Pierre Joseph Proudhon, 1809-1865
Bonaparte, que tanto dio que hacer a sus legisladores en otras cuestiones, no
objetó nada sobre la propiedad. No es de extrañar su silencio: a los ojos de ese
hombre, personal y autoritario como ningún otro, la propiedad debía ser el
primero de los derechos, de igual modo que la sumisión a su voluntad era el más
santo de los deberes.
El derecho de ocupación o del primer ocupante es el que nace de
la posesión actual, física, efectiva de la cosa. Si yo ocupo un terreno, se
presume que soy su dueño en tanto que no se demuestre lo contrario. Obsérvese
que originariamente tal derecho no puede ser legítimo, sino en cuanto es
recíproco. En esto están conformes los jurisconsultos.
Cicerón compara la tierra a un amplio teatro: Quemadmodum theatrum cum
commune sit, rente tamen dici potest ejus esse eum locum quem quisque occuparit.
En este pasaje se encierra toda la filosofía que la antigüedad nos ha dejado
acerca del origen de la propiedad. El teatro -dice Cicerón- es común a todos; y,
sin embargo, cada uno llama suyo al lugar que ocupa; lo que
equivale a decir que cada sitio se tiene en posesión, no en propiedad.
Esta comparación destruye la propiedad y supone por otra parte la igualdad.
¿Puede ocupar simultáneamente en un teatro un lugar en la sala, otro en los
palcos y otro en el paraíso? En modo alguno, a no tener tres cuerpos como
Géryen, o existir al mismo tiempo en tres distintos lugares, como se cuenta del
mago Apolonio.
Nadie tiene derecho más que a lo necesario, según Cicerón: tal es la
interpretación exacta de su famoso axioma «a cada uno lo que le corresponde»,
axioma que se ha aplicado con indebida amplitud. Lo que a cada uno corresponde
no es lo que cada uno puede poseer, sino lo que tiene derecho a
poseer. ¿Pero qué es lo que tenemos derecho a poseer? Lo que baste a nuestro
trabajo y a nuestro consumo. Lo demuestra la comparación que Cicerón hacía entre
la tierra y un teatro. Bien está que cada uno se coloque en su sitio como
quiera, que lo embellezca y mejore, si puede; pero su actividad no debe
traspasar nunca el límite que le separa del vecino. La doctrina de Cicerón va
derecha a la igualdad; porque siendo la ocupación una mera tolerancia, si la
tolerancia es mutua (y no puede menos de serlo), las posesiones han de ser
iguales.
Grotius acude a la historia; pero desde luego es extraño su modo de razonar,
porque ¿a qué buscar el origen de un derecho que se llama natural fuera de la
Naturaleza? Ese es el método de los antiguos. El hecho existe, luego es
necesario; siendo necesario, es justo, y, por tanto, sus antecedentes son justos
también. Examinemos, sin embargo, la cuestión según la plantea Grotius:
«Primitivamente, todas las cosas eran comunes e indivisas: constituían el
patrimonio de todos ... » No leamos más: Grotius refiere cómo esta comunidad
primitiva acabó por la ambición y la concupiscencia, cómo a la edad de oro
sucedió la de hierro, etc. De modo que la propiedad tendría su origen primero en
la guerra y la conquista, después en los tratados y en los contratos. Pero o
estos pactos distribuyeron los bienes por partes iguales, conforme a la
comunidad primitiva, única regla de distribución que los primeros hombres podían
conocer, y entonces la cuestión del origen de la propiedad se presenta en estos
términos: ¿cómo ha desaparecido la igualdad algún tiempo después? o esos
tratados y contratos fueron impuestos por violencia y aceptados por debilidad, y
en este caso son nulos, no habiéndoles podido convalidar el consentimiento
tácito de la posteridad, y entonces vivimos, por consiguiente, en un estado
permanente de iniquidad y de fraude.
No puede comprenderse cómo habiendo existido en un principio la igualdad de
condiciones, ha llegado a ser con el tiempo esta igualdad un estado
extranatural. ¿Cómo ha podido efectuarlo tal depravación? Los instintos en los
animales son inalterables, manteniéndose así la distinción de las especies.
Suponer en la sociedad humana una igualdad natural primitiva es admitir que la
actual desigualdad es una derogación de la Naturaleza de la sociedad, cuyo
cambio no pueden explicar satisfactoriamente los defensores de la propiedad. De
esto deduzco que si la Providencia puso a los primeros hombres en una condición
de igualdad, debe estimarse este hecho como un precepto por ella misma
promulgado, para que practicasen dicha igualdad con mayor amplitud; de la misma
manera que se ha desarrollado y entendido en múltiples formas el sentimiento
religioso que la misma Providencia inspiró en su alma. El hombre no tiene más
que una naturaleza, constante e inalienable; la sigue por instinto, la abandona
por reflexión y vuelve a aceptarla por necesidad. ¿Quién se atreverá a decir que
no hemos de tomar a ella? Según Grotius, el hombre ha salido de la igualdad.
¿Cómo salió de ella? ¿Cómo volverá a conseguirla? Más adelante lo veremos.
Reid dice: «El derecho de propiedad no es natural, sino adquirido: no procede
de la constitución del hombre, sino de sus actos. Los jurisconsultos han
explicado su origen de manera satisfactoria para todo hombre de buen sentido. La
tierra es un bien común que la bondad del cielo ha concedido a todos los hombres
para las necesidades de la vida: pero la distribución de este bien y de sus
productos es obra de ellos mismos; cada uno ha recibido del cielo todo el poder
y toda la inteligencia necesarios para apropiarse una parte sin perjudicar a
nadie.
«Los antiguos moralistas han comparado con exactitud el derecho común de todo
hombre a los productos de la tierra, antes de que fuese objeto de ocupación y
propiedad de otro, al que se disfruta en un teatro: cada cual puede ocupar,
según va llegando, un sitio libre, y adquirir por este hecho el derecho de estar
en él mientras dura el espectáculo, pero nadie tiene facultad para echar de sus
localidades a los espectadores que estén ya colocados. La tierra es un vasto
teatro que el Todopoderoso ha destinado con sabiduría y bondad infinitas a los
placeres y penalidades de la humanidad entera. Cada uno tiene derecho a
colocarse como espectador y de representar su papel como actor, pero a condición
de que no inquiete a los demás.»
Consecuencias de la doctrina de Reid:
1º. Para que la porción que cada uno pueda apropiarse no signifique perjuicio
para nadie, es preciso que sea igual al cociente de la suma de los bienes
reparables, dividida por el número de los copartícipes.
2º. Debiendo ser siempre igual el número de localidades y el de espectadores,
no puede admitirse que un espectador ocupe dos puestos ni que un mismo actor
desempeñe varios papeles.
3º. A medida que un espectador entre o salga, las localidades deben reducirse
o ampliarse para todo el mundo en la debida proporción, porque, como dice Reid,
el derecho de la propiedad no es natural, sino adquirido y, por
consiguiente, no tienen nada absoluto, y de aquí que, siendo la ocupación en que
se funda un hecho contingente, claro está que no puede comunicar a tal derecho
condiciones de inmutabilidad. Esto mismo parece que es lo que cree el profesor
de Edimburgo cuando añade: «El derecho a la vida presume el derecho a los medios
para sostenerla, y la misma regla de justicia que ordena que la vida del
inocente debe ser respetada, exige también que no se le prive de los medios para
conservarla; ambas cosas son igualmente sagradas... Entorpecer el trabajo de
otro es cometer con él una injusticia tan grande como sería sujetarle con
cadenas o encerrarle en una prisión; el resultado y la ofensa en uno y otro caso
son iguales.»
Así, el jefe de la escuela escocesa, sin tener en consideración las
desigualdades del, talento o de la industria, establece a priori la
igualdad de los medios del trabajo, encomendando a cada trabajador el cuidado de
su bienestar individual, con arregló al eterno axioma: Quien siembra,
recoge.
Lo que ha faltado al filósofo Reid no es el conocimiento del principio, sino
el valor de deducir sus consecuencias. Si el derecho a la vida es igual, el
derecho al trabajo también es igual y el derecho de ocupación lo será asimismo.
¿Podrían ampararse en el derecho de propiedad los pobladores de una isla para
rechazar violentamente a unos pobres náufragos que intentasen arribar a la
orilla? Sólo ante la idea de semejante barbarie se subleva la razón. El
propietario, como un Robinson en su isla, aleja a tiros y a sablazos al
proletario, a quien la ola de la civilización ha hecho naufragar, cuando
pretende salvarse asiéndose a las rocas de la propiedad. «¡Dadme trabajo! -grita
con toda su fuerza al propietario no me rechacéis, trabajaré por el precio que
queráis.» «No tengo en qué emplear tus servicios», responde el propietario
presentándole la punta de su espada o el cañón de su fusil. «Al menos, rebajad
las rentas.» «Tengo necesidad de ellas para vivir.» «¿Y cómo podré pagarlas si
no trabajo?» «Eso es cosa tuya.»
Y el infortunado proletario se deja llevar por la corriente o, si intenta
penetrar en la propiedad, el propietario apunta y lo mata.
Acabamos de oír a un espiritualista; ahora preguntaremos a un materialista y
luego a un ecléctico, y recorrido el círculo de la filosofía, estudiaremos la
jurisprudencia. Segán Destutt de Tracy, la propiedad es una necesidad de nuestra
naturaleza. Que esta necesidad ocasiona horrorosas consecuencias, no puede
negarse, a no estar ciego. Pero son un mal inevitable que nada prueba contra el
principio. «De modo -añade- que tan poco razonable sería rebelarse contra la
propiedad a causa de los abusos que origina, como quejarse de la vida, porque su
resultado inevitable es la muerte. Esta brutal y odiosa filosofía promete, al
menos, una lógica franca y severa; veamos si cumple esta promesa. «Se ha
instruido solemnemente el proceso de la propiedad... como si nosotros pudiésemos
hacer que haya o que no haya propiedad en este mundo... Oyendo a algunos
filósofos y legisladores, no parece sino que en un determinado momento
decidieron los hombres, espontáneamente y sin causa alguna, hablar de lo tuyo
y de lo mío, y que de ello habrían podido y aun debido excusarse. Pero lo
cierto es que lo tuyo y lo mío no han sido inventados jamás.»
Esta filosofía es demasiado realista. Tuyo y mío no expresan
necesariamente asimilación, y así decimos tu filosofía y mi igualdad; porque tu
filosofía eres tú mismo filosofando y mi igualdad soy yo profesando la
iglialdad. Tu,yo y mío indican casi siempre una relación: tu país, tu
parroquiano, tu sastre; mi habitación, mi butaca, mi compañía y mi batallón. En
la primera acepción puede decirse algunas veces mi talento, mi trabajo, mi
virtud; pero jamás mi grandeza ni mí majestad; solamente en el sentido de
relación podemos decir mi casa, mi campo, mi viña, mis capitales, de igual modo
que el criado de un banquero dice mi caja. En una palabra, tuyo y mío son
expresiones de derechos personales idénticos, y aplicados a las cosas que están
fuera de nosotros, indican posesión, función, uso, pero no propiedad.
Nadie creería, si yo no lo probase con textos auténticos, que toda la teoría
de este error se funda en este inocente equívoco: «Con anterioridad a toda
convención, los hombres se encontraban, no precisamente, como asegura Hobbes, en
un estado de hospitalidad, sino de indiferencia. En este estado no
había propiamente nada justo ni injusto; los derechos del uno en nada obstaban a
los del otro. Cada cual tenía tantos derechos como necesidades y el deber de
satisfacerlas sin consideración de ningún género.»
Aceptamos este sistema, sea verdadero o falso. Destutt de Tracy no rehusaría
la igualdad. Según dicha hipótesis, los hombres, mientras están en el estado de
indiferencia, nada se deben. Todos tienen el derecho de satisfacer sus
necesidades sin inquietar a los demás, y, por tanto, la facultad de ejercitar su
Poder sobre la Naturaleza, según la intensidad de sus fuerzas y de sus
facultades. De ahí, como consecuencia necesaria, la mayor desigualdad de bienes
entre los hombres. La desigualdad de condiciones es, pues, aquí el carácter
propio de la indiferencia o del salvajismo, precisamente lo contrario que en el
sistema de Rousseau. Ahora prosigamos: «Las restricciones de estos derechos y de
ese deber no comienzan a indicarse hasta el momento en que se establecen
convenciones tácitas o expresas. Entonces surge la idea de la justicia y de la
injusticia, es decir, del equilibrio entre los derechos del uno y los del otro,
iguales necesariamente hasta ese instante.»
Detengámonos un momento. Dice Reid que los derechos eran iguales hasta
ese momento, lo que significa que cada cual tenía el derecho de satisfacer
sus necesidades sin consideración alguna a las necesidades de otro; o en
otros términos, que todos tenían por igual el derecho de alimentarse; que no
había más derecho que el engaño o la fuerza. Al laclo de la guerra y del
pillaje, coexistía, pues, como medio de vida, la apropiación. Para abolir este
derecho a emplear la violencia y el engaño, este derecho a causarse mutuos
perjuicios, única fuente de la desigualdad de los bienes y de los daños, se
celebraron convenciones tácitas o expresas y se inventó la balanza de la
justicia. Luego estas convenciones y esta balanza tenían por objeto asegurar a
todos la igualdad en el bienestar, y si el estado de indiferencia es el
principio de la desigualdad, la sociedad debe tener por consecuencia necesaria
la igualdad. La balanza social es la igualación del fuerte y del débil, los
cuales, en tanto no son iguales, son extraños, viven aislados, son enemigos. Por
tanto, si la desigualdad de condiciones es un mal necesario, lo será en ese
estado primitivo, ya que sociedad y desigualdad implican contradición. Luego si
el hombre está formado para vivir en sociedad, lo está también para la igualdad:
esta consecuencia es inconcusa.
Y siendo así, ¿cómo se explica que, después de haberse establecido la balanza
de la justicia, aumente la desigualdad de modo incesante? ¿Cómo sigue siendo
desconocido para el hombre el imperio de la justicia? ¿Qué contesta a esto
Destutt de Tracy? «Necesidades y medios, derechos y deberes -dice-
derivan de la facultad de querer. Si el hombre careciese de voluntad, estas
cuestiones no existirían. Pero tener necesidades y medios, derechos y deberes,
es tener, es poseer algo. Son éstas otras tantas especies de propiedades,
tomando esta palabra en su más amplia acepción; esas cosas nos pertenecen.»
Este es un equívoco indigno que no puede justificarse por el afán de
generalizar. La palabra propiedad tiene dos sentidos: 1º. Designa la cualidad,
por la cual una cosa es lo que es, las condiciones que la individualizan, que la
distinguen especialmente de las demás cosas. En este sentido, se dice: las
propiedades del triángulo o de los números, la propiedad del imán, etcétera.
2º. Expresa el derecho dominical de un ser inteligente y libre sobre una cosa;
en este sentido la emplean los jurisconsultos. Así en esta frase: el hierro
adquiere la propiedad del imán, la palabra propiedad no expresa la
misma idea que en esta otra: Adquiero la propiedad de este imán. Decir a
un desgraciado que es propietario porque tiene brazos y piernas, que el
hambre que le atormenta y la posibilidad de dormir al aire libre son propiedades
suyas, es jugar con el vocablo y añadir la burla a la inhumanidad.
«La idea de propiedad es inseparable de la de personalidad. Y es de notar
cómo surge aquélla en toda su plenitud necesaria e inevitablemente. Desde el
momento en que un individuo se da cuenta de su yo, de su persona moral,
de su capacidad para gozar, sufrir y obrar, sabe necesariajnente que ese yo es
propietario exclusivo del cuerpo que anima, de sus órganos, de sus fuerzas y
facultades, etc. Era preciso que hubiese una propiedad natural y necesaria, como
antecedente de las que son artificiales y convencionales, porque nada puede.
haber en el arte que no tenga su origen y principio en la misma Naturaleza.»
Admiremos la buena fe de los filósofos. El hombre tiene propiedades
naturales, es decir, facultades, en la primera acepción de la palabra. Sobre
ellas le corresponde la propiedad, es decir, el dominio en el segundo sentido
del vocablo. Tiene, por consiguiente, la propiedad de ser propietario. ¡Cuánto
me avergonzaría ocuparme de semejantes tonterías, si sólo considerase la
autoridad de Destutt de Tracy! Pero esta pueril confusión es propia de todo el
género humano, desde el origen de las sociedades y de las lenguas, desde que con
las primeras ideas y las primeras palabras nacieron la metafísica y la
dialéctica. Todo lo que el hombre pudo llamar mío, fue en su entendimiento
identificado a su persona, lo consideró como su propiedad, como su bien, como
parte de sí mismo miembro de su cuerpo, facultad de su alma. La posesión de las
cosas fue asimilada a la propiedad de las facultades del cuerpo y del espíritu.
Sobre tan falsa analogía se fundó el derecho de propiedad, imitación de la
naturaleza por el arte, como con tanta elegancia dice Destutt de Tracy.
Pero ¿cómo este ideólogo tan sutil no ha observado que el hombre no es ni aun
siquiera propietario de sus facultades? El hombre posee potencias, virtudes,
capacidades que le han sido dadas por la Naturaleza para vivir, aprender, amar;
pero no tiene sobre ellas un dominio absoluto; no es más que su usufructuario; y
no puede gozar de ese usufructo, sino conformándose a las prescripciones de la
Naturaleza. Si fuese dueño y señor de sus facultades, se abstendría de tener
hambre y frío; levantaría montañas, andaría cien leguas en un minuto, se curaría
sin medicinas por la fuerza de su propia voluntad y sería inmortal. Diría:
«Quiero producir», y sus obras, ajustadas a su ideal, serían perfectas. Diría:
«Quiero saber», y sería sabio; «quiero gozar», y gozaría. Por el contrario, el
hombre no es dueño de sí mismo, ¡y se pretende que lo sea de lo que está fuera
de él! Bueno que use de las cosas de la Naturaleza, puesto que vive a condición
de disfrutarlas; pero debe renunciar a sus pretensiones de proletariado,
recordando que este nombre sólo es aplicable por metáfora.
En resumen: Destutt de Tracy confunde, en una expresión común, los bienes
exteriores de la Naturaleza y del arte con el poder o facultad del
hombre, llamando propiedades a unos y otros, y amparándose en este equívoco,
intenta establecer de modo inquebrantable el derecho de propiedad. Pero de estas
propiedades, unas son innatas, como la memoria, la imaginación, la fuerza, la
belleza. Y otras adquiridas, como la tierra, las aguas, los bosques. En el
estado primitivo o de indiferencia, los hombres más valerosos y más fuertes, es
decir, los más aventajados en razón de las propiedades innatas, gozarían el
privilegio de obtener exclusivamente las propiedades adquiridas. Para evitar
este monopolio y la lucha que, por consecuencia, originase, se inventó una
balanza, una justicia. El objeto de los pactos tácitos o expresos sobre ese
Particular no fue otro que el de corregir, en cuanto fuera posible, la
desigualdad de las propiedades innatas mediante la igualdad de las propiedades
adquiridas. Mientras el reparto de éstas no es igual, los copartícipes siguen
siendo enemigos y la distribución no es definitiva. Así, de un lado, tenemos:
indiferencia, desigualdad, antagonismo, guerra, pillaje, matanzas; y de otro:
sociedad, igualdad, fraternidad, paz y amor. La elección no es dudosa.
José Dutens, autor de una Filosofía de la economía política, se ha
creído obligado en dicha obra a romper lanzas en honor de la propiedad. Su
metafísica parece prestada por Destutt de Tracy. Comienza por esta definición de
la propiedad, que es una perogrullada: «La propiedad es el derecho por el cual
una cosa pertenece como propia a alguno.» Traducción literal: «La propiedad es
el derecho de propiedad.» Después de varias disquisiciones confusas sobre la
voluntad, la libertad y la personalidad, y de distinguir unas propiedades
inmateriales naturales de otras materiales naturales, cuya
división recuerda la de Destutt de Tracy en innatas y adquiridas, José Dutens
concluye por sentar estas dos proposiciones: 1º. la propiedad es en todo hombre
un derecho natural e inalienable. 2º. La desigualdad de las proposiciones es
resultado necesario de la Naturaleza, cuyas proposiciones se reducen a esta otra
aún más sencilla: todos los hombres tienen un derecho igual de propiedad
desigual.
Censura Dutens a Sismondi por haber afirmado que la propiedad territorial no
tiene más fundamento que la ley y los contratos; y él mismo dice, hablando del
pueblo, que «su buen sentido le revela la existencia del contrato
primitivo celebrado entre la sociedad y los propietarios».
Confunde la propiedad con la posesión, la comunidad con la igualdad, lo justo
con lo natural, lo natural con lo posible. Tan pronto toma por equivalentes
estos ciduestos conceptos, como parece diferenciarlos, manteniendo la confusión
en tales términos, que costaría menos refutarlo que comprenderlo. Atraído por el
título del libro, Filosofía de la economía política, sólo he hallado en
él, fuera de las tiniebles del autor ideas vulgares; por esto renuncio a seguir
ocupándome de su contenido.
Cousin, en la Filosofía moral, nos enseña que toda moral, toda ley,
todo derecho, están contenidos en este precepto: ser libre, consérvate libre.
¡Bravo, maestro! No quiero continuar siendo libre; sólo falta que pueda
serlo. Y continúa diciendo: «Nuestro principio es verdadero; es bueno, es
social; no temamos deducir de él todas sus consecuencias.
«1º. Si el ser humano es santo, lo es en toda su naturaleza, y
particularmente en sus actos interiores, en sus sentimientos, en sus ideas, en
las determinaciones de su voluntad. De ahí el respeto debido a la filosofía, a
la religión, a las artes, a la industria, al comercio, a todas las producciones
de la libertad. Digo respeto y no tolerancia porque al derecho no se le tolera,
se le respeta.»
Me posterno humildemente ante la filosofía.
«2º. Mi libertad, que es sagrada, tiene necesidad para exteriorizarse de un
instrumento que se llama cuerpo: el cuerpo participa, por tanto, de la santidad
de la libertad; es inviolable como ella. De aquí el principio de la libertad
individual.
«3º. Mi libertad, para exteriorizarse, tiene necesidad de una propiedad o una
cosa. Esta cosa o esta propiedad participan, por tanto, de la inviolabilidad de
mi persona. Por ejemplo, me apodero de un objeto que es necesario y útil para el
desenvolvimiento exterior de mi libertad, y digo: este objeto es mío, porque no
es de nadie; pues desde entonces lo poseo legítimamente. Así la lejitimidad de
la posesión se funda en dos condiciones. En primer término, yo no poseo sino en
cuanto soy libre: suprimid mi actividad libre y habréis destruido en mí el
principio del trabajo; luego sólo por el trabajo puedo asimilarme la propiedad o
la cosa y sólo asimilándomela la poseo. La actividad libre es, pues, el
principio del derecho de propiedad. Pero esto no basta para legitimar la
posesión. Todos los hombres son libres, todos pueden asimilarse una propiedad
por el trabajo; pero ¿es esto decir que todos tienen derecho sobre toda
propiedad? No, pues para que posea legítimamente no sólo es necesario que, por
condición de ser libre, pueda trabajar y producir, sino que es preciso que ocupe
la propiedad antes que cualquier otro. En resumen: si el trabajo y la producción
son el principio del derecho de propiedad, el hecho de la ocupación primitiva es
su condición indispensable.
«4º. Poseo legítimamente; tengo, pues, el derecho de usar como me plazca de
mi propiedad. Me corresponde, por tanto, el derecho de donarla y el de
transmitirla por cualquier concepto, porque desde el momento en que un acto de
libertad ha consagrado mi donación, ésta es eficaz tanto después de mi muerte
como durante mi vida.»
En definitiva, para llegar a ser propietario, según Cousin, es preciso
adquirir la posesión por la ocupación y el trabajo. A mi juicio, es preciso
además llegar a tiempo, porque si sus primeros ocupantes se han apoderado de
todo, ¿de qué se van a apoderar los últimos? ¿De qué les servirán sus facultades
de apropiación? ¿Habrán de devorarse unos a otros? Terrible conclusión que la
prudencia filosófica no se ha dignado prever, sin duda porque los grandes genios
desprecian los asuntos triviales.
Fijémonos también en que Cousin no concede al trabajo ni a la ocupación,
aisladamente considerados, la virtud de producir el derecho de propiedad. Este,
según él, nace de la unión de esos dos elementos en extraño matrimonio. Es éste
uno de tantos rasgos de eclecticismo tan familiares a M. Cousin, de los que él,
más que nadie, debiera abstenerse. En vez de proceder por análisis, por
comparación, por eliminación y por reducción (únicos medios de descubrir la
verdad a través de las formas del pensamiento, y de las fantasías de la
opinión), hace con todos los sistemas una amalgama, y dando y quitando la razón
a cadp cual simultáneamente, dice: «He aquí la verdad.»
Pero ya he dicho que no refutaría a nadie y que de todas las hipótesis
imaginadas en favor de la propiedad deduciría el principio de igualdad que la
destruye. He afirmado también que toda mi argumentación sólo ha de consistir en
esto: descubrir en el fondo de todos los razonamientos la igualdad, de igual
modo que habré de demostrar algún día que el prinicipio de propiedad falsea las
ciencias de la economía, del derecho y del poder, y las separa de su verdadero
camino.
Ahora bien, ¿no es cierto, volviendo a M. Cousin, que si la libertad del
hombre es santa, es santa por el mismo título en todos los individuos; que si
necesita de la propiedad para exteriorizarse, es decir, para vivir, esta
apropiación de la materia es a todos igualmente precisa; que si quiero ser
respetado en mi derecho de apropiación, debo respetar a los demás en el suyo, y,
por consecuencia, que si en el concepto de lo infinito el poder de apropiación
de la libertad no tiene más límites que ella misma, en la esfera de lo finito
ese mismo poder se halla limitado por la relación matemática entre el número de
las libertades y el espacio que ocupen? ¿No se sigue de aquí que si una libertad
no puede estorbar a otra libertad coetánea en el hecho de apropiarse una materia
igual a la suya, tampoco podrá menoscabar esa facultad a las libertades futuras,
porque mientras que el individuo pasa, la universalidad persiste, y la ley de un
organismo perdurable no puede depender de simples y pasajeros accidentes? Y de
todo esto, ¿no se desprende en conclusión que siempre que nazca un ser dotado de
libertad es necesario que los demás reduzcan su esfera de acción haciendo puesto
al nuevo semejante, y por deber recíproco, que si el recién llegado es designado
heredero de otro individuo ya existente, el derecho de sucesión no constituye
para él un derecho de acumulación, sino solamente un derecho de opción?
He seguido a Cousin hasta en su propio estilo, y lo siento. ¿Acaso es preciso
emplear términos tan pomposos, frases tan sonoras, para decir cosas tan
sencillas? El hombre tiene necesidad de trabajar para vivir; por consiguiente,
tiene necesidad de instrumentos y de materias de producción. Esta necesidad de
producir constituye un derecho; pero este derecho es garantizado por sus
semejantes, a cuyo favor contrae él a su vez idéntica obligación. Cien mil
hombres se establecen en un territorio despoblado, tan grade como Francia. El
derecho de cada uno al capital territorial es de una cienmilésima parte. Si el
número de poseedores aumenta, la parte de cada uno disminuye en proporción a ese
aumento. De modo que si el número de habitantes asciende a 34 millones, el
derecho de cada uno será de una 34 millonésima parte. Estableced entonces la
policía, el gobierno, el trabajo, los cambios, las sucesiones, etc., para que
los medios de trabajo permanezcan siempre iguales y para que cada uno sea libre,
y tendréis una sociedad perfecta.
De todos los defensores de la propiedad, es Cousin el que mejor la ha
fundado. Sostiene, en contra de los economistas, que el trabajo no puede dar un
derecho de propiedad si no está precedido de la ocupación; y en contra de los
legistas, que la ley civil puede determinar y aplicar un derecho natural, pero
no crearlo. No basta decir: «El derecho de propiedad está justificado por el
hecho de la propiedad, y en cuanto a este particular, la ley civil es puramente
declaratoria», esto es confesar que nada se puede refutar a quienes impugnan la
legitimidad del hecho mismo. Todo derecho debe justificarse por sí mismo o por
otro derecho anterior: la propiedad no puede escapar a esta alternativa. He aquí
por qué Cousin la ha fundado en lo que se llama la santidad de la persona
humana, y en el acto por el cual la voluntad se asimila una cosa. «Una vez
tocadas por el hombre -dice un discípulo de Cousin-, las cosas reciben de él una
cualidad que las transforma y las humaniza.» Confieso, por mi parte, que yo no
creo en la magia y que no conozco nada que sea menos santo que la voluntad del
hombre. Pero esta teoría, por endeble que sea, tanto,en psicología como en
derecho, tiene al menos un carácter más filosófico y profundo que las que fundan
la propiedad solamente en el trabajo o en la autoridad de la ley: por eso, según
acabamos de ver, la técnica de Cousin conduce a la igualdad, la cual está
latente en todos sus términos.
Pero quizá la filosofía vea las cosas desde muy alto, sin percibir por ello
su lado práctico. Quizá desde la elevada altura de la especulación, los hombres
parezcan muy pequeños para que el metafísico tenga presentes las diferencias que
los separan; quizá, en fin, la igualdad de condiciones sea uno de esos aforismos
verdaderos en su sublime generalidad, pero que sería ridículo y aun peligroso
aplicar rigurosamente en el uso corriente de la vida y de las transacciones
sociales. Sin duda, es de imitar en este caso la sabia reserva de los moralistas
y jurisconsultos que aconsejan no extremar ninguna conclusión y previenen contra
toda definición, porque según dicen, no hay ninguna que no pueda repugnarse,
deduciendo de ella consecuencias absurdas. La igualdad de condiciones, este
dogma terrible para los oídos del propietario, verdad consoladora en el lecho
del pobre que desfallece, imponente realidad bajo el escalpelo del anatomista,
la igualdad de condiciones, repito, llevada al orden político, civil e
industrial, es, a juicio de los filósofos, una seductora imposibilidad, una
satánica mentira.
Jamás creeré bueno el sistema de sorprender la buena fe de mis lectores. Odio
tanto como a la muerte a quien emplea subterfugios en sus palabras y en su
conducta. Desde la primera página de este libro me he expresado en forma clara y
terminante, para que todos sepan desde luego a qué atenerse respecto a mis
pensamientos y de mis propósitos, y considero difícil hallar en nadie ni más
franqueza ni más osadía. Pues bien; no temo afirmar que no está muy lejos el
tiempo en que la reserva tan admirada en los filósofos, el justo medio tan
recomendado por los doctores en ciencias morales y políticas, han de estimarse
como el carácter de una ciencia sin principios, como el estigma de su
reprobación. En legislación y en moral, como en geometría, los axiomas son
absolutos, las definiciones ciertas y las consecuencias más extremas, siempre
que sean rigurosamente deducidas, verdaderas leyes. ¡Deplorable orgullo! No
sabemos nada de nuestra naturaleza y le atribuimos nuestras contradicciones y,
en el entusiasmo de nuestra estúpida ignorancia, nos atrevemos a decir: La
verdad está en la duda, la mejor definición consiste en no definir nada. Algún
día sabremos si esta desoladora incertidumbre de la jurisprudencia procede de su
objeto o de nuestros perjuicios, si para explicar los hechos sociales sólo es
preciso cambiar de hipótesis, como hizo Copérnico cuando rebatió el sistema de
Ptolomeo.
Pero ¿qué se dirá si demuestro que en todo momento esta misma jurisprudencia
argumenta con la igualdad para legitimar el derecho de propiedad? ¿Qué se me
contestará entonces?