Pierre Joseph Proudhon, 1809-1865
Pothier parece creer que la propiedad, al igual de la realeza, es de derecho
divino y hace remontar su origen hasta el mismo Dios. He aquí sus palabras:
«Dios tiene el supremo dominio del Universo y de todas las cosas que en él
existen. Para el género humano ha creado la tierra y los seres que la habitan,
concediéndole un dominio subordinado al suyo: Tú lo has establecido sobre tus
propias obras, tú has puesto la Naturaleza bajo sus pies, dice el
Salmista. Dios hizo esta donación al género humano con estas palabras que
dirigió a nuestros primeros padres después de la creación: Creced y
multiplicaos, y ocupad la tierra», etc.
Leyendo este magnífico exordio, ¿quien no cree que el género humano es como
una gran familia que vive en fraternal unión, bajo la autoridad de un padre
venerable? Pero ¡cuántos hermanos enemigos, cuántos padres desnaturalizados,
cuántos hijos pródigos!
¿Dios ha hecho donación de la tierra al género humano? Entonces, ¿por
qué no he recibido yo nada? El ha puesto la Naturaleza bajo mis pies, ¡y,
sin embargo, no tengo donde reclinar mi cabeza! Multiplicaos, nos dice
por boca de su intérprete Pothier. ¡Ah!, sabio Poihier, esto se hace mejor que
se dice; pero antes es necesario que facilitéis al pájaro ramas para tejer su
nido.
«Una vez multiplicado el género humano, los hombres repartieron entre sí la
tierra y las cosas que sobre ella había; lo que correspondió a cada uno comenzó
a pertenecerle con exclusión de los demás; éste es el origen del derecho de
propiedad.»
Decid del derecho de posesión. Los hombres vivían en una comunidad, positiva
o negativa, que esto importa poco; Pero no había propiedad, puesto que ni aún
había exclusivismo en la posesión. El aumento de población obligó al hombre a
trabajar para aumentar las subsistencias, y entonces se convino, solemne o
tácitamente, en que el trabajador era único propietario del producto de su
trabajo; esto quiere decir que se estableció una convención, declarando que
nadie podría vivir sin trabajar. De aquí se sigue necesariamente que para
obtener igualdad de subsistencias era menester facilitar igualdad de trabajo, y
que para que el trabajo fuese igual, eran precisos medios iguales para
realizarlo. Quien, sin trabajar, se apoderase por fuerza o por engaño de la
subsistencia de otro, rompía la igualdad y estaba fuera de la ley. Quien
acaparase los medios de producción, bajo pretexto de una mayor actividad,
destruía también la igualdad. Siendo, pues, en esa época la igualdad la
expresión del derecho, lo que atentase a la igualdad era injusto.
De este modo nació con el trabajo la posesión privada, el derecho en la cosa,
¿pero en qué cosa? Evidentemente en el producto, no en el suelo; así es
como lo han entendido siempre los árabes y como, según las relaciones de César y
de Tácito, lo comprendían los germanos. «Los árabes -dice M. de Sismondi-, que
reconocen la propiedad del hombre sobre los rebaños que apacienta, jamás
disputan la recolección a quien sembró un campo, pero no ven la razón de negar a
cualquier otro el derecho de sembrarlo a su vez. La desigualdad que resulta del
pretendido derecho del primer ocupante no les parece fundada en ningún principio
de justicia; y si el terreno está distribuido entre determinado número de
habitantes, les parece un monopolio de éstos en perjuicio del resto de la
nación, con el que no quieren conformarse ... »
En otras partes la tierra fue distribuida entre sus pobladores., Admito que
de este reparto resultase una mejor organización entre los trabajadores, y que
este sistema de repartición, fijo y duradero, ofreciera más ventajas. Pero ¿cómo
ha podido constituir esta adjudicación a favor de cada partícipe un derecho
transmisible de propiedad sobre una cosa a la que todos tenían un derecho
inalterable de posesión? Según la jurisprudencia, esta transformación del
poseedor en propietario es legalmente imposible: implica en el derecho procesal
primitivo la acumulación de la acción ppsesoria y de la petitoria, y admitida la
existencia de una mutua concesión entre los partícipes, supone una transac ción
sobre un derecho natural. Cierto que los primeros agricultores, que fueron
también los primeros autores de las leyes, no eran tan sabios como nuestros
legistas, y aun cuando lo hubieran sido, no lo hubiesen hecho peor que ellos.
Por eso no previeron las consecuencias de la transformación del derecho de
posesión individual en propiedad absoluta.
Refuto a los jurisconsultos con sus propias máximas.
El derecho de propiedad, si pudiese tener alguna causa, no podría tener más
que una sólo: Dominium non potest nisi ex una causa contingere. Se puede
poseer por varios títulos, pero no se puede ser propietario sino por uno solo.
El campo que he desbrozado, que cultivo, sobre el que he construido mi casa:,
que me proporciona con sus frutos el alimento, que me permite sostener mi
rebaño, puede estar en mi posesión: 1º. a título de primer ocupante; 2º. a
título de trabajador; 3º. en virtud del contrato social que me lo asignó como
partícipe. Pero ninguno de estos títulos me concede el derecho de dominio o de
propiedad. Porque si invoco el derecho de ocupación, la sociedad puede
contestarme: «Estoy antes que tú.» Si hago valer mi trabajo, me diría: «Sólo con
esa condición lo posees.» Si me fundo en las convenciones, me replicaría: «Esas
convenciones establecen precisamente la cualidad de usufructuario.» Tales son,
sin embargo, los únicos títulos que los propietarios presentan; jamás han podido
encontrar otros mejores. En efecto, todo derecho, según nos enseña Pothier,
supone una causa que lo produce en beneficio de la persona que lo ejercita. Pero
en el hombre que nace y que muere, en ese hijo de la tierra que pasa rápidamente
como un fantasma, sólo existen, en cuanto a las cosas exteriores, títulos de
posesión y no de propiedad. ¿Cómo ha podido reconocer la sociedad un derecho
contra sí misma, a pesar de no existir causa que lo produjese? ¿Cómo,
estableciendo la posesión, ha podido conceder la propiedad? ¿Cómo ha sancionado
la ley este abuso de poder?
El alemán Aucillón responde a esto: «Algunos filósofos pretenden que el
hombre, al aplicar su esfuerzo a un objeto de la Naturaleza, a un campo, a un
árbol, sólo adquiere derecho sobre las alteraciones que haga, sobre la forma que
dé al objeto y no sobre el objeto mismo. ¡Vana distinción! Si la forma pudiera
separarse del objeto, quizá cupiese duda; pero como eso es casi siempre
imposible, la aplicación del esfuerzo humano a las distintas partes del mundo
exterior es el primer fundamento del derecho de propiedad¡ el primer origen de
los bienes.»
« ¡Ridículo pretexto! Si la forma no puede ser separada del objeto, ni la
propiedad de la posesión, es preciso distribuir la posesión. - A la sociedad
corresponden en todo caso el derecho de fijar condiciones a la propiedad.
Supongamos que una finca rústica rinde anualmente 10.000 francos de productos
líquidos, y que (esto sería verdaderamente extraordinario) esa finca no puede
dividirse. Supongamos también que, según cálculos Prudentes, el gasto medio
anual de cada familia es de 3.000 francos. Con arreglo a mi criterio, el
proseedor de esa propiedad debe estor obligado a abonar a la sociedad un valor
equivalente a 10.000 francos anuales, previa dedución de todos los gastos de
explotación y de los 3.000 necesarios al sostenimiento de su familia. Este pago
anual no es el de un arrendamiento, sino el de una indemnización.
La justicia hoy en uso expondría su opinión en la siguiente forma:
«Considerando que el trabajo altera la forma de las cosas, y como la forma y la
materia no pueden separarse sin destruir el objeto mismo, es necesario optar por
que la sociedad sea desheredada, o por que el trabajador pierda el fruto de su
trabajo: Considerando que en cualquier otro caso la propiedad de la materia
supondría la de lo que por accesión se le hubiera incorporado, pero en el de que
se trata, la propiedad de lo accesorio implica la de lo principal. Se declara
que el derecho de apropiación, por razón del trabajo, no es admisible contra los
particulares, y en cambio tendrá lugar contra la sociedad.»
Tal es el constante modo de razonar de los jurisconsultos sobre la propiedad.
La ley se ha establecido para determinar los derechos de los hombres entre sí,
es decir, del individuo para con el individuo y del individuo para con la
sociedad. Y como si una proporción pudiese subsistir con menos de cuatro
términos, los jurisconsultos prescinden siempre del último. Mientras el hombre
se halla en oposición con el hombre, la propiedad sirve de peso a la propiedad,
y ambas fuerzas contrarias se equilibran. Pero cuando el hombre se encuentra
aislado, es decir, en oposición a la sociedad que él mismo representa, la
jurisprudencia enmudece, Themis pierde un platillo de su balanza.
Oigamos al profesor de Rennes, al sabio Touiller: «¿Cómo la preferencia
originada por la ocupación se ha convertido después en una propiedad estable y
permanente, a pesar de poder ser impugnada desde el momento en que el primer
ocupante cesase en su posesión? La agricultura fue una consecuencia natural de
la multiplicación del género humano, y la agricultura, a su vez, favoreció la
población e hizo necesario el reconocimiento de una propiedad permanente, porque
¿quién se habría tomado el trabajo de labrar y sembrar, si no tuviera la
seguridad de recolectar los frutos?»
Para tranquilizar al labrador bastaría asegurarle la posesión de los frutos.
Concedamos además que se le mantuviera en su ocupación territorial mientras
continuase su cultivo. Todo esto era cuanto tenía derecho a esperar, cuanto
exigía el progreso de la civilización. Pero, ¿la propiedad?, ¡el derecho sobre
un suelo que no se ocupa ni se cultiva! ¿Quién le ha autorizado para
otorgárselo? ¿Cómo podrá legitimarse?
«La agricultura no fue por sí sola bastante para establecer la propiedad
permanente; se necesitaron leyes positivas, magistrados para aplicarlas; en una
palabra, el Estado político. La multiplicación del género humano hizo precisa la
agricultura; la necesidad de asegurar al cultivador los frutos de su trabajo
exigió una propiedad permanente y leyes para protegerla. Así, pues, a la
propiedad debemos la creación del Estado.»
Es verdad, del Estado político, tal como está establecido, Estado que primero
fue despotismo, luego monarquía, después aristocracia, hoy democracia y siempre
tiranía.
«Sin el lazo de la propiedad no hubiera sido posible someter a los hombres al
yugo saludable de la ley, y sin la propiedad permanente la tierra hubiera
continuado siendo un inmenso bosque. Afirmamos, pues, con los autores más
respetables, que si la propiedad transitoria, o sea, el derecho de preferencia
que se funda en la ocupación, es anterior a la existencia de la sociedad civil,
la propiedad permanente, tal como hoy la conocemos, es obra del derecho civil.
Este es el que ha sancionado la máxima de que la propiedad, una vez adquirida,
no se pierde sino por acto del propietario, y que se corrserva después de
perdida la posesión de la cosa, aunque ésta se encuentre en poder de un tercero.
Así la propiedad y la posesión, que en el estado primitivo estaban confundidas,
llegan a ser, por el derecho civil, dos conceptos distintos e independientes;
conceptos que, según la expresión de las leyes, nada tienen entre sí de común.
Obsérvese por esto qué prodigioso cambio se ha realizado en la propiedad y cómo
las leyes civiles han alterado la Naturaleza.»
En efecto; la ley, al constituir la propiedad, no ha sido la expresión de un
hecho psicológico, el desarrollo de una ley natural, la aplicación de un
principio moral. La ley, por el contrario, ha creado un derecho fuera del
círculo de sus atribuciones; ha dado forma a una abstración, a una metáfora, a
una ficción; y todo esto sin dignarse prever las consecuencias, sin ocuparse de
sus inconvenientes, sin investigar si obraba bien o mal. Ha sancionado el
egoísmo, ha amparado pretensiones monstruosas, ha accedido a torpes estímulos,
como si estuviera en su poder abrir un abismo sin fondo y dar satisfacción al
mal. Ley ciega, ley del hombre ignorante, ley que no es ley; palabra de
discordia. de mentira y de guerra. Ley surgiendo siempre rejuvenecida y
restaurada, como la salvaguardia de las sociedades, es la que ha turbado la
conciencia de los pueblos, obscurecido la razón de los sabios y originado las
catástrofes de las naciones. Condenada por el cristianismo, defiéndanla hoy sus
ignorantes ministros, tan poco celosos de estudiar la Naturaleza y el hombre
como incapaces de leer sus Sagradas Escrituras.
Pero, en definitiva, ¿qué norma siguió la ley al crear la propiedad? ¿Qué
principio la inspiró? ¿Cuál era su regla? En esto no hay duda posible: ese
principio fue la igualdad.
La agricultura fue el fundamento de la propiedad territorial y la causa
ocasional de la propiedad. No bastaba asegurar al cultivador el fruto de su
trabajo; era, además, preciso garantizarle el medio de producir. Para amparar al
débil contra las expoliaciones del fuerte, para suprimir las violencias y los
fraudes, se sintió la necesidad de establecer entre los poseedores límites de
demarcación permanentes, obstáculos infranqueables. Cada año veíase aumentar la
población y crecer la codicia de los colonos. Se creyó poner un freno a la
ambición, señalando límites que la contuviesen. El suelo fue, pues, apropiado en
razón de una igualdad indispensable a la seguridad pública y al pacífico
disfrute de cada poseedor. No cabe duda de que el reparto no fue geográficamente
igual. Múltiples derechos, algunos fundados en la Naturaleza, pero mal
interpretados y peor aplicados, como las sucesiones, las donaciones, los
cambios, y otros, como los privilegios de nacimiento y de dignidad, creaciones
¡legítimas de la ignorancia y de la fuerza bruta, fueron otras tantas causas que
impidieron la igualdad absoluta. Pero el principio no se altera por esto. La
igualdad había consagrado la posesión, y la igualdad consagró la propiedad.
Necesitaba el agricultor un campo que sembrar todos los años: ¿qué sistema
más cómodo y más sencillo podía seguirse que el de asignar a cada habitante un
patrimonio fijo e inalienable, en vez de comenzar cada año a disputarse las
propiedades y a transportar de territorio en territorio la casa, los muebles y
la familia?
Era necesario que el guerrero, al regresar de una campaña, no se viese
desposeído por los servicios que había prestado a la patria y que recobrase su
heredad. Para esto la costumbre admitió que para conservar la propiedad bastaba
únicamente la intención, nudo ánimo, y que no se perdía aquélla sino en
virtud del consentimiento del mismo propietario.
Era necesaria también que la igualdad de las participaciones territoriales se
mantuviese de generación en generación, sin obligación de renovar la
distribución de las tierras a la desaparición de cada familia. Pareció, por
tanto, natural y justo que los ascendientes y los descendientes, según el grado
de consanguinidad o de afinidad que les unía con el difunto, le sucediesen en
sus bienes. De ahí procede, en primer término, la costumbre feudal y patriarcal
de no reconocer más que un heredero. Después, por el principio de igualdad, fue
la admisión de todos los hijos a la sucesión del padre; y más recientemente, en
nuestro tiempo, la abolición definitiva del derecho de primogenitura.
Pero ¿qué hay de común entre estos groseros bosquejos de organización
instintiva y la verdadera ciencia social? ¿Cómo esos hombres, que no tenían la
menor idea de estadística, de catastro ni de economía política, pudieron
imponernos los principios de nuestra legislación?
La ley, dice un jurisconsulto moderno, es la expresión de una necesidad
social, la declaración de un hecho: el legislador no la hace, la escribe. Esta
definición no es del todo exacta. La ley es la regla por la cual deben
satisfacerse las necesidades sociales. El pueblo no. la vota, el legislador no
la inventa; es el sabio quien la descubre y la formula. De todos modos, la ley,
tal como Comte la ha definido en un extenso trabajo consagrado casi por completo
a ese objeto, no podría ser en su origen más qué la expresión de una
necesidad y la indicación de los medios para remediarla; y hasta el presente
no ha sido tampoco otra cosa. Los legistas, con una exactitud mecánica, llenos
de obstinación, enemigos de toda filosofía, esclavos del sentido literal, han
considerado siempre como la última palabra de la ciencia lo que sólo fue el voto
irreflexivo de hombres de buena fe, pero faltos de previsión.
No preveían, en efecto, estos primitivos fundadores del dominio que el
derecho perpetuo y absoluto a conservar un patrimonio, derecho que les parecía
equitativo, porque entonces era común, supone el derecho de enajenar, de vender,
de donar, de adquirir y de perder, y que, por consecuencia, tal derecho conduce
nada menos que a la destrucción de la misma igualdad en cuyo honor lo
establecieron. Además, aun cuando lo hubieran podido prever, no lo hubieran
tenido en cuenta por impedirlo la necesidad inmediata que les estimulaba. Esto,
aparte de que, como ocurre de ordinario, los inconvenientes son en un principio
muy pequeños y pasan casi inadvertidas.
No previeron esos cándidos legisladores que el principio de que la propiedad
se conserva solamente por la intención implica el derecho de arrendar, de
prestar con interés, de lucrarse en cambio, de crearse rentas, de imponer un
tributo sobre la posesión de la tierra, cuya propiedad está reservada por la
intención, mientras su dueño vive alejado de ella. No previeron esos patriarcas
de nuestra jurisprudencia que si el derecho de sucesión no era el modo natural
de conservar la igualdad de las primitivas porciones, bien pronto las familias
serían víctimas de las más injustas exclusiones, y la sociedad, herida de muerte
por uno de sus más sagrados principios, se destruiría a sí misma entre la
opulencia y la miseria.
No previeron tampoco... Pero no hay necesidad de insistir en ello. Las
consecuencias se perciben demasiado por sí mismas y no es éste el momento de
hacer una crítica del Código civil.
La historia de la propiedad en los tiempos antiguos no es para nosotros más
que un motivo de erudición y de curiosidad. Es regla de jurisprudencia que el
hecho no produce el derecho; la propiedad no puede sustraerse a esta regla. Por
tanto, el reconocimiento universal del derecho de propiedad no legitima el
derecho de propiedad. El hombre se ha equivocado sobre la constitución de las
sociedades, sobre la naturaleza del derecho, sobre la aplicación de lo justo, de
igual modo que sobre la causa de los meteoros y sobre el movimiento de los
cuerpos celestes; sus antiguas opiniones no pueden ser tomadas por artículos de
fe. ¿Qué nos importa que la raza india estuviese dividida en cuatro castas; ni
que en las orillas del Nilo y del Ganges se distribuyese la tierra entre los
nobles y los sacerdotes; ni que los griegos y los romanos colocaran la propiedad
bajo el amparo de los dioses; ni que las operaciones de deslinde y medición de
fincas se celebraran entre ellos con solemnidades y ceremonias religiosas? La
variedad de las formas del privilegio no le salva de la injusticia, el culto de
Júpiter propietario (Zeus Klesios) nada pueba contra la igualdad de los
ciudadanos, de igual modo que los misterios de Venus, la impúdica, nada
demuestran contra la castidad conyugal.
La autoridad del género humano afirmando el derecho de propiedad es nula,
porque este derecho, originado necesariamente por la igualdad, está en
contradicción con su principio. El voto favorable de las religiones que le han
consagrado es también nulo, porque en todos los tiempos el sacerdote se ha
puesto al servicio del poderoso y los dioses han hablado siempre como convenía a
los políticos. Las utilidades sociales que se atribuyen a la propiedad no pueden
citarse en su descargo, porque todas provienen del principio de igualdad en la
posesión, que le es inherente.
¿Qué valor tiene, después de lo dicho, el siguiente ditirambo en honor a la
propiedad, compuesto por Giraud en su libro sobre La propiedad entre los
romanos?
«La institución del derecho de propiedad es la más importante de las
instituciones humanas ... » Ya lo creo; como la monarquía es la más
gloriosa.
«Causa primera de la prosperidad del hombre sobre la tierra.» Porque entonces
suponía la justicia.
«La propiedad llegó a ser el objeto legítimo de su ambición, el anhelo de su
existencia, el asilo de su familia, en una palabra, la piedra fundamental del
hogar doméstico, de la ciudad y del Estado político.» Sólo la posesión ha
producido todo eso.
«Principio eterno ... » La propiedad es eterna como toda negación.
«De toda institución social y de toda institución civil ... » He ahí por qué
toda institución y toda ley fundada en la propiedad perecerá.
«Es un bien tan precioso como la libertad.» Para el propietario
enriquecido.
«En efecto, el cultivo de la tierra laborable ... » Si el cultivador dejase
de ser arrendatario, ¿estaría la tierra por eso peor cultivada?
«La garantía y la moralidad del trabajo ... » Por causa de la propiedad, el
trabajo no es una condición, es un privilegio.
«La aplicación de la justicia ... » ¿Qué es la justicia sin la igualdad
económica? Una balanza... con pesos falsos.
«Toda moral ... » Vientre famélico no conoce la moral. «Todo orden público
... » Sí, la conservación de la propiedad.
«Se funda en el derecho de propiedad.» Piedra angular de todo lo que existe,
falso cimiento de todo lo que debe existir: ésa es la propiedad
Resumo y concluyo:
La ocupación no sólo conduce a la igualdad, sino que impide la propiedad.
Porque si todo hombre tiene derecho de ocupación en cuanto existe y no puede
vivir sin tener una materia de explotación y de trabajo, y si, por otra parte,
el número de ocupantes varía continuamente por los nacimientos y las
defunciones, fuerza es deducir que la porción que a cada trabajador corresponde
es tan variable como el número de ocupantes, y, por consecuencia, que la
ocupación está siempre subordinada a la población, y, finalmente, que no
pudiendo en derecho ser fija la posesión, es imposible en hecho que llegue a
convertirse en propiedad.
Todo ocupante es, pues, necesariamente poseedor o usufructuario, carácter que
excluye el de propietario. El derecho del usufructuario impone las obligaciones
siguientes: Ser responsable de la cosa que le fue confiada; usar de ella
conforme a la utilidad general, atendiendo a su conservación y a su producción;
no poder transformarla, menoscabaría, desnaturalizarla, ni dividir el usufructo
de manera que otro la explote, mientras él recoge el producto. En una palabra,
el usufructuario está bajo la inspección de la sociedad, y sometido a la
condición del trabajo y a la ley de igualdad.
En este concepto queda destruida la definición romana de la propiedad:
derecho de usar y de abusar, inmoralidad nacida de la violencia, la más
monstruosa pretensión que las leyes civiles han sancionado jamás. El hombre
recibe el usufructo de manos de la sociedad, que es la única que posee de un
modo permanente. El individuo pasa, la sociedad no muere jamás.
¡Qué profundo disgusto se apodera de mí al discutir tan triviales verdades!
¿Son éstas las cosas de que aún dudamos? ¿Será necesario rebelarse una vez más
para el triunfo de estas ideas? ¿Podrá la violencia, en defecto de la razón,
traducirlas en leyes?
El derecho de ocupación es igual para todos. No dependiendo de la
voluntad, sino de las condiciones variables del espacio y del número de
extensión de ese derecho, no pudo constituirse la propiedad.
¡Esto es lo que ningún Código ha expresado, lo que ninguna Constitución puede
admitir! ¡Esos son los axiomas que rechazan el derecho civil y el derecho de
gentes! ...
Llegan hasta mí las protestas de los partidarios del tercer sistema, que
dice: «El trabajo, el trabajo es el que origina la propiedad.»
No hagas caso, lector. Te aseguro que este nuevo fundamento de la propiedad
es peor que el primero.