André Siegfried
de la Academie Francaise
Presentación y traducción del francés de “L’âge du tourisme” por Francisco Muñoz
de Escalona
Presentación
André Siegfried nació en Havre el 21 de abril de 1875 en el seno de una familia
dedicada a la política. Su padre fue alcalde de su ciudad natal, diputado y
ministro de Comercio del gobierno Ribot. En 1900, el joven André, burgués
acomodado, hizo un Grand Tour por Estados Unidos, Méjico, Australia, Japón,
China y la India. A su regreso, intentó dedicarse a la política pero no tuvo
éxito. Durante la primera guerra mundial ejerció como intérprete de la Armada
Británica. Su obra “Tableau de la France de l’Ouest” renovó en profundidad la
ciencia política de su tiempo. En 1932 fue elegido miembro de la Academia de
Ciencias Morales y Políticas. En 1934 empezó a colaborar en el diario Le Figaro.
Ese mismo año alcanzó la gloria a la que aspira un intelectual francés con
ambiciones al ser elegido miembro de la Academia Francesa. En 1945 fue el primer
presidente de la Fundation National de Sciences Politiques. Siegfried tiene una
amplia obra dedicada al estudio de la geopolítica de su tiempo, a la historia y
a la vida cotidiana de países como Estados Unidos, Inglaterra, Nueva Zelanda y
Francia, y a la geografía económica y política.
Murió el 28 de marzo de 1959.
“L’Âge du tourisme” es el capítulo V de “Aspect du XXeme Siecle”, obra publicada
por la prestigiosa editorial Hachette de París en 1954, cuando su autor estaba a
punto de cumplir los 80 años, es decir, casi al cabo de una vida plenamente
dedicada al estudio de su época y de su mundo. Consta dicha obra de nueve
capítulos dedicados a los que el autor llama “aspectos del siglo XX” o
características definitorias de un siglo, aunque habría sido más exacto decir de
medio siglo pues la obra solo pudo tener en cuenta la primera mitad. Los
aspectos tratados son, además del turismo, la administración, el secretariado,
la publicidad, la racionalización de la familia, la velocidad, los meridianos,
el prototipo y la técnica. Como se ve, algunos de ellos resultan hoy un tanto
extraños. Solo la publicidad, la velocidad, el turismo, el prototipo y la
técnica resultan entendibles como aspectos característicos del siglo XX.
Cuando el excelente bibliotecario que es Carlos Calvo, del Centro de
Documentación del Instituto de Estudios Turísticos de Madrid, me recomendó esta
obra, hace ya casi tres décadas, la leí con auténtica fruición y no dudé en
traducir al español el capítulo relativo al turismo pues quería tenerlo siempre
accesible como lo que sin duda es, una de las interpretaciones más certeras del
penúltimo proceso de transformación que ha sufrido esta parcela de la realidad,
un fenómeno que empezó siendo elitista hace unos cinco mil años, que lo fue cada
vez menos y que hacia los años veinte del siglo XX había consolidado ya la
masificación iniciada imperceptiblemente casi un siglo antes con la revolución
de los transportes propiciada por la invención de la caldera de vapor. Para
entonces, el turismo era ya concebido como lo es todavía hoy, reducido a mero
vacacionismo. Cuando Siegfried escribió esta interesante reflexión, el turismo
era ya, sin duda, una práctica más masiva que durante el siglo XIX aunque
bastante menos que hoy y que mañana. Desde mediados del siglo XX ha seguido
intensificándose su proceso de cambio, pero el análisis de Siegfried sigue
teniendo aun mucha actualidad y validez pues refleja con enorme precisión
analítica los cauces por los que transcurre esta realidad, cambiante como toda
realidad social. Porque, en efecto, los cambios siguieron produciéndose durante
el medio siglo que tiene el texto de “La era del turismo”, pero los cauces que
Siegfried detectó entonces siguieron y siguen siendo los mismos: la
democratización de las costumbres y las pautas de consumo y el vencimiento de la
distancia conseguido por el desarrollo tecnológico. Hoy habría que añadir dos
factores más: primero, el eficaz cebo del proceso consumista que es el marketing
(verdadera ingeniería de ventas), a cuya descomunal eficiencia pocos objetivos
se resisten, y, segundo, aunque más reciente, la no menor eficiencia de las
llamadas nuevas tecnologías de las comunicaciones. Por todo ello sigo pensando
que estas breves y certeras páginas, escritas por alguien a quien bastó ser un
sagaz observador de su tiempo y que no era, ni lo necesitaba ser, lo que se dice
un experto en turismo, son unas de las más luminosas que han caído en mis manos
de investigador.
Las comparaciones siempre resultan odiosas, sí, pero hoy, después de cerca de
quince años de la primera lectura de este breve texto, no he podido evitar caer
en ellas. He vuelto a este breve, conciso, elegante, inspirado y certero trabajo
de Siegfried porque así espero borrar o diluir el sabor de la lectura de una
obra reciente que lleva por título “Historia de la economía del turismo en
España”, una de esas obras colectivas tan a la moda, de esas que son escritas
por un ocasional grupo de autores unidos por lazos endogámicos encabezado, en
esta ocasión, por el profesor de la Universidad de Málaga Carmelo Pellejero, y
editada por Civitas, Madrid, en 1999. La obra se reclama de historia: será
porque se ocupa del paso del tiempo; de economía: tal vez porque destaca los
efectos que los gastos de los turistas ejercen sobre la economía española; y de
turismo: posiblemente porque aporta datos sobre la oferta y la demanda hotelera.
Pero por más que he buscado en sus casi doscientas apretadas páginas no he
logrado encontrar lo que buscaba, lo único que podía justificar un título tan
exigente: una interpretación histórica de lo que es la producción y el consumo
de turismo en la economía española durante el periodo elegido: fines del siglo
XIX a fines del siglo XX.
La obra ofrece un buen repertorio de leyes orientadas a la regulación y
promoción del turismo junto con una abundante proliferación de datos
estadísticos (los autores dan por buenos estos datos sin criticarlos) sobre las
llegadas de “turistas” a España y sobre los ingresos para España que son el
correlato de esos gastos, pero poca conceptualización hay en la obra que sea
capaz de deglutir tanta información indigesta. Los autores parecen estar
convencidos de que a más información más conocimiento, pero la información no
sirve sin una teoría adecuada para interpretarla. Estas son algunas de las
consecuencias nefastas de las erróneas corrientes epistemológicas que priman lo
que llaman empírico y desprecian lo teórico por especulativo.
Me ha resultado especialmente pintoresco encontrar tres o cuatro páginas
dedicadas a la producción turística, un tema de economía del turismo donde los
haya, pero solo he encontrado la cuantificación de los ingresos por turismo
procedentes del exterior y hasta los procedentes de la demanda interna, como si
sus efectos fueran comparables. Sostengo con contumacia que en los libros de
economía de turismo al uso no se tiene en cuenta la producción sino
exclusivamente el consumo. Este libro viene a quitarme la razón, sí, pero solo
formalmente. Espero que su autor, mi queridocolega y sin embargo amigo, el
doctor en economía Manuel Figuerola, no crea que con esas parcas páginas ha
quedado remediado tan flagrante olvido.
Por eso creo que el mejor homenaje que puedo hacer al texto de Siegfried es
compararlo con la obra colectiva del prof. Pellejero y por eso propongo a los
lectores de la revista Cuestiones de Economía la versión española de “La era del
turismo”, un análisis breve y divulgador pero que supera en calidad y
profundidad a muchos volúmenes que se presentan como trabajos de investigación
científica. Ha pasado medio siglo y “La era del turismo” es hoy un texto
injustamente olvidado por los autollamados expertos científicos en la materia,
pero no me cabe la menor duda de que es de obligada lectura para todos aquellos
que se dedican a la investigación del turismo o, simplemente, se interesan por
los cambios que ha experimentado esa realidad tan confusamente estudiada por
quienes se tienen por expertos “científicos”. Es verdad que Siegfried no innova
conceptualmente en su estudio; antes al contrario: coincide con el enfoque que
se impuso a fines del siglo XIX, un enfoque que sigue tan campante, en pleno
vigor, acá y acullá, entre otras cosas porque su indudable utilidad para
sostener la superchería de que el turismo es la primera industria mundial. Pero
el indudable olfato de rastreador implacable que siempre tuvo Siegfried para
estudiar la sociedad de su tiempo le permitió darse cuenta de que el turismo de
masas de hogaño, el que sucedió al turismo de elite de antaño, se produce por
empresas especializadas, es decir, de acuerdo con las normas de la producción
industrial estandarizada. Le bastaron estas breves páginas para demostrar con
suma claridad las bases de la producción turística, algo que medio siglo después
siguen ignorando los economistas que estudian lo que llaman economía del
turismo, ese extraño corpus en el que tan solo existe una función, la de
consumo, no la de producción y, a pesar de ello, le llaman economía del turismo.
Para más inri, ni una ni otra son funciones específicas del turismo sino simples
funciones genéricas aplicables a cualquier producto.
Podía haber incluido notas personales a este luminoso texto de Siegfried pero he
renunciado a hacerlo. Sinceramente creo que no las necesita. Es suficientemente
claro y actual y no precisa aportaciones complementarias. Solo espero que su
lectura aproveche al lector y que si es investigador no deje de tener en cuenta
la luz que Siegfried arroja sobre un aspecto del siglo XX que tiene raíces
adventicias en el siglo XIX, sí, pero que también las tiene mucho más profundas
y antiguas, aunque no tanto como las que tiene la especie humana según sostienen
algunos entusiastas. Siegfried solo había vivido poco más de medio siglo en el
siglo XX cuando publicó este texto. Al siglo XX todavía le quedaba otro medio
siglo para terminar, pero los cambios posteriores que ha experimentado el
turismo estaban ya implícitos y en germen en los cambios que él tan
preclaramente detectó. El haber vivido los últimos coletazos del turismo de
elite le permitió sin duda entender por contraste la verdadera esencia de los
cambios que tuvieron lugar después de la primera guerra mundial: Masas versus
elites, populismo versus elegancia, prisas versus sosiego, estancias cortas
versus estancias prolongadas, consumo compulsivo versus consumo ostentoso,
informalismo versus formalismo. He aquí algunos de los cambios que tuvieron
lugar hace ya cerca de un siglo, unos cambios que todo hace indicar que
continuarán intensificándose en el futuro previsible, al menos hasta que el
turismo del futuro, el turismo cósmico, logre imponer de nuevo algunas de las
características que entonces se perdieron, entre ellas el elitismo y la
ostentación, para iniciar una vez más el viejo proceso hacia una nueva hornada
masificadora. Pero tanto en el pasado más remoto como en el reciente y como en
el futuro previsible hay algo que para un economista no cambia: el turismo, como
cualquier otro producto, se produce por medio de técnicas específicas cada vez
más eficaces, esas que aun no ha logrado visualizar la investigación que se hace
sobre la materia, pero haber, haylas. No le quepa a usted la menor duda.
La era del turismo
Cuando me refiero a la época del turismo estoy hablando sobre todo del turismo
organizado, ese turismo en serie que ha llegado a ser uno de los aspectos más
representativos de nuestro siglo. Este turismo es hijo de la velocidad y de la
democracia y forma parte del progreso industrial, del cual ha seguido
puntualmente sus etapas: en efecto, en él hay que distinguir el periodo
artesano, el periodo mecanizado y el periodo administrativo del presente.
El desarrollo del turismo sigue fielmente al desarrollo de la sociedad, del cual
es de alguna forma función. Al principio existía el turismo del antiguo régimen,
artesanal, aristocrático y personal. El nuevo turismo es organizado, casi
mecanizado, colectivo y sobre todo popular o democrático. El turismo de antaño
es ya algo excepcional, un lujo, casi una curiosidad. Es el segundo el que se ha
convertido en normal, asociado a una concepción, o a una doctrina del ocio que
se ha convertido en una función social, organizada y reglamentada. Es por otra
parte lógico que a la producción y el consumo de masas corresponda un turismo de
masas.
ef
El antiguo régimen continuó practicando su turismo hasta la primera guerra
mundial, es decir, hasta bien entrado el siglo XX. Si recordamos países como
Suiza, Italia y la Costa Azul durante esta época, podemos preguntarnos qué era
el turismo de entonces hoy ya desaparecido. Por regla general, era un lord
inglés o el miembro de alguna aristocracia de gran fortuna: un gran duque ruso,
un príncipe de la Europa central, incluso hasta algún rey (a veces “en el
exilio”), frecuentemente un sudamericano y, más excepcionalmente, un
norteamericano, pero, en cualquier caso, un personaje bien pertrechado de renta
y de tiempo libre que podía ausentarse durante prolongados periodos de tiempo de
sus ocupaciones, en el supuesto de que las tuviera, y que, en consecuencia, no
tenía que escatimar ni dinero ni tiempo ya que disponía casi ilimitadamente
tanto de lo uno como de lo otro.
¿Qué es lo que pedía cuando llegaba? Buscaba - ¡cuanto hemos cambiado! - el
frescor en verano y el calor en invierno, lo que significa que iba en verano a
Suiza y en invierno al Mediterráneo. Añadamos algo en lo que hemos cambiado
igualmente mucho, y es que hacía largas estancias, es decir, que se instalaba
para prolongados periodos de tiempo en el mismo lugar, a veces incluso para toda
una temporada. Sus desplazamientos se asemejaban algo a las migraciones ya que
llegaban y se marchaban como las golondrinas. Nos hemos olvidado totalmente de
lo que eran los hoteles ahora que la electricidad, el automóvil y el avión han
transformado la faz del mundo. Las habitaciones, muy espaciosas, se iluminaban
con velas, se calentaban con una estufa o una chimenea y nunca había en ellas
algo parecido a un cuarto de baño. Tan solo alguna jofaina de agua y cubos en
los que se echaba el agua ya usada. Los ingleses, que son los pioneros de la
higiene personal y que la practicaban ya en el siglo XIX, llevaban con ellos sus
bañeras (las había de goma plegables); el Príncipe de Gales, el futuro Eduardo
VII, ¡hacía traer su propia bañera! Los clientes no se quejaban de un confort
tan rudimentario y no se extrañaban que no hubiera agua corriente, algo que ya
entonces era indispensable para los americanos. Era la sociedad victoriana
británica la que marcaba el tono.
Otra cuestión era el asunto de los salones puesto que en ellos se hacía la vida
social de los hoteles. La vida social se manifestaba básicamente en la mesa de
huéspedes (cuando yo era niño creía que la mesa de huéspedes era la “mesa de
todos”), en las salas de conversación, en las salas de lectura, llenas de
periódicos y forradas de estanterías de libros. La literatura de estos tiempos
nos ha dejado descripciones famosas que se han convertido en clásicas.
Permítaseme citar la descripción que hace Alfonso Daudet del hotel Righi-Kulm en
la novela Tartarín en los Alpes:
El comedor del Righi Kulm era un espectáculo. Seiscientos
cubiertos (¡verdaderamente espectacular!) alrededor de una inmensa mesa en forma
de herradura sobre la que las fuentes de arroz y de ciruelas pasas alternaban en
largas hileras con tiestos de plantas, reflejando en sus salsas claras u oscuras
las llamitas rectas de los candelabros y los dorados del plafond. Como todas las
mesas de huéspedes de los hoteles suizos, el arroz y las ciruelas pasas dividían
la cena en dos facciones rivales, y por las miradas de odio o de codicia que
echaban sobre las fuentes se adivinaba fácilmente a qué bando pertenecían los
huéspedes. Los del arroz se reconocían por su desconfianda palidez y los de las
ciruelas pasas por sus rostros congestionados.
El salón de lectura nos parece hoy más extraño todavía:
El salón era como el último refugio. Tartarín entró en él. ¡Era un tunante con
suerte...! La morgue, mis queridos amigos, aquello era como la morgue del monte
San Bernardo, en la que los monjes muestran a los desgraciados leñadores en las
diferentes posturas en las que la muerte por congelación los fue dejando. Así es
el salón del Righi Kulm. Las damas petrificadas, mudas, formando grupos en
divanes circulares, o bien aisladas, tumbadas aquí o allá. Las jovencitas
inmóviles bajo la luz de las velas, sosteniendo todavía en sus manos el álbum,
la revista o el bordado que tenían cuando el frío las sorprendió...
El empleo del tiempo y el horario de las jornadas no nos parecerían hoy menos
periclitados. Para invernar o para veranear, los turistas llegaban en tren,
aunque frecuentemente también en coches de caballos, en jornadas cortas, o en
landós, cuyos cocheros parecían postillones. Por la mañana, después de un
desayuno fuerte, a la moda inglesa, daban un pequeño paseo para disfrutar del
sol, y, por la tarde daban otro pequeño paseo en victoria por los alrededores
del hotel. Sin duda, a Suiza iban los amantes de la montaña como los que nos
describe Töpffer, pero lo más frecuente, sobre todo en el Sur, es que fueran
personas mayores que hacían poco deporte, buscaban el ocio y el descanso en un
clima diferente al que ellos habían dejado tras de sí en las brumas del Norte.
Al acabar la tarde, cuando el día caía y se encendían las lámparas de aceite,
los clientes de mayor poder adquisitivo jugaba a las cartas con otros huéspedes.
Ellos se encontraban entre gente amable, tranquila, deseosa de hacer un poquito
de vida nocturna después de cenar, y, después de estar un ratito en el salón,
cada cual se iba a su habitación.
Lo que nos llama la atención comparativamente hablando en esta clientela es su
desahogo financiero, su riqueza con frecuencia fabulosa. Los lores que iban a
pasar el invierno en la Riviera tenían rentas principescas. Más principescos
aún, en el sentido legendario del término, eran los recursos fantásticos que
tenían los príncipes rusos que iban a la Costa Azul. Ellos solo se desplazaban
en compañía de sus secretarios, mensajeros, mayordomos y de mujiks que dormían a
veces medio desnudos delante de la puerta de las habitaciones de sus amos, y con
una fantasía tan errática que nos cuesta trabajo creer cuando nos lo cuentan hoy
porque eran verdaderas fantasías propias de los bárbaros. Se estima que antes de
1914 la invasión de sármatas alcanzaba anualmente más de 20.000 rusos en la
Riviera. Trazos de todo ello pueden encontrarse en Niza o en Cannes, en los
palacios de estilo Sarah Bernhardt recargados de molduras, alardeando de
escaleras monumentales y de gigantescos halls. ¡Se comprende que las salidas de
rublos necesarias para hacer frente a estos gastos hayan pesado sobre la balanza
de pagos del Imperio de los Zares! A su lado, los reyes y sus familiares eran
más comedidos. Algunos acabaron por ser parte del paisaje, como es el caso de la
reina Victoria, que se hizo célebre en Grasse por su pequeño coche tirado por un
asno y sus espléndidos guardias de corps escoceses. Ritz fue el maestro de
ceremonias de tan brillante clientela.
Sin embargo no había más que clientes aristocráticos y principescos. Desde la
segunda mitad del siglo XIX, el turismo se fue extendiendo si no hasta las
clases populares sí, al menos, hasta las clases medias. Ya antes de 1850, Cook
había hecho mucho por la organización y el desarrollo de los viajes. Después, el
progreso fue muy rápido estableciendo diferencia entre el señor Perrichon y
Tartarín. En cuanto a mí, yo tuve todavía la oportunidad de conocer el final de
esta época heroica, sobre todo la clásica mesa de huéspedes, alrededor de la
cual se animaba la conversación con el vecino después de que comenzara de un
modo casi ritual: “Por favor, puede pasarme el salero” o “Hace buen tiempo hoy”
(con un comensal inglés la mejor fórmula era:”May Y truble you for the cruet?).
Las relaciones se entablaban de este modo y, más tarde, muchos aprovechaban la
ocasión para entrar en materia. Las habitaciones podían parecer carísimas cuando
costaban diez francos y por eso los clientes exigentes solían llevar consigo una
vela para protestar por lo excesivo de las facturas.
Los viajes en esta época eran más difíciles y también más fáciles a la vez que
hoy. Los desplazamientos eran más lentos ya que no había itinerarios
fulgurantes: el hombre más rico y hasta el más deportivo tardaba una semana,
como todo el mundo, en llegar a Nueva York, y 48 horas para disfrutar de Argel.
El sleeping-car, por otro lado, era todavía un lujo evidente, solo al alcance de
los príncipes, de los más ricos... o de los pícaros fieles de “Nuestra Señora de
los coches –cama”. En el continente solo había trenes y coches de caballos. Las
combinaciones de tren y coche eran complejas. Los trasbordos de un tren a otro,
con correspondencias muy ajustadas, me dejaron el recuerdo de comidas
angustiosas en las cantinas y de agitadas carreras por los andenes de las
estaciones de salida. Sin embargo, en compensación, no había que reservar
asiento ni preocuparse de visar los pasaportes (por lo demás ni siquiera había
pasaportes), de conseguir permiso de cambio de moneda o de certificados de
vacunación. Simplemente bastaba con llevar francos en el bolsillo, francos que
se cambiaban automáticamente en la frontera sin la menor dificultad y en la
aduana no os preguntaban cuanto dinero sacabais del país. En general se adquiría
el billete en la misma estación, en el momento de salir, y se rivalizaba por
conseguir aquellos famosos “rincones” del vagón en los que se pasaría la noche.
En definitiva, el ritmo, la presión atmosférica y la temperatura social eran los
de una época ya absolutamente periclitada.
ef
El turismo moderno es la consecuencia de una revolución no solamente en la forma
de viajar sino incluso en la composición de la clientela turística. Aquella
clase social con altos niveles de renta y de ocio que nosotros evocamos a menudo
ha desaparecido o no es más que una excepción. Evidentemente, siempre hay una
clientela abundante de gente acomodada, rica e incluso muy rica, pero su
concepción de los desplazamientos se ha transformado, lo que comporta costumbres
completamente diferentes. Finalmente, nos encontramos con una clientela popular
generalizada hasta el punto de que es ésta la que da el tono a las vacaciones,
al veraneo y a los viajes. De esta forma es como el turismo queda totalmente
desfigurado, una vez que integra unos componentes absolutamente nuevos, un
personal especializado y unas costumbres que han sufrido una completa
transformación. La misma psicología del ocio se ha modificado hasta el punto que
se tiene la impresión de que el invernante o el veraneante de hoy no es tanto un
individuo cuanto un claro partícipe social de la psicología de masas. El turista
del siglo XX, cualquiera que sea el nivel que tenga en la escala de rentas,
constituye pues, con respecto al pasado, un nuevo espécimen en el que es posible
distinguir un turismo acomodado y un turismo popular los cuales, en sus bordes,
se influyen mutuamente.
Tomemos en primer lugar el turismo de la gente acomodada. Aunque las personas
desocupadas, las que disponen de mucho tiempo libre, son hoy raras sigue
habiendo todavía gente rica y hasta muy rica, incluso escandalosamente rica, que
gasta un dinero obtenido a través de una ocupación remunerada más que como
rentas regulares del capital. El noble lord, el príncipe ruso, el rey (a veces
en el exilio) han sido reemplazados por los ricos americanos de vacaciones, por
los sudamericanos que viajan con el oro que ganan gracias al petróleo o al
estaño y por el sultán de Arabia, un país rico en yacimientos petrolíferos. Si
pudiéramos revivir por un momento a sus predecesores en los hoteles de lujo para
compararlos con los actuales veríamos hasta qué punto el tipo social e incluso
el tipo físico de unos y otros son diferentes, hasta el punto de que algún
racista estaría tentado de reprobarlo.
Estamos en presencia de una psicología nueva del veraneo, si es que esta palabra
puede ser usada todavía en su sentido clásico. Se viaja todavía en tren pero,
más frecuentemente aún, en suntuosos automóviles y, a veces, también en aviones
privados. Ahora es excepcional que el gerente del hotel vaya personalmente a
esperar al huésped al andén de la estación, un espacio hoy tan popular. No se
trata, como antes, de personas delicadas o de avanzada edad preocupadas por su
salud sino de gente muy activa, desbordante de vitalidad que viaja más por
divertirse que por descansar y que vive frenéticamente. Con el menor pretexto,
toman su automóvil para marcharse a otra parte. Ahora los clientes no son
estables. El viajero que se inscribe para pasar una larga temporada o un mes
completo es hoy una excepción. De esta circunstancia se desprende una mayor
complejidad en la gestión hotelera.
Por otra parte se asiste a un cambio en las temporadas. Ya no se trata de buscar
el frescor en verano y el calor en invierno. Por el contrario, se acude a las
estaciones de esquí buscando el invierno más extremo y el verano más caluroso en
el soleado litoral de los mares del sur. No se habla más que de baños de sol, de
esquí náutico, de nudismo...Y ya no se está nunca contento: las estaciones de
esquí están cada vez más altas, mientras que, más allá de nuestro viejo
Mediterráneo, se sueña con las Bermudas, las Antillas o con Honolulu. El avión
ha suprimido las distancias. Se puede estar mañana mismo por la mañana en Dakar
o en Colombo. ¿Para cuando el verano en Jartum y la Navidad en el Polo?
Los hoteles para esta nueva clientela no se parecen en nada a los que hemos
descrito antes. La habitación es mucho más pequeña y tiene un mobiliario
bastante más sencillo. Se acabaron los cortinajes y los recargados adornos de no
hace tanto. Copiando el estilo de los Estados Unidos, las camas pueden quedar
empotradas en la pared dejando la habitación convertida en un sitting-room. Pero
lo que más hay que resaltar es la influencia del plumbing del nuevo mundo puesto
que ya no se acepta la falta de un cuarto de baño. A veces incluso hay, en la
misma habitación, uno para el señor y otro para la señora. También hay que
resaltar que, en los países muy calurosos, la bañera se sustituye en ocasiones
por una ducha. Por lo demás, en los apartamentos, simplificados a veces hasta el
ascetismo, no se está más que para dormir y cuando se está en ellos es porque se
está utilizando el cuarto de baño. El antiguo “salón de conversación” ha quedado
bastante relegado, sobre todo el “salón de lectura” de la tradición romántica ya
que nadie los frecuenta, sobre todo si son cerrados, porque se prefiere los que
se encuentran en el hall, abiertos por todos lados y a través de los cuales pasa
todo el que quiere. Añadamos - el dato es importante - que ya no se engalanan
para la soiré sino tan solo para algunas fiestas especiales. Se prefiere que
sean cómodos ya que el avión ha habituado a la gente a equipajes ligeros.
Naturalmente, la mesa de huéspedes ha desaparecido. Fue Ritz quien le dio el
golpe de gracia. En los barcos, la “mesa del comandante” ha cambiado de función.
Ahora una elite cuidadosamente seleccionada por el comisario se acerca a ella
por turnos. En los comedores solo hay ahora mesas pequeñas y separadas que
evitan tener con el vecino el contacto que se buscaba no hace tanto, por lo que
se ignora quien es. En el lugar del salón de antaño encontramos el bar, que
parece haberse convertido en la pieza central. Se tiene la impresión de que si
está allí o en la piscina es porque todavía hay algo así como una cierta vida
social. El aperitivo, considerado como algo vulgar, no se practicaba por la
gente elegante, pero hoy nos llega la costumbre procedente de los Estados Unidos
envuelta en un nuevo prestigio, adoptando la forma del coktail, aunque podría
decirse que el momento culminante del coktail ya ha pasado: los zumos de frutas
le están haciendo una competencia creciente.
La mesa de huéspedes tradicional ya no tiene hoy razón de ser puesto que la
clientela, extraordinariamente móvil, desayuna o cena fuera, en alguno de los
numerosos bistrots que hay en un radio de cincuenta o cien kilómetros y a los
que el automóvil permite llegar sin la menor dificultad. Añadamos que nuestros
turistas del siglo XX ya no tienen el estómago de Luis XIV o el de Luis XVI. Son
cada vez menos capaces estomacal y financieramente, sobre todo teniendo en
cuenta los precios ruinosos de algunos albergues, de hacer más de una comida
convencional al día. Por esta razón han surgido en todos los lugares turísticos
los snack bar, en los que es posible hacer comidas rápidas a precios razonables,
lo que permite concentrar el esfuerzo de cada día en cosas verdaderamente
interesantes.
En estas condiciones, sin necesidad de hacer referencia a los hoteles que no se
dedican al turismo, el régimen de pensión completa parece que tiende a ser
rechazado por los clientes. Cada vez se combina menos tanto si se trata de una
temporada como de un día. La media pensión solo se pide en contadas ocasiones
debido a que los visitantes aspiran a tener libertad de movimientos. En otros
casos tan solo se pide cuando, fuera de algunas horas fijas, se prevé un día con
un horario tan retrasado que termina por parecerse al de los españoles o
sudamericanos. Como ellos se acuestan tan tarde se levantan tarde también para
irse al baño. Después de la siesta en la habitación o en la playa se marchan de
excursión y a buscar algún buen mesón de una, dos o tres estrellas para terminar
la jornada en algún casino o en una sala de fiestas. De esta forma, la comida,
algo que se creía que formaba parte de las costumbres occidentales, lo mismo que
el breakfast y el five o’clock tea, tienden si no a desaparecer sí a reducirse
al mínimo. En el siglo XIX fueron los ingleses quienes en este sentido
impusieron sus costumbres, pero ahora son sobre todo los americanos y los
sudamericanos, por no hablar de otros extra europeos, quienes imponen sus
exotismos.
Se comprende que, en esta concepción del turismo, las diversiones hayan tomado
una importancia que en verdad no habían tenido antes. Existe una completa
organización de deportes como el golf, el tenis, el esquí acuático, el patinaje,
las pistas de bobsleighs, espacios preparados ad hoc para practicar el curling,
por no hablar del telesquí o telesilla de los que no queremos ya prescindir.
Existe también una organización de las distracciones de mañana, tarde y noche:
carreras de caballos, competiciones deportivas, galas de lujo. En Deauville,
Biarrit y Cannes el casino ocupa un lugar de primer orden. En definitiva, ya no
se trata de una vida de reposo sino de distracciones agotadoras. Y es que, en
realidad, se trata de un aspecto fundamental de las costumbres modernas, de
acuerdo con las cuales se busca menos la famosa relaxation de los americanos que
la diversión que contraste con el tren diario de una vida de trabajo y, hablando
con propiedad, de la evasión. ¡Ya se descansará al volver, en la calma del
despacho reencontrado! En los lugares donde la temporada es corta se tiene la
impresión de un torbellino que pasa con furia y después desaparece dejando solo
un silencio patológico.
Las nuevas condiciones del turismo han comportado una transformación del hotel y
de su gestión. Los establecimientos especialmente concebidos para una clientela
de gran lujo existe todavía y los hoteles que mantienen la tradición de Ritz son
bastante numerosos en Europa. Encontramos en ellos una dirección de tipo
personal, con una clientela en gran parte seleccionada y conocida de la casa. Es
en estos hoteles en los que se encuentran los raros supervivientes de las
antiguas elites mundanas junto a las estrellas de la riqueza o del éxito:
algunos reyes con o sin trono, magnates de las finanzas y de la industria,
personalidades con nombres conocidos, vedette del teatro o del cine.... Hay que
hacer constar que para pertenecer a estas elites especiales basta con figurar
entre los clientes de estos hoteles.
Existen, por el contrario, los grandes establecimientos ómnibus, aquellos que se
dirigen a un público no selecto pero sí rico y dispuesto a gastar su dinero. Son
los hoteles de tipo americano los que tienden a proliferar cada vez más en
Europa. Son excelentes, están magníficamente equipados con todos los adelantos
modernos, dotados de cuartos de baño, teléfono, radio y, a veces, hasta de
televisión, organizados y gestionados tan expertamente como una oficina o un
banco. El reverso de la medalla de todo ello es que tan indiscutibles
prestaciones no se consiguen más que a costa de una estandarización evidente,
casi agresiva, en la que la cocina no es objeto de una especial atención lo
mismo que el trato personal de los clientes (a pesar de que se recomiende a los
empleados que utilicen el tratamiento de “profesor” por aquí o de “doctor” por
allá, lo que siempre es de agradecer). ¿Qué es lo que falta entonces? Según
observó un cliente, estos hoteles son bellos y hasta maravillosos, pero son poco
confortables, están bien y hasta muy bien, pero se diferencian poco unos de
otros. Los famosos hoteles de la cadena Conrad Hilton acaban de atravesar el
Océano y podemos encontrarlos en Madrid y en Estambul. Se trata de una
concepción diferente a la de Ritz, dominada por los criterios de gestión propios
del nuevo mundo, en la que los servicios no están incluidos en el precio, se
impone la máxima mecanización del equipamiento, son establecimientos que aceptan
a la masa con tal de que “pague”. (Se sabe, por ejemplo, que el Stevens de
Chicago - hoy Conrad Hilton Hotel - tiene millares de camas, posee diez
entradas, numerosas baterías de ascensores y gran cantidad de salones, salas de
recepción, restaurantes y bares).
Queda ahora por saber si la clientela europea e incluso la clientela americana
en Europa se encuentran a gusto en estos hoteles, amenazados por la banalidad en
su misma perfección. Es posible pensar que no ha llegado a desaparecer la
preocupación por la calidad en el veraneo. Sería un error pensar que solo los
establecimientos de gran lujo pueden ofrecerla. En numerosos casos, algún hotel
concreto, con menos habitaciones pero gestionado de un modo personal, puede
alcanzarla. Conviene indicar sin embargo que las cargas sociales que benefician
a los trabajadores son tan altas que los criterios americanos amenazan con
extenderse cada vez más en el viejo continente y con idénticas consecuencias.
Paralelamente a la evolución de los hoteles y de las costumbres turísticas se
asiste, sobre todo en Francia, a un desarrollo extraordinario de los
restaurantes con buena cocina, una cocina de calidad, a veces incluso muy
ambiciosa, estrecha y celosamente seguida por una clientela entendida o que se
tiene por tal. Gracias al automóvil, un restaurante puede localizarse en
cualquier lugar porque la distancia ya no cuenta. Surge así toda una geografía
de la cocina, en la que se reencuentran antiguas especialidades provinciales,
las cuales vuelven a revivir aunque no sin alguna exageración publicitaria. La
guía Michelin, de indiscutida autoridad en la materia, establece entre los
establecimientos una jerarquía que es muy valorada por los viajeros y poco
importa hasta donde haya que desplazarse, se trate de un espléndido lugar o de
una carretera sin importancia. Son auténticos templos de la cocina a los que los
fieles van a cumplir con sus devociones. Los tea-room, establecimientos en los
que se sirve de todo y los snack-bar vienen a continuación. En ellos se sirve a
una clientela popular de la que hablaremos a continuación.
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Me apresuro a tratar el turismo popular porque, en efecto, es el que, sin duda,
ocupa el primer puesto. Se puede cuestionar si ha sido la necesidad de los
desplazamientos y de las vacaciones lo que ha suscitado el desarrollo de un
equipamiento turístico tan destacable o, si, por el contrario, ha sido la
existencia de este equipamiento lo que ha estimulado la generalización de los
viajes considerados como un placer o como una evasión. El moderno equipamiento
del turismo, la técnica perfeccionada de los viajes, magníficamente adaptada a
las costumbres actuales, en efecto, han hecho posible los grandes
desplazamientos de masas, pero no quisiera olvidar aquí, al menos en lo que
concierne a Francia, el magnífico papel de animador que ha jugado el Touring
Club desde 1890, sin olvidar el Alpin Club (1857), el Club Alpino (1875), el
Automóvil Club (1895) y la Oficina Nacional del Turismo (1935), así como las
numerosas asociaciones locales de iniciativas turísticas.
Sin embargo, los viajes populares organizados no experimentaron tan
extraordinario crecimiento hasta que se implantó legalmente el derecho a las
vacaciones pagadas en el año 1936 por el gobierno del Frente Popular, en
Francia, y su posterior generalización, lo que se considera como la expresión
simbólica de una espectacular transformación de las costumbres. Se quiera o no -
es paradójico que ciertos dirigentes del mundo obrero se hayan acostumbrado a
ello - se está invitando al descanso a toque de sirena y todo el mundo, sin
excepción, toma hoy vacaciones, algo que no ocurría en absoluto en el siglo
pasado.
Al llegarle el turno, las masas, con sus exigencias, han penetrado en este campo
reservado hasta ahora a una minoría de privilegiados. Las leyes de la Revolución
Industrial se han impuesto por tanto a los viajes, a los que se consideran un
producto más, lo que equivale a decir que, para que tengan éxito de mercado, han
de hacerse en grupo y en serie. Esta es la razón de que, en virtud de una lógica
implacable, la individualidad y la fantasía en el turismo han cedido el paso a
la organización. Nos encontramos, por consiguiente, en plena época
administrativa, como heredera de la edad de la mecanización de la que acabamos
de hablar más arriba. En efecto, aunque ha aumentado la rapidez de los
transportes, las trabas administrativas han aumentado paralelamente, de manera
que hoy es más difícil viajar solo a la vez que es más fácil viajar en grupo. Se
tiene necesidad de contar con apoyo técnico para conseguir los billetes
colectivos y para realizar itinerarios combinados. Las dificultades para cambiar
moneda hacen necesario acudir a especialistas, a veces diferentes de los
banqueros, cada vez que se atraviesa una frontera. Para salir de Europa las
formalidades de visado y vacunación son insoportables sin el concurso de
expertos intermediarios. En los tiempos en los que los desplazamientos eran
difíciles por razones distintas, como la inseguridad de los caminos o la
insuficiencia del equipamiento turístico, los aristócratas de los viajes, sobre
todo los extra europeos, se hacían acompañar por mensajeros (courriers) a los
que les encargaban la organización material del itinerario. Ahora los mensajeros
han sido reemplazados por los agentes de viajes. Cuando se trata de billetes de
ida y vuelta o de tours organizados y acompañados son las agencias de viajes las
que se encargan de todo, del transporte, los hoteles, los guías y del pago de
estos servicios. Una vez en sus manos y embarcados no hay que ocuparse de nada.
El siglo XIX no conoció en materia de transporte más que el ferrocarril y el
coche, pero los viajeros de hoy cuentan con una gama infinitamente diversificada
de medios, por lo que la distancia puede decirse que ya no es un obstáculo
insalvable. ¿Cómo se hacen los desplazamientos? En tren, generalmente, pero cada
vez más en avión. Además se organizan cruceros por mar que ponen a nuestro
alcance regiones hasta no hace tanto inalcanzables. Los desplazamientos en
automóvil son cada vez más corrientes, sobre todo en el caso de viajes
familiares por ser la solución más barata. La “caravana”, remolcada por el auto,
es muy utilizada. Con ella se asiste al espectáculo de la tortuga que porta su
propia casa. También hay un gran número de viajeros, solos o en pareja, que
utilizan la moto, el scouter o el velomotor. Pero no olvidemos el autocar, medio
que ha transformado las excursiones poniendo a nuestra puerta el sight-seeing.
De cualquier forma, la movilidad es muy alta, se disponga o no de medio propio
de transporte, por lo que la dificultad de mantener durante un periodo de tiempo
a la clientela en un lugar es cada vez mayor.
¿Donde se alojan los turistas cuyos medios de transporte no son precisamente de
lujo o de alto confort? Unos, en las caravanas, de las que ya hemos hablado
antes; otros, en gran número, en los campamentos preparados para albergar a los
viajeros que se desplazan en automóvil. Los “campistas”, esa especie nueva, han
hecho del movimiento la norma. Se comportan como si fueran nómadas y por ello ha
habido que reglamentar sus desplazamientos. Los camping, organizados a la manera
de los “motels” americanos se han generalizado. Pero la masa de turistas sigue
prefiriendo la solución hotelera y por ello han crecido extraordinariamente los
hoteles modestos. Durante la temporada alta, algunos recurren a las habitaciones
de alquiler en casas privadas. Los organizadores del turismo se enfrentan ante
un problema nuevo, el del hotel popular, con precio necesariamente bajo pero al
que se exige el “confort moderno”, inexistente con anterioridad.
A esta clientela, que naturalmente viaja para distraerse, hay que facilitarle
medios de distracción. Este es un aspecto del turismo y de las vacaciones que ha
cambiado y que exige de un modo generalizado un equipamiento y una técnica
específicos. Lo que hemos dicho de las distracciones de las clases acomodadas se
aplica estrictamente a las clases populares. Los deportes tienden a
generalizarse, bien se trate de la nieve, la navegación o la ascensión de
montañas. La curiosidad por conocer los lugares más famosos, los monumentos más
alabados, las ciudades más hermosas ya no están en absoluto limitadas a las
clases medias ya que en la actualidad se han generalizado a todas las clases.
Pero una vez alcanzado este nivel, la política turística desborda la iniciativa
privada para entrar en el ámbito de las autoridades municipales, provinciales,
regionales e incluso nacionales. Los desplazamientos se cuentan por cientos de
miles y por millones, se trata de movimientos humanos de los que los servidores
del Estado no deberían desentenderse.
Sin necesidad de que los hombres hayan intervenido en ella por una economía
dirigida, la Naturaleza está en presencia de unas migraciones masivas similares
a las migraciones de las aves. Hay una punta en verano y otra en invierno. Los
deportes de invierno se han generalizado poniéndose al alcance de los bolsillos
modestos gracias a la organización colectiva. Las salidas, por ello, se agrupan
alrededor del Año Nuevo, época en la que las estaciones de montaña sufren una
afluencia desconocida hace cincuenta años. Pero es sobre todo en verano cuando
se producen las grandes mareas turísticas. Ocasionadas por el régimen
generalizado de las vacaciones pagadas, las mareas tienden a concentrarse entre
el 15 de julio y el 15 de agosto. El flujo comienza a principios de julio, pero
en septiembre se produce rápidamente el reflujo, para comenzar de nuevo y cada
vez antes. Agosto se ha convertido sin duda en el gran mes del turismo y de las
vacaciones. En los grandes balnearios del Mediterráneo, del Atlántico o del
Canal de la Mancha todas las clases sociales se encuentran en el mismo lugar
hasta el punto de que se tiene la impresión de que los unos vienen a ver cómo se
divierten los otros. Un espectáculo que es bastante ruidoso. Después viene
inmediatamente la calma. Comienza entonces una segunda temporada, esta vez más
elegante, aristocrática y distinguida, como la del pasado, una especie de
veranillo de San Martín. Pero esto nos lleva a tomar conciencia de las
dificultades de la gestión hotelera para hacer frente a situaciones tan
bruscamente cambiantes.
Pongamos solo un ejemplo del cambio que se ha producido en el equilibrio de las
temporadas: el aristocrático Cannes de Lord Brougham no despertaba de su sueño
estival hasta que llegaban las primeras lluvias de otoño, a principios de
octubre. La gente respiraba entonces y el personal hotelero que venía de Suiza
preparaba los hoteles para la clientela de invierno. En el pasado era
imprescindible si se quería mantener un cierto crédito de mundano ser visto al
menos una vez en la Costa Azul antes de la Pascua, sobre todo en Carnaval. Pero,
inmediatamente, en mayo, las pensiones y los hoteles cerraban y la Riviera caía
en el sopor del verano, quedando durante varios meses en manos de los jugadores
de bolos y de los parásitos habituales de los cafés tomando una copa de absenta
o simplemente una infusión bajo la fresca sombra de los plátanos de indias. Todo
esto ha cambiado ahora y es en diciembre y en enero cuando hay que ir a buscar
la calma y el silencio en una Croisette desierta, aunque Niza, siempre animada
pero con una animación distinta, se ha convertido ya en una capital regional
cuya prosperidad no depende mas que parcialmente, aunque parezca increíble, del
turismo. Han sido los americanos los que parecen haber iniciado la temporada
veraniega en el litoral mediterráneo, o cuando menos cumplieron un papel de
cebo. Durante la primera guerra mundial, a partir de 1917 o 1918, la Armada
americana instaló en los Alpes Marítimos hospitales y casas de reposo para los
soldados heridos convalecientes y para los que disfrutaban de permiso. Después
del armisticio, y sobre todo, después de 1920, los excombatientes que habían
estado en este soleado litoral quisieron volver pero no ya en invierno sino en
verano, es decir, durante sus vacaciones. De esta forma empieza a configurarse
una migración estival que integra no solo una clientela americana sino también
francesa y europea. En 1922 el movimiento era ya importante y en 1925 o 1926 ya
estaba consolidada la moda con un éxito que sigue manteniéndose. En 1912, el
propietario del hotel de Cap d’Antibes, M. Sella, construyó una piscina de agua
de mar. Fue una idea genial ya que, ¿como podía él prever el cambio de las
temporadas turísticas?
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Hemos distinguido en el turismo moderno un periodo aristocrático y un periodo
democrático, uno romántico y otro en vías de rápida industrialización. El
turismo de calidad de antaño ha sido sustituido por un turismo de cantidad,
igualitario y acorde con las exigencias de la racionalización mecánica. Es el
reflejo fiel de la evolución que ha experimentado nuestra civilización. En esta
evolución, que cubre ahora casi dos siglos después de Rousseau del lago de
Bienne, encuentro dos personalidades de las que no quisiera olvidarme: Ritz en
el periodo aristocrático y Cook para el democrático. La obra de Cook es más
duradera. Ritz, aquel meteoro, suscita la nostalgia de un mundo maravilloso que
ya ha desaparecido. Si puede o no revivir aunque sea bajo formas adaptadas a las
condiciones de este siglo es una cuestión muy seria que formulo pero que tal vez
sea implanteable.
César Ritz fue el mago que concibió, organizó y dirigió los hoteles de lujo del
Ancien Regime turístico que estuvo en vigor hasta 1914. Durante el primer tercio
del siglo XIX y hasta el comienzo del siglo XX puede decirse que fue el animador
de la vida elegante de la que fue de alguna forma el maestro de ceremonias, una
actividad absolutamente personal por su parte ya que allí donde él estuviese
atraía la presencia de reyes, magnates y figuras de mundo. Nacido en 1850,
enfermó en 1902 y se retiró de la vida activa, pero entre 1870, sobre todo entre
1880 y principios de siglo, puede decirse que estuvo presente en todo lo que de
importante se hizo en el seno del turismo de alto nivel, en todo lo que tuvo que
ver con el ocio organizado de lo que entonces se llamaba “la crema”. Ni los
viajes, ni los veraneos, ni los hoteles de lujo fueron después de él lo que
habían sido antes.
¡Una brillante carrera! Ritz fue el décimo tercer hijo de una familia de la
montaña que vivía en Niederwald del Valais, en el camino de Brigues, en el
puerto de la Furka. En su infancia guardaba el ganado familiar, pero la
Exposición Universal de 1867 le llevó a París siendo muy joven. Lo encontramos
como chico para todo trabajando en el hotel de la Fidelité, después en un bar y
más tarde en un restaurante de precio fijo. La víspera de la guerra
franco-prusiana entró en Casa Voisin, donde, bajo la dirección de Bellanger que
era el dueño, aprendió a servir y a conocer a la gran clientela internacional:
el príncipe de Gales, el conde Nigra, Sarah Bernhardt, las vedette del teatro y
de la vida alegre porque las mujeres elegantes no iban a los restaurantes. En
Casa Voicin aprendió, y lo hizo con una maestría extraordinaria, a dirigir a la
clientela hacia los vinos de cava que él recomendaba. El mismo Bellanger estaba
maravillado. Algo más tarde, en 1872, cuando llegó la paz, descubrió en el
Splendide los problemas de los hoteles de lujo: “¿Por qué no hay agua helada ni
cuarto de baño?”, dijo delante de él un americano, y la observación fructificó
en la fértil imaginación de este maitre de hotel nato. Este aprendizaje, que él
aprovechó al máximo, continuó en Viena, en el restaurante De los Tres Hermanos
Provenzales y en el Gran Hotel de Niza, donde llegó a ser el encargado del
restaurante. En 1874 era maitre del hotel Righi-Kulm. Fue aquí donde la suerte
le llevó a conocer al famoso animador hotelero suizo, el coronel Pfyffer
d’Altishofen, el fundador del Gran Hotel Nacional de Lucerna, de reputación
europea.
Fue una circunstancia totalmente excepcional la que hizo que el coronel fijara
su atención aquel maitre de hotel que todavía era totalmente desconocido.
Veamos lo que dice Mme. Ritz en el libro que ella escribió sobre su marido (M.
L. Ritz: César Ritz, Editions Tallandier):
Estábamos en septiembre y la temperatura descendió a menos ocho grados.
Desgraciadamente, el sistema de la calefacción se averió. Esperábamos a un grupo
de cuarenta viajeros americanos muy ricos para el desayuno. Entonces Ritz ordenó
meter cuarenta ladrillos en la estufa y luego mandó llevar la mesa de huéspedes
al salón rojo, que era más pequeño. Encargó que llevaran cuatro jarrones de
cobre desde el hall hasta el salón y, cuando los viajeros llegaron, los recibió
allí, donde ya la mesa estaba servida. Los cuatro jarrones habían sido llenados
con brasas de carbón vegetal y calentaban perfectamente el ambiente. Cada
cliente encontró bajo la mesa, a sus pies, un ladrillo caliente envuelto en
lana. El desayuno comenzó con un consomé hirviendo y terminó con crepes
flambleados. Reconfortados y nutridos, los viajeros se marcharon encantados sin
percatarse del frío.
Pfyffer oyó hablar de este singular suceso y quiso conocer al héroe. Esto supuso
para Ritz como poner un pié en el estribo. El coronel no tardó en llamarlo a la
dirección del National y esto constituyó el inicio de una carrera fulgurante. No
solo como maitre de hotel sino también como organizador, creativo y animador de
los más grandes establecimientos de lujo de la época. Ritz renovó totalmente la
industria hotelera. Trabajó en el National de Lucerna, el Roches- Noires de
Trouville, el Grand Hotel de Baden-Baden, el Frankfurter-Hof, las Termas de
Salso-Maggiore, la Villa-Hygeia de Palermo, el August-Victoria de Wiesbaden, el
Iles-Britaniques de Menton.... Pero fue en Inglaterra donde llegó a tener el
puesto más importante de su carrera. El Savoy de Londres era un adelantado del
progreso hotelero, lo mismo que Inglaterra estaba a fines del siglo XIX a la
cabeza del progreso industrial y comercial: era ella la que daba el tono en
turismo. En el Savoy había sesenta cuartos de baño, algo excepcional en Europa,
y todo clase de adelantos, sobre todo los ascensores, considerados como ascendig-rooms...
Invitado por el propietario a dirigir el restaurante, Ritz llegó a ser director
del hotel en 1889, puesto en el que permaneció hasta 1898. Por iniciativa de
Ritz, se construyeron los hoteles Carlton de Londres y Ritz de París con
capitales ingleses. Como culminación de su extraordinaria carrera se
construyeron bajo su dirección hoteles Ritz por todas partes, en Madrid, El
Cairo, Johannesburgo... Un hotel Ritz es sinónimo de establecimiento de gran
lujo en el que uno se puede inscribir con los ojos cerrados ya que la marca es
indiscutida.
Semejante obra da testimonio de una personalidad excepcional y de una capacidad
de imaginación hotelera y turística asombrosa así como de una seducción personal
incomparable. Ritz renovó la concepción del hotel, la cual aun destaca después
de medio siglo por su proyección e iniciativas. Siempre preocupado por la
importancia de la cocina, por la calidad de los vinos en los que era un experto,
estableció el principio de que los establecimientos en los que él estuviera
debían tener una mesa particularmente refinada. Su asociación con el gran
cocinero Escoffer se hizo famosa. Bajo su influencia, la antigua sala comedor,
envarada y aburrida, pasó a mejor vida. Se eliminó la mesa de huéspedes y se
pusieron en su lugar mesas para un número reducido de comensales. El personal de
servicio se diferenció jerárquicamente por medio de uniformes y graduaciones,
desde el camarero más modesto hasta el maitre. Estos uniformes fueron creados
por Ritz y por Escoffer y aún siguen utilizándose en la actualidad, a excepción
del de maitre, que ya no es un uniforme sino una chaqueta negra y un pantalón a
rayas. Ritz llegó a influir incluso en la hora del almuerzo y en el lugar que
ocupa en la vida elegante. Fue él quien hizo del five o’clock una institución y
organizó primero en Londres y París y después en otras capitales europeas
elegantes cenas en los hoteles, consiguiendo, lo cual es toda una proeza, que
las mujeres elegantes las aceptaran y desearan participar en ellas. Severo con
la vestimenta y enemigo de la improvisación, organizó para los grandes de este
mundo fiestas cuya descripción nos parecería hoy como salidas de las Mil y una
Noches. Reyes, príncipes y magnates le encargan cenas especiales para las que le
dan carta blanca y dejan a los invitados maravillados. Parece como si durante
veinticinco años presidiera una fiesta perpetua evocadora de esa “dulzura de
vivir” propia del antiguo régimen de la que hablara Talleyrand.
Su influencia no fue menor en lo que se refiere a las habitaciones de hotel y al
mobiliario. El tuvo lo que se puede llamar un precursor y en gran parte un
inspirador en la persona del creador del Savoy, Richard d’Orly Carte. Fue él
quien, en este hotel de vanguardia, multiplicó los cuartos de baño y quien
también iluminó con bujías eléctricas el Savoy-Theater (conocido como The
Electricity). Ritz heredó la tradición de los pesados cortinajes, los felpudos,
los flecos, las borlas, las polveras y también los tocadores provistos de
jofaina y depósito de agua. Bajo su influencia se generalizó el cuarto de baño
moderno en cada habitación y fue también él quien suprimió los papeles pintados
para hacer pintar las paredes. Dedicó una especial atención al mobiliario, sobre
todo en el caso del Ritz de la plaza Vendome y quien por primera vez utilizó la
iluminación indirecta.
Se puede decir, en definitiva, que Ritz fue quien puso en marcha las
distracciones y las vacaciones de toda una época, las que describen Paul Bourget,
Abel Hermant y Marcel Proust. Contar su vida es evocar las figuras elegantes que
marcaron el antiguo régimen, el que llegó a su fin en 1914. Vemos al príncipe de
Gales, el futuro Eduardo VII, uno de sus más fieles clientes, a Lady Grey, la
animadora de la sociedad londinense en la cumbre de su gloria, la zarina,
trágicamente desaparecida, Boni de Castellane, aquel brillante príncipe de la
fantasía y del lujo, así como a numerosos príncipes alemanes ya olvidados,
grandes duques rusos que desaparecieron con la revolución, a Melba, Sarah
Bernhardt, y la cohorte de magnates de las finanzas, sobre todo el grupo de las
minas de oro del África austral, Cecil Rhode, Sir Alfred Beit, Barnato... Estos
nombres están hoy en el olvido, pero la obra de Ritz subsiste en la historia,
una obra que es como el reflejo de un pasado legendario. Uno se pregunta si
puede aparecer hoy otro Ritz.
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Si he hablado antes de Ritz aunque es posterior a Cook se debe a que la
influencia del iniciador de los viajes colectivos es posterior a la del genial
hotelero. El turismo democrático del siglo XX estaba ya presente en la obra
realizada en el siglo XIX por la famosa empresa Cook and Son. Nos referimos, en
efecto, a Thomas Cook (1808-1892), y a su hijo, colaborador y sucesor, John
Mason Cook (1844-1898). Esta obra puede resumirse íntegramente por el epitafio
del padre: He made travel easier, es decir, hizo más fáciles los viajes. (Cf.
John Pudney: The Thomas Cook story, Londres, Michel Joseph).
Ritz era ante todo un profesional de la hotelería, pero la carrera inicial de
Cook no le preparó en absoluto para la asombrosa actividad turística que
desempeñó. Sus mismas convicciones le llevaban en realidad en una dirección
completamente ajena al turismo. Ebanista de profesión en Leicester, era el
apostolado de la abstinencia lo que de verdad le apasionaba. Total absteiner,
teatotaller convencido, era también enemigo jurado del tabaco. Toda la ideología
puritana, liberal y misionera de la época victoriana se condensaban en este
batista ferviente con espíritu de proselitista evangélico. Fue con motivo de la
organización de una manifestación de antialcohólicos cuando él llegó a concebir
los viajes colectivos. El 5 de julio de 1841, cuando todavía era ebanista, tuvo
la idea de fletar el primer tren para una excursión colectiva desde Leicester a
Loughborough con el fin de transportar un grupo importante de militantes para
asistir a una manifestación. El desplazamiento incluía los trayectos de ida y
vuelta en ferrocarril así como el avituallamiento de los participantes. Concertó
con la Midland Railway, entonces en sus comienzos, preparar un tren especial
para la circunstancia. Este fue el primer personnally conducted tour, y todo lo
que vino después se deriva de él. Hay quien dice que antes de esta fecha
histórica tuvo lugar una excursión colectiva de la misma naturaleza para asistir
a la ejecución de la pena capital en los Midlands, pero puede decirse que todo
el honor de la innovación recae sobre este brillante ebanista, cabinet maker and
wood turner, editor del Monthly Temperance Magazine, de la revista The
Antismoker y portador del blue ribbon de los antialcohólicos.
El mitin de Loughborough tuvo tanto éxito que por todas partes se pedía a Cook
que organizara otros mítines de antialcohólicos con los mismos métodos. Antes de
esta fecha histórica, Cook solo había viajado una vez en ferrocarril y ya por la
tarde del día de su triunfo no dudaba de la prometedora carrera que acababa de
abrirse ante él y, de un modo más general, de la nueva actividad que aun no se
llamaba turismo. A partir de 1842 pasa a dedicar lo mejor de su tiempo a
organizar manifestaciones de antialcohólicos así como excursiones de escolares
los domingos utilizando medios de transporte colectivo bajo su dirección. Fue a
partir de entonces cuando se estableció como excursion agent en Leicester. Por
su parte, su esposa abrió un hotel para antialcohólicos.
La empresa obtuvo un éxito completo. Su expansión se debió exactamente a que
respondía a las nuevas necesidades de la época y parecía de alguna forma
comprensible. Al principio se trataba de excursiones colectivas en tren en un
radio relativamente limitado: Liverpool, Glasgow, Gloucester, Bristol... Muy
pronto se expandió a toda Inglaterra. En 1851, Cook organizó la visita de la
Exposición Universal de Londres y tuvo la idea del primer viaje obrero de
estudios a la capital. Desde entonces consigue el horizonte nacional y es lógico
que el negocio consiga expandirse por el continente. En 1855 organiza una visita
a la Exposición Universal de París, una vez más bajo el signo del
antialcoholismo pero también, como buen idealista que era, para contribuir a la
paz universal y al acercamiento de los pueblos. Por entonces funda una revista,
The Excursionist, cuya publicación continuará hasta la segunda guerra mundial.
En 1857 organiza el primer viaje circular por el continente en Bélgica, Alemania
y Francia, viaje que él conduce personalmente ayudado por un intérprete ya que,
como buen inglés, no sabía ni una palabra de francés. A continuación se ocupa de
Suiza y de Italia y empieza a soñar con Estados Unidos, Egipto y los países
orientales de la Biblia (eastern lands of the Bible), los cuales tenían para él,
como batista de confesión que era, un gran atractivo. Cook lo hizo todo desde el
principio con la ayuda de su hijo, que nació ciertamente en el seno del turismo,
y de un único empleado, pero fue él quien hizo todo lo posible para que la
administración del negocio de perfeccionara. En 1864 trasladó la sede de
Leicester a Londres, primero a Fleet Street y después al edificio que luego se
hizo famoso del Ludgate Circus.
El horizonte de Cook se extendió por todo el planeta. En 1865 tomó contacto con
los Estados Unidos país en el que firmó un acuerdo con American Express y las
compañías ferroviarias. En 1867, con motivo de la Exposición Universal de París,
20.000 visitantes procedían de su organización. Después, en 1868, lo vemos en
Egipto y Palestina, con barcos en el Nilo, y más tarde en la India. En
definitiva, en el mundo entero. Cook está lleno de ideas y preparado para
organizar no importa qué tipo de viaje. En 1871, después del armisticio y de la
Comuna, envía a París, todavía humeante por los incendios, turistas británicos
ávidos de visitar la capital después de las penalidades pasadas. En 1882 se
encarga de preparar y de conducir el viaje del príncipe de Gales a Oriente y
acepta en 1884 la responsabilidad del avituallamiento de la expedición a Jartum
en auxilio de Gordons, algo que es inusual para una empresa turística. La
empresa Cook and Son se especializó en viajes de reyes: la vuelta al mundo de
los dos hijos de Eduardo VII (uno de los cuales era el futuro George V), los
desplazamientos por el mediodía de la reina Victoria, del príncipe de Gales que
terminó siendo el duque de Windsor. Años más tarde, la princesa Margarita se
dirigió a la famosa organización para hacer un viaje a Italia. Fue también esta
empresa la que, con motivo del jubileo de la reina Victoria en 1887, se encargó
de los príncipes indios. Uno de ellos le encargó un conducted tour con 200
servidores, 50 family attendants, 20 jefes, 10 elefantes, 33 tigres y miles de
baúles... La visita de Guillermo II a Palestina se hizo bajo su dirección: 120
alemanes, 100 bajas y su séquito y 25 periodistas. John Mason, que “acompañó”
este cortejo oficial, puede decirse que murió allí, en lo que podría
considerarse como una forma del campo de batalla. La comitiva del Kaiser
consumía abundante vino y licores pero él, como buen hijo de su padre que era,
no bebía más que agua, cogió el tifus y esta enfermedad le llevó a la muerte en
1898. Hay que reconocer que Dios puso a sus servidores en una terrible prueba.
El viejo Cook fue el iniciador, el creador de esta gran empresa y su hijo John
Mason el que la llevó a ser la organización mundial que todos conocemos. Es
cierto que Cook no se parecía en nada a Ritz. No era un hotelero, tampoco un
transportista sino un intermediario entre las compañías ferroviarias o de
navegación y los hoteles y los restaurantes. El se dio cuenta muy pronto, por un
golpe de genio, del papel del ferrocarril como fuerza social, como expresión de
la democracia. Nosotros tenemos que tener, dijo él, un ferrocarril para todos (Railways
for million) y coincidió con los pioneros ferroviarios con estos planteamientos,
puesto que también ellos se daban cuenta de que era más ventajoso transportar
muchos pasajeros a un precio bajo que a pocos con un precio alto. Pero él
comprendió también, sobre todo en una época en la que las complicaciones
administrativas de los viajes eran reducidas, que los viajeros, naturalmente
comodones, desean que la empresa se encargue de todo en su lugar. Desde sus
primeras realizaciones se consolidaron los viajes colectivos a pesar de los
reducidos medios de la época. Veamos, por ejemplo, las características de la Mr.
Cook’s excursion de Loughborough a Leicester el 5 de julio de 1841 un chelin por
el trayecto de ida y vuelta en tren; nueve coches abiertos para 570 pasajeros y
una orquesta. A la llegada a la estación se organizó una comitiva para atravesar
la ciudad al son de la música. Se preparó té y bocadillos para miles de
personas. También se organizaron juegos, discursos y conciertos de música. El
regreso se hizo a las diez y media de la noche... Al llegar a la estación, la
muchedumbre aclamó a los “pioneros” del turismo. El método que se empleó es muy
simple. Cook propuso a las compañías ferroviarias y de navegación: “Les compro
globalmente un conjunto de billetes y después yo me encargo de entenderme con
los turistas”. De este modo se abrió toda una serie de combinaciones de cuyo
desarrollo se llega al billete de ida y vuelta o circular, una práctica que hoy
se ha generalizado. Una vez que ha llegado a un convenio con el transportista,
Cook se dirige a los hoteleros a los que envía a sus clientes para que se ocupen
de alojarlos, encargándose él de garantizar el pago una vez que ha sido fijado
el precio. Los clientes entregan cupones-Cook que son aceptados muy gustosamente
por la mayor parte de los hoteles. Los viajeros de Cook no quedan nunca solos
hasta el punto de que las críticas no tardan en aparecer apiadándose de “esas
desgraciadas criaturas, agrupadas en escuadras de cuarenta personas que no se
separan en ningún momento, siempre siguiendo al guía quién delante o detrás las
obliga a formar un círculo como si fuera un perro de pastor”. Un panfletario
imagina un coro de turistas lamentándose: “Queremos rezar en las iglesias que
nos gusten, ir a los teatros que nos dé la gana, cenar en los restaurantes que
nos apetezca, pero no nos lo permiten”. Son críticas que se han hecho clásicas
pero se olvida a menudo que, en todo caso, los viajes se han facilitado y,
además, se han puesto al alcance de los bolsillos más modestos. Por otra parte,
Cook, pionero en tantos aspectos, se ocupaba también en los tiempos heroicos de
su negocio, de publicar sencillas guías en las que daba información sobre los
monumentos, las curiosidades y los lugares que él recomendaba no dejar de
visitar. De esta forma, la técnica de los viajes colectivos alcanzó si no su
perfección sí, al menos, consiguió definir sus elementos esenciales.
¡Pero qué diferencia entre Cook y Ritz! A Cook no le gustaba la buena cocina o
por lo menos no le prestaba demasiada atención. Si permitía que sus clientes
bebieran vino era pura condescendencia. Lo peor de los hoteles franceses,
escribió Cook, es que ponen vino con las comidas”. Si algunos viajeros son tan
inmorales como para pedir vino no es porque él lo promueva. Será asunto del
maitre y él tendrá que mirar para otra parte. La misma severidad demostraba con
el tabaco. La visita a la Exposición de Londres de 1862 la monta de acuerdo con
los principios de la más estricta abstinencia, aunque tiene en cuenta disponer
una sala, no son una implícita reprobación, “para los que piensa que no pueden
sobrevivir sin echar un poco de humo”. Siempre fue un moralista, lleno de
desconfianza ante el pecado continental ambiente: si los ingleses “tenían mucho
que aprender en París, también aprenderían allí a echar de menos el domingo
inglés y así apreciarían sus ventajas”. Pero el siglo XIX puritano puede que
esté más cerca de nosotros que las aristocráticas fiestas ritzianas desde el
punto de vista del turismo organizado que caracteriza a nuestro tiempo.
César Ritz estaría sin duda más desfasado hoy que John Mason o que el viejo
Thomas Cook con su acento de Leicester, muerto en 1892 a pocos kilómetros de
donde nació sin haber aprendido nunca una lengua extranjera. Ritz era un hombre
de su tiempo y ha pasado con él, mientras que los dos victorianos se comportaron
como precursores en la medida en que previeron y prepararon la vida
colectivamente organizada y encaminada hacia el periodo administrativo.
El negocio de Cook, asociado ahora a la Compañía Internacional de Coches-cama ha
seguido siendo propiedad de la familia hasta el fin de la década de 1920-1930,
habiéndose convertido en empresa mundial. Cuenta sus clientes por millones, los
empleados por decenas de miles y las sucursales por centenares en más de sesenta
países. La sede central, la que fundó un modesto ebanista ayudado por su hijo,
llegó a tener un Eastern Princes Departament, un Pilgramage Departament, y un
Air Travel Departament, sin contar los servicios de cambio de moneda que más de
un banco podía envidiar.
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Los tiempos heróicos del turismo han pasado ya. Cualquiera que sean los nombres
de los líderes eminentes de los que se ha tratado de hablar aquí con respecto a
la creación o la gestión de los establecimientos turísticos a la moda, de lo que
se impone hablar ahora es de la organización. En este sentido es evidente que
hemos llegado a la etapa de la eficacia en la que el turismo se ha convertido en
una profesión. Una profesión muy bien consolidada, con agencias nacionales e
internacionales, personal especializado, guías en la tradición perfeccionada de
las “Baedeker”, “Joanne” y “Michelin”, publicidad, redes bancarias y, en suma,
con una política propia en la que se interesan los políticos.
La generalización de los viajes, de los desplazamientos de vacaciones, de las
excursiones colectivas y de los cruceros no solo ha cambiado las costumbres sino
que también ha modificado las condiciones de los intercambios. Puede decirse que
el turismo se ha convertido en una de las más importantes “exportaciones
invisibles” ya que el turismo extranjero trae con él como un maná, o, a la
manera del Nilo, un aporte extraordinario de riqueza.
De esta forma, los viajes, el turismo y los hoteles se encuentran de lleno en la
edad industrial de la que se impone conocer sus leyes. A primera vista parece
que se trata de una corriente de sentido único, inexorable, pero no es seguro
que todo esté ya terminado. Podemos pensar que no ha terminado la preocupación
por la calidad en las vacaciones - y no me refiero con esto solo a los
millonarios- ya que siempre habrá gente con gustos refinados que sepan
distinguir, como en L’Invitation au Voyage lo que es “orden y belleza”.
Facilitarles lo que ellos desean no es solo cuestión de dinero sino de
educación. El hotel de tipo americano representa un indiscutible progreso y sin
duda hará escuela, como han hecho escuela los métodos industriales de los
Estados Unidos. Pero sería de extraordinario interés para la civilización que la
hermosa tradición hotelera europea no desaparezca.