Pierre Joseph Proudhon, 1809-1865
Si tuviese que contestar la siguiente pregunta: �Qu� es la esclavitud?
y respondiera en pocas palabras: Es el asesinato, mi pensamiento se
aceptar�a desde luego. No necesitar�a de grandes razonamientos para demostrar
que el derecho de quitar al hombre el pensamiento, la voluntad, la personalidad,
es un derecho de vida y muerte, y que hacer esclavo a un hombre es
asesinarle.
�Por qu� raz�n, pues, no puedo contestar a la pregunta qu� es la
propiedad, diciendo concretamente la propiedad es un robo, sin tener
la certeza de no ser comprendido, a pesar de que esta segunda afirmaci�n no es
m�s que una simple transformaci�n primera?
Me decido discutir el principio mismo de nuestro gobierno y de nuestras
instituciones, la propiedad; estoy en mi derecho. Puedo equivocarme en la
conclusi�n que de mis investigaciones resulte; estoy en mi derecho. Me place
colocar el �ltimo pensamiento de mi libro en su primera p�gina; estoy tambi�n en
mi derecho.
Un autor ense�a que la propiedad es un derecho civil, originado por la
ocupaci�n y sancionado por la ley; otro sostiene que es un derecho natural, que
tiene por fuente el trabajo; y estas doctrinas tan antit�ticas son aceptadas y
aplaudidas con entusiasmo. Yo creo que ni el trabajo, ni la ocupaci�n, ni la
ley, pueden engendrar la propiedad, pues �sta es un efecto sin causa. �Se me
puede censurar por ello? �Cu�ntos comentarios producir�n estas afirmaciones?
�La propiedad es el robo! �He ah� el toque de rebato del 93! �La turbulenta
agitaci�n de las revoluciones!
Tranquil�zate, lector; no soy, ni mucho menos, un elemento de discordia, un
instigador de sediciones. Me limito a anticiparme en algunos d�as a la historia;
expongo una verdad cuyo esclarecimiento no es posible evitar. Escribo, en una
palabra, el pre�mbulo de nuestra constituci�n futura. Esta definici�n que te
parece peligros�sima, la propiedad es el robo, bastar�a para conjurar el
rayo de las pasiones populares si nuestras preocupaciones nos permitiesen
comprenderla. Pero �cu�ntos intereses y prejuicios no se oponen a ello!... La
filosof�a no cambiar� jam�s el curso de los acontecimientos: el destino se
cumplir� con independencia de la profec�a. Por otra parte, �no hemos de procurar
que la justicia se realice y que nuestra educaci�n se perfeccione?
�La propiedad es el robo!... �Qu� inversi�n de ideas! Propietario y
ladr�n fueron en todo tiempo expresiones contradictorias, de igual modo que
sus personas son entre s� antip�ticas; todas las lenguas han consagrado esta
antinomia. Ahora bien: �con qu� autoridad podr�is impugnar el asentimiento
universal y dar un ment�s a todo el g�nero humano? �Qui�n sois para quitar la
raz�n a los pueblos y a la tradici�n?
�Qu� puede importarte, lector, mi humilde personalidad? He nacido, como t�,
en un siglo en que la raz�n no se somete sino al hecho y a la demostraci�n; mi
misi�n est� consignada en estas palabras de la ley: �habla sin odio y sin
miedo di lo que sepas! La obra de la humanidad consiste en construir
el templo de la ciencia, y esta ciencia comprende al hombre y a la Naturaleza.
Pero la verdad se revela a todos, hoy a Newton y a Pascal, ma�ana al pastor en
el valle, al obrero en el taller. Cada uno aporta su piedra al edificio y, una
vez realizado su trabajo, desaparece. La eternidad nos precede, la eternidad nos
sigue entre dos infinitos, �qu� puede importar a nadie la situaci�n de un simple
mortal? Olvida, pues, lector, mi nombre y f�jate �nicamente en mis
razonamientos. Despreciando el consentimiento universal, pretendo rectificar el
error universal; apelo a la conciencia del g�nero humano, contra la opini�n del
g�nero humano. Ten el valor de seguirme, y si tu voluntad es sincera, si tu
conciencia es libre, si tu entendimiento sabe unir dos proposiciones para
deducir una tercera, mis ideas llegar�n infaliblemente a ser tuyas. Al empezar
dici�ndote mi �ltima palabra, he querido advertirte, no incitarte; porque creo
sinceramente que si me prestas tu atenci�n obtendr� tu asentimiento. Las cosas
que voy a tratar son tan sencillas, tan evidentes, que te sorprender� no
haberlas advertido antes, y exclamar�s: �No hab�a reflexionado sobre ello.�
Otras obras te ofrecer�n el espect�culo del genio apoder�ndose de los secretos
de la Naturaleza y publicando sublimes pron�sticos; en cambio, en estas p�ginas
�nicamente encontrar�s una serie de investigaciones sobre lo justo y
sobre el derecho, una especie de comprobaci�n, de contraste de tu propia
conciencia. Ser�s testigo presencial de mis trabajos y no har�s otra cosa que
apreciar su resultado. Yo no forino escuela; vengo a pedir el fin del
privilegio, la abolici�n de la esclavitud, la igualdad de derechos, el imperio
de la ley. Justicia, nada m�s que justicia; tal es la s�ntesis de mi empresa;
dejo a los dem�s el cuidado de ordenar el mundo.
Un d�a me he dicho: �Por qu� tanto dolor y tanta miseria en la sociedad?
�Debe ser el hombre eternamente desgraciado? Y sin fijarme en las explicaciones
opuestas de esos arbitristas de reformas, que achacan la penuria general, unos a
la cobard�a e impericia del poder p�blico, otros a las revoluciones y motines,
aqu�llos a la ignorancia y consunci�n generales; cansado de las interminables
discusiones de la tribuna y de la prensa, he querido profundizar yo mismo la
cuesti�n. He consultado a los maestros de la ciencia, he le�do cien vol�menes de
Filosof�a, de Derecho, de Econom�a pol�tica e Historia... �y quiso Dios que
viniera en un siglo en que se ha escrito tanto libro in�til! He realizado
supremos esfuerzos para obtener informaciones exactas, comparando doctrinas,
oponiendo a las objeciones las respuestas, haciendo sin cesar ecuaciones y
reducciones de argumentos, aquilatando millares de silogismos en la balanza de
la l�gica m�s pura. En este penoso camino he comprobado varios hechos
interesantes. Pero, es preciso decirlo, pude comprobar, desde luego, que nunca
hemos comprendido el verdadero sentido de estas palabras tan vulgares como
sagradas: Justicia, equidad, libertad; que acerca de cada uno de estos
conceptos, nuestras ideas son completamente confusas, y que, finalmente, esta
ignorancia es la �nica causa del pauperismo que nos degenera y de todas las
calamidades que han afligido a la humanidad.
Antes de entrar en materia, es preciso que diga dos palabras acerca del
m�todo que voy a seguir. Cuando Pascal abordaba un problema de geometr�a, creaba
un m�todo para su soluci�n. Para resolver un problema de filosof�a es, asimismo,
necesario un m�todo. �Cu�ntos problemas de filosof�a no superan, por la gravedad
de sus consecuencias, a los de geometr�a! �Cu�ntos, por consiguiente, no
necesitan con mayor motivo para su resoluci�n un an�lisis profundo y severo!
Es un hecho ya indudable, seg�n los modernos psic�logos, que toda percepci�n
recibida en nuestro esp�ritu se determina en nosotros con arreglo a ciertas
leyes generales de ese mismo esp�ritu. Am�ldase, por decirlo as�, a ciertas
concepciones o tipos preexistentes en nuestro entendimiento que son a modo de
condiciones de forma. De manera -afirman- que si el esp�ritu carece de ideas
innatas, tiene por lo menos formas innatas. As�, por ejemplo, todo
fen�meno es concebido por nosotros necesariamente en el tiempo y en el
espacio; todos ellos nos hacen suponer una causa por la cual
acaecen; todo cuanto existe implica las ideas de sustancia, de modo, de
n�mero, de relaci�n, etc. En una palabra, no concebimos pensamiento
alguno que no se refiera a los principios generales de la raz�n, l�mites de
nuestro conocimiento.
Estos axiomas del entendimiento, a�aden los psic�logos, estos tipos
fundamentales a los cuales se adaptan fatalmente nuestros juicios y nuestras
ideas, y que nuestras sensaciones no hacen m�s que poner al descubierto, se
conocen en la ciencia con el nombre de categor�as. Su existencia
primordial en el esp�ritu est� al presente demostrada; s�lo falta construir el
sistema y hacer una exacta relaci�n de ellas. Arist�teles enumeraba diez; Kant
elev� su n�mero a quince; Cousin las ha reducido a tres, a dos, a una, y la
incontestable gloria de este sabio ser�, si no haber descubierto la verdadera
teor�a de las categor�as, haber comprendido al menos mejor que ning�n otro la
gran importancia de esta cuesti�n, la m�s transcendental y quiz� la �nica de
toda la metaf�sica.
Ante una conclusi�n tan grave me atemoric�, llegando a dudar de mi raz�n.
�C�mo! -exclam�-, lo que nadie ha visto ni o�do, lo que no pudo penetrar la
inteligencia de los dem�s hombres, �has logrado t� descubrirlo? �Detente,
desgraciado, ante el temor de confundir las visiones de tu cerebro enfermo con
la realidad de la ciencia! �Ignoras que, seg�n opini�n de ilustres fil�sofos, en
el orden de la moral pr�ctica el error universal es contradicci�n? Resolv�
entonces someter a una segunda comprobaci�n mis juicios, y como tema de mi nuevo
trabajo, fij� las siguientes proposiciones: �Es posible que en la aplicaci�n de
los principios de la moral se haya equivocado un�nimemente la humanidad durante
tanto tiempo? �C�mo y por qu� ha padecido ese error? �Y c�mo podr� subsanarse
�ste siendo universal?
Estas cuestiones, de cuya soluci�n hac�a depender -la certeza de mis
observaciones, no resistieron mucho tiempo al an�lisis. En el cap�tulo V de este
libro se ver� que, lo mismo en moral que en cualquiera otra materia de
conocimiento, los mayores errores son para nosotros grados de la ciencia; que
hasta en actos de justicia, equivocarse es un privilegio que ennoblece al
hombre, y en cuanto al m�rito filos�fico que pudiera caberme, que este m�rito es
infinitamente peque�o. Nada significa dar un nombre a las cosas: lo maravilloso
ser�a conocerlas antes de que existiesen. Al expresar una idea que ha llegado a
su t�rmino, una idea que vive en todas las inteligencias, y que ma�ana ser�
proclamada por otro si yo no la hiciese p�blica hoy, solamente me corresponde la
prioridad de la expresi�n. �Acaso se dedican alabanzas a quien vio por primera
vez despuntar el d�a?
Todos los hombres, en efecto, creen y sienten que la igualdad de condiciones
es id�ntica a la igualdad de derechos: que propiedad y robo son t�rminos
sin�nimos; que toda preeminencia social otorgada, o mejor dicho, usurpada so
pretexto de superioridad de talento y de servicio, es iniquidad y latrocinio:
todos los hombres, afirmo yo, poseen estas verdades en la intimidad de su alma;
se trata simplemente de hacer que las adviertan.
Confieso que no creo en las ideas innatas ni en las formas o leyes innatas de
nuestro entendimiento, y considero la metaf�sica de Reid y de Kant a�n m�s
alejada de la verdad que la de Arist�teles. Sin embargo, como no pretendo hacer
aqu� una cr�tica de la raz�n (pues exigir�a un extenso trabajo que al p�blico no
interesar�a gran cosa), admitir� en hip�tesis que nuestras ideas m�s generales y
m�s necesarias, como las del tiempo, espacio, sustancia y causa, existen
primordialmente en el esp�ritu, o que, por lo menos, derivan inmediatamente de
su constituci�n.
Pero es un hecho psicol�gico no menos cierto, aunque poco estudiado todav�a
por los fil�sofos, que el h�bito, como una segunda naturaleza, tiene el poder de
sugerir al entendimiento nuevas formas categ�ricas, fundadas en las apariencias
de lo que percibimos, y por eso mismo, desprovistas, en la mayor parte de los
casos, de realidad objetiva. A pesar de esto ejercen sobre nuestros juicios una
influencia no menos predeterminante que las primeras categor�as. De suerte que
enjuiciamos, no s�lo con arreglo a -las leyes eternas y absolutas de
nuestra raz�n, sino tambi�n conforme a las reglas secundarias, generalmente
equivocadas, que la observaci�n de las cosas nos sugiere. Esa es la fuente m�s
fecunda de los falsos prejuicios y la causa permanente y casi siempre invencible
de multitud de errores. La preocupaci�n que de esos errores resulta es tan
arraigada que, frecuentemente, aun en el momento en que combatimos un principio
que nuestro esp�ritu tiene por falso, y nuestra conciencia rechaza, lo
defendemos sin advertirlo, razonamos con arreglo a �l; lo obedecemos atac�ndole.
Preso en un c�rculo, nuestro esp�ritu se revuelve sobre s� mismo, hasta que una
nueva observaci�n, suscitando en nosotros nuevas ideas, nos hace descubrir un
principio exterior que libera a nuestra imaginaci�n del fantasma que la hab�a
ofuscado. As�, por ejemplo, se sabe hoy que por las leyes de un magnetismo
universal, cuya causa es a�n desconocida, dos cuerpos, libres de obst�culos,
tienden a reunirse por una fuerza de impulsi�n acelerada que se llama gravedad.
Esta fuerza es la que hace caer hacia la tierra los cuerpos faltos de apoyo, la
que permite pesarlos en la balanza y la que nos mantiene sobre el suelo que
habitamos. La ignorancia de esta causa fue la �nica raz�n que imped�a a los
antiguos creer en los ant�podas. � �C�mo no comprend�is -dec�a San Agust�n,
despu�s de Lactancio- que si hubiese hombres bajo nuestros pies tendr�an la
cabeza hacia abajo y caer�an en el cielo?� El obispo de Hipona, que cre�a que la
tierra era plana porque le parec�a verla as�, supon�a en consecuencia que si del
c�nit al nadir de distintos lugares se trazasen otras tantas l�neas rectas,
estas l�neas ser�an par�bolas entre s�, y en la misma direcci�n de estas l�neas
supon�a todo el movimiento de arriba abajo. De ah� deduc�a forzosamente que las
estrellas est�n pendientes como antorchas movibles de la b�veda celeste; que en
el momento en que perdieran su apoyo, caer�an sobre la tierra como lluvia de
fuego; que la tierra es una tabla inmensa, que constituye la parte inferior del
mundo, etc. Si se le hubiera preguntado qui�n sostiene la tierra, habr�a
respondido que no lo sab�a, pero que para Dios nada hay imposible. Tales eran,
con relaci�n al espacio y al movimiento, las ideas de San Agust�n, ideas que le
impon�a un prejuicio originado por la apariencia, pero que hab�a llegado a ser
para �l una regla general y categ�rica de juicio. En cuanto a la causa verdadera
de la ca�da de los cuerpos, su esp�ritu la ignoraba totalmente; no pod�a dar m�s
raz�n que la de que un cuerpo cae porque cae.
Para nosotros, la idea de la ca�da es m�s compleja y a las ideas generales de
espacio y de movimiento, que aqu�lla impone, a�adimos la de atracci�n o de
direcci�n hacia un centro, la cual deriva de la idea superior de causa. Pero si
la f�sica lleva forzosamente nuestro juicio a tal conclusi�n, hemos conservado,
sin embargo, en el uso, el prejuicio de San Agust�n, y cuando decimos que una
cosa se ha ca�do, no entendemos simplemente y en general que se trata de
un efecto de la ley de gravedad, sino que especialmente y en particular
imaginamos que ese movimiento se ha dirigido hacia la tierra y de arriba abajo.
Nuestra raz�n se ha esclarecido, la imaginaci�n la corrobora, y sin embargo,
nuestro lenguaje es incorregible. Descender del cielo no es, en realidad,
una expresi�n m�s cierta que subir al cielo, y esto no obstante, esa
expresi�n se conservar� todo el tiempo que los hombres se sirvan del
lenguaje.
Todas estas expresiones arriba, abaljo, descender del cielo, caer
de las nubes, no ofrecen de aqu� en adelante peligro alguno, porque sabemos
rectificarlas en la pr�ctica. Pero conviene tener en cuenta cu�nto han hecho
retrasar los progresos de la ciencia. Poco importa, en efecto, en la
estad�stica, en la mec�nica, en la hidrodin�mica, en la bal�stica, que la
verdadera causa de la ca�da de los cuerpos sea o no conocida, y que sean exactas
las ideas sobre la direcci�n general del espacio; pero ocurre lo contrario
cuando se trata de explicar el sistema del mundo, la causa de las mareas, la
figura de la tierra y su posici�n en el espacio. En todas estas cuestiones se
precisa salir de la esfera de las apariencias. Desde la m�s remota antigliedad
han existido ingenieros y mec�nicos, arquitectos excelentes y h�biles; sus
errores acerca de la redondez del planeta y de la gravedad de los cuerpos no
imped�an el progreso de su arte respectivo; la solidez de los edificios y la
precisi�n de los disparos no eran menores por esa causa. Pero m�s o menos pronto
hab�an de presentarse fen�menos que el supuesto paralelismo de todas las
perpendiculares levantadas sobre la superficie de la tierra no pod�a explicar;
entonces deb�a comenzar una lucha entre los prejuicios que por espacio de los
siglos bastaban a la pr�ctica diaria y las nov�simas opiniones que el testimonio
de los sentidos parec�a contradecir.
Hay que observar c�mo los juicios m�s falsos, cuando tienen por fundamento
hechos aislados o simples apariencias, contienen siempre un conjunto de
realidades que permite razonar un determinado n�mero de inducciones, sobrepasado
el cual se llega al absurdo. En las ideas de San Agust�n, por ejemplo, era
cierto que los cuerpos caen hacia la tierra, que su ca�da se verifica en l�nea
recta, que el sol o la tierra se pone, que el cielo o la tierra se mueve, etc.
Estos hechos generales siempre han sido verdaderos; nuestra ciencia no ha
inventado nada. Pero, por otra parte, la necesidad de encontrar las causas de
las cosas nos obliga a descubrir principios cada vez m�s generales. Por esto ha
habido que abandonar sucesivamente, primero la opini�n de que la tierra es
plana, despu�s la teor�a que la supone inm�vil en el sentir del universo,
etc.
Si de, la naturaleza f�sica pasamos al mundo moral, nos encontramos sujetos
en �l a las mismas decepciones de la apariencia, a las mismas influencias de la
espontaneidad y de la costumbre. Pero lo que distingue esta segunda parte del
sistema de nuestros conocimientos es, de un lado, el bien o el mal que de
nuestras propias opiniones nos resulta, y, de otro, la obstinaci�n con que
defendemos el prejuicio que nos atormenta y nos mata.
Cualquiera que sea el sistema que aceptemos sobre la gravedad de los cuerpos
y la figura de la tierra, la f�sica del globo no se altera; y en cuanto a
nosotros, la econom�a social no puede recibir con ello da�o ni perjuicio. En
cambio, las leyes de nuestra naturaleza moral se cumplen en nosotros y por
nosotros mismos; y, por lo tanto, estas leyes no pueden realizarse sin nuestra
reflexiva colaboraci�n, y de consiguiente, sin que las conozcamos. De aqu� se
dedu ce que, si nuestra ciencia de leyes morales es falsa, es evidente que al
desear nuestro bien, realizamos nuestro mal. Si es completa, podr� bastar por
alg�n tiempo nuestro progreso social, pero a la larga nos har� emprender
derroteros equivocados, y, finalmente, nos precipitar� en un abismo de
desdichas.
En ese momento se hacen indispensables nuevos conocimientos, los cuales,
preciso es decirlo para gloria nuestra, no han faltado jam�s, pero tambi�n
comienza una lucha encarnizada entre los vicios prejuicios y las nuevas ideas.
�D�as de conflagraci�n y de angustia! Se recuerdan los tiempos en que con las
mismas creencias e instituciones que se impugnan, todo el mundo parec�a dichoso;
�c�mo recusar las unas, c�mo proscribir las otras? No se quiere comprender que
ese per�odo feliz sirvi� precisamente para desenvolver el principio del mal que
la sociedad encubr�a, se acusa a los hombres y a los dioses, a los poderosos de
la tierra y a las fuerzas de la Naturaleza. En vez de buscar la causa del mal en
su inteligencia y su coraz�n, el hombre la imputa a sus maestros, a sus rivales,
a sus vecinos, a �l mismo. Las naciones se arman, se combaten, se exterminan
hasta que, mediante una despoblaci�n intensa, el equilibrio se restablece y la
paz renace entre las cenizas de las v�ctimas. �Tanto repugna a la humanidad
alterar las costumbres de los antepasados, cambiar las leyes establecidas por
los fundadores de las ciudades y confirmadas por el transcurso de los
siglos!
�Desconfiad de toda innovaci�n�, escrib�a Tito Livio. Sin duda ser�a
preferible para el hombre no tener necesidad nunca de alteraciones; pero si ha
nacido ignorante, si su condici�n exige una instrucci�n progresiva, �habr� de
renegar de su inteligencia, abdicar de su raz�n y abandonarse a la suerte? La
salud completa es mejor que la convalecencia. �Pero es �ste un motivo para que
el enfermo no intente su curaci�n? ��Reforma, reforma!�, exclamaron en otro
tiempo Juan Bautista y Jesucristo. ��Reforma, reforma!�, pidieron nuestros
padres hace cincuenta a�os (Proudhon alude a la Revoluci�n francesa.(N. del
T.)), y nosotros seguiremos pidiendo por mucho tiempo todav�a �reforma,
reforma!
He sido testigo de los dolores de mi siglo, y he pensado que entre todos los
principios en que la sociedad se asienta, hay uno que no comprende, que su
ignorancia ha viciado y es causa de todo el mal. Este principio es el m�s
antiguo de todos, porque las revoluciones s�lo tienen eficacia para derogar los
principios m�s modernos, mientras confirman los m�s antiguos. Por lo tanto, el
mal que nos da�a es anterior a todas las revoluciones. Este principio, tal como
nuestra ignorancia lo ha establecido, es reverenciado y codiciado por todos,
pues de no ser as�, nadie abusar�a de �l y carecer�a de influencia.
Pero este principio, verdadero en su objeto, falso en cuanto a nuestra manera
de comprenderlo, este principio tan antiguo como la humanidad, �cu�l es? �Ser�
la religi�n?
Todos los �hombres creen en Dios; este dogma corresponde a la vez a la
conciencia y a la raz�n. Dios es para la humanidad un hecho tan primitivo, una
idea tan fatal, un principio tan necesario como para nuestro entendimiento lo
son las ideas categ�ricas de causa, de sustancia, de tiempo y de espacio. A Dios
nos lo muestra nuestra propia conciencia con anterioridad a toda inducci�n del
entendimiento, de igual modo que el testimonio de los sentidos nos prueba la
existencia del sol, anticip�ndose a todos los razonamientos de la f�sica. La
observaci�n y la experiencia nos descubren los fen�menos y sus leyes. El sentido
interno s�lo nos revela el hecho de su existencia. La humanidad cree que Dios
existe, pero �qu� es lo que cree al decir Dios? En una palabra, �qu� es
Dios?
La noci�n de la divinidad, noci�n primitiva, un�nime, innata en nuestra
especie, no est� determinada todav�a por la raz�n humana. A cada paso que
avanzamos en el conocimiento de la Naturaleza y de sus causas, la idea de Dios
se agranda y eleva. Cuanto m�s progresa la ciencia del hombre, m�s grande y m�s
alejado le parece Dios. El antropomorfismo y la idolatr�a fueron consecuencia
necesaria de la juventud de las inteligencias, una teolog�a de ni�os y de
poetas. Error inocente, si no se hubiese querido hacer de �l una norma
obligatoria de conducta, en vez de respetar la libertad de creencias. Pero el
hombre, despu�s de haber creado un Dios a su imagen, quiso apropi�rselo; no
contento con desfigurar al Ser Supremo, lo trat� como un patrimonio, su bien, su
cosa. Dios, representado bajo formas monstruosas, vino a ser en todas partes
propiedad del hombre y del Estado. Este fue el origen de la corrupci�n de las
costumbres por la relici�n y la fuente de los odios religiosos y las guerras
sagradas. Al fin, hemos sabido respetar las creencias de cada uno y buscar la
regla de las costumbres fuera de todo culto religioso. Esperamos sabiamente,
para determinar la naturaleza y los atributos de Dios, los dogmas de la
teolog�a, el destino del alma, etc., que la ciencia nos diga lo que debemos
olvidar y lo que debemos creer. Dios, alma, religi�n, son materias constantes de
nuestras infatigables meditaciones y nuestros funestos extrav�os, problemas
dif�ciles, cuya soluci�n, siempre intentada, queda siempre incompleta. Sobre
todas estas cosas todav�a podemos equivocarnos, pero al menos nuestro error no
tiene influencia. Con la libertad de cultos y la separaci�n de lo espiritual y
lo temporal, la influencia de las ideas religiosas en la evoluci�n socia� es
puramente negativa, mientras no dependan de la religi�n las leyes y las
instituciones pol�ticas y civiles. El olvido de los deberes religiosos puede
favorecer la corrupci�n general, pero no es la causa eficiente de ella, sino un
complemento o su derivado. Sobre todo, en la cuesti�n de que se trata (y esta
observaci�n es decisiva) la causa de desigualdad de condiciones entre los
hombres, del pauperismo, del sufrimiento universal, de la confusi�n de los
gobiernos no puede ser atribuida a la religi�n; es pre ciso remontarse m�s alto
e investigar con mayor profundidad.
�Qu� hay, pues, en el hombre m�s antiguo y m�s arraigado que el sentimiento
religioso? El hombre mismo, es decir, la voluntad y la conciencia, el libre
albedr�o y la ley, colocados en antagonismo perpetuo. El hombre vive en guerra
consigo mismo. �Por qu�? �El hombre -dicen los te�logos- ha pecado en su origen;
su raza es culpable de una antigua prevaricaci�n. Por esa falta, la humanidad ha
degenerado; el error y la ignorancia han llegado a ser sus inevitables frutos.
Leyendo la historia, encontrar�is en todos los tiempos la prueba de esta
necesidad del mal en la permanente miseria de las naciones. El hombre sufre y
sufrir� siempre; su enfermedad es hereditaria y constitucional. Usad paliativos,
emplead emolientes; no hoy remedio eficaz.�
Este razonamiento no s�lo es propio de los te�logos; se encuentra en t�rminos
semejantes en los escritos de los fil�sofos materialistas, partidarios de una
indefinida perfectibilidad. Destutt de Tracy asegura formalmente que el
pauperismo, los cr�menes, la guerra, son condici�n inevitable de nuestro estado
social, un mal necesario contra el cual ser�a una locura rebelarse. De aqu� que
necesidad del mal y perversidad originaria sean el fondo de una
misma filosof�a.
��El primer hombre ha pecado.� Si los creyentes interpretasen fielmente la
Biblia, dir�an: El hombre en un principio peca, es decir, se equivoca;
porque pecar, enga�arse, equivocarse, es una misma cosa. �Las consecuencias del
pecado de Ad�n se transmiten a su descendencia.� En efecto, la ignorancia es
original en la especie como en el individuo; pero en muchas cuestiones, aun en
el orden moral y pol�tico, esta ignorancia de la especie ha desaparecido. �Qui�n
puede afirmar que no cesar� en todas las dem�s? El g�nero humano progresa de
continuo hacia la verdad, y triunfa incesantemente la luz sobre las tinieblas.
Nuestro mal no es, pues, absolutamente incurable, y la explicaci�n de los
te�logosi se reduce a esta vacuidad: �El hombre se equivoca porque se equivoca.�
Es preciso decir, por el contrario: �El hombre se equivoca porque aprende.� Por
tanto, si el hombre puede llegar a saber todo lo necesario, hay posibilidad de
creer que equivoc�ndose m�s dejar�a de sufrir.
Si preguntamos a los doctores de esta ley que, seg�n se dice, est� grabada en
el coraz�n del hombre, pronto ver�amos que disputan acerca de ella sin saber
cu�l sea. Sobre los m�s importantes problemas, hay casi tantas opiniones como
autores. No hay dos que est�n de acuerdo sobre la mejor forma de gobierno, sobre
el principio de autoridad, sobre la naturaleza del derecho; todos navegan al
azar en un mar sin fondo ni orillas, abandonados a la inspiraci�n de su sentido
particular que modestamente toman por la recta raz�n; y en vista de este caos de
opiniones contradictorias, decimos: El objeto de nuestras investigaciones es la
ley, la determinaci�n del principio social; mas los pol�ticos, es decir, los que
se ocupan en la cienca social, no llegan a entenderse; luego es en ellos donde
est� el error; y como todo error tiene una realidad por objeto, en sus propios
libros debe encontrarse la verdad, consignada en sus p�ginas a pesar suyo.
Pero �de qu� se ocupan los jurisconsultos y los publicistas? De justicia,
de equidad, ae libertad, de la ley natural, de las leyes civiles,
ete. �Y qu� es la justicia? �Cu�l es su principio, su car�cter, su f�rmula?
A esta pregunta, nuestros doctores no tienen nada que responder, pues si as� no
fuese, su ciencia, fundada en principio positivo y cierto, saldr�a de su eterno
probabilismo y acabar�an todos los debates.
�Qu� es la justicia? Los te�logos contestan: �Toda justicia viene de Dios.�
Esto es cierto, pero nada ense�a.
Los fil�sofos deber�an estar mejor enterados despu�s de disputar tanto sobre
lo justo y lo injusto. Desgraciadamente, la observaci�n prueba que su saber se
reduce a la nada; les sucede lo mismo que a los salvajes, que, por toda
plegaria, saludan al sol gritando: !oh!, ioh! Esta es una exclamaci�n de
admiraci�n, de amor, de entusiasmo; pero quien pretenda saber qu� es el sol,
obtendr� poca luz de la interjecci�n �ioh!�. La justicia, dicen los fil�sofos,
es hija del cielo, luz que ilumina a todo hombre al venir al mundo, la m�s
hermosa prerrogativa de nuestra naturaleza, lo que nos distingue de las bestias
y nos hace semejantes a Dios, y otras mil cosas parecidas. �Y a qu� se
reduce, pregunto, esta piadosa letan�a? A la plegaria de los salvajes: � ioh!
�.
Lo m�s razonable de lo que la sabidur�a humana ha dicho respecto de la
justicia, se contiene en este famoso principio: Haz a los dem�s lo que deseas
para ti; no hagas a los dem�s lo que para ti no quieras. Pero esta regla de
moral pr�ctica nada vale para la ciencia; �cu�l es mi derecho a los actos u
omisiones ajenos? Decir que mi deber es igual a mi derecho, no es decir nada;
hay que explicar al propio tiempo cu�l es este derecho.
Intentemos averiguar algo m�s preciso y positivo. La justicia es el
fundamento de las sociedades, el eje a cuyo alrededor gira el mundo pol�tico, el
principio y la regla de todas las transacciones. Nada se realiza entre los
hombre sino en virtud del derecho, sin la invocaci�n de la justicia. La
justicia no es obra de la ley; por el contrario, la ley no es m�s que una
declaraci�n y una aplicaci�n de lo justo en todas las circunstancias en
que los hombres pueden hallarse con relaci�n a sus intereses. Por tanto, si la
idea que concebimos de lo justo y del derecho est� mal determinada, es evidente
que todas nuestras aplicaciones legislativas ser�n desastrosas, nuestras
instituciones viciosas, nuestra pol�tica equivocada, y, por tanto, que habr� por
esa causa desorden y malestar social.
Esta hip�tesis de la perversi�n de la idea de justicia en nuestro
entendimiento y, por consecuencia, necesaria en nuestros actos, ser� un hecho
evidente si las opiniones de los hombres, relativas al concepto de justicia y a
sus aplicaciones, no han sido constantes, si en diversas �pocas han sufrido
modificaciones; en una palabra, si ha habido progresos en las ideas. Y a este
prop�sito he aqu� lo que la historia ense�a con irrecusables testimonios.
Hace diez y ocho siglos, el mundo, bajo el imperio de los C�sares, se
consum�a en la esclavitud, en la superstici�n y en la voluptuosidad. El pueblo,
embriagado por continuas bacanales, hab�a perdido hasta la noci�n del derecho y
del deber; la guerra y la org�a le diezmaban sin interrupci�n; la usura y el
trabajo de las m�quinas, es decir, de los esclavos, arrebat�ndoles los medios de
subsistencia, le imped�an reproducirse. La barbarie renac�a de esta inmensa
corrupci�n, extendi�ndose como lepra devoradora por las provincias despobladas.
Los sabios predec�an el fin del imperio, pero ignoraban los medios de evitarlo.
�Qu� pod�an pensar para esto? En aquella sociedad envejecida era necesario
suprimir lo que era objeto de la estimaci�n y de la veneraci�n p�blicas, abolir
los derechos consagrados por una justicia diez veces secular. Se dec�a: �Roma ha
vencido por su pol�tica y por sus dioses; toda reforma, pues, en el culto y en
la opini�n p�blica, ser�a una locura y un sacrilegio. Rom�, clemente para las
naciones vencidas, al regalarles las cadenas, les hace gracia de la vida; los
esclavos son la fuente m�s fecunda de sus riquezas; la manumisi�n de los pueblos
ser�a la negaci�n de sus derechos y la ruina de sus haciendas. Roma, en fin,
entregada a los placeres y satisfecha hasta la hartura con los despojos del
Universo, usa de la victoria y de la autoridad, su lujo y sus concupiscencias
son el precio de sus conquistas: no puede abdicar ni desposeerse de ellas.� As�
comprend�a Roma en su beneficio el hecho y el derecho. Sus pretensiones estaban
justificadas por la costumbre y por el derecho de gentes. La idolatr�a en la
religi�n, la esclavitud en el Estado, el materialismo en la vida privada, eran
el fundamento de sus instituciones. Alterar esas bases equival�a a corunover la
sociedad en sus propios cimientos, y seg�n expresi�n moderna, a abrir el abismo
de las revoluciones. Nadie conceb�a tal idea, y entretanto la humanidad se
consum�a en la guerra y en la lujuria.
Entonces apareci� un hombre llam�ndose Palabra de Dios. Ign�rase
todav�a qui�n era, de donde ven�a y qui�n le hab�a inspirado sus ideas.
Predicaba por todas partes que la sociedad estaba expirante; que el mundo iba a
transformarse; que los maestros eran falaces, los jurisconsultos ignorantes, los
fil�sofos hip�critas embusteros; que el se�or y el esclavo eran iguales; que la
usura y cuanto se le asemeja era un robo; que los propietarios y concupiscentes
ser�an atormentados alg�n d�a con fuego eterno, mientras los pobres de esp�ritu
y los virtuosos habitar�an en un lugar de descanso. Afirmaba, adem�s, otras
muchas cosas no menos extraordinarias.
Este hombre, Palabra de Dios, fue denunciado y preso como enemigo del
orden social por los sacerdotes y los doctores de la ley, quienes tuvieron la
habilidad de hacer que el pueblo pidiese su muerte. Pero este asesinato jur�dico
no acab� con la doctrina que Jesucristo hab�a predicado. A su muerte, sus
primeros cfisc�pulos se repartieron por todo el mundo, predicando la buena
nueva, formando a su vez miIlones de propagandistas, que mor�an degollados
por la espada de la justicia romana, cuando ya estaba cumplida su misi�n. Esta
propaganda obstinada, verdadera lucha entre verdugos y m�rtires, dur� casi
trescientos a�os, al cabo de los cuales se convirti� el mundo. La idolatr�a fue
aniquilada, la esclavitud abolida, la disoluci�n reemplazada por costumbres
austeras; el desprecio de la riqueza lleg� alguna vez hasta su absoluta
renuncia. La sociedad se salv� por la negaci�n de sus principios, por el cambio
de la religi�n y la violaci�n de los derechos m�s sagrados. La idea de lo justo
adquiri� en esta revoluci�n una extensi�n hasta entonces no sospechada siquiera,
que despu�s ha sido olvidada. La justicia s�lo hab�a existido para los se�ores
(La religi�n, las leyes, el matrinonio, eran privilegios en Roma de los hombres
libres, y, en un principio, solamente de los nobles. Del majorum gentium,
dioses de las familias patricias: sus gentium, derecho de gentes, es
decir, de las familias o de los nobles. El esclavo y el plebeyo no constitu�an
familia. Sus hijos eran considerados como cr�a de los animales. Bestias
nac�an y como bestias hab�an de vivir.); desde entonces comenz� a
existir para los siervos.
Pero la nueva religi�n no dio todos sus frutos. Hubo alguna mejora en las
costumbres p�blicas, alguna templanza en la tiran�a; pero en los dem�s, la
semilla del Hijo del hombre cay� en corazones id�latras, y s�lo
produjo una mitolog�a semipo�tica e innumerables discordias. En vez de atenerse
a las consecuencias pr�cticas de los principios de moral y de autoridad que
Jesucristo hab�a proclamado, se distrajo el �nimo en especulaciones sobre su
nacimiento, su origen, su persona y sus actos. Se comentaron sus par�bolas, y de
la oposici�n de -las opiniones m�s extravagantes sobre cuestiones irresolubles,
sobre textos incomprensibles, naci� la Teolog�a, que se puede definir
como la ciencia de lo infinitamente absurdo.
La verdad cristiana no traspasa la edad de los ap�stoles. El Evangelio,
comentado y simbolizado por los griegos y latinos, adicionado con t�bulas
paganas, lleg� a ser, tomado a la letra, un conjunto de contradicciones, y hasta
la fecha el reino de la Iglesia infalible ha sido el de las tinieblas.
D�cese que las puertas del infierno no prevalecer�n; que la Palabra de
Dios se oir� nuevamente, y que, por fin, los hombres conocer�n la verdad y
la justicia; pero en el momento en que esto sucediera acabar�a el catolicismo
griego y romano, de igual modo que a la luz de la ciencia desaparecen las
sombras del error.
Los monstruos que los sucesores de los ap�stoles estaban encargados de
exterminar, repuestos de su derrota, reaparecieron poco a poco, merced al
fanatismo imb�cil y a la conveniencia de los cl�rigos y de los te�logos. La
historia de la emancipaci�n de los municipios en Francia presenta constantemente
la justicia y la libertad infiltr�ndose en el pueblo, a pesar de los esfuerzos
combinados de los reyes, de la nobleza y del clero. En 1789 despu�s de
Jesucristo, la naci�n francesa, dividida en castas, pobre y oprimida, viv�a
sujeta por la triple red del absolutismo real, de la tiran�a de los se�ores y de
los parlamentos y de la intolerancia sacerdotal. Exist�an el derecho del rey y
el derecho del cl�rigo, el derecho del noble y el derecho del siervo; hab�a
privilegios de sangre, de provincia, de municipios, de corporaciones y de
oficios. En el fondo de todo esto imperaban la violencia, la inmoralidad, la
miseria. Ya hac�a alg�n tiempo que se hablaba de reforma; los que la deseaban
s�lo en adariencia, no la invocaban, sino en provecho personal, y el pueblo, que
deb�a ganarlo todo, desconfiaba de tales proyectos y callaba. Por largo tiempo,
el pobre pueblo, ya por recelo, va por incredulidad, ya por desesperaci�n, dud�
de sus d�r�chos. El h�bito de servidumbre parec�a haber acabado con el valor de
las antiguas municipalidades, tan soberbias en la Edad Media.
Un libro apareci� al fin, cuya s�ntesis se contiene en estas dos
proposiciones: �Qu� es el tercer estado? Nada. �Qu� debe ser? Todo.
Alguien a�adi� por v�a de comentario: �Qu� es el rey? Es el mandatario
del pueblo.
Esto fue como una revelaci�n s�bita; rasg�se un tupido velo, y la venda cay�
de todos los ojos. El pueblo se puso a razonar: �Si el rey es nuestro
mandatario, debe rendir cuentas. Si debe rendir cuentas, est� sujeto a
intervenci�n. Si puede ser intervenido, es responsable. Si es responsable, es
justificable. Si es justificable, lo es seg�n sus actos. Si debe ser castigado
seg�n sus actos, puede ser condenado a muerte.�
Cinco a�os despu�s de la publicaci�n del folleto de Sieyes, el tercer estado
lo era todo; el rey, la nobleza, el clero, no eran nada. En 1793, el pueblo, sin
detenerse ante la ficci�n constitucional de la inviolabilidad del monarca llev�
al cadalso a Luis XVI, y en 1830 acompa�� a Cherburgo a Carlos X. En uno y otro
caso pudo equivocarse eil la apreciaci�n del delito, lo cual constituir�a un
error de hecho; pero en derecho, la l�gica que le impuls� fue irreprochable. Es
�sta una aplicaci�n del derecho com�n, una determinaci�n solemne de la justicia
penal.
El esp�ritu que anim� el movimiento de 1789 fue un esp�ritu de contradicci�n.
Esto basta para demostrar que el orden de cosas que sustituy� el antiguo no
respondi� a m�todo alguno ni estuvo meditado. Nacido de la c�lera y del odio, no
pod�a ser efecto de una ciencia fundada en la observaci�n y en el estudio, y las
nuevas bases no fueron deducidas de un profundo conocimiento de las leyes de la
Naturaleza y de la sociedad. Obs�rvase tambi�n, en las llamadas instituciones
nuevas, que la rep�blica conserv� los mismos principios que hab�a combatido y la
influencia de todos los prejuicios que hab�a intentado proscribir. Y a�n se
habla, con inconsciente entusiasmo, de la gloriosa Revoluci�n francesa, de la
regeneraci�n de 1789, de las grandes reformas que se acometieron, de las
instituciones... �Mentira! �Mentira!
Cuando, acerca de cualquier hecho f�sico, intelectual o social, nuestras
ideas cambian radicalmente a consecuencia de observaciones propias, llamo a este
movimiento del esp�ritu, revoluci�n; si solamente ha habido extensi�n o
modificaci�n de nuestras ideas, progreso. As�, el sistema de Ptolomeo fue
un progreso en astronom�a, el de Cop�rnico una revoluci�n. De igual modo en 1789
hubo lucha y progreso; pero no ha habido revoluci�n. El examen de las reformas
que se ensayaron lo demuestra.
El pueblo, v�ctima por tanto tiempo del ego�smo mon�rquico, crey� librarse de
�l para siempre declar�ndose a s� mismo soberano. Pero �q.u� era la monarqu�a?
La soberan�a de un hombre. Y �qu� es la democracia? La soberan�a del pueblo, o
mejor dicho, de la mayor�a nacional. Siempre la soberan�a del hombre en lugar de
l� soberan�a de la ley, la soberan�a de la voluntad en vez de la soberan�a de la
raz�n; en una palabra, las pasiones en sustituci�n del derecho. Cuando un pueblo
pasa de la monarqu�a a la democracia, es indudable que hay progreso, porque al
multiplicarse el soberano, existen m�s probabilidades de que la raz�n prevalezca
sobre la voluntad: pero el caso es que no se realiza revoluci�n en el gobierno y
que subsiste el mismo principio.
Y no es esto todo: el pueblo rey no puede ejercer la soberan�a por s� mismo:
est� obligado a delegarla en los encargados del poder. Esto es lo que le repiten
asiduamente aquellos que buscan su benepl�cito. Que estos funcionarios sean
cinco, diez, ciento, mil, �qu� importa el n�mero ni el nombre? Siempre ser� el
gobierno del hombre, el imperio de la voluntad y del favor.
Se sabe, adem�s, c�mo fue ejercida esta soberan�a, primero por la Convenci�n,
despu�s por el Directorio, m�s tarde por el C�nsul. El Emperador, el gran hombre
tan querido y llorado por el pueblo, no quiso arrebat�rsela jam�s; pero como si
hubiera querido burlarse de tal soberan�a, se atrevi� a pedirle su sufragio, es
decir, su abdicaci�n, la abdicaci�n de esa soberan�a inalienable, y lo
consigui�.
Pero �qu� es la soberan�a? D�cese que es el poder de hacer law leyes
(La soberan�a, seg�n Toullier, es la omnipotencia humana. Definici�n
materialista: si la soberan�a es algo, ser� un derecho, no una fuerza o poder.
�Y qu� es la omnipotencia humana? (N. del T.)). Otro absurdo, renovado
por el despotismo. El pueblo, que hab�a visto a los reyes fundar sus
disposiciones en la f�rmula porque tal es mi voluntad, quiso a su vez
conocer el placer de hacer las leyes. En los cincuenta a�os que median desde la
Revoluci�n a la fecha (El autor escrib�a este libro en 1849 (N. del T.)) ha
promulgado millones de ellas, y siempre, no hay que olvidarlo, por obra de sus
representantes. Y el juego no est� a�n cerca de su t�rmino.
Por lo dem�s, la definici�n de la soberan�a se deduc�a de la definici�n de la
ley. La ley, se dec�a, es la expresi�n de la voluntad del soberano,
luego, en una monarqu�a, la ley es la expresi�n de la voluntad del rey; en
una rep�blica, la ley es la expresi�n de la voluntad del pueblo. Aparte de la
diferencia del n�mero de voluntades, los dos sistemas son perfectamente
id�nticos; en uno y otro el error es el mismo: afirmar que la ley es expresi�n
de una voluntad, debiendo ser la expresi�n de un hecho. Sin embargo, al frente
de la opini�n iban gu�as expertos: se hab�a tomado al ciudadano de Ginebra,
Rousseau, por profeta, y el Contrato social por Cor�n.
La preocupaci�n y el prejuicio se descubren a cada paso en la ret�rica de los
nuevos legisladores. El pueblo hab�a sido v�ctima de una multitud de exclusiones
y de privilegios; sus representantes hicieron en su obsequio la declaraci�n
siguiente: Todos los hombres son iguales por la Naturaleza y ante la ley;
declaraci�n ambigua y redundante. Los hombres son iguales por la
Naturaleza: �quiere significarse que tienen todos una misma estatura,
iguales facciones, id�ntico genio y an�logas virtudes? No; solamente se ha
pretendido designar la igualdad pol�tica y civil. Pues en ese caso bastaba haber
dicho: todos los hombres son iguales ante la ley.
Pero �qu� es la igualdad ante la ley? Ni la Constituci�n de 1790, ni la del
93, ni las posteriores, han sabido definirla. Todas suponen una desigualdad de
fortunas y de posici�n, a cuyo lado no puede haber posibilidad de una igualdad
de derechos. En cuanto a este punto, puede afirmarse que todas nuestras
Constituciones han sido la expresi�n fiel de la voluntad popular; y voy a
probarlo.
En otro tiempo el pueblo estaba excluido de los empleos civiles y militares.
Se crey� hacer una gran cosa insertando en la Declaraci�n de los derechos del
hombre este art�culo altisonante: �Todos los ciudadanos son
igualmente admisibles a los cargos p�blicos: los pueblos libres no
reconocen m�s motivos de preferencia en sus individuos que la virtud y el
talento.�
Mucho se ha celebrado una frase tan hermosa, pero afirmo que no lo merece.
Porque, o yo no la entiendo, o quiere decir que el pueblo soberano, legislador y
reformista, s�lo ve en los empleos p�blicos la remuneraci�n consiguiente y las
ventajas personales, y que s�lo estim�ndoles como fuentes de ingresos, establece
la libre admisi�n de los ciudadanos. Si as� no fuese, si �stos nada fueran
ganando, �a qu� esa sabia precauci�n? En cambio, nadie se acuerda de establecer
que para ser piloto sea preciso saber astronom�a y geograf�a, ni de prohibir a
los tartam ' udos que representen �peras. El pueblo sigui� imitando en esto a
los reyes. Como ellos, quiso distribuir empleos lucrativos entre sus amigos y
aduladores. Desgraciadamente, y este �ltimo rasgo completa el parecido, el
pueblo no disfruta tales beneficios; son �stos para sus mandatarios y
representantes, los cuales, adem�s, no temen contrariar la voluntad de su
inocente soberano.
Este edificante art�culo de la Declaraci�n de derechos del hombre,
conservado en las Cartas de 1814 y de 1830, supone variedad de
desigualdades civiles, o lo que es lo mismo, de desigualdades ante la ley.
Supone tambi�n desigualdad de jerarqu�as, puesto que las funciones p�blicas no
son solicitadas sino por la consideraci�n y los emolumentos que confieren:
desigualdad de fortunas, puesto que si se hubiera querido nivelarlas, los
empleos p�blicos habr�an sido deberes y no derechos; desigualdad en el favor,
porque la ley no determina qu� se entiende por talentos y virtudes. En
tiempos del Imperio, la virtud y el talento consist�an �nicamente en el valor
militar y en la adhesi�n al Emperador; cuando Napole�n cre� su nobleza, parec�a
que intentaba imitar a la antigua. Hoy d�a el hombre que satisface 200 francos
de impuestos es virtuoso; el hombre h�bil es un honrado acaparador de bolsillos
ajenos; de hoy en adelante, estas afirmaciones ser�n verdades sin importancia
alguna.
El pueblo, finalmente, consagr� la propiedad... �Dios le perdone, porque no
supo lo que hac�a! Hace cincuenta a�os que exp�a ese desdichado error. Pero
�c�mo ha podido enga�arse el pueblo, cuya voz, seg�n se dice, es la de Dios y
cuya conciencia no yerra? �C�mo buscando la libertad y la igualdad ha ca�do de
nuevo en el privilegio y en la servidumbre? Por su constante af�n de imitar el
antiguo r�gimen.
Antiguamente la nobleza y el clero s�lo contribu�an a las cargas del Estado a
t�tulo de socorros voluntarios y de donaciones espont�neas. Sus bienes eran
inalienables aun por deudas. Entretanto, el plebeyo, recargado de tributos y de
trabajo, era maltratado de continuo, tanto por los recaudadores del rey como por
los de la nobleza y el clero. El siervo, colocado al nivel de las cosas, no
pod�a testar ni ser heredero. Considerado como los animales, sus servicios y su
descencencia pertenec�an al due�o por derecho de acci�n. El pueblo quiso qpe la
condici�n de propietario fuese igual para todos; que cada uno pudiera
gozar y disponer libremente de sus bienes, de sus rentas, del producto de su
trabajo y de su industria. El pueblo no invent� la propiedad; pero como no
exist�a para �l del mismo modo que para los nobles y los cl�rigos, decret� la
uniformidad de este derecho. Las odiosas formas de la propiedad, la servidumbre
personal, la mano muerta, los v�nculos, la exclusi�n de los empleos, han
desaparecido; el modo de disfrutarla ha sido modificado, pero la esencia de la
instituci�n subsiste. Hubo progreso en la atribuci�n, en el reconocimiento del
derecho, pero no hubo revoluci�n en el derecho mismo.
Los tres principios fundamentales de la sociedad moderna, que el movimiento
de 1789 y el de 1830 han consagrado reiteradamente, son �stos: la
Soberan�a de la voluntad del hombre, o sea, concretando la expresi�n,
despotismo. 2.o Desigualdad de fortunas y de posici�n social. 3.0 Propiedad.
Y sobre todos estos principios el de Justicia, en todo y por todos invocada
como el genio tutelar de los soberanos, de los nobles y de los propietarios; la
Justicia, ley general, primitiva, categ�rica, de toda sociedad.
�Es justa la autoridad del hombre sobre el hombre?
Todo el mundo contesta: no, la autoridad del hombre no es m�s que la
autoridad de la ley, la cual debe ser expresi�n de justicia y de verdad. La
voluntad privada no influye para nada en la autoridad, debiendo limitarse
aqu�lla, de una parte, a descubrir lo verdadero y lo justo, para acomodar la ley
a estos principios, y, de otra, a procurar el cumplimiento de esta ley.
No estudio en este momento si nuestra forma de gobierno constitucional re�ne
esas condiciones; si la voluntad de los ministros interviene. o no en la
declaraci�n y en la interpretaci�n de la ley; si nuestros diputados, en sus
debates, se preocupan m�s de convencer por la raz�n que de vencer por el n�mero.
Me basta que el expresado concepto de un buen gobierno sea como lo he definido.
Sin embargo, de ser exacta esa idea, vemos que los pueblos orientales estiman
justo, por excelencia, el despotismo de sus soberanos; que entre los antiguos, y
seg�n la opini�n de sus mismos fil�sofos, la esclavitud era justa; que en la
Edad Media los nobles, los curas y los obispos consideraban justo tener siervos;
que Luis XIV cre�a estar en lo cierto cuando afirmaba. El Estado soy yo,
que Napole�n reputaba como crimen de Estado la desobediencia a su voluntad.
La idea de lo justo, aplicada al soberano y a su autoridad, no ha sido, pues,
siempre la misma que hoy tenemos; incesantemente ha ido desenvolvi�ndose y
determin�ndose m�s y m�s hasta llegar al estado en que hoy la concebimos. �Pero
puede decirse que ha llegado a su �ltima fase? No lo creo; y como el obst�culo
final que se opone a su desarrollo procede �nicamente de la instituci�n de la
propiedad que hemos conservado, es evidente que para realizar la forma del Poder
p�blico y consumar la revoluci�n debemos atacar esa misma instituci�n.
�Es justa la desigualdad pol�tica y civil? Unos responden, s�; otros, no. A
los primeros contestar�a que, cuando el pueblo aboli� todos los privilegios de
nacimiento y de casta, les pareci� bien la reforma, probablemente porque les
beneficiaba. �Por qu� raz�n, pues, no quieren hoy que los privilegios de la
fortuna desaparezcan como los privilegios de la jerarqu�a y de la sangre? A esto
replican que la desigualdad pol�tica es inherente a la propiedad, y que sin la
propiedad no hay sociedad posible. Por ello la cuesti�n planteada se resuelve en
la de la propiedad. A los segundos me limito a hacer esta observaci�n: Si
quer�is implantar la igualdad pol�tica, abolid la propiedad; si no lo hac�is,
�por qu� os quej�is?
�Es justa la propiedad? Todo el mundo responde sin vacilaci�n: �S�, la
propiedad es justa.� Digo todo el mundo, porque hasta el presente creo que nadie
ha respondido con pleno convencimiento: �No.� Tambi�n es verdad que dar una
respuesta bien fundada no era antes cosa f�cil; s�lo el tiempo y la experiencia
pod�an traer una soluci�n exacta. En la actualidad esta soluci�n existe: falta
que nosotros la comprendamos. Yo voy a intentar demostrarla.
He aqu� c�mo he de proceder a esta demostraci�n:
I. No disputo, no refuto a nadie, no replico nada; acepto como buenas todas
las razones alegadas en favor de la propiedad y me limito a investigar el
principio, a fin de comprobar seguidamente si ese principio est� fielmente
expresado por la propiedad. Defendi�ndose como justa la propiedad, la idea, o
por lo menos el prop�sito de justicia, debe hallarse en el fondo de todos los
argumentos alegados en su favor; y como, por otra parte, la propiedad s�lo se
ejercita sobre cosas materialmente apreciables, la justicia, debe aparecer bajo
una f�rmula algebraica. Por este m�todo de examen llegaremos bien pronto a
reconocer que todos los razonamientos imaginados para defender la propiedad,
cualesquiera que sean, concluyen siempre necesariamente en la igualdad, o
lo que es lo mismo, en la negaci�n de la propiedad. Esta primera parte comprende
dos cap�tulos: el primero referente a la ocupaci�n, fundamento de nuestro
derecho; el otro relativo al trabajo y a la capacidad como causas de propiedad y
de desigualdad social. La conclusi�n de los dos cap�tulos ser�, de un lado, que
el clerecho de ocupaci�n impide la propiedad, y, de otro, que el derecho del
trabajo la destruye.
Il. Concebida, pues, la propiedad necesariamente bajo la raz�n categ�rica de
igualdad, he de investigar por qu�, a pesar de la l�gica, la igualdad no existe.
Esta nueva labor comprende tambi�n dos cap�tulos: en el primero, considerando el
hecho de la propiedad en s� mismo, investigar� si ese hecho es real, si existe,
si es posible; porque implicar�a contradicci�n que dos formas sociales
contrarias, la igualdad y la desigualdad, fuesen posibles una Y otra
coniuntamente. Entonces comprobar� el fen�meno singular de que la propiedad
puede manifestarse como accidente, mientras como instituci�n y principio es
imposible matem�ticamente. De suerte que el axioma ab actu ad posse valet
consecutio, del hecho a la posibilidad, la consecuencia es buena, se
encuentra desmentido en lo que a la propiedad se refiere.
Finalmente, en el �ltimo cap�tulo, llamando en nuestra ayuda a la psicolog�a
y penetrando a fondo en la naturaleza del hombre, expondr� el principio de lo
justo, su f�rmula, su car�cter: determinar� la ley org�nica de la
sociedad; explicar� el origeir de la propiedad, las causas de su
establecimiento, de su larga duraci�n y de su pr�xima desaparici�n; establecer�
definitivamente su identidad con el robo; y despu�s de haber demostrado que
estos tres prejuicios, soberan�a del hombre, desigualdad de condiciones,
propiedad, no son m�s que uno solo, que se pueden tomar uno por otro y son
rec�procamente convertibles, no habr� necesidad de esfuerzo alguno para deducir,
por el principio de contradicci�n, la base de la autoridad y del derecho.
Terminar� ah� mi trabajo, que proseguir� en sucesivas publicaciones.
La importancia del objeto que nos ocupa embarga todos los �nimos. �La
propiedad -dice Ennequin- es el principio creador y conservador de la sociedad
civil... La propiedad es una de esas tesis fundamentales a las que no conviene
aplicar sin maduro examen las nuevas tendencias. Porque no conviene olvidar
nunca, e importa mucho que el publicista y el hombre de Estado est�n de ello
bien convencidos, que de la soluci�n del problema sobre si la propiedad es el
principio o el resultado del orden social, si debe ser considerada como causa o
como efecto, depende toda la moralidad, y por esta misma raz�n, toda la
autoridad de las instituciones humanas.�
Estas palabras son una provocaci�n a todos los hombres que tengan esperanza y
fe en el progreso de la humanidad. Pero aunque la causa de, la igualdad es
hermosa, nadie ha recogido todav�a el guante lanzado por los abogados de la
propiedad, nadie se ha sentido con valor bastante para aceptar el combate. La
falsa sabidur�a de una jurisprudencia hip�crita y los aforismos absurdos de la
econom�a pol�tica, tal c�mo la propiedad la ha formulado, han oscurecido las
inteligencias m�s potentes. Es ya una frase convenida entre los titulados amigos
de la libertad y de los intereses del pueblo �que la igualdad es una
quimera! �A tanto llega el poder que las m�s falsas teor�as y las m�s
mentidas analog�as ejercen sobre ciertos esp�ritus, excelentes bajo otros
conceptos, pero subyugados involuntariamente por el prejuicio general! La
igualdad nace todos los d�as, fit cequalitas. Soldados de la libertad;
desertaremos de nuestra bandera en la v�spera del triunfo?.
Defensor de la igualdad, hablar� sin odio y sin ira, con la independencia del
fil�sofo, con la calma y la convicci�n del hombre libre. �Podr�, en esta lucha
solemne, llevar a todos los corazones la luz de que est� penetrado el m�o, y
demostrar, por la virtud de mis argumentos, que si la igualdad no ha podido
vencer con el concurso de la espada es porque deb�a triunfar con el de la
raz�n?