Pierre Joseph Proudhon, 1809-1865
Aceptemos, sin embargo, la hipótesis de que el trabajo confiere un derecho de
propiedad sobre la cosa. ¿Por qué no es universal este principio? ¿Por qué el
beneficio de esta pretendida ley se otorga a un pequeño número de hombres y se
niega a la multitud de trabajadores? A un filósofo que sostenía que todos los
animales habían nacido primitivamente de la tierra, fecundizada por los rayos
del sol, del mismo modo qUe los hongos, se le preguntaba en cierta ocasión por
qué la tierra no seguía produciendo de la misma manera. A lo que él respondió:
«Porque ya es vieja y ha perdido su fecundidad.» ¿El trabajo, en otro tiempo tan
fecundo, habrá llegado también a ser estéril? ¿Por qué el arrendatarío no
adquiere ya por el trabajo esa misma tierra que el trabajo transmitió ayer al
propietario?
Dícese que porque ya está apropiada. Esto no es contestar. La aptitud y el
trabajo del arrendatario elevan el producto de la tierraal doble; este exceso es
creación del arrendatario. Supongamos que el dueño, por rara moderación, no se
apropia esa nueva utilidad aumentando el precio del arriendo, y deja al
cultivador el disfrute de su obra; pues aun así, no se da satisfacción a la
justicia. El arrendatario, al mejorar el suelo, ha creado un nuevo valor en la
propiedad, luego tiene derecho a una participación en ella. Si la tierra valía
en un principio 190.000 francos, y por el trabajo del arrendatario llega a valer
150.000, el productor es ,propietario legítimo de la tercera parte de la tierra.
Ch. Comte no hubiera p¿ídido objetar nada contra esta doctrina, porque él mismo
ha dicho: «Los hombres que dan a la tierra mayores condiciones de fertilidad
prestan tanta utilidad a sus semejantes como si creasen una nueva.»
¿Por qué razón esa regla no es aplicable lo mismo al que mejora las
condiciones de una tierra que al que la ha roturado? Por el trabajo del primer
trabajador la tierra vale 1; por el del segundo, vale 2; por parte de uno y otro
se ha creado un valor igual: ¿por qué no reconocer a ambos igualdad en su
propiedad? A menos que se invoque otra vez el derecho del primer ocupante,
desafío a que se oponga a mi criterio ningún argumento eficaz.
Pero se me dirá: «De aceptar vuestra doctrina se llegaría a una mayor
división de propiedad. Las tierras no aumentan indefinidamente de valor; a los
dos o tres cultivos llegan al máximo de su fecundidad. Lo que la agronomía
mejora, es consecuencia del progreso y difusión de las ciencias más que de la
habilidad de los labradores. Así, pues, el hecho de que algunos trabajadores
entrasen en la masa de propietarios ningún argumento ofrecería contra la
propiedad.»
Sería, en efecto, obtener en esta discusión un resultado muy desfavorable, si
nuestros esfuerzos no lograsen más que ampliar el privilegio del suelo y el
monopolio de la industria, emancipando algunos centenares de trabajadores con
olvido de millones de proletarios. Pero esto sería interpretar muy torpemente
nuestro pensamiento y dar escasas pruebas de inteligencia y de lógica.
Si el trabajador que multiplica el valor de la cosa tiene derecho a la
propiedad, quien mantiene ese valor tiene el mismo derecho. Porque para
mantenerlo es preciso aumentar incesantemente, crear de modo continuo. Para
cultivar hay que dar al suelo su valor anual; y sólo mediante una creación de
valor, renovada todos los años, se consigue que la tierra no se deprecie ni se
inutilice. Admitiendo, pues, la propiedad como racional y legítima, admitiendo
el arriendo como equitativo y justo, afirmo que quien cultiva la tierra adquiere
su propiedad con el mismo título que quien la rotura y quien la mejora, y que
cada vez que un arrendatario paga la renta, obtiene sobre el campo confiado a
sus cuidados una fracción de propiedad cuyo denominador es igual a la cuantía de
esa renta. Salid de ahí y caeréis irremisiblemente en lo arbitrario y en la
tiranía; reconoceréis los privilegios de casta; sancionaréis la servidumbre.
Quien trabaja se convierte en propietario. Este hecho no puede negarse, con
arreglo a los principios actuales de la economía política y del derecho. Y al
decir proletario, no entiendo solamente, como nuestros hipócritas economistas,
propietario de sus sueldos, de sus jornales, de su retribución, sino que quiero
decir propietario del valor que crea, el cual sólo redunda en provecho del
dueño.
Como todo esto se relaciona con la teoría de los salarios y de la
distribución de los productos, y esta materia no ha sido aún razonablemente
esclarecida, me permite insistir en ello; esta discusión no será del todo inútil
a mi causa. Muchas gentes hablan de que se conceda a los obreros una
participación en los productos y en los beneficios, pero esta participación que
se reclama para ellos es pura caridad, simple favor. Jamás se ha demostrado, y
nadie lo ha supuesto, que sea un derecho natural, necesario, inherente al
trabajo, inseparable de la cualidad de productor hasta en el último de los
operarios.
He aquí mi proposición: El trabajador conserva, aun después de haber
recibido su salario, un derecho natural de propiedad sobre la cosa que ha
producido.
Y continúo citando a Comte: «Los obreros están dedicados, por ejemplo, a
desecar un pantano, a arrancar los árboles y las nialezas, en una palabra, a
preparar el cultivo del terreno, es indudable que al hacerlo aumentan su valor,
crean una propiedad más considerable; pero el valor que adicionan al terreno les
es pagado con los alimentos que reciben y con el precio de sus jornadas: el
terreno sigue siendo, pues, propiedad del capitalista.»
Este precio no basta. El trabajo de los obreros ha creado un valor; luego
este valor es propiedad de ellos. Y como no han vendido ni permutado, el
capitalista no ha podido adquirirlo. Nada más justo que el capitalista tenga un
derecho parcial sobre el todo por los suministros que ha facilitado. Ha
contribuido con ellos a la producción y debe tener parte en su disfrute. Pero su
derecho no destruye el de los obreros, que han sido sus compañeros en la obra de
la produción. ¿A qué hablar de salarios? El dinero invertido en jornales para
los obreros apenas equivale a unos cuantos años de la posesión perpetua que
ellos abandonan. El salario es el gasto necesario que exige el sostenimiento
diario del trabajador. Es un grave error ver en él el precio de una venta. El
obrero nada ha vendido; no conoce su derecho, ni el alcance de la cesión que
hace al capitalista, ni el espíritu del contrato que se pretende haber otorgado
con él. Por su parte, ignorancia completa; por la del capitalista, error e
imprevisión, en el caso que no sea dolo y fraude.
Hagamos ver todo esto con más claridad y de modo más gráfico por medio de un
ejemplo. Nadie ignora cuántas dificultades existen para convertir una tierra
inculta en tierra laborable y productiva. Son tales, que la mayor parte de las
veces un hombre solo moriría antes de haber podido poner el terreno en situación
de procurar el menor fruto. Sé necesitan para ello los esfuerzos reunidos y
combinados de la sociedad y todos los medios de la industria.
Supongamos que una colonia de 20 ó 30 familias se establece en un territorio
salvaje e inculto, el cual consienten los indígenas en abandonar por arreglo
amistoso. Cada uno de esas familias dispone de un capital pequeño, pero
suficiente: animales, semillas, útiles, algún dinero y víveres. Dividido el
territorio, cada cual se acomoda como puede y comienza a desbrozar el lote que
le ha correspondido. Pero después de algunas semanas de fatigas extraordinarias,
de penas increíbles y trabajos ruinosos y casi sin resultado, los colonizadores
comienzan a quejarse del oficio; la condición les parece dura y maldicen su
triste existencia. Un día, uno de los más listos mata un cerdo, sala una parte
de él, y resuelto a sacrificar el resto de sus provisiones, va a buscar a sus
compañeros de miseria. «Amigos -les dice con afectuoso acento-, ¡cuánto sufrís
trabajando sin fruto y viviendo de mala manera! ¡Quince días de trabajo os han
reducido al último extremo!... Celebremos un pacto que será en todo beneficioso
para vosotros: os daré la comida y el vino; ganaréis, además, tanto por día;
trabajaremos juntos, y ya veréis amigos míos, como estamos todos contentos.»
¿Puede creerse que hay estómagos necesitados capaces de resistir a semejante
oferta? Los más hambrientos siguen al que formula la proposición, y ponen manos
a la obra; el atractivo de la sociedad, la emulación, la alegría, el mutuo
auxilio, multiplican las fuerzas; el trabajo avanza visiblemente; se vence a la
Naturaleza entre alegres cantos y francas risas; en poco tiempo el suelo está
transformado; la tierra, esponjada, sólo espera la semilla. Hecho esto, el
propietario paga a sus obreros, que se marchan agradecidos recordando los días
felices que pasaron a su lado. Otros siguen este ejemplo, siempre con el mismo
éxito, y una vez obtenido, los auxiliaresse dispersan, volviendo cada uno a su
cabaña. Sienten entonces estos últimos la necesidad de vivir: Mientras
trabajaban para el vecino, no trabajaban para sí, y ocupados en el cultivo
ajeno, no han sembrado ni cosechado nada propio durante un año. Contaron con que
al arrendar su esfuerzo personal sólo podían obtener beneficio, puesto que
ahorrarían sus provisiones, y viviendo mejor, conservarían aún su dinero. ¡Falso
cálculo! Crearon para otro un instrumento de producción, pero nada crearon para
ellos. Las dificultades de la roturación siguen siendo las mismas, sus ropas se
han deteriorado, sus provisiones están a punto de agotarse, pronto su bolsa
quedará vacía en beneficio del particular para quien trabajaron, puesto que sólo
él ha comenzado el cultivo. Poco tiempo después cuando el pobre bracero está
falto de recursos, el favorecido, semejante al ogro de la fábula, que huele de
lejos su víctima, le brinda un pedazo de pan. Al uno le ofrece ocuparle en sus
trabajos, al otro comprarle mediante buen precio un pedazo de ese terreno
perdido, del que ningún producto puede obtener; es decir, hace explotar por su
cuenta el campo del uno por el otro. Al cabo de veinte años, de treinta
individuos que primitivamente eran iguales en fortuna, cinco o seis han llegado
a ser propietarios de todo el territorio, mientras los demás han sido
desposeídos filantrópicamente.
En este siglo de moralidad burguesa en que he tenido la dicha de nacer, el
sentido moral está de tal modo debilitado, que -nada me extraña que muchos
honrados propietarios me preguntasen por qué encuentro todo esto injusto e
¡legítimo. Almas de cieno, cadáveres galvanizados, ¿cómo esperar convenceros si
no queréis ver la evidencia de ese robo en acción? Un hombre, con atractivas e
insinuantes palabras, halla el secreto de hacer contribuir a los demás a
establecer su industria. Después, una vez enriquecido por el común esfuerzo,
rehusa procurar el bienestar de aquellos que hicieron su fortuna en las mismas
condiciones que él tuvo a bien señalar. ¿Y aún preguntáis qué tiene de
fraudulenta semejante conducta? Con el pretexto de que ha pagado a sus obreros,
de que nada les debe, de que no tiene por qué ponerse al servicio de otro
abandonando sus propias ocupaciones, rehusa auxiliar a los demás en el cultivo
de igual modo que ellos le ayudaron a él. Y cuando en la impotencia de su
aislamiento estos trabajadores se ven en la necesidad de reducir a dinero su
participación territorial, el propietario, ingrato y falaz, se encuentra
dispuesto a consumar su expoliación y su ruina. ¡Y halláis esto justo! Disimulad
mejor vuestra impresión, porque leo en vuestras miradas el reproche de una
conciencia culpable más que la estúpida sorpresa de una involuntario
ignorancia.
El capitalista, se dice, ha pagado los jornales a sus obreros. Para
hablar con exactitud, había que decir que el capitalista había pagado tantos
jornales como obreros ha empleado diariamente, lo cual no es lo mismo. Porque
esa fuerza inmensa que resulta de la convergencia y de la simultaneidad de los
esfuerzos de los trabajadores no la ha pagado. Doscientos operarios han
levantado en unas cuantas horas el obelisco de Lupsor sobre su base. ¿Cabe
imaginar que lo hubiera hecho un solo hombre en doscientos días? Pero según la
cuenta del capitalista, el importe de los salarios hubiese sido el mismo. Pues
bien; cultivar un erial, edificar una casa, explotar una manufactura, es erigir
un obelisco, es cambiar de sitio una montaña. La más pequeña fortuna, la más
reducida explotación, el planteamiento de la más insignificante industria, exige
un concurso de trabajos y de aptitudes tan diversas que el hombre aislado no
podría suplir jamás. Es muy extraño que los economistas no lo hayan observado.
Hagamos, pues, el examen de lo que el capitalista ha recibido y de lo que ha
pagado.
Necesita el trabajador un salario que le permita vivir mientras trabaja,
porque sólo produce a condición de un determinado consumo. Quien ocupe a un
hombre le debe, pues, alimento y demás gastos de conservación o un salario
equivalente. Esto es lo primero que hay que satisfacer en toda producción.
Concedo por el momento que el capitalista cumpla debidamente con esta
obligación.
Es preciso que el trabajador, además de su subsistencia actual, encuentre en
su producción una garantía de su subsistencia futura, so pena de ver agotarse la
fuente de todo producto y de que se anule su capacidad productiva. En otros
términos, es preciso que el trabajo por realizar renazca perpetuamente del
trabajo realizado; tal es la ley universal de reproducción. Por esta misma ley,
el cultivador propietario halla: 1º. En sus cosechas, el medio no sólo de vivir
él y su familia, sino de entretener y aumentar su capital, de mantener sus
ganados y, en una palabra, de trabajar más y de reproducir siempre. 2º. En la
propiedad de un instrumento productivo, la garantía permanente de un fondo de
explotación y de trabajo.
¿Cuál es el fondo de explotación del que arrienda sus servicios? La necesidad
que el propietario tiene de ellos y su voluntad, gratuitamente supuesta, de dar
ocupación al obrero. De igual modo que en otro tiempo el colono tenía el campo
por la munificencia del señor, hoy debe el obrero su trabajo a la benevolencia y
a las necesidades el propietario; es lo que se llama un poseedor a título
precario. Pero esta condición precaria es una, injusticia, porque implica una
desigualdad en la remuneración. El salario del trabajador no excede nunca de su
consumo ordinario, y no le asegura el salario del mañana, mientras que el
capitalista halla en el instrumento producido por el trabajador un elemento de
independencia y de seguridad para el porvenir.
Este fermento reproductor, este germen eterno de vida, esta preparación de un
fondo y de instrumentos de producción, es lo que el capitalista debe al
productor, y lo que no le paga jamás, y esta detentación fraudulenta es la causa
de la indigencia del trabajador, del lujo del ocioso y de la desigualdad de
condiciones. En esto consiste, especialmente, lo que tan propiamente se ha
llamado explotación del hombre por el hombre.
Una de tres: o el trabajador tiene parte en la cosa que ha producido,
deducción hecha de todos los salarios, o el dueño devuelve al trabajador otros
tantos servicios productivos, o se obliga a proporcionarle siempre trabajo.
Distribución del producto, reciprocidad de servicios o garantía de un trabajo
perpetuo: el capitalista no puede escapar a estas alternativas. Pero es evidente
que no puede acceder a la segunda ni a la tercera de estas condiciones; no puede
ponerse al servicio de los millones de obreros que directa o indirectamente han
procurado su fortuna, ni dar a todos un trabajo constante. No queda más solución
que el reparto de la propiedad. Pero si la propiedad se distribuyese, todas las
condiciones serían iguales, y no habría ni grandes capitalistas ni grandes
propietarios.
Divide et impera:
divide y vencerás; divide y llegarás a ser rico;
divide y engañarás a los hombres, y seducirás su razón, y te burlarás de la
justicia. Aislad a los trabajaclores, separa,dlos uno de otro, y es posible que
el jornal de cada uno exceda del valor de su producción individual; pero no es
esto de lo que se trata. El esfuerzo de mil hombres actuando durante veinte días
se ha pagado igual que el de uno solo durante cincuenta y cinco años; pero este
esfuerzo de mil ha hecho en veinte días lo que el esfuerzo de uno solo, durante
un millón de siglos, no lograría hacer. ¿Es equitativo el trato? Hay que
insistir en la negativa una vez más. Cuando habéis pagado todas las fuerzas
individuales, dejáis de pagar la fuerza colectiva; por consiguiente, siempre
existe un derecho de propiedad colectiva que no habéis adquirido y que defienden
injustamente.
Voy a suponer que un salario de veinte días baste a esa multitud para
alimentarse, alojarse y vestirse durante igual tiempo. Cuando una vez expirado
ese término cese el trabajo, ¿qué puede quedar a esos hombres, si a medida que
han creado han ido abandonando sus obras a los propietarios? Mientras el
capitalista, bien asegurado, merced al concurso de todos los trabajadores, vive
tranquilo sin temor de que le falte el pan ni el trabajo, el obrero sólo puede
contar con la benevolencia de ese mismo propietario, al que ha vendido y
esclavizado su libertad. Por tanto, si el propietario, fundándose en su sobra de
producción y alegando su derecho, no quiere dar trabajo al obrero, ¿de qué va a
vivir éste? Habrá preparado un excelente terreno y no lo sembrará; habrá
construido una casa confortable y magnífica y no la habitará; habrá producido de
todo y no distrútará de nada.
Caminamos por el trabajo hacia la igualdad. Cada paso que damos nos aproxima
más a ella, y si la fuerza, la diligencia, la industria de los trabajadores
fuesen iguales, es evidente quelas fortunas lo serían también. Si como se
pretende, y yo creo haber demostrado, el trabajador es propietario del valor que
crea, se deduce:
1º. Que el trabajador adquiere a expensas del propietario ocioso. 2º. Que
siendo toda producción necesariamente colectiva, el obrero tiene derecho, en
proporción de su trabajo, a una participación en los productos y en los
beneficios. 3º. Que siendo una verdadera propiedad social todo capital
acumulado, nadie puede tener sobre él una propiedad exclusiva.
Estas consecuencias son irrebatibles. Sólo ellas bastarían para trastocar
toda nuestra economía y cambiar nuestras instituciones y nuestras leyes. ¿Por
qué los mismos que establecieron el principio rehusan, sin embargo, aceptar sus
consecuencias? ¿Por qué los Say, los Comte, los Hennequin y otros, después de
haber dicho que la propiedad es efecto del trabajo, tratan a continuación de
inmovilizarla por la ocupación y la prescripción?
Pero abandonemos estos sofistas a sus contradicciones y a su ceguedad. El
buen sentido del pueblo hará justicia a sus equívocos. Apresurémonos a
ilustrarle y a enseñar el camino. La igualdad se acerca; estamos ya a muy corta
distancia de ella y no tardaremos en franquearla.