Pierre Joseph Proudhon, 1809-1865
La Declaración de los derechos del hombre ha colocado el de propiedad
entre los llamados naturales e imprescriptibles, que son, por este orden, los
cuatro siguientes: libertad, igualdad, propiedad y seguridad individual.
¿Qué método han seguido los legisladores del 93 para hacer esta enumeración?
Ninguno; fijaron esos principios y disertaron sobre la soberanía y las leyes de
un modo general y según su particular opinión. Todo lo hicieron a tientas,
ligeramente.
A creer a Toullier, «los derechos absolutos pueden reducirse a tres:
seguridad, libertad, propiedad». ¿Por qué ha eliminado la igualdad? ¿Será
porque la libertad la supone, o porque la propiedad la rechaza? El
autor del Derecho civil comentado nada dice sobre ello; no ha sospechado
siquiera que ahí está el punto de discusión.
Pero si se comparan entre sí estos tres o cuatro derechos, se observa que la
propiedad en nada se parece a los otros; que para la mayor parte de los
ciudadanos sólo existe en potencia como facultad dormida y sin ejercicio; que
para los que la disfrutan es susceptible de determinadas transacciones y
modificaciones que repugnan a la cualidad de derecho natural que a la propiedad
se atribuye; que en la práctica los gobiernos, los tribunales y las leyes no la
respetan; y, en fin, que todo el mundo, espontánea y unánimemente, la juzga
quimérica.
La libertad es inviolable. Yo no puedo vender ni enajenar mi libertad. Todo
contrato, toda estipulación que tenga por objeto la enajenación o la suspensión
de la libertad es nulo; el esclavo que pisa tierra de libertad es en el mismo
instante libre. Cuando la sociedad detiene a un malhechor y le quita su
libertad, obra en legítima defensa; quien quebrante el pacto social cometiendo
un crimen, se declara enemigo público, y al atentar a la libertad de los demás,
les obliga a que le priven de la suya. La libertad es la condición primera del
estado del hombre; renunciar a la libertad equivaldría a renunciar a la cualidad
de hombre. ¿Cómo sin libertad podría el hombre realizar sus actos?
Del mismo modo, la igualdad ante la ley no admite restricción ni excepcón.
Todos los ciudadanos son igualmente admisibles a los cargos públicos; y he aquí
por qué, en razón de esta igualdad, la suerte o la edad deciden, en muchos
casos, la preferencia. El ciudadano más humilde puede demandar judicialmente al
personaje más elevado y obtener un fallo favorable. Si un millonario construyese
un palacio en la viña de un pobre labrador, los tribunales podrían condenar al
intruso a la demolición del palacio, aunque le hubiese costado millones, al
replanteo de la viña y al pago de daños y perjuicios. La ley quiere que toda
propiedad legítimamente adquirida sea respetada sin distinción de valor y sin
preferencia de personas.
Cierto es que para el ejercicio de algunos derechos políticos suele exigir la
ley determinadas condiciones de fortuna y de capacidad. Pero todos los
publicistas saben que la intención del legislador no ha sido establecer un
privilegio, sino adoptar garantías. Una vez cumplidas las condiciones exigidas
por la ley, todo ciudadano puede ser elector y elegible: el derecho, una vez
adquirido, es igual para todos, y la ley no distingue entre las personas y los
sufragios. No examino en este momento si este sistema es el mejor; basta a mi
propósito que en el espíritu de la Constitución y a los ojos de todo el mundo la
igualdad ante la ley sea absoluta y que, como la libertad, no pueda ser materia
de transacción alguna.
Lo mismo puede afirmarse respecto al derecho de seguridad personal. Ia
sociedad no ofrece a sus miembros una semiprotección, una defensa incompleta; la
presta íntegramente a sus indiviuos, obligados a su vez con la sociedad. No les
dice: «Os garantizaré vuestra vida, si el hacerlo nada me cuesta; os protegeré,
si en ello no corro peligro», sino que les dice: «Os defenderé de todo y contra
todos; os salvaré y os vengaré o pereceré con vosotros.» El Estado pone todo su
poder al servicio de cada ciudadano obligación que recíprocamente les une es
absoluta.
¡Cuánta diferencia en la propiedad! Codiciada por todos, no está reconocida
por ninguno. Leyes, usos, costumbres, conciencia pública y privada, todo
conspira para su muerte y para su ruina. Para subvenir a las necesidades del
Gobierno, que tiene ejércitos que mantener, obras que realizar, funcionarios que
pagar, son necesarios los impuestos. Nada más razonable que todo el mundo
contribuya a estos gastos. Pero ¿por qué el rico ha de pagar más que el pobre?
Esto es lo justo, se dice, porque posee más. Confieso que no comprendo esta
justicia.
¿Por qué se pagan los impuestos? Para asegurar a cada uno el ejercicio de sus
derechos naturales, libertad, igualdad, seguridad, propiedad; para mantener el
orden en el Estado; para realizar obras públicas de utilidad y de
esparcimiento.
¿Pero es que la vida y la libertad del rico son más costosas de defender que
las del pobre? ¿Es que en las invasiones, las hambres y las pestes representa
para el Estado mayor número de dificultades el gran propietario que huye del
peligro sin acudir a su remedio, que el labriego que continúa en su choza
abierta a todos los azotes?
¿Es que el orden está más amenazado para el burgués que para el artesano o el
obrero? No, pues al contrario, la policía tiene más trabajo con dos centenares
de obreros en huelga que con 200.000 propietarios.
¿Es que el capitalista disfruta de las fiestas nacionales, de la propiedad de
las calles, de la contemplación de los monumentos, más que el pobre ... ? No; el
pobre prefiere su campo a todos los esplendores de la ciudad, y cuando quiere
distraerse se contenta con subir a las cucañas.
Una de dos: o el impuesto proporcional garantiza y consagra un privilegio en
favor de los grandes contribuyentes, o significa en sí mismo una iniquidad.
Porque si la propiedad es de derecho natural, como afirma la Declaración de los
derechos del hombre, todo lo que me pertenece en virtud de ese derecho es tan
sagrado como mi propia persona; es mi sangre, es mi vida, soy yo mismo. Quien
perturbe mi propiedad atenta a mi vida. Mis 100.000 francos de renta son tan
inviolables como el jornal de 75 céntimos de la obrera, y mis confortables
salones como su pobre buhardilla. El impuesto no se reparte en razón de la
fuerza, de la estatura, ni del talento; no puede serlo tampoco en razón de la
propiedad. Si el Estado me cobra más, debe darme más, o cesar de hablarme de
igualdad de derechos; porque en otro caso, la sociedad no está instituida para
defender la propiedad, sino para organizar su destrucción. El Estado, por el
impuesto proporcional, se erige en jefe de bandidos; él mismo da el ejemplo del
pillaje reglamentado; es preciso sentarse en el banco de los acusados, al lado
de esos ladrones, de esa canalla execrada que él hace asesinar por envidias del
oficio.
Pero se arguye que precisamente para contener esa canalla son precisos los
tribunales y los soldados. El Gobiemo es una sociedad, pero no de seguros,
porque nada asegura, sino constituida para la venganza y la represión. La prima
que esta sociedad hace pagar, el impuesto, se reparte a prorrata entre las
propiedades, es decir, en proporción de las molestias que cada una proporciona a
los proporciona a los vengadores y represores asalariados por el Gobierno.
Nos encontramos en este punto muy lejos del derecho de propiedad absoluto e
inalienable. ¡Así están el pobre y el rico en constante situación de
desconfianza y de guerra! ¿Y por qué se hacen la guerra? Por la propiedad: ¡de
suerte que la propiedad tiene por consecuencia necesaria la guerra a la
propiedad ... !La libertad y la seguridad del rico no estorban a la libertad y a
la seguridad del pobre; lejos de ello, pueden fortalecerse recíprocamente. Pero
el derecho de propiedad del primero tiene que estar incesantemente defendido
contra el instinto de propiedad del segundo. ¡Qué contradicción!
En Inglaterra existe un impuesto en beneficio de los Pobres. Se pretende que
yo, como rico, pague este impuesto. Pero ¿qué relación hay entre mi derecho
natural e imprescriptible de propiedad y el hambre que atormenta a diez millones
de desgraciados? Cuando la religión nos manda ayudar a nuestros hermanos,
establece un precepto para la caridad; pero no un principio de legislación. El
deber de beneficencia que me impone la moral cristiana, no puede crear en mi
perjuicio un derecho político a favor de nadie, y mucho menos un instituto de
mendigos. Practicaré la caridad, si ése es mi gusto, si experimento por el dolor
ajeno esa simpatía de que hablan los filósofos y en la que yo no creo, pero no
puedo consentir que a ello se me obligue. Nadie está obligado a ser justo más
allá de esta máxima: Gozar de su derecho, mientras no perjudique el de los
demás; cuya máxima es la definición misma de la libertad. Y como mi bien
reside en mí y no debo nada a nadie, me opongo a que la tercera de las virtudes
teologales esté a la orden del día.
Cuando hay que hacer una conversión de la deuda pública, se exige el
sacrificio de todos los acreedores del Estado. Hay derecho a imponerlo si lo
exige el bien público; pero ¿en qué consiste la justa y prudente indemnización
ofrecida a los tenedores de esa deuda? No sólo no existe tal indemnización sino
que es imposible concederla; porque si es igual a la propiedad sacrificada, la
conversión es inútil.
El Estado se encuentra hoy, con relación a sus acreedores, en la misma
situación que la villa de Calais, sitiada por Eduardo III, estaba con sus
patricios. El inglés vencedor consentía en perdonar a sus habitantes a cambio de
que se le entregasen a discreción los más significados de la ciudad. Eustache, y
algunos otros, se sacrificaron; acto heroico, cuyo ejemplo debían proponer los
ministros a los rentistas del Estado para que lo imitasen. ¿Pero tenía la villa
de Calais derecho a entrejarlos? No, indudablemente. El derecho a la seguridad
es absoluto; la patria no puede exigir a nadie que se sacrifique. El soldado
está de centinela en la proximidad del enemiío, no significa excepción de ese
principio; allí donde un ciudadano expone su vida, está la patria con él; hoy le
toca a uno, mañana a otro; cuando el peligro y la abnegación son comunes, la
fuga es un parricidio. Nadie tiene el derecho de sustraerse al peligro, pero
nadie está obligado a servir de cabeza de turco. La máxima de Caifás, bueno
es que un hombre muera por todo el pueblo, es la del populacho y la de los
tiranos, los dos extremos de la degradación social.
Afírmase que toda renta perpetua es esencialmente redimible. Esta máxima de
derecho civil aplicada al Estado, es buena para los que pretenden llegar a la
igualdad natural del trabajo y del capital; pero desde el punto de vista del
propietario y según la opinión de los obligados a dar su asentimiento, ese
lenguaje es el de los tramposos. El Estado no es solamente un deudor común, sino
asegurador y guardián de la propiedad de los ciudadanos, y como ofrece la mayor
garantía, hay derecho a esperar de él una renta segura e inviolable. ¿Cómo,
pues, podrá obligar a la conversión a sus acreedores, que le confiaron sus
intereses, y hablarles luego de orden público y de garantía de la propiedad? El
Estado, en semejante operación, no es un deudor que paga, es una empresa anónima
que lleva a sus acciones a una emboscada y que, violando su formal promesa, les
obliga a perder el 20, 30 ó 40 por 100 de los intereses de sus capitales.
Y no es esto todo. El Estado es también la universalidad de los ciudadanos
reunidos bajo una ley común para vivir en sociedad. Esta ley garantiza a todos
sus respectivas propiedades: al uno su tierra, al otro su viña, a aquél sus
frutos, al capitalista, que podría adquirir fincas, pero prefiere aumentar su
capital, sus rentas. El Estado no puede exigir, sin una justa indemnización, el
sacrificio de un palmo de tierra, de un trozo de viña, y menos aún disminuir el
precio de arriendo. ¿Cómo va, pues, a tener el derecho de rebajar el interés del
capital? Sería preciso, para que este derecho fuera ejercido sin daño de nadie,
que el capitalista pudiera hallar en otra parte una colocación igualmente
ventajosa para su dinero; pero no pudiendo romper su relación con el Estado,
¿dónde encontraría esa colocación, si la causa de la conversión, es decir, el
derecho de tomar dinero a menor interés reside en el mismo Estado? He aquí por
qué un Gobierno, fundado en el principio de la propiedad, jamás puede menoscabar
las rentas sin la voluntad de sus acreedores. El dinero prestado a la nación es
una propiedad, a la que no hay derecho a tocar mientras las demás sean
respetadas: obligar a hacer la conversión equivale, con relación a los
capitalistas, a romper el pacto social, a colocarlos fuera de la ley. Toda la
contienda sobre la conversión de las rentas se reduce a esto.
Pregunta. ¿Es justo reducir a la miseria a 45.000 familias poseedoras de
títulos de la deuda pública?
Respuesta. ¿Es justo que siete u ocho millones de
contribuyentes paguen cinco francos de impuesto cuando podrían pagar tres
solamente?
Desde luego se observa que la respuesta no se contrae a la cuestión, para
resolver la cual hay que exponerla de este modo: ¿Es justo exponer la vida de
100.000 hombres cuando se les puede salvar entregando cien cabezas al enemígo?
Decide tú, lector.
Concretando: la libertad es un derecho absoluto, porque. es al hombre, como
la impenetrabilidad a la materia, una condición sine qua non de su
existencia. La igualdad es un derecho absoluto, porque sin igualdad no hay
sociedad. La seguridad personal es un derecho absoluto, porque, a juicio de todo
hombre, su libertad y su existencia son tan preciosas como las de cualquiera
otro. Estos tres derechos son absolutos, es decir, no susceptibles de aumento ni
disminución, porque en la sociedad cada asociado recibe tanto como da, libertad
por libertad, igualdad por igualdad, seguridad por seguridad, cuerpo por cuerpo,
alma por alma, a vida y a muerte.
Pero la propiedad, según su razón etimológica y la doctrina de la
jurisprudencia, es un derecho que vive fuera de la sociedad, pues es evidente
que si los bienes de propiedad particular fuesen bienes sociales, las
condiciones serán iguales para todos, y supondría una contradicción decir: La
propiedad es el derecho que tiene el hombre de disponer de la manera más
absoluta de unos bienes que son sociales.
Por consiguiente, si estamos asociados para la libertad, la igualdad y la
seguridad, no lo estamos para la propiedad.
Luego si la propiedad es un derecho natural, este derecho natural no es
social, sino antisocial. Propiedad y sociedad son conceptos que se
rechazan recíprocamente; es tan difícil asociarlos como unir dos imanes por sus
polos semejantes.
Por eso, o la sociedad mata a la propiedad o ésta á aquélla.
Si la propiedad es un derecho natural, absoluto, imprescriptible e
inalienable, ¿por qué en todos los tiempos ha preocupado tanto su origen? Este
es todavía uno de los caracteres que la distinguen. ¡El origen de un derecho
natural! ¿Y quién ha investigado jamás el origen de los derechos de libertad, de
seguridad y de igualdad? Existen por la misma razón que nosotros mismos, nacen,
viven y mueren con nosotros. Otra cosa sucede, ciertamente, con la propiedad.
Por imperio de la ley, la propiedad existe aún sin propietario, como facultad
sin sujeto; lo mismo existe para el que aún no ha nacido que para el
octogenario. Y entretanto, a pesar de estas maravillosas prerrogativas que
parecen derivar de lo eterno, no ha podido esclarecerse jamás de dónde procede
la propiedad. Los doctores están contradiciéndose todavía. Sólo acerca de un
punto están de acuerdo: en que la justificación del derecho de propiedad depende
de la autenticidad de su origen. Pero esta mutua conformidad a todos perjudica,
porque ¿cómo han acogido tal derecho sin haber dilucidado antes la cuestión de
su origen?
Aún hay quienes se oponen a que se esclarezca lo que haya de cierto en los
pretendidos títulos del derecho de propiedad y a que se investigue su fantástica
y quizá escandalosa historia: quieren que se atenga uno a la afirmación de que
la propiedad es un hecho, y como tal ha existido y existirá siempre.
Los títulos en que se pretende fundar el derecho de propiedad se reducen a
dos: la ocupación y el trabajo. Los examinaré sucesivamente bajo
todos sus aspectos y en todos sus detalles, y prometo al lector que cualquiera
que sea el título invocado, haré surgir la prueba irrefragable de que la
propiedad, para ser justa Y posible, debe tener por condición necesaria la
igualdad.