�Qu� es la propiedad?

Pierre Joseph Proudhon, 1809-1865

CAPITULO I:
M�TODO SEGUIDO EN ESTA OBRA
ESBOZO DE UNA REVOLUCI�N

Si tuviese que contestar la siguiente pregunta: �Qu� es la esclavitud? y respondiera en pocas palabras: Es el asesinato, mi pensamiento se aceptar�a desde luego. No necesitar�a de grandes razonamientos para demostrar que el derecho de quitar al hombre el pensamiento, la voluntad, la personalidad, es un derecho de vida y muerte, y que hacer esclavo a un hombre es asesinarle.

�Por qu� raz�n, pues, no puedo contestar a la pregunta qu� es la propiedad, diciendo concretamente la propiedad es un robo, sin tener la certeza de no ser comprendido, a pesar de que esta segunda afirmaci�n no es m�s que una simple transformaci�n primera?

Me decido discutir el principio mismo de nuestro gobierno y de nuestras instituciones, la propiedad; estoy en mi derecho. Puedo equivocarme en la conclusi�n que de mis investigaciones resulte; estoy en mi derecho. Me place colocar el �ltimo pensamiento de mi libro en su primera p�gina; estoy tambi�n en mi derecho.

Un autor ense�a que la propiedad es un derecho civil, originado por la ocupaci�n y sancionado por la ley; otro sostiene que es un derecho natural, que tiene por fuente el trabajo; y estas doctrinas tan antit�ticas son aceptadas y aplaudidas con entusiasmo. Yo creo que ni el trabajo, ni la ocupaci�n, ni la ley, pueden engendrar la propiedad, pues �sta es un efecto sin causa. �Se me puede censurar por ello? �Cu�ntos comentarios producir�n estas afirmaciones?

�La propiedad es el robo! �He ah� el toque de rebato del 93! �La turbulenta agitaci�n de las revoluciones!

Tranquil�zate, lector; no soy, ni mucho menos, un elemento de discordia, un instigador de sediciones. Me limito a anticiparme en algunos d�as a la historia; expongo una verdad cuyo esclarecimiento no es posible evitar. Escribo, en una palabra, el pre�mbulo de nuestra constituci�n futura. Esta definici�n que te parece peligros�sima, la propiedad es el robo, bastar�a para conjurar el rayo de las pasiones populares si nuestras preocupaciones nos permitiesen comprenderla. Pero �cu�ntos intereses y prejuicios no se oponen a ello!... La filosof�a no cambiar� jam�s el curso de los acontecimientos: el destino se cumplir� con independencia de la profec�a. Por otra parte, �no hemos de procurar que la justicia se realice y que nuestra educaci�n se perfeccione?

�La propiedad es el robo!... �Qu� inversi�n de ideas! Propietario y ladr�n fueron en todo tiempo expresiones contradictorias, de igual modo que sus personas son entre s� antip�ticas; todas las lenguas han consagrado esta antinomia. Ahora bien: �con qu� autoridad podr�is impugnar el asentimiento universal y dar un ment�s a todo el g�nero humano? �Qui�n sois para quitar la raz�n a los pueblos y a la tradici�n?

�Qu� puede importarte, lector, mi humilde personalidad? He nacido, como t�, en un siglo en que la raz�n no se somete sino al hecho y a la demostraci�n; mi misi�n est� consignada en estas palabras de la ley: �habla sin odio y sin miedo di lo que sepas! La obra de la humanidad consiste en construir el templo de la ciencia, y esta ciencia comprende al hombre y a la Naturaleza. Pero la verdad se revela a todos, hoy a Newton y a Pascal, ma�ana al pastor en el valle, al obrero en el taller. Cada uno aporta su piedra al edificio y, una vez realizado su trabajo, desaparece. La eternidad nos precede, la eternidad nos sigue entre dos infinitos, �qu� puede importar a nadie la situaci�n de un simple mortal? Olvida, pues, lector, mi nombre y f�jate �nicamente en mis razonamientos. Despreciando el consentimiento universal, pretendo rectificar el error universal; apelo a la conciencia del g�nero humano, contra la opini�n del g�nero humano. Ten el valor de seguirme, y si tu voluntad es sincera, si tu conciencia es libre, si tu entendimiento sabe unir dos proposiciones para deducir una tercera, mis ideas llegar�n infaliblemente a ser tuyas. Al empezar dici�ndote mi �ltima palabra, he querido advertirte, no incitarte; porque creo sinceramente que si me prestas tu atenci�n obtendr� tu asentimiento. Las cosas que voy a tratar son tan sencillas, tan evidentes, que te sorprender� no haberlas advertido antes, y exclamar�s: �No hab�a reflexionado sobre ello.� Otras obras te ofrecer�n el espect�culo del genio apoder�ndose de los secretos de la Naturaleza y publicando sublimes pron�sticos; en cambio, en estas p�ginas �nicamente encontrar�s una serie de investigaciones sobre lo justo y sobre el derecho, una especie de comprobaci�n, de contraste de tu propia conciencia. Ser�s testigo presencial de mis trabajos y no har�s otra cosa que apreciar su resultado. Yo no forino escuela; vengo a pedir el fin del privilegio, la abolici�n de la esclavitud, la igualdad de derechos, el imperio de la ley. Justicia, nada m�s que justicia; tal es la s�ntesis de mi empresa; dejo a los dem�s el cuidado de ordenar el mundo.

Un d�a me he dicho: �Por qu� tanto dolor y tanta miseria en la sociedad? �Debe ser el hombre eternamente desgraciado? Y sin fijarme en las explicaciones opuestas de esos arbitristas de reformas, que achacan la penuria general, unos a la cobard�a e impericia del poder p�blico, otros a las revoluciones y motines, aqu�llos a la ignorancia y consunci�n generales; cansado de las interminables discusiones de la tribuna y de la prensa, he querido profundizar yo mismo la cuesti�n. He consultado a los maestros de la ciencia, he le�do cien vol�menes de Filosof�a, de Derecho, de Econom�a pol�tica e Historia... �y quiso Dios que viniera en un siglo en que se ha escrito tanto libro in�til! He realizado supremos esfuerzos para obtener informaciones exactas, comparando doctrinas, oponiendo a las objeciones las respuestas, haciendo sin cesar ecuaciones y reducciones de argumentos, aquilatando millares de silogismos en la balanza de la l�gica m�s pura. En este penoso camino he comprobado varios hechos interesantes. Pero, es preciso decirlo, pude comprobar, desde luego, que nunca hemos comprendido el verdadero sentido de estas palabras tan vulgares como sagradas: Justicia, equidad, libertad; que acerca de cada uno de estos conceptos, nuestras ideas son completamente confusas, y que, finalmente, esta ignorancia es la �nica causa del pauperismo que nos degenera y de todas las calamidades que han afligido a la humanidad.

Antes de entrar en materia, es preciso que diga dos palabras acerca del m�todo que voy a seguir. Cuando Pascal abordaba un problema de geometr�a, creaba un m�todo para su soluci�n. Para resolver un problema de filosof�a es, asimismo, necesario un m�todo. �Cu�ntos problemas de filosof�a no superan, por la gravedad de sus consecuencias, a los de geometr�a! �Cu�ntos, por consiguiente, no necesitan con mayor motivo para su resoluci�n un an�lisis profundo y severo!

Es un hecho ya indudable, seg�n los modernos psic�logos, que toda percepci�n recibida en nuestro esp�ritu se determina en nosotros con arreglo a ciertas leyes generales de ese mismo esp�ritu. Am�ldase, por decirlo as�, a ciertas concepciones o tipos preexistentes en nuestro entendimiento que son a modo de condiciones de forma. De manera -afirman- que si el esp�ritu carece de ideas innatas, tiene por lo menos formas innatas. As�, por ejemplo, todo fen�meno es concebido por nosotros necesariamente en el tiempo y en el espacio; todos ellos nos hacen suponer una causa por la cual acaecen; todo cuanto existe implica las ideas de sustancia, de modo, de n�mero, de relaci�n, etc. En una palabra, no concebimos pensamiento alguno que no se refiera a los principios generales de la raz�n, l�mites de nuestro conocimiento.

Estos axiomas del entendimiento, a�aden los psic�logos, estos tipos fundamentales a los cuales se adaptan fatalmente nuestros juicios y nuestras ideas, y que nuestras sensaciones no hacen m�s que poner al descubierto, se conocen en la ciencia con el nombre de categor�as. Su existencia primordial en el esp�ritu est� al presente demostrada; s�lo falta construir el sistema y hacer una exacta relaci�n de ellas. Arist�teles enumeraba diez; Kant elev� su n�mero a quince; Cousin las ha reducido a tres, a dos, a una, y la incontestable gloria de este sabio ser�, si no haber descubierto la verdadera teor�a de las categor�as, haber comprendido al menos mejor que ning�n otro la gran importancia de esta cuesti�n, la m�s transcendental y quiz� la �nica de toda la metaf�sica.

Ante una conclusi�n tan grave me atemoric�, llegando a dudar de mi raz�n. �C�mo! -exclam�-, lo que nadie ha visto ni o�do, lo que no pudo penetrar la inteligencia de los dem�s hombres, �has logrado t� descubrirlo? �Detente, desgraciado, ante el temor de confundir las visiones de tu cerebro enfermo con la realidad de la ciencia! �Ignoras que, seg�n opini�n de ilustres fil�sofos, en el orden de la moral pr�ctica el error universal es contradicci�n? Resolv� entonces someter a una segunda comprobaci�n mis juicios, y como tema de mi nuevo trabajo, fij� las siguientes proposiciones: �Es posible que en la aplicaci�n de los principios de la moral se haya equivocado un�nimemente la humanidad durante tanto tiempo? �C�mo y por qu� ha padecido ese error? �Y c�mo podr� subsanarse �ste siendo universal?

Estas cuestiones, de cuya soluci�n hac�a depender -la certeza de mis observaciones, no resistieron mucho tiempo al an�lisis. En el cap�tulo V de este libro se ver� que, lo mismo en moral que en cualquiera otra materia de conocimiento, los mayores errores son para nosotros grados de la ciencia; que hasta en actos de justicia, equivocarse es un privilegio que ennoblece al hombre, y en cuanto al m�rito filos�fico que pudiera caberme, que este m�rito es infinitamente peque�o. Nada significa dar un nombre a las cosas: lo maravilloso ser�a conocerlas antes de que existiesen. Al expresar una idea que ha llegado a su t�rmino, una idea que vive en todas las inteligencias, y que ma�ana ser� proclamada por otro si yo no la hiciese p�blica hoy, solamente me corresponde la prioridad de la expresi�n. �Acaso se dedican alabanzas a quien vio por primera vez despuntar el d�a?

Todos los hombres, en efecto, creen y sienten que la igualdad de condiciones es id�ntica a la igualdad de derechos: que propiedad y robo son t�rminos sin�nimos; que toda preeminencia social otorgada, o mejor dicho, usurpada so pretexto de superioridad de talento y de servicio, es iniquidad y latrocinio: todos los hombres, afirmo yo, poseen estas verdades en la intimidad de su alma; se trata simplemente de hacer que las adviertan.

Confieso que no creo en las ideas innatas ni en las formas o leyes innatas de nuestro entendimiento, y considero la metaf�sica de Reid y de Kant a�n m�s alejada de la verdad que la de Arist�teles. Sin embargo, como no pretendo hacer aqu� una cr�tica de la raz�n (pues exigir�a un extenso trabajo que al p�blico no interesar�a gran cosa), admitir� en hip�tesis que nuestras ideas m�s generales y m�s necesarias, como las del tiempo, espacio, sustancia y causa, existen primordialmente en el esp�ritu, o que, por lo menos, derivan inmediatamente de su constituci�n.

Pero es un hecho psicol�gico no menos cierto, aunque poco estudiado todav�a por los fil�sofos, que el h�bito, como una segunda naturaleza, tiene el poder de sugerir al entendimiento nuevas formas categ�ricas, fundadas en las apariencias de lo que percibimos, y por eso mismo, desprovistas, en la mayor parte de los casos, de realidad objetiva. A pesar de esto ejercen sobre nuestros juicios una influencia no menos predeterminante que las primeras categor�as. De suerte que enjuiciamos, no s�lo con arreglo a -las leyes eternas y absolutas de nuestra raz�n, sino tambi�n conforme a las reglas secundarias, generalmente equivocadas, que la observaci�n de las cosas nos sugiere. Esa es la fuente m�s fecunda de los falsos prejuicios y la causa permanente y casi siempre invencible de multitud de errores. La preocupaci�n que de esos errores resulta es tan arraigada que, frecuentemente, aun en el momento en que combatimos un principio que nuestro esp�ritu tiene por falso, y nuestra conciencia rechaza, lo defendemos sin advertirlo, razonamos con arreglo a �l; lo obedecemos atac�ndole. Preso en un c�rculo, nuestro esp�ritu se revuelve sobre s� mismo, hasta que una nueva observaci�n, suscitando en nosotros nuevas ideas, nos hace descubrir un principio exterior que libera a nuestra imaginaci�n del fantasma que la hab�a ofuscado. As�, por ejemplo, se sabe hoy que por las leyes de un magnetismo universal, cuya causa es a�n desconocida, dos cuerpos, libres de obst�culos, tienden a reunirse por una fuerza de impulsi�n acelerada que se llama gravedad. Esta fuerza es la que hace caer hacia la tierra los cuerpos faltos de apoyo, la que permite pesarlos en la balanza y la que nos mantiene sobre el suelo que habitamos. La ignorancia de esta causa fue la �nica raz�n que imped�a a los antiguos creer en los ant�podas. � �C�mo no comprend�is -dec�a San Agust�n, despu�s de Lactancio- que si hubiese hombres bajo nuestros pies tendr�an la cabeza hacia abajo y caer�an en el cielo?� El obispo de Hipona, que cre�a que la tierra era plana porque le parec�a verla as�, supon�a en consecuencia que si del c�nit al nadir de distintos lugares se trazasen otras tantas l�neas rectas, estas l�neas ser�an par�bolas entre s�, y en la misma direcci�n de estas l�neas supon�a todo el movimiento de arriba abajo. De ah� deduc�a forzosamente que las estrellas est�n pendientes como antorchas movibles de la b�veda celeste; que en el momento en que perdieran su apoyo, caer�an sobre la tierra como lluvia de fuego; que la tierra es una tabla inmensa, que constituye la parte inferior del mundo, etc. Si se le hubiera preguntado qui�n sostiene la tierra, habr�a respondido que no lo sab�a, pero que para Dios nada hay imposible. Tales eran, con relaci�n al espacio y al movimiento, las ideas de San Agust�n, ideas que le impon�a un prejuicio originado por la apariencia, pero que hab�a llegado a ser para �l una regla general y categ�rica de juicio. En cuanto a la causa verdadera de la ca�da de los cuerpos, su esp�ritu la ignoraba totalmente; no pod�a dar m�s raz�n que la de que un cuerpo cae porque cae.

Para nosotros, la idea de la ca�da es m�s compleja y a las ideas generales de espacio y de movimiento, que aqu�lla impone, a�adimos la de atracci�n o de direcci�n hacia un centro, la cual deriva de la idea superior de causa. Pero si la f�sica lleva forzosamente nuestro juicio a tal conclusi�n, hemos conservado, sin embargo, en el uso, el prejuicio de San Agust�n, y cuando decimos que una cosa se ha ca�do, no entendemos simplemente y en general que se trata de un efecto de la ley de gravedad, sino que especialmente y en particular imaginamos que ese movimiento se ha dirigido hacia la tierra y de arriba abajo. Nuestra raz�n se ha esclarecido, la imaginaci�n la corrobora, y sin embargo, nuestro lenguaje es incorregible. Descender del cielo no es, en realidad, una expresi�n m�s cierta que subir al cielo, y esto no obstante, esa expresi�n se conservar� todo el tiempo que los hombres se sirvan del lenguaje.

Todas estas expresiones arriba, abaljo, descender del cielo, caer de las nubes, no ofrecen de aqu� en adelante peligro alguno, porque sabemos rectificarlas en la pr�ctica. Pero conviene tener en cuenta cu�nto han hecho retrasar los progresos de la ciencia. Poco importa, en efecto, en la estad�stica, en la mec�nica, en la hidrodin�mica, en la bal�stica, que la verdadera causa de la ca�da de los cuerpos sea o no conocida, y que sean exactas las ideas sobre la direcci�n general del espacio; pero ocurre lo contrario cuando se trata de explicar el sistema del mundo, la causa de las mareas, la figura de la tierra y su posici�n en el espacio. En todas estas cuestiones se precisa salir de la esfera de las apariencias. Desde la m�s remota antigliedad han existido ingenieros y mec�nicos, arquitectos excelentes y h�biles; sus errores acerca de la redondez del planeta y de la gravedad de los cuerpos no imped�an el progreso de su arte respectivo; la solidez de los edificios y la precisi�n de los disparos no eran menores por esa causa. Pero m�s o menos pronto hab�an de presentarse fen�menos que el supuesto paralelismo de todas las perpendiculares levantadas sobre la superficie de la tierra no pod�a explicar; entonces deb�a comenzar una lucha entre los prejuicios que por espacio de los siglos bastaban a la pr�ctica diaria y las nov�simas opiniones que el testimonio de los sentidos parec�a contradecir.

Hay que observar c�mo los juicios m�s falsos, cuando tienen por fundamento hechos aislados o simples apariencias, contienen siempre un conjunto de realidades que permite razonar un determinado n�mero de inducciones, sobrepasado el cual se llega al absurdo. En las ideas de San Agust�n, por ejemplo, era cierto que los cuerpos caen hacia la tierra, que su ca�da se verifica en l�nea recta, que el sol o la tierra se pone, que el cielo o la tierra se mueve, etc. Estos hechos generales siempre han sido verdaderos; nuestra ciencia no ha inventado nada. Pero, por otra parte, la necesidad de encontrar las causas de las cosas nos obliga a descubrir principios cada vez m�s generales. Por esto ha habido que abandonar sucesivamente, primero la opini�n de que la tierra es plana, despu�s la teor�a que la supone inm�vil en el sentir del universo, etc.

Si de, la naturaleza f�sica pasamos al mundo moral, nos encontramos sujetos en �l a las mismas decepciones de la apariencia, a las mismas influencias de la espontaneidad y de la costumbre. Pero lo que distingue esta segunda parte del sistema de nuestros conocimientos es, de un lado, el bien o el mal que de nuestras propias opiniones nos resulta, y, de otro, la obstinaci�n con que defendemos el prejuicio que nos atormenta y nos mata.

Cualquiera que sea el sistema que aceptemos sobre la gravedad de los cuerpos y la figura de la tierra, la f�sica del globo no se altera; y en cuanto a nosotros, la econom�a social no puede recibir con ello da�o ni perjuicio. En cambio, las leyes de nuestra naturaleza moral se cumplen en nosotros y por nosotros mismos; y, por lo tanto, estas leyes no pueden realizarse sin nuestra reflexiva colaboraci�n, y de consiguiente, sin que las conozcamos. De aqu� se dedu ce que, si nuestra ciencia de leyes morales es falsa, es evidente que al desear nuestro bien, realizamos nuestro mal. Si es completa, podr� bastar por alg�n tiempo nuestro progreso social, pero a la larga nos har� emprender derroteros equivocados, y, finalmente, nos precipitar� en un abismo de desdichas.

En ese momento se hacen indispensables nuevos conocimientos, los cuales, preciso es decirlo para gloria nuestra, no han faltado jam�s, pero tambi�n comienza una lucha encarnizada entre los vicios prejuicios y las nuevas ideas. �D�as de conflagraci�n y de angustia! Se recuerdan los tiempos en que con las mismas creencias e instituciones que se impugnan, todo el mundo parec�a dichoso; �c�mo recusar las unas, c�mo proscribir las otras? No se quiere comprender que ese per�odo feliz sirvi� precisamente para desenvolver el principio del mal que la sociedad encubr�a, se acusa a los hombres y a los dioses, a los poderosos de la tierra y a las fuerzas de la Naturaleza. En vez de buscar la causa del mal en su inteligencia y su coraz�n, el hombre la imputa a sus maestros, a sus rivales, a sus vecinos, a �l mismo. Las naciones se arman, se combaten, se exterminan hasta que, mediante una despoblaci�n intensa, el equilibrio se restablece y la paz renace entre las cenizas de las v�ctimas. �Tanto repugna a la humanidad alterar las costumbres de los antepasados, cambiar las leyes establecidas por los fundadores de las ciudades y confirmadas por el transcurso de los siglos!

�Desconfiad de toda innovaci�n�, escrib�a Tito Livio. Sin duda ser�a preferible para el hombre no tener necesidad nunca de alteraciones; pero si ha nacido ignorante, si su condici�n exige una instrucci�n progresiva, �habr� de renegar de su inteligencia, abdicar de su raz�n y abandonarse a la suerte? La salud completa es mejor que la convalecencia. �Pero es �ste un motivo para que el enfermo no intente su curaci�n? ��Reforma, reforma!�, exclamaron en otro tiempo Juan Bautista y Jesucristo. ��Reforma, reforma!�, pidieron nuestros padres hace cincuenta a�os (Proudhon alude a la Revoluci�n francesa.(N. del T.)), y nosotros seguiremos pidiendo por mucho tiempo todav�a �reforma, reforma!

He sido testigo de los dolores de mi siglo, y he pensado que entre todos los principios en que la sociedad se asienta, hay uno que no comprende, que su ignorancia ha viciado y es causa de todo el mal. Este principio es el m�s antiguo de todos, porque las revoluciones s�lo tienen eficacia para derogar los principios m�s modernos, mientras confirman los m�s antiguos. Por lo tanto, el mal que nos da�a es anterior a todas las revoluciones. Este principio, tal como nuestra ignorancia lo ha establecido, es reverenciado y codiciado por todos, pues de no ser as�, nadie abusar�a de �l y carecer�a de influencia.

Pero este principio, verdadero en su objeto, falso en cuanto a nuestra manera de comprenderlo, este principio tan antiguo como la humanidad, �cu�l es? �Ser� la religi�n?

Todos los �hombres creen en Dios; este dogma corresponde a la vez a la conciencia y a la raz�n. Dios es para la humanidad un hecho tan primitivo, una idea tan fatal, un principio tan necesario como para nuestro entendimiento lo son las ideas categ�ricas de causa, de sustancia, de tiempo y de espacio. A Dios nos lo muestra nuestra propia conciencia con anterioridad a toda inducci�n del entendimiento, de igual modo que el testimonio de los sentidos nos prueba la existencia del sol, anticip�ndose a todos los razonamientos de la f�sica. La observaci�n y la experiencia nos descubren los fen�menos y sus leyes. El sentido interno s�lo nos revela el hecho de su existencia. La humanidad cree que Dios existe, pero �qu� es lo que cree al decir Dios? En una palabra, �qu� es Dios?

La noci�n de la divinidad, noci�n primitiva, un�nime, innata en nuestra especie, no est� determinada todav�a por la raz�n humana. A cada paso que avanzamos en el conocimiento de la Naturaleza y de sus causas, la idea de Dios se agranda y eleva. Cuanto m�s progresa la ciencia del hombre, m�s grande y m�s alejado le parece Dios. El antropomorfismo y la idolatr�a fueron consecuencia necesaria de la juventud de las inteligencias, una teolog�a de ni�os y de poetas. Error inocente, si no se hubiese querido hacer de �l una norma obligatoria de conducta, en vez de respetar la libertad de creencias. Pero el hombre, despu�s de haber creado un Dios a su imagen, quiso apropi�rselo; no contento con desfigurar al Ser Supremo, lo trat� como un patrimonio, su bien, su cosa. Dios, representado bajo formas monstruosas, vino a ser en todas partes propiedad del hombre y del Estado. Este fue el origen de la corrupci�n de las costumbres por la relici�n y la fuente de los odios religiosos y las guerras sagradas. Al fin, hemos sabido respetar las creencias de cada uno y buscar la regla de las costumbres fuera de todo culto religioso. Esperamos sabiamente, para determinar la naturaleza y los atributos de Dios, los dogmas de la teolog�a, el destino del alma, etc., que la ciencia nos diga lo que debemos olvidar y lo que debemos creer. Dios, alma, religi�n, son materias constantes de nuestras infatigables meditaciones y nuestros funestos extrav�os, problemas dif�ciles, cuya soluci�n, siempre intentada, queda siempre incompleta. Sobre todas estas cosas todav�a podemos equivocarnos, pero al menos nuestro error no tiene influencia. Con la libertad de cultos y la separaci�n de lo espiritual y lo temporal, la influencia de las ideas religiosas en la evoluci�n socia� es puramente negativa, mientras no dependan de la religi�n las leyes y las instituciones pol�ticas y civiles. El olvido de los deberes religiosos puede favorecer la corrupci�n general, pero no es la causa eficiente de ella, sino un complemento o su derivado. Sobre todo, en la cuesti�n de que se trata (y esta observaci�n es decisiva) la causa de desigualdad de condiciones entre los hombres, del pauperismo, del sufrimiento universal, de la confusi�n de los gobiernos no puede ser atribuida a la religi�n; es pre ciso remontarse m�s alto e investigar con mayor profundidad.

�Qu� hay, pues, en el hombre m�s antiguo y m�s arraigado que el sentimiento religioso? El hombre mismo, es decir, la voluntad y la conciencia, el libre albedr�o y la ley, colocados en antagonismo perpetuo. El hombre vive en guerra consigo mismo. �Por qu�? �El hombre -dicen los te�logos- ha pecado en su origen; su raza es culpable de una antigua prevaricaci�n. Por esa falta, la humanidad ha degenerado; el error y la ignorancia han llegado a ser sus inevitables frutos. Leyendo la historia, encontrar�is en todos los tiempos la prueba de esta necesidad del mal en la permanente miseria de las naciones. El hombre sufre y sufrir� siempre; su enfermedad es hereditaria y constitucional. Usad paliativos, emplead emolientes; no hoy remedio eficaz.�

Este razonamiento no s�lo es propio de los te�logos; se encuentra en t�rminos semejantes en los escritos de los fil�sofos materialistas, partidarios de una indefinida perfectibilidad. Destutt de Tracy asegura formalmente que el pauperismo, los cr�menes, la guerra, son condici�n inevitable de nuestro estado social, un mal necesario contra el cual ser�a una locura rebelarse. De aqu� que necesidad del mal y perversidad originaria sean el fondo de una misma filosof�a.

��El primer hombre ha pecado.� Si los creyentes interpretasen fielmente la Biblia, dir�an: El hombre en un principio peca, es decir, se equivoca; porque pecar, enga�arse, equivocarse, es una misma cosa. �Las consecuencias del pecado de Ad�n se transmiten a su descendencia.� En efecto, la ignorancia es original en la especie como en el individuo; pero en muchas cuestiones, aun en el orden moral y pol�tico, esta ignorancia de la especie ha desaparecido. �Qui�n puede afirmar que no cesar� en todas las dem�s? El g�nero humano progresa de continuo hacia la verdad, y triunfa incesantemente la luz sobre las tinieblas. Nuestro mal no es, pues, absolutamente incurable, y la explicaci�n de los te�logosi se reduce a esta vacuidad: �El hombre se equivoca porque se equivoca.� Es preciso decir, por el contrario: �El hombre se equivoca porque aprende.� Por tanto, si el hombre puede llegar a saber todo lo necesario, hay posibilidad de creer que equivoc�ndose m�s dejar�a de sufrir.

Si preguntamos a los doctores de esta ley que, seg�n se dice, est� grabada en el coraz�n del hombre, pronto ver�amos que disputan acerca de ella sin saber cu�l sea. Sobre los m�s importantes problemas, hay casi tantas opiniones como autores. No hay dos que est�n de acuerdo sobre la mejor forma de gobierno, sobre el principio de autoridad, sobre la naturaleza del derecho; todos navegan al azar en un mar sin fondo ni orillas, abandonados a la inspiraci�n de su sentido particular que modestamente toman por la recta raz�n; y en vista de este caos de opiniones contradictorias, decimos: El objeto de nuestras investigaciones es la ley, la determinaci�n del principio social; mas los pol�ticos, es decir, los que se ocupan en la cienca social, no llegan a entenderse; luego es en ellos donde est� el error; y como todo error tiene una realidad por objeto, en sus propios libros debe encontrarse la verdad, consignada en sus p�ginas a pesar suyo.

Pero �de qu� se ocupan los jurisconsultos y los publicistas? De justicia, de equidad, ae libertad, de la ley natural, de las leyes civiles, ete. �Y qu� es la justicia? �Cu�l es su principio, su car�cter, su f�rmula? A esta pregunta, nuestros doctores no tienen nada que responder, pues si as� no fuese, su ciencia, fundada en principio positivo y cierto, saldr�a de su eterno probabilismo y acabar�an todos los debates.

�Qu� es la justicia? Los te�logos contestan: �Toda justicia viene de Dios.� Esto es cierto, pero nada ense�a.

Los fil�sofos deber�an estar mejor enterados despu�s de disputar tanto sobre lo justo y lo injusto. Desgraciadamente, la observaci�n prueba que su saber se reduce a la nada; les sucede lo mismo que a los salvajes, que, por toda plegaria, saludan al sol gritando: !oh!, ioh! Esta es una exclamaci�n de admiraci�n, de amor, de entusiasmo; pero quien pretenda saber qu� es el sol, obtendr� poca luz de la interjecci�n �ioh!�. La justicia, dicen los fil�sofos, es hija del cielo, luz que ilumina a todo hombre al venir al mundo, la m�s hermosa prerrogativa de nuestra naturaleza, lo que nos distingue de las bestias y nos hace semejantes a Dios, y otras mil cosas parecidas. �Y a qu� se reduce, pregunto, esta piadosa letan�a? A la plegaria de los salvajes: � ioh! �.

Lo m�s razonable de lo que la sabidur�a humana ha dicho respecto de la justicia, se contiene en este famoso principio: Haz a los dem�s lo que deseas para ti; no hagas a los dem�s lo que para ti no quieras. Pero esta regla de moral pr�ctica nada vale para la ciencia; �cu�l es mi derecho a los actos u omisiones ajenos? Decir que mi deber es igual a mi derecho, no es decir nada; hay que explicar al propio tiempo cu�l es este derecho.

Intentemos averiguar algo m�s preciso y positivo. La justicia es el fundamento de las sociedades, el eje a cuyo alrededor gira el mundo pol�tico, el principio y la regla de todas las transacciones. Nada se realiza entre los hombre sino en virtud del derecho, sin la invocaci�n de la justicia. La justicia no es obra de la ley; por el contrario, la ley no es m�s que una declaraci�n y una aplicaci�n de lo justo en todas las circunstancias en que los hombres pueden hallarse con relaci�n a sus intereses. Por tanto, si la idea que concebimos de lo justo y del derecho est� mal determinada, es evidente que todas nuestras aplicaciones legislativas ser�n desastrosas, nuestras instituciones viciosas, nuestra pol�tica equivocada, y, por tanto, que habr� por esa causa desorden y malestar social.

Esta hip�tesis de la perversi�n de la idea de justicia en nuestro entendimiento y, por consecuencia, necesaria en nuestros actos, ser� un hecho evidente si las opiniones de los hombres, relativas al concepto de justicia y a sus aplicaciones, no han sido constantes, si en diversas �pocas han sufrido modificaciones; en una palabra, si ha habido progresos en las ideas. Y a este prop�sito he aqu� lo que la historia ense�a con irrecusables testimonios.

Hace diez y ocho siglos, el mundo, bajo el imperio de los C�sares, se consum�a en la esclavitud, en la superstici�n y en la voluptuosidad. El pueblo, embriagado por continuas bacanales, hab�a perdido hasta la noci�n del derecho y del deber; la guerra y la org�a le diezmaban sin interrupci�n; la usura y el trabajo de las m�quinas, es decir, de los esclavos, arrebat�ndoles los medios de subsistencia, le imped�an reproducirse. La barbarie renac�a de esta inmensa corrupci�n, extendi�ndose como lepra devoradora por las provincias despobladas. Los sabios predec�an el fin del imperio, pero ignoraban los medios de evitarlo. �Qu� pod�an pensar para esto? En aquella sociedad envejecida era necesario suprimir lo que era objeto de la estimaci�n y de la veneraci�n p�blicas, abolir los derechos consagrados por una justicia diez veces secular. Se dec�a: �Roma ha vencido por su pol�tica y por sus dioses; toda reforma, pues, en el culto y en la opini�n p�blica, ser�a una locura y un sacrilegio. Rom�, clemente para las naciones vencidas, al regalarles las cadenas, les hace gracia de la vida; los esclavos son la fuente m�s fecunda de sus riquezas; la manumisi�n de los pueblos ser�a la negaci�n de sus derechos y la ruina de sus haciendas. Roma, en fin, entregada a los placeres y satisfecha hasta la hartura con los despojos del Universo, usa de la victoria y de la autoridad, su lujo y sus concupiscencias son el precio de sus conquistas: no puede abdicar ni desposeerse de ellas.� As� comprend�a Roma en su beneficio el hecho y el derecho. Sus pretensiones estaban justificadas por la costumbre y por el derecho de gentes. La idolatr�a en la religi�n, la esclavitud en el Estado, el materialismo en la vida privada, eran el fundamento de sus instituciones. Alterar esas bases equival�a a corunover la sociedad en sus propios cimientos, y seg�n expresi�n moderna, a abrir el abismo de las revoluciones. Nadie conceb�a tal idea, y entretanto la humanidad se consum�a en la guerra y en la lujuria.

Entonces apareci� un hombre llam�ndose Palabra de Dios. Ign�rase todav�a qui�n era, de donde ven�a y qui�n le hab�a inspirado sus ideas. Predicaba por todas partes que la sociedad estaba expirante; que el mundo iba a transformarse; que los maestros eran falaces, los jurisconsultos ignorantes, los fil�sofos hip�critas embusteros; que el se�or y el esclavo eran iguales; que la usura y cuanto se le asemeja era un robo; que los propietarios y concupiscentes ser�an atormentados alg�n d�a con fuego eterno, mientras los pobres de esp�ritu y los virtuosos habitar�an en un lugar de descanso. Afirmaba, adem�s, otras muchas cosas no menos extraordinarias.

Este hombre, Palabra de Dios, fue denunciado y preso como enemigo del orden social por los sacerdotes y los doctores de la ley, quienes tuvieron la habilidad de hacer que el pueblo pidiese su muerte. Pero este asesinato jur�dico no acab� con la doctrina que Jesucristo hab�a predicado. A su muerte, sus primeros cfisc�pulos se repartieron por todo el mundo, predicando la buena nueva, formando a su vez miIlones de propagandistas, que mor�an degollados por la espada de la justicia romana, cuando ya estaba cumplida su misi�n. Esta propaganda obstinada, verdadera lucha entre verdugos y m�rtires, dur� casi trescientos a�os, al cabo de los cuales se convirti� el mundo. La idolatr�a fue aniquilada, la esclavitud abolida, la disoluci�n reemplazada por costumbres austeras; el desprecio de la riqueza lleg� alguna vez hasta su absoluta renuncia. La sociedad se salv� por la negaci�n de sus principios, por el cambio de la religi�n y la violaci�n de los derechos m�s sagrados. La idea de lo justo adquiri� en esta revoluci�n una extensi�n hasta entonces no sospechada siquiera, que despu�s ha sido olvidada. La justicia s�lo hab�a existido para los se�ores (La religi�n, las leyes, el matrinonio, eran privilegios en Roma de los hombres libres, y, en un principio, solamente de los nobles. Del majorum gentium, dioses de las familias patricias: sus gentium, derecho de gentes, es decir, de las familias o de los nobles. El esclavo y el plebeyo no constitu�an familia. Sus hijos eran considerados como cr�a de los animales. Bestias nac�an y como bestias hab�an de vivir.); desde entonces comenz� a existir para los siervos.

Pero la nueva religi�n no dio todos sus frutos. Hubo alguna mejora en las costumbres p�blicas, alguna templanza en la tiran�a; pero en los dem�s, la semilla del Hijo del hombre cay� en corazones id�latras, y s�lo produjo una mitolog�a semipo�tica e innumerables discordias. En vez de atenerse a las consecuencias pr�cticas de los principios de moral y de autoridad que Jesucristo hab�a proclamado, se distrajo el �nimo en especulaciones sobre su nacimiento, su origen, su persona y sus actos. Se comentaron sus par�bolas, y de la oposici�n de -las opiniones m�s extravagantes sobre cuestiones irresolubles, sobre textos incomprensibles, naci� la Teolog�a, que se puede definir como la ciencia de lo infinitamente absurdo.

La verdad cristiana no traspasa la edad de los ap�stoles. El Evangelio, comentado y simbolizado por los griegos y latinos, adicionado con t�bulas paganas, lleg� a ser, tomado a la letra, un conjunto de contradicciones, y hasta la fecha el reino de la Iglesia infalible ha sido el de las tinieblas. D�cese que las puertas del infierno no prevalecer�n; que la Palabra de Dios se oir� nuevamente, y que, por fin, los hombres conocer�n la verdad y la justicia; pero en el momento en que esto sucediera acabar�a el catolicismo griego y romano, de igual modo que a la luz de la ciencia desaparecen las sombras del error.

Los monstruos que los sucesores de los ap�stoles estaban encargados de exterminar, repuestos de su derrota, reaparecieron poco a poco, merced al fanatismo imb�cil y a la conveniencia de los cl�rigos y de los te�logos. La historia de la emancipaci�n de los municipios en Francia presenta constantemente la justicia y la libertad infiltr�ndose en el pueblo, a pesar de los esfuerzos combinados de los reyes, de la nobleza y del clero. En 1789 despu�s de Jesucristo, la naci�n francesa, dividida en castas, pobre y oprimida, viv�a sujeta por la triple red del absolutismo real, de la tiran�a de los se�ores y de los parlamentos y de la intolerancia sacerdotal. Exist�an el derecho del rey y el derecho del cl�rigo, el derecho del noble y el derecho del siervo; hab�a privilegios de sangre, de provincia, de municipios, de corporaciones y de oficios. En el fondo de todo esto imperaban la violencia, la inmoralidad, la miseria. Ya hac�a alg�n tiempo que se hablaba de reforma; los que la deseaban s�lo en adariencia, no la invocaban, sino en provecho personal, y el pueblo, que deb�a ganarlo todo, desconfiaba de tales proyectos y callaba. Por largo tiempo, el pobre pueblo, ya por recelo, va por incredulidad, ya por desesperaci�n, dud� de sus d�r�chos. El h�bito de servidumbre parec�a haber acabado con el valor de las antiguas municipalidades, tan soberbias en la Edad Media.

Un libro apareci� al fin, cuya s�ntesis se contiene en estas dos proposiciones: �Qu� es el tercer estado? Nada. �Qu� debe ser? Todo. Alguien a�adi� por v�a de comentario: �Qu� es el rey? Es el mandatario del pueblo.

Esto fue como una revelaci�n s�bita; rasg�se un tupido velo, y la venda cay� de todos los ojos. El pueblo se puso a razonar: �Si el rey es nuestro mandatario, debe rendir cuentas. Si debe rendir cuentas, est� sujeto a intervenci�n. Si puede ser intervenido, es responsable. Si es responsable, es justificable. Si es justificable, lo es seg�n sus actos. Si debe ser castigado seg�n sus actos, puede ser condenado a muerte.�

Cinco a�os despu�s de la publicaci�n del folleto de Sieyes, el tercer estado lo era todo; el rey, la nobleza, el clero, no eran nada. En 1793, el pueblo, sin detenerse ante la ficci�n constitucional de la inviolabilidad del monarca llev� al cadalso a Luis XVI, y en 1830 acompa�� a Cherburgo a Carlos X. En uno y otro caso pudo equivocarse eil la apreciaci�n del delito, lo cual constituir�a un error de hecho; pero en derecho, la l�gica que le impuls� fue irreprochable. Es �sta una aplicaci�n del derecho com�n, una determinaci�n solemne de la justicia penal.

El esp�ritu que anim� el movimiento de 1789 fue un esp�ritu de contradicci�n. Esto basta para demostrar que el orden de cosas que sustituy� el antiguo no respondi� a m�todo alguno ni estuvo meditado. Nacido de la c�lera y del odio, no pod�a ser efecto de una ciencia fundada en la observaci�n y en el estudio, y las nuevas bases no fueron deducidas de un profundo conocimiento de las leyes de la Naturaleza y de la sociedad. Obs�rvase tambi�n, en las llamadas instituciones nuevas, que la rep�blica conserv� los mismos principios que hab�a combatido y la influencia de todos los prejuicios que hab�a intentado proscribir. Y a�n se habla, con inconsciente entusiasmo, de la gloriosa Revoluci�n francesa, de la regeneraci�n de 1789, de las grandes reformas que se acometieron, de las instituciones... �Mentira! �Mentira!

Cuando, acerca de cualquier hecho f�sico, intelectual o social, nuestras ideas cambian radicalmente a consecuencia de observaciones propias, llamo a este movimiento del esp�ritu, revoluci�n; si solamente ha habido extensi�n o modificaci�n de nuestras ideas, progreso. As�, el sistema de Ptolomeo fue un progreso en astronom�a, el de Cop�rnico una revoluci�n. De igual modo en 1789 hubo lucha y progreso; pero no ha habido revoluci�n. El examen de las reformas que se ensayaron lo demuestra.

El pueblo, v�ctima por tanto tiempo del ego�smo mon�rquico, crey� librarse de �l para siempre declar�ndose a s� mismo soberano. Pero �q.u� era la monarqu�a? La soberan�a de un hombre. Y �qu� es la democracia? La soberan�a del pueblo, o mejor dicho, de la mayor�a nacional. Siempre la soberan�a del hombre en lugar de l� soberan�a de la ley, la soberan�a de la voluntad en vez de la soberan�a de la raz�n; en una palabra, las pasiones en sustituci�n del derecho. Cuando un pueblo pasa de la monarqu�a a la democracia, es indudable que hay progreso, porque al multiplicarse el soberano, existen m�s probabilidades de que la raz�n prevalezca sobre la voluntad: pero el caso es que no se realiza revoluci�n en el gobierno y que subsiste el mismo principio.

Y no es esto todo: el pueblo rey no puede ejercer la soberan�a por s� mismo: est� obligado a delegarla en los encargados del poder. Esto es lo que le repiten asiduamente aquellos que buscan su benepl�cito. Que estos funcionarios sean cinco, diez, ciento, mil, �qu� importa el n�mero ni el nombre? Siempre ser� el gobierno del hombre, el imperio de la voluntad y del favor.

Se sabe, adem�s, c�mo fue ejercida esta soberan�a, primero por la Convenci�n, despu�s por el Directorio, m�s tarde por el C�nsul. El Emperador, el gran hombre tan querido y llorado por el pueblo, no quiso arrebat�rsela jam�s; pero como si hubiera querido burlarse de tal soberan�a, se atrevi� a pedirle su sufragio, es decir, su abdicaci�n, la abdicaci�n de esa soberan�a inalienable, y lo consigui�.

Pero �qu� es la soberan�a? D�cese que es el poder de hacer law leyes (La soberan�a, seg�n Toullier, es la omnipotencia humana. Definici�n materialista: si la soberan�a es algo, ser� un derecho, no una fuerza o poder. �Y qu� es la omnipotencia humana? (N. del T.)). Otro absurdo, renovado por el despotismo. El pueblo, que hab�a visto a los reyes fundar sus disposiciones en la f�rmula porque tal es mi voluntad, quiso a su vez conocer el placer de hacer las leyes. En los cincuenta a�os que median desde la Revoluci�n a la fecha (El autor escrib�a este libro en 1849 (N. del T.)) ha promulgado millones de ellas, y siempre, no hay que olvidarlo, por obra de sus representantes. Y el juego no est� a�n cerca de su t�rmino.

Por lo dem�s, la definici�n de la soberan�a se deduc�a de la definici�n de la ley. La ley, se dec�a, es la expresi�n de la voluntad del soberano, luego, en una monarqu�a, la ley es la expresi�n de la voluntad del rey; en una rep�blica, la ley es la expresi�n de la voluntad del pueblo. Aparte de la diferencia del n�mero de voluntades, los dos sistemas son perfectamente id�nticos; en uno y otro el error es el mismo: afirmar que la ley es expresi�n de una voluntad, debiendo ser la expresi�n de un hecho. Sin embargo, al frente de la opini�n iban gu�as expertos: se hab�a tomado al ciudadano de Ginebra, Rousseau, por profeta, y el Contrato social por Cor�n.

La preocupaci�n y el prejuicio se descubren a cada paso en la ret�rica de los nuevos legisladores. El pueblo hab�a sido v�ctima de una multitud de exclusiones y de privilegios; sus representantes hicieron en su obsequio la declaraci�n siguiente: Todos los hombres son iguales por la Naturaleza y ante la ley; declaraci�n ambigua y redundante. Los hombres son iguales por la Naturaleza: �quiere significarse que tienen todos una misma estatura, iguales facciones, id�ntico genio y an�logas virtudes? No; solamente se ha pretendido designar la igualdad pol�tica y civil. Pues en ese caso bastaba haber dicho: todos los hombres son iguales ante la ley.

Pero �qu� es la igualdad ante la ley? Ni la Constituci�n de 1790, ni la del 93, ni las posteriores, han sabido definirla. Todas suponen una desigualdad de fortunas y de posici�n, a cuyo lado no puede haber posibilidad de una igualdad de derechos. En cuanto a este punto, puede afirmarse que todas nuestras Constituciones han sido la expresi�n fiel de la voluntad popular; y voy a probarlo.

En otro tiempo el pueblo estaba excluido de los empleos civiles y militares. Se crey� hacer una gran cosa insertando en la Declaraci�n de los derechos del hombre este art�culo altisonante: �Todos los ciudadanos son igualmente admisibles a los cargos p�blicos: los pueblos libres no reconocen m�s motivos de preferencia en sus individuos que la virtud y el talento.�

Mucho se ha celebrado una frase tan hermosa, pero afirmo que no lo merece. Porque, o yo no la entiendo, o quiere decir que el pueblo soberano, legislador y reformista, s�lo ve en los empleos p�blicos la remuneraci�n consiguiente y las ventajas personales, y que s�lo estim�ndoles como fuentes de ingresos, establece la libre admisi�n de los ciudadanos. Si as� no fuese, si �stos nada fueran ganando, �a qu� esa sabia precauci�n? En cambio, nadie se acuerda de establecer que para ser piloto sea preciso saber astronom�a y geograf�a, ni de prohibir a los tartam ' udos que representen �peras. El pueblo sigui� imitando en esto a los reyes. Como ellos, quiso distribuir empleos lucrativos entre sus amigos y aduladores. Desgraciadamente, y este �ltimo rasgo completa el parecido, el pueblo no disfruta tales beneficios; son �stos para sus mandatarios y representantes, los cuales, adem�s, no temen contrariar la voluntad de su inocente soberano.

Este edificante art�culo de la Declaraci�n de derechos del hombre, conservado en las Cartas de 1814 y de 1830, supone variedad de desigualdades civiles, o lo que es lo mismo, de desigualdades ante la ley. Supone tambi�n desigualdad de jerarqu�as, puesto que las funciones p�blicas no son solicitadas sino por la consideraci�n y los emolumentos que confieren: desigualdad de fortunas, puesto que si se hubiera querido nivelarlas, los empleos p�blicos habr�an sido deberes y no derechos; desigualdad en el favor, porque la ley no determina qu� se entiende por talentos y virtudes. En tiempos del Imperio, la virtud y el talento consist�an �nicamente en el valor militar y en la adhesi�n al Emperador; cuando Napole�n cre� su nobleza, parec�a que intentaba imitar a la antigua. Hoy d�a el hombre que satisface 200 francos de impuestos es virtuoso; el hombre h�bil es un honrado acaparador de bolsillos ajenos; de hoy en adelante, estas afirmaciones ser�n verdades sin importancia alguna.

El pueblo, finalmente, consagr� la propiedad... �Dios le perdone, porque no supo lo que hac�a! Hace cincuenta a�os que exp�a ese desdichado error. Pero �c�mo ha podido enga�arse el pueblo, cuya voz, seg�n se dice, es la de Dios y cuya conciencia no yerra? �C�mo buscando la libertad y la igualdad ha ca�do de nuevo en el privilegio y en la servidumbre? Por su constante af�n de imitar el antiguo r�gimen.

Antiguamente la nobleza y el clero s�lo contribu�an a las cargas del Estado a t�tulo de socorros voluntarios y de donaciones espont�neas. Sus bienes eran inalienables aun por deudas. Entretanto, el plebeyo, recargado de tributos y de trabajo, era maltratado de continuo, tanto por los recaudadores del rey como por los de la nobleza y el clero. El siervo, colocado al nivel de las cosas, no pod�a testar ni ser heredero. Considerado como los animales, sus servicios y su descencencia pertenec�an al due�o por derecho de acci�n. El pueblo quiso qpe la condici�n de propietario fuese igual para todos; que cada uno pudiera gozar y disponer libremente de sus bienes, de sus rentas, del producto de su trabajo y de su industria. El pueblo no invent� la propiedad; pero como no exist�a para �l del mismo modo que para los nobles y los cl�rigos, decret� la uniformidad de este derecho. Las odiosas formas de la propiedad, la servidumbre personal, la mano muerta, los v�nculos, la exclusi�n de los empleos, han desaparecido; el modo de disfrutarla ha sido modificado, pero la esencia de la instituci�n subsiste. Hubo progreso en la atribuci�n, en el reconocimiento del derecho, pero no hubo revoluci�n en el derecho mismo.

Los tres principios fundamentales de la sociedad moderna, que el movimiento de 1789 y el de 1830 han consagrado reiteradamente, son �stos: la Soberan�a de la voluntad del hombre, o sea, concretando la expresi�n, despotismo. 2.o Desigualdad de fortunas y de posici�n social. 3.0 Propiedad. Y sobre todos estos principios el de Justicia, en todo y por todos invocada como el genio tutelar de los soberanos, de los nobles y de los propietarios; la Justicia, ley general, primitiva, categ�rica, de toda sociedad.

�Es justa la autoridad del hombre sobre el hombre?

Todo el mundo contesta: no, la autoridad del hombre no es m�s que la autoridad de la ley, la cual debe ser expresi�n de justicia y de verdad. La voluntad privada no influye para nada en la autoridad, debiendo limitarse aqu�lla, de una parte, a descubrir lo verdadero y lo justo, para acomodar la ley a estos principios, y, de otra, a procurar el cumplimiento de esta ley.

No estudio en este momento si nuestra forma de gobierno constitucional re�ne esas condiciones; si la voluntad de los ministros interviene. o no en la declaraci�n y en la interpretaci�n de la ley; si nuestros diputados, en sus debates, se preocupan m�s de convencer por la raz�n que de vencer por el n�mero. Me basta que el expresado concepto de un buen gobierno sea como lo he definido. Sin embargo, de ser exacta esa idea, vemos que los pueblos orientales estiman justo, por excelencia, el despotismo de sus soberanos; que entre los antiguos, y seg�n la opini�n de sus mismos fil�sofos, la esclavitud era justa; que en la Edad Media los nobles, los curas y los obispos consideraban justo tener siervos; que Luis XIV cre�a estar en lo cierto cuando afirmaba. El Estado soy yo, que Napole�n reputaba como crimen de Estado la desobediencia a su voluntad. La idea de lo justo, aplicada al soberano y a su autoridad, no ha sido, pues, siempre la misma que hoy tenemos; incesantemente ha ido desenvolvi�ndose y determin�ndose m�s y m�s hasta llegar al estado en que hoy la concebimos. �Pero puede decirse que ha llegado a su �ltima fase? No lo creo; y como el obst�culo final que se opone a su desarrollo procede �nicamente de la instituci�n de la propiedad que hemos conservado, es evidente que para realizar la forma del Poder p�blico y consumar la revoluci�n debemos atacar esa misma instituci�n.

�Es justa la desigualdad pol�tica y civil? Unos responden, s�; otros, no. A los primeros contestar�a que, cuando el pueblo aboli� todos los privilegios de nacimiento y de casta, les pareci� bien la reforma, probablemente porque les beneficiaba. �Por qu� raz�n, pues, no quieren hoy que los privilegios de la fortuna desaparezcan como los privilegios de la jerarqu�a y de la sangre? A esto replican que la desigualdad pol�tica es inherente a la propiedad, y que sin la propiedad no hay sociedad posible. Por ello la cuesti�n planteada se resuelve en la de la propiedad. A los segundos me limito a hacer esta observaci�n: Si quer�is implantar la igualdad pol�tica, abolid la propiedad; si no lo hac�is, �por qu� os quej�is?

�Es justa la propiedad? Todo el mundo responde sin vacilaci�n: �S�, la propiedad es justa.� Digo todo el mundo, porque hasta el presente creo que nadie ha respondido con pleno convencimiento: �No.� Tambi�n es verdad que dar una respuesta bien fundada no era antes cosa f�cil; s�lo el tiempo y la experiencia pod�an traer una soluci�n exacta. En la actualidad esta soluci�n existe: falta que nosotros la comprendamos. Yo voy a intentar demostrarla.

He aqu� c�mo he de proceder a esta demostraci�n:

I. No disputo, no refuto a nadie, no replico nada; acepto como buenas todas las razones alegadas en favor de la propiedad y me limito a investigar el principio, a fin de comprobar seguidamente si ese principio est� fielmente expresado por la propiedad. Defendi�ndose como justa la propiedad, la idea, o por lo menos el prop�sito de justicia, debe hallarse en el fondo de todos los argumentos alegados en su favor; y como, por otra parte, la propiedad s�lo se ejercita sobre cosas materialmente apreciables, la justicia, debe aparecer bajo una f�rmula algebraica. Por este m�todo de examen llegaremos bien pronto a reconocer que todos los razonamientos imaginados para defender la propiedad, cualesquiera que sean, concluyen siempre necesariamente en la igualdad, o lo que es lo mismo, en la negaci�n de la propiedad. Esta primera parte comprende dos cap�tulos: el primero referente a la ocupaci�n, fundamento de nuestro derecho; el otro relativo al trabajo y a la capacidad como causas de propiedad y de desigualdad social. La conclusi�n de los dos cap�tulos ser�, de un lado, que el clerecho de ocupaci�n impide la propiedad, y, de otro, que el derecho del trabajo la destruye.

Il. Concebida, pues, la propiedad necesariamente bajo la raz�n categ�rica de igualdad, he de investigar por qu�, a pesar de la l�gica, la igualdad no existe. Esta nueva labor comprende tambi�n dos cap�tulos: en el primero, considerando el hecho de la propiedad en s� mismo, investigar� si ese hecho es real, si existe, si es posible; porque implicar�a contradicci�n que dos formas sociales contrarias, la igualdad y la desigualdad, fuesen posibles una Y otra coniuntamente. Entonces comprobar� el fen�meno singular de que la propiedad puede manifestarse como accidente, mientras como instituci�n y principio es imposible matem�ticamente. De suerte que el axioma ab actu ad posse valet consecutio, del hecho a la posibilidad, la consecuencia es buena, se encuentra desmentido en lo que a la propiedad se refiere.

Finalmente, en el �ltimo cap�tulo, llamando en nuestra ayuda a la psicolog�a y penetrando a fondo en la naturaleza del hombre, expondr� el principio de lo justo, su f�rmula, su car�cter: determinar� la ley org�nica de la sociedad; explicar� el origeir de la propiedad, las causas de su establecimiento, de su larga duraci�n y de su pr�xima desaparici�n; establecer� definitivamente su identidad con el robo; y despu�s de haber demostrado que estos tres prejuicios, soberan�a del hombre, desigualdad de condiciones, propiedad, no son m�s que uno solo, que se pueden tomar uno por otro y son rec�procamente convertibles, no habr� necesidad de esfuerzo alguno para deducir, por el principio de contradicci�n, la base de la autoridad y del derecho. Terminar� ah� mi trabajo, que proseguir� en sucesivas publicaciones.

La importancia del objeto que nos ocupa embarga todos los �nimos. �La propiedad -dice Ennequin- es el principio creador y conservador de la sociedad civil... La propiedad es una de esas tesis fundamentales a las que no conviene aplicar sin maduro examen las nuevas tendencias. Porque no conviene olvidar nunca, e importa mucho que el publicista y el hombre de Estado est�n de ello bien convencidos, que de la soluci�n del problema sobre si la propiedad es el principio o el resultado del orden social, si debe ser considerada como causa o como efecto, depende toda la moralidad, y por esta misma raz�n, toda la autoridad de las instituciones humanas.�

Estas palabras son una provocaci�n a todos los hombres que tengan esperanza y fe en el progreso de la humanidad. Pero aunque la causa de, la igualdad es hermosa, nadie ha recogido todav�a el guante lanzado por los abogados de la propiedad, nadie se ha sentido con valor bastante para aceptar el combate. La falsa sabidur�a de una jurisprudencia hip�crita y los aforismos absurdos de la econom�a pol�tica, tal c�mo la propiedad la ha formulado, han oscurecido las inteligencias m�s potentes. Es ya una frase convenida entre los titulados amigos de la libertad y de los intereses del pueblo �que la igualdad es una quimera! �A tanto llega el poder que las m�s falsas teor�as y las m�s mentidas analog�as ejercen sobre ciertos esp�ritus, excelentes bajo otros conceptos, pero subyugados involuntariamente por el prejuicio general! La igualdad nace todos los d�as, fit cequalitas. Soldados de la libertad; desertaremos de nuestra bandera en la v�spera del triunfo?.

Defensor de la igualdad, hablar� sin odio y sin ira, con la independencia del fil�sofo, con la calma y la convicci�n del hombre libre. �Podr�, en esta lucha solemne, llevar a todos los corazones la luz de que est� penetrado el m�o, y demostrar, por la virtud de mis argumentos, que si la igualdad no ha podido vencer con el concurso de la espada es porque deb�a triunfar con el de la raz�n?

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