibe remuneración por su trabajo,
es un funcionario que cobra dos veces. He aquí toda la diferencia que existe
entre el propietario ocioso y el propietario que trabaja. Por su trabajo, el
propietario sólo gana su salario, pero no sus rentas. Y como su condición
económica le ofrece una ventaja inmensa para dedicarse a las funciones más
lucrativas, puede afirmarse que el trabajo del propietario es más perjudicial
que útil a la sociedad. Haga lo que haga el propietario, el consumo de sus
rentas es una pérdida real que sus funciones retribuidas no reparan ni
justifican, y que destruiría la propiedad si no fuese necesariamente compensada
con una producción ajena.
El propietario que consume aniquila, por tanto, el producto. Pero todavía es
peor que se dedique al ahorro. Las monedas que guardan sus arcas pasan a otro
mundo; no se las vuelve a ver jamás. Si hubiera comunicación con la luna y los
propietarios se dedicasen a llevar allí sus ahorros, al cabo de algún tiempo
nuestro planeta sería transportado por ellos a dicho satélite.
El propietario que economiza impide gozar a los demás, sin lograr disfrute
para sí mismo. Para él ni posesión ni propiedad. Como el avaro guarda su tesoro
y no lo usa. Por mucho que le mire y remire, le vigile y le acompañe, las
monedas no parirán más monedas. No hay propiedad completa sin disfrute, ni
disfrute sin consumo, ni consumo sin pérdida de la propiedad. Tal es la
inflexible necesidad a que por voluntad de Dios tiene que someterse el
propietario. ¡Maldita sea la propiedad!
El propietario que capitaliza su renta en vez de consumirla, la emplea contra
la producción, y por esto hace imposible el ejercicio de su derecho. Cuanto más
aumente el importe de los intereses que ha de recibir, mas tienen que disminuir
los salarios, y cuanto más disminuyan los salarios (lo que equivale a aminorar
la conservación y reparación de las máquinas humanas), más disminuye la cantidad
de trabajo, y con la cantidad de trabajo la cantidad del producto, y con ésta la
fuente misma de sus rentas. El siguiente ejemplo demostrará la verdad de esta
afirmación. Supongamos que una gran posesión de tierras laborables, viñedos,
casa de labor, etc., vale, con todo el material de explotación, 100.000 francos,
valorada al 3 por 100 de sus rentas. Si en vez de consumir éstas el propietario
las aplica, no al aumento de su posesión, sino a su embellecimiento, ¿podrá
exigir de su colono 90 francos más cada año por los 3.000 que capitalizaría en
otro caso? Evidentemente, no; porque en semejantes condiciones el colono no
producirá lo bastante y se verá muy pronto obligado a trabajar por nada; ¿qué
digo por nada? a dar dinero encima para cumplir el contrato.
La renta no puede aumentar sino por el aumento del fondo productivo; de nada
serviría cerrarle con tapias de mármol ni labrarle con arados de oro. Pero como
no,siempre es posible adquirir sin cesar, añadir unas fincas a otras, y el
propietario puede capitalizar en todo caso, resulta que el ejercicio de su
derecho llega a ser, en último término, fatalmente imposible. A pesar de esta
imposibilidad, la propiedad capitaliza, y al capitalizar multiplica sus
intereses; y sin detenerme a exponer los numerosos ejemplos particulares que
ofrece el comercio, la industria manufacturera y la banca, citaré un hecho más
grave y que afecta a todos los ciudadanos: me refiero al aumento indefinido del
presupuesto del Estado.
El impuesto es mayor cada año. Seria difícil decir con exactitud en qué parte
de las cargas públicas se hace ese recargo, porque ¿quién se puede alabar de
conocer al detalle un presupuesto? Todos los días vemos en desacuerdo a los más
hábiles hacendistas. ¿Qué creer de la ciencia de gobernar, cuando los maestros
de Clla no pueden entenderse? Cualesquiera que sean las causas inmediatas de
esta progresión del presupuesto, lo cierto es que los impuestos siguen
aumentando de modo desesperante. Todo el mundo lo ve, todo el mundo lo dice,
pero nadie advierte cuál es la pausa primera. Yo afirmo que lo que ocurre no
puede ser de otra manera y que es necesario e inevitable.
Una nación es como la finca de un gran propietario que se llama Gobierno,
al cual se abona, por la explotación del suelo, un canon conocido con el
nombre de impuesto. Cada vez que el Gobierno sostiene una guerra, pierde
o gana una batalla, cambia el material del ejército, eleva un monumento,
construye un canal, abre un camino o tiende una línea férrea, contrae un nuevo
préstamo, cuyos intereses pagan los contribuyentes. Es decir, que el Gobierno,
sin acrecentar el fondo de producción, aumenta su capital activo. En una
palabra, capitaliza exactamente igual que el propietario a quien antes me he
referido.
Una vez contratado el empréstito y conocido el interés, no hay forma de
eliminar esa carga del presupuesto: para ello sería necesario que los
prestamistas hiciesen dimisión de sus intereses, lo cual no es admisible sin
abandono de la propiedad; o que el Gobierno se declare en quiebra, lo que
supondría una negación fraudulenta del principio político; o que satisfaciese la
deuda, lo que no podría hacer sino mediante otro préstamo; o que hiciera
economías, reduciendo los gastos, cosa también imposible, porque si se contrajo
el préstamo fue por ser insuficiente los ingresos ordinarios; o que el dinero
gastado por el Gobierno fuese reproductivo, lo cual sólo puede ocurrir
acrecentando el fondo de producción, acrecentamiento opuesto a nuestra
hipótesis; o, finalmente, sería preciso que los contribuyentes sufragasen un
nuevo impuesto para reintegrar el préstamo, cosa imposible, porque si la
distribución de este impuesto alcanza a todos los ciudadanos, la mitad de ellos,
por lo menos, no podrían pagarlo, y si sólo se exige a los ricos, será una
exacción forzosa, un atentado a la propiedad. Hace ya mucho tiempo que la
práctica financiera ha demostrado que el procedimiento de los empréstitos,
aunque excesivamente dañoso, es todavía el más cómodo, el más seguro y el menos
costoso. Se acude, pues, a él; es decir, se capitaliza sin cesar, se aumenta el
presupuesto.
Por consiguiente, lejos de reducirse el presupuesto, cada vez será mayor: éste es un hecho tan sencillo, tan notorio, que es extraño que los economistas, a pesar de todo su talerito, no lo hayan advertido. Y si lo han notado, ¿por qué no lo han dicho?