Isaías Covarrubias Marquina
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En el parque nacional de Tikal, Departamento de Petén, Guatemala, un guía del lugar nos conduce por alguno de los tantos parajes de la extensa selva que arropa lo que fuera, en algún momento de la historia, asentamiento de la civilización Maya. De repente, el guía señala un promontorio de tierra y sin dudarlo expresa “aquí existía un mercado”. A ninguna de las culturas prehispánicas más importantes les fue ajena la idea de mercado. Por su parte, los conquistadores ibéricos traían en sus alforjas, además de una nueva religión, una nueva lengua, instituciones mercantiles que reflejaban su desarrollo comercial e industrial. Sin embargo, cinco siglos después hay intelectuales que piensan en una suerte de brecha cultural que imposibilita a los pueblos latinoamericanos sustraer todos los beneficios inherentes a la operación de un sistema de libre mercado, un sistema capitalista. Esta tesis culturalista nos habla de la incapacidad de apropiarnos efectivamente del capitalismo desarrollado por Occidente, primero en Europa y luego en Norteamérica, Australia y más recientemente en Asia Oriental.
Son varios los mentores del pasado y formuladores más recientes de esta tesis, la mayoría imbuídos de prestigio intelectual y académico. Representan un amplio abanico de posturas que van desde la oposición civilización-barbarie expresada, hacia mediados del siglo XIX, por el argentino Domingo Faustino Sarmiento en su obra Facundo, pasando por las tesis que exaltan la condición “especial” del latinoamericano, como se deja entrever en el ensayo Ariel del uruguayo José Enrique Rodó y en La raza Cósmica del mexicano José Vasconcelos, escritos en las primeras décadas del siglo XX. Por su parte un teórico marxista, el peruano José Carlos Mariátegui, propone en 1928, en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, una reinterpretación de la condición indígena.
Más allá de sus diferencias, estas posturas tienen, como lo hace saber Monsivais (2000), al menos dos aspectos comunes, superpuestos en una cierta forma de creencias totalizadoras: la fe en el pueblo y la catalogación de las esencias nacionales. El pueblo es una entidad nutricia, la tierra fértil de la inspiración y la autenticidad, el ámbito de suprema abstracción donde conviven marxistas, nacionalistas y creyentes. Las esencias nacionales son lo que define a una sociedad y caracteriza deterministamente sus componentes: el Alma Nacional Argentina, el Ser Colombiano, el Ser Venezolano, la Mexicanidad, el concepto de “raza” en Mariátegui. No se debe desdeñar el impacto de este movimiento, en la medida que logró consustanciarse con el ideario político y social de la época. Por ello, se alinea con la configuración de una nueva utopía en torno a la revolución bolchevique, en primer lugar, y, algunas décadas después, en torno a la revolución cubana. En efecto, la utopía de la revolución, del cambio total del régimen de propiedad y actitudes mentales, del hombre nuevo, va a coincidir con la ilusión modernista de oponer un ser auténticamente latinoamericano al “Becerro de Oro” de Norteamérica.