Xavier Sala-i-Martín
Mientras unos nos entristecemos porque nuestro equipo ha perdido el campeonato o la lluvia no nos deja ir a la playa este fin de semana, setecientos millones de personas viven en condiciones infrahumanas, enfermos, sin comida y, lo que es peor, sin esperanza. Son los más pobres entre los pobres, y se concentran en países geográficamente cálidos y tropicales. Y es, precisamente, la geografía la que explica una parte de sus muchos problemas: al tener un clima distinto, estos países se enfrentan a problemas radicalmente diferentes por lo que no pueden limitarse a “copiar” lo que hacemos los ricos.
Un ejemplo iluminador nos lo da el problema de la salud. La malaria, la tuberculosis y las variantes africanas del SIDA matan anualmente a cinco millones de personas. Poblados enteros son barridos anualmente por estas tres enfermedades ante la indiferencia de la comunidad internacional. Además de la tragedia humana, las consecuencias económicas de todo ello son devastadoras. El SIDA mata a los trabajadores más jóvenes y productivos. La reducida esperanza de vida (que no llega a los 50 años) elimina los incentivos a la educación. En países como Etiopía, las tierras fértiles con agua abundante no son utilizadas al estar plagadas de mosquitos que transmiten la malaria, lo que obliga a la gente a emigrar a zonas más áridas y, cuando hay una sequía como la de este año, los muertos de hambre se cuentan por millones.
A pesar de la gravedad de la situación, los recursos dedicados a desarrollar vacunas o curas para estas tres enfermedades son prácticamente nulos: entre 1975 y 1997 se han patentado en el mundo 1233 productos farmacéuticos, de los cuales solamente 13 eran para enfermedades tropicales.
¿Por qué no se hace investigación sobre un problema que afecta a tanta gente? Una explicación es que estos países no se pueden aprovechar de tecnologías desarrolladas por y para los ricos (en Europa y Estados Unidos no hay malaria, casi no hay tuberculosis y las variantes del SIDA que nos afectan son distintas). Por otro lado, los potenciales “clientes” de dichos medicamentos son muy pobres y, aunque se acabase descubriendo una vacuna, no podrían pagar el precio de compra. Finalmente, la industria farmacéutica sabe que, si acaba encontrando la vacuna contra la malaria, va a recibir fuertes presiones internacionales por parte de las ONGs para que las “regalen”. Antes de enfrentarse a una situación que les resultaría ruinosa, dichas empresas prefieren dedicar sus recursos científicos a solucionar los problemas médicos de los ricos, como la disfunción eréctil, con lo que la Viagra se inventa antes que la vacuna contra la malaria...y los africanos siguen muriendo miserablemente.
El profesor Michael Kremer, de la Universidad de Harvard, ha propuesto una simple fórmula para solucionar todo este problema. Se trataría de que los gobiernos de los países ricos se comprometieran a comprar un determinado número de vacunas a precio de mercado para luego regalarlas a los países pobres. Esto daría los incentivos necesarios a las multinacionales farmacéuticas para que hicieran I+D en malaria o tuberculosis, ya que el comprador sería un país rico, con lo que las presiones políticas una vez inventada la vacuna serían menores o nulas. Esta solución también permitiría a los pobres acceder a vacunas a precios reducidos o gratis, a la vez que garantizaría al país donante que no debería desembolsar ni una peseta si antes no hay resultados médicos. Otra ventaja es que, al donarse vacunas y no dinero, se evitaría el problema principal que tienen las donaciones monetarias y es que los gobiernos de muchos de los países receptores se tienden a gastar lo recibido en comprar armamento cosa que no hace más que empeorar la situación. En este sentido, Etiopía vuelve a ser un trágico ejemplo de esta perversa utilización de recursos, al reemprender su absurda guerra con Eritrea, justo cuando millones de sus ciudadanos mueren de hambre en la árida frontera somalí.
Los problemas que se podrían solucionar con esta estrategia no se limitan al campo de la sanidad. Por ejemplo, una de las autoridades en biotecnología africana, Calestous Juma, afirma que existen docenas de plantas que se podrían modificar genéticamente para que fueran más resistentes a las sequías y las constantes inundaciones que caracterizan la climatología tropical. Los países ricos podrían, pues, incentivar este tipo de investigación a base de comprar el producto final. Sería una primera contribución a la eliminación de las hambrunas que tan a menudo plagan el continente negro.
En Estados Unidos ya se han hecho los primeros pasos. El presidente Clinton acaba de proponer al congreso la aprobación de una partida de 180.000 millones de pesetas con el objetivo de comprar vacunas para países pobres. El presidente del Banco Mundial, James Wolfesohn, habla de donar una cantidad similar. El gobierno español podría convertirse en el líder europeo de ayuda humanitaria y comprometerse a comprar a la empresa biotecnológica que la invente, unos miles de toneladas de semillas de algún cereal que tenga elevada productividad en un entorno árido, semillas que luego serían donadas a países tropicales pobres para que las utilizaran en sus cosechas. El gobierno español ganaría en imagen, no desembolsaría ni un duro si no hubiera resultados, y si los hubiera, se podrían aprovechar también en las zonas más áridas de España.