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CONCLUSIÓN GENERAL
El sistema económico internacional muestra la existencia de regiones enteras envueltas en crisis sistemáticas, arrastradas por olas depresivas o en procesos francamente regresivos de sus tasas agregadas de crecimiento económico, de productividad y de rentabilidad. La new economy, que prometía ser la “panacea” de la recuperación y del desarrollo de Estados Unidos y, por ende, de la mayor parte de los países del orbe, luego de la caída de los NICs asiáticos y latinoamericanos (1994-1999) se derrumbó por su propio peso.
El único país que parece estar creciendo, en medio de la depresión y el desempleo en el capitalismo mundial, es China con tasas promedio anualizadas de 10.5% durante la década de los noventas del siglo XX, frente a caídas de más de una década en países como Japón (-0.4% del PIB en 2001 y -1%, en 2002), y tasas deprimidas en Estados Unidos (1% en 2001 y 0.7%, en 2002), que experimenta una crisis histórica de sus reservas de productividad y de rentabilidad de sus corporaciones multinacionales. De ello dan cuenta las recientes quiebras norteamericanas de gigantescas corporaciones como Enron (la mayor empresa energética del mundo), la telefónica WorldCom y Johnson&Johnson que han desatado escándalos financieros de impredecible trascendencia.
Lo mismo podemos decir de los países de la Unión Europea, cuyo líder, Alemania (0.5% del PIB en 2001 y proyectado de 0.7% en 2002), acusa también graves problemas de desempleo, precariedad del trabajo y declinantes tasas de productividad.
El panorama para América Latina, como vimos, no es más favorable; por el contrario la crisis, la reestructuración y las tendencias depresivas en curso, atacan inmisericordemente a los mercados de trabajo y extienden como nunca el desempleo, la miseria y la pobreza extrema.
La recuperación del capitalismo mundial está muy lejos y más aún con las políticas de ajuste que junto con otros factores (caída de la tasa de ganancia, capitalismo parasitario y especulativo, competencia, desempleo, etcétera), están provocando decrecientes tasas de crecimiento por lo menos desde la década de los ochentas del siglo XX.
El capitalismo mundial está navegando en una ola larga de signo depresivo que tiende a pronunciarse debido a que, en el contexto de la fase neoliberal y neomercantilista del imperialismo, entró en un foso sin salida donde las “salidas” que le quedan son, cada vez más (como se desprende de la estrategia global de Estados Unidos y sus imperios asociados), la guerra, el desempleo, la pobreza y la superexplotación del trabajo.
Las crecientes dificultades que el capital encuentra para producir valor y plusvalía en una escala que garantice la reproducción ampliada del sistema, aunadas a la hegemonía económica y política que en el ciclo general del capital mantiene el capital financiero y bancario de signo especulativo (que engendró las “burbujas financieras”, como vimos en la primera parte de este libro), explican la decadencia. Se confirma así la tesis final de Marx de que el capitalismo avanza hacia su bancarrota debido, entre otros factores, a las profundas crisis de sobreproducción y de realización de mercancías que en el fondo expresan crecientes dificultades para continuar produciendo, en condiciones “normales”, valor y plusvalía.
Lo anterior se expresa en la tremenda contracción del capital productivo global, con la consecuente eliminación de empleos productivos y la creciente generación de desempleo y subempleo frente a la creación relativa de empleos precarios y sin derechos para los trabajadores. El objetivo del capital y del Estado es flexibilizar el trabajo con vistas a convertirlo en precario y polivalente, al mismo tiempo que sus estrategias y políticas se proponen restituir sus condiciones de rentabilidad.
El mundo del trabajo experimenta una profunda crisis que no ha podido ser superada con los paradigmas que surgieron de la crisis para reestructurar el fordismo y el taylorismo. Las nuevas formas de explotación de la fuerza de trabajo conllevan fuertes presiones que tienden a borrar las diferencias estructurales que la anterior división internacional del trabajo había impreso a los procesos productivos entre los países del capitalismo central y los periféricos y dependientes del mundo subdesarrollado.
El capitalismo mundializado tiende a generalizar los mecanismos de intensificación de la fuerza de trabajo y a presionar la prolongación de la jornada laboral que en la actualidad está aumentando a nivel mundial, como constatamos en el último capítulo de nuestro estudio.
El nuevo “modelo” de relaciones laborales e industriales introducido por las corporaciones transnacionales con el apoyo del Estado reposa en los siguientes pilares: a) intensificación del trabajo, b) aumento progresivo de la jornada laboral, c) disminución de los salarios reales, d) intenso proceso de precarización de la fuerza de trabajo y del empleo, lo que implica sobre todo pérdida de derechos para los trabajadores y e) aumento del desempleo y el subempleo en todas sus formas, con el consecuente aumento de la pobreza.
La economía mundial que despunta en el comienzo del siglo XXI ha causado el declive de la agricultura, la industria y los servicios en todo el planeta. El llamado “sector de conocimiento” (o del analista simbólico) es extremadamente restringido y difícilmente podrá absorber a los trabajadores que están siendo expulsados de la industria, la agricultura y los servicios. El futuro inmediato para cada vez más sectores de la humanidad es el desempleo, el empleo precario, la miseria y la superexplotación del trabajo.
El mundo del trabajo es el de la mayoría de la humanidad; tendrá que ser reconstituido y reproducido al margen del capital, en el seno de sociedades y comunidades democráticas; sociedades basadas en nuevos paradigmas productivos, en la igualdad, la ética y las relaciones societarias, no de explotación, ni de dominio, sino de cooperación, solidaridad e intercambio cultural. Nuevas relaciones sociales de producción, de vida y de consumo, con un desgaste mínimo para aprovechar al máximo el libre desarrollo de las potencialidades de los trabajadores y la humanidad, tendrán que forjar los pilares del nuevo proyecto social.
Pero, no sobra recordarlo: para cambiar el mundo es necesario tomar el poder a través de una profunda revolución.