G. EL CAPITALISMO DEL SIGLO XIX EN CHILE: CONSOLIDACIÓN DEL SUBDESARROLLO
3. La revolución industrial frustrada: Balmaceda y el salitre
El siguiente período fue decisivo para la firma consolidación de esta tendencia al subdesarrollo en la estructura social, económica y política de Chile. Decisivo por así decirlo, claro está. Porque las semillas del subdesarrollo estructural habían sido sembradas por la Conquista misma y por la estructura económica internacional, nacional y local a la que el pueblo de esta nación, potencialmente rica en otros sentidos, fue por consiguiente incorporado. Decisivo sólo por el hecho de que los acontecimientos posteriores marcaron lo que quizás ha sido el más espectacular intento de dasarraigar el árbol del subdesarrollo y plantar en su lugar el del desarrollo. Por otra parte, este intento, vinculado al nombre del presidente Balmaceda, fue menos decisivo de lo que sugieren escritores como Pinto, Nolff, Ramírez y otros. Si fracasó después de todo —y fracasó de modo espectacular— fue sólo porque sus posibilidades de éxito habían sido perjudicadas por las mismas circunstancias que en los tres siglos anteriores habían originado ya fracasos similares, aunque tal vez menos divulgados. Las raíces del subdesarrollo estaban demasiado profunda y firmemente adentradas en la estructura, la organización y el funcionamiento del sistema económico del que Chile ha sido parte desde sus principios hasta hoy.
Investigadores como Jobet, Pinto, Ramírez, Nolff y Vera, unas veces explícitamente, otras implícitamente, explican la frustración del desarrollo en la era de Balmaceda atribuyéndola a la infortunada concatenación de una serie de circunstancias más o menos especiales. Esta explicación sería aceptable si como esos mismos autores sostienen, Chile hubiera sido un país cerrado, "recluso", autárquico o feudal hasta la segunda mitad del siglo XIX (Jobet), o la primera mitad de la misma centuria (Pinto y Nolff) o, al menos, hasta el siglo XVIII (Ramírez), y tardíamente hubiera tratado de saltar de la autarquía al "desarrollo hacia afuera" en vez de "hacia adentro". La verdad lisa y llana de la historia y de la estructura económica de Chile es que este país ha sido una economía satélite abierta, capitalista y dependiente desde el principio; dicho de otro modo, las raíces de su subdesarrollo son muy profundas, están en la estructura del capitalismo y no en el feudalismo o el desarrollo "hacia afuera" o en una combinación de los dos últimos. Por consiguiente si Chile ha de pasar del subdesarrollo al desarrollo, su transformación estructural tendrá que ser mucho más honda que el mero cambio del desarrollo capitalista hacia afuera por el desarrollo capitalista hacia adentro.
Algunos de los que vivían en Chile en la segunda mitad del siglo XIX discernieron, después de todo, la tendencia a un desarrollo cada vez más profundo, y algunos de ellos intentaron frenarla. La nueva Sociedad de Fomento Fabril, en su prospecto inaugural, puso muy altas sus miras y las de Chile —aunque pudiera pensarse que no sin razón— en 1883.
Chile puede y debe ser industrial. Probar esta idea hasta la evidencia, establecerla como máxima de todos, pueblo y gobierno, pobres y ricos, llegar a hacer de ellos el punto de mira y el solo objetivo racional de los hombres laboriosos y de los acaudalados capitalistas... Debe ser industrial por su agricultura; porque la feracidad de las tierras de todo el valle central reclama cultivos más ricos... y en mucho mayor escala que lo que hasta ahora se hace. Y porque nuestro país, reducido en su extensión, comparativamente con otros que ya son productores de trigo, se verá obligado en algunos años más, y por fuerza, a abandonar la exportación de este articulo... Debe ser industrial por su minería, porque su verdadera riqueza consiste no en reventones o veras de plata y cobre con centenares de marcos en su ley, sino en sus montañas de metales pobres que ofrecen ganancia segura y verdadera por largos años al industrial inteligente... Debe ser industrial por las condiciones de su raza, inteligente y fuerte, apta para comprender y dirigir cualquier maquinaria a poco que se le enseñe y capaz de repetir cualquier trabajo con sólo enconmendarlo a su proverbial entusiasmo y buena voluntad... Debe ser industrial porque tiene los elementos para serlo: posee las substancias minerales de más alta importancia en abundancia extraordinaria: el cobre, el fierro, el carbón de piedra, el salitre y el azufre, y con ellos el ácido sulfúrico y todos los productos químicos que la industria necesita para su establecimiento y desarrollo; tiene los elementos vegetales, maderas de todo género, lino, cáñamo de primera clase... y cuenta con productos animales, pieles, lanas y seda que pueden fabricar los más delicados trajes y tejidos. Sin que nada justifique que tan ricos y variados productos salgan de nuestro suelo a recibir en otra parte su elaboración definitiva y vuelvan en seguida a nuestro país a ser vendidos por precios que nos arrebatan mucho más que la ganancia de venta del articulo primo. Debe ser industrial, porque en conformación geográfica posee una fuerza de trabajo de un valor inmenso, que puede aprovecharse en todas las industrias hasta llegar a una producción más barata que la de todos los demás países. Esta fuerza es la corriente de los ríos, los que en el curso de la cordillera al mar se prestan por su declive a formar millones de caídas de agua que son otros tantos motores y fuentes de riqueza para el país.
Y para terminar, Chile debe ser industrial, porque es el estado a que lo lleva su natural evolución de pueblo democrático y porque sólo dedicando sus fuerzas a la industria llegará a poseer la base estable del equilibrio social y político de que disfrutan las naciones más adelantadas, llegará a tener clase media y pueblo ilustrado y laborioso, y con ello porvenir de paz de engrandecimiento para muchas generaciones... (Prospecto de la Sociedad de Fomento Fabril, 1883, citado por Ramírez, 1958: 149).
La verdad es que en el período 1830-1930 la agricultura chilena tuvo todo a su favor: mercados externos, divisas para tecnificarse, crédito abundante, "tranquilidad social", pleno liberalismo en la política oficial, protección de los gobiernos.... hasta desvalorización monetaria para aliviar sus deudas. Y, sin embargo, en lugar de prosperar fue retrogradando. Con alguna razón... (Pinto, 1962: 84).
¡Qué amarga ironía que literalmente lo mismo pueda decirse y se diga hoy, todavía con igual justificación! ¿Qué ocurrió?
La Guerra del Pacífico proporcionó enormes riquezas a Chile con las provincias septentrionales antes peruanas y bolivianas, que contenían los mayores depósitos de salitre —y los únicos— que el mundo conocía. El salitre, antes del posterior descubrimiento de un sustituto sintético, constituía, con el guano peruano y chileno, el principal fertilizante comercial del mundo. Las minas de salitre se habían abierto con capital peruano y chileno y eran trabajadas en gran parte por obreros chilenos, y por el control de ellas, esencialmente, se rompieron las hostilidades. Chile ganó la guerra y las minas, pero las consecuencias de su victoria fueron desastrosas. Porque la victoria aumentó el interés en Chile de una potencia metropolitana cuya participación en los asuntos económicos y políticos chilenos condenó al país aún más a la ruina del subdesarrollo.
Con anterioridad a la Guerra del Pacifico, la industria salitrera había comenzado a desarrollarse gracias a la energía de empresarios peruanos y chilenos; además, actuaron en ellos algunos ciudadanos británicos y de otras nacionalidades. Los capitales que se empleaban, provenían en su totalidad de los centros financieros de Perú y Chile, el que llegaba hasta la región por las vías del crédito o de la inversión. Esto es significativo y debe subrayarse: Terapacá no recibió inversión de capitales ingleses, en el nacimiento, promoción y desarrollo inicial de la industria salitrera, los ingleses no tuvieron ninguna participación importante. (Ramírez, 1960: 114).
El capital inglés-norteamericano representaba el 13% de la industria, y el peruano-chileno el 67%; el 20% restante pertenecía a extranjeros económicamente nacionalizados. (Encina, citado por Pinto, 1962: 55).
Los bonos y certificados entregados por el gobierno peruano en pago de las plantas, que habían perdido casi todo su valor (a causa de y durante la guerra), de repente comenzaron a ser solicitados por "compradores misteriosos... que pagaron por ellos 10 y hasta 20% de su valor nominal, en soles depreciados" al consumarse la decisión del gobierno chileno (de honorar los bonos peruanos), los nuevos tenedores pasaron a ser los dueños de la parte más valiosa de la industria. Figura central en este drama tan absurdo como sospechoso fue el casi legendario Mr. John T. North, quien, para colmo de ironías, realizó la fantástica especulación que lo convirtió en "rey del salitre" con capitales chilenos provistos por el Banco de Valparaíso. Esta institución y "otros prestamistas chilenos facilitaron a North y sus asociados $ 6.000.000 para acaparar los certificados salitreros y los ferrocarriles de Tarapacá". El proceso de desnacionalización fue rápido y se extendió, cosa curiosa, hasta el punto de reducir la parte de la industria que controlaron los chilenos antes del conflicto, según Encina... el 10 de agosto de 1884, el capital peruano había desaparecido; el chileno estaba reducido al 36%; el inglés montaba a 34%, y el capital europeo no nacionalizado 30%. (Pinto, 1962:55, citando también a Encina).
Los ingleses no tardaron en eliminar una proporción todavía mayor del capital chileno:
El ex ministro Aldunate, que tuvo un papel importante en la decisión gubernativa, que abría paso a la entrega del nitrato, reflexionaba melancólicamente más tarde, en 1893: "Por desgracia, y en fuerza de una combinación de circunstancias que sería largo de recordar, la industria salitrera se halla íntegra y exclusivamente explotada y monopolizada por extranjeros. No hay un solo chileno que posea acciones en las suculentas empresas de ferrocarriles de Tarapacá... Los buques que conducen desde nuestros puertos a los centros del consumo las riquezas del litoral, son todos de extraña bandera. Es inglés todo el combustible que se emplea para el movimiento de las máquinas. Y para que el monopolio exótico de estas industrias sea completo, son también extranjeros todos los agentes intermediarios entre productores y consumidores, y en sus manos quedan íntegramente también las utilidades comerciales de la industria". (Pinto; 1962: 55-56).
No obstante, El Ferrocarril, cuya política económica no era ya la de 1868, sostenía el 28 de marzo de 1889:
"Las riquezas acumuladas por los extranjeros no deben inspirar recelos, porque son legítimos frutos de su actividad, trabajo e inteligencia, y sirven también al país que suelen dar a nuevas industrias, lo que desarrolla mayor consumo de productos nacionales y beneficia a nuestros esforzados trabajadores... Hay universal convencimiento en que las futuras bases de la prosperidad nacional deben buscarse en el desarrollo industrial a que se presta admirablemente nuestro país por la abundancia y variedad de sus productos naturales, y nadie podrá negar que en esta vía nos es indispensable la cooperación extranjera, ya sea con sus capitales, ya con su experiencia y conocimientos. Quien ama de veras la patria, no debe hostilizar entonces a los factores de su grandeza". (Ramírez, 1958: 102).
Para cualquier lector objetivo de un país actualmente subdesarrollado, en América Latina o en otra parle, tal experiencia de la "contribución" del capital extranjero y de sus apologistas interiores y foráneos no será, sin duda, una sorpresa. Porque la misma realidad y la misma fábula son todavía parte cabal de su diaria existencia. Lo mismo han experimentado los ferrocarriles de la Argentina y Guatemala, los servicios públicos de Chile y el Brasil, las minas, tierras y fábricas en los países subdesarrollados de todas partes. ¡Cuánto fraude y saqueo constantes se han perpetrado al amparo de las nobles palabras "inversión y ayuda del exterior"! (Véase capitulo V y Frank, 1963a y 1964b).
Aunque El Ferrocarril alegaba que era "universal" la convicción de que Chile prosperaría por el camino de sus relaciones económicas con el extranjero, y que "nadie podía negar que la cooperación extranjera era, por tanto, indispensable", no todos convenían en ello, como el mismo periódico sabía demasiado bien (y por eso escribió como lo hizo), sobre todo el recién electo presidente Balmaceda. En el discurso en que aceptó su designación como candidato a la Presidencia, el 17 de enero de 1886, Balmaceda proclamó su filosofía y programa económicos:
El sistema tributario exige una revisión y práctica que guarde armonía con el igual repartimiento de las cargas públicas prescritas en la Constitución. El cuadro económico de los últimos años prueba que dentro del justo equilibrio de los gastos y las rentas, se puede y se debe emprender obras nacionales reproductivas que alientan muy especialmente la hacienda pública y la industria nacional. Si a ejemplo de Washington y de la gran República del Norte, preferimos consumir la producción nacional, aunque no sea tan perfecta y acabada como la extranjera; si el agricultor, el minero y el fabricante construyen útiles o sus máquinas de posible construcción chilena en las maestranzas del país; si ensanchamos y hacemos más variada la producción de la materia prima, la elaboramos y transformamos en substancias u objetos útiles para la vida o la comodidad personal; si ennoblecemos el trabajo industrial aumentando los salarios en proporción a la mayor inteligencia de aplicación por la clase obrera; si el estado, conservando el nivel de sus rentas y de sus gastos, dedica una porción de su riqueza a la protección de la industria nacional sosteniéndola y alimentándola en sus primeras pruebas; si hacemos concurrir al estado con su capital y sus leyes económicas, y concurrimos todos, individual o colectivamente, a producir más y mejor, y a consumir lo que producimos, una savia más fecunda circulará por el organismo industrial de la república y un mayor grado de riqueza y bienestar nos dará la posesión de este bien supremo de pueblo trabajador y honrado: vivir y vestirnos por nosotros mismos. A la idea de industria nacional está asociada la de inmigración industrial y la de construir, por el trabajo especial y mejor remunerado, el hogar de una clase numerosa de nuestro pueblo, que no es el hombre de la ciudad, ni el inquilino, clase trabajadora que vaga en el territorio, que presta su brazo a las grandes construcciones, pero que en épocas de posibles agitaciones sociales, puede remover intensamente la tranquilidad de los espíritus. (Ramírez, 1958: 111-112).
Ramírez resume como sigue la política salitrera y otros programas económicos de Balmaceda:
Romper el monopolio que los capitalistas ingleses ejercían en Tarapacá, como una manera de impedir que aquella región fuera "convertida en una simple factoría extranjera".
Estimular la formación de compañías salitreras nacionales, cuyas acciones fueran intransferibles a ciudadanos o empresas extranjeras. De este modo, junto con neutralizarse la preponderancia británica, se lograba "radicar en Chile al menos una parte de los cuantiosos provechos de la industria salitrera".
Impedir el mayor desarrollo de las empresas extranjeras, aunque sin obstaculizar las actividades que ya realizaban.
Fomentar la producción del salitre mediante el empleo de medios técnicos más perfeccionados, la apertura de nuevos mercados y el abaratamiento de los fletes marítimos y terrestres. Estos sanos y previsores propósitos, no alcanzaron a materializarse. (Ramírez, 1958: 98).
Ramírez examina, además, los diligentes programas económicos de Balmaceda para las categorías siguientes: obras públicas, ferrocarriles, carreteras, salud pública, política financiera, fiscal, agrícola, minera, industrial y docente; administración pública planificación y descentralización de la economía. (Ramírez, 1958: 114-160).
Los conservadores y la Iglesia parecen haber reconocido algunos de los méritos de Balmaceda, lo que no quiere decir que les gustaran. El periódico que hablaba por ellos, El Estandarte Católico, escribió como sigue, el 4 de junio de 1889, en un artículo atrayentemente titulado "Antes lo necesario que lo conveniente":
El señor Balmaceda está empeñado en adquirir para su nombre la gloria de haber cruzado el país a lo largo y a lo ancho de caminos de hierro, de haber levantado palacios para la instrucción, aumentado el material de la marina y el ejército, abierto puertos y construido diques; en suma, haber dado impulso vigoroso al progreso industrial y material. Pero en esta prodigalidad espléndida para todo lo que brilla, en este reparto fastuoso de millones de obras de mera utilidad y dudosa conveniencia, no ha reservado ni un maravedí para mejorar la situación económica del país, para aliviar al pueblo de la carga abrumadora de los impuestos, para acelerar la conversión metálica, para procurar-el bienestar general con la disminución de miseria. (Ramírez, 1958: 117).
La diferencia exacta entre "lo necesario" y "lo conveniente" -esto es, ¿necesario para el "bien general" de quién, y alivio de los impuestos para qué parte "del pueblo?-- nos es revelada por otros dos artículos de fondo aparecido en otros periódicos en la misma primavera de 1889:
Alza de jornales, con motivo de los innumerables obras públicas que se construyen en la actualidad en toda la república, los jornales han subido desde un año a esta parte de un modo digno de ser notado por nuestros economistas. A los peones, a quienes antes se les pagaba sesenta centavos por día, sin ración, se le abona en los edificios de construcción noventa centavos y se les da una ración que equivale a veintiséis centavos al día. (Ramírez, 1958: 115, de La Tribuna, 20 de abril de 1889).
El mal aumenta. A la escasez general de trabajadores y ya subido jornal, pésimo estado de viñas y mala calidad de los productos en general, se agrega ahora el subido precio con que la empresa del ferrocarril Clark se está atrayendo a la mayor parte de los peones. Los vinicultores se ven hoy día en la imperiosa necesidad de pagar el mismo jornal de la empresa para poder concluir en debido tiempo sus cosechas. Muy conveniente sería que la empresa pusiera todo empeño en atraer de otros pueblos el resto de la peonada que necesita. (Ramírez, 1958: 116, de Ecos de los Andes, 18 de abril de 1889).
Esto disipa toda duda acerca de qué se consideraba "necesario" para quién e inmediatamente "conveniente" para qué parte del pueblo y, a la larga, para el desarrollo de la economía en general, también.
El presidente Balmaceda, de igual modo, estaba muy claro acerca de quién era quién y cuáles instituciones representaban a cuáles intereses y fuerzas.
El congreso es un haz de corrompidos; hay un grupo que trabaja el oro extranjero y que ha corrompido a muchas personas. Hay un hombre acaudalado que ha envilecido la prensa y ha envilecido los hombres. Las fuerzas parlamentarias han fluctuado entre vicios y ambiciones personales. El pueblo ha permanecido tranquilo y feliz, pero la oligarquía lo ha corrompido todo. (Ramírez, 1958: 201).
El Times de Londres no estaba menos informado o no era menos informativo.
El Partido Progresista está principalmente y primariamente compuesto de amigos de Inglaterra, y representa todos los elementos conservadores y adinerados, lo mismo que la inteligencia del país. (Times, 22 de junio de 1891, citado par Ramírez, 1958: 197).
Pocos meses después, ya movilizada la oposición a él, Balmaceda observó:
Estamos sufriendo uva revolución antidemocrática iniciada por una clase social centralizada y poco numerosa, y que se cree llamada por sus relaciones personales y su fortuna a ser agrupación directiva y predilecta en el gobierno... (Ramírez, 1958: 201).
La siempre presta alianza imperialista nacional de los intereses comerciales, financieros, mineros y agrícolas no tardó en movilizar sus fuerzas contra el presidente Balmaceda:
Cuando a fines del año 1890 y principios del 91 se preparaban algunos elementos para la guerra que tendría que sobrevenir, los señores Agustín Edwards y Eduardo Matte remitieron a don Joaquín Edwards, en Valparaíso, órdenes de pago por las sumas con que ellos contribuían para los gastos de los futuros acontecimientos (El Ferrocarril, 17 de enero de 1892, citado por Ramírez, 1958: 193).
Los gastos hechos en Europa durante los primeros meses de la revolución, en servicio de la causa del Congreso, fueron atendidos por nosotros con fondos del Banco A. Edwards y Cía. (Augusto Matte y Agustín Rosa, Memoria presentada a la Junta de Gobierno, citada por Ramírez, 1958: 194).
El Banco A. Edwards y Cía. sigue siendo hoy el más poderoso de Chile; pertenece a la familia de ese apellido, junto con otras muchas empresas comerciales, incluyendo el periódico más importante de Chile, El Mercurio, a través de cuyas páginas, como de sus muchas otras actividades, la familia Edwards declara hoy su lealtad suma al imperialismo yanqui. Ella y su banco financiaron todavía la coalición de los intereses políticos más reaccionarios en las memorables elecciones de 1964.
En la centuria pasada era el capital inglés (apropiado, pero no contribuido) el que predominaba en Chile. El ministro de los Estados Unidos en Santiago no tenía la menor duda de ello cuando el 17 de marzo de 1891 informaba al Departamento de Estado: "Puedo mencionar como un asunto de particular interés el hecho de que la revolución cuenta con la completa simpatía, y en muchos casos, con el activo apoyo de los residentes ingleses en Chile... Es sabido que muchas firmas inglesas han hecho liberales contribuciones al fondo revolucionario. Entre otros, es abiertamente reconocido por los dirigentes de la guerra civil que M. John Thomas North (a quien conocemos de antes como «el Rey del salitre») ha contribuido con la suma de 100.000 libras esterlinas". (Ramírez, 1958: 195). Eso era, indiscutiblemente, una gota en el mar comparado con lo que el Rey del Salitre ya se había agenciado en Chile. ¿Se puede dudar de que sus descendientes norteamericanos, que ponen sus nombres a minas de cobre y otras empresas que en justicia pertenecen a Chile, están "invirtiendo" hoy de otros modos en su propio futuro?
El Times de Londres resumía la situación el 28 de abril de 1891, como sigue:
Es evidente que la mayoría del Congreso y sus partidarios —con mucha anterioridad a diciembre— se habían formado la idea de que una ruptura con el Ejecutivo y una tentativa revolucionaria eran inevitables. Y con la influencia de casi todas las familias terratenientes, de los ricos elementos extranjeros y del clero, no hay que sorprenderse que estimaran fácil la caída del presidente. Además, habían conseguido el apoyo de la marina y creían contar con gran parte del ejército; por estas razones, no parecían dudar de que, al enarbolar la bandera revolucionaria, se daría la señal para que en todo el país se produjera un movimiento popular en su favor. Parte de estas previsiones se ha realizado. Las grandes familias, los grandes capitalistas nacionales y extranjeros, los mineros de Tarapacá, la flota y un pequeño número de desertores del ejército están con ellos. Pero la gran mayoría del pueblo chileno no ha mostrado signos de revuelta y Ios nueve décimos del ejército permanecen leales al gobierno establecido. (Ramírez, 1958: 191).
El gobierno del presidente Balmaceda cayó, en medio de una cruenta guerra civil, y el mismo presidente fue forzado a suicidarse. Los intereses económicos extranjeros y los gobiernos (el norteamericano no menos que el inglés) que los representaban no se habían cruzado de brazos. El cónsul inglés cablegrafió al Foreign Office en 1891: "En cambio de la mencionada activa asistencia contra las fuerzas revolucionarias, el gobierno de los Estados Unidos espera que Chile denunciara sus tratados con los países europeos y concluirá un tratado comercial con los Estados Unidos". (Ramírez, 1958: 229). El mismo año, el corresponsal en Chile del Times de Londres comunicó a la cancillería británica (no a su periódico) su temor de que "Sería una lástima que Chile, que hasta ahora ha sido en aquella costa el baluarte contra la interpretación de la Doctrina Monroe hecha por Blaine, llegar a ser «blainista» a pesar de nosotros". (Ramírez, 1958: 229).
Sólo dos años antes, en 1889, James G. Blaine, entonces secretario de Estado de los Estados Unidos, había convocado en Washington al Primer Congreso Panamericano, para crear la Unión Panamericana, cuyo edificio —y no digamos su política— se halla hoy en manos de su actual descendiente, la Organización de Estados Americanos. Por suerte para los ingleses, si no necesariamente para los chilenos, sus temores de que Chile se hiciera "blainiano a pesar de nosotros" eran todavía prematuros. Ese sueño vendría a asumir las proporciones de una pesadilla algo después.
Las consecuencias de los antedichos sucesos fueron resumidas en 1912 por Encina en su Nuestra inferioridad económica. Sus causas sus consecuencias:
El comerciante extranjero ahogó nuestra iniciativa comercial en el exterior; y dentro de la propia casa, nos eliminó del tráfico internacional... Igual cosa ha ocurrido en nuestras grandes industrias extractivas. El extranjero es dueño de las dos terceras partes de la producción de salitre, y continúa adquiriendo nuestros más valiosos yacimientos de cobre. La Marina Mercante Nacional... ha venido a menos y continúa cediendo el peso, aun dentro del cabotaje, al pabellón extranjero. Fuera del país tienen sus directorios la mayor parte de las compañías que hacen entre nosotros el negocio de seguros. Los bancos nacionales han cedido y siguen cediendo terreno a las agencias de los bancos extranjeros. A manos de extranjeros que residen lejos del país, van pasando en proporción creciente los bonos de las instituciones hipotecarias, las acciones de los bancos nacionales y otro valores de la misma naturaleza. (Ramírez, 1960: 257)
Ramírez, a su vez, resume las consecuencias para la economía chilena, destacando algunos de los rasgos que en nuestros días se consideran señales de "subdesarrollo": "1. Balanza de pagos desfavorable; 2. Dificultad para estabilizar el valor de la moneda y para abandonar el régimen de papel moneda (that is, in terms of our days, to restablish a hard currency); 3. Lenta capitalización del país, lo que obstruía el crecimiento de sus fuerzas productivas...; 4. Como consecuencia de lo anterior, la potencialidad económica de la República se debilitaba y se suscitaban agudos problemas económicos sociales que recaían con gran violencia sobre pequeños industriales, pequeños comerciantes y, particularmente, sobre la gran masa de asalariados." (1960: 249-250.) Esto es, la polarización interna metrópoli-satélite y entre las clases se acentuó, lo mismo que la polarización entre Chile y la metrópoli imperialista. Índice de esa polarización es el valor del peso chileno, que era de 39 5/8 peniques en 1878, 16 4/5 peniques en 1900 y 8 31/32 peniques en 1914. Hoy, naturalmente, el peso vale una pequeña fracción de penique.
Si Chile se desarrollaba o se subdesarrollaba es una duda resuelta por el ex ministro Luis Aldunate, quien escribió en 1893-1894: "El país se ha debilitado en sus fuerzas económicas, se ha empobrecido".