Pierre Joseph Proudhon, 1809-1865
Se objeta lo siguiente, y esta objeción constituye la segunda parte del
adagio saintsimoniano y la tercera del fourierista:
.Todos los trabajos no son igualmente fáciles. Algunos exigen una gran
superioridad de talento e inteligencia, superioridad que determina un mayor
precio. El artista, el sabio, el poeta, el hombre de Estado, son apreciados en
razón de su mérito superior, y este mérito destruye toda igualdad entre ellos y
los demás hombres. Ante las manifestaciones elevadas de la ciencia y del genio,
desaparece la ley de igualdad. Y si la igualdad no es absoluta, no hay tal
igualdad. Del poeta descendemos al escritor insignificante; del escultor, al
cantero; del arquitecto, al albañil; del químico, al cocinero, etcétera. Las
capacidades se dividen y subdividen en órdenes, en géneros y en especies. Los
talentos superiores se relacionan con los inferiores por otros intermedios. La
humanidad ofrece una extensa jerarquía, en la que se aprecia al individuo por
comparación y se determina su valor por la opinión que alcanza lo que
produce.
Esta objeción ha parecido siempre formidable. Es el obstáculo insuperable de
los economistas y los partidarios de la igualdad. A los primeros los ha inducido
a grandes errores, y ha hecho vacilar a los segundos en increíbles minucias.
Graco Babeuf pretendía que toda superioridad fuese reprimida severamente
y aun perseguida como un peligro social. Para asegurar el edificio de
su comunidad, rebajaba a todos los ciudadanos al nivel del más pequeño. Se ha
visto a gentes ignorantes rechazar la desigualdad en la ciencia, y nada me
extrañaría que se insurreccionasen algún día contra la desigualdad en los
méritos. Aristóteles fue expulsado de su patria; Sócrates apuró la cicuta;
Epaminondas fue citado a juicio; todos por haber sido mirados como superiores en
inteligencia y virtud por demagogos imbéciles. Semejantes atropellos pueden
renovarse mientras haya un pueblo ignorante y ciego, al que la desigualdad de
condiciones haga temer la creación de nuevos tiranos.
Nada parece más monstruoso que lo que se mira demasiado cerca. Nada es más
inverosímil muchas veces que la realidad misma. Según J. Rousseau, «hace falta
mucha filosofía para poder apreciar lo que se ve todos los días», y según
DAlembert, «la verdad, que parece mostrarse de continuo a los hombres, no llega
a su conocimiento a menos que estén advertidos de su existencia». El patriarca
de los economistas, Say, a quien ofrezco ambas citas, habría podido sacar de
ellas buen partido; pero hay quien se ríe de los ciegos y debe llevar anteojos,
y quien observa atentamente y es miope.
¡Cosa singular! Lo que tanto ha alarinado a los hombres no es una objeción,
¡es la condición misma de la igualdad! ...
¡La desigualdad de naturaleza, condición de la igualdad de fortuna! ¡Qué
paradoja! ... Repito mi aserto, y no se crea que he sufrido error al expresarme.
La desigualdad de facultades es la condición sine qua non de la igualdad
de fortunas. Hay que distinguir en la sociedad dos elementos: las funciones
y las relaciones.
I. Funciones: A todo trabajador se le reputa capaz de la obra
que se le confía, o, según una expresión vulgar, todo obrero debe conocer su
oficio. Bastándose el trabajador para su obra, hay ecuación entre el funcionario
y la función. En una sociedad de hombres, las funciones son distintas unas de
otras. Deben, pues, existir capacidades también diferentes.
Además, determinadas funciones exigen una mayor inteligencia y facultades
sobresalientes, y para realizarlas existen individuos de un talento superior.
Toda obra indispensable atrae necesariamente al obrero; la necesidad inspira la
idea y la idea hace el productor. Solamente sabemos aquello que la excitación de
nuestros sentidos nos hace desear solicitando nuestra inteligencia. Sólo
deseamos con vehemencia lo que hemos concebido, y cuanto mejor concebimos, más
capaces somos de producir.
Así, correspondiendo las funciones a las necesidades, las necesidades a los
deseos y los deseos a la percepción espontánea, o sea, a la imaginación, la
misma inteligencia que imagina puede también producir. Por consiguiente, ningún
trabajo es superior al obrero. En síntesis, si la función llama al funcionario,
es porque en realidad el funcionario existe antes que la función.
Es de admirar la economía de la Naturaleza. Dada la multitud de necesidades
diversas que nos ha impuesto, las cuales el hombre aislado, entregado a sus
propias fuerzas, no podría satisfacer, la Naturaleza debía conceder a la raza el
poder que ha negado al individuo. De aquí el principio de la división del
trabajo, fundado en la especialidad de aptitudes. A más de esto, la
satisfacción de ciertas necesidades exige al hombre una creación continua,
mientras que otras pueden ser atendidas en beneficio de millones de hombres y
por millares de siglos con el trabajo de un solo individuo. Por ejemplo, la
necesidad de vestidos y alimentos exige una reproducción perpetua, mientras el
conocimiento del sistema del mundo puede ser adquirido para siempre por dos o
tres hombres de talento superior. Del misn-fo modo, el curso continuo de los
ríos facilita nuestro comercio y pone en movimiento nuestras máquinas, y el sol,
inmóvil en medio del espacio, ilumina el mundo. La Naturaleza, que podría haber
creado tantos Platón y Virgilio, Newton y Cuvier, como agricultores y pastores,
no quiso hacerlo. En cambio, ha establecido cierta proporción entre la
intensidad del genio y la duración de sus producciones, equilibrando el número
de capacidades por la suficiencia de cada una de ellas.
No trato ahora de investigar si la diferencia que existe hoy de un hombre a
otro por razón del talento y la inteligencia es efecto de nuestra deplorable
civilización, y si lo que hoy se llama desigualdad de facultades en
condiciones más favorables no sería más que diversidad de facultades.
Coloco la cuestión en el peor supuesto, y con objeto de que no se me acuse
de tergiversar argumentos y suprimir obstáculos, concedo todas las desigualdades
de talento que se quiera. Algunos filósofos amantes de la nivelación afirman que
todas las inteligencias son iguales y toda la diferencia que hay entre ellas
proviene de la educación. Estoy muy lejos, lo confieso, de tener esta opinión,
que, por otra parte, si fuese cierta, conduciría a un resultado completamente
contrario al que se propone. Porque si las capacidades son iguales, cualquiera
que sea su intensidad, las funciones más repugnantes, más viles y despreciadas,
no pudiendo obligarse a nadie a su ejecución, habían de ser las mejor
retribuidas, lo cual repugna a la igualdad tanto como el principio a cada uno
según sus obras. Dadme, por el contrario, una sociedad en la que cada
talento esté en relación numérica con las necesidades, y en que no se exija a
cada productor más de lo que su especialidad le permita producir, y respetando
escrupulosamente la jerarquía de las funciones, deduciré de ella la igualdad de
las fortunas.
II. Relaciones:.Al tratar del elemento del trabajo, he hecho
ver cómo en una misma clase de servicios productivos, teniendo todos capacidad
para realizar una labor social, la desigualdad de las fuerzas individuales no
puede originar desigualdad alguna en la retribución. Sin embargo, justo es decir
que ciertas capacidades parecen no ser aptas para determinados servicios, al
extremo de que si la industria humana se limitase en un momento a producir una
sola especie de productos, surgirían imnediatamente incapo.cidades numerosas, y,
por consiguiente, sobrevendría la mayor desigualdad social. Pero todo el mundo
sabe, sin necesidad de que yo lo advierta, que la variedad de industrias
compensa y evita las inutilidades absolutas. Es ésta una verdad tan notoria que
no he de detenerme a justificarla. La cuestión se reduce, pues, a probar que las
funciones son iguales entre sí, de igual modo que en una misma función los
trabajadores son entre sí también iguales.
Nadie extrañe que yo niegue al genio, a la ciencia, al valor, a todas las
superioridades que el mundo admire-, el homenaje de las dignidades y las
distinciones del poder y de la opulencia. No soy yo quien lo niega; es la
economía, es la justicia, es la libertad las que lo prohiben. ¡La libertad!
Invoco su nombre por primera vez en este debate. Ella por sí misma defenderá su
causa y decidirá la victoria.
Toda transacción tiene por objeto un cambio de productos o de servicios, y
puede, por tanto, ser calificarla de acto de comercio. Quien dice
comercio, dice cambio de valores iguales, porque si los valores no son iguales y
el contratante perjudicado lo advierte, no consentirá el cambio y no habrá
comercio. El comercio sólo existe entre hombres libres; por consiguiente, no
habrá comercio si la transacción se realiza con violencia o fraude.
Es libre el hombre que está en el uso de su razón y de sus facultades, que no
obra cegado por la pasión ni obligado o impedido por el miedo, ni arrastrado por
el error. Hay, pues, en todo cambio obligación moral de que ninguno de los
contratantes se beneficie en perjuicio del otro. El comercio, para ser legítimo
y verdadero, debe estar exento de toda desigualdad; ésta es la primera condición
del comercio. La segunda es que sea voluntario, es decir, que las partes
transijan con libertad y pleno conocimiento.
Por tanto, defino el comercio o el cambio diciendo que que es un acto de
sociedad.
El negro que vende su mujer por un cuchillo, sus hijos por unos pedazos de
vidrio, y aun su propia persona por una botella de aguardiente, no es libre. El
tratante de carne humana que con él comercia, no es su asociado, sino su
enemigo. El obrero civilizado que vende su energía muscular por un trozo de pan,
que edifica un palacio para dormir él en una buhardilla, que fabrica las telas
más preciadas para ir vestido de harapos, que produce de todo para no disfrutar
de nada, no es libre. El amo para quien trabaja, no siendo su asociado por el
cambio de salario y de servicios que entre ellos se realiza, es su enemigo.
El soldado que sirve a su patria por temor, en lugar de servirla por amor, no
es libre. Sus camaradas y sus jefes, ministros u órganos de la justicia militar,
son todos sus enemigos. El labriego que trabaja en arriendo las tierras; el
industrial que recibe un préstamo usurario; el contribuyente que paga impuestos,
gabelas, patentes, etc., y el diputado que las vota, carecen del conocimiento y
de la libertad de sus actos. Sus enemigos son los propietarios, los
capitalistas, el Estado.
Devolved a los hombres la libertad, iluminad su inteligencia a fin de que
conozcan el alcance de sus contratos, y veréis la más perfecta igualdad
inspirando sus cambios, sin consideración alguna a la superioridad de talentos.
Reconoceréis entonces que en el orden de las ideas comerciales, es decir, en la
esfera de la sociedad, la palabra superioridad carece de sentido. Si Homero me
recita sus versos, apreciaré su genio sublime, en comparación del cual yo,
sencillo pastor, humilde labriego, no soy nada. Si se compara obra con obra,
¿qué son los quesos que produzco y las habas que cosecho para el mérito de una
Ilíada? Pero si, como precio de su inimitable poema, Homero quiere apoderarse de
cuanto tengo y hacerme su esclavo, renuncio al placer de sus versos y le doy
además las gracias. Yo puedo pasarme sin la Ilíada, mientras Homero no
puede estar veinticuatro horas sin mis productos. Que acepte, pues, lo poco que
está en mi mano darle, y después, que su poesía me instruya, me deleite y me
consuele.
De seguro diréis: ¿pero ha de ser tal la situación de quien canta a los
dioses y a los hombres? ¡La limosna con todas sus humillaciones y con todos sus
sufrimientos! ¡Qué bárbara generosidad!... Os ruego que tengáis un poco de
calma. La propiedad hace del poeta un Creso o un mendigo; sólo la igualdad sabe
honrarle y aplaudirle. ¿De qué se trata? De regular el derecho del que canta y
el deber del que escucha. Pues bien, fijaos en esto, que es muy importante para
resolver la cuestión. Los dos son libres, el uno de vender, y el otro de
comprar; esto sentado, sus pretensiones respectivas no significan nada, y la
opinión, modesta o exagerada, que respectivamente puedan tener de sus versos y
de su libertad, en nada afectan a las condiciones del contrato. No es, por
consiguiente, en la consideración del talento, sino en la de los productos,
donde debemos buscar los elementos de nuestro juicio.
Para que el cantor Aquiles obtenga la recompensa que merece, es necesario que
empiece por encontrar quien se la abone. Esto supuesto, siendo el cambio de sus
versos por una retribución cualquiera un acto libre, debe ser al mismo tiempo un
acto justo, o lo que es lo rhismo, los honorarios del poeta deberán ser iguales
a su producción. Pero ¿cuál es el valor de su producción? Supongo, desde luego,
que la Ilíada, esa obra maestra que se trata de retribuir
equitativamente, tenga en realidad un precio ilimitado. Me parece que no podría
exigirse más. Si el público, que es libre de hacer tal adquisición, no la
realiza, claro es que el poema no habrá perdido nada de su valor intrínseco.
Pero su valor en cambio, su utilidad productiva, queda reducida a cero, será
nula. Debemos, pues, buscar la cuantía, del salario correspondiente entre lo
infinito de un lado y la nada de otro, manteniéndonos a igual distancia de ambos
extremos, ya que todos los derechos y todas las libertades deben ser respetados
por igual. En otros términos, no es el valor intrínseco, sino el valor relativo
de la cosa vendida lo que se trata de fijar. La cuestión empieza a
simplificarse. ¿Cuál es actualmente ese valor relativo? ¿Qué recompensa debe
proporcionar a su autor un poema como la Ilíada?
Este problema era el primero que la economía política debla resolver; pero no
solamente no lo resuelve, sino que lo declara irresoluble. Según los
economistas, el valor relativo o de cambio de las cosas no puede determinarse de
un modo absoluto, porque varía constantemente.
Say insiste en que el valor tiene por base la utilidad, y que la utilidad
depende enteramente de nuestras necesidades, de nuestros caprichos, de la moda,
etc., y es tan variable como la opinión. Pero si la economía política es la
ciencia de los valores, de su producción, distribución, cambio y consumo, y a
pesar de ello no puede determinar de un modo absoluto cuál es el valor en
cambio, ¿para qué sirve la economía política? ¿Cómo puede ser ciencia? ¿Cómo
pueden mirarse dos economistas sin echarse a reir? ¿Cómo se atreven a insultar a
los metafísicos y a los psicólogos? Mientras ese loco de Descartes pensaba que
la filosofía necesita una base inquebrantable sobre la cual pudiera levantarse
el edificio de la ciencia, y tenía la paciencia de buscarlo, el Hermes de la
economía, el gran maestro Say, después de dedicar casi un volumen a la
amplificación de este solemne enunciado la economía política es una ciencia,
tiene el valor de afirmar a continuación que esa ciencia no puede determinar
su objeto, lo cual equivale a decir que carece de principio y de fundamento...
El ilustre Say ignoraba lo que es una ciencia, o mejor dicho, no sabía de qué
hablaba.
El ejemplo dado por Say ha producido sus frutos. La economía política, al
extremo a que ha llegado, se parece a la ontología; disertando sobre los efectos
y las causas, no sabe nada, ni explica nada, ni deduce nada. Lo que se llaman
leyes económicas se reduce a algunas generalidades triviales a las que se ha
querido dar una apariencia de gran profundidad, revistiéndolas de un estilo
pretencioso e inteligible. En cuanto a las soluciones que los economistas han
propuesto para resolver los problemas sociales, todo lo que se puede decir es
que, si alguna vez en sus declaraciones se separan de lo ridículo, es para caer
en lo absurdo. Hace veinticinco años que la economía política envuelve como en
una densa niebla a Francia, deteniendo el progreso de las ideas y atentando a la
libertad.
¿Tiene toda creación industrial un valor absoluto, inmutable, y, por tanto,
legítimo y cierto? -Sí. -¿Todo producto humano puede ser cambiado por otro
producto humano? -Sí. -¿Cuántos clavos vale un par de zapatos? -Si pudiéramos
resolver este importante problema, tendríamos la clave del sistema social que la
humanidad busca hace seis mil años. Ante ese problema el economista se confunde
y retrocede, pero el campesino que no sabe leer ni escribir contesta sin
vacilación: Tantos como puedan hacerse en el mismo tiempo y con el mismo
gasto.
El valor absoluto de una cosa es, pues, lo que cuesta de tiempo y de gasto.
-¿Cuánto vale un diamante que sólo ha costado ser recogido en la arena? -Nada,
no es producto del hombre. -¿Cuánto valdrá cuando haya sido tallado y montado?
-El tiempo y los gastos que haya invertido el obrero. -¿Por qué se vende tan
caro? -Porque los hombres no son libres. La sociedad debe regular los cambios y
la distribución de las cosas más raras, igual que la de las cosas más
corrientes, de modo que cada cual pueda participar de ellas y disfrutarlas.
-¿Qué es entonces el valor en cambio? -Una mentira, una injusticia y un
robo.
Dicho esto, es fácil hallar la solución. Si el término medio que deseamos
encontrar entre un valor infinito y un valor nulo consiste, para cada producto,
en la suma de tiempo y gastos que ese mismo producto ha costado, un poema en
cuya composición haya invertido su autor treinta años de trabajo y 10.000
francos en viajes, libros, etc., debe pagarse con la suma de ingresos ordinarios
de un trabajador durante treinta años, más 10.000 francos de indemnización.
Supongamos que la suma total sea de 50.000 francos; si la sociedad que adquiere
la obra maestra se compone de un millón de hombres, cada uno de ellos deberá
abonar cinco céntimos.
Esto da lugar a algunas observaciones:
1º. El mismo producto, en diferentes épocas y en distintos lugares, puede
costar más o menos cantidad de tiempo y de gastos. En este sentido es cierto que
el valor es una cantidad variable. Pero esta variación no es la que indican los
economistas, los cuales enumeran como causas de la variación de los valores el
gusto, el capricho, la moda, la opinión. En una palabra, el valor verdadero de
una cosa es invariable en su expresión algebraica, si bien puede variar en su
expresión monetaria.
2º. El precio de cada producto es lo que ha costado de tiempo y de gastos, ni
más ni menos. Todo producto inútil es una pérdida para el productor, un no-valor
comercial.
3º. La ignorancia del principio de evaluación, y en muchas ocasiones la
dificultad dé aplicarlo, es fuente de fraudes comerciales y una de las causas
más poderosas de la desigualdad de fortunas.
4º. Para retribuir ciertas industrias y determinados productos, la sociedad
debe ser muy numerosa, con objeto de facilitar la concurrencia del talento, de
los productos, de las ciencias y de las artes. Si, por ejemplo, una sociedad de
50 labradores puede sostener un maestro de escuela, habrán de ser 100 los
asociados para pagar un zapatero, 150 para un herrador, 200 para un sastre, etc.
Si el número de labradores se eleva a 1.000, 10.000, 10,0.000, etc., a medida
que aumenta se hace indispensable aumentar también en la misma proporción el de
funcionarios de primera necesidad; de modo que sólo en los sociedades más
poderosas son posibles las funciones más elevadas. Sólo en esto consiste la
distinción de las capacidades. El carácter del genio, el timbre de su gloria es
no poder nacer y desenvolverse sino en el seno de una nacionalidad inmensa. Pero
esta condición fisiológica del genio nada altera en sus derechos sociales. Lejos
de ellos, la tardanza de su aparición demuestra que, en el orden económico y
civil, la más alta inteligencia está sometida a la igualdad de bienes, igualdad
que es anterior a ella y que con ella se perfecciona.
Esto molesta nuestro amor propio, pero es una verdad inexorable. Aquí la
Psicología viene en auxilio de la economía social, haciéndonos ver que entre una
recompensa material y el talento no puede haber una medida común. Bajo este
punto de vista, la condición de todos los productos es igual: por consiguiente,
toda comparación entre ellos y toda distinción de fortunas es imposible.
Si se compara toda obra producida por las manos del hombre con la materia
bruta de que está formada, resultará de un precio inestimable. Merced a esta
consideración, la diferencia que existe entre un par de zuecos y un trozo de
nogal es tan grande como la que hay entre una estatua de Scopas y un pedazo de
mármol. El genio del más sencillo artesano se impone sobre las materias que
explota del mismo modo que el espíritu de un Newton sobre las esferas inertes en
que calcula las distancias, las masas y las revoluciones.
Pedis para el talento y el genio la proporcionalidad de los honores y los
bienes. Decidme cuál es el talento de un leñador, y yo os diré cuál es el de un
Homero. Si hay algo que pueda satisfacer el mérito de la inteligencia, es la
inteligencia misma. Esto es lo que ocurre cuando dos productores de diversos
órdenes se rinden recíprocamente un tributo de admiración y aplauso. Pero cuando
se trata de un cambio de productos con objeto de satisfacer mutuas necesidades,
ese cambio sólo puede realizarse con arreglo a una razón de economía que es
indiferente a la consideración del talento y del genio, pues sus leyes se
deducen, no de una vaga e inapreciable admiración, sino de un justo equilibrio
entre el debe y haber, en una palabra, de la aritmética comercial.
Para que no se crea que la libertad de comprar y vender es la única razón de
la igualdad de los salarios y que la sociedad sólo puede oponer a la
superioridad del talento cierta fuerza de inercia que nada tiene de común con el
derecho, voy a explicar por qué es justa una misma retribución para todas las
capacidades, y por qué la diferencia de salario es una injusticia. Demostraré
que es inherente al talento la obligación de ponerse al nivel social, y sobre la
misma superioridad del genio echaré los cimientos de la igualdad de las
fortunas. Hasta equí he dado la razón negativa de la igualdad de los salarios
entre todas las capacidades; voy a exponer ahora cuál es la razón directa y
positiva.
Oigamos antes al economista, pues siempre es grato observar cómo razona y
procura ser justo. Por otra parte, sin él, sin sus atractivos errores y sus
deleznables argumentos, nada aprenderíamos. La igualdad, tan odiosa al
economista, todo lo debe a la economía política. «Cuando la familia de un médico
(el texto dice de un abogado, pero es menos acertado ese ejemplo) ha gastado en
su educación 40.000 francos, puede considerarse esta suma capitalizada en su
persona. Por tanto, habrá que calcular a esa suma un interés anual de 4.000
francos. Si el médico gana 30.000 francos, quedan 26.000 para la retribución de
su talento personal concedido por la Naturaleza. El capital correspondiente a
esta retribución, calculado al 10 por 100, ascenderá a 260.000 francos, a los
que hay que sumar los 40.000 que importa el capital que sus padres han gastado
en sus instrucción. Estos dos capitales unidos constituyen su fortuna.» (Say,
Curso completo, etc.)
Say divide la fortuna del médico en dos partes: una se compone del capital
invertido en su educación, la otra corresponde a su talento personal. Esta
división es justa, se conforma con la naturaleza de las cosas, es universalmente
admitida, sirve de mayor al gran argumento de la desigualdad de capacidades.
Admito sin reserva esta mayor, pero veamos sus consecuencias:
1º. Say anota en el haber del médico los 40.000 francos que ha costado
su educación. Esos 40.000 francos deben aumentarse en su debe. Porque si
este gasto ha sido hecho para él, no lo ha sido pór él. Por tanto, en vez de
apropiarse esos 40.000 francos, el médico debe descontarlos de sus utilidades y
reintegrarlos a quien los deba. Observamos de paso que Say habla de renta
en lugar de decir reintegro, razonando con arreglo al falso principio
de que los capitales son productivos. Así, pues, el gasto invertido en la
instrucción de un individuo es una deuda contraída por ese mismo individuo. Por
el hecho mismo de haber adquirido determinada aptitud, es deudor de una suma
igual a la empleada en dicha adquisición. Y esto es tan cierto, está tan alejado
de toda sutilidad, que si en una familia la educación de un hijo ha costado
doble o triple que la de sus hermanos, éstos tienen derecho a reintegrarse la
diferencia de la masa común hereditaria antes de proceder a su reparto. Tampoco
ofrece este criterio la menor dificultad práctica, tratándose de una tutela en
la que los bienes se administran a nombre de los menores.
2º. Lo que acabo de decir respecto de la obligación contraída por el médico
de reintegrar los gastos de su educación, no es para el economista una
dificultad, porque puede objetar que el hombre de talento que llegue a heredar a
su familia, heredará también el crédito de 40.000 francos que pesa sobre él, y
por este medio llegará a ser dueño del mismo. Obsérvese que abandonamos ya el
derecho del talento para caer en el derecho de ocupación, y por esto, cuantas
cuestiones quedan planteadas y resueltas en el capítulo Il tienen aquí
aplicación. ¿Qué es el derecho de ocupación? ¿Qué es la herencia? ¿El derecho
hereditario es un derecho de acumulación o solamente un derecho de opción? ¿De
quién recibió el padre del médico su fortuna? ¿Era propietario o sólo
usufructuario de ella? Si era rico, que explique el origen de su riqueza; si era
pobre, ¿cómo pudo subvenir a un gasto tan considerable? Si fue auxiliado por los
demás, ¿cómo se ha constituido sobre esos auxilios en favor de quien los recibía
un privilegio para su disfrute aun contra sus bienhechores?, etc.
3º. «Quedan 26.000 francos para la renta del talento personal concedido por
la Naturaleza.» Según Say, partiendo de esta afirmación, establece que el
talento de nuestro médico equivale a un capital de 200.000 francos. Este hábil
calculador toma una consecuencia por un principio. No es por la ganancia por lo
que se debe apreciar el talento, sino al contrario, es el talento lo que debe
determinar los honorarios. Porque puede ocurrir que, con todo su mérito, el
médico en cuestión no gane nada. Y ¿habrá entonces razón para decir que su
talento o su fortuna son nulos? Tal sería la consecuencia del razonamiento de
Say, consecuencia evidentemente absurda.
Pero determinar en especie el valor de un talento cualquiera es cosa
imposible, porque el talento y los méritos son inconmensurables. ¿Por qué motivo
razonable puede justificarse que un médico debe ganar doble, triple o céntuple
que un campesino? Dificultad inextricable que nunca ha sido resuelta sino por la
avaricia, la necesidad y la opresión. No es así, ciertamente, como debe
determinarse el derecho de talento. ¿Pero qué criterio seguir para
señalarlo?
4º. He afirmado antes que el médico no puede ser peor retribuido que
cualquier otro productor, que no debe quedar por bajo de la igualdad, y no me
detendré a demostrarlo.
Pero ahora añado que tampoco puede elevarse por cima de esa misma igualdad,
porque su talento es una propiedad colectiva que no ha pagado y de la que
siempre será deudor. Así como la creación de todo instrumento de producción es
el resultado de un esfuerzo colectivo, el talento y la ciencia de un hombre son
producto de la inteligencia universal y de una ciencia general lentamente
acumulada por multitud de sabios, mediante el concurso de un sinnúmero de
industrias inferiores. Aun cuando el médico haya pagado sus profesores, sus
libros, sus títulos y satisfecho todos sus gastos, no por eso puede decirse que
ha pagado su talento, como el capitalista tampoco ha pagado su finca y su
palacio con el salario de sus obreros. El hombre de talento ha contribuido a
producir en sí mismo un instrumento útil, del cual es coposeedor, pero no
propietario. A un mismo tiempo existen en él un trabajador libre y un capital
social acumulado. Como trabajador es apto para el uso de un instrumento, para la
dirección de una máquina, que es su propia capacidad. Como capital no se
pertenece, no debe explotarse en su beneficio, sino en el de los demás
hombres.
Quizá hubiera más motivos para disminuir la retribución del talento que para
aumentarla sobre la condición común, si no correspondiese su mérito a los
sacrificios que exige. Todo productor recibe una instrucción, todo trabajador es
una inteligencia, una capacidad, es decir, una propiedad colectiva cuya creación
no es igualmente costosa. Para formar un cultivador y un artesano son necesarios
pocos maestros, pocos años y pocos elementos tradicionales. El esfuerzo
generador y (si se me permite la frase) la duración de la gestación social,
están en razón directa de la superioridad de las capacidades. Pero mientras el
médico, el poeta, el artista, el sabio, producen poco y tarde, la producción del
labrador es más constante y sólo requiere el transcurso de los años. Cualquiera
que sea la capacidad de un hombre, desde el instante en que fue creada no le
pertenece. Comparable a la materia que una mano artista modela, el hombre tiene
la facultad de llegar a ser, y la sociedad le hace ser. ¿Podría decir el
puchero al alfarero: «Yo soy como soy y no te debo nada»? ,
El artista, el sabio, el poeta reciben su justa recompensa sólo con que la
sociedad les permita entregarse exclusivamente a la ciencia y al arte. De modo
que en realidad no trabajan para ellos, sino para la sociedad que les ha
instruido y les dispensa de otro trabajo. La sociedad puede, en rigor, pasarse
sin prosa, ni versos, ni música, ni pintura; pero no puede estar un solo día sin
comida ni alojamiento.
Es indudable que el hombre no vive sólo de pan. Vive también, según el
Evangelio, de la palabra de Dios, es decir, debe amar el bien y
practicarle, conocer y admirar lo bello, contemplar las maravillas de la
Naturaleza. Mas para cultivar su alma es preciso que comience por mantener su
cuerpo. La necesidad le ha impuesto este último deber, cuyo cumplimiento no
puede dejar desatendido. Si es honroso educar e instruir a los hombres, también
lo es alimentarles. Cuando la sociedad, fiel al principio de la división del
trabajo, encomienda a uno de sus miembros una labor artística o científica,
haciéndole abandonar el trabajo común, le debe una indemnización por cuanto le
impide producir industrialmente, pero nada más. Si el designado pidiera más, la
sociedad, rehusando sus servicios, reduciría sus pretensiones a la nada. Y
entonces, obligado para vivir a dedicarse a un trabajo para el cual la
Naturaleza no le dio aptitud alguna, el hombre de talento conocería su
imperfección y viviría de un modo miserable.
Cuéntase que una célebre cantante pidió a la emperatriz de Rusia Catalina II
20.000 rublos. «Esa suma es mayor que la que doy a mis feldmariscales», dijo
Catalina. «Vuestra majestad -replicó la artista- no tiene más que mandarlos
cantar.» Si Francia, más poderosa que Catalina II, dijese a Mlle. Rachel: «Si no
representáis comedias por 100 luises, hilaréis algodón», y a M. Duprez: «Si no
cantáis por 2.400 francos, iréis a cavar viñas», ¿creéis que la trágica Rachel o
el tenor Duprez abandonarían el teatro? Serían los primeros en arrepentirse si
tal hicieran. Mlle. Rachel gana en la Comedia Francesa 60.000 francos por año.
Para un genio como el suyo es poca retribución esa; ¿por qué no ha de ser de
100.000 ó 200.000 francos? ¿Por qué no asignarle una lista civil? ¡Qué
mezquindad!; ¿Qué es un comerciante comparado con una artista como la
Rachel?
Contéstase que la Administración no podría pagar más sin exponerse a una
pérdida; que nadie niega el talento de esa artista, y que para determinar su
retribución ha habido necesidad de tener presente el presupuesto de gastos e
ingresos de la compañía.
Todo esto es justo, y viene a confirmar lo que he dicho, o sea, que el
talento puede ser infinito, pero que la cantidad de su retribución está limitada
por ¡a utilidad que reporta a la sociedad que se la abona y por la riqueza de
esa misma sociedad, o en otros términos, que la demanda del vencedor está
compensada por e rec comprador.
Mlle. Rachel, se dice, proporciona al Teatro Francés más de 60.000 francos de
ingresos. Estoy conforme, pero ¿de quién obtiene el Teatro Francés ese impuesto?
De curiosos perfectamente libres al satisfacerlo. Muy bien; pero los obreros,
arrendatarios, colonos, prestatarios, etc., a quienes esos curiosos toman todo
lo que luego gastan ellos en el teatro ¿son libres? Y mientras la mejor parte de
sus productos se invierte en el espectáculo que esos trabajadores no presencian,
¿se puede asegurar que sus familias no carecen de nada? Hasta que el pueblo,
después de haber deliberado sobre la cuantía de los salarios de todos los
artistas, sabios y funcionarios públicos, no haya expresado su voluntad,
juzgando con conocimiento de causa, la retribución de Mlle. Rachel y de todos
sus compañeros será una contribución forzosa, satisfecha por la violencia, para
recompensar el orgullo y entretener el ocio. Sólo porque no somos libres ni
suficientemente instruidos es hoy posible que el trabajador pague las deudas que
el prestigio del poder y el egoísmo del talento imponen a la curiosidad del
ocioso, y que suframos el perpetuo escándalo de esas desigualdades monstruosas,
aceptadas y aplaudidas con entusiasmo por la opinión.
La nación entera y sólo la nación paga a sus autores, a sus sabios, a sus
artistas y a sus funcionarios, cualquiera que sea el conducto por que reciban
sus ingresos. ¿Con arreglo a qué base debe pagárselas? Con sujeción a la de
igualdad. Lo he demostrado ya por la apreciación de los talentos, y lo
confirmaré en el capítulo siguiente por la imposibilidad de toda desigualdad
social.
¿Qué hemos probado con todo lo expuesto? Cosas tan sencillas que ciertamente
no merecen un debate serio. Que así como el viajero no se apropia el camino que
pisa, el labrador no se apropia el campo que siembra. Que, sin embargo, si un
trabajador, por el hecho de su industria, puede apropiarse la materia que
explota, todo productor se convierte, por el mismo título, en propietario. Oue
todo capital, sea material o intelectual, es una obra colectiva, por lo cual
constituye una propiedad también colectiva. Que el fuerte no tiene derecho a
impedir con sus violencias el trabajo del débil, ni el malicioso a sorprender la
buena fe del crédulo. Y, finalmente, que nadie puede ser obligado a comprar lo
que no desea, y menos aún a pagar lo que no ha comprado. Y, por consiguiente,
que no pudiendo determinarse el valor de un producto por la opinión del
comprador ni por la del vendedor, sino únicamente por la suma de tiempo y de
gastos invertidos en su creación, la propiedad de cada uno permanece siempre
igual.
¿No son estas verdades bien sencillas? Pues por muy simples que te parezcan,
aún has de ver, lector, otras que las ganan en llaneza y claridad. Nos ocurre lo
contrario que a los geómetras. Para éstos los problemas van siendo más difíciles
a medida que avanzan. Nosotros, por el contrario, después de haber comenzado por
las proposiciones más abstrusas, acabaremos por los axiomas. Pero es necesario
que, para terminar este capítulo, exponga aún una de esas verdades exhorbitantes
que jamás descubrirán jurisconsultos ni economistas.