Pierre Joseph Proudhon, 1809-1865
Capitulo IV
La propiedad es imposible
El estudio de esta proposición equivale a hacer el del origen del
arrendamiento, tan controvertido por los economistas. Cuando leo lo que la mayor
parte de ellos ha escrito sobre este punto no puedo evitar un sentimiento de
desprecio y de cólera al mismo tiempo, al ver un conjunto de necesidades donde
lo odioso pugna con lo absurdo. Seguramente la historia de un elefante, en la
luna contendría menos atrocidades. Buscar un origen racional y legítimo a lo que
no es, ni puede ser, más que robo, concusión y rapiña, es el colmo de la locura
propietaria, el más eficaz encantamiento con que el egoísmo pudo ofuscar las
inteligencias.
«Un cultivador -dice Say- es un fabricante de trigo que, entre los útiles que
le sirven para modificar la materia de que hace tal producto, emplea un
instrumento que llamamos campo. Cuando el cultivador no es el propietario del
campo, sino solamente su arrendatario, el campo no es un útil cuyo servicio
productivo se paga al propietario. El arrendatario, en tal caso, es reintegrado
de ese pago por el comprador del producto; este comprador lo hace a su vez de
otro posterior, hasta que el producto llega al consumidor, que es quien en
definitiva satisface el primer anticipo y los sucesivos, mediante los cuales el
producto se ha transmitido hasta él.»
Dejemos a un lado los anticipas sucesivos, por los que el producto llega al
consumidor, y no nos ocupemos en este momento más que del primero de todos, de
la renta pagada al propietario por el arrendatario. Lo que interesa saber es en
qué se funda el propietario para percibir esa renta.
Según Ricardo, Maccullock y Mill, el arriendo propiamente dicho no es otra
cosa que la diferencia entre el producto de una tierra fértil y el de tierras
de inferior calidad; de forma que el arriendo no comienza a existir en la
primera, sino cuando, por el aumento de población, hay necesidad de recurrir al
cultivo de las segundas.
Es difícil hallar a esto sentido alguno. ¿Cómo de las dualidades diferentes
del terreno puede resultar un derecho sobre el terreno? ¿Cómo puede hacer de las
variedades del humus un principio de legislación y de política? Esta
metafísica es para mí tan sutil, que me pierdo cada vez que pienso en ella.
Supongamos que la tierra A es capaz de alimentar 10.000 habitantes y la tierra B
de mantener solamente 9.000, siendo ambas la misma extensión. Cuando por haber
aumentado su número los habitantes de la tierra A se vean obligados a cultivar
la tierra B, los propietarios territoriales de la tierra A exigirán a los
arrendatarios de ésta el pago de una renta calculada a razón de 10 a 9. Esto es
-pienso para mis adentros- lo que dicen Ricardo, Maccullock y Mill. Pero si la
tierra A alimenta tantos habitantes como caben en ella, es decir, si los
habitantes de la tierra A sólo tienen, por razón de su número, lo preciso para
vivir, ¿cómo podrán pagar un arnendo?
Si dichos autores se hubiesen limitado a decir que la diferencia de las
tierras ha sido la ocasión del arrendamiento y no su causa, obtendríamos
de esta sencilla observación una provechosa enseñanza, la de que el
establecimiento del arriendo había tenido su ongen en el deseo de la igualdad.
En efecto, si el derecho de todos los hombres a la posesión de las tierras
fértiles es igual, ninguno puede, sin indernnización, ser obligado a cultivar
las estériles. El arrendamiento es, por tanto, según Ricardo, Maccullock y Mill,
un método de indemnización al objeto de compensar las utilidades obtenidas y los
esfuerzos realizados.
Estoy de acuerdo en que la tierra es un instrumento; pero ¿quién es en ella
el obrero? ¿Lo es el propietario? ¿Es éste el que por la virtud eficaz del
derecho de propiedad, por esa cualidad moral infusa en el suelo, le
comunica el vigor y la fecundidad? He aquí precisamente en qué consiste el
monopolio del propietario, quien a pesar de no haber creado el instrumento, se
hace pagar, sin embargo, su servicio. Si el Creador se presentase a reclamar
personalmente el precio del arriendo de la tierra, sería justo satisfacérselo;
pero el propietario que se llama su delegado, no debe ser atendido en su
reclamación mientras no presente los poderes.
«El servicio del propietario -añade Say- es cómodo para él, convengo en
ello.» Esta confesión es ridícula. «Pero no podemos prescindir de él. Sin la
propiedad, un labrador se pegaría con otro por cuál de los dos había de cultivar
un campo que no tuviese dueño, y entretanto el campo quedaría inculto ... »
La misión del propietario consiste, pues, en poner de acuerdo a los
labradores, despojándoles a todos... ¡Oh, razón! i Oh, justicia! iOh, ciencia
maravillosa de los economistas! El propietario, según ellos, es como
Perrin-Dandin, que llamado por dos caminantes que disputaban por una ostra, la
abre, se la come y pone fin a la disputa diciéndoles enfáticamente: El
tribunal declara que cada uno de vosotros es dueño de una concha.
¿Es posible hablar peor de la sociedad? ¿Nos explicaría Say por qué los
labradores (que a no ser los propietarios, lucharían entre sí por la posesión
del suelo) no luchan hoy contra los propietarios por esa misma posesión?
Aparentemente, ocurre esto porque aquéllos reputan a los propietarios poseedores
legítimos, y la consideración de este derecho se impone a su codicia. En el
capítulo II he demostrado que la posesión sin la propiedad es suficiente para el
mantenimiento del orden social; ¿sería más difícil aquietar a los poseedores sin
dueños que a los arrendatarios con ellos? Los hombres de trabajo que respetan
hoy, en su perjuicio y a sus expensas, el pretendido derecho del ocioso,
¿violarían el derecho natural del productor y del industrial? Si el colono
perdía sus derechos sobre la tierra desde el momento en que cesara en su
ocupación, ¿había de ser por ello más codicioso? ¿Cómo había de ser fuente de
querellas y procesos la imposibilidad de exigir la aubana y de imponer una
contribución sobre el trabajo de otro? La lógica de los economistas es singular.
Pero no hemos terminado aún. Admitamos que el propietario es el dueño legítimo
de la tierra.
«La tierra -dicen- es un instrumento de producción»; esto es cierto. Pero
cuando, cambiando el sustantivo en calificativo, hacen esta conversión: «la
tierra es un instrumento productivo», sientan un lamentable error.
Según Quesnay y los antiguos economistas, la tierra es la fuente de toda
producción; Smith, Ricardo, de Tracy, derivan, por el contrario, la producción
del trabajo. Say y la mayor parte de los economistas posteriores enseñan que
tanto la tierra como el trabajo y el capital son productivos. Esto
es el eclecticismo en economía política. La verdad es que ni la tierra es
productiva, ni el trabajo es productivo, ni el capital es productivo; la
producción resulta de esos tres elementos, igualmente necesarios, pero, tomados
separadamente, son todos ellos igualmente estériles.
En efecto, la economía política trata de la producción, de la distribución y
del consumo de la riqueza o de los valores; pero ¿de qué valores? De los valores
producidos por la industria humana, es decir, de las transformaciones que el
hombre ha hecho sufrir a la materia para apropiarla a su uso, pero no de las
producciones espontáneas de la Naturaleza. El trabajo del hombre no consiste en
una simple aprehensión de la mano, y sólo tiene valor cuando media su actividad
inteligente. Sin ella, la sal del mar, el agua de las fuentes, la hierba de los
campos, los árboles de los bosques, no tienen valor por sí mismos. La mar, sin
el pescador y sus redes, no suministra peces; el monte, sin el leñador y su
hacha, no produce leña para el hogar ni madera para el trabajo; la pradera, sin
el segador, no da heno ni hierba. La Naturaleza es como una vasta materia de
explotación y de producción. Pero la Naturaleza no produce nada sino para la
Naturaleza. En el sentido económico, sus productos, con respecto al hombre, no
son todavía productos. Los capitales, los útiles y las máquinas, son igualmente
improductivos. El martillo y el yunque, sin herrero y sin hierro, no forjan; el
molino, sin molinero y sin grano, no muele, etc. Reunid los útiles y las
primeras materias; arrojad un arado y semillas sobre un terreno fértil; preparad
una fragua, encended el fuego y cerrad el taller, y no produciréis nada.
Finalmente, el trabajo y el capital unidos, pero mal combinados, tampoco
producen nada. Labrad en el desierto, agitad el agua del río, amontonad
caracteres de imprenta, y con todo esto no tendréis ni trigo, ni peces, ni
libros. Vuestro esfuerzo será tan improductivo como fue el trabajo del ejército
de Jerjes, quien, según el dicho de Herodoto, mandó a sus tres millones de
soldados azotar al Helesponto para castigarle por haber destruido el puente de
barcas que el gran rey había construido.
Los instrumentos y el capital, la tierra, el trabajo, separados y
considerados en abstracto, sólo son productivos metafísicamente. El propietario
que exige una aubana como precio del servicio de su instrumento, de la fuerza
productiva de su tierra, se funda en un hecho radicalmente falso, a saber: que
los capitales producen algo por sí mismos, y al cobrar ese producto imaginario,
recibe, indudablemente, algo por nada. Se me dirá: Pero si el herrero, el
carretero, todo industrial, en una palabra, tiene derecho al producto por razón
de los instrumentos que suministra, y si la tierra es un instrumento de
producción, ¿por qué este instrumento no ha de valer a su propetario, verdadero
o supuesto, una participación en los productos, como les vale a los fabricantes
de carros y de coches?
Contestación: Este es el nudo de la cuestión, el arcano de la
propiedad, que es indispensable esclarecer si se quiere llegar a comprender
cuáles son los extraños efectos del derecho de aubana.
El obrero que fabrica o que repara los instrumentos del cultivador, recibe
por ello el precio una vez, ya en el momento de la entrega, ya en varios plazos;
y una vez pagado al obrero este precio, los útiles que ha entregado dejan de
pertenecerle. Jamás reclama doble salario por un mismo útil, por una misma
reparación: si todos los años participa del producto del arrendatario, es porque
todos los años les presta algún servicio nuevo.
El propietano, por su parte, no pierde la menor porción de su tierra;
eternamente exige el pago de sus instrumentos y eternamente los conserva. En
efecto, el precio de arriendo que percibe el propietario no tiene por objeto
atender a los gastos de entretenimiento y reparación del instrumento. Estos
gastos son de cargo del arrendatario y no conciernen al propietario sino como
interesado en la conservación de la cosa. Si él se encarga de anticiparlos,
tiene buen cuidado de reintegrarse de sus desembolsos. Este precio no
representa, en modo alguno, el producto del instrumento, puesto que éste, por sí
mismo, nada produce; ya lo hemos comprobado anteriormente y tendremos ocasión de
observarlo más adelante. Finalmente, el precio no representa tampoco la
participación del propietario en la producción, puesto que esta participación
sólo podría fundarse, como la del herrero o la del carretero, en la cesión de
todo o parte de su instrumento, en cuyo caso el propietario dejaría de serlo,
oponiéndose esto a la idea de propiedad.
Por consiguiente, entre el propietario y el arrendatario no hay cambio alguno
de valores ni de servicios. Luego, conforme hemos afirmado, el arrendamiento es
una verdadera aubana, un robo, cuyos elementos son el fraude y la violencia de
una parte, y la ignorancia y la debilidad de otra. «Los productos -dicen
los economistas- sólo se compran con productos.» Este aforismo es la
condenación de la propiedad. El propietario que no produce por sí mismo ni por
su instrumento y adquiere los productos a cambio de nada es un parásito o un
ladrón. Por tanto, si la propiedad sólo puede existir como derecho, la propiedad
es imposible.