Pierre Joseph Proudhon, 1809-1865
Preámbulo
Casi todos los jurisconsultos, siguiendo a los economistas, han abandonado la
teoría de la ocupación primitiva, que consideraban demasiado ruinosa, para
defender exclusivamente la que funda la propiedad en el trabajo. Pero, a pesar
de haber cambiado de criterio, continúan forjándose ilusiones y dando vueltas
dentro de un círculo de hierro. «Para trabajar es necesario ocupar», ha dicho
Cousin. Por consiguiente, digo yo a mi vez: siendo igual para todos el derecho
de ocupación, es preciso para trabajar someterse a la igualdad. «Los ricos
-escribe Juan Jacobo Rousseau- suelen decir: yo he construido ese muro, yo he
adquirido este terreno por mi trabajo. ¿Y quién os ha concedido los linderos?
-podemos replicarles-. ¿Y por qué razón pretendéis ser compensados a nuestra
costa de un trabajo al que no os hemos obligado?» Todos los sofismas se
estrellan ante este razonamiento.
Pero los partidarios del trabajo no advierten que su sistema está en abierta
contradicción con el Código, cuyos artículos y disposiciones suponen a la
propiedad fundada en el hecho de la ocupación primitiva. Si el trabajo, por la
apropiación que de él resulta, es por sí solo la causa de la propiedad, el
Código civil miente: la Constitución es una antítesis de la verdad; todo nuestro
sistema social una violación del derecho. Esto es lo que resultará demostrado
hasta la evidencia de la discusión que entablaremos en este capítulo y en el
siguiente, tanto sobre el derecho del trabajo como sobre el hecho mismo de la
propiedad. Al propio tiempo veremos, de un lado, que nuestra legislación está en
oposición consigo misma, y de otro, que la jurisprudencia contradice sus
principios y los de la legislación.
He afirmado anteriormente que el sistema que funda la propiedad en el trabajo
presupone la igualdad de bienes, y el lector debe estar impaciente por ver cómo
de la desigualdad de las aptitudes y de las facultades humanas ha de surgir esta
ley de igualdad: en seguida será satisfecho. Pero conviene que fije un momento
su atención en un incidente interesantísimo del proceso, a saber la sustitución
del trabajo a la ocupación, como principio de la propiedad, y que pase
rápidamente revista a ciertos prejuicios que los propietarios tienen costumbre
de invocar, que las leyes consagran y el sistema del trabajo destroza por
completo.
¿Has presenciado alguna vez, lector, el interrogatorio de un acusado? ¿Has
observado sus engaños, sus rectificaciones, sus huídas, sus distinciones, sus
equívocos? Vencido, confundido en todas sus alegaciones, perseguido como fiera
salvaje por el juez inexorable, abandona un supuesto por otro, afirma, niega, se
reprende, se rectifica; acude a todas las estratagemas de la dialéctica más
sutil, con un ingenio mil veces mayor que el inventor de las setenta y dos
formas de .silogismos. Eso mismo hace el propietario obligado a la justificación
de su derecho. Al principio, rehusa contestar, protesta, amenaza, desafía;
después, forzado a aceptar el debate, se parapeta en el sofisma, se rodea de una
formidable artillería, excita su acometividad y presenta como justificantes, uno
a otro y todos juntos, la ocupación, la posesión, la prescripción, las
convenciones, la costumbre inmemorial, el consentimiento universal. Vencido en
este terreno, el propietario se rehace. «He hecho algo más que ocupar -exclama
con terrible emoción-, he trabajado, he producido, he mejorado, transformado,
creado. Esta casa, estos árboles, estos campos son obra de mis manos; yo he sido
quien ha puesto la vid en el lugar de la planta silvestre, la higuera en el del
arbusto salvaje; yo soy quien hoy siembra en tierras ayer yermas. He regado el
suelo con mi sudor, he pagado los obreros que, a no ser por los jornales que
conmigo ganaban, hubieran muerto de hambre. Nadie me ha ayudado en el trabajo ni
en el gasto; nadie participará de sus productos.»
¡Has trabajado, propietario! ¿A qué hablas entonces de ocupación primitiva?
¿Es que no estás seguro de tu derecho y crees poder engañar a los hombres y
sorprender a la justicia? Apresúrate a formular tus alegaciones de defensa,
porque la sentencia será inapelable, y ya sabes que se trata de una
reivindicación.
¡Conque has trabajado! Pero ¿qué hay de común entre el trabajo impuesto por
deber natural y la apropiación de las cosas comunes? ¿Ignoras que el dominio de
la tierra, como el del aire y de la luz, no puede prescribir nunca?
¡Has trabajado! ¿No habrás hecho jamás trabajar a otros? ¿Cómo, entonces, han
perdido ellos trabajando por ti lo que tú has sabido adquirir sin trabajar por
ellos? ¡Has trabajado! En hora buena; pero veamos tu hora. Vamos a contarla, a
pesarla, a medirla. Este será el juicio de Baltasar, porque juro por la balanza,
por el nivel y por la escuadra, signos de tu justicia, que si te has apropiado
el trabajo de otro, de cualquier manera que haya sido, devolverás hasta el
último adarme.
El principio de la ocupación primitiva ha sido, pues, abandonado. Ya no se
dice: «La tierra es del primero que la ocupa.» La propiedad, rechazada en su
primera trinchera, tira el arma de su antiguo adagio. La justicia, recelosa,
reflexiona sobre sus máximas, y la venda que cubría su frente cae sobre sus
mejillas avergonzadas. ¡Y fue ayer cuando se inició el progreso de la filosofía
social! ¡Cincuenta siglos para disipar una mentira! Durante ese lamentable
período, ¡cuántas usurpaciones sancionadas, cuántas invasiones glorificadas,
cuántas conquistas bendecidas! ¡Cuántos ausentes desposeídos, cuántos pobres
expatriados, cuántos hambrientos, víctimas de la riqueza rápida y osada!
¡Cuántas intranquilidades y luchas! ¡Qué de estragos y de guerras entre las
naciones! Al fin, gracias al tiempo y a la razón, hoy se reconoce que la tierra
no es el premio de la piratería, que hay lugar en su suelo para todos. Cada uno
puede llevar su cabra al prado y su vaca al valle, sembrar una parcela de tierra
y cocer su pan al fuego tranquilo del hogar.
Pero no; no todos pueden hacerlo. Oigo gritar por todas partes: ¡«Gloria al
trabajo y a la industria! A cada uno según su capacidad, a cada capacidad según
sus obras.» Y veo de nuevo desposeídas a las tres cuartas partes del género
humano; diríase que el trabajo de los unos fecundiza, como agua del cielo, el de
los demás.
«El problema está resuelto -afirma M. Hennequin-. La propiedad, hija del
trabajo, no goza del presente ni del porvenir, sino bajo la égida de las leyes.
Su origen viene del derecho natural; su poder del derecho civil, y en la
combinación de estas dos ideas, trabajo y protección, se han inspirado
las legislaciones positivas.»
¡Ah! ¡El problema está resuelto! ¡La propiedad es hija del trabajo!
¿Qué es, en tal caso, el derecho de accesión, el de sucesión, el de
donación, etc., sino el derecho de convertirse en propietaro por la simple
ocupación? ¿Qué son vuestras leyes sobre la mayoría de edad, la emancipación, la
tutela, la interdicción, sino condiciones diversas por las cuales el que ya es
trabajador adquiere o pierde el derecho de ocupar, es decir, la propiedad ...
?
No pudiendo en este momento dedicarme a una discusión detallada del Código,
me limitaré a examinar los tres prejuicios más frecuentemente alegados en favor
de la propiedad: 1º. la apropiación o formación de la propiedad por la
posesión; 2º. el consentimiento de los hombres; 3º. la
prescripción. Investigaré a continuación cuáles son los efectos del
trabajo, ya con relación a la condición respectiva de los trabajadores, ya con
relación a la propiedad.