Pierre Joseph Proudhon, 1809-1865
Si tuviese que contestar la siguiente pregunta: ¿Qué es la esclavitud?
y respondiera en pocas palabras: Es el asesinato, mi pensamiento se
aceptaría desde luego. No necesitaría de grandes razonamientos para demostrar
que el derecho de quitar al hombre el pensamiento, la voluntad, la personalidad,
es un derecho de vida y muerte, y que hacer esclavo a un hombre es
asesinarle.
¿Por qué razón, pues, no puedo contestar a la pregunta qué es la
propiedad, diciendo concretamente la propiedad es un robo, sin tener
la certeza de no ser comprendido, a pesar de que esta segunda afirmación no es
más que una simple transformación primera?
Me decido discutir el principio mismo de nuestro gobierno y de nuestras
instituciones, la propiedad; estoy en mi derecho. Puedo equivocarme en la
conclusión que de mis investigaciones resulte; estoy en mi derecho. Me place
colocar el último pensamiento de mi libro en su primera página; estoy también en
mi derecho.
Un autor enseña que la propiedad es un derecho civil, originado por la
ocupación y sancionado por la ley; otro sostiene que es un derecho natural, que
tiene por fuente el trabajo; y estas doctrinas tan antitéticas son aceptadas y
aplaudidas con entusiasmo. Yo creo que ni el trabajo, ni la ocupación, ni la
ley, pueden engendrar la propiedad, pues ésta es un efecto sin causa. ¿Se me
puede censurar por ello? ¿Cuántos comentarios producirán estas afirmaciones?
¡La propiedad es el robo! ¡He ahí el toque de rebato del 93! ¡La turbulenta
agitación de las revoluciones!
Tranquilízate, lector; no soy, ni mucho menos, un elemento de discordia, un
instigador de sediciones. Me limito a anticiparme en algunos días a la historia;
expongo una verdad cuyo esclarecimiento no es posible evitar. Escribo, en una
palabra, el preámbulo de nuestra constitución futura. Esta definición que te
parece peligrosísima, la propiedad es el robo, bastaría para conjurar el
rayo de las pasiones populares si nuestras preocupaciones nos permitiesen
comprenderla. Pero ¡cuántos intereses y prejuicios no se oponen a ello!... La
filosofía no cambiará jamás el curso de los acontecimientos: el destino se
cumplirá con independencia de la profecía. Por otra parte, ¿no hemos de procurar
que la justicia se realice y que nuestra educación se perfeccione?
¡La propiedad es el robo!... ¡Qué inversión de ideas! Propietario y
ladrón fueron en todo tiempo expresiones contradictorias, de igual modo que
sus personas son entre sí antipáticas; todas las lenguas han consagrado esta
antinomia. Ahora bien: ¿con qué autoridad podréis impugnar el asentimiento
universal y dar un mentís a todo el género humano? ¿Quién sois para quitar la
razón a los pueblos y a la tradición?
¿Qué puede importarte, lector, mi humilde personalidad? He nacido, como tú,
en un siglo en que la razón no se somete sino al hecho y a la demostración; mi
misión está consignada en estas palabras de la ley: ¡habla sin odio y sin
miedo di lo que sepas! La obra de la humanidad consiste en construir
el templo de la ciencia, y esta ciencia comprende al hombre y a la Naturaleza.
Pero la verdad se revela a todos, hoy a Newton y a Pascal, mañana al pastor en
el valle, al obrero en el taller. Cada uno aporta su piedra al edificio y, una
vez realizado su trabajo, desaparece. La eternidad nos precede, la eternidad nos
sigue entre dos infinitos, ¿qué puede importar a nadie la situación de un simple
mortal? Olvida, pues, lector, mi nombre y fíjate únicamente en mis
razonamientos. Despreciando el consentimiento universal, pretendo rectificar el
error universal; apelo a la conciencia del género humano, contra la opinión del
género humano. Ten el valor de seguirme, y si tu voluntad es sincera, si tu
conciencia es libre, si tu entendimiento sabe unir dos proposiciones para
deducir una tercera, mis ideas llegarán infaliblemente a ser tuyas. Al empezar
diciéndote mi última palabra, he querido advertirte, no incitarte; porque creo
sinceramente que si me prestas tu atención obtendré tu asentimiento. Las cosas
que voy a tratar son tan sencillas, tan evidentes, que te sorprenderá no
haberlas advertido antes, y exclamarás: «No había reflexionado sobre ello.»
Otras obras te ofrecerán el espectáculo del genio apoderándose de los secretos
de la Naturaleza y publicando sublimes pronósticos; en cambio, en estas páginas
únicamente encontrarás una serie de investigaciones sobre lo justo y
sobre el derecho, una especie de comprobación, de contraste de tu propia
conciencia. Serás testigo presencial de mis trabajos y no harás otra cosa que
apreciar su resultado. Yo no forino escuela; vengo a pedir el fin del
privilegio, la abolición de la esclavitud, la igualdad de derechos, el imperio
de la ley. Justicia, nada más que justicia; tal es la síntesis de mi empresa;
dejo a los demás el cuidado de ordenar el mundo.
Un día me he dicho: ¿Por qué tanto dolor y tanta miseria en la sociedad?
¿Debe ser el hombre eternamente desgraciado? Y sin fijarme en las explicaciones
opuestas de esos arbitristas de reformas, que achacan la penuria general, unos a
la cobardía e impericia del poder público, otros a las revoluciones y motines,
aquéllos a la ignorancia y consunción generales; cansado de las interminables
discusiones de la tribuna y de la prensa, he querido profundizar yo mismo la
cuestión. He consultado a los maestros de la ciencia, he leído cien volúmenes de
Filosofía, de Derecho, de Economía política e Historia... ¡y quiso Dios que
viniera en un siglo en que se ha escrito tanto libro inútil! He realizado
supremos esfuerzos para obtener informaciones exactas, comparando doctrinas,
oponiendo a las objeciones las respuestas, haciendo sin cesar ecuaciones y
reducciones de argumentos, aquilatando millares de silogismos en la balanza de
la lógica más pura. En este penoso camino he comprobado varios hechos
interesantes. Pero, es preciso decirlo, pude comprobar, desde luego, que nunca
hemos comprendido el verdadero sentido de estas palabras tan vulgares como
sagradas: Justicia, equidad, libertad; que acerca de cada uno de estos
conceptos, nuestras ideas son completamente confusas, y que, finalmente, esta
ignorancia es la única causa del pauperismo que nos degenera y de todas las
calamidades que han afligido a la humanidad.
Antes de entrar en materia, es preciso que diga dos palabras acerca del
método que voy a seguir. Cuando Pascal abordaba un problema de geometría, creaba
un método para su solución. Para resolver un problema de filosofía es, asimismo,
necesario un método. ¡Cuántos problemas de filosofía no superan, por la gravedad
de sus consecuencias, a los de geometría! ¡Cuántos, por consiguiente, no
necesitan con mayor motivo para su resolución un análisis profundo y severo!
Es un hecho ya indudable, según los modernos psicólogos, que toda percepción
recibida en nuestro espíritu se determina en nosotros con arreglo a ciertas
leyes generales de ese mismo espíritu. Amóldase, por decirlo así, a ciertas
concepciones o tipos preexistentes en nuestro entendimiento que son a modo de
condiciones de forma. De manera -afirman- que si el espíritu carece de ideas
innatas, tiene por lo menos formas innatas. Así, por ejemplo, todo
fenómeno es concebido por nosotros necesariamente en el tiempo y en el
espacio; todos ellos nos hacen suponer una causa por la cual
acaecen; todo cuanto existe implica las ideas de sustancia, de modo, de
número, de relación, etc. En una palabra, no concebimos pensamiento
alguno que no se refiera a los principios generales de la razón, límites de
nuestro conocimiento.
Estos axiomas del entendimiento, añaden los psicólogos, estos tipos
fundamentales a los cuales se adaptan fatalmente nuestros juicios y nuestras
ideas, y que nuestras sensaciones no hacen más que poner al descubierto, se
conocen en la ciencia con el nombre de categorías. Su existencia
primordial en el espíritu está al presente demostrada; sólo falta construir el
sistema y hacer una exacta relación de ellas. Aristóteles enumeraba diez; Kant
elevó su número a quince; Cousin las ha reducido a tres, a dos, a una, y la
incontestable gloria de este sabio será, si no haber descubierto la verdadera
teoría de las categorías, haber comprendido al menos mejor que ningún otro la
gran importancia de esta cuestión, la más transcendental y quizá la única de
toda la metafísica.
Ante una conclusión tan grave me atemoricé, llegando a dudar de mi razón.
¡Cómo! -exclamé-, lo que nadie ha visto ni oído, lo que no pudo penetrar la
inteligencia de los demás hombres, ¿has logrado tú descubrirlo? ¡Detente,
desgraciado, ante el temor de confundir las visiones de tu cerebro enfermo con
la realidad de la ciencia! ¿Ignoras que, según opinión de ilustres filósofos, en
el orden de la moral práctica el error universal es contradicción? Resolví
entonces someter a una segunda comprobación mis juicios, y como tema de mi nuevo
trabajo, fijé las siguientes proposiciones: ¿Es posible que en la aplicación de
los principios de la moral se haya equivocado unánimemente la humanidad durante
tanto tiempo? ¿Cómo y por qué ha padecido ese error? ¿Y cómo podrá subsanarse
éste siendo universal?
Estas cuestiones, de cuya solución hacía depender -la certeza de mis
observaciones, no resistieron mucho tiempo al análisis. En el capítulo V de este
libro se verá que, lo mismo en moral que en cualquiera otra materia de
conocimiento, los mayores errores son para nosotros grados de la ciencia; que
hasta en actos de justicia, equivocarse es un privilegio que ennoblece al
hombre, y en cuanto al mérito filosófico que pudiera caberme, que este mérito es
infinitamente pequeño. Nada significa dar un nombre a las cosas: lo maravilloso
sería conocerlas antes de que existiesen. Al expresar una idea que ha llegado a
su término, una idea que vive en todas las inteligencias, y que mañana será
proclamada por otro si yo no la hiciese pública hoy, solamente me corresponde la
prioridad de la expresión. ¿Acaso se dedican alabanzas a quien vio por primera
vez despuntar el día?
Todos los hombres, en efecto, creen y sienten que la igualdad de condiciones
es idéntica a la igualdad de derechos: que propiedad y robo son términos
sinónimos; que toda preeminencia social otorgada, o mejor dicho, usurpada so
pretexto de superioridad de talento y de servicio, es iniquidad y latrocinio:
todos los hombres, afirmo yo, poseen estas verdades en la intimidad de su alma;
se trata simplemente de hacer que las adviertan.
Confieso que no creo en las ideas innatas ni en las formas o leyes innatas de
nuestro entendimiento, y considero la metafísica de Reid y de Kant aún más
alejada de la verdad que la de Aristóteles. Sin embargo, como no pretendo hacer
aquí una crítica de la razón (pues exigiría un extenso trabajo que al público no
interesaría gran cosa), admitiré en hipótesis que nuestras ideas más generales y
más necesarias, como las del tiempo, espacio, sustancia y causa, existen
primordialmente en el espíritu, o que, por lo menos, derivan inmediatamente de
su constitución.
Pero es un hecho psicológico no menos cierto, aunque poco estudiado todavía
por los filósofos, que el hábito, como una segunda naturaleza, tiene el poder de
sugerir al entendimiento nuevas formas categóricas, fundadas en las apariencias
de lo que percibimos, y por eso mismo, desprovistas, en la mayor parte de los
casos, de realidad objetiva. A pesar de esto ejercen sobre nuestros juicios una
influencia no menos predeterminante que las primeras categorías. De suerte que
enjuiciamos, no sólo con arreglo a -las leyes eternas y absolutas de
nuestra razón, sino también conforme a las reglas secundarias, generalmente
equivocadas, que la observación de las cosas nos sugiere. Esa es la fuente más
fecunda de los falsos prejuicios y la causa permanente y casi siempre invencible
de multitud de errores. La preocupación que de esos errores resulta es tan
arraigada que, frecuentemente, aun en el momento en que combatimos un principio
que nuestro espíritu tiene por falso, y nuestra conciencia rechaza, lo
defendemos sin advertirlo, razonamos con arreglo a él; lo obedecemos atacándole.
Preso en un círculo, nuestro espíritu se revuelve sobre sí mismo, hasta que una
nueva observación, suscitando en nosotros nuevas ideas, nos hace descubrir un
principio exterior que libera a nuestra imaginación del fantasma que la había
ofuscado. Así, por ejemplo, se sabe hoy que por las leyes de un magnetismo
universal, cuya causa es aún desconocida, dos cuerpos, libres de obstáculos,
tienden a reunirse por una fuerza de impulsión acelerada que se llama gravedad.
Esta fuerza es la que hace caer hacia la tierra los cuerpos faltos de apoyo, la
que permite pesarlos en la balanza y la que nos mantiene sobre el suelo que
habitamos. La ignorancia de esta causa fue la única razón que impedía a los
antiguos creer en los antípodas. « ¿Cómo no comprendéis -decía San Agustín,
después de Lactancio- que si hubiese hombres bajo nuestros pies tendrían la
cabeza hacia abajo y caerían en el cielo?» El obispo de Hipona, que creía que la
tierra era plana porque le parecía verla así, suponía en consecuencia que si del
cénit al nadir de distintos lugares se trazasen otras tantas líneas rectas,
estas líneas serían parábolas entre sí, y en la misma dirección de estas líneas
suponía todo el movimiento de arriba abajo. De ahí deducía forzosamente que las
estrellas están pendientes como antorchas movibles de la bóveda celeste; que en
el momento en que perdieran su apoyo, caerían sobre la tierra como lluvia de
fuego; que la tierra es una tabla inmensa, que constituye la parte inferior del
mundo, etc. Si se le hubiera preguntado quién sostiene la tierra, habría
respondido que no lo sabía, pero que para Dios nada hay imposible. Tales eran,
con relación al espacio y al movimiento, las ideas de San Agustín, ideas que le
imponía un prejuicio originado por la apariencia, pero que había llegado a ser
para él una regla general y categórica de juicio. En cuanto a la causa verdadera
de la caída de los cuerpos, su espíritu la ignoraba totalmente; no podía dar más
razón que la de que un cuerpo cae porque cae.
Para nosotros, la idea de la caída es más compleja y a las ideas generales de
espacio y de movimiento, que aquélla impone, añadimos la de atracción o de
dirección hacia un centro, la cual deriva de la idea superior de causa. Pero si
la física lleva forzosamente nuestro juicio a tal conclusión, hemos conservado,
sin embargo, en el uso, el prejuicio de San Agustín, y cuando decimos que una
cosa se ha caído, no entendemos simplemente y en general que se trata de
un efecto de la ley de gravedad, sino que especialmente y en particular
imaginamos que ese movimiento se ha dirigido hacia la tierra y de arriba abajo.
Nuestra razón se ha esclarecido, la imaginación la corrobora, y sin embargo,
nuestro lenguaje es incorregible. Descender del cielo no es, en realidad,
una expresión más cierta que subir al cielo, y esto no obstante, esa
expresión se conservará todo el tiempo que los hombres se sirvan del
lenguaje.
Todas estas expresiones arriba, abaljo, descender del cielo, caer
de las nubes, no ofrecen de aquí en adelante peligro alguno, porque sabemos
rectificarlas en la práctica. Pero conviene tener en cuenta cuánto han hecho
retrasar los progresos de la ciencia. Poco importa, en efecto, en la
estadística, en la mecánica, en la hidrodinámica, en la balística, que la
verdadera causa de la caída de los cuerpos sea o no conocida, y que sean exactas
las ideas sobre la dirección general del espacio; pero ocurre lo contrario
cuando se trata de explicar el sistema del mundo, la causa de las mareas, la
figura de la tierra y su posición en el espacio. En todas estas cuestiones se
precisa salir de la esfera de las apariencias. Desde la más remota antigliedad
han existido ingenieros y mecánicos, arquitectos excelentes y hábiles; sus
errores acerca de la redondez del planeta y de la gravedad de los cuerpos no
impedían el progreso de su arte respectivo; la solidez de los edificios y la
precisión de los disparos no eran menores por esa causa. Pero más o menos pronto
habían de presentarse fenómenos que el supuesto paralelismo de todas las
perpendiculares levantadas sobre la superficie de la tierra no podía explicar;
entonces debía comenzar una lucha entre los prejuicios que por espacio de los
siglos bastaban a la práctica diaria y las novísimas opiniones que el testimonio
de los sentidos parecía contradecir.
Hay que observar cómo los juicios más falsos, cuando tienen por fundamento
hechos aislados o simples apariencias, contienen siempre un conjunto de
realidades que permite razonar un determinado número de inducciones, sobrepasado
el cual se llega al absurdo. En las ideas de San Agustín, por ejemplo, era
cierto que los cuerpos caen hacia la tierra, que su caída se verifica en línea
recta, que el sol o la tierra se pone, que el cielo o la tierra se mueve, etc.
Estos hechos generales siempre han sido verdaderos; nuestra ciencia no ha
inventado nada. Pero, por otra parte, la necesidad de encontrar las causas de
las cosas nos obliga a descubrir principios cada vez más generales. Por esto ha
habido que abandonar sucesivamente, primero la opinión de que la tierra es
plana, después la teoría que la supone inmóvil en el sentir del universo,
etc.
Si de, la naturaleza física pasamos al mundo moral, nos encontramos sujetos
en él a las mismas decepciones de la apariencia, a las mismas influencias de la
espontaneidad y de la costumbre. Pero lo que distingue esta segunda parte del
sistema de nuestros conocimientos es, de un lado, el bien o el mal que de
nuestras propias opiniones nos resulta, y, de otro, la obstinación con que
defendemos el prejuicio que nos atormenta y nos mata.
Cualquiera que sea el sistema que aceptemos sobre la gravedad de los cuerpos
y la figura de la tierra, la física del globo no se altera; y en cuanto a
nosotros, la economía social no puede recibir con ello daño ni perjuicio. En
cambio, las leyes de nuestra naturaleza moral se cumplen en nosotros y por
nosotros mismos; y, por lo tanto, estas leyes no pueden realizarse sin nuestra
reflexiva colaboración, y de consiguiente, sin que las conozcamos. De aquí se
dedu ce que, si nuestra ciencia de leyes morales es falsa, es evidente que al
desear nuestro bien, realizamos nuestro mal. Si es completa, podrá bastar por
algún tiempo nuestro progreso social, pero a la larga nos hará emprender
derroteros equivocados, y, finalmente, nos precipitará en un abismo de
desdichas.
En ese momento se hacen indispensables nuevos conocimientos, los cuales,
preciso es decirlo para gloria nuestra, no han faltado jamás, pero también
comienza una lucha encarnizada entre los vicios prejuicios y las nuevas ideas.
¡Días de conflagración y de angustia! Se recuerdan los tiempos en que con las
mismas creencias e instituciones que se impugnan, todo el mundo parecía dichoso;
¿cómo recusar las unas, cómo proscribir las otras? No se quiere comprender que
ese período feliz sirvió precisamente para desenvolver el principio del mal que
la sociedad encubría, se acusa a los hombres y a los dioses, a los poderosos de
la tierra y a las fuerzas de la Naturaleza. En vez de buscar la causa del mal en
su inteligencia y su corazón, el hombre la imputa a sus maestros, a sus rivales,
a sus vecinos, a él mismo. Las naciones se arman, se combaten, se exterminan
hasta que, mediante una despoblación intensa, el equilibrio se restablece y la
paz renace entre las cenizas de las víctimas. ¡Tanto repugna a la humanidad
alterar las costumbres de los antepasados, cambiar las leyes establecidas por
los fundadores de las ciudades y confirmadas por el transcurso de los
siglos!
«Desconfiad de toda innovación», escribía Tito Livio. Sin duda sería
preferible para el hombre no tener necesidad nunca de alteraciones; pero si ha
nacido ignorante, si su condición exige una instrucción progresiva, ¿habrá de
renegar de su inteligencia, abdicar de su razón y abandonarse a la suerte? La
salud completa es mejor que la convalecencia. ¿Pero es éste un motivo para que
el enfermo no intente su curación? «¡Reforma, reforma!», exclamaron en otro
tiempo Juan Bautista y Jesucristo. «¡Reforma, reforma!», pidieron nuestros
padres hace cincuenta años (Proudhon alude a la Revolución francesa.(N. del
T.)), y nosotros seguiremos pidiendo por mucho tiempo todavía ¡reforma,
reforma!
He sido testigo de los dolores de mi siglo, y he pensado que entre todos los
principios en que la sociedad se asienta, hay uno que no comprende, que su
ignorancia ha viciado y es causa de todo el mal. Este principio es el más
antiguo de todos, porque las revoluciones sólo tienen eficacia para derogar los
principios más modernos, mientras confirman los más antiguos. Por lo tanto, el
mal que nos daña es anterior a todas las revoluciones. Este principio, tal como
nuestra ignorancia lo ha establecido, es reverenciado y codiciado por todos,
pues de no ser así, nadie abusaría de él y carecería de influencia.
Pero este principio, verdadero en su objeto, falso en cuanto a nuestra manera
de comprenderlo, este principio tan antiguo como la humanidad, ¿cuál es? ¿Será
la religión?
Todos los ¡hombres creen en Dios; este dogma corresponde a la vez a la
conciencia y a la razón. Dios es para la humanidad un hecho tan primitivo, una
idea tan fatal, un principio tan necesario como para nuestro entendimiento lo
son las ideas categóricas de causa, de sustancia, de tiempo y de espacio. A Dios
nos lo muestra nuestra propia conciencia con anterioridad a toda inducción del
entendimiento, de igual modo que el testimonio de los sentidos nos prueba la
existencia del sol, anticipándose a todos los razonamientos de la física. La
observación y la experiencia nos descubren los fenómenos y sus leyes. El sentido
interno sólo nos revela el hecho de su existencia. La humanidad cree que Dios
existe, pero ¿qué es lo que cree al decir Dios? En una palabra, ¿qué es
Dios?
La noción de la divinidad, noción primitiva, unánime, innata en nuestra
especie, no está determinada todavía por la razón humana. A cada paso que
avanzamos en el conocimiento de la Naturaleza y de sus causas, la idea de Dios
se agranda y eleva. Cuanto más progresa la ciencia del hombre, más grande y más
alejado le parece Dios. El antropomorfismo y la idolatría fueron consecuencia
necesaria de la juventud de las inteligencias, una teología de niños y de
poetas. Error inocente, si no se hubiese querido hacer de él una norma
obligatoria de conducta, en vez de respetar la libertad de creencias. Pero el
hombre, después de haber creado un Dios a su imagen, quiso apropiárselo; no
contento con desfigurar al Ser Supremo, lo trató como un patrimonio, su bien, su
cosa. Dios, representado bajo formas monstruosas, vino a ser en todas partes
propiedad del hombre y del Estado. Este fue el origen de la corrupción de las
costumbres por la relición y la fuente de los odios religiosos y las guerras
sagradas. Al fin, hemos sabido respetar las creencias de cada uno y buscar la
regla de las costumbres fuera de todo culto religioso. Esperamos sabiamente,
para determinar la naturaleza y los atributos de Dios, los dogmas de la
teología, el destino del alma, etc., que la ciencia nos diga lo que debemos
olvidar y lo que debemos creer. Dios, alma, religión, son materias constantes de
nuestras infatigables meditaciones y nuestros funestos extravíos, problemas
difíciles, cuya solución, siempre intentada, queda siempre incompleta. Sobre
todas estas cosas todavía podemos equivocarnos, pero al menos nuestro error no
tiene influencia. Con la libertad de cultos y la separación de lo espiritual y
lo temporal, la influencia de las ideas religiosas en la evolución socia¡ es
puramente negativa, mientras no dependan de la religión las leyes y las
instituciones políticas y civiles. El olvido de los deberes religiosos puede
favorecer la corrupción general, pero no es la causa eficiente de ella, sino un
complemento o su derivado. Sobre todo, en la cuestión de que se trata (y esta
observación es decisiva) la causa de desigualdad de condiciones entre los
hombres, del pauperismo, del sufrimiento universal, de la confusión de los
gobiernos no puede ser atribuida a la religión; es pre ciso remontarse más alto
e investigar con mayor profundidad.
¿Qué hay, pues, en el hombre más antiguo y más arraigado que el sentimiento
religioso? El hombre mismo, es decir, la voluntad y la conciencia, el libre
albedrío y la ley, colocados en antagonismo perpetuo. El hombre vive en guerra
consigo mismo. ¿Por qué? «El hombre -dicen los teólogos- ha pecado en su origen;
su raza es culpable de una antigua prevaricación. Por esa falta, la humanidad ha
degenerado; el error y la ignorancia han llegado a ser sus inevitables frutos.
Leyendo la historia, encontraréis en todos los tiempos la prueba de esta
necesidad del mal en la permanente miseria de las naciones. El hombre sufre y
sufrirá siempre; su enfermedad es hereditaria y constitucional. Usad paliativos,
emplead emolientes; no hoy remedio eficaz.»
Este razonamiento no sólo es propio de los teólogos; se encuentra en términos
semejantes en los escritos de los filósofos materialistas, partidarios de una
indefinida perfectibilidad. Destutt de Tracy asegura formalmente que el
pauperismo, los crímenes, la guerra, son condición inevitable de nuestro estado
social, un mal necesario contra el cual sería una locura rebelarse. De aquí que
necesidad del mal y perversidad originaria sean el fondo de una
misma filosofía.
«¡El primer hombre ha pecado.» Si los creyentes interpretasen fielmente la
Biblia, dirían: El hombre en un principio peca, es decir, se equivoca;
porque pecar, engañarse, equivocarse, es una misma cosa. «Las consecuencias del
pecado de Adán se transmiten a su descendencia.» En efecto, la ignorancia es
original en la especie como en el individuo; pero en muchas cuestiones, aun en
el orden moral y político, esta ignorancia de la especie ha desaparecido. ¿Quién
puede afirmar que no cesará en todas las demás? El género humano progresa de
continuo hacia la verdad, y triunfa incesantemente la luz sobre las tinieblas.
Nuestro mal no es, pues, absolutamente incurable, y la explicación de los
teólogosi se reduce a esta vacuidad: «El hombre se equivoca porque se equivoca.»
Es preciso decir, por el contrario: «El hombre se equivoca porque aprende.» Por
tanto, si el hombre puede llegar a saber todo lo necesario, hay posibilidad de
creer que equivocándose más dejaría de sufrir.
Si preguntamos a los doctores de esta ley que, según se dice, está grabada en
el corazón del hombre, pronto veríamos que disputan acerca de ella sin saber
cuál sea. Sobre los más importantes problemas, hay casi tantas opiniones como
autores. No hay dos que estén de acuerdo sobre la mejor forma de gobierno, sobre
el principio de autoridad, sobre la naturaleza del derecho; todos navegan al
azar en un mar sin fondo ni orillas, abandonados a la inspiración de su sentido
particular que modestamente toman por la recta razón; y en vista de este caos de
opiniones contradictorias, decimos: El objeto de nuestras investigaciones es la
ley, la determinación del principio social; mas los políticos, es decir, los que
se ocupan en la cienca social, no llegan a entenderse; luego es en ellos donde
está el error; y como todo error tiene una realidad por objeto, en sus propios
libros debe encontrarse la verdad, consignada en sus páginas a pesar suyo.
Pero ¿de qué se ocupan los jurisconsultos y los publicistas? De justicia,
de equidad, ae libertad, de la ley natural, de las leyes civiles,
ete. ¿Y qué es la justicia? ¿Cuál es su principio, su carácter, su fórmula?
A esta pregunta, nuestros doctores no tienen nada que responder, pues si así no
fuese, su ciencia, fundada en principio positivo y cierto, saldría de su eterno
probabilismo y acabarían todos los debates.
¿Qué es la justicia? Los teólogos contestan: «Toda justicia viene de Dios.»
Esto es cierto, pero nada enseña.
Los filósofos deberían estar mejor enterados después de disputar tanto sobre
lo justo y lo injusto. Desgraciadamente, la observación prueba que su saber se
reduce a la nada; les sucede lo mismo que a los salvajes, que, por toda
plegaria, saludan al sol gritando: !oh!, ioh! Esta es una exclamación de
admiración, de amor, de entusiasmo; pero quien pretenda saber qué es el sol,
obtendrá poca luz de la interjección «ioh!». La justicia, dicen los filósofos,
es hija del cielo, luz que ilumina a todo hombre al venir al mundo, la más
hermosa prerrogativa de nuestra naturaleza, lo que nos distingue de las bestias
y nos hace semejantes a Dios, y otras mil cosas parecidas. ¿Y a qué se
reduce, pregunto, esta piadosa letanía? A la plegaria de los salvajes: « ioh!
».
Lo más razonable de lo que la sabiduría humana ha dicho respecto de la
justicia, se contiene en este famoso principio: Haz a los demás lo que deseas
para ti; no hagas a los demás lo que para ti no quieras. Pero esta regla de
moral práctica nada vale para la ciencia; ¿cuál es mi derecho a los actos u
omisiones ajenos? Decir que mi deber es igual a mi derecho, no es decir nada;
hay que explicar al propio tiempo cuál es este derecho.
Intentemos averiguar algo más preciso y positivo. La justicia es el
fundamento de las sociedades, el eje a cuyo alrededor gira el mundo político, el
principio y la regla de todas las transacciones. Nada se realiza entre los
hombre sino en virtud del derecho, sin la invocación de la justicia. La
justicia no es obra de la ley; por el contrario, la ley no es más que una
declaración y una aplicación de lo justo en todas las circunstancias en
que los hombres pueden hallarse con relación a sus intereses. Por tanto, si la
idea que concebimos de lo justo y del derecho está mal determinada, es evidente
que todas nuestras aplicaciones legislativas serán desastrosas, nuestras
instituciones viciosas, nuestra política equivocada, y, por tanto, que habrá por
esa causa desorden y malestar social.
Esta hipótesis de la perversión de la idea de justicia en nuestro
entendimiento y, por consecuencia, necesaria en nuestros actos, será un hecho
evidente si las opiniones de los hombres, relativas al concepto de justicia y a
sus aplicaciones, no han sido constantes, si en diversas épocas han sufrido
modificaciones; en una palabra, si ha habido progresos en las ideas. Y a este
propósito he aquí lo que la historia enseña con irrecusables testimonios.
Hace diez y ocho siglos, el mundo, bajo el imperio de los Césares, se
consumía en la esclavitud, en la superstición y en la voluptuosidad. El pueblo,
embriagado por continuas bacanales, había perdido hasta la noción del derecho y
del deber; la guerra y la orgía le diezmaban sin interrupción; la usura y el
trabajo de las máquinas, es decir, de los esclavos, arrebatándoles los medios de
subsistencia, le impedían reproducirse. La barbarie renacía de esta inmensa
corrupción, extendiéndose como lepra devoradora por las provincias despobladas.
Los sabios predecían el fin del imperio, pero ignoraban los medios de evitarlo.
¿Qué podían pensar para esto? En aquella sociedad envejecida era necesario
suprimir lo que era objeto de la estimación y de la veneración públicas, abolir
los derechos consagrados por una justicia diez veces secular. Se decía: «Roma ha
vencido por su política y por sus dioses; toda reforma, pues, en el culto y en
la opinión pública, sería una locura y un sacrilegio. Romá, clemente para las
naciones vencidas, al regalarles las cadenas, les hace gracia de la vida; los
esclavos son la fuente más fecunda de sus riquezas; la manumisión de los pueblos
sería la negación de sus derechos y la ruina de sus haciendas. Roma, en fin,
entregada a los placeres y satisfecha hasta la hartura con los despojos del
Universo, usa de la victoria y de la autoridad, su lujo y sus concupiscencias
son el precio de sus conquistas: no puede abdicar ni desposeerse de ellas.» Así
comprendía Roma en su beneficio el hecho y el derecho. Sus pretensiones estaban
justificadas por la costumbre y por el derecho de gentes. La idolatría en la
religión, la esclavitud en el Estado, el materialismo en la vida privada, eran
el fundamento de sus instituciones. Alterar esas bases equivalía a corunover la
sociedad en sus propios cimientos, y según expresión moderna, a abrir el abismo
de las revoluciones. Nadie concebía tal idea, y entretanto la humanidad se
consumía en la guerra y en la lujuria.
Entonces apareció un hombre llamándose Palabra de Dios. Ignórase
todavía quién era, de donde venía y quién le había inspirado sus ideas.
Predicaba por todas partes que la sociedad estaba expirante; que el mundo iba a
transformarse; que los maestros eran falaces, los jurisconsultos ignorantes, los
filósofos hipócritas embusteros; que el señor y el esclavo eran iguales; que la
usura y cuanto se le asemeja era un robo; que los propietarios y concupiscentes
serían atormentados algún día con fuego eterno, mientras los pobres de espíritu
y los virtuosos habitarían en un lugar de descanso. Afirmaba, además, otras
muchas cosas no menos extraordinarias.
Este hombre, Palabra de Dios, fue denunciado y preso como enemigo del
orden social por los sacerdotes y los doctores de la ley, quienes tuvieron la
habilidad de hacer que el pueblo pidiese su muerte. Pero este asesinato jurídico
no acabó con la doctrina que Jesucristo había predicado. A su muerte, sus
primeros cfiscípulos se repartieron por todo el mundo, predicando la buena
nueva, formando a su vez miIlones de propagandistas, que morían degollados
por la espada de la justicia romana, cuando ya estaba cumplida su misión. Esta
propaganda obstinada, verdadera lucha entre verdugos y mártires, duró casi
trescientos años, al cabo de los cuales se convirtió el mundo. La idolatría fue
aniquilada, la esclavitud abolida, la disolución reemplazada por costumbres
austeras; el desprecio de la riqueza llegó alguna vez hasta su absoluta
renuncia. La sociedad se salvó por la negación de sus principios, por el cambio
de la religión y la violación de los derechos más sagrados. La idea de lo justo
adquirió en esta revolución una extensión hasta entonces no sospechada siquiera,
que después ha sido olvidada. La justicia sólo había existido para los señores
(La religión, las leyes, el matrinonio, eran privilegios en Roma de los hombres
libres, y, en un principio, solamente de los nobles. Del majorum gentium,
dioses de las familias patricias: sus gentium, derecho de gentes, es
decir, de las familias o de los nobles. El esclavo y el plebeyo no constituían
familia. Sus hijos eran considerados como cría de los animales. Bestias
nacían y como bestias habían de vivir.); desde entonces comenzó a
existir para los siervos.
Pero la nueva religión no dio todos sus frutos. Hubo alguna mejora en las
costumbres públicas, alguna templanza en la tiranía; pero en los demás, la
semilla del Hijo del hombre cayó en corazones idólatras, y sólo
produjo una mitología semipoética e innumerables discordias. En vez de atenerse
a las consecuencias prácticas de los principios de moral y de autoridad que
Jesucristo había proclamado, se distrajo el ánimo en especulaciones sobre su
nacimiento, su origen, su persona y sus actos. Se comentaron sus parábolas, y de
la oposición de -las opiniones más extravagantes sobre cuestiones irresolubles,
sobre textos incomprensibles, nació la Teología, que se puede definir
como la ciencia de lo infinitamente absurdo.
La verdad cristiana no traspasa la edad de los apóstoles. El Evangelio,
comentado y simbolizado por los griegos y latinos, adicionado con tábulas
paganas, llegó a ser, tomado a la letra, un conjunto de contradicciones, y hasta
la fecha el reino de la Iglesia infalible ha sido el de las tinieblas.
Dícese que las puertas del infierno no prevalecerán; que la Palabra de
Dios se oirá nuevamente, y que, por fin, los hombres conocerán la verdad y
la justicia; pero en el momento en que esto sucediera acabaría el catolicismo
griego y romano, de igual modo que a la luz de la ciencia desaparecen las
sombras del error.
Los monstruos que los sucesores de los apóstoles estaban encargados de
exterminar, repuestos de su derrota, reaparecieron poco a poco, merced al
fanatismo imbécil y a la conveniencia de los clérigos y de los teólogos. La
historia de la emancipación de los municipios en Francia presenta constantemente
la justicia y la libertad infiltrándose en el pueblo, a pesar de los esfuerzos
combinados de los reyes, de la nobleza y del clero. En 1789 después de
Jesucristo, la nación francesa, dividida en castas, pobre y oprimida, vivía
sujeta por la triple red del absolutismo real, de la tiranía de los señores y de
los parlamentos y de la intolerancia sacerdotal. Existían el derecho del rey y
el derecho del clérigo, el derecho del noble y el derecho del siervo; había
privilegios de sangre, de provincia, de municipios, de corporaciones y de
oficios. En el fondo de todo esto imperaban la violencia, la inmoralidad, la
miseria. Ya hacía algún tiempo que se hablaba de reforma; los que la deseaban
sólo en adariencia, no la invocaban, sino en provecho personal, y el pueblo, que
debía ganarlo todo, desconfiaba de tales proyectos y callaba. Por largo tiempo,
el pobre pueblo, ya por recelo, va por incredulidad, ya por desesperación, dudó
de sus déréchos. El hábito de servidumbre parecía haber acabado con el valor de
las antiguas municipalidades, tan soberbias en la Edad Media.
Un libro apareció al fin, cuya síntesis se contiene en estas dos
proposiciones: ¿Qué es el tercer estado? Nada. ¿Qué debe ser? Todo.
Alguien añadió por vía de comentario: ¿Qué es el rey? Es el mandatario
del pueblo.
Esto fue como una revelación súbita; rasgóse un tupido velo, y la venda cayó
de todos los ojos. El pueblo se puso a razonar: «Si el rey es nuestro
mandatario, debe rendir cuentas. Si debe rendir cuentas, está sujeto a
intervención. Si puede ser intervenido, es responsable. Si es responsable, es
justificable. Si es justificable, lo es según sus actos. Si debe ser castigado
según sus actos, puede ser condenado a muerte.»
Cinco años después de la publicación del folleto de Sieyes, el tercer estado
lo era todo; el rey, la nobleza, el clero, no eran nada. En 1793, el pueblo, sin
detenerse ante la ficción constitucional de la inviolabilidad del monarca llevó
al cadalso a Luis XVI, y en 1830 acompañó a Cherburgo a Carlos X. En uno y otro
caso pudo equivocarse eil la apreciación del delito, lo cual constituiría un
error de hecho; pero en derecho, la lógica que le impulsó fue irreprochable. Es
ésta una aplicación del derecho común, una determinación solemne de la justicia
penal.
El espíritu que animó el movimiento de 1789 fue un espíritu de contradicción.
Esto basta para demostrar que el orden de cosas que sustituyó el antiguo no
respondió a método alguno ni estuvo meditado. Nacido de la cólera y del odio, no
podía ser efecto de una ciencia fundada en la observación y en el estudio, y las
nuevas bases no fueron deducidas de un profundo conocimiento de las leyes de la
Naturaleza y de la sociedad. Obsérvase también, en las llamadas instituciones
nuevas, que la república conservó los mismos principios que había combatido y la
influencia de todos los prejuicios que había intentado proscribir. Y aún se
habla, con inconsciente entusiasmo, de la gloriosa Revolución francesa, de la
regeneración de 1789, de las grandes reformas que se acometieron, de las
instituciones... ¡Mentira! ¡Mentira!
Cuando, acerca de cualquier hecho físico, intelectual o social, nuestras
ideas cambian radicalmente a consecuencia de observaciones propias, llamo a este
movimiento del espíritu, revolución; si solamente ha habido extensión o
modificaci¿n de nuestras ideas, progreso. Así, el sistema de Ptolomeo fue
un progreso en astronomía, el de Copérnico una revolución. De igual modo en 1789
hubo lucha y progreso; pero no ha habido revolución. El examen de las reformas
que se ensayaron lo demuestra.
El pueblo, víctima por tanto tiempo del egoísmo monárquico, creyó librarse de
él para siempre declarándose a sí mismo soberano. Pero ¿q.ué era la monarquía?
La soberanía de un hombre. Y ¿qué es la democracia? La soberanía del pueblo, o
mejor dicho, de la mayoría nacional. Siempre la soberanía del hombre en lugar de
lá soberanía de la ley, la soberanía de la voluntad en vez de la soberanía de la
razón; en una palabra, las pasiones en sustitución del derecho. Cuando un pueblo
pasa de la monarquía a la democracia, es indudable que hay progreso, porque al
multiplicarse el soberano, existen más probabilidades de que la razón prevalezca
sobre la voluntad: pero el caso es que no se realiza revolución en el gobierno y
que subsiste el mismo principio.
Y no es esto todo: el pueblo rey no puede ejercer la soberanía por sí mismo:
está obligado a delegarla en los encargados del poder. Esto es lo que le repiten
asiduamente aquellos que buscan su beneplácito. Que estos funcionarios sean
cinco, diez, ciento, mil, ¿qué importa el número ni el nombre? Siempre será el
gobierno del hombre, el imperio de la voluntad y del favor.
Se sabe, además, cómo fue ejercida esta soberanía, primero por la Convención,
después por el Directorio, más tarde por el Cónsul. El Emperador, el gran hombre
tan querido y llorado por el pueblo, no quiso arrebatársela jamás; pero como si
hubiera querido burlarse de tal soberanía, se atrevió a pedirle su sufragio, es
decir, su abdicación, la abdicación de esa soberanía inalienable, y lo
consiguió.
Pero ¿qué es la soberanía? Dícese que es el poder de hacer law leyes
(La soberanía, según Toullier, es la omnipotencia humana. Definición
materialista: si la soberanía es algo, será un derecho, no una fuerza o poder.
¿Y qué es la omnipotencia humana? (N. del T.)). Otro absurdo, renovado
por el despotismo. El pueblo, que había visto a los reyes fundar sus
disposiciones en la fórmula porque tal es mi voluntad, quiso a su vez
conocer el placer de hacer las leyes. En los cincuenta años que median desde la
Revolución a la fecha (El autor escribía este libro en 1849 (N. del T.)) ha
promulgado millones de ellas, y siempre, no hay que olvidarlo, por obra de sus
representantes. Y el juego no está aún cerca de su término.
Por lo demás, la definición de la soberanía se deducía de la definición de la
ley. La ley, se decía, es la expresión de la voluntad del soberano,
luego, en una monarquía, la ley es la expresión de la voluntad del rey; en
una república, la ley es la expresión de la voluntad del pueblo. Aparte de la
diferencia del número de voluntades, los dos sistemas son perfectamente
idénticos; en uno y otro el error es el mismo: afirmar que la ley es expresión
de una voluntad, debiendo ser la expresión de un hecho. Sin embargo, al frente
de la opinión iban guías expertos: se había tomado al ciudadano de Ginebra,
Rousseau, por profeta, y el Contrato social por Corán.
La preocupación y el prejuicio se descubren a cada paso en la retórica de los
nuevos legisladores. El pueblo había sido víctima de una multitud de exclusiones
y de privilegios; sus representantes hicieron en su obsequio la declaración
siguiente: Todos los hombres son iguales por la Naturaleza y ante la ley;
declaración ambigua y redundante. Los hombres son iguales por la
Naturaleza: ¿quiere significarse que tienen todos una misma estatura,
iguales facciones, idéntico genio y análogas virtudes? No; solamente se ha
pretendido designar la igualdad política y civil. Pues en ese caso bastaba haber
dicho: todos los hombres son iguales ante la ley.
Pero ¿qué es la igualdad ante la ley? Ni la Constitución de 1790, ni la del
93, ni las posteriores, han sabido definirla. Todas suponen una desigualdad de
fortunas y de posición, a cuyo lado no puede haber posibilidad de una igualdad
de derechos. En cuanto a este punto, puede afirmarse que todas nuestras
Constituciones han sido la expresión fiel de la voluntad popular; y voy a
probarlo.
En otro tiempo el pueblo estaba excluido de los empleos civiles y militares.
Se creyó hacer una gran cosa insertando en la Declaración de los derechos del
hombre este artículo altisonante: «Todos los ciudadanos son
igualmente admisibles a los cargos públicos: los pueblos libres no
reconocen más motivos de preferencia en sus individuos que la virtud y el
talento.»
Mucho se ha celebrado una frase tan hermosa, pero afirmo que no lo merece.
Porque, o yo no la entiendo, o quiere decir que el pueblo soberano, legislador y
reformista, sólo ve en los empleos públicos la remuneración consiguiente y las
ventajas personales, y que sólo estimándoles como fuentes de ingresos, establece
la libre admisión de los ciudadanos. Si así no fuese, si éstos nada fueran
ganando, ¿a qué esa sabia precaución? En cambio, nadie se acuerda de establecer
que para ser piloto sea preciso saber astronomía y geografía, ni de prohibir a
los tartam ' udos que representen óperas. El pueblo siguió imitando en esto a
los reyes. Como ellos, quiso distribuir empleos lucrativos entre sus amigos y
aduladores. Desgraciadamente, y este último rasgo completa el parecido, el
pueblo no disfruta tales beneficios; son éstos para sus mandatarios y
representantes, los cuales, además, no temen contrariar la voluntad de su
inocente soberano.
Este edificante artículo de la Declaración de derechos del hombre,
conservado en las Cartas de 1814 y de 1830, supone variedad de
desigualdades civiles, o lo que es lo mismo, de desigualdades ante la ley.
Supone también desigualdad de jerarquías, puesto que las funciones públicas no
son solicitadas sino por la consideración y los emolumentos que confieren:
desigualdad de fortunas, puesto que si se hubiera querido nivelarlas, los
empleos públicos habrían sido deberes y no derechos; desigualdad en el favor,
porque la ley no determina qué se entiende por talentos y virtudes. En
tiempos del Imperio, la virtud y el talento consistían únicamente en el valor
militar y en la adhesión al Emperador; cuando Napoleón creó su nobleza, parecía
que intentaba imitar a la antigua. Hoy día el hombre que satisface 200 francos
de impuestos es virtuoso; el hombre hábil es un honrado acaparador de bolsillos
ajenos; de hoy en adelante, estas afirmaciones serán verdades sin importancia
alguna.
El pueblo, finalmente, consagró la propiedad... ¡Dios le perdone, porque no
supo lo que hacía! Hace cincuenta años que expía ese desdichado error. Pero
¿cómo ha podido engañarse el pueblo, cuya voz, según se dice, es la de Dios y
cuya conciencia no yerra? ¿Cómo buscando la libertad y la igualdad ha caído de
nuevo en el privilegio y en la servidumbre? Por su constante afán de imitar el
antiguo régimen.
Antiguamente la nobleza y el clero sólo contribuían a las cargas del Estado a
título de socorros voluntarios y de donaciones espontáneas. Sus bienes eran
inalienables aun por deudas. Entretanto, el plebeyo, recargado de tributos y de
trabajo, era maltratado de continuo, tanto por los recaudadores del rey como por
los de la nobleza y el clero. El siervo, colocado al nivel de las cosas, no
podía testar ni ser heredero. Considerado como los animales, sus servicios y su
descencencia pertenecían al dueño por derecho de acción. El pueblo quiso qpe la
condición de propietario fuese igual para todos; que cada uno pudiera
gozar y disponer libremente de sus bienes, de sus rentas, del producto de su
trabajo y de su industria. El pueblo no inventó la propiedad; pero como no
existía para él del mismo modo que para los nobles y los clérigos, decretó la
uniformidad de este derecho. Las odiosas formas de la propiedad, la servidumbre
personal, la mano muerta, los vínculos, la exclusión de los empleos, han
desaparecido; el modo de disfrutarla ha sido modificado, pero la esencia de la
institución subsiste. Hubo progreso en la atribución, en el reconocimiento del
derecho, pero no hubo revolución en el derecho mismo.
Los tres principios fundamentales de la sociedad moderna, que el movimiento
de 1789 y el de 1830 han consagrado reiteradamente, son éstos: la
Soberanía de la voluntad del hombre, o sea, concretando la expresión,
despotismo. 2.o Desigualdad de fortunas y de posición social. 3.0 Propiedad.
Y sobre todos estos principios el de Justicia, en todo y por todos invocada
como el genio tutelar de los soberanos, de los nobles y de los propietarios; la
Justicia, ley general, primitiva, categórica, de toda sociedad.
¿Es justa la autoridad del hombre sobre el hombre?
Todo el mundo contesta: no, la autoridad del hombre no es más que la
autoridad de la ley, la cual debe ser expresión de justicia y de verdad. La
voluntad privada no influye para nada en la autoridad, debiendo limitarse
aquélla, de una parte, a descubrir lo verdadero y lo justo, para acomodar la ley
a estos principios, y, de otra, a procurar el cumplimiento de esta ley.
No estudio en este momento si nuestra forma de gobierno constitucional reúne
esas condiciones; si la voluntad de los ministros interviene. o no en la
declaración y en la interpretación de la ley; si nuestros diputados, en sus
debates, se preocupan más de convencer por la razón que de vencer por el número.
Me basta que el expresado concepto de un buen gobierno sea como lo he definido.
Sin embargo, de ser exacta esa idea, vemos que los pueblos orientales estiman
justo, por excelencia, el despotismo de sus soberanos; que entre los antiguos, y
según la opinión de sus mismos filósofos, la esclavitud era justa; que en la
Edad Media los nobles, los curas y los obispos consideraban justo tener siervos;
que Luis XIV creía estar en lo cierto cuando afirmaba. El Estado soy yo,
que Napoleón reputaba como crimen de Estado la desobediencia a su voluntad.
La idea de lo justo, aplicada al soberano y a su autoridad, no ha sido, pues,
siempre la misma que hoy tenemos; incesantemente ha ido desenvolviéndose y
determinándose más y más hasta llegar al estado en que hoy la concebimos. ¿Pero
puede decirse que ha llegado a su última fase? No lo creo; y como el obstáculo
final que se opone a su desarrollo procede únicamente de la institución de la
propiedad que hemos conservado, es evidente que para realizar la forma del Poder
público y consumar la revolución debemos atacar esa misma institución.
¿Es justa la desigualdad política y civil? Unos responden, sí; otros, no. A
los primeros contestaría que, cuando el pueblo abolió todos los privilegios de
nacimiento y de casta, les pareció bien la reforma, probablemente porque les
beneficiaba. ¿Por qué razón, pues, no quieren hoy que los privilegios de la
fortuna desaparezcan como los privilegios de la jerarquía y de la sangre? A esto
replican que la desigualdad política es inherente a la propiedad, y que sin la
propiedad no hay sociedad posible. Por ello la cuestión planteada se resuelve en
la de la propiedad. A los segundos me limito a hacer esta observación: Si
queréis implantar la igualdad política, abolid la propiedad; si no lo hacéis,
¿por qué os quejáis?
¿Es justa la propiedad? Todo el mundo responde sin vacilación: «Sí, la
propiedad es justa.» Digo todo el mundo, porque hasta el presente creo que nadie
ha respondido con pleno convencimiento: «No.» También es verdad que dar una
respuesta bien fundada no era antes cosa fácil; sólo el tiempo y la experiencia
podían traer una solución exacta. En la actualidad esta solución existe: falta
que nosotros la comprendamos. Yo voy a intentar demostrarla.
He aquí cómo he de proceder a esta demostración:
I. No disputo, no refuto a nadie, no replico nada; acepto como buenas todas
las razones alegadas en favor de la propiedad y me limito a investigar el
principio, a fin de comprobar seguidamente si ese principio está fielmente
expresado por la propiedad. Defendiéndose como justa la propiedad, la idea, o
por lo menos el propósito de justicia, debe hallarse en el fondo de todos los
argumentos alegados en su favor; y como, por otra parte, la propiedad sólo se
ejercita sobre cosas materialmente apreciables, la justicia, debe aparecer bajo
una fórmula algebraica. Por este método de examen llegaremos bien pronto a
reconocer que todos los razonamientos imaginados para defender la propiedad,
cualesquiera que sean, concluyen siempre necesariamente en la igualdad, o
lo que es lo mismo, en la negación de la propiedad. Esta primera parte comprende
dos capítulos: el primero referente a la ocupación, fundamento de nuestro
derecho; el otro relativo al trabajo y a la capacidad como causas de propiedad y
de desigualdad social. La conclusión de los dos capítulos será, de un lado, que
el clerecho de ocupación impide la propiedad, y, de otro, que el derecho del
trabajo la destruye.
Il. Concebida, pues, la propiedad necesariamente bajo la razón categórica de
igualdad, he de investigar por qué, a pesar de la lógica, la igualdad no existe.
Esta nueva labor comprende también dos capítulos: en el primero, considerando el
hecho de la propiedad en sí mismo, investigaré si ese hecho es real, si existe,
si es posible; porque implicaría contradicción que dos formas sociales
contrarias, la igualdad y la desigualdad, fuesen posibles una Y otra
coniuntamente. Entonces comprobará el fenómeno singular de que la propiedad
puede manifestarse como accidente, mientras como institución y principio es
imposible matemáticamente. De suerte que el axioma ab actu ad posse valet
consecutio, del hecho a la posibilidad, la consecuencia es buena, se
encuentra desmentido en lo que a la propiedad se refiere.
Finalmente, en el último capítulo, llamando en nuestra ayuda a la psicología
y penetrando a fondo en la naturaleza del hombre, expondré el principio de lo
justo, su fórmula, su carácter: determinaré la ley orgánica de la
sociedad; explicaré el origeir de la propiedad, las causas de su
establecimiento, de su larga duración y de su próxima desaparición; estableceré
definitivamente su identidad con el robo; y después de haber demostrado que
estos tres prejuicios, soberanía del hombre, desigualdad de condiciones,
propiedad, no son más que uno solo, que se pueden tomar uno por otro y son
recíprocamente convertibles, no habrá necesidad de esfuerzo alguno para deducir,
por el principio de contradicción, la base de la autoridad y del derecho.
Terminará ahí mi trabajo, que proseguiré en sucesivas publicaciones.
La importancia del objeto que nos ocupa embarga todos los ánimos. «La
propiedad -dice Ennequin- es el principio creador y conservador de la sociedad
civil... La propiedad es una de esas tesis fundamentales a las que no conviene
aplicar sin maduro examen las nuevas tendencias. Porque no conviene olvidar
nunca, e importa mucho que el publicista y el hombre de Estado estén de ello
bien convencidos, que de la solución del problema sobre si la propiedad es el
principio o el resultado del orden social, si debe ser considerada como causa o
como efecto, depende toda la moralidad, y por esta misma razón, toda la
autoridad de las instituciones humanas.»
Estas palabras son una provocación a todos los hombres que tengan esperanza y
fe en el progreso de la humanidad. Pero aunque la causa de, la igualdad es
hermosa, nadie ha recogido todavía el guante lanzado por los abogados de la
propiedad, nadie se ha sentido con valor bastante para aceptar el combate. La
falsa sabiduría de una jurisprudencia hipócrita y los aforismos absurdos de la
economía política, tal cómo la propiedad la ha formulado, han oscurecido las
inteligencias más potentes. Es ya una frase convenida entre los titulados amigos
de la libertad y de los intereses del pueblo ¡que la igualdad es una
quimera! ¡A tanto llega el poder que las más falsas teorías y las más
mentidas analogías ejercen sobre ciertos espíritus, excelentes bajo otros
conceptos, pero subyugados involuntariamente por el prejuicio general! La
igualdad nace todos los días, fit cequalitas. Soldados de la libertad;
desertaremos de nuestra bandera en la víspera del triunfo?.
Defensor de la igualdad, hablaré sin odio y sin ira, con la independencia del
filósofo, con la calma y la convicción del hombre libre. ¿Podré, en esta lucha
solemne, llevar a todos los corazones la luz de que está penetrado el mío, y
demostrar, por la virtud de mis argumentos, que si la igualdad no ha podido
vencer con el concurso de la espada es porque debía triunfar con el de la
razón?