Pierre Joseph Proudhon, 1809-1865
El derecho de propiedad ha sido el principio del mal sobre la tierra, el
primer eslabón de la larga cadena de crímenes y de miserias que el género humano
arrastra desde su nacimiento. La mentira de la prescripción es el hechizo con
que se ha sugestionado el pensamiento de los hombres, la palabra de muerte con
que se ha amenazado a las conciencias para detener el progreso del hombre hacia
la verdad y mantener la idolatría del error.
El Código francés define la prescripción como «un medio de adquirir los
derechos y de librarse de las obligaciones pcir el transcurso del tiempo».
Aplicando esta definición a las ideas, se puede emplear la palabra prescripción
para designar el favor constante de que gozan las antiguas tradiciones,
cualquiera que sea su objeto; la oposición, muchas veces airada y sangrienta,
que en todas las épocas hallan las nuevas creencias, haciendo del sabio un
mártir. No hay descubrimiento ni pensamiento generoso que, a su entrada en el
mundo, no haya encontrado una barrera formidable de opiniones, a modo de
conjuración de todos los principios existentes. Prescripciones contra la razón,
prescripciones contra los hechos, prescripciones contra toda verdad antes
desconocida, han sido el sumario de la filosofía del statu quo y el
símbolo de los conservadores de todos los tiempos.
Cuando la reforma evangélica vino al mundo, existía la prescripción en favor
de la violencia, del vicio y del egoísmo. Cuando Galileo, Descartes, Pascal y
sus discípulos transformaron la filosofía y las ciencias, la prescripción
amparaba la doctrina de Aristóteles. Cuando nuestros antepasados de 1789
reclamaron la libertad y la igualdad, existía la prescripción para la tiranía y
el privilegio. «Hay y ha habido siempre propietarios, luego siempre los habrá.»
Y con esta profunda máxima, último esfuerzo del egoísmo expirante, los doctores
de la desigualdad social creen contestar a los ataques de sus adversarios,
imaginando, sin duda, que las ideas prescriben como la propiedad.
Alentados por la marcha triunfal de las ciencias a no desconfiar de nuestras
opiniones, acogemos hoy con aplauso al observador de la Naturaleza que, después
de mil experiencias, fundado en un análisis profundo, persigue un principio
nuevo, una ley ignorada. No rechazamos ya ninguna idea con el pretexto de que
han existido hombres más sabios que nosotros y no han observado los mismos
fenómenos ni deducido las mismas consecuencias. ¿Porqué razón no hemos de seguir
igual conducta en las cuestiones políticas y filosóficas? ¿Por qué la ridícula
manía de afirmar que ya se ha dicho todo, lo que equivale a decir que nada fiay
ignorado por la inteligencia humana? ¿Por qué razón la máxima nada nuevo hay
bajo el sol se ha reservado exclusivamente para las investigaciones
metafísicas? Pues sencillamente porque todavía estamos acostumbrados a filosofar
con la imaginación en lugar de hacerlo con la observación y el método; porque
imperando la fantasía y la voluntad en lugar del razonamiento y de los hechos,
ha sido imposible hasta el presente distinguir al charlatán del filósofo, al
sabio del impostor. Desde Salomón y Pitágoras, la imaginación se ha agotado en
el estéril trabajo de inventar, no descubrir las leyes sociales y políticas. Se
fian propuesto ya todos los sistemas posibles. Bajo este punto de vista, es
probable,que todo esté dicho, pero no es menos cierto que todo queda
por saber. En política (para no citar aquí más que esta rama de la
filosofía), en política, cada cual toma partido según su pasión y su interés; el
espíritu se somete a lo que la voluntad le impone; no hay ciencia, no hay ni
siquiera un indicio de certidumbre. Así, la ignorancia general produce la
tiranía general, y mientras la libertad del pensamiento está escrita en la
Constitución, la servidumbre del pensamiento, bajo el nombre de
preponderancia de las mayorías, se halla decretada igualmente en la
Constitución.
Para impugnar la prescripción de que habla el Código no entablaré una
discusión sobre el ánimo de no adquirir invocado por los propietarios. Sería
esto muy enojoso y declamatorio. Todos saben que hay derechos que no pueden
prescribir; y en cuanto a las cosas que se adquieren por el tiempo, nadie ignora
que la prescripción exige ciertas condiciones, y que basta la omisión de una
sola para que aquélla no exista. Si es cierto, por ejemplo, que la posesión de
los propietarios ha sido civil, pública, pacífica y no interrumpida, lo
es también que carece de justo título, puesto que los únicos que
presentan la ocupación y el trabajo, favorecen tanto al proletario demandante
como al propietario demandado. Además, esa misma posesión carece de buena fe,
porque tiene por fundamento un error de derecho, y el error de derecho
impide la prescripción. Aquí el error de derecho consiste ya en que el
detentador posee a título de propiedad, no pudiendo poseer más que a título de
usufructo, ya queha comprado una cosa que nadie tiene derecho a enajenar ni a
vender.
Otra razón por la cual no puede ser invocada le prescripción en favor de la
propiedad, razón deducida de la misma jurisprudencia, es que el derecho de
posesión inmobiliaria forma parte de un derecho universal que ni aun en las más
desastrosas épocas de la humanidad ha llegado a extinguirse; y bastaría a los
proletarios probar que han ejercitado siempre alguna parte de ese derecho para
ser reintegrado en la totalidad. El individuo que tiene, por ejemplo, el derecho
universal de poseer, donar, cambiar, prestar, arrendar, vender, transformar o
destruir la cosa, lo conserva íntegro por la realización de cualquiera de esos
actos, el de prestar, verbigracia, aunque no manifieste nunca en otra forma su
dominio. Del mismo modo, la igualdad de bienes, la igualdad de derechos, la
libertad, la voluntad, la personalidad son otras tantas expresiones de una misma
cosa, del derecho de conservación y de reproducción; en una
palabra, del derecho a vivir, contra el cual la prescripción no puede comenzar a
correr sino desde el día de la exterminación del género humano.
Finalmente, en cuanto al tiempo requerido para la prescripción, estimo
superfluo demostrar que el derecho de propiedad en general, no puede adquiriese
por ninguna posesión de diez, veinte, ciento, mil, ni cien mil años, y que
mientras haya un hombre capaz de comprender e impugnar el derecho de propiedad,
tal derecho no habrá prescrito. Porque no es lo mismo un principio de la
jurisprudencia, un axioma de la razón, que un hecho accidental y contingente. La
posesión de un hombre puede prescribir contra la posesión de otro hombre, pero
así como el poseedor no puede ganar la prescripción contra sí mismo, la razón
conserva siempre la facultad de rectificarse y mortificarse: el error presente
no la obliga para el porvenir. La razón es eterna e inmutable; la institución de
la propiedad, obra de la razón ignorante, puede ser derogada por la razón
instruida: por tanto, la propiedad no puede fundarse en la prescripción. Tan
sólido y tan cierto es todo esto, que precisamente en estos mismos fundamentos
se halla basada la máxima de que en materia de prescripción el error de derecho
no beneficia a nadie.
Pero faltaría a mi propósito, y el lector tendría derecho a acusarme de
charlatanismo, si no tuviese más que decir sobre la prescripción. He demostrado
anteriormente que la apropiación de la tierra es ilegal, y que aun suponiendo
que no lo fuese, sólo se conseguiría de ella una cosa, a saber: la igualdad de
la propiedad. He demostrado en segundo lugar que el consentimiento universal no
prueba nada en favor de la propiedad, y que, de probar algo, sería también la
igualdad en la propiedad. Réstame demostrar que la prescripción, si pudiera
admitirse, presupondría también la igualdad en la propiedad.
Según ciertos autores, la prescripción es una medida de orden público, una
restauración, en ciertos casos, del modo primitivo de adquirir una ficción de la
ley civil, la cual procura atender de este modo a la necesidad de terminar y
resolver litigios que con otro criterio no podrían resolverse. Porque, como dice
Grotius, el tiempo no tiene por sí mismo ninguna virtud efectiva; todo sucede en
el tiempo, pero nada se hace por el tiempo. La prescripción o el derecho de
adquirir por el lapso de tiempo es, por tanto, una ficción de la ley,
convencionalmente admitida.
Pero toda propiedad ha comenzado necesariamente por la prescripción, o como
decían los latinos, por la usucapion, es decir, por la posesión continua.
Y en primer término, pregunto: ¿cómo pudo la posesión convertirse en propiedad
por el lapso de tiempo? Haced la posesión tan antigua como queráis, acumulad
años y siglos, y no conseguiréis que el tiempo, que por sí mismo no crea nada,
no altera nada, no modifica nada, transforme al usufructuario en propietario. La
ley civil, al reconocer a un poseedor de buena fe el derecho de no poder ser
desposeído por un nuevo poseedor, no hace más que confirmar un derecho ya
respetado, y la prescripción, así entendida, sólo significa que en la posesión,
comenzada hace veinte, treinta o cien años, será mantenido el ocupante. Pero
cuando la ley declara que el lapso de tiempo hace propietario al poseedor,
supone que puede crearse un derecho sin causa que le produzca, altera la calidad
del sujeto inmotivadamente, legisla lo que no se discute, sobrepasa sus
atribuciones. El orden público y la seguridad de los ciudadanos sólo exigen la
garantía de la posesión. ¿Por qué ha creado la ley la propiedad? La prescripción
ofrecía una seguridad en el porvenir. ¿Por qué la ley la ha convertido en
privilegio?
El origen de la prescripción es, pues, idéntico al de la propiedad misma; y
puesto que ésta no puede legitimarse sino bajo la indispensable condición de la
igualdad, la prescripción es asimismo una de las muchas formas con que se ha
manifestado la necesidad de conservar esa preciosa igualdad. Y no es esto una
vana inducción, una consecuencia deducida caprichosamente; la prueba de ello
está consignada en todos los códigos.
En efecto, si todos los pueblos han reconocido, por instinto de justicia y de
conservación, la utilidad y la necesidad de la prescripción, y si su propósito
ha sido velar por ese medio por los intereses del poseedor, ¿pudieron dejar
abandonados los del ciudadano ausente, obligado a vivir lejos de su familia y de
su patria por el comercio, la guerra o la cautividad, sin posibilidad de ejercer
ningún acto de posesión? No. Por eso al mismo tiempo que la prescripción se
sancionaba por las leyes, se declaraba que la propiedad se conservaba por la
simple voluntad. Mas si la propiedad se conserva por la simple voluntad, si no,
puede perderse sino por acto del propietario, ¿cómo puede alegarse la
prescripción? ¿Cómo se atreve la ley a presumir que el propietario, que por su
simple voluntad lo sigue siendo, ha tenido intención de abandonar lo que ha
dejado prescribir, cualquiera que sea el tiempo que se fije para deducir tal
conjetura? ¿Con qué derecho castiga la ley la ausencia del propietario
despojándole de sus bienes? ¿Cómo puede ser esto? Hemos visto antes que la
propiedad y la prescripción eran cosas idénticas, y ahora nos encontramos, sin
embargo, con que son conceptos antitéticos que se destruyen entre sí.
Grotius, que presentía la dificultad, la resuelve de manera tan singular, que
bien merece ser conocida. «Hay algún hombre -dice- de alma tan poco cristiana
que, por una miseria, quisiera eternizar el pecado de un poseedor, y esto
sucedería infaliblemente si no tuviera por caducado su derecho.» Pues bien; yo
soy ese hombre. Por mi parte ya puede arder un millón de propietarios hasta el
día del juicio; arrojo sobre su conciencia la porción que ellos me han
arrebatado de los bienes de este mundo. A esa poderosa consideración, añade
Grotius, la siguiente: «Es más beneficioso -dice- abandonar un derecho litigioso
que pleitar, turbar la paz de las naciones y atizar el fuego de la guerra
civil.» Acepto, si se quiere, esta razón, en cuanto me indemnice del perjuicio,
permitiéndome vivir tranquilo. Pero si no consigo tal indemnización, ¿qué me
importa a mí, proletario, la tranquilidad y la seguridad de los ricos? Me es tan
indiferente el orden público como el saludo de los propietarios. Reclamo,
pues, que se me permita vivir trabajando, porque si no moriré combatiendo.
Cualesquiera que sean las sutilezas que se emplean, la prescripción es una
contradicción de la propiedad, o mejor dicho, la propiedad y la prescripción son
dos manifestaciones de un mismo principio, pero en forma que se contrarrestan
recíprocamente, y no es uno de los menores errores de la jurisprudencia antigua
y moderna haber pretendido armonizarlas.
Después de las primeras convenciones, después de los ensayos de leyes y de
constituciones que fueron la expresión de las primeras necesidades sociales, la
misión de los hombres de ley debía ser reformar la legislación en lo que tuviese
de imperfecta, corregir lo defectuoso, conciliar, con mejores definiciones, lo
que parecía contradictorio. En vez de esto, se atuvieron al sentido literal de
las leyes, contentándose con el papel servil de comentaristas y glosadores.
Tomando por axiomas de lo eterno y por indefectible verdad las inspiraciones de
una razón necesariamente falible, arrastrados por la opinión general, subyugados
por la religión de los textos, han establecido el principio a imitación de los
teólogos, de que es infaliblemente verdadero lo que es admitido constante y
universalmente, como si una creencia general, pero irreflexivo, probase algo más
que la existencia de un error general. No nos engañemos hasta ese extremo. La
opinión de todos los pueblos puede servir para comprobar la percepción de un
hecho, el sentimiento vago de una ley; pero nada puede enseñamos, ni sobre el
hecho ni sobre la ley. El consentimiento del género humano es una indicación de
la Naturaleza; no, como ha dicho Cicerón, una ley de la Naturaleza. Bajo la
apariencia se oculta la verdad, que la fe puede creer, pero sólo la reflexión
puede descubrir. Este ha sido el objeto dél progreso constante del espíritu
humano en todo lo concerniente a los fenómenos físicos y a las creaciones del
genio; ¿para qué nos servirían si no los actos de nuestra conciencia y las
reglas de nuestras acciones?