Principios de Economía Política

Carl Menger

CAPITULO I

LA TEORÍA GENERAL DEL BIEN

§ 1.—SOBRE LA ESENCIA DE LOS BIENES

Todas las cosas se hallan sujetas a la ley de causa y efecto. Este supremo principio no tiene excepciones. Inútilmente buscaremos en el ámbito de la empiría un ejemplo que demuestre lo contrario. El constante progreso humano no tiende a invalidar este aserto, sino más bien a confirmarlo, a ampliar cada vez más el conocimiento de su esfera de aplicación. Así pues, el progreso humano está asociado al firme e inalterado reconocimiento de su vigencia.

También nuestra propia personalidad y cada uno de sus estadios son eslabones de esta gran interconexión global. EI tránsito de nuestra persona de un estadio a otro diferente es inimaginable si no es en cuanto sometido a la ley de la causalidad. Si, pues, nuestra persona ha de pasar del estadio de insatisfacción al de la necesidad satisfecha, deben darse causas suficientes, es decir, o bien las fuerzas existentes en nuestro organismo deben eliminar nuestro estadio perturbado o bien deben actuar sobre nosotros cosas externas, adecuadas, por su propia naturaleza, a introducir aquel estadio que llamamos satisfacción de nuestras necesidades.

A aquellas cosas que tienen la virtud de poder entrar en relación causal con la satisfacción de las necesidades humanas, las llamamos utilidades, cosas útiles. En la medida en que reconocemos esta conexión causal y al mismo tiempo tenemos el poder de emplear las cosas de que estamos hablando en la satisfacción de nuestras necesidades, las llamamos bienes [1].

Así pues, para que una cosa se convierta en bien, o, dicho con otras palabras, para que alcance la cualidad de bien, deben confluir las cuatro condiciones siguientes:

1.  Una necesidad humana.

2.  Que la cosa tenga tales cualidades que la capaciten para mantener una relación o conexión causal con la satisfacción de dicha necesidad.

3.  Conocimiento, por parte del hombre, de esta relación causal.

4.  Poder de disposición sobre la cosa, de tal modo que pueda ser utilizada de hecho para la satisfacción de la mencionada necesidad.

Sólo cuando confluyen estas condiciones puede un objeto convenirse en bien. Si falta una de ellas, no puede alcanzar tal categoría. Suponiendo que las posee, basta con que pierda una sola para que pierda también de forma inmediata esta cualidad [2].

Por consiguiente, una cosa pierde su cualidad de bien, en primer lugar, cuando, en virtud de una modificación en el ámbito de las necesidades humanas, ya no existe una necesidad que aquella cosa pueda satisfacer.

Al mismo resultado se llega, en segundo lugar, siempre que, mediante la modificación en las propiedades de una cosa, ésta pierde la virtud de entrar en conexión causal con la satisfacción de necesidades humanas.

También desaparece, en tercer lugar, la cualidad de bien de una cosa cuando se desconoce la conexión causal entre la misma y la satisfacción de las necesidades humanas.

Finalmente, y en cuarto lugar, un bien pierde esta su cualidad cuando el hombre carece del poder de disposición sobre ella, de modo que o no puede utilizarla para la satisfacción inmediata de sus necesidades o no dispone de los medios necesarios para volver a ponerla bajo su dominio.

Se observa una peculiar relación allí donde existen cosas que de ninguna forma pueden entrar en relación causal con la satisfacción de las necesidades humanas, pero que los hombres consideran como si fueran bienes. Se da este fenómeno cuando se les atribuyen erróneamente a las cosas propiedades y, por tanto, causalidades que, en realidad, no poseen, o donde, también erróneamente, se presuponen unas necesidades humanas que en realidad no existen. En ambos casos aparecen, a nuestro entender, cosas que se hallan, no en realidad, pero sí en la opinión de los hombres, en la relación antes dicha, que es la que fundamenta la cualidad de bien de las cosas. A las cosas de la primera categoría pertenecen la mayoría de los cosméticos, los amuletos, muchos de los medicamentos que se recetan a los enfermos en las culturas poco desarrolladas y, todavía hoy día, entre los pueblos primitivos, las varitas divinatorias, las pócimas amorosas, etcétera. Estas cosas carecen realmente de capacidad para satisfacer aquellas necesidades humanas que pretendían aplacar. Entre los objetos de la segunda categoría deben mencionarse los medicamentos para enfermedades que de hecho no existen, los utensilios, estatuas, edificios, etc., que los pueblos paganos empleaban para el culto de sus ídolos, los instrumentos de tortura y otras cosas similares. A estos objetos, que derivan su cualidad de bien únicamente de unas propiedades imaginadas o de unas imaginadas necesidades humanas, puede calificárseles también de bienes imaginarios [3].

Cuanto más elevada es la cultura de un pueblo, y cuanto más profundamente analizan los hombres la verdadera esencia de las cosas y su auténtica naturaleza, mayor es el número de bienes reales y menor, corno es obvio, el de los imaginarios. No es pequeña prueba a favor de la interconexión entre conocimiento auténtico, es decir, entre el saber y el bienestar de los hombres, el hecho de que, a tenor de la experiencia, aquellos pueblos que más pobres son en bienes verdaderos, suelen ser también los más ricos en bienes imaginarios.

Revisten un peculiar interés científico aquellos bienes que algunos especialistas de nuestra ciencia engloban, como una categoría especial, bajo la designación de “relaciones”. Entran aquí las firmas, la clientela, los monopolios, los derechos editoriales, las patentes y licencias, los derechos de autor y, para algunos tratadistas, también las relaciones de familia, la amistad, el amor las comunidades religiosas o científicas y otras cosas similares. Puede concederse sin dificultad que la cualidad de bien de una parte de estas relaciones no puede ser sometida a estricta comprobación, pero hay otra parte, en cambio, por ejemplo, las firmas, monopolios, derechos de edición, círculos de clientes y algunas otras más, que son bienes auténticos, como lo demuestra la circunstancia de que a menudo vemos que son objeto de compraventa. Si, a pesar de todo, aquel autor teórico que más a fondo ha estudiado este tema [4], admite que la existencia de estas relaciones constituye, en cuanto que son bienes, un hecho singular y ante una mirada imparcial aparecen como una anomalía, la razón radica, en mi opinión, en algo más profundo que la característica realística de nuestro tiempo —que también actúa aquí— para la que sólo son cosas y, por tanto, sólo pueden ser bienes, los objetos y las fuerzas materiales (los bienes objetivos y la capacidad de trabajo).

Desde una perspectiva jurídica se ha hecho notar a menudo que nuestro lenguaje no tiene una expresión para designar, en general, las “acciones útiles” y que sólo posee la de “capacidad o rendimiento laboral”. Ahora bien, existe toda una serie de acciones e incluso de simples omisiones, que, aunque no pueden denominarse capacidad laboral, pueden ser de suma utilidad para unas determinadas personas y tener incluso un considerable valor económico. El hecho de que una persona haga sus compras en mi tienda o contrate mis servicios de abogado no es, indudablemente, un rendimiento laboral de esta persona, pero sí es una acción beneficiosa para mí. La circunstancia de que un médico acomodado que vive en una pequeña localidad, en la que ya hay otro médico, haya dejado el ejercicio de la medicina, no puede, evidentemente calificarse de rendimiento laboral del primero, pero sí es una omisión sumamente útil para el se gundo, que de este modo detenta un monopolio práctico. La eventualidad de que un número mayor o menor de personas (por ejemplo, un número de clientes) ejercite habitualmente en beneficio de un individuo determinado (por ejemplo un tendero) unas acciones beneficiosas, no modifica en nada la naturaleza de estas últimas. Tampoco el hecho de que algunos o todos los habitantes de un lugar o respectivamente de un Estado omitan, en beneficio de una persona concreta, unas acciones, ya sea voluntariamente o mediante imposición jurídica (monopolios naturales o jurídicas, derechos de edición, protección del mercado, etc), modifica en nada la naturaleza de estas omisiones útiles. Lo que en el lenguaje normal se llama círculo de clientes, público, monopolios, etc., son, considerado desde el punto de vista económico, acciones útiles o, como se ve por el ejemplo de las firmas, conjuntos de bienes objetivos, rendimientos laborales y otras acciones —y respectivamente omisiones— beneficiosas. Incluso las relaciones de amistad y de amor, las comunidades religiosas y otras cosas parecidas se hallan evidentemente insertas en el marco de acciones u omisiones útiles de otras personas. Si, al mismo tiempo, estas acciones y omisiones útiles son del género de aquellas sobre las que podemos disponer, como, por ejemplo, los círculos de clientes, las firmas, los derechos monopolistas, etc., entonces no existe razón alguna que nos impida reconocerles la cualidad de bienes, sin tener que recurrir a los oscuros conceptos de “relaciones” ni contraponerlas, como una categoría especial, a los bienes restantes. Creo, más bien, que la totalidad de los bienes pueden englobarse en las dos categorías de bienes objetivos (incluidas todas las fuerzas de la naturaleza, en la medida en que son bienes) y acciones (y respectivamente omisiones) humanas útiles, de entre las que las más importantes son las capacidades o rendimientos laborales.

§ 2.—SOBRE LA CONEXIÓN CAUSAL DE LOS BIENES

Es, a mi parecer, de la máxima importancia que en nuestra ciencia se tengan claras ideas sobre la conexión causal de los bienes. En efecto, al igual que en las demás ciencias, también en la nuestra sólo puede iniciarse el verdadero y constante progreso a condición de que consideremos los objetos de nuestra observación científica no sólo en sus manifestaciones aisladas, sino esforzándonos por descubrir sus conexiones causales y las leyes a que se hallan sujetos. El pan que comemos, la harina con que hacemos el pan, el trigo con que hacemos la harina, el campo, en el que crece el trigo, todas estas cosas son bienes. Pero este conocimiento no es bastante para nuestra ciencia; es, además, necesario que nos esforcemos, como se hace en todas las demás ciencias experimentales, por ordenar los bienes según razones intrínsecas, por aprender a conocer el puesto que cada uno de ellos ocupa en el nexo causal de los bienes y, finalmente, por descubrir las leyes por las que se rigen.

Nuestro bienestar —en la medida en que depende de la satisfacción de nuestras necesidades- queda asegurado siempre que dispongamos de los bienes necesarios para la satisfacción inmediata de las mismas. Si poseemos, por ejemplo la necesaria cantidad de pan, disponemos del poder inmediato de calmar nuestra necesidad de alimentos. En este caso, la conexión causal entre el pan y la satisfacción de una de nuestras necesidades es inmediata y no encierra dificultad ninguna la comprobación de la cualidad de bien del pan, a tenor de los principios expuestos en el apartado anterior. Pero a esta comprobación sólo están sujetos aquellos bienes que podemos utilizar para la satisfacción directa de nuestras necesidades, sean alimentos, bebidas, vestidos, objetos de adorno o cosas similares.

Ahora bien, estos objetos no agotan el ámbito de las cosas a las que reconocemos la cualidad de bienes. Junto a éstos, que, en beneficio de la brevedad, llamaremos en adelante “bienes del primer orden”, hallamos en la esfera de la economía de los hombres un gran número de otras cosas que no tienen ninguna relación o conexión causal inmediata con la satisfacción de nuestras necesidades y a las que, sin embargo, reconocemos, con no menor certeza, esta cualidad de bienes del primer orden. Así, en nuestros mercados, vemos, junto al pan, y otros bienes destinados a la satisfacción inmediata de las necesidades humanas, grandes cantidades de harina, combustibles, sal; vemos también en venta aparatos y enseres para cocer el pan, así como las fuerzas laborales específicas necesarias para este menester. Todas estas cosas, o al menos la mayor parte de ellas, carecen de capacidad para dar satisfacción inmediata a las necesidades humanas. Pues, en efecto, ¿qué necesidad humana puede satisfacerse inmediatamente con el trabajo específico de un mozo de tahona, con los preparativos de un plato o con unos puñados de harina molida? Si, a pesar de todo, estas cosas son tratadas en la economía humana como bienes, al igual que los bienes del primer orden, la razón es que sirven para la producción del pan y de otros bienes del primer orden. Y aunque no pueden satisfacer inmediatamente las necesidades humanas, pueden hacerlo de forma mediata. Lo mismo sucede con millares de otras cosas, que sin tener la cualidad de proporcionar la satisfacción inmediata de las necesidades humanas, sirven para la producción de bienes del primer orden y para insertarse, por tanto, en una relación causal mediata respecto de la satisfacción de tales necesidades. Esto equivale a decir que la relación que fundamenta la cualidad de bien de estas y otras cosas similares, que llamamos bienes de segundo orden, es, en razón de su esencia, la misma que la de los bienes del primer orden, ya que la diferencia que se da entre estos últimos, cuya relación causal respecto de la satisfacción de nuestra necesidad es inmediata, y la de los bienes del segundo orden con relación causal mediata no afecta para nada a la esencia de aquella relación, porque el presupuesto de la cualidad de bien se halla en la relación causal, pero no necesariamente en el nexo causal inmediato entre las cosas y la satisfacción de las necesidades humanas.

Sería fácil probar que tampoco con estos bienes se cierta ya el circulo de las cosas a las que reconocemos la cualidad de bien y que, para no salir de los ejemplos antes mencionados, los molinos, el trigo, el centeno, los trabajos necesarios para la producción de la harina, etcétera, son bienes de tercer orden. Los campos de cereales así como los aperos y las instalaciones necesarias para su cultivo y los trabajos específicos de los campesinos son bienes de cuarto orden. Confío, con todo, en que haya quedado ya suficientemente claro el pensamiento que intentamos expresar en estas líneas.

Ya hemos visto en el apartado anterior que la relación causal de una cosa con la satisfacción de las necesidades humanas es una de las condiciones requeridas para poseer la cualidad de bien. La idea que hemos pretendido exponer en esta sección puede sintetizarse diciendo que no es condición necesaria para la cualidad de bien de una cosa que pueda establecerse una relación causal inmediata entre ella y la satisfacción de las necesidades humanas. Pero también se ha demostrado al mismo tiempo que entre los bienes que se hallan en relación mediata con la satisfacción de estas necesidades existe una diferencia —que no afecta, desde luego, a la esencia de la cualidad de bien— en el sentido de que mientras unas tienen una relación causal más cercana con la satisfacción de nuestras necesidades, en otras esta relación es más distante. Por esta razón, hemos distinguido bienes del primer orden, del segundo del tercero, del cuarto, y así sucesivamente.

No es, con todo, menos necesario precavernos ya desde el principio de una errónea interpretación de cuanto hemos venido diciendo. Ya hemos insinuado, al hablar de la cualidad de bien, que no se trata de una cualidad innata de las cosas. Esta misma idea debemos recordar ahora, al hablar del orden que puede tener un bien en el nexo causal de los bienes. Este orden indica tan sólo que un bien —contemplado desde la perspectiva de una determinada utilización del mismo— tiene una relación causal unas veces cercana y otras más distante respecto de la satisfacción de una necesidad humana, y que no se trata, por tanto, de una propiedad inserta en el bien.

Por consiguiente, lo primordial no está en los números ordinales de los bienes de que hemos venido hablando en esta sección y de los que se hablará en la siguiente, a propósito de las leyes que rigen estos bienes, aunque no es menos cierto que tales números constituyen, a condición de ser bien entendidos, un medio auxiliar provechoso para la exposición de un tema tan difícil como importante. Lo primordial, a nuestro entender, es la comprensión de la conexión causal entre los bienes y la satisfacción de las necesidades humanas y de la relación causal más o menos directa de los primeros respecto de las segundas.

§ 3—LAS LEYES A QUE SE HALLAN SUJETOS LOS BIENES  EN SU CALIDAD DE TALES

a) La cualidad de bien de los bienes de orden superior está condicionada por el hecho de que debemos disponer también de sus correspondientes bienes complementarios.

Si disponemos de bienes del primer orden, podemos utilizarlos directamente en la satisfacción de nuestras necesidades. Si disponemos de bienes del segundo orden, podemos transformarlos en bienes del primero y emplearlos, de esta manera intermedia, con idéntica finalidad. Cuando disponemos de bienes del tercer orden, podemos transformarlos en bienes del segundo y éstos en bienes del primero, de tal modo que también aquellos del orden tercero pueden servir, a través de varios pasos intermedios, para satisfacer nuestras necesidades. Lo mismo puede decirse de todos los bienes de órdenes más altos, cuya cualidad de bien es indiscutible, a condición y en la medida en que podamos utilizarlos en aquella satisfacción.

Esta última circunstancia entraña, de todas formas, una limitación de no escasa importancia. Carecemos, en efecto, del poder de utilizar un solo bien de un orden superior en la satisfacción de nuestras necesidades, si no disponemos a la vez de los restantes bienes (complementarios) de órdenes superiores.

Supongamos, por ejemplo, que un individuo no tiene inmediatamente pan, pero sí todos los bienes necesarios del segundo orden para producirlo. En tal caso, es indudable que tiene en su mano el poder de satisfacer su necesidad de alimentos. Supongamos ahora que este individuo tiene harina, sal, levadura y la capacidad laboral necesaria pata hacer pan y que posee asimismo todos los utensilios y las instalaciones precisas, pero no tiene ni fuego ni agua; es entonces evidente que ya no puede utilizar los bienes restantes del segundo orden para satisfacer su necesidad de alimentos, porque sin agua y fuego no puede hacerse pan, aunque tenga todos los otros bienes. En este caso, los bienes del segundo orden perderían inmediatamente su cualidad de tales en orden a la satisfacción del hambre, porque les faltaría una de las cuatro condiciones requeridas (en este caso, la condición cuarta).

Con esto no se excluye que las cosas cuya cualidad de bienes estamos analizando conserven dicha cualidad incluso en las circunstancias arriba descritas, en orden a la satisfacción de otras necesidades de la persona que dispone de ellas, en la medida en que ésta pueda utilizarlas para la satisfacción de otras necesidades distintas de las de la alimentación. Puede también suponerse que, a pesar de la falta de uno u otro de los bienes complementarios, los restantes estén capacitados para satisfacer, de forma mediata o inmediata, una necesidad humana. Pero si los bienes de segundo orden existentes no pueden ser utilizados para la satisfacción de ninguna necesidad humana, ni en sí mismos ni en conexión con otros bienes disponibles, porque les faltan uno o varios de los bienes complementarios, quedarían totalmente privados de esta cualidad —aunque ciertamente debido a la ausencia de los bienes complementarios— porque entonces los agentes económicos ya no podrían emplearlos en la satisfacción de sus necesidades y les faltaría, por tanto, una de las condiciones esenciales para la cualidad de bienes.

Como resultado de nuestra precedente investigación, se deduce el siguiente principio: la cualidad de bien de los bienes del segundo orden está condicionada por el hecho de que el hombre disponga al mismo tiempo de los bienes complementarios del mismo orden al menos respecto de la producción de algún bien del primer orden.

Mayor dificultad presenta la respuesta a la pregunta de hasta qué punto la cualidad de bien de los bienes situados por encima del segundo orden depende de que el hombre disponga también de los bienes complementarios. Esta dificultad no radica tanto en la relación de los bienes de un orden superior respecto de los bienes correspondientes del orden inmediatamente inferior, por ejemplo, de los bienes del orden tercero respecto de los bienes correspondientes del segundo, o los bienes del orden quinto respecto de los del cuarto, porque ya la simple consideración de la relación causal entre estos bienes pone de manifiesto una analogía total entre esta relación y la antes descrita de los bienes del segundo orden respecto de los correspondientes del inmediatamente inferior es decir del primer orden. Por consiguiente, el principio antes establecido puede ampliarse, de una manera enteramente natural, para fijar el siguiente enunciado: la cualidad de bien de los bienes de un orden superior está condicionada ante todo por el hecho de que el hombre disponga también de los bienes complementarios del mismo orden, al menos respecto de la producción de un bien cualquiera del orden inmediatamente inferior.

La dificultad que presentan los bienes de un orden superior al segundo estriba más bien en que incluso en el caso de que se disponga de la totalidad de los bienes necesarios para la producción de un bien del orden inmediatamente inferior no por eso queda ya garantizada la cualidad de bien de este orden, mientras los hombres no puedan disponer también a la vez de todos los bienes complementarios de este último orden y de los restantes órdenes inferiores. Supongamos que una persona puede disponer de todos los bienes del tercer orden necesarios para producir un bien del orden segundo, pero no dispone simultáneamente de los restantes bienes complementarios de este orden segundo. En tal caso, el hecho de que disponga de todos los bienes del orden tercero necesarios para producir un bien concreto del orden segundo no le garantiza que pueda utilizar de hecho estos bienes para la satisfacción de las necesidades humanas, porque aunque tendría ciertamente el poder de convertir los bienes del tercer orden (cuya cualidad estamos analizando aquí) en bienes del segundo orden, ello no quiere decir que pueda transformar también los bienes del orden segundo en los correspondientes del orden primero. Por consiguiente, tampoco tendría el poder de emplear los bienes del orden tercero, de que aquí estamos hablando, en la satisfacción de sus necesidades. En consecuencia, dichos bienes perderían inmediatamente su cualidad de tales.

Es claro, pues, que el principio antes enunciado: “La cualidad de bien de los bienes de un orden superior está condicionada ante todo por el hecho de que el hombre disponga también de los bienes complementarios del mismo orden al menos respecto de la producción de un bien cualquiera del orden inmediatamente inferior”, no incluye la suma total de las condiciones que, respecto de la cualidad de bien de las cosas, se desprende del hecho de que tan sólo la disposición sobre los bienes complementarios del orden superior nos garantiza el poder de emplearlos para la satisfacción de nuestras necesidades. Si disponemos de bienes del tercer orden, su cualidad de bien está condicionada ante todo por el hecho de que podamos transformarlos o no en bienes del segundo orden. Pero existe otra condición para esta cualidad de bien, a saber, que tengamos también el poder de transformar los bienes del segundo orden en bienes del primero, lo que presupone que disponemos de ciertos bienes complementarios del orden segundo.

Una situación totalmente análoga presentan los bienes del cuarto, del quinto y de otros órdenes superiores. También aquí la cualidad de bien de las cosas que mantienen una relación tan distante respecto de la satisfacción de las necesidades humanas depende en primer término de que dispongamos de los bienes complementarios del mismo orden; pero esta cualidad está condicionada también por el hecho de que dispongamos o no de los bienes complementarios del orden inmediatamente inferior, y además de los bienes complementarios del orden que sigue a éste, y así sucesivamente, de modo que poseamos el poder real de utilizar los bienes del orden superior para la producción de un bien del primer orden y, en última instancia, para la satisfacción de una necesidad humana. Si damos a la totalidad de los bienes que son necesarios para conseguir la transformación de un bien de un orden superior en otro bien del primer orden, la denominación de bienes complementarios, en el amplio sentido de la palabra, podemos enunciar el siguiente principio: la cualidad de bien de los bienes de un orden superior está condicionada por el hecho de que dispongamos de sus complementarios en el sentido antes indicado.

Nada pone tan vivamente ante los ojos la gran conexión causal de los bienes como esta ley de su recíproco condicionamiento.

Cuando, el año 1862, la guerra civil norteamericana privó a Europa de su principal fuente de algodón, se perdió al mismo tiempo la cualidad de bien de miles de otros productos, cuyo bien complementario era el algodón. Me refiero a la capacidad de rendimiento laboral de los trabajadores ingleses y continentales del ramo de las industrias textiles, una buena parte de los cuales se quedaron en paro y reducidos a vivir de la caridad pública. La capacidad laboral (de que disponían aquellos hábiles trabajadores) seguía siendo la misma, pero perdió una gran parte de su cualidad de bien, porque ya no existía el bien complementario, el algodón. Por tanto, ya no podía utilizarse aquella capacidad laboral específica para la satisfacción de ninguna necesidad humana. Esta capacidad recuperó su cualidad de bien apenas pudo disponerse de nuevo del algodón necesario, en parte por acelerada importación desde otros lugares y en parte por compra en su antigua fuente de aprovisionamiento, una vez finalizada la mencionada contienda.

A la inversa, no pocas veces los bienes pierden esta cualidad debido a que los hombres carecen de la capacidad laboral requerida respecto de los bienes complementarios. En países de escasa densidad de población, y en particular en los de economía de monocultivo, por ejemplo de cereales, suele ocurrir que, cuando se registran cosechas especialmente ricas, se produce una gran falta de fuerza laboral, ya que los campesinos, de suyo ya poco numerosos, no se sienten espoleados por la necesidad, sobre todo en épocas de abundancia. A esto se añade que los trabajos de la recolección deben realizarse en muy poco tiempo, en razón del monocultivo. En estas circunstancias (por ejemplo en las fértiles llanuras de Hungría), cuando la necesidad de fuerza laboral es muy grande y se concentra en un corto espacio de tiempo, las fuerzas laborales disponibles no bastan, de modo que suelen pudrirse en los campos grandes cantidades de cereal. La razón es que no existen los bienes complementarios respecto de los frutos agrícolas (es decir, las fuerzas laborales necesarias para cosecharlos) y, por tanto, aquellos frutos pierden su cualidad de bienes.

Cuando las relaciones económicas de un pueblo estén altamente evolucionadas, los diferentes bienes complementarios de un orden superior suelen distribuirse entre diversas personas. Los productores de un determinado artículo acostumbran a dirigir sus negocios de forma mecánica, mientras que los productores de los bienes complementarios tampoco suelen advertir que la cualidad de bien de las cosas que producen o elaboran está condicionada por la existencia de otros bienes que no se hallan en su poder. Surge así el error de que a los bienes de orden superior se les atribuye la cualidad de bien en sí mismos y sin tener en cuenta la presencia de sus bienes complementarios. Dicho error se produce sobre todo en aquellos países en los que, a través de un activo intercambio y de una economía nacional altamente desarrollada, casi cada producto surge bajo el tácito supuesto, de ordinario ni siquiera conscientemente advertido por los productores, de que hay otras personas, insertas en el proceso de intercambio, que están trabajando al mismo tiempo en la producción de los bienes complementarios. Sólo cuando, por cualquier modificación de las circunstancias, no se da esta condición táctica y las leyes a que están sujetos los bienes dejan sentir su eficacia hasta en la superficie de los fenómenos, suele interrumpirse la acostumbrada y mecánica marcha de las actividades comerciales y empresariales. Sólo entonces la opinión pública dirige su atención a estos fenómenos y a sus causas profundas.

b) La calidad de bien de los bienes de un orden superior está condicionada por la cualidad de los correspondientes bienes del orden inferior.

 

El análisis de la esencia y de la conexión causal de los bienes expuesto en las dos primeras secciones nos lleva al conocimiento de una nueva ley, a la que se hallan sujetos los bienes en cuanto tales, es decir, prescindiendo de su carácter económico.

Hemos mostrado que la presencia de necesidades humanas es un presupuesto o condición esencial de la cualidad de bien y que en el caso de que desaparezcan totalmente aquellas necesidades a cuya satisfacción está causalmente ordenado un bien, sin que surjan en su lugar nuevas necesidades de dicho bien, éste pierde inmediatamente su cualidad de tal.

A tenor de cuanto hemos venido diciendo sobre la esencia de los bienes es evidente que los bienes del primer orden pierden inmediatamente esta cualidad en el momento mismo en que desaparecen las necesidades a cuya satisfacción se ordenaban, sin que surjan nuevas necesidades de estos bienes. Ampliemos la pregunta, incluyendo en ella la totalidad de los bienes que tienen un nexo causal con la satisfacción de una necesidad humana y preguntémonos cuál es la repercusión de la ausencia de esta necesidad sobre la cualidad de bien de los bienes de órdenes superiores que tienen una relación causal con la satisfacción de dicha necesidad.

Supongamos que, en virtud de una modificación en los gustos generales de los hombres, queda completamente eliminada la costumbre de fumar y que desaparecen al mismo tiempo todas las restantes necesidades para cuya satisfacción se requerían actividades relacionadas con la elaboración del tabaco. Es indudable que en tal caso perderían su cualidad de bien todas las plantaciones de tabaco, en todas y cada una de sus variedades. ¿Qué ocurriría entonces, con los bienes correspondientes de un orden superior? ¿Qué ocurriría con las hojas de tabaco sin elaborar, con los aparatos y las instalaciones necesarias para la fabricación de los distintos tipos de labores, con las fuerzas laborales especializadas en la fabricación, en una palabra, con la totalidad de los bienes de segundo orden puestos al servicio de la producción del tabaco de que antes disfrutaban los hombres? ¿Qué ocurriría, prosiguiendo el razonamiento, con las semillas y plantaciones de tabaco, con las fuerzas laborales empleadas en la producción de las hojas, con la maquinaria y las instalaciones necesarias para estas tareas y con todos los restantes bienes que nosotros, con referencia a la necesidad del disfrute del tabaco, podemos denominar bienes del tercer orden? ¿Y qué ocurriría, en fin, con los correspondientes bienes del cuarto, del quinto y de otros órdenes superiores?

Ya hemos visto que la cualidad de bien de una cosa está condicionada por el hecho de que pueda establecerse una conexión causal entre ella y la satisfacción de las necesidades humanas. Hemos visto también que el nexo causal inmediato entre el bien y la satisfacción de una necesidad no es en modo alguno presupuesto necesario de la cualidad de bien de una cosa, sino que más bien hay un gran número de cosas cuya cualidad de bien se deriva sencillamente de que se encuentran en una conexión causal más o menos inmediata con la satisfacción de las necesidades humanas.

Es, pues, evidente que la presencia de necesidades humanas que satisfacer es presupuesto esencial de todas y cada una de las cualidades de bien. Pero esto equivale también a decir que los bienes, ya puedan inscribirse en una conexión causal inmediata con la satisfacción de las necesidades humanas o deriven su cualidad de bien de un nexo causal más o menos directo con dicha satisfacción, pierden inmediatamente su cualidad, si desaparecen en su totalidad las necesidades a cuya satisfacción servían hasta ahora. Es, en efecto, patente que al desaparecer las necesidades desaparece también a la vez el fundamento total de aquella relación sobre la que, como hemos visto, se basa la cualidad de bien de las cosas.

Si desaparecieran todas las enfermedades para cuyo remedio se emplea la quinina, esta sustancia dejaría de ser un bien, porque ya no existiría aquella necesidad con cuya satisfacción mantenía una relación causal. Ahora bien, la desaparición de la finalidad de la utilización de la quinina tendría como consecuencia que también una gran parte de los bienes correspondientes del orden superior perderían su cualidad de bien. Los habitantes de los países productores de quinina, que hasta entonces habían obtenido su sustento a través de la búsqueda y el descortezamiento de los árboles de la quina, descubrirían de pronto que perdían su cualidad de bien no sólo sus provisiones de quinina, sino, obviamente, también sus árboles de la quina, los instrumentos y las instalaciones utilizadas en la producción de quinina y, sobre todo, las fuerzas laborales específicas con las que se habían venido procurando hasta ahora el sustento, ya que, en virtud de la modificación de las circunstancias, todas estas cosas dejan de tener una relación causal con la satisfacción de necesidades humanas.

Si una modificación de los gustos eliminara totalmente la costumbre de fumar, la consecuencia sería no sólo que perderían su cualidad de bien todas las reservas de tabaco de que disponen los hombres, en la forma en que suelen cultivarlo, sino que se producirían repercusiones de más amplio alcance, que incluirían la pérdida de la cualidad de bien de las hojas sin elaborar, de las máquinas e instalaciones empleadas exclusivamente en su elaboración, de las fuerzas laborales dedicadas a esta actividad, de las provisiones de semillas de la planta, etc. Los trabajos, hoy tan bien remunerados, de los agentes de Cuba, Manila, Puerto Rico y otras zonas, que han desarrollado una especial habilidad para valorar la calidad del tabaco y las compras del mismo, dejarían de ser un bien, no menos que los trabajos específicos de numerosas personas empleadas en la fabricación de puros tanto en aquellos lejanos países como en Europa. Perderían también su cualidad de bien los numerosos libros, de tanta utilidad para las tareas prácticas, sobre las plantaciones y la industria del tabaco. Las ediciones se cubrirían de polvo en los almacenes, carentes de posibilidades de venta. Y no es esto todo. Perderían también su condición de bienes las cajetillas de tabaco, las cigarreras, todos los tipos de pipas y sus fábricas, etc.

Este fenómeno, al parecer tan complicado, tiene su sencilla explicación en el hecho de que todos los bienes antes mencionados deben su cualidad de tales a su conexión causal con la satisfacción de la necesidad humana del disfrute del tabaco. Al desaparecer esta necesidad se elimina uno de los fundamentos en que se asienta la cualidad de bien.

No pocas veces los bienes del primer orden y casi siempre los de los órdenes superiores derivan su cualidad de bien no sólo de una relación causal aislada, sino de varias, más o menos numerosas, respecto de la satisfacción de necesidades humanas. En este último caso, su cualidad de bien no se pierde porque desaparezca una o incluso varias de las necesidades que satisfacen. Al contrario, es patente que este resultado sólo se produce cuando se eliminan todas las necesidades con cuya satisfacción mantenían estos bienes una relación causal. En efecto, conservan su cualidad de tales respecto de las necesidades todavía existentes para cuya satisfacción siguen teniendo una relación causal también en las circunstancias modificadas, y además de una manera enteramente natural. También en este caso conservan su cualidad de bienes sólo en cuanto que mantienen dicha relación causal con la satisfacción de necesidades humanas. Pero aquella cualidad desaparecerá apenas desaparezcan también estas últimas necesidades.

Si se diera este caso y desapareciera por entero la necesidad de fumar que sienten los hombres, entonces perderían también su cualidad de bienes, por ejemplo, todas las reservas de tabaco ya elaboradas así como las reservas de hojas sin elaborar, las semillas y otros muchos bienes de orden superior unidos por relación causal con la satisfacción de la mencionada necesidad. Pero este resultado no se produciría necesariamente respecto de todos los bienes de orden superior, por ejemplo, respecto de los campos de cultivo del tabaco y de los enseres agrícolas empleados en ellos. Y lo mismo puede decirse respecto de los utensilios y maquinaria utilizada en la industria del tabaco, ya que podrían utilizarse para la satisfacción de otras necesidades humanas una vez eliminada la necesidad de fumar. Todas estas colas conservarían su cualidad de bienes.

Debe contemplarse no como una modificación que afecte a la esencia del principio antes enunciado, sino tan sólo como una forma más concreta del mismo, la ley que establece que los bienes de orden superior están condicionados, en sus cualidades de tales, por los bienes del orden inferior a cuya producción sirven.

Si basta ahora hemos analizado la totalidad de los bienes que tienen, hablando en términos generales, una conexión causal con la satisfacción de las necesidades humanas y el objeto de nuestro análisis fue, por tanto, el conjunto de la cadena causal, hasta llegar a su efecto último, es decir, la satisfacción de las necesidades humanas, ahora, al formular el anterior principio, tenemos en cuenta sólo algunos de los eslabones de dicha cadena, cuando prescindimos, por ejemplo, del nexo causal de los bienes del tercer orden con la satisfacción de necesidades humanas y sólo tenemos en cuenta la conexión causal de los bienes de este orden con los bienes correspondientes de un orden cualquiera de tipo superior.

§ 4.—TIEMPO-ERROR

El proceso mediante el cual los bienes de un orden superior se van transformando gradualmente en los de los órdenes inferiores, hasta servir, al fin, para la satisfacción de las necesidades humanas, no es, como hemos visto en las secciones anteriores, un fenómeno atípico, sino que, al igual que todos los restantes procesos de transformación y cambio, se halla sujeto a las leyes de la causalidad. Ahora bien, la idea de causalidad está inseparablemente unida a la del tiempo. Todo proceso de cambio significa un surgir, un hacerse, un devenir y esto sólo es imaginable en el tiempo. Es también indudable que no podemos comprender a fondo el nexo causal de cada uno de los fenómenos de este proceso si no lo consideramos en el tiempo y según la medida del mismo. También en el proceso de cambio mediante el cual los bienes de un orden superior se van transformando gradualmente en otros de órdenes inferiores, hasta alcanzar al final el estadio que llamamos de satisfacción de las necesidades humanas, es el tiempo un elemento esencial de nuestro análisis.

Si disponemos de los bienes complementarios de un orden superior cualquiera tenemos que comenzar por transformarlos en bienes del orden inmediatamente inferior y llevar adelante, paso a paso, este proceso, hasta convertirlos en bienes del primer orden, que ya podemos utilizar para la satisfacción directa de nuestras unidades. Los espacios de tiempo que median entre cada una de las fases de este proceso pueden a veces parecer muy cortos y de hecho los progresos de la técnica y del intercambio comercial tienden a reducirlos cada vez más —pero con todo no cabe pensar en su total eliminación—. Es, en efecto, imposible, transformar instantáneamente los bienes de un orden superior en los correspondientes del orden inferior. Es bien seguro lo contrario, es decir, que quien dispone de bienes de un orden superior sólo puede disponer de los bienes correspondientes del orden inferior al cabo de un cierto espacio de tiempo, más o menos largo según la naturaleza de cada uno. Y lo que decimos de cada uno de los eslabones de la cadena causal es válido, a fortiori, para la totalidad del proceso.

El espacio temporal exigido por este proceso varía mucho de unos casos a otros y depende de la naturaleza de cada uno de ellos. Quien disponga de todo cuanto es necesario para plantar un bosque de encinas, es decir, los terrenos, las fuerzas laborales, la maquinaria, las simientes, tendrá que esperar cien años para poder disponer de un solo tronco maderable. En la inmensa mayoría de los casos, serán sus herederos o sus sucesores jurídicos quienes se beneficien de la plantación. Por el contrario, quien dispone de los ingredientes para comidas o bebidas y de los enseres, capacidad laboral, etc, necesarios podrá, muchas veces, disponer de dichos alimentos y bebidas en el espacio de unos segundos. Pero por muy grande que pueda ser la diferencia, una cosa es segura: que nunca puede eliminarse totalmente el espacio temporal que media entre la disposición sobre los bienes de un orden superior y la disposición sobre los bienes correspondientes del orden inferior. Así pues, los bienes de un orden superior piden y afirman su cualidad de bienes no con referencia a necesidades del presente inmediato, sino únicamente respecto a necesidades que, a tenor de las expectativas humanas, sólo aparecerán en unos momentos en los que ya habrá llegado a su fin el proceso de producción de que hemos hablado en las líneas precedentes.

De acuerdo con lo dicho, es seguro que siempre que tengamos a la vista un determinado objetivo de uso, la disposición sobre bienes de un orden superior se distingue de los correspondientes bienes del orden inferior ante todo porque podemos hacer el correspondiente uso de estos últimos inmediatamente, mientras que los primeros entrañan un nivel anterior en el proceso de la formación del bien y, por tanto, sólo podemos transformarlos en uso inmediato al cabo de un cierto período de tiempo, más o menos corto según los casos. Y esto implica otra diferencia, de gran importancia, entre la disposición inmediata de un bien y la disposición mediata (esto es, mediante la posesión de los bienes correspondientes del orden superior).

Quien dispone inmediatamente de unos bienes determinados está seguro de su cantidad y calidad. Quien dispone de dichos bienes sólo de un modo mediato, es decir, mediante la posesión de los correspondientes bienes del orden superior, no puede determinar con la misma certeza la cantidad y calidad de los bienes de orden inferior, sobre los que sólo puede disponer al final del proceso de producción de bienes.

Quien tiene cien celemines de grano dispone de estos bienes, por lo que hace a la cantidad y calidad, con aquella seguridad y certeza que ofrece la posesión inmediata de bienes. Quien, por el contrario, posee una extensión de terreno, y de las semillas, abonos, fuerzas laborales y aperos agrícolas, etc., de los que de ordinario cabe esperar una cosecha de cien celemines de grano, se enfrenta con la eventualidad de obtener una cantidad mayor de cereal, pero también una cantidad menor. Ni siquiera puede excluirse la posibilidad de una pérdida total de lo sembrado. Se encuentra, además, expuesto a una cierta inseguridad respecto de la calidad del producto.

Esta inseguridad respecto de la cantidad y la calidad del producto, cuando se poseen los bienes correspondientes del orden superior, es más o menos grande según las diferentes ramas de la producción. Quien dispone de los materiales, instrumentos y fuerzas laborales necesarios para fabricar zapatos puede determinar con bastante seguridad, a partir de la cantidad y calidad de estos bienes de orden superior de que dispone, la calidad y cantidad de los zapatos que tendrá al final del proceso de producción. Quien dispone en cambio de un terreno apto para el cultivo de colzas y de los correspondientes aperos agrícolas, así como de la necesaria fuerza laboral, de la simiente, abonos, etc., no puede hacerse una idea exacta de la cantidad de frutos oleosos que cosechará al final del proceso de producción, ni tampoco de su calidad. Aun así, en ambos aspectos su inseguridad es menor que la de un cultivador de lúpulo, un cazador o un pescador de perlas. Pero por grande que sea la diferencia entre las diversas ramas de producción —y a pesar de la creciente tendencia de nuestra cultura a aminorar la incertidumbre de que venimos hablando— no es menos cierto que se da un cierto grado de inseguridad —mayor o menor según los casos— respecto de la cantidad y la calidad del producto que se obtendrá al final de todo proceso y toda rama de la producción.

La razón última de este fenómeno se halla en la peculiar posición del hombre respecto del proceso causal que llamamos producción de bienes. Los bienes de un orden superior se transforman, siguiendo las leyes de la causalidad, en bienes del orden inmediatamente inferior y éstos en el siguiente hasta llegar a convertirse en bienes del primer orden y, finalmente, alcanzar aquel estado que llamamos satisfacción de las necesidades humanas. Los bienes del orden superior son los elementos más importantes de este proceso causal, pero no constituyen la totalidad del mismo. Además de estos elementos pertenecientes al círculo de los bienes, actúan sobre la cualidad y la cantidad del producto de los procesos causales que llamamos producción de bienes otros elementos cuya conexión causal con nuestro bienestar no conocemos todavía o elementos cuyo influjo sobre el producto conocemos muy bien, pero que, por las razones que fueren, escapan a nuestro control.

Así, por ejemplo, hasta no hace mucho, los hombres no conocían la influencia de los diferentes tipos de terrenos, de la proporción de salitre, de los abonos, sobre el crecimiento de las diversas plantas, de modo que dichos terrenos daban resultados finales más o menos favorables, tanto en cantidad como en calidad, una vez acabado el proceso de producción. Hoy día, y gracias a la investigación de las condiciones químicas del suelo, se ha conseguido eliminar, en parte, aquella incertidumbre. El hombre puede ya, hasta donde llegan las investigaciones, introducir factores beneficiosos y eliminar los perniciosos en cada caso concreto.

Los cambios climáticos ofrecen un ejemplo del segundo caso. En términos generales, los agricultores saben muy bien cuál es el clima más adecuado para el crecimiento de las plantas, pero carecen del poder de introducirlo o de impedir la presencia de factores climáticos que arruinen los sembrados. Por consiguiente, respecto de la calidad y cantidad del resultado de las cosechas dependen, en muy amplia medida, de influjos que, aunque están sometidos, al igual que todos los restantes, los agricultores creen que, porque se hallan fuera de su esfera de poder, son debidos al azar.

El grado mayor o menor de certidumbre en la previsión de la cualidad y cantidad del producto que puede conseguir el hombre en virtud de la posesión de los bienes de orden superior necesarios para su producción depende del mayor o menor conocimiento de los elementos del proceso que tienen conexión causal con la producción de aquellos bienes y del mayor o menor sometimiento de los mismos a la capacidad de disposición del hombre. El grado de incertidumbre en las dos perspectivas antes mencionadas está condicionado por los factores contrarios. Cuanto más numerosos sean los elementos desconocidos por nosotros que intervienen en el proceso causal de la producción de bienes o que, aunque conocidos, escapan a nuestro control, es decir, cuanto mayor sea el número de dichos elementos que no poseen la cualidad de bien, tanto mayor es también la incertidumbre del hombre sobre la calidad y la cantidad del producto de todo el proceso causal, esto es, de los bienes correspondientes del orden inferior.

Esta incertidumbre es uno de los elementos más esenciales de la inseguridad económica de los hombres. Tal como se verá en las líneas que siguen, tiene una gran importancia práctica para la economía humana.

§ 5.—SOBRE LAS CAUSAS DEL CRECIENTE BIENESTAR DE LOS HOMBRES

“El enorme aumento de la capacidad productiva laboral”, dice Adam Smith, “y el crecimiento de la habilidad, destreza y comprensión con que por doquier se dirigen o se llevan a cabo las tareas parece ser resultado de la división del trabajo” [5]. Y el mismo autor: “El gran aumento de los productos introducido por la división del trabajo en las más diversas industrias produce en una sociedad bien regida aquel bienestar que se extiende hasta las capas más humildes de la población” [6].

Así pues, Adam Smith hacía de la creciente división del trabajo el punto cardinal del progreso económico de los hombres, de total acuerdo con la destacada importancia que asignaba al elemento laboral en la economía humana. Creo, sin embargo, que este destacado investigador, cuya opinión estamos citando, en su capítulo sobre la división del trabajo ha puesto de relieve sólo una de las causas del creciente bienestar de los hombres y que han escapado a su observación otras no menos eficaces.

Imaginemos, por ejemplo, que una tribu australiana distribuye entre sus miembros su trabajo de ocupación de la manera más adecuada posible, y según el principio de a división del trabajo. Una parte se dedica a la caza; otra, a la pesca; otros se ocupan exclusivamente de las plantas que crecen de forma espontánea. De las mujeres, una parte se dedica únicamente a la preparación de los alimentos; otras, a la confección de piezas de vestido. Llevemos con nuestra imaginación esta división del trabajo de este pueblo aún más lejos, de suerte que todas las instituciones especiales sean también dirigidas por funcionarios especiales y preguntémonos si tan acusada división del trabajo tendrá el efecto multiplicador sobre los medios de disfrute a disposición de los miembros de la tribu que Adam Smith describe como resultado de la división del trabajo. Es evidente que este pueblo, como cualquier otro en las mismas circunstancias, conseguirá su anterior eficacia laboral con menor esfuerzo que antes y que, con el mismo esfuerzo, alcanzará mejores rendimientos. Es decir, mejorará su situación siempre que sea de hecho posible organizar de forma más racional y eficaz su trabajo de ocupación. Pero no es menos cierto que esta mejora será muy diferente de la que podemos observar en los pueblos de economía desarrollada. Si, por el contrario, un pueblo decide desbordar el ámbito de una actividad exclusivamente de ocupación, es decir, de simple acumulación de los bienes del orden inferior (en los estadios más rudos de la civilización, casi siempre bienes del primer orden y unos pocos del segundo) para pasar a los bienes del tercero, del cuarto y de otros órdenes superiores, sigue conquistando órdenes cada vez más elevados en su búsqueda de bienes encaminados a la satisfacción de sus necesidades, podremos comprobar, sobre todo cuando se da una razonable y lógica división del trabajo, aquel progreso en su bienestar que Smith atribuye exclusivamente esta última circunstancia.

Veremos entonces que el cazador que perseguía a la pieza con un garrote se transforma en cazador armado de arco y redes, en ganadero y, con una ulterior secuencia hacia formas cada vez más intensivas de esta última actividad, veremos que aquellos hombres que vivían de las plantas que crecían en estado salvaje pasan a formas cada vez más intensivas de agricultura, que surgen los tejidos, perfeccionados por el empleo de herramientas, y que, en íntima conexión con todo ello, se multiplica también el bienestar de este pueblo.

Cuanto más avanzan los hombres en esta dirección, más se diversifican las clases de bienes y, por consiguiente, más diversas son las funciones y más necesaria y, al mismo tiempo, más económica la creciente división del trabajo. No es, con todo, menos claro que la creciente multiplicación y diversificación de los medios de que puede gozar el hombre no es el efecto exclusivo de esta última circunstancia y que ni siquiera puede afirmarse que ésta sea la causa más importante del progreso económico humano, sino que, dicho con exactitud, sólo puede concebírsele como un factor de aquellas grandes repercusiones que llevan al género humano desde la rudeza y la miseria a la cultura y el bienestar.

No es, llegados aquí, tarea difícil explicar la creciente eficacia que la progresiva utilización de bienes de órdenes superiores tiene sobre los alimentos (bienes del primer orden) de que puede disfrutar el hombre.

La forma más ruda de economía de ocupación se limita a la recolección de los bienes del orden ínfimo que la naturaleza ofrece espontáneamente. Los hombres en cuanto sujetos económicos, no ejercen ninguna influencia en la producción de los mismos. Su nacimiento y desarrollo no depende ni de la voluntad ni de la necesidad humana. Son accidentales, bienes al servicio del hombre sólo por azar. Pero si los hombres abandonan esta forma ruda de economía, si exploran las cosas a través de cuya conexión dentro del proceso causal surgen los productos alimenticios y se apoderan de ellos, lo que equivale a transformarlos en bienes de un orden superior, entonces estos alimentos aparecen, al igual que antes, en virtud de la ley de la causalidad, pero ahora ya no son casuales, accidentales, respecto de los deseos y las necesidades de los hombres, sino que constituyen un proceso sujeto al poder humano, regido a tenor de los objetivos humanos, aunque siempre dentro de los límites puestos por las leyes naturales. Los alimentos, que antes eran el producto de la coincidencia casual de las condiciones precisas para su nacimiento y desarrollo, son ahora, en la medida en que el hombre conoce y domina estas condiciones, y dentro siempre de los límites trazados por las leyes naturales, un producto de su voluntad. Las cantidades de que los hombres disponen no tienen más límites que los de su comprensión de la conexión causal de las cosas y la amplitud de su dominio sobre las mismas. Así pues, el creciente conocimiento de las interconexiones causales de las cosas con su propio bienestar y el progresivo dominio de las condiciones cada vez más remotas de las mismas han elevado a los hombres del estado de rudeza y de la más profunda miseria al estadio actual de cultura y bienestar, han permitido que amplias zonas hasta hace poco habitadas por pocos hombres, que arrastraban además una vida trabajosa y miserable, se conviertan en tierras de cultivo densamente pobladas. Nada más Cierto que la afirmación de que también en el futuro el progreso económico del hombre no tendrá otro límite que el de los progresos antes mencionados.

§ 6.—LA POSESIÓN DE BIENES

El hombre tiene múltiples necesidades. Ni su vida ni su bienestar están asegurados si sólo dispone de los medios para la satisfacción de alguna de dichas necesidades, aunque éstas queden abundantemente cubiertas. Por consiguiente, el modo y manera como los hombres satisfacen sus necesidades apunta, para que esta satisfacción sea perfecta, a una diversidad que, considerada en su conjunto, es poco menos que ilimitada. De donde se deduce que es punto menos que imprescindible una cierta armonía en la satisfacción de las mismas, incluso para la conservación de su vida y de su bienestar. El uno puede vivir en palacios y consumir los más exquisitos manjares y vestirse con los más preciosos vestidos, mientras que otro puede buscar en el oscuro rincón de una miserable cabaña el lugar donde pasar la noche, alimentarse de las sobras y cubrirse de harapos, pero los dos tendrán que esforzarse por satisfacer su necesidad de vivienda, alimentos y vestido. Es, en efecto, absolutamente claro que ni siquiera la más completa satisfacción de una sola necesidad puede mantener nuestra vida y nuestro bienestar.

En este sentido, puede decirse con razón que la totalidad de los bienes de que dispone un sujeto, en cuanto agente económico, están mutuamente condicionados en su cualidad de bien, porque ninguno de ellos puede, por sí solo, alcanzar el objetivo total a que sirven todos ellos, es decir, la conservación de nuestra vida y nuestro bienestar. Esto sólo puede hacerlo en unión con los restantes bienes.

En una economía aislada, o allí donde el intercambio entre los hombres es muy pequeño, esta conexión y correlación de los bienes requeridos para el mantenimiento de la vida y del bienestar de los hombres se manifiesta también en la totalidad de los bienes de que dispone cada uno de los individuos en cuanto agentes económicos. La armonía con que se esfuerzan por satisfacer sus necesidades se refleja asimismo en los bienes que poseen [7]. En altas culturas, y sobre todo en nuestras desarrolladas relaciones de intercambio, en las que la posesión de una cantidad suficiente de cualquier bien económico pone en nuestras manos las correspondientes cantidades de los restantes, es a primera vista algo confuso el cuadro antes descrito respecto de la economía de cada individuo concreto. Pero el hecho aparece en su total claridad cuando consideramos la economía nacional.

Vemos por doquier que no son los bienes aislados, sino la totalidad de bienes de las más diferentes especies la que sirve a los objetivos del hombre económico. Una totalidad de bienes, puesta a disposición de los individuos bien de forma directa, como en las economías aisladas, bien, como ocurre en nuestras circunstancias altamente evolucionadas, en parte de forma directa y en parte indirectamente. Sólo gracias a esta totalidad se alcanza el objetivo que nosotros llamamos garantía frente a la necesidad y, en una secuencia más amplia, seguridad de la vida y del bienestar humanos.

A la totalidad de los bienes de que dispone un individuo para la satisfacción de sus necesidades lo designamos cómo su posesión de bienes. No se presenta, pues, ante nosotros como una cantidad de bienes caprichosamente acumulada, sino como el reflejo de sus necesidades, como un todo articulado, que no puede ser aumentado o disminuido de forma sustancial sin que se vea comprometida la realización del objetivo total.
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[1] Aristóteles (Polit., I, 3) llama “bienes” a los medios que sirven para la vida y el bienestar de los hombres. El punto de vista fundamentalmente ético bajo el que la Antigüedad contemplaba las situaciones y circunstancias existenciales se advierte también, por lo demás, en las opiniones de la mayoría de los antiguos sobre la esencia de la utilidad o, respectivamente, de los bienes. Lo mismo cabe decir del punto de vista religioso de los escritores medievales, “Nihil utile, nisi quod ad vitae illius eternae prosit gratiam”, dice San Ambrosio. Todavía Thomassin, cuyas opiniones económicas seguían moviéndose en el círculo del pensamiento medieval, escribía en 1697, en su Traité de negoce (pág. 22): “L’utilité même se mesure par les considérations de la vie eternelle.” Entre los modernos, Forbonnais define los bienes (biens): “Les proprietés, qui ne rendent pas une production annuelle, telles que les meubles precieux, les fruits destinées à la consommation” (Principes écononomiques, 1767, capítulo I, pág. 174 y sigs., ed. Daire). Contrapone, pues, los bienes a las richesses (bienes de los que se espera una renta o un rendimiento). Lo mismo hace, aunque desde otra perspectiva, Dupont (Physiocratie, pág. CXVIII). El uso de la palabra “bien” en el sentido especifico en que la entiende la ciencia contemporánea se encuentra ya en Le Trosne (De l’intêret social, 1777, capítulo I, § 1), quien contrapone las necesidades a los medios que sirven para satisfacerlas y llama a estos últimos “bienes” (biens).

Cf. también Necker, Legislation et commerce des grains, 1775, parte I, cap. IV. Say (Cours d’économie politique, 1828, I, pág. 132) llama “bienes” (biens) a “les moyens que nous avons de satisfaire nos besoins”. El desarrollo experimentado por la teoría del bien en Alemania se advierte en lo siguiente: Definen el concepto de bien: Soden (Nationalökonomie, 1805, I, § 43): = medios de subsistencia; H. L. von Jacob (Grundsätze der Nationalökonomie, 1806, § 23): “Todo cuanto sirve para la satisfacción de las necesidades humanas”; Hufeland (Neue Grundlegung der Staatswissenschaft, 1807, § 1): “Todo medio para el fin de un hombre”; Storch (Cours d’économie politique, 1815, I, pág. 56 ss.) dice: “L’arrêt que notre jugement porte sur l’utilité des choses... en fait des biens.” Sobre esta base define Fulda (Kammeralwissenchaften, 1816, pág. 2, edición 1820): “Bien’ = Toda cosa que el hombre reconoce como medio para la satisfacción de sus necesidades” (cf. también ya Hufeland, op. cit. § 5). Roscher (System, I, § 1): “Todo aquello que es reconocido como utilizable para la satisfacción de una verdadera necesidad humana.”

[2] De lo expuesto se desprende que la cualidad de bien no es algo intrínseco de los bienes mismos, es decir, que no es una propiedad de los bienes, sino que se nos presenta únicamente como una relación que algunas cosas tienen con los hombres. Si esta relación desaparece, aquellas cosas dejan automáticamente de ser bienes.

[3] Ya Aristóteles (De anima, III, 10) distingue entre bienes verdaderos y bienes ficticios o imaginarios, según que la satisfacción sea guiada por una reflexión racional o sea irracional.

[4] Schäffle, Theorie der ausschliessenden VerhäItnisse 1867, pág. 2. Cf. Steuart, Principles of polit. economy, Basil 1796, II, pág. 128 ss., donde divide ya a los bienes en cosas, servicios personales y derechos. Entre estos últimos enumera también (pág. 141) los privilegios que pueden venderse y comprarse. Say cita entre los bienes (biens) los despachos de los abogados, la clientela de un comerciante, las empresas periodísticas e incluso la fama de un jefe militar, etc. (Cours complet III, pág. 219, 1828; Hermann (Staatswirtschafliche Untersuchungen 1832, págs. 2, 3, 7, 289) incluye bajo el concepto de bienes exteriores un gran número de circunstancias y situaciones existenciales (relaciones de amistad, de amor, de familia, de profesión, etc.) y las contrapone a los bienes objetivos y a los servicios personales como una categoría especial de bienes. Roscher (System, I, § 3) pone también al Estado en la lista de estas “relaciones”, mientras que Schäffle limita el concepto de relación” a “las rentas transmisibles, conseguidas exclusivamente mediante posesión privada de las ventas y eliminación de la competencia” (op. cit., pág. 12). Aquí, el concepto de “rentas” debe entenderse en el sentido peculiar que le da este autor (Das gesellschaftliche System der menslichen Wirtschaft, 1867, pág. 192 y siguientes). Cf. también Soden (Nationalökonomie, I, § 26 y ss.) y Hufeland (Neue Grundleg., I. pág. 30 de la edición de 1815).

[5] WeaIth of. Nat., 1, cap. 1. Basil, 1801, tomo I, pág. 6.

[6] Ibidem, pág. 11 y ss.

[7] Cf. STEIN, Lehrbuch, pág. 36 y ss.

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