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Breve comentario sobre la postura de la Iglesia
La Iglesia Católica ha mantenido con frecuencia una postura beligerante en contra de las ganancias, sobre todo cuando éstas no se han basado en un trabajo que aumente el valor. Bien conocida es la larga discusión sobre la licitud del tipo de interés13 (la usura).
Platón y Aristóteles (con su evidente influencia en la teología cristiana) ya mostraron poco aprecio por los asuntos económicos en general y financieros en particular14. La Iglesia también se opuso durante muchos siglos al cobro de intereses. Hoy todavía, muchos miembros destacados de la Iglesia, tienen opiniones muy negativas sobre todo lo que tiene que ver con la economía y con los beneficios. Ciertamente el Evangelio muestra muchas más simpatías por los pobres que por los ricos, pero yo creo que eso no debe interpretarse como un rechazo a la actividad mercantil, creadora de riqueza, sino como propuesta de ideal a alcanzar: el reparto de la riqueza conseguida.
Juan Pablo II15, en la encíclica Centesimus Annus, nos indica algunas ideas generales que pueden ser de interés para aclarar la postura de la moral católica: el libre mercado es un instrumento eficaz (aunque con limitaciones) para asignar recursos (puntos 34 y 42) y se reconoce la función de los beneficios (35) como índice de la buena marcha de la empresa, aunque la Iglesia no tiene un modelo económico concreto (43); se reconoce el papel del estado en la economía (48) y se declara la opción preferencial por los pobres (57), a la vez que se demandan organismos internacionales que orienten la economía hacia el bien común (58).
Como conclusión de lo anterior, y de forma muy simplificada, podemos colegir que, aunque son precisas numerosas mejoras en los mecanismos que regulan el mercado (sobre todo a nivel internacional), la doctrina social de la Iglesia considera positivo el mercado. Y volviendo a la distinción de Adela Cortina entre éticas de máximos y de mínimos, parece que esto se correspondería con una ética de mínimos, y, en consecuencia, aceptable por todos.
En definitiva aceptaremos (siempre como ética de mínimos, y, por tanto, asumible por todos) que la búsqueda del propio beneficio, dentro de las reglas del mercado, es éticamente aceptable, siempre que las actuaciones que llevan al beneficio contribuyan al bien común. Es más, la búsqueda del bien común, debe considerarse como algo éticamente positivo, y el beneficio puede interpretarse como un incentivo16 para alcanzarlo. En consecuencia, la valoración ética de las conductas en el mercado se deberá guiar por si éstas contribuyen o no a la consecución del bien común.
13 Puede verse un interesante resumen en Barrenechea (1995).
14 Véase Barrenechea (1995).
15 Juan Pablo II (1991).
16 Al que uno siempre puede renunciar, si así se lo pide su ideal.