Pierre Joseph Proudhon, 1809-1865
Cuando los saintsimonianos, los fourieristas, y en general todos los
que en nuestros días se ocupan de economía social y de reforma, inscriben en
su............ A CADA UNO SEGÚN SU CAPACIDAD, A CADA CAPACIDAD SEGÚN SUS OBRAS
(Saint-Simón), A CADA UNO SEGÚN SU CAPITAL, SU TRABAJO Y SU CAPACIDAD (Fourier),
entienden, aunque no lo expresen de un modo terminante, que los productos de la
Naturaleza, fecundada por el trabajo y por la industria, son una recompensa, un
premio, concedidos a toda clase de preeminencias y superioridades. Consideran
que la tierra es un inmenso campo de lucha, en el cual la victoria se alcanza no
tanto por el manejo de la espada, o por la violencia y la traición, como por la
riqueza adquirida, por la ciencia, por el talento, por la virtud misma. En una
palabra, entienden, y con ellos todo el mundo, que a la mayor capaciad se debe
la más alta retribución, y sirviéndose del estilo comercial, que tiene la
ventaja de ser exacto, que los beneficios deben ser proporcionados a las obras y
a las capacidades.
Los discípulos de los supuestos reformadores no pueden negar que tal es su
pensamiento, porque si lo intentasen se pondrían en contradicción con sus textos
oficiales y romperían la unidad de sus sistemas.
A cada uno según su capacidad, a cada capacidad según sus obras. A cada
uno según su capital, su trabajo y su talento.
Después de la muerte de Saint Simón y del silencio de Fourier, ninguno de sus
numerosos adeptos ha intentado dar al público una demostración científica de
esta gran máxima; y me atrevo a apostar ciento contra uno a que ningún
fourierista sospecha siquiera que ese aforismo biforme es susceptible de
dos interpretaciones diferentes.
A cada uno según su capacidad, a cada capacidad según sus obras. A cada
uno según su capital, su trabajo y su talento.
Esta proposición, pretencioso y vulgar, tomada, como suele decirse, in
sensu obvio, es falsa, absurda, injusta, contradictoria, hostil a la
libertad, fautora de tiranía, antisocial, y ha sido concebida necesariamente
bajo la influencia categórica del prejuicio capitalista.
Desde luego, hay que eliminar el capital como elemento de la
retribución que se reclama. Los fourieristas, según he podido apreciar
estudiando algunas de sus obras, niegan el derecho de ocupación y no reconocen
mas principio de propiedad que el trabajo. Sentada esta premisa, hubieran
comprendido, si fuesen lógicos, que un capital sólo produce a su propietario en
virtud del derecho de ocupación, y, por consiguiente, que tal producción es
ilegítima. En efecto, si el trabajo es el único fundamento de la propiedad, dejo
de ser propietario de mi campo en cuanto haya un arrendatario que lo explote,
aunque me abone la renta. Lo he demostrado ya hasta la saciedad. Esto núsmo
sucede con todos los capitales, porque emplear un capital en una empresa es, con
arteglo a estricto derecho, cambiar ese capital por una suma equivalente de
productos. No entraré en tal discusión, por demás inútil en este lugar, por
proponerme tratar a fondo en el capítulo siguiente de lo que se llama la
producción de un capital.
El capital, pues, es susceptible de cambio; pero no puede ser, en ningún
caso, fuente de utilidades. Quedan simplemente el trabajo y el
talento, o como dice Saint Simón, las obras y las capacidades.
Voy a examinar ambos elementos uno tras otro.
¿Deben ser las utilidades proporcionadas al trabajo? En otros términos, ¿es
justo que quien más haga más gane? Ruego al lector que ponga en este punto toda
su atención.
Para resolver de una vez el problema, basta enunciar la cuestión en esta
forma: ¿es el trabajo una condición o una guerra? La respuesta no parece
dudosa. Dios dijo al hombre: ganarás el pan con el sudor de tu rostro, es
decir, tú mismo producirás tu pan; trabajarás con esfuerzo mayor o menor, según
sepas dirigir y combinar tus facultades. Dios no ha dicho: disputarás el pan
a tu prójimo, sino: trabajarás a su lado y juntos viviréis en paz. Fijemos
el sentido de esta ley, cuya extremada sencillez puede prestarse al
equívoco.
Preciso es distinguir en el trabajo dos cosas: la asociación y la
materia exportable. Los trabajadores, en cuanto están asociados, son
iguales, e implica una contradicción el que a uno se le pague mas que a otro,
porque no pudiendo pagarse el producto de un trabajador sino con el producto de
otro trabajador, si ambos productos son desiguales, el exceso, o sea, la
diferencia del mayor al menor, no es adquirido por la sociedad, y, por
consiguiente, no habiendo cambio, en nada afecta esta diferencia a la igualdad
de los salarios. Resultará, si se quiere, una igualdad natural para el
trabajador más fuerte, pero una desigualdad social en cuanto no hay para nadie
perjuicio de su fuerza ni de su energía productiva. En una palabra, la sociedad
sólo cambia productos iguales, es decir, paga únicamente los trabajos realizados
en su beneficio; por consiguiente, retribuye lo mismo a todos los trabajadores.
Que uno pueda producir más que otro fuera de la sociedad importa tanto a ésta
como la diferencia del tono de su voz y la del color de su pelo.
Quizá parezca que acabo de establecer yo mismo el principio de la
desigualdad: todo lo contrario. Siendo la suma de los trabajos realizados para
la sociedad tanto mayor cuanto más numerosos son los trabajadores y cuanto más
limitada esté la labor de cada uno, síguese de ahí que la desigualdad natural se
neutraliza a medida que la asociación se extiende, produciéndose socialmente una
mayor cantidad de productos. De manera que en la sociedad lo único que podría
mantener la desigualdad.del trabajo es el derecho de ocupación, el derecho de
propiedad.
Supongamos que esta labor social diaria, ya consista en sembrar, cavar:,
segar, etc., es de dos decámetros cuadrados, y que el término medio de tiempo
necesario para realizarla es de siete horas. Algún trabajador la terminará en
seis, otro en ocho, la mayor parte empleará siete; pero con tal que cada uno
preste la cantidad de trabajo exigido, cualquiera que sea el tiempo que emplee,
tendrá derecho a la igualdad de salario.
El trabajador capaz de hacer su labor en seis horas, ¿tendrá derecho, bajo
pretexto de su mayor fuerza y de su superior aptitud, a usurpar la tarea al
trabajador menos hábil, y de arrebatarle así el trabaio y el pan? ¿Quién se
atreverá a sostenerlo? Quien acabe antes que los otros podrá descansar, si
quiere; podrá entregarse, para entretener sus fuerzas y cultivar su espíritu, a
ejercicios Y trabajos útiles, pero deberá abstenerse de prestar sus servicios a
los débiles con miras interesadas. El vigor, el genio, la actividad y todas las
ventajas personales que esas circunstancias originan, son obra de la Naturaleza
y hasta cierto punto del individuo. La sociedad hace de ellas el aprecio que
merecen, pero la retribución debe ser proporcionada no a lo que puedan hacer,
sino a lo que produzcan. El producto de cada uno está limitado por el derecho de
todos.
Aun en el caso de que la extensión del suelo fuese infinita y la cantidad de
materias de explotación inagotable, tampoco se podría practicar la máxima de
a cada uno según su trabajo. ¿Por qué? Porque aun en tal supuesto la
sociedad, cualquiera que sea el número de los individuos que la componen, sólo
puede dar a todos el mismo salario, puesto que les paga con sus propios
productos. Lo que sí ocurriría es que no habiendo posibilidad de impedir a los
más vigorosos el ejercicio de su actividad, serían mayores, aun dentro de la
igualdad social, los inconvenientes de la desigualdad natural. Pero la tierra,
teniendo en cuenta la fuerza productiva de sus habitantes y de su progresiva
multiplicación, es muy limitada, Por otra parte, el trabajo social es fácil de
realizar en razón a la inmensa variedad de productos y a la extremada división
del trabajo. Pues bien: la limitación de la producción y al propio tiempo la
facilidad de producir, impoilen la ley de igualdad absoluta.
La vida es, en efecto, un combate; pero no del hombre contra el hombre, sino
del hombre contra la Naturaleza, y cada uno de nosotros debe arriesgarse en él.
Si en la lucha acudeel fuerte en socorro del débil, su esfuerzo merecerá
aplausos y amor, pero tal auxilio debe ser libremente prestado, no exigido por
la fuerza ni puesto a precio. Para todos el camino es el mismo, ni demasiado
largo ni demasiado difícil; quien le sigue encuentra su recompensa a su
terminación; pero no es necesario, no es indispensable llegar el primero.
En la imprenta, donde los trabajadores están de ordinario atendiendo a su
ocupación respectiva, el obrero cajista recibe un tanto por cada millar de
letras compuestas, el obrero maquinista un tanto por igual cantidad de pliegos
impresos. En ese oficio, como en todos, se observan las desigualdades del
talento y de la habilidad. Cada cual es libre de desarrollar su actividad y de
ejercitar sus facultades: quien más hace más gana; quien hace menos gana menos.
Si el trabajo disminuye, cajistas y maquinistas se lo distribuyen
equitativamente. Quien pretenda acapararlo todo es rechazado como si se tratara
de un ladrón o de un negrero.
Hay en esta conducta de los tipógrados una filosofía que no alcanzan a
comprender economistas ni junsperitos. Si nuestros legisladores hubieran
inspirado sus códigos en el principio de justicia distributivo que se practica
en las imprentas, si hubieran observado los instintos populares, no para
imitarlos servilmente, sino para reformarlos y generalizarlos, hace tiempo que
la libertad y la igualdad estarían aseguradas sobre bases indestructibles y no
se discutiría más acerca del derecho de propiedad y de la necesidad de las
diferencias sociales.
Se ha calculado que si el trabajo estuviera repartido entre el número de
individuos útiles, la duración media de la labor diaria no excedería en Francia
de cinco horas. ¿Y hay quien se atreva a hablar de esto, de la desigualdad de
los trabajadores? El principio de a cada uno según su trabajo,
interpretado en el sentido de quien más trabaje más debe recibir,
supone, por tanto, dos hechos evidentemente falsos; el uno de economía, a saber:
que en un trabajo social las labores pueden ser desiguales; el segundo de
física, a saber: que la cuantía de la producción es ilimitada.
Pero se dirá: ¿y si alguno no quisiera hacer más que la mitad de su trabajo?
¿Cómo resolver tal dificultad? La mitad del salario habría de bastarle, y
estando retribuido según el trabajo realizado, ¿de qué podría quejarse? ¿Qué
perjuicio causaría a los demás? En este sentido sería justo aplicar el proverbio
a cada uno según sus obras; es la ley de la igualdad misma.
Por lo demás, pueden presentarse numerosas dificultades, todas ellas
relativas a la policía y organización de la industria. Para resolverlas no hay
norma más segura que aplicar el principio de igualdad. Así, podría preguntarse,
tratándose de un trabajo que no pudiese demorarse sin peligro de la producción:
¿debe tolerar la sociedad la negligencia de algunos, y por respeto al derecho al
trabaio deiar de realizar por sí misma el producto que necesitas Eneste caso, ¿a
quién pertenecerá el salario? A la sociedad mediante haber realizado el trabajo,
ya por sí misma, ya por delegación, pero siempre de forma que la igualdad
general no sea violada y que únicamente el perezoso sufra las consecuencias de
su holgazanería. Además, si la sociedad no puede emplear una severidad excesiva
con los perezosos, tiene derecho, en interés de su propia existencia, a corregir
los abusos.
Serán precisos -se dirá- en todas las industrias directores, maestros,
vigilantes, etc. ¿Estarán éstos obligados a realizar el trabajo? No, porque su
trabajo consiste en dirigir, en enseñar y en vigilar. Pero deben ser elegidos
entre los trabajadores por los trabajadores mismos y cumplir las condiciones de
sus cargos. Es esto comparable a toda función pública, ya de administración, ya
de enseñanza.
Formularíamos, pues, el artículo primero del reglamento universal en estos
términos: La cuantía limitada de la materia explotable demuestra la necesidad de
dividir el trabajo por el número de trabajadores. La capacidad que todos tienen
para realizar una labor social útil, es decir, una labor igual, y la
imposibilidad de pagar a un trabajador de otro modo que con el producto de otro
trabajador, justifican la igualdad en la retribución.