EL ORDEN ECONÓMICO NATURAL

EL ORDEN ECONÓMICO NATURAL

Silvio Gesell

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19. ¡Grandes esperanzas dan grande tranquilidad! (*)

(*) Bajo este título apareció como prólogo en la 3ª. edición, pero por su contenido constructivo he preferido ponerlo al final. (El editor).

El sistema económico del cual se trata en esta obra puede ser llamado natural por cuanto se ajusta a la naturaleza del hombre. No es, pues, un sistema que surge espontáneamente como producto de la naturaleza; semejante sistema no existe, puesto que el orden que nos damos es siempre un acto consciente y deliberado.

La prueba de que un sistema económico responde a la naturaleza del hombre nos la proporciona la contemplación de la evolución humana. Allí donde el hombre mejor prospera, allí será también más natural el orden económico. Es asunto de menor importancia averiguar si un tal sistema es, al propio tiempo, el más eficaz, desde el punto de vista técnico y estadístico. Es muy fácil concebir hoy un orden económico que acuse rendimientos técnicamente altos, aunque lleve al agotamiento físico del hombre. No obstante, puede tenerse por cierto que un sistema bajo el cual el hombre prospere ha de ser a la vez superior en cuanto a su eficiencia. Porque la obra humana sólo puede llegar a la cumbre junto con el hombre: "El hombre es la medida de todas las cosas" y por consiguiente lo es también de su economía.

Lo mismo que ocurre con todos los seres vivientes ocurre con el hombre; su prosperidad depende, en primer término, de que la selección se realice según las leyes naturales, pero éstas requieren la competencia y sólo por medio de ella, desarrollada mayormente en el terreno económico, puede llegarse a la prosperidad, al perfeccionamiento humano. Por lo tanto, quien aspire a mantener en su plena, maravillosa eficiencia las leyes de la selección natural, ha de fundamentar el sistema económico en forma que la competencia se desenvuelva realmente tal como lo pide la naturaleza, es decir, con la exclusión completa de todo privilegio. El éxito de la competencia ha de estar condicionado exclusivamente por cualidades innatas, pues sólo así será transmitido su efecto a los descendientes, convirtiéndose en bien común para todos los hombres. No al dinero, ni a los privilegios consagrados, sino a la habilidad, a la fuerza, al amor y a la sabiduría de los padres, han de agradecer los hijos sus éxitos. Entonces podrá abrigarse la esperanza de que, con el correr del tiempo, la humanidad se vea redimida de todo lo mediocre que le ha impreso, en millares de años, una selección mal guiada por el dinero y el privilegio; y entonces se podrá esperar también que el poder sea arrancado de manos de los privilegiados y que el género humano, bajo la dirección de los más capaces, de los más puros, emprenda de nuevo la interrumpida marcha hacia las cumbres.

Pero el sistema económico que aquí tratamos aspira también en otro sentido al título de "Natural".

Para que el hombre prospere ha de poder desenvolverse, en todas las situaciones, tal cual es. Ha de ser, no aparentar. Marchará siempre por la vida con la cabeza en alta y dirá la pura verdad, sin que ello le acarree molestias o perjuicios. La sinceridad no debe ser privilegio de los héroes solamente. El orden económico ha de estar constituido de manera que el hombre sincero sea el que más progrese económicamente. Las interdepencias que acarrean propia de la vida social deben afectar sólo a las cosas, y no los hombres.

Si pretendemos que el hombre se porta de acuerdo a su naturaleza, el derecho, las costumbres y la religión lo ampararán cuando en sus actividades económicas se guíe por el justificado interés personal y por el innato instinto de conservación. Si sus actividades contradicen preceptos religiosos, a pesar de progresar moralmente, entonces estos preceptos habrán de someterse a una revisión, considerando que no puede ser árbol malo el que produzca frutos buenos. Que no nos suceda lo que al cristiano aquel a quien su religión, consecuentemente practicada, convirtió en mendigo, desarmándolo para la lucha por la existencia y aplastándolo, con su prole, por completo en el proceso selectivo de la naturaleza. Nada gana la humanidad con crucificar siempre a los mejores. La regeneración implica más bien lo contrario. Hay que sostener a los mejores; sólo así puede esperarse que los tesoros, los inmensos tesoros que dormitan en el espíritu del hombre surjan algún día a la luz.

El orden económico natural será, pues, erigido sobre el interés personal. La economía impone sacrificios dolorosos a la energía, para vencer la inercia natural. Requiere, por ello, poderosos impulsos, y ninguno tan pujante, tan vigoroso y regular como el interés propio. El economista que cuenta y obra basado en el interés personal, en el sano egoísmo, calcula bien y construye sobre fundamentos sólidos. No debemos, pues, transferir los preceptos religiosos del cristianismo a la esfera económica; en este terreno fallan, creando tan sólo hipócritas. Las necesidades espirituales comienzan allí donde se han satisfecho las corporales, y corresponde a los trabajos económicos satisfacer las necesidades materiales. Sería poner el orden de las cosas de cabeza, al comenzar la labor con una oración o un recitado. "La necesidad es la madre de las artes útiles; la abundancia la de las bellas artes". (Schopenhauer). En otros términos; se mendiga mientras se tiene hambre, y se reza cuando se está satisfecho.

El sistema económico preconizado que se basa en el interés personal no está en manera alguna reñido con los impulsos superiores de la conservación de la especie. Al contrario, él suministra al hombre no sólo la oportunidad para efectuar acciones desinteresadas, sino también los medios para realizarlas, a la vez que fomenta los sentimientos altruistas por la posibilidad de llevarlos a cabo. En cambio, en una economía donde cada cual manda al amigo en desgracia a la compañía de seguros, y los familiares enfermos al hospital, donde el Estado hace superfluo el auxilio personal, allí sí, me parece, que se atrofian los impulsos nobles y generosos.

Con la economía natural erigida sobre el interés personal se asegura al hombre el producto integro de su trabajo y el derecho a disponer libremente de él. Quien halle satisfacción compartiendo sus ingresos, su salario, su cosecha con los menesterosos, puede hacerlo. Nadie le obligará a ello, ni tampoco se lo impidirá. En un cuento de hadas se lee que la pena máxima imponible al hombre es conducirlo al seno de una sociedad de necesitados que le extienden las manos implorando y a los cuales no puede socorrer. En tan angustiosa situación nos colocaremos nosotros también si erigimos la economía sobre otro fundamento que no sea el del interés personal, si no puede uno disponer libremente del producto de su trabajo. Queremos recordar aún todavía, para tranquilidad de los lectores filántropos, que el espíritu de sacrificio y la generosidad prosperan mejor allí donde se trabaja con éxito. La generosidad es compañera de quien se siente fuerte y seguro; ella surge allí donde el hombre puede confiar en sus brazos. Hay que decir también que no debe confundirse el interés personal con el vulgar egoísmo. El hombre de cortos alcances es egoísta, pero el perspicaz concebirá pronto que en el bienestar general radica el propio beneficio.

Entendemos, pues, por economía natural un orden en el que los hombres practiquen la competencia desde el llano con las armas que les da la naturaleza, donde asume la dirección el más capaz, donde está abolido todo privilegio, y el individuo, guiado por su interés personal, se encamina directamente hacia su objetivo, sin malgastar sus energías por consideraciones ajenas a la vida económica, pues fuera de ésta ya tendrá ocasiones de rendir a aquéllas cumplido tributo.

Una de las condiciones de este orden natural la llena ya nuestra actual economía, tan difamada. Ella está basada en el interés personal, y sus rendimientos técnicos, que nadie puede negar, garantizan también la eficiencia del nuevo orden. Pero la otra condición, la que constituye la piedra angular de la naturalidad del sistema económico, vale decir, la dotación igualitaria para la competencia, es la que falta crear. Y en la marcha hacia tal reforma constructiva habrá que ir eliminando todos los privilegios que puedan falsear o desviar el resultado de la competencia. A ello responden las dos reformas radicales, aquí descriptas: libretierra y libremoneda.

Este sistema económico natural podría denominarse también "manchesteriano", sistema que los verdaderos espíritus amplios tuvieron siempre como ideal. Es un orden que se mantiene por sí mismo, sin ingerencias extrañas, y que, entregado al libre juego de las fuerzas, volvería a su juicio todo cuanto ha corrompido la ingerencia oficial, el socialismo de Estado y la ineptitud burocrática.

De este "manchesterianismo" se puede hablar hoy sólo ante personas a quien no inducen en error los experimentos defectuosos ni las fallas en la ejecución les prueban el fracaso de todo un plan. A la gran masa le basta con lo que ya conoce del "manchesterianismo" para maldecir toda esa doctrina.

La escuela de Manchester estaba en buen camino y es exacto cuanto de Darwin se ha agregado después a esta teoría. Pero se había dejado sin examinar la primera y más importante presunción del sistema, sin explorar el terreno sobre el cual debían enfrentarse libremente las fuerzas. Se suponía (no siempre de manera inocente) que en el régimen dado, incluídos los privilegios de la propiedad territorial y del dinero, se contaría con garantías suficientes para la libre competencia, siempre que el Estado no extendiera más su intervención en el engranaje económico.

Se olvidaba o se pretendía desconocer que, si las cosas habían de desenvolverse naturalmente, correspondía otorgar al proletariado el derecho de recuperar el suelo por los mismos medíos con que se le despojó de él. En lugar de esto, los manchesterianos llamaron en su ayuda al propio Estado que con su ingerencia ya había trabado el libre juego de las fuerzas, para que siguiera por el mismo camino y con su poder se opusiera a la implantación de este libre juego. Así aplicado el sistema de Manchester no respondía de ninguna manera a su teoría. Los profesionales de la mala política se habían apoderado de esta doctrina para sostener los privilegios, siendo que ella los negaba. Eso era farsa e hipocresía.

Para opinar justicieramente sobre la teoría primitiva de Manchester no hay que partir de su aplicación ulterior. Los economistas de Manchester esperaban del juego libre de las fuerzas, en primer término, una baja paulatina del interés hasta cero. Tal esperanza se basaba en el hecho de que en Inglaterra, donde el mercado estaba relativamente mejor provisto de dinero, se cargaban los intereses más bajos. Bastaba, entonces, desencadenar las fuerzas económicas y librarlas de toda traba para aumentar la oferta de dinero y eliminar con ello el interés, esa mácula del sistema económico actual. Ignoraban los adeptos de la nueva teoría que ciertos defectos intrínsecos de nuestro sistema monetario (que ellos adoptaron sin mayor examen) oponían obstáculos infranqueables al desarrollo de una acción tan hostil al poder del dinero.

Sostenía, asimismo, la teoría de Manchester que a consecuencia de la partición de las herencias y de la natural inferioridad económica de las generaciones criadas en la opulencia, los grandes latifundios tendrían que dividirse, convirtiéndose así la renta territorial, automáticamente, en una renta común del pueblo. Esta creencia nos puede parecer hoy algo ligera; sin embargp, se justificaba en cuanto la renta territorial debía bajar por el importe de los aranceles protectores, a causa del libre cambio exigido por los manchesterianos. Agréguese a todo esto la circunstancia de que con la navegación a vapor y el desenvolvimiento de los ferrocarriles tomó incremento la emigracion obrera, lo cual provocó en Inglaterra un aumento de los salarios, a costa de la renta territorial, hasta el nivel del producto del trabajo obtenido por los colonos que poblaban el suelo americano cedido gratuitamente y libre de gravámenes. Al mismo tiempo, las cosechas de estos libres pobladores presionaban sobre los precios de los productos agropecuarios ingleses, - otra vez a expensas del latifundista inglés. En Alemania y en Francia este desenvolvimiento natural fué reagravado aún por la adopción del patrón oro, y hubiera terminado en catástrofe, si el Estado no hubiese remediado los resultados de su ingerencia (patrón oro) con una nueva intervención: los derechos aduaneros sobre los cereales.

Se puede, pues, comprender que encontrándose los economistas de Manchester en medio de tan rápido desarrollo, exagerando su importancia, creyeran poder eliminar esta segunda mácula de su sistema económico mediante el libre juego de las fuerzas.

Su tercer principio sostenía que si gracias a la aplicación de su teoría, vale decir al juego libre de las fuerzas, fueron dominadas las plagas naturales y locales del hambre, también sería factible eliminar por los mismos métodos la causa de las crisis económicas, recurriendo al mejoramiento de los medios de comunicación de las instituciones comerciales, del servicio bancario, etc. Pues si el hambre apareció como consecuencia de la mala distribución local de los víveres, creyóse poder atribuir las crisis a la deficiente distribución de las mercaderías. Y, ciertamente, quien sepa apreciar cómo esa ciega política proteccionista perturbaba el desarrollo normal de la economía nacional y mundial, disculpará a un librecambista, a un manchesteriano - ignorante aún de las graves perturbaciones susceptibles de ser causadas por los defectos del sistema monetario tradicional -, su fe en el sencillo remedio del librecambio para eliminar las crisis.

Y los manchesterianos seguían razonando: Si conseguimos mantener la economía nacional en continua marcha, merced al libre cambio universal, y si como resultado de esta ininterrumpida actividad llegamos a una superproducción de capital que presione sobre el interés hasta terminar por anularlo, y si también logramos lo que para la renta territorial esperamos del juego espontáneo y libre de las fuerzas, entonces la capacidad tributaria de la población toda habrá crecido en tal medida que las deudas públicas, nacionales y municipales quedarían canceladas en breve plazo en el mundo entero. Con eso desaparecería, sin dejar rastros, también la cuarta y última mancha de nuestro sistema económica, y así quedaría universalmente justificada la idea libertadora en que se inspira en este sistema, imponiendo un silencio definitivo a los envidiosos, malvados y muchas veces deshonestos críticos de esta doctrina.

Si hasta hoy no observamos indicio alguno de realización de las esperanzas manchesterianas y, por el contrario, los defectos del orden económico se extienden e intensifican con el correr del tiempo, debe buscarse la causa en el sistema monetario tradicional aceptado por los manchesterianos, sin conocimiento exacto de las cosas, y que ha de fallar siempre que pretenda iniciarse la economía en el sentido de las concepciones manchesterianas. Ignorábase que el interés es la fuerza propulsora del dinero, que las crisis económicas, el déficit en el presupuesto de la clase trabajadora y la desocupación son simples efectos del dinero tradicional. Las esperanzas manchesterianas y el patrón oro son incompatibles.

El orden económico natural será redimido por la libretierra y la libremoneda de todas las rnanifestaciones secundarias, odiosas y peligrosas del librecambio manchesteriano, y creará las condiciones para un juego realmente libre de las fuerzas. Entonces se verá si este sistema no es mejor que el ídolo moderno que todo lo espera de la diligencia de los funcionarios, de su lealtad, de su incorruptibilidad y de sus sentimientos humanitarios.

Economía privada o económica dirigida por el Estado; no hay otra solución. Si no se opta por una u otra denominación podrán inventarse para el orden anhelado otras más cautivadoras, como ser: cooperativismo, colectivismo, guildismo, etc. - pero ninguna de ellas encubrirá a la verdad de tratarse, en el fondo, siempre del mismo horror, la supresión de la libertad personal, de la independencia y de la auto-responsabilidad, es decir, el predominio oficial.

Con las proposiciones hechas en este libro nos encontramos por primera vez en la encrucijada. Debemos elegir, tenemos que decidirnos. Ningún pueblo ha tenido, hasta hoy, oportunidad de semejante elección. Ahora nos obligan los hechos a una decisión. No es posible seguir como hasta hoy. Hemos de elegir entre la eliminación de los vicios orgánicos de nuestro viejo sistema económico una parte y el comunismo, la comunidad de bienes, por otra. Es la única solución.

Es de suma importancia elegir con inteligencia. Ya no se trata de pequeñeces, como por ejemplo, de si conviene la monarquía o la democracia, o de si el grado de la productividad es mayor en la economía pública que en la privada. Está en juego algo más serio. Tenemos que decidir a quién confiar el desarrollo de la especie humana; se trata de saber, si la naturaleza, con su lógica inexorable, ha de encargarse de la selección, o si ésta estará supeditada al criterio falible del hombre moderno, vale decir, del hombre actual, en decadencia. Esto es lo que debemos resolver.

La selección por la libre concurrencia, no desvirtuada ya por privilegio alguno, será íntegramente dirigida en el orden económico natural por el rendimiento personal del trabajo, convirtiéndose así en la expresión de las cualidades del individuo. Porque el trabajo es la única arma del hombre civilizado en la lucha por la existencia. Mediante un rendimiento cada vez mejor, el hombre trata de sostenerse en esta lucha. De su capacidad depende el cuándo y el cómo constituirá su hogar, la educación que dará a sus hijos y la forma de asegurar la propagación de sus cualidades. No hay que concebir esta competencia a la manera de una lucha entre las fieras del desierto o como una matanza. Tal forma de selección no tendría sentido entre seres humanos que ya no dependen más de la fuerza bruta. Habría que retroceder mucho en la historia de la civilización para hallar un jefe que deba su posición a la fuerza bruta. De ahí que la competencia tampoco tenga para los vencidos las consecuencias crueles de antes. Correspondiendo a su menor capacidad tropieza con mayores obstáculos para la formación de un hogar y para la crianza de los hijos, lo cual se traduce en una menor descendencia. Esto no se comprueba siempre y en cada caso individual; interviene también el factor casualidad. Pero está fuera de toda duda que la libre competencia favorece a los capaces y aumenta la natalidad. Y esto basta para asegurar la propagación de la especie en línea ascendente.

La selección natural, así restablecida, recibirá especial apoyo bajo el orden económico natural, con la abolición de las prerrogativas del sexo, y por la distribución de la renta territorial entre las madres, de acuerdo con el número de hijos, y en calidad de recompensa por los sacrificios de la crianza. (En Suiza, por ejemplo, percibirían por cada hijo 40 francos al mes.) Esta indemnización bastaría para independizar económicamente a las mujeres, al punto de que no verían obligadas a contraer matrimonio por necesidad, ni tampoco continuar soportando un yugo matrimonial que repudian, o a hundirse en la prostitución por haber dado un "mal paso". Así es como el orden económico natural aseguraría a la mujer el derecho a la elección libre del esposo, es decir, no al hueco derecho político del voto, sino el gran derecho de la selección natural de la raza, importantísimo tamíz de la obra depuradora de la naturaleza.

Con esto queda restablecida la selección natural en su plena y milagrosa eficiencia. Cuanto mayor sea la influencia de las ciencias médicas sobre la conservación y procreación de los hombres nacidos defectuosos, tanto más debe preocuparnos que las grandes y universales instituciones naturales de selección se mantengan en perfecto funcionamiento. Entonces podremos entregarnos, sin cuidado, a cultivar el sentimiento cristiano-humanitario que estimula la aplicación de aquellas ciencias. La fuerza selectiva de la naturaleza sabrá depurar el aporte morboso que puedan hacer los seres defectuosos en su función procreadora. El arte de la medicina sólo podrá, entonces, demorar, pero no detener la regeneración.

Si aceptáramos, en cambio, la economía dirigida por el Estado eliminaríamos completamente a la naturaleza del proceso de selección. Cierto es que con ello la procreación no quedaría nominalmente librada al control del Estado, pero de hecho ejercería éste una superintendencia. De él dependería que un hombre pueda formar su familia y las directivas para la educación de sus hijos. Así como el Estado hace ya hoy diferencias en la remuneración de sus funcionarios, afectando de este modo la situación procreativa de cada uno de ellos, así sucedería después en regla general. El tipo de hombre que más gustara a los dirigentes del Estado es el que predominaría. El hombre, entonces, no se elevaría ya en mérito a sus cualidades personales ni por sus relaciones con los hombres y con el mundo: su vinculación con los caudillos del partido político dominante sería más bien lo que decidiría. Por medio de cuñas lograría mendigar su posición, y entonces, los más hábiles mendicantes dejarían la descendencia más numerosa, la cual, naturalmente, heredaría las mismas cualidades de sus progenitores. El mecanismo del Estado criaría a los hombres del mismo modo como el cambio de la moda en el vestido induce a criar más ovejas negras o más blancas. La autoridad constituida por los intrigantes más hábiles "escogería" al individuo, lo elevaría o lo degradaría. Quien se rehusara a seguir la corriente quedaría relegado; su clase degeneraría y terminaría por desaparecer. El molde del Estado formaría al hombre. Una procreación al margen de este patrón oficial se tornaría imposible.

Voy a ahorrar al lector una descripción de la vida social tal cual se desarrollaría bajo el control del Estado. Pero quiero recordarle cuánta libertad ha brindado a las grandes masas de pueblo el libre juego de las fuerzas, aún ejercido en la forma tan desfigurada de los tiempos de ante-guerra. Una independencia mayor de la que disfrutaban los que tenían dinero es difícil de concebir. Tenían completa libertad para elegir profesión, trabajaban según su voluntad, vivían como querían, viajaban por donde les daba la gana y desconocían la tutela del Estado. Nadie averiguaba sobre el origen de su dinero. Sin otro equipaje que su libreta de cheques recorrían libremente el mundo. Una situación realmente ideal para los adinerados, que solamente la desconocieron como epoca de oro los proletarios, quienes no pudieron disfrutar de tantas libertades a causa de las fallas orgánicas de nuestra economía, en el fondo bien erigida.

Pero, ¿son acaso las quejas de los proletarios, son los defectos de nuestra economía razones suficientes para rechazarla de plano e implantar, en su lugar, otra que nos prive a todos de esas libertades sometiendo a la población a un yugo general? ¿No sería más razonable reparar las fallas orgánicas, redimir a la clase obrera y con ello hacer accesible a todos, absolutamente a todos, la maravillosa libertad que reposa en la base de nuestro sistema actual? La obra no ha de consistir en hacer desdichados a todos los hombres, sino en hacer accesible para todos las fuentes de la felicidad, mediante el libre juego de fuerzas.

Desde el punto de vista del rendimiento económico, es decir, del grado de eficiencia en el trabajo, la decisión por la economía privada o la economía dirigida equivale a la cuestión de saber si es preferible para vencer la fatiga originada por el trabajo profesional emplear como palanca el instinto de la propia conservación o el de la conservación de la especie (1) respectivamente.

Este asunto, por su importancia palpitante, interesará a muchos, quizás más que el proceso de la selección que se desenvuelve en inmensos espacios de tiempo. Así que también dedicaremos algunas palabras a esta cuestión.

Es un hecho curioso que el comunista, el partidario de la propiedad colectiva, considere generalmente a los demás - en tanto no los conoce personalmente - más desinteresados que a sí mismo. Y así sucede que los egoístas más auténticos sean al mismo tiempo en teoría los representantes más entusiastas de aquel ideal. Quien quiera convencerse de ello no tiene más que anunciar en una de sus asambleas la proposición netamente comunista de la igualdad, de la nivelación de los salarios. De súbito enmudecerán todos los que momentos antes glorificaban ruidosamente la propiedad colectiva, y callarán para calcular si el salario común les conviene o no. Los dirigentes rechazarán lisa y llanamente tal equiparación bajo los pretextos más fútiles. En realidad no existe otro obstáculo que el interés personal de los comunistas. Nadie impide a los obreros de una fábrica, de una comuna, de un gremio, reunir sus salarios y distribuir luego el importe de acuerdo con las necesidades de cada familia, ejercitándose desde ya en este terreno difícil. Con una acción semejante podrían testimonar ante el mundo sus sentimientos colectivistas y refutar a los escépticos, cuando afirman que el hombre no puede ser comunista. En realidad, nadie se opone a semejantes experimentos, ni el Estado, ni la Iglesia, ni el Capital. No han menester para ello capital alguno, ni empleados a sueldo, ni organismos complicados. Pueden iniciar el ensayo en cualquier momento con la amplitud que quieran. Pero tan mínima aparenta ser la demanda por un verdadero colectivismo entre los comunistas que todavía no se ha hecho un ensayo en este sentido. Y eso que la comunidad del salario, desenvuelta dentro del capitalismo, sólo exige que el producto del trabajo colectivo sea repartido entre todos, de acuerdo a las necesidades personales de cada cual. En cambio, para implantar un Estado sobre la base de la comunidad de bienes, es necesario probar aun que tal base no ejerce influencia inhibitoria sobre la laboriosidad del individuo. Y también eso podrían demostrar los comunistas mediante la compensación de salarios, porque si después de la implantación de la comunidad del salario, que excluye toda retribución personal extraordinaria, por un mayor rendimiento personal, se comprobara que la constancia no disminuye, especialmente en el trabajo a destajo, y que el salario total no sufre desmedro con el salario en común; que los más hábiles obreros comunistas aportan gustosamente sus salarios, a veces dobles y triples, al fondo común, entonces la prueba sería concluyente. El hecho de que los numerosos experimentos económicos colectivos en el campo de la producción hayan fracasado no demuestra tan cabalmente la imposibilidad del comunismo como el simple hecho de haber sido rechazada siempre rotundamente la propuesta de la comunidad del salario.

Es que la comunidad en la producción de bienes requiere organismos especiales, exige subordinación, una dirección técnica y comercial y, además, elementos de trabajo. Los fracasos pueden explicarse de muchas maneras; no son, necesariamente, pruebas contra la obra en sí, ni demuestran ausencia de verdadero espíritu de economía colectiva, de sentimientos de solidaridad. Pero a la comunidad del salario no es posible aplicarle tales pretextos; la renuncia a ella habla directamente contra la idea comunista y demuestra que el instinto de conservación de la especie no basta para vencer las fatigas del trabajo.

De nada sirve invocar contra estas conclusiones el comunismo primitivo, la economía colectiva de la antigüedad, ni referirse a los primeros tiempos del cristianismo. Los primeros cristianos que, al parecer, sólo conocían la comunidad en los ingresos, - no así la mucho más difícil comunidad en la producción - , obraban por consideraciones religiosas. Los otros, empero, los que practicaban el comunismo familiar o de tribu, estaban bajo las órdenes del patriarca, del jefe de la comunidad y trabajaban sujetos al yugo de la obediencia, no por impulso propio o espontáneo.

La necesidad los obligaba; no tenían otra opción. Tampoco se trataba allí de la producción de bienes ni de la división del trabajo que es donde resalta de inmediato la diferencia en el rendimiento individual. Los antiguos salían en grupos al campo, a la caza o a la pesca; tiraban todos en la misma dirección, sin que se notara quien lo hacia con más o menos empeño. Carecían de medidas; tampoco las necesitaban. Todos se llevaban bien entre sí. Pero esto terminó con la producción de mercancías y la división del trabajo. Cada cual supo, entonces, cuántos metros, kilos y litros aportaba a la producción común y con ello se acabó la distribución pacífica. Todos querían entonces disponer del producto de su trabajo personal, y lo exigían sobre todo los más capaces, los que más producían y, por ello, gozaban de mayor prestigio en la comunidad. Los jefes aspiraban a la disolución de la comunidad económica, secundándolos todos aquellos cuya capacidad productiva superaba el promedio. No bien se dió la posibilidad de la economía individual, debió desaparecer la economía colectiva. Y ésta, es decir, el comunismo, no decayó porque se la atacara desde afuera, ni porque fuerzas extrañas la hubieran temido. No; sucumbió por la acción del "enemigo interior", que en este caso estaba formado por los miembros más activos de la comunidad. Si la idea de la comunión de bienes se hubiera basado en un instinto más fuerte que el interés personal, en un instinto común a todos los miembros, entonces se habría afirmado. Siempre y por sí mismos habrían vuelto a agruparse los adeptos del comunismo, cuando algún acontecimiento los dispersara.

Pero el instinto activo de la economía colectiva, el instinto de conservación de la especie (espíritu de solidaridad, altruismo) es tan sólo una dilución del instinto de auto-conservación que conduce a la economía individual, y su eficiencia está en proporción inversa al grado de la dilución. Cuanto más grande es la comunidad, tanto mayor es la dilución y tanto menor es el impulso de contribuir por medio del trabajo al sostenimiento de aquélla. Quien comparte su trabajo con un compañero es ya menos constante que quien goza solo del fruto de su trabajo. Si son 10, 100, 1000 compañeros, entonces el impulso, el entusiasmo para el trabajo también ha de dividirse por 10, 100, 1000; y si toda la humanidad tuviera que participar en el producto cada cual se diría: "Mi trabajo personal ya no representa más que una gota de agua en el océano". Entonces el trabajo dejará de efectuarse de manera activa y se hace presente la necesidad de una compulsión externa.

De ahí que sea exacto también lo que dice el estudioso de Neuchâtel, Ch. Secrétan: "El interés personal ha de servir generalmente de impulso para el trabajo. Por eso debe fomentarse cuánto pueda dar a este impulso mayor fuerza y expansión, y condenarse como pernicioso aquello que lo obstaculiza y restringe. Este es el principio del cual se debe partir y el que ha de aplicarse con lógica inquebrantable, desechando la vana indignación filantrópica y la excomunión de la iglesia".

A los que no se crean afectados por los fines elevados del orden económico natural podemos asegurarles asimismo, y con fundada razón, nada más que beneficios; gozarán de mesa mejor servida, parques más bellos y viviendas más modérnas. El orden económico natural superará también técnicamente al actual y al comunista.

Silvio Gesell

Stäfa (Suiza)
Otoño 1918.

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(1) Como tal denominamos al instinto desarrollado en mayor o menor grado en el individuo que se orienta hacia la conservación del todo: especie, comuna, pueblo, raza, humanidad.