Bernard de Mandeville
Hasta
ahora, la generalidad de los moralistas y filósofos han estado de acuerdo en
que la virtud no podría existir sin la abnegación; pero he aquí que un autor
moderno, muy leído por las personas prudentes, es de opinión contraria e
imagina que los hombres pueden ser naturalmente virtuosos, sin pena ni violencia[1].
Parece requerir y esperar bondad de la especie, como hacemos con el sabor dulce
de las uvas y naranjas, de las cuales, si alguna sale agria, afirmamos sin
vacilar que no ha alcanzado la perfección de que su naturaleza es capaz. Este
escritor noble (pues me refiero a lord Shaftesbury en sus Charactiristicks)
imagina que, puesto que el hombre está hecho para la sociedad, ha de nacer con
un bondadoso afecto para con el conjunto del cual forma parte y con una propensión
a procurar el bien del mismo. Como consecuencia de esta suposición, llama
virtuosa a toda acción realizada con el propósito de contribuir al bien público,
y vicio a toda actitud egoísta completamente ajena a esa intención. Respecto
de nuestra especie, considera a la virtud y al vicio como realidades constantes,
que han de ser las mismas en todos los países y en todas las edades[2],
e imagina que una persona de inteligencia sólida observando las reglas del
sentido común, no solamente puede descubrir ese pulchrum
& honestum[3],
tanto en la moral como en las obras del arte y de la naturaleza, sino también
gobernarse a sí misma por su propia razón, con la misma facilidad y habilidad
con que un buen jinete maneja de la brida a un caballo bien amaestrado.
El lector atento que haya visto
detenidamente la parte precedente de este libro al punto advertirá que no puede
haber dos sistemas más opuestos que el de Su Señoría y el mío. Admito que
sus ideas son generosas y refinadas, altamente halagüeñas para el género
humano y capaces, con un poco de entusiasmo, de inspirarnos los más nobles
sentimientos hacia la dignidad de nuestra levantada naturaleza. Lástima que no
sean acertadas. Si no hubiese demostrado yo, casi en cada página de este
tratado, que su solidez es inconciliable con nuestra diaria experiencia, no diría
lo que afirmo: pero para no dejar ni la sombra de una objeción si contestar, me
propongo ampliar algunas cosas que hasta aquí sólo he esbozado someramente,
con el propósito de convencer al lector, no sólo de que no son las cualidades
buenas y amables del hombre las que hacen superior, como criatura sociable, a
otros animales, sino, además, de que sería de todo punto imposible
educar a las multitudes de una nación
rica populosa y floreciente, o una vez educadas mantenerlas en tal condición,
sin ayuda de lo que llamamos el mal, tanto natural como moral.
Para mejor lograr lo que pretendo, analizaré
primero la realidad del pulchrum &
honestum, el tó xaróv[4]
de que tanto han hablado los antiguos. El sentido de éste consiste en inquirir
si realmente existen valor y excelencia en las cosas, preeminencia de una sobre
otra en la que coincidan todos los que bien las comprenden, o cuáles son las
pocas cosas, si es que hay alguna, que sean merecedoras de la misma estima y se le juzgue de igual manera en todos los países y en todas las edades. Cuando
emprendemos por primera vez la búsqueda de este valor intrínseco, y
descubrimos que una cosa es mejor que otra y una tercera mejor que ésa, y así
sucesivamente, empezamos a abrigar grandes esperanzas de éxito; pero, cuando
nos encontramos con varias cosas que son todas muy buenas o muy malas, nos
quedamos perplejos y no siempre de acuerdo con nosotros mismos, cuando mucho
menos con los demás. Existen diferentes defectos y bellezas, los cuales, así
como se alteran las modas y costumbres, y los hombres varían en sus gustos y
humores, serán admirados o reprobados de manera diferente.
Los entendidos en pintura nunca disienten
cuando compraran un buen cuadro con el adefesio de un novato; pero, ¡cuan extrañamente
han diferido respecto de las obras de maestros eminentes! Entre los conocedores
se forman bandos distintos y pocos son los que están de acuerdo en su estimación
en cuanto a épocas y países, y no siempre los mejores cuadros son los que
mejor se pagan; un original notorio valdrá siempre más que cualquier copia
hecha por una mano desconocida, aunque ésta fuera mejor. El valor que se
atribuye a los cuadros no depende solamente del nombre del maestro y de su antigüedad,
sino también, en gran medida, de la escasez de sus obras y, lo que es más
absurdo, de la calidad de las personas en cuya posesión se encuentran y del
tiempo que hayan pertenecido a grandes familias; y si los bocetos que
actualmente se encuentran en Hampton Court hubieran sido hechos por mano menos
famosa que la de Rafael, y su propietario un particular que se hubiera visto
obligado a venderlos, nunca habrían rendido ni la décima parte del dinero que,
aun con todas sus gruesas faltas, ahora se les adjudica como cotización.
Esto no obstante, estoy dispuesto a admitir
que el juicio relativo a una pintura puede llegar a constituir una certidumbre
universal o, por lo menos, no ser tan mudable y precario como en casi todas las
demás cosas. La razón es muy sencilla: hay una norma que procurar y que
siempre es la misma. La pintura es una imitación de la Naturaleza, una copia de
las cosas que los hombres tienen delante de sí por todas partes. Espero que mi
lector, con buen talante, me perdone si, al pensar en esta gloriosa invención,
hago una reflexión un tanto inoportuna aunque muy conducente para mi propósito
principal, el cual es de demostrar que, valioso como es el arte de que hablo, es
principalmente a una imperfección del más importante de nuestros sentidos a la
que debemos el placer y los embriagadores deleites que recibimos de este feliz
engaño. Me explico: el aire y espacio no son objetivos visibles, pero tan
pronto miramos con alguna atención, observemos que el tamaño de las cosas que
vemos disminuye gradualmente a medida que se alejan de nosotros, y nada más que
la experiencia adquirida en estas observaciones es lo que puede enseñarnos a
calcular, con tolerable aproximación, la distancia a que las cosas se
encuentran. Si un ciego de nacimiento recibiera súbitamente, a los veinte años,
el don de la vista, quedaría extrañamente perplejo ante las diferencias de
distancias y difícilmente sería capaz de determinar inmediatamente, guiándose
sólo por sus ojos, cuáles objetos estaba más cerca de él, si un poste casi
al alcance de su bastón o un campanario situado a media milla. Miremos desde lo
más cerca posible un agujero hecho en una pared, detrás del cual sólo haya
aire, y veremos solamente el cielo que llena el vacío y que aparece tan cerca
de nosotros como la parte trasera de las piedras circunscriben el espacio en que
faltan. Esta circunstancia, por no llamarla defecto, del sentido de la vista no
expone a cualquier engaño y todas las cosas, excepto el movimiento, se nos
pueden representar con arte en un plano, tal como las vemos en la vida y en la
Naturaleza. Alguien que nunca hubiese visto este arte en la práctica fácilmente
se convencería de que ello es posible mediante un espejo y no puede por menos
de pensar que los reflejos que los cuerpos muy lisos y bien pulidos proyectan
sobre nuestros ojos debieron de haber proporcionado la primera sugerencia para la invención del dibujo y la pintura.
En las obras de la Naturaleza, el valor y
la excelencia son igualmente inciertos y en el caso de las criaturas humanas, lo
que es bello en un país no lo es otro. ¡Cuán caprichoso es el florista en sus
preferencias! Unas veces será el tulipán, otras la prímula y otras el clavel
las flores que atraigan su estima, y cada año otra flor, a su juicio, vence a
todas las anteriores, aunque sea inferior a ella en forma y color[5].
Hace trescientos años, los hombres se afeitaban con el mismo esmero que ahora:
después se usaron barba, cuyo corte sufrió gran variedad de formas, tan
seductoras cuando estaban de moda como ridículas sería ahora. ¡ Qué mezquino
y cómico parece un hombre aunque por lo demás vaya bien vestido, si se pone un
sombrero de alas angostas cuando todos las llevan anchas! Y después, ¿no
resultará monstruoso el sombrero aludo, si el otro extremo ha estado en boga
durante largo tiempo? La experiencia nos enseña que estas modas no suelen durar
más de diez o doce años y que un hombre de sesenta habrá asistido, por lo
menos, a cinco o seis revoluciones de este género; sin embargo, los comienzos
de estos cambios, aunque hayamos visto varios, siempre parecen estrafalarios y
vuelven a ser ofensivos cada vez que reaparecen[6].
¿Qué mortal puede decidir si es más elegante -salvando lo que esté de moda
en la época- usar botones grandes o pequeños? Las múltiples maneras de
disponer acertadamente un jardín son casi innumerables y lo que en ellos
llamamos hermoso varía según los gustos de las naciones y de las épocas. En
los céspedes, arriates y parterres suele ser agradable una gran diversidad de
formas. Pero, a los ojos, tan grato puede ser un redondel como un cuadrado; un
óvalo no puede ser más adecuado para u lugar de lo que un triángulo lo es
para otro; y la preeminencia que el octágono tiene sobre el hexágono no es
mayor, en números, de lo que en azar significa el ocho sobre el seis en cuestión
de probabilidades.
Las iglesias, desde que los cristianos
pueden construirlas, tienen la forma de una cruz, con su parte superior
apuntando hacia el Este; y un arquitecto al que no faltara el espacio y pudiera
hacerlo sí, se desatendiese estas reglas se le acusaría de cometer una falta
imperdonable; pero esperar estas mismas disposiciones en una mezquita turca o en
un templo pagano sería necedad. Entre las muchas leyes beneficiosas promulgadas
en los últimos cien años, no es fácil señalar una de mayor utilidad, y al
mismo tiempo exenta de toda inconveniencia, que la que fina las normas para las
mortajas[7].
Los que tenían edad suficiente para entender las cosas cuando esta ley fue
sancionada, y viven todavía, recordarán el generalizado clamor que se levantó
en su contra. Al principio, para millares de personas, nada podía resultar más
horrendo que el ser enterradas en tela de lana y lo único hacía soportable la
ley era que dejaba espacio para que las personas preocupadas por la moda
cedieran a esta debilidad sin caer en lo extravagante, teniendo en cuenta los
demás gastos de los funerales en que hay que vestir de luto a varios y regalar
sortijas a muchos. El beneficio que esta ley produce a la nación es tan visible
que nada de razonable puede decirse para condenarla, por lo cual, al cabo de
pocos años, empezó a decrecer día a día el horror concebido contra ella.
Observé entonces que los jóvenes, que llevaban vistos pocos cadáveres en sus
ataúdes, eran los que primero se avenían a la innovación; pero los que, al
promulgarse la ley, habían ya sepultado a muchos amigos y parientes, fueron los
que durante más tiempo se mantuvieron en contra y recuerdo a muchos que
murieron sin llegar a reconciliarse con ella. Pero hoy en día, cuando casi se
ha olvidado ya el amortajamiento en lino, es opinión generalizada que nada
puede ser más decente que la lana y la manera actual de vestir al cadáver, lo
cual demuestra que nuestro agrado o desagrado hacia las cosas depende
principalmente, de la moda y la costumbre, y del precepto y el ejemplo de
nuestros superiores y de todos los qué, de una u otra manera, consideramos
mejores que nosotros.
No es mayor la certeza en moral. La
pluralidad de esposas es odiosa para los cristianos, y todo el ingenio y la
sabiduría desplegados por un gran genio en defensa de esta costumbre[8]
fueron rechazados con desprecio; pero la poligamia no horroriza al mahometano.
Lo que los hombres hayan aprendido en la infancia les esclaviza y la fuerza de
la costumbre retuerce a la Naturaleza y, al propio tiempo, la imita de tal
manera, que suele resultar difícil determinar cuál de las dos es la que
influye sobre nosotros. Antiguamente, en Oriente, las hermanas se casaban con
sus hermanos y era meritorio que un hombre desposara a su madre. Tales alianzas
son abominables, pero lo cierto es que, cualquiera sea el horror que nos inspire
el pensar en ellas, nada hay en la Naturaleza que se oponga a ellas, sino lo
edificado sobre la moda y las costumbres. Un mahometano religioso que jamás
haya probado un licor espirituoso, y vea con frecuencia a gente borracha, sentirá
aversión contra el vino tan grande como la que experimenta cualquiera de
nosotros, aun el más inculto e inmoral, por yacer con su hermana, y ambos se
imaginan que su antipatía proviene de la Naturaleza. ¿cuál es la mejor religión?,
es una pregunta que ha causado más daños que todas las demás juntas.
Formuladla en Pekín, en Constantinopla y en Roma y recibiréis tres respuestas
distintas sumamente diferentes entre sí, y todas, sin embargo, igualmente
positivas y perentorias. Los cristianos están muy seguros de la falsedad de las
supersticiones pagana y mahometana: hasta aquí, hay unión y concordia
perfectas entre ellos; pero preguntad a las varias sectas en que se dividen cuál
es la verdadera Iglesia de Cristo, y cada uno os contestará que la suya, abrumándoos
de argumentaciones para convenceros[9]
.
Es manifiesto, que buscar ese pulchrum
& honestum es como perseguir una quimera; pero no es ésta, a mi juicio,
la falta mayor. Las nociones imaginarias de que el hombre puede ser virtuoso sin
abnegación son una puerta ancha hacia la hipocresía, la cual, una vez que se
hace hábito, no sólo nos obliga a engañar a los demás, sino que nos hace
completamente desconocidos para nosotros mismos, y el ejemplo que voy a dar
demostrará cómo, por dejar de examinarse debidamente, podría ello ocurrirle a
una persona de dotes cualificadas y erudición, muy semejante al propio autor de
las Characteristicks.
Un hombre criado en el holgura y la
opulencia, se es de natural tranquilo e indolente, aprende a rehuir todo lo que
le molesta y opta por refrenar sus pasiones, más que por desagradarle los
placeres sensuales, por evitar los inconvenientes que acarrea la persecución
ansiosa del placer y la condescendencia hacia todas las exigencias de nuestras
inclinaciones; y es posible que una persona educada por un gran filósofo, de
carácter apacible y bondadoso al tiempo que excelente maestro, pueda, en
circunstancias tan felices, forjarse una opinión de sus adentros superior a la
que realmente merece y creerse virtuoso porque sus pasiones están adormecidas.
Puede elaborar bellas ideas acerca de las virtudes sociales y el desprecio hacia
la muerte, escribir sobre ellas en su retiro y exponerlas elocuentemente en
sociedad, pero nunca le sorprenderéis luchando por su país ni trabajando por
reparar alguna pérdida nacional. Un hombre entregado a la Metafísica puede
entusiasmarse con facilidad y creer que en verdad no teme a la muerte, mientras
ésta quede fuera de su vista; pero si se le preguntara por qué, poseyendo tal
intrepidez, sea por naturaleza o por haberla adquirido mediante la filosofía,
no se incorpora al ejército cuando su país esta en guerra; o cómo es que,
viendo a la nación constantemente saqueada por quienes la gobiernan, y tan
lamentablemente embrollados los asuntos del Tesoro, no presenta a la Corte y se
vale de todos sus amigos y sus intereses para hacerse ministro de Hacienda,
restaurando el crédito público con su integridad y sabia administración,
contestaría probablemente que ama la vida recoleta, que no tiene más ambición
que ser un hombre bueno y que nunca aspiró a formar parte del Gobierno; o que
odia la adulación y el protocolo esclavizante, la falsía de las Cortes y el
bullicio del mundo. Estoy dispuesto a creerle; pero es que no puede un hombre de
temperamento indolente y espíritu inactivo decir todo esto sinceramente y, al
mismo tiempo, transigir con sus apetitos sin poder dominarlos, aunque el deber
se lo ordene. La virtud consiste en la acción y el que sienta ese amor social y
ese benévolo afecto hacia su especie, y que por su cuna o calidad pueda
reclamar algún puesto en los negocios públicos, no debiera cruzarse de brazos
cuando puede servir, sino, por el contrario, esforzarse lo más posible por el
bien de sus conciudadanos. Si esa persona noble hubiese sido de talante guerrero
o de temperamento turbulento, seguramente habría elegido otro papel en el drama
de la vida y predicado una doctrina completamente contraria, porque siempre
empujamos a la razón hacia donde la pasión la arrastra y, en todos los seres
humanos el amor propio aboga por sus diferentes causas, proporcionando a caso
uno los argumentos que justifiquen sus inclinaciones.
Ese término medio tan alardeado y las
tranquilas virtudes recomendadas en las Charasteristicks no vales más que para
crear zánganos y podrían cualificar a un hombre para los estólidos goces de
la vida monástica o, a lo sumo, para juez de paz rural, pero nunca le harán
apto para el trabajo y la asiduidad, ni le impulsarán hacia los grandes logros
y las empresas audaces y peligrosas. El natural amor del hombre por la comodidad
y el ocio y la propensión a disfrutar de los placeres sensuales no han de
curarse con preceptos: las costumbres o inclinaciones profundamente arraigadas sólo
pueden dominarse con pasiones de violencia mayor[10].
Predicar a un cobarde y demostradle lo irracional de sus temores y no haréis más
valiente, como no le haréis más alto ordenándole que alcance los diez pies de
estatura, mientras que el secreto para levantar el ánimo que ha revelado en la
Observación (R) es casi infalible.
El miedo a la muerte es fortísimo cuando
estamos en el apogeo de nuestro vigor, tenemos buen apetito, vista penetrante, oído
fino y cada órgano desempeña bien su oficio. La razón está clara: la vida es
entonces sumamente deleitosa y nosotros tenemos mucha capacidad para gozarla. ¿Cómo,
pues, sucede que un hombre honrado acepte con tanta facilidad un desafío,
aunque tenga treinta años y disfrute de perfecta salud? Es su orgullo el que
domina su miedo, pues, cuando el orgullo no está en juego, el miedo es más
patente. si no está acostumbrado al mar, esperad a que se encuentre en medio de
una borrasca; o si nunca ha estado enfermo, a que tenga un dolor de garganta o
una fiebre ligera, y demostrará, mil ansiedades y, con ellas, el inestimable
valor que otorga a la vida. Si el hombre fuera naturalmente humilde y reacio a
las lisonjas, el político nunca lograría sus fines ni sabría qué hacer con
él. Sin vicios, la excelencia de la especie habría permanecido siempre oculta
y toda persona ilustre que se haya hecho famosa en el mundo es una rotunda
evidencia en contra de este simpático sistema.
Si el coraje del Gran Macedonio rayaba en
la locura cuando luchaba solo contra una guarnición entera, su delirio no era
menor cuando imaginaba ser un dios o, por lo menos, dudaba si lo era o no; y tan
pronto hacemos esta reflexión, descubrimos tanto la pasión como su
extravagancia, que levantaba su ánimo ante los peligros más inminentes haciéndole
soportar todas las dificultades y fatigas que hubo de padecer.
Nunca hubo en el mundo más claro ejemplo
de magistrado capaz y completo que el de Cicerón. cuando pienso en su solicitud
y vigilancia, en los riesgos verdaderos que supo eludir y en los desvelos que se
tomó por la seguridad de Roma; en su sabiduría y sagacidad para descubrir y
frustrar las estratagemas de los conspiradores más osados y sutiles, y al mismo
tiempo en su amor por la literatura, las artes y las ciencias, su capacidad para
la metafísica, la justeza de sus razonamientos, la fuerza de su elocuencia, la
pulcritud de su estilo, y el gentil espíritu que recorre sus escritos; cuando
pienso, digo, en todas estas cosas juntas, me asalta el asombro y lo menos que
puedo decir de él es que fue un hombre prodigioso. Pero, una vez ensalzadas
como merecen las muchas buenas cualidades que tenía, me resulta evidente, por
otra parte, que si su vanidad hubiese sido inferior a su mayor excelencia, el
sentido común y el conocimiento del mundo que poseía en grado tan eminente,
nunca habría llegado a ser, al mismo tiempo, un pregonero tan repugnante y
ruidos de su propia fama como en realidad fue, hasta el punto de componer un
verso que, de haberlo hecho un niño de la escuela, movería a risa: O!,
Fortunatam, etc.[11]
¡Cuán severa y estricta era la moralidad del rígido Catón, que firme y
sincera la virtud de aquel gran defensor de la libertad romana! Pero, aunque la
compensación que obtuvo este estoico por toda la abnegación y austeridad que
puso en práctica permaneció oculta mucho tiempo, y aunque su particular
modestia ocultó largamente al mundo, y tal vez a sí mismo, la debilidad del
corazón que le impulsó heroísmo, ésta quedó, sin embargo, al descubierto en
la última escena de su vida y, con su suicidio, quedó patente que era esclavo
de un poder tiránico, superior a su amor por su país, y que el odio implacable
y la envidia superlativa que profesaba a la gloria, la grandeza verdadera y los
méritos personales de César habían gobernado todas sus acciones durante mucho
tiempo, bajo los pretextos más nobles. Si este motivo violento no hubiese más
fuerte que su consumada prudencia, no sólo se habría salvado a sí mismo, sino
también a la mayoría de sus amigos, que quedaron arruinados al perderle, y si
hubiese sido capaz de dominarse, no cabe duda de que habría llegado a ser el
segundo hombre de Roma. Pero Catón conocía la mente sin fronteras y la
ilimitada generosidad del vencedor: a nada temía tanto como a su clemencia y
por eso eligió la muerte, porque era menos terrible para su orgullo que la idea
de brindar a su mortal enemigo la tentadora oportunidad de demostrar la
magnanimidad de su alma que César habría encontrado perdonando a enemigos tan
inveterado como Catón; oportunidad que, como creen los prudentes, el
Conquistador, tan sagaz como ambicioso, no habría dejado escapar si el otro se
hubiese atrevido a vivir.
Otro argumento para demostrar la disposición
benévola y el real afecto que naturalmente experimentamos hacia nuestra especie
es nuestro amor a la compañía y la aversión a la soledad que los hombres que
están en su juicio sienten en medida mayor que las demás criaturas. En las Characteristicks[12]se
le da mucho relumbre, expresado, como está, en un lenguaje excelente que lo
realza. Al día siguiente de leerlo por primera vez oí a mucha gente pregonar
arenques frescos, lo cual, al reflexionar acerca de los grandes cardúmenes de
éste y otros peces que se pescan juntos, me puso muy alegres, aunque me
encontraba solo; pero, mientras me entretenía con esta meditación, se me acercó
un sujeto vago impertinente, a quien tenía yo la desventura de conocer, y me
preguntó cómo me encontraba, aunque a las claras se viera que estaba tan
saludable y bien como nunca en mi vida. He olvidado mi contestación pero sí
recuerdo que no pude librarme de él durante un buen rato y que experimenté
toda la incomodidad de que se queja mi amigo Horacio por una persecución
semejante[13]
No quisiera que ningún crítico sagaz me
calificara de misántropo por esta breve anécdota; quien así lo hiciera estaría
muy equivocado. Soy un gran amante de la buena compañía y, si el lector no se
ha cansado de la mía, antes de demostrar la debilidad y ridiculez de esta
adulación a nuestra especie que acabo de mencionar, le ofreceré una descripción
del hombre que yo escogería para conservar, con la promesa de que, antes de
haberla terminado por completo, descubrirá que es útil, aunque al principio la
pueda tomar por una mera digresión ajena a mi propósito.
Deberá estar, por instrucción temprana y
habilidosa, totalmente imbuido de las nociones de honor y vergüenza, y profesar
habitualmente aversión a todo lo que pueda tender a la impudicia, la grosería
y la inhumanidad. Habrá de ser versado en la lengua latina y no ignorar la
griega y, además, comprender uno o dos idiomas modernos aparte del propio.
Deberá tener noticias de las costumbres y hábitos de los antiguos, pero
profundamente instruido en la historia de su país y las costumbres de la edad
en que vive. Además de Literatura, deberá haberse estudiado alguna ciencia útil,
visitando algunas cortes y universidades extranjeras y aprovechado
verdaderamente sus viajes. A veces deberá holgarse en el baile, la esgrima y la
equitación, conocer algo de caza y otros juegos campestres, sin estar atado a
ninguno y tomándolos a todos como ejercicios convenientes para la salud o como
diversiones que no interfieran en sus ocupaciones ni le impidan adquirir
cualificaciones más estimables. Deberá tener una idea de la geometría y la
astronomía, así como de la anatomía y la economía del cuerpo humano.
Entender de música como para ejecutarla es un logro, pero mucho es lo que puede
decirse en contra y, en cambio, me gustaría más que mi interlocutor supiera un
poco de dibujo, por lo menos lo necesario para poder apreciar un paisaje o
explicar el significado de cualquier forma o modelo que se le ocurriera
describir, pero nunca tocar un lápiz. Ha de estar acostumbrado desde muy joven
a la compañía de las mujeres honestas y no ha de dejar transcurrir una
quincena sin conversar con damas.
No mencionará los vicios groseros, como
ser irreligioso, putañear, jugar, beber o reñir, de los cuales nos guarda
hasta la más modesta educación; siempre le recomendaría practicar la virtud,
pero no soy partidario de que un caballero ignore voluntariamente nada de lo que
ocurre en la Corte o en la ciudad. Es imposible que un hombre sea perfecto y,
por tanto, puedo admitir algunas faltas si no puedo impedirlas; como, por
ejemplo, que entre los diecinueve y los veintitrés años los ardores juveniles
puedan a veces vencer su castidad, si lo hace con discreción; o si en alguna
ocasión extraordinaria, vencido por la insistente solicitación de alegres
camaradas, bebe más de lo que una estricta sobriedad permitiría, siempre que
lo haga con poca frecuencia y que no perjudique su salud o su temperamento; o
si, ante una gran provocación y con justicia de causa, alguna vez se viera
arrastrado a una pelea que la verdadera sensatez y una adhesión menos estricta
a las reglas del honor podrían haber evitado, siempre que no le ocurra en más
de una ocasión; si, como digo, hubiese sido culpable de tales cosas, y nunca
hablara ni, mucho menos, se jactara de ellas, podría perdonársele, o por lo
menos disculpársele, si más tarde las abandonara y, de allí en adelante,
fuera discreto. Los mismos desastres de la juventud han atemorizado a veces a
los caballeros, induciéndoles a un prudencia mucho más firme de la que
probablemente habrían adquirido si no hubiesen sufrido ninguna experiencia.
Para mantener a un joven alejado de la depravación y de las cosas abiertamente
escandalosas y no hay mejor que procurarle libre acceso a una o dos familias
nobles que consideren como un deber su asistencia frecuente, pues así, al
tiempo que se satisface su orgullo, se le mantiene en un continuo temor de la
vergüenza.
Un hombre de regular fortuna,
convenientemente preparado como indico, que siga perfeccionándose a sí mismo y
se dedique hasta los treinta años a conocer el mundo, no puede ser desagradable
para conversar, por lo menos, mientras goce de buen salud y prosperidad y no le
ocurra nada que le amargue el carácter. Cuando un individuo de esta clase se
encuentra, casual o deliberadamente, con tres o cuatro semejantes a él y
acuerdan pasar unas horas reunidos, a este conjunto lo llamo buena compañía.
Nada se dirá en ella que no sea instructivo o divertido para un hombre
prudente. Es posible que no siempre tengan todos la misma opinión, pero entre
ellos no habrá contienda, pues cada cual estará siempre dispuesto a ser el
primero en transigir con el que difiera. Hablarán solamente de a uno por vez y
no más alto de lo necesario para ser claramente oídos por el que esté sentado
más lejos. El placer más ansiado por cada uno de ellos será el de tener la
satisfacción de agradar a los demás, lo cual saben que se puede lograr
efectivamente escuchando con atención y actitud aprobatoria, como si nos dijéramos
algo muy bueno.
La mayoría de las personas que tengan algo
de buen gusto apreciarán tal conversación y es justo que la prefieran a la
soledad cuando o saben como pasar su tiempo; pero si pueden dedicarse a algo de
lo que esperen una satisfacción más sólida o más duradera, seguramente se
privarán de este placer, acudiendo a lo que tenga más importancia para ellas.
Pero, ¿no prefiere uno, aún no habiendo visto un alma en quince días, seguir
solo mucho más tiempo, antes que juntarse con tipos ruidosos, que se deleitan
en la contradicción y tienen a gala el buscar pelea? ¿No prefiere, quien tiene
libros, leerlos continuamente, o entretenerse escribiendo sobre un tema u otro,
antes que pasarse las noches en una tertulia de hombres de partido que
consideran que la Isla no sirve para nada mientras se consienta que en ella
vivan sus adversarios? ¿No es preferible estar solo durante un mes y acostarse
antes de la siete mejor que mezclarse con cazadores de zorros que, tras haber
pasado el día entero tratando en vano de romperse el pescuezo, se reúnen por
las noches para de nuevo atentar contra sus vidas bebiendo y que para expresar
su regocijo emiten más sonidos sin sentido dentro de la casa que el ruido que
sus compañeros arman fuera con sus ladridos? No daría yo gran cosa por un
hombre que no prefiera agotarse caminando o, si estuviera encerrado,
entretenerse esparciendo alfileres por todo el cuarto para luego volver a
recogerlos, antes que pasar seis horas en compañía de una decena de marineros
corrientes el día que reciben su paga.
Concedo, sin embargo, que la mayoría de
los hombres, antes que estar a solas un tiempo considerable, prefieren someterse
a las cosas que nombré; pero lo que no comprendo es por qué este amor por la
compañía, este poderoso deseo por sociedad se interpreten tan a nuestro favor,
pretendiendo que sea en el hombre la marca de un valor intrínseco que no se
encuentra en otros animales. Porque, para deducir de esto la bondad de nuestra
naturaleza y el generoso amor que existe en el hombre, extendido, más allá de
sí mismo, al resto de su especie, esta ansia de compañía y esta aversión al
estar solos deberían ser notabilísima y violentísimas en los mejores del género
humano, en los hombres de mayor genio, mejores prendas y más hazañosos, y en
los que están menos sujetos al vicio; y la verdad es la opuesta. Los espíritus
más débiles, los más incapaces de gobernar sus pasiones, las conciencias
culpables que aborrecen la reflexión, los inútiles que no pueden producir por
sí mismos nada de provecho, son los mayores enemigos de la soledad y los que
pueden aceptar cualquier compañía antes que pasarse sin ella; al paso que el
hombre educado y prudente, capaz de pensar y contemplar las cosas y la cual muy
poco perturban sus pasiones, puede soportar la soledad mucho tiempo sin
disgusto; y para evitar el ruido, la necedad y la impertinencia rehuirá veinte
compañías; y, en lugar de toparse con algo que desagrade a su buen gusto
preferirá su retiro o un jardín y aun menos que esto, un terreno baldío o un
desierto, antes que la vecindad de ciertos hombres.
Pero supongamos que el amor a la compañía
fuera tan inseparable de nuestra especie que nadie fuera capaz de soportar el
permanecer solo un momento: ¿qué conclusiones podríamos extraer de esto? ¿O
es que el hombre no ama la compañía, como todas las demás cosas, por su
propio bien? No hay amistad ni cortesía que puedan durar si no son recíprocas.
En todas vuestras reuniones semanales y diarias para diversión, así como en
las fiestas anuales y en las solemnidades mayores, cada uno de los que asisten
lo hace con su propia finalidad y hay algunos que frecuentan algún club al que
nunca acudirían si no pudieran ser los principales. He conocido a un hombre que
era el oráculo de su grupo, y que era muy asiduo y se incomodaba contra
cualquier cosa que le impidiera acudir a su hora, pero que abandonó
completamente su tertulia apenas apareció otro que pudo ponerse a su altura y
disputarle la primacía. Hay personas que son incapaces de sostener un argumento
y que, sin embargo, tienen bastante malicia como para deleitarse oyendo reñir a
los otros, y aunque nunca intervengan en controversias, les parece insípida
cualquier reunión en la que falte esta diversión. Una buena casa, un rico
mobiliario, un jardín bonito, los caballos, los perros, los antepasados, la
parentela, las amistades, la belleza, la fuerza, la excelencia en cualquier
cosa, vicios o virtudes, pueden todos coadyuvar a que los hombres suspiren por
la vida en sociedad, con la esperanza de que aquello que valoran en sí mismos
pueda ser, en un momento u otro, tema de conversación, proporcionándoles íntima
satisfacción. Aun las personas mejor educadas del mundo, tales como las que he
mencionado anteriormente, no brindan ningún placer a los demás que no se
compense en su amor propio y que, en definitiva, no se centre en sí propios,
por más vueltas que se le den. Pero la demostración más clara de que en los
clubes y sociedades de personas aficionadas a la conversación todos profesan la
mayor consideración hacia sí propios es que los desinteresados, que antes que
quejarse, pagan con exceso; los joviales, que nunca se irritan ni se ofenden con
facilidad, y los comodones e indolentes, que odian las disputas y nunca hablaban
con el afán de triunfar, son en todas partes los preferidos de la reunión; al
paso que el hombre prudente y sabio, que no se deja impresionar ni convencer fácilmente;
el hombre de talento el ingenio, capaz de decir cosas mordaces y graciosas
aunque nunca fustigue más que a quien se lo merezca y el hombre honrado, que no
inflige ni acepta afrentas, pueden ser estimados, pero es raro que se les quiera
tanto como a hombres más débiles y menos cabales.
Así como en estos ejemplos el origen de
nuestras cualidades amables resulta del perpetuo afán con que buscamos nuestra
propia satisfacción, en otras ocasiones procede de la natural timidez del
hombre y del solícito cuidado que se dispensa a sí mismo. Dos londinenses
cuyas ocupaciones no les obliguen a tener un comercio en común pueden verse,
conocerse y estar uno junto al otro, todos los días, en la Lonja, sin
demostrarse más urbanidad que la que exhibiría un par de toros; pero que se
encuentren en Bristol, y se quitarán el sombrero, a la menor oportunidad
entablarán conversación y cada uno se complacerá de la compañía del otro.
Cuando se encuentran franceses, ingleses y holandeses en la China o en cualquier
otro país pagano, por ser todos europeos se consideran compatriotas y, si no
interfiere alguna pasión, se sentirán naturalmente propensos a quererse bien.
Más aún: si dos hombres que son enemigos se ven obligados a viajar juntos,
tenderán a dejar de lado sus animosidades, a mostrarse afables y a conversar
amigablemente, sobre todo si la ruta no es muy segura y ambos son extraños en
el sitio adonde se dirigen. Los que juzgan superficialmente atribuyen estas
cosas a la sociabilidad del hombre, a su natural inclinación a la amistad y su
amor por la compañía; pero quien examine debidamente los hechos y contemple al
hombre más de cerca descubrirá que, en todas esas ocasiones, sólo tratamos de
fortalecer nuestro interés y nos mueven las causas ya expuestas.
Lo que he intentado hasta ahora ha sido el
demostrar que el pulchrum & honestum,
la excelencia y el real valor de las cosas son, con suma frecuencia, precarios y
alterables a medida que varían los usos y costumbres; que, por consiguiente,
las deducciones que puedan sacarse de su certeza son insignificantes y que las
generosas ideas relativas a la bondad natural del hombre son dañosas, porque
tienden a desorientar, y resultan meramente quiméricas: la verdad de esto último
la he ilustrado con los ejemplos más evidentes sacados de la Historia. He
hablado de nuestro amor por la compañía y nuestra aversión de la soledad,
examinando escrupulosamente sus distintos motivos y demostrado claramente que
todos ellos se centran en el amor propio. Ahora me propongo investigar la
naturaleza de la sociedad y sumergiéndome en ella hasta sus mismos orígenes,
poner en evidencia que no son las cualidades buenas y amables del hombre, sino
las malas y odiosas, sus imperfecciones y su carencia de ciertas excelencias de
que están dotadas otras criaturas, son las causas primeras que hacen al hombre
más sociable que otros animales a partir del momento en que perdió el Paraíso;
y que si hubiese conservado su primitiva inocencia y seguido gozando, de la
bendiciones que corresponden a tal estado, no habría tenido ni la sombra de una
posibilidad de ser la criatura sociable que actualmente es.
Lo necesarios que son nuestros apetitos y
pasiones para el desarrollo de tosas las industrias y artesanías han quedado
demostrado a lo largo del libro y nadie podrá ya negar que son nuestras malas
cualidades las que las producen. Por tanto, lo que me queda por exponer es la
variedad de obstáculos que estorban y embrollan al hombre en la labor a que está
constantemente dedicado, el procurarse lo que necesita; lo cual, en otras
palabras se llama ocuparse de la auto conservación. Mientras, al propio tiempo
demostraré que la sociabilidad del hombre proviene solamente de dos cosas, a
saber: la multiplicidad de sus deseos y la constante oposición con que tropieza
para satisfacerlos.
Los obstáculos de que hablo se relacionan
con nuestra propia índole con el Globo que habitamos, quiero decir, la condición
de éste desde que fue condenado. He intentado con frecuencia analizar
separadamente estas dos últimas cosas, pero nunca he podido mantenerlas
aisladas: siempre interfieran una con otra y se mezclan, para formar entre ambas
un espantoso caos de maldad. todos los elementos son nuestros enemigos: el agua
ahoga y el fuego consume a quienes torpemente se le acerca.
En mil lugares, la Tierra produce plantas y
frutos nocivos para el hombre, al paso que alimenta y consiente gran variedad de
criaturas dañinas para él mantiene en sus entrañas una legión de ponzoñas.
Pero el más maligno de los elementos es aquél sin el cual no podríamos vivir
un momento: es imposible enumerar todos los males que recibimos del viento y del
ambiente, y aunque la mayor parte de la humanidad se ha empeñado siempre en
defender a la especie de la inclemencia del aire, ningún arte ni industria ha
podido hasta ahora encontrar algo que asegure contra la furia de ciertos
meteoros.
Es verdad que los huracanes sólo ocurren
raras veces y que son pocos los hombres tragados por los terremotos o devorados
por leones; pero, a la vez que escapamos de estas gigantescas catástofres, nos
acosan las pequeñeces. ¡Qué gran variedad de insectos nos atormenta, qué
multitud de ellos nos insulta y juega con nosotros impunemente! No tienen el
menor escrúpulo en pisotearnos y apacentarse sobre nosotros como los rebaños
en los prados.
Y aún esto podría soportarse si se
valieran moderadamente de su ventaja; pero también aquí nuestra clemencia se
convierte en vicio y tan encarnizada es su crueldad y su desprecio hacia
nosotros por nuestra piedad, que hacen establos de nuestras cabezas y devorarían
a nuestros pequeños si no estuviéramos velando diariamente por perseguirlos y
destruirlos.
Nada hay de bueno en todo el Universo para
el hombre mejor intencionado, si por equivocación o ignorancia comete el menor
error en su uso. No hay inocencia ni integridad que puedan proteger al hombre
del sinfín de males que le rodean. Por el contrario, todo lo que el arte y la
experiencia no nos hayan enseñado a convertir en una bendición, es malo. Por
eso, ¡qué diligente, en tiempo de cosecha, se muestra el agricultor al recoger
su mies y protegerla de la lluvia, sin lo cual nunca podría disfrutarla! Así
como las estaciones difieren con los climas, la experiencia nos ha enseñado a
usarlas de manera diferente y en una parte del globo veremos al labrador sembrar
y en otra cosechar; todo lo cual nos muestra cuánto ha debido cambiar esta
tierra desde la caída de nuestros primeros padres. Porque si rastreáramos al
hombre desde su hermoso, su divino origen, no lleno de orgullo por una sabiduría
adquirida a través de arrogantes preceptos o tediosas experiencias, sino dotado
de consumada ciencia desde el momento en que fuer formado, quiero decir, en su
estado de inocencia, ningún animal ni vegetal sobre la tierra, ni mineral
debajo de ella, eran nocivos para él y estaba al abrigo de los perjuicios del
aire y demás daños y se satisfacía con las necesidades de la vida que le
suministraba el planeta en que habitaba, sin su intervención. cuando, todavía
desconocedor de la culpa, se veía en todas partes obedecido y señor sin rival
de todo, y sin afectarle su grandeza se extasiaba completamente en sublimes
meditaciones acerca de la infinitud de su Creador, que diariamente
condescendencia a hablarle inteligiblemente y a visitarle sin dañarle.
En tal Edad de Oro, no pueden aducirse
razones ni probabilidades acerca de por qué la humanidad se hubiese congregado
en sociedades tan grandes como han existido en el mundo, por lo menos, en tanto
en cuanto tengamos razonable noticia de ello. Donde un hombre tiene todo lo que
desea y nada que le irrite o inquiete, no hay cosa que pueda agregarse a su
felicidad; y es imposible mencionar un oficio, arte, ciencia, dignidad o empleo
que, en semejante estado de beatitud, no resultara superfluo. Si seguimos esta línea
de pensamiento veremos fácilmente que ninguna sociedad puede haber surgido de
las virtudes amables y las cualidades apreciables del hombre, sino, por el
contrario, que todas ellas deben haberse originado en sus necesidades, sus
imperfecciones y sus variados apetitos; asimismo descubriremos que, cuanto más
se desplieguen su orgullo y vanidad y se amplíen todos sus deseos, más capaces
serán de agruparse en sociedades grandes y muy numerosas.
Si
el aire fuera tan inofensivo para nuestros cuerpos desnudos, y tan grato, como
pensamos que lo es para la generalidad de las aves durante el buen tiempo, y si
al hombre no afectaran tanto el orgullo, el lujo y la hipocresía, así como la
lujuria, no puedo imaginar qué podía habernos incitado a inventar las ropas y
las casas. Y no hablaré de las joyas, la plata, las pinturas, las esculturas,
los muebles finos y todo lo que los moralistas rígidos tildan de innecesario y
superfluo. Porque, si no nos cansáramos tan pronto de andar a pie y fuéramos
tan ágiles como algunos otros animales, si los hombres fuéramos naturalmente
laboriosos y nada irrazonables en la búsqueda y satisfacción de nuestras
comodidades, y si al mismo tiempo careciéramos otros vicios y el suelo fuera
parejo, sólido y limpio, ¿quién habría pensado en los coches o se habría
venturado a montar a caballo? ¿Qué necesidad tiene el delfín de un barco o en
qué carruaje pediría viajar un águila?
Confío en que le lector entienda que por sociedad quiero decir un cuerpo político en el cual el hombre, sometido por una fuerza superior o sacado del estado salvaje por la persuasión, se ha convertido en un ser disciplinado, capaz de encontrar su propia finalidad en el trabajo por lo demás, y en el cual, bajo un jefe u otra forma de gobierno, cada uno de los miembros sirve a la totalidad y a todos ellos, mediante una sagaz dirección, se les hace actuar de consuno. Porque si por si sociedad sólo entendiéramos una cantidad de gente que, sin ley ni gobierno, se mantiene unida a causa de un natural afecto hacia su especie o por amor a la compañía, como un hato de vacas o una majada de ovejas, no existiría en el mundo criatura menos apta para la vida en sociedad que el hombre: un centenar de ellos que fueran todos iguales, sin sujeción ni miedo nada superior sobre la tierra, no podrían estar juntos y despiertos dos horas sin reñir, y cuantos más conocimiento, fuerza, talento y coraje hubiera entre ellos, peor sería.
Es probable que e el estado salvaje de la
Naturaleza, los padres mantengan cierta superioridad sobres sus hijos, por lo
menos mientras conservan su vigor, y que aun después, el recuerdo de las
experiencias de sus mayores produzca en éstos ese sentimiento, entre amor y
miedo, que llamamos respeto; también es probable que en la segunda generación,
siguiendo el ejemplo de la primera, un hombre, con un poco de habilidad, fuera
capaz, mientras viviera y conservara claros sus sentidos, de mantener alguna
influencia superior sobre su prole y sus descendientes, por numerosos que éstos
llegaran a ser. Pero, una vez muerto el viejo tronco, los hijos disputarían y
ya no habría paz duradera antes de que estallara la guerra. La mayoridad entre
hermanos no tiene gran fuerza y la preeminencia que se le ha dado es un invento,
un recurso para vivir en paz. Como el hombre es un animal timorato y de
naturaleza rapaz, ama la paz y la tranquilidad y, si nadie le ofendiera y
pudiera obtener sin lucha lo que desea, jamás pelearía. A esta condición
timorata y a la aversión que le produce el ser molestado es que se deben todos
los diversos proyectos y formas de gobierno. El primero fue indudablemente, la
monarquía. La aristocracia y la democracia fueron dos métodos distintos de
remediar los inconvenientes de la primera, la mezcla de estas tres es un
progreso respecto de las demás.
Pero seamos salvajes o estadistas, es
imposible que el hombre, el simple hombre caído, pueda actuar con otro objetivo
que el de satisfacerse a sí mismo mientras pueda usar de sus órganos, y la
mayor de las extravagancias, tanto de amor como de desesperación, no puede
tener otro centro. En cierto sentido no hay diferencia entre voluntad y placer y
cada movimiento que se haga a pesar de ellos debe ser antinatural y convulsivo.
Siendo, pues, tan limitada la acción, y puesto que siempre nos vemos forzados a
hacer lo que nos place, y, al propio tiempo, nuestro pensamiento es libre e
incoercible, es imposible que seamos criaturas sociables sin hipocresía. La
prueba de esto es sencilla; toda vez que no podemos impedir que las ideas
emerjan continuamente dentro de nosotros, toda relación civilizada se perdería
si, por medio del arte y el prudente disimulo, no hubiésemos aprendido a
ocultarlas y sofocarlas; y si todo lo que pensamos hubiera de disponerse
abiertamente a los demás como a nosotros mismos, sería imposible que, estando
dotados de la palabra, pudiéramos soportarnos los unos a los otros. Estoy
persuadido de que cada lector siente la verdad de lo que digo y declaro a mi
antagonista que, mientras su lengua se dispone a refutarme, se le sale a la cara
la conciencia. En todas las sociedades civiles se enseña insensiblemente a los
hombres a ser hipócritas desde la cuna y nadie se atreve a confesar lo que gana
con las calamidades públicas o aun con las perdidas de las personas
particulares. Al sepulturero le lapidarían si osara desear abiertamente la
muerte de los feligreses, aunque todos sepan que vive de eso y no de otra cosa.
Para mí es un placer, cuando considero las
actividades de las vida humana, contemplar cuán variadas y, a menudo, extrañamente
opuestas son las formas con que las esperanzas de las ganancias y los
pensamientos de lucro moldean a los hombres, según sus diferentes empleos y las
posiciones que ocupen. ¡Qué risueños y alegres se ven todos los semblantes en
un baile bien organizado y qué solemne tristeza se observa en la mascarada de
funeral! Pero el empresario de pompas fúnebres está tan contento de sus
ganancias como el maestro de baile de las suyas; ambos están igualmente
cansados de sus respectivas ocupaciones y es tan forzado el regocijo del uno
como afectada la gravedad del otro. Los que no hayan prestado atención a la
conversación de un apuesto mercero con una joven cliente que acude a su tienda,
han perdido una de las escenas más entretenidas de la vida. Pido a mi serio
lector que, por un momento, aminore un poco su circunscripción y
soporte el examen que voy a hacer de estas dos personas por separado, en relación
con su intimidad y los motivos diversos que las mueven a actuar.
El negocio de él consiste en vender toda
la seda que pueda a un precio con el cual gane lo que considera razonable con
arreglo al provecho habitual en este comercio. En cuanto a la dama, lo que
procura es satisfacer su capricho y pagar por vara cuatro o seis peniques menos
del precio a que suelen venderse los géneros que desea. Por la impresión que
la galantería de nuestro sexo le hace, se imagina (si no es muy deforme) que
tiene rostro bonito, modales agradables y voz especialmente dulce, que es guapa
y, si no una verdadera beldad, por lo menos más atractiva que la mayoría de
las jóvenes que conoce. Como no tiene más pretensiones de comprar las mismas
cosas por menos dinero que otros, que las que le procuren sus buenas prendas,
trata de desplegar lo más ventajosamente posible su ingenio y discreción. Los
pensamientos de amor no hacen al caso, de suerte que, por una parte, no tiene
por qué mostrarse tirana ni darse aires severos o displicentes, y por la otra,
tiene mayor libertad de aparecer simpática y hablar afablemente que en casi
cualquier otra ocasión. Sabiendo que a la tienda acude mucha gente, bien
educada, se esfuerza por ser tan amable como permiten la virtud y las reglas de
la decencia. Dispuesta a conducirse de tal manera, no habrá nada que pueda
descomponer su humor.
Antes de que su coche se haya detenido
completamente, se le acerca un hombre muy caballeresco, muy pulcro y elegante en
todos sus detalles, el cual le rendirá homenaje con una profunda reverencia y,
tan pronto ella dé a conocer su propósito de entrar, la conducirá al interior
de la tienda y, separándose de ella, atravesará un pasadizo visible sólo un
instante y reaparecerá en seguida atrincherado detrás del mostrador; desde allí
enfrentado a la dama, con mucha cortesía y frase adecuada le rogará que le
haga saber sus deseos. Diga y critique lo que le pluguiere, nunca será
directamente contradicha: trata con un hombre para quien una paciencia consumada
es uno de los secretos de su oficio y, por muchas que sean las molestias que
cause, ella tiene la seguridad de no oír sino el más comedido de los lenguajes
y de tener ante sí un semblante siempre risueño, en el cual la alegría y el
respeto parecen combinarse con el buen talante, formando con todo ello una
serenidad artificial más atrayente que la que pueda producir una naturaleza sin
cultivar.
Cuando dos personas armonizan tan bien, la
conversación ha de ser muy agradables y sumamente cortés, aunque sólo se
hable de fruslerías. Mientras ella sigue indecisa en su elección, él parece
encontrarse de la misma manera para aconsejarla y es muy cauto para guiarla en
sus preferencias; pero, una vez que ella toma una decisión definitiva, queda
inmediatamente de acuerdo en que aquello es lo mejor del surtido, alaba su gusto
y afirma que, cuanto más contempla el género elegido, más se asombra de no
haber advertido antes la superioridad que tiene sobre todas las demás cosas de
su tienda, Por preceptiva, ejemplo y gran aplicación, él ha aprendido a
deslizarse inadvertido en lo más recónditos escondrijos del alma, a sondear la
capacidad de su clientes y a encontrarles el lado flaco desconocido por ellos
mismos; por todo lo cual conoce otras cincuenta estratagemas para hacer que ella
sobreestime su propio juicio y también el artículo que ha de comprar. La mayor
ventaja que él tiene sobre ella consiste en la parte más material del trato de
ambos, el debate acerca del precio, que él conoce al dedillo y ella ignora
completamente; por tanto, es ahí donde mejor puede él imponerse a la comprensión
de ella; y aunque, en este aspecto, él tenga la libertad de decir cuantas
mentiras le plazcan acerca del costo original y el dinero que ha desperdiciado,
no confía solamente en esto, sino que, explotando la vanidad femenina, le hace
creer las cosas más fantásticas acerca de la debilidad de él y la capacidad
superior de ella. Le dice que había tomado la determinación de no desprenderse
de esa pieza por semejante precio, pero que ella tiene el poder de persuadirlo a
enajenar sus mercancías más que ningún otro de sus compradores; protesta que
pierde en la seda, pero que, viendo la ilusión que a ella le hace, y que no está
dispuesta a pagar más, antes que desairar a una dama a quien tiene en tan alto
aprecio prefiere cedérsela, rogándole solamente que otra vez no sea tan dura
con él. Mientras, la compradora, que sabe que no es tonta y que tiene una
lengua voluble, se deja fácilmente persuadir de que manera de hablar es
irresistible y, considerando de buena educación no dar importancia a su mérito,
devuelve el cumplido con alguna ingeniosa replica, mientras que él la hace
tragarse con gran contento la sustancia de todo lo que le dice. El resultado
final es que, con la satisfacción de haberse ahorrado nueve peniques por vara,
la dama ha comprado la seda exactamente al mismo precio que pudiera haberlo
hecho cualquier otra, y quizá dando seis peniques más de lo que el mercero
habría aceptado para no quedarse sin venderla.
Es posible que la misma señora, por no
haber sido adulada lo bastante, por cualquier falta que haya tenido a bien
encontrar en el proceder de él, o tal vez por la manera que éste tiene de
anudarse la corbata o por algún otra desagrado igualmente trivial, se pierda
como clienta y su compra vaya a favorecer a otro del mismo gremio. Pero donde
muchos de ellos viven arracimados, no siempre es fácil decidir a cuál tienda
acudir y las razones que encuentran algunos representantes del bello sexo para
justificar su elección suelen ser muy caprichosas y se guardan en profundo
secreto. Nunca seguimos nuestras inclinaciones con mayor libertad que cuando
sabemos que no se pueden adivinar y que no es razonable que los demás puedan
barruntarlas. Por ejemplo, una mujer virtuosa ha preferido a uno determinado
entre todos los comercios, porque cuando se dirigía a la iglesia de San Pablo,
sin intención de hacer compras, recibió delante de tal tienda más cortesía
de las que en ninguna otra ocasión se le hubieran dedicado; porque, entre los
merceros elegantes, el buen comerciante ha de ponerse delante de su puerta y,
para hacer entrar a los clientes casuales, no valerse de más atrevimiento ni
ardid que adoptar un aire obsequioso y una postura sumisa, y quizá una breve
reverencia para toda mujer bien vestida que amague mirar a su escaparate.
Esto que acabo de decir me hace pensar en
otro método de atraer parroquianos, totalmente distintos del que he referido,
que es el que ponen en práctica los barqueros, especialmente con aquellos que,
por su facha y atavío, se denuncian como rústicos. No deja de ser divertido
ver que media docena de individuos rodean a un hombre al que no han visto en su
vida, los dos que están más cerca le palmean y le pasan el brazo en torno al
cuello, abrazándole tan cariñosamente y familiarmente como si se tratara de un
hermano querido que regresara de las Indias Orientales, un tercero se apodera de
su mano, otro de la manga de la chaqueta, de los botones o de cualquier otra
cosa que pueda alcanzar, mientras un quinto o un sexto, que ya le ha rondado varías
veces sin poder acercársele, se plantea directamente en frente de la víctima
y, a tres pulgadas de su nariz, con gran indignación de sus competidores, lanza
un grito clamoroso y pone en descubierto una horrible dentadura de grandes
dientes, en la que todavía se ven los restos del pan y el queso que estaba
masticando y que la llegada del campesino le impidió tragar.
Todo esto no resulta ofensivo y el aldeano
piensa, con razón, que es muy bien recibido; por tanto, lejos de defenderse,
soporta pacientemente que le zangoloteen hacia donde le lleve la fuerza de
quienes le rodean. Carece de delicadeza suficiente para que le resulte
desagradable el aliento de un hombre que acaba de apagar su pipa o el olor que
emana del pelo grasiento de una cabeza que se restriega contra sus mandíbulas,
está acostumbrado desde la cuna a la suciedad y al sudor y no le molesta oír a
una decena de personas, alguna de ellas junto a sus propios oídos, y la más
alejada, no más allá de cinco pies de su persona, gritar como si encontraran a
cien varas de distancia: sabe que él mismo no hace menos ruido cuando está
alegre y, en el fondo, le agradan estos hábitos turbulentos. Los alaridos y el
verse empujando de aquí para allá tiene para él un significado muy claro: son
cortesías que él puede sentir y comprender; agradece la estima que le
demuestran, le halaga no pasar inadvertido y admira el afán con que los
londinenses le ofrecen sus servicios por tres peniques o menos, mientras que allá
en la tienda del pueblo, cuando van a comprar algo, no puede obtenerlo hasta no
decir lo que quiere y, aunque muestre tres o cuatro chelines juntos apenas se le
dirige la palabra, a menos que sea en respuesta a alguna pregunta que él
forzosamente haya hecho primero. Esta presteza en obsequió de él le conmueve
y, deseoso de no ofender a nadie, se aflige por no saber a quién elegir. He
visto a un hombre pensar todo esto, o algo por el estilo, con la misma claridad
con que veía la nariz en su cara, y al propio tiempo echar a andar muy
tranquilo arrastrando tras de sí un montón de barqueros y, con semblante risueño,
transportar siete u ocho arrobas más de su propio peso al embarcadero.
Si el regocijo que he mostrado al diseñar
estas dos imágenes de la vida parece indigno de mí, pido disculpas, pero
prometo no reincidir en esa falta y proseguir ahora, sin más dilación,
exponiendo mi argumento con naturalidad llana y sin artificio, para demostrar el
gran error de los que imaginan que las virtudes sociales y las cualidades
amables que tan dignas de elogio son entre nosotros resultan bienhechoras para
el público como lo son para las personas particulares, y que los medios de
prosperar y todo lo que contribuya al bienestar y a la verdadera felicidad de
las familias ha de surtir los mismos efectos en el conjunto de la sociedad.
Confieso que esto es lo que he venido haciendo todo el tiempo[14]
y creo, en alabanza mía, que no sin éxito; pero confío en que nadie aprecie
menos el problema por verlo demostrado de más de una manera.
Es cierto que, cuantos menos deseos tiene
un hombre y menos codicia posea, más contento está consigo mismo; que cuanto más
activo es para proveer a sus necesidades y menos servicio necesita, es más
amado y ocasiona menos molestias a la familia; que cuanto más aprecie la paz y
la concordia, cuanto más brille por la verdadera virtud, no caben dudas de que
en las mismas proporciones será aceptable para Dios y para los hombres. Pero,
seamos justos: ¿cuál puede ser la utilidad de estas cosas o cuál el bien
terrenal que aportan para aumentar la riqueza, la gloria y la grandeza de las
naciones en el mundo? El cortesano sensual que no pone límites a su lujo; la
ramera veleidosa que inventa nuevas modas cada semana; la altanera duquesa que
se desvive por imitar los carruajes, las diversiones y las costumbres todas de
una princesa; el libertino rumboso y el heredero derrochador, que desparrama su
dinero sin juicio ni sentido, que compran todo lo que ven para luego destruirlo
o regalarlo al día siguiente; el villano codicioso y perjuro que exprime
inmensas riquezas de las lágrimas de las viudas y los huérfanos, legando después
su dinero a los pródigos para que lo gasten: éstos son la presa y el alimento
adecuado para un Leviatán en pleno desarrollo; o en otras palabras, es tal la
calamitosa condición de las cuestiones humanas, que tenemos necesidad de las
plagas y monstruos que he nombrado para poder lograr que se realicen todos los
trabajos que el ingenio de los hombres es capaz de inventar para procurar medios
de vida honrados a las grandes multitudes de trabajadores pobres que se
requieren para hacer una gran sociedad; y es necedad pretender que sin ellos
pueden existir naciones grandes y ricas que sean al mismo tiempo poderosas y
cultas.
Protesto contra el papismo tanto como lo
hicieron Lutero y Calvino. o la misma reina Isabel, pero creo de todo corazón
que la Reforma no ha sido más eficaz para hacer que los reinos y Estados que la
abrazaron fueran más florecientes que otras naciones, que la necia y caprichosa
invención de las enaguas de crinolina y afelpadas. Pero si negaran esto mis
enemigos del poder sacerdotal, me queda por lo menos la seguridad, exceptuando a
los grandes hombres que lucharon en pro y en contra de la bendición de aquel
laico, desde su principio hasta hoy, que ese poder no ha empleado tantas manos,
manos honradas, industriosas y trabajadoras, como empleó en pocos años ese
abominable progreso en lujo femenino que acabo de nombrar. La religión es una
cosa y el comercio es otra. El que más inquieta a millares de sus prójimos e
inventa las manufacturas más elaboradas es, con razón o si ella, el mejor
amigo de la sociedad.
¡Qué ajetreo ha de producirse en varias
partes del mundo para fabricar una buena tela escarlata o carmesí! ¡Qué
variedad de oficios y artesanías concurren! No sólo los obvios, como los
cardadores, hilanderos, tejedores, bataneros, tintoreros, secadores, dibujantes
y empacadores, sino también otros que están más alejados y parecen ajenos a
este fin, como el constructor de molinos, el tonelero y el químico, los cuales,
sin embargo, son tan necesarios como una gran cantidad de otros oficios
indispensables para producir las herramientas, utensilios y otros enseres
propios de las industrias nombradas; pero todas estas cosas se hacen en el país,
sin fatigas ni peligros extraordinarios; las perspectivas, más estremecedoras
quedan rezagadas cuando reflexionamos en los trabajos y los azares que hay que
soportar en el extranjero, los vastos mares que es necesario cruzar, los climas
distintos que soportar y las muchas naciones cuya ayuda debemos agradecer.
Verdad es que España solo puede suministrarnos la lana para hacer las telas más
finas; per, ¡qué destreza y qué fatigas, cuántas experiencias e ingenio se
precisan para teñirlas de colores tan bellos! ¡Cuán ampliamente dispersos por
el universo están las drogas y otros ingredientes que han de reunirse en una
sola marmita! Alumbre, desde luego, tenemos nosotros; el tártaro podemos
traerlo del Rin y el vitriolo de Hungría: todo esto está en Europa; pero después,
para poder disponer de nitrato en cantidad, nos vemos obligados a ir nada menos
que hasta las Indias Orientales. La cochinilla, que los antiguos desconocían,
no está mucho más cerca de nosotros, aunque en otra parte completamente
distinta; y si bien es cierto que nosotros se la compramos a los españoles,
como no es un producto nacional de ellos, el proporcionárnosla les cuesta ir a
buscarla a las Indias Occidentales, uno de los rincones más remotos del Nuevo
Mundo. Mientras muchos marineros se tuestan al sol y arden de calor al Este y al
Oeste de nosotros, otro conjunto de ellos se hiela en el Norte, para traernos el
potasio de Rusia.
Una vez enterados acabadamente de la gran
variedad de esfuerzos y trabajos, de penalidades y calamidades que es necesario
soportar para alcanzar el fin de que estoy hablando, y cuando consideramos los
grandes riesgos y peligros que se corren en estos viajes, y que son pocos los
que llegan a realizarlos sin exponer, no solamente su salud y bienestar, sino
también la vida, que muchos dejan en la empresa; cuando nos damos cabal cuenta
de todo esto, digo, y reflexionamos debidamente sobre las cosas que menciono,
apenas parece posible concebir que pueda existir un tirano tan inhumano y
carente de vergüenza que, mirando los hechos desde la misa perspectiva, sea
capaz de exigir servicios tan terribles a sus inocentes esclavos, y al mismo
tiempo se atreva a confesar que para ello no le mueve otra razón que la
satisfacción que proporciona el tener una prenda de tela escarlata o carmesí.
Pero, entonces, ¡a qué alturas de lujo habrá de llegar una nación para que
no sólo los funcionarios del rey, sino también sus guardias y aun los soldados
rasos puedan abrigar deseos tan impúdicos!
Pero cambiando la perspectiva y
considerando a todos estos trabajos como otras tantas acciones deliberadas,
propias de las diversas profesiones y oficios que los hombres aprenden para
ganarse la vida, y en las que cada cual, aunque parezca que trabaja para los demás,
en realidad lo hace para sí mismo; si tenemos en cuenta que aun los marineros
que aguantan las mayores penalidades, tan pronto como han concluido un viaje, y
aun después de un naufragio, buscan y solicitan afanosos otro barco; si
consideramos, digo, y miramos estas cosas desde otro ángulo, descubriremos que,
para el pobre, el trabajo está lejos de ser una carga y una imposición; que
tener un empleo es una bendición por lo que ruegan al Cielo, y el procurar
ocupación para la mayor parte posible de ellos ha de ser la tarea más
importante de toda Legislatura.
Así como los muchachos y aun los niños
pequeños remedan a los demás, los jóvenes experimentan el ardiente deseo de
hacerse hombres y mujeres y suelen caer en el ridículo con sus impacientes
esfuerzos por aparentar lo que todo el mundo ve que son; no poco es lo que deben
todas las grandes sociedades a esta necedad, par la perpetuación o, al menos,
la prolongada continuidad de los oficios establecidos. ¡Cuántas penas sufre la
gente joven y qué violencias se infligen para llegar a alguna insignificante y
a menudo culpable cualificación que por falta de juicio y experiencia, admiran
en otros que les superan en edad" Este gusto por la imitación es el que
hace que poco a poco se acostumbren al uso de cosas que al principio les
resultaron tediosas, cuando no intolerables, hasta el punto de que llegan a no
poder pasarse sin ellas, lamentando el haber incrementado irreflexivamente y sin
que fuera menester, las necesidades de la vida. ¡Qué haciendas se han forjado
con el té y el café! ¡Qué inmenso tráfico se realiza, qué variedad de
trabajos se practican en el mundo, para sostenimiento de millares de familiar
que dependen en su conjunto de dos costumbres tontas, por no llamarlas odiosas,
puesto que es seguro que ambas hacen infinitamente más mal que bien a quienes
son adictos, como son el rapé y el tabaco! Iré más lejos y demostraré lo útiles
que son para el público las perdidas y desgracias particulares, así como la
necedad de nuestros deseos cuando pretendemos ser muy prudentes y serios. El
incendio de Londres fue una gran calamidad; pero si los carpinteros, albañiles,
herreros y demás, no solamente los empleados en la construcción, sino también
los que fabricaban y traficaban las mismas manufacturas y otras mercancías que
se quemaron, además de las industrias que lucraban con ellas cuando estaban en
su apogeo, votaran por un lado y los que sufrieron pérdidas por el fuego por
otro, el número de regocijados sería igual, si no mayor, que el de quejosos[15].
En reponer lo que se pierde y destruye por el fuego las borrascas, los combates
navales, los sitios y las batallas, consiste una gran parte del movimiento
mercantil, la verdad de lo cual y de todo lo que he dicho acerca de la
naturaleza de la sociedad quedará plenamente demostrada con lo que sigue.
Enumerar todas las ventajas y los variados
beneficios que recibe una nación por parte de la marina mercante y la navegación
sería tarea difícil; pero si nos limitamos a tomar en consideración las
embarcaciones como tales, todas las naves grandes y pequeñas que se emplean
para el transporte por agua, desde la última chalana hasta el buque de guerra
de primera clase, la madera y la mano de obra que se aplica a su construcción,
la brea, el alquitrán, la resina y la grasa, los mástiles, vergas, velas y
cordaje, la variedad de trabajos de forja, los cables, remos y demás cosas que
se les relacionan, veremos que solamente el proveer a una nación como la
nuestra de todas estas necesidades representa una parte considerable del tráfico
de Europa, si hablar de las provisiones y bastimentos de todas clases que en
ellos se consumen ni de los marineros, estibadores y otros, que junto con sus
familias viven de estas industrias.
Pero si, por otra parte, examinamos los múltiples
daños y la variedad de males, tanto naturales como morales, que aquejan a las
naciones a causa de la navegación y el comercio con los países extranjeros, la
perspectiva es aterradora. Y si pudiéramos imaginar una isla grande y populosa,
que ignorara absolutamente todo lo que se refiere a los buques y el tráfico marítimo,
pero que al mismo tiempo fuera un pueblo juicioso y bien gobernado, al cual un
ángel o su propio genio le pusiera ante los ojos un esquema o diseño en el que
pudiera ver, por un lado, todas las riquezas y las grandes ventajas que en mil años
adquiriría por medio de la navegación, y por el otro las riquezas y las vidas
que se perderían, junto con todas las demás calamidades que inevitablemente
sufrirían a causa de ella durante el mismo lapso, estoy seguro de que abominarían
a los barcos y los considerarían con horror y que sus prudentes gobernantes
prohibirían severamente la construcción e invención de cualquier artefacto o
maquinaria para echarse a la mar, cualquiera fuere su forma o su nombre, y
sancionarían cualquier abominable plan de este género con grandes castigos,
incluso con la pena de muerte.
Pero prescindiendo de las consecuencias
necesarias del comercio exterior, como son la corrupción de las costumbres, las
plagas, la sífilis y otras enfermedades que nos trae la navegación si tomáramos
solamente en cuenta lo que pueda imputarse al viento o al estado atmosférico, a
la perfidia de los mares, al hielo del Norte, a las sabandijas del Sur, a la
oscuridad de las noches y a la insalubridad de los climas, o bien a la escasez
de provisiones adecuadas y a las deficiencias de los marineros, la impericia en
unos y la negligencia y la embriaguez en otros, y si nos parásemos a pensar en
la pérdida de hombres y en los tesoros tragados por las profundidades, en las lágrimas
y penurias de viudas y huérfanos del mar, en la ruina de los comerciantes y sus
naturales consecuencias, en la continua ansiedad en que viven padres y esposas
por la seguridad de sus hijos y maridos, sin olvidar los muchos tormentos y
angustias a que están sujetos en una nación mercantil los armadores y
aseguradores ante cada ráfaga de viento; si dirigimos la mirada, digo, a todas
estas cosa, examinándolas con la debida atención y dándoles la importancia
que se merecen, ¿no causaría asombro ver cómo una nación de personas bien
pensantes puede hablar de sus barcos y de su navegación como de una bendición
que le ha sido especialmente concedida, considerando una felicidad
extraordinaria el tener dispersas por todo el ancho mundo una infinidad de
embarcaciones, unas que van a todas partes del globo y otras que regresan de
ellas?
Pero, tomadas estas cosas en consideración,
limitémonos a lo que sufren los barcos mismos, las embarcaciones en sí con sus
aparejos y equipos, sin pensar en la carga que lleven ni en los hombres que los
tripulan, y veremos que los daños causados solamente en este aspecto son
considerables y que, un año con otro, alcanzan gruesas sumas: los barcos que
zozobran en el mar, unos solamente por la fiereza de las tempestades y otros por
éstas y por la falta de pilotos experimentados y prácticos en las costas, que
se estrellan contra las rocas o se los tragan las áreas; los mástiles que el
viento derriba o que hay que cortar y arrojar por la borda; las vergas, velas y
jarcias de distintos tamaños que rompen las borrascas y las anclas que se
pierden; añadido a esto las reparaciones necesarias de las brechas que se abren
y otras averías provocadas por la furia de los vientos y la violencia de las
olas, los muchos buques que se incendian por descuidos o por consecuencia de los
licores fuertes, a los cuales nadie es más adicto que los marineros; los climas
insalubres unas veces, y otras la deficiencia de las provisiones ocasionan
enfermedades fatales que barren a la mayor parte de la tripulación y o pocos
barcos se pierden por falta de marineros.
Todas éstas son calamidades inseparables
de la navegación y, aparentemente, los grandes impedimentos que obstaculizan
las ruedas del comercio con el extranjero. ¡Cuán feliz se consideraría un
comerciante si sus barcos navegaran siempre con buen tiempo, si el viento
soplara a la medida de sus deseos y si cada marinero a su servicio, desde el más
encumbrado al más humilde, fuera un navegante experimentado y hombre sobrio y
bueno! Si tal felicidad se consiguiera con rezos, ¿qué armador de esta isla, o
qué mercader de Europa y aun de todo el mundo no se pasaría el día entero
importunando al Cielo para obtener una bendición semejante, sin tener en cuenta
el detrimento que pudiera causar a otros? Es cierto que una petición de este
tipo sería sumamente injusta, pero, ¿dónde está el hombre que no piense que
le asiste todo el derecho de formularla? Por tanto, como todos pretenden tener
igual acceso a estos favores, supongamos, si entrar a considerar la
imposibilidad de su realización, que sus ruegos fueran escuchados y sus deseos
satisfechos, para después examinar los resultados de esa felicidad.
Los barcos debieran durar tanto como las
casas de madera, pues su construcción es tan recia como la de éstas, las
cuales están expuestas a sufrir los ventarrones y otras borrascas, cosa que,
suponemos, no afectaría a los primeros. De suerte que, antes de que existiera
verdadera necesidad de barcos nuevos, los armadores que ahora están en
actividad y todos los que trabajan a sus órdenes podrían morir de muerte
natural, si no perecen de hambre o tener otro fin prematuro; porque, en primer
lugar, todos los buques dispondrían de vientos favorables, nunca tendrían que
esperar a que soplaran, y así harían viajes rápidos, tanto de ida como de
vuelta; en segundo término, el mar no estropearía las mercancías, ni habría
nunca que echarlas al agua por el mal tiempo, y los cargamentos enteros arribarían
siempre salvos a tierra; y, finalmente, como consecuencia de esto, las tres
cuartas partes de los mercaderes establecidos resultarían superfluos por el
momento y la misma cantidad de barcos que existe ahora en el mundo serviría
durante largos años. Mástiles y vergas durarían tanto como las mismas naves y
no tendríamos necesidad, por mucho tiempo, de molestar a Noruega en este
aspecto. Es cierto que las velas y el cordaje de las pocas embarcaciones en uso
se gastarían, pero ni siquiera con la cuarta parte de la rapidez que ahora,
toda vez que en una hora de tormenta suelen sufrir más que en diez día de
bonanza.
Casi no habría ocasión de usar anclas y
calabrotes, y cada uno de ellos podría resistir tanto como el barco; así que sólo
estos artículos brindarían muchos tediosos días de descanso a ancoreros y
cordolerías. Esta falta general de consumo ejercería tal influencia en los
tratantes de maderas y en todos los que importan hierro, lona, cáñamo, brea,
alquitrán, etc., que cuatro partes de las cinco que indiqué al principio de
estas reflexiones sobre las cuestiones marítimas, que constituyen una rama
considerable del tráfico de Europa, se perdería por completo.
Hasta ahora no he hecho más que indicar
las consecuencias que esta bendición produciría sobre la marina mercante, pero
sería igualmente perjudicial para todas las demás ramas del comercio y
destructiva para los pobres de cualquier país que exporte cualquier cosa de sus
productos o manufacturas. Los géneros y mercancías que anualmente se hunden,
que se deterioran en el mar a causa del agua salada o de los gusanos, que el
fuego destruye o que el comerciante pierde por otros diversos accidentes,
debidos a las tormentas, a los viajes excesivamente largos o a la negligencia o
la rapacidad de los marinos, estos artículos y mercaderías, digo, son una
parte considerable de lo que cada año se envía a todas partes del mundo y para
que puedan ser puesto a bordo en necesario emplear a una multitud de pobres. Un
centenar de fardos de paño que se queman o hunden en el Mediterráneo son tan
provechosos para el pobre de Inglaterra como si hubiesen llegado felizmente a
Esmirna o Alepo y se vendiera al por menor hasta la última vara de ellos en los
dominios del Gran Turco.
Podrá arruinarse el mercader y, junto con
él, pueden sufrir el tejedor, el tintorero, el embalador y otros menestrales,
la gente mediana; pero el pobre que pudo encontrar trabajo a causa de tal
percance nunca perderá. Los jornaleros, por lo general, reciben su paga
semanalmente y todos los trabajadores empleados en cualquiera de las ramas de la
manufactura o en los diversos transportes terrestres y acuáticos que se
requieren hasta que se alcanza la perfección, desde el lomo de la oveja hasta
que entra en el barco, han recibido su jornal, por lo menos la mayor parte de
ellos antes de que el fardo llegue a bordo. Si alguno de mis lectores sacara
conclusiones in infinitun de mi
afirmación de que los géneros hundidos o quemados son tan beneficiosos para el
pobre como si se vendieran bien y se aplicaran a los usos adecuados, le tendré
por un caviloso que no merece respuesta. Si lloviera constantemente y nunca
saliera el sol, los frutos de la tierra pronto se pudrirían y destruirían; sin
embargo, no es paradójico afirmar que, para tener hierba o maíz, la lluvia es
tan necesaria como el brillo del sol.
Cómo afectaría esta bendición del buen
tiempo y los vientos bonancibles a los mismos marineros y a la casta de los
navegantes es algo que puede conjeturarse fácilmente por lo ya dicho. Como de
cada cuatro buques sólo se usarían uno y las propias naves estarían libres de
tempestades, se necesitarían menos hombres para tripularlas y, en consecuencia,
podría prescindirse de cinco de cada seis marineros, lo cual en esta nación en
que están saturados la mayor parte de los empleos para los pobres, constituiría
un artículo enfadoso. Una vez extinguidos los marineros superfluos, sería
tripular flotas tan grandes como podemos dotar actualmente; pero a esto no lo
considero un detrimento, ni me parece que sea un inconveniente, toda vez que al
ser general en todo el mundo la reducción del número de marinos, la única
consecuencia sería que, en caso de guerra, la potencias marinas se verían
obligadas a batallar con menos barcos, lo cual sería una dicha y no un mal; si
queréis llevar esta felicidad al más alto grado de perfección, no hay sino añadir
otra bendición deseable y ya ninguna nación pelearía; la bendición a que me
refiero es la que todo buen cristiano está obligado a implorar, es decir, que
todos los príncipes y Estados sea fieles a sus juramentos y promesas, y justos
recíprocamente, así como para con sus súbditos; que tengan mayor consideración
por los dictados de la conciencia y la religión que por los de la política y
la sabiduría mundana, y que prefieran el bienestar espiritual de los demás a
sus propios deseos carnales, y la honradez, la seguridad, la paz y la
tranquilidad de las naciones que gobiernan a su propio amor por la gloria, la
vengatividad, la avaricia y la ambición.
Este último párrafo parecerá a muchos
una digresión que poco tiene que ver con mi propósito; pero lo que he querido
demostrar con esto es que la bondad, la integridad y el natural apacible de los
legisladores y gobernantes no las cualidades más apropiadas para engrandecer
las naciones y aumentar su riqueza; ni más ni menos que la serie ininterrumpida
de éxito con que pudiera verse agraciada cualquier persona en particular sería,
como he demostrado, perjudicial y destructiva para una gran sociedad cuya
felicidad fuera la grandeza en el mundo, el ser envidiada por sus vecinos y el
valorarse por su honor y su fuerza.
Nadie necesita defenderse de las bendiciones, pero para evitar
las calamidades se precisan manos. Las cualidades apreciables del hombre no
ponen en movimiento a ningún miembro de la especie: la honradez, el amor a la
compañía, la bondad, el contento y la frugalidad son ventajosos para una
sociedad indolente y cuanto más reales y menos afectados sean, más contribuirán
a mantener la paz y la tranquilidad u más fácilmente impedirán en todas
partes los trastornos y aun el movimiento mismo. Casi otro tanto puede decirse
que lo dones y munificencias del Cielo y de las mercaderes y beneficios de la
Naturaleza pues es indudable que cuanto más generales y abundantes sean, más
trabajo nos ahorraremos. Pero las necesidades, los vicios y las imperfecciones
del hombre, junto con las diversas inclemencias del aire y de otros elementos,
son los que contienen las semillas del arte, la industria y el trabajo: son el
calor y el frío extremados, la inconstancia y el rigor de las estaciones, la
violencia e inestabilidad de los vientos, la gran fuerza y la perfidia del agua,
la ira y la indocilididad del fuego y la obstinación y esterilidad de la tierra
las que incitan nuestra capacidad de invención para movernos a tratar de evitar
los daños que nos producen o a corregir su malignidad y a convertir sus
diversas fuerzas en provecho nuestro de mil maneras diferentes, mientras nos
aplicamos a cubrir la infinita variedad de nuestras necesidades, que siempre se
multiplican en la medida en que se amplía nuestro conocimiento y se agrandan
nuestros deseos. El hambre, la sed y la desnudez son los primeros tiranos que
nos hacen mover; después, el orgullo, la pereza, la sensualidad y la veleidad
nuestras son los grandes patronos de las artes y las ciencias, de las
industrias, oficios y profesiones; mientras que la necesidad, la avaricia, la
envidia y la ambición, cada cual en la clase que le corresponde, son los
capataces que obligan a todos los miembros de la sociedad a someterse, la mayoría
alegremente, a la rutina propia de su condición, sin exceptuar a reyes ni príncipes.
Cuanto mayor sea la variedad de industrias
y manufacturas, más refinadas serán, y cuanto más divididas en ramas
diferentes, mayor será la cantidad que pueda contener una sociedad sin que se
estorben unas a otras, y más fácilmente harán que un pueblo sea rico,
poderoso y floreciente. Pocas son las virtudes que emplean mano de obra y, por
lo tanto, pueden hacer buena a una nación, pero nunca grande. Ser fuerte y
trabajador, paciente ante las dificultades y asiduo en cualquier ocupación son
cualidades muy elogiables; pero como en su ejercicio está su recompensa, ni el
arte ni la industria les han dedicado cumplidos jamás; al paso que la
excelencia del pensamiento y el ingenio humano nunca han saltado más a la vista
que en la variedad de las herramientas y enseres de los trabajadores y artífices
y en la multiplicidad de máquinas, que han sido inventadas para ayudar a la
debilidad del hombre, para corregir sus muchas imperfecciones, para gratificar
su holgazanería o para obviar su impaciencia.
En la moralidad, lo mismo que en la
Naturaleza, nada existe en la criaturas tan perfectamente bueno que no pueda
resultar perjudicial para nadie de la sociedad, ni tan totalmente malo que no
pueda ser beneficioso para una parte u otra de la Creación; de suerte que las
cosas sólo son buenas o malas en relación con otra cosa y con arreglo a la
posición en que estén colocadas y a la luz a que se las mire. Lo que nos place
es bueno en ese aspecto y, según esta regla, cada uno desea el bien para sí
mismo con todas sus fuerzas, con poca consideración hacia su vecino. Cuando no
llueve se hacen plegarias públicas para implorar agua en las estaciones muy
secas, pero no faltará quien, deseoso de viajar al extranjero, quiera que ese
mismo día haga buen tiempo. Cuando el maíz está granado en primavera y la
generalidad de los campesino se regocijan ante la placentera perspectiva, el
rico granjero, que ha guardado la cosecha del año anterior es espera de un
mercado mejor, se desespera mirándolo y, para sus adentros, le aflige la idea
de una recolección abundante. Si hasta oímos con frecuencia a los perezosos
codiciar abiertamente las riquezas ajenas, sin que esto se considere injurioso, siempre que se las desee alcanzar sin perjuicio de los
propietarios; pero mucho me temo que esto ocurra sin ninguna restricción de tal
naturaleza en sus corazones.
Es una suerte que las plegarias y los
deseos de la mayoría de la gente sean insignificantes y no sirvan para nada; de
otra manera, lo único que podría hacer que la humanidad siguiera sirviendo
para la vida en sociedad e impedir que el mundo cayera en la confusión sería
la imposibilidad de que todas las peticiones formuladas al Cielo fueran
otorgadas. Un joven y educado caballero, recién llegado de un largo viaje, hace
noche en Briel esperando con impaciencia un viento del Este que le impulse hacia
Inglaterra, donde un padre moribundo, que desea abrazarle y darle su bendición
antes de exhalar su último suspiro, yace esperándole con una mezcla de pena y
tortura. Entre tanto, un sacerdote inglés, que tiene que hacerse cargo de los
intereses de los protestantes en Alemania, viaja por la silla de posta a Harwich,
con prisa por llegar a Ratisbona antes de que la Dieta se disuelva.
Al mismo tiempo, una rica flota está lista
para zarpar hacia el Mediterráneo y un escogido escuadrón aguarda el momento
de partir para el Báltico. Es probable que todas estas cosas sucedan a la vez;
por lo menos, no hay dificultad en suponerlo. Si todas estas personas no son
ateos o grandes réprobos, y son capaces de tener algún buen pensamiento antes
de irse a dormir, es seguro que, por consiguiente, sus plegarias serán muy
diferentes en cuanto a los vientos favorables y un feliz viaje. Lo único que
digo es que eso es lo que deben hacer es posible que todos sus ruegos sean
escuchados; pero de lo que estoy seguro es que no serán satisfechos todos
sumultáneamente.
Después de esto, me congratulo de haber
demostrado que ni las cualidades amistosas ni los afectos simpáticos que son
naturales en el hombre, ni las virtudes reales que sea capaz de adquirir por la
razón y la abnegación, son los cimientos de la sociedad; sino que, por el
contrario, lo que llamamos mal en este mundo, sea moral o natural, es el gran
principio que hace de nosotros seres sociables, la base sólida, la vida y el
sostén de todos los oficios y profesiones, sin excepción: es ahí donde hemos
de buscar el verdadero origen de todas las artes y ciencias, y en el momento en
que el mal cese, la sociedad se echará a perder si no se disuelve
completamente. Podría añadir mil cosas para reforzar y esclarecer aún más
esta verdad y lo haría con sumo placer; pero, por miedo de resultar fastidioso,
terminaré aquí, aunque no sin confesar antes que mi empeño por ganarme la
aprobación de los demás no ha sido ni la mitad de grande de que he puesto para
complacerme a mí mismo con este pasatiempo; si embargo, si alguna vez oigo
decir que por disfrutar esta diversión he procurado alguna al lector
inteligente, siempre será en favor de la satisfacción que he experimentado al
realizarla. Con esta esperanza que me forja mi vanidad abandono al lector con
pena y concluyo repitiendo la aparente paradoja cuyo meollo he adelantado en la
portada: los vicios privados, manejados diestramente por un hábil político,
pueden trocarse en beneficios públicos.
• Tomado de Fábula de las abejas o
los vicios privados hacen la prosperidad pública. Fondo de Cultura Económica.
México, 1982. Con omisiones
[1]
Cfr. n. 402.
[2]
E oposición a la creencia de algunos <<de nuestros mas admirados filósofos
modernos (...) de que las virtudes y los vicios no tenían,después de todo,
otras leyes o moderaciones que simplemente la moda y el buen tono>> (characterisitcs
ed. Robertson, 1990, I, 56), Shaftesbury arguye que <<cualquier moda,
ley costumbre o religión, por mala y viciosa que sea en sí misma (...)
nunca podrá alterar las eternas medidas y la naturaleza independiente e
inmutable del mérito y la virtud>> (Characteristics, I. 255).
[3]
Cfr. Shaftsbu: << Este es el honestum,
el pulchrum, tò xaròv, sobre el cual nuestro autor (Shaftesbury mismo)
establece la fuerza de la virtud y los méritos de esta causa; tanto en sus
otros tratados como en éste del Soliloquy
que aquí se comenta>> (Characteristics, ed. Robertson, 1900, II,
nota 1) Cfr. n. 451.
[4]
En el Alciphron, de Berkeleyque fue un ataque a Mandeville, se explica así
el tó xaróv: <<Indudablemente eiste ua belleza de pensamiento, un
encanto en la virtud, una simetría y proporción en el mundo moral. Los
antiguos conocían esta belleza moral po el nombre de honestum, otò xaróv.
Y a fin de reconocer su fuerza e influencia, no estaría de más
investigar qué habían querido dar a entender con esto, y qué intención
le daban, aquellos que primero lo pesaron y le dieron un nombre. Tòxaóv,
según Aristóteles, es el eπivetetóv oloable; seg`ún; Platón, esto
es ...agradable o provechoso, lo cual es el significado que correspondea u
entendimiento razonable y a su verdaderao interés>> (Berkeley works,
ed. fraser, 1901, II, 127).
[5]
Cfr. Les caracteres, de la Bruyere (oeuvres,
ed. Servois, 1865-1878, II, 135-136): << Le fleuriste a un jardin dans un faubourg (...) Vous le voyez planté,
et qui a pris racine au miliey de ses tulipes (...) Dieu et la nature sont
en tout cela ce qu'il n' admire point; il ne va pas plus loin que
l'oignon de sa tulipe rien quand qu'il ne livreroit pas pour mille écus,
et qu'il donnera pour rien quan les tulipes seront négligées et qe les
oeillets auront prévalu>> (El florista tiene
un jardín en un arrabal (...)Allí le veréis plantado, como si
hubiera echado raíces entre sus tulipanes. (...) Dios y la Naturaleza están
en todo lo que él desprecia; su atención no va más allá del bulbo de su
tulipán, del que no se desprendería por mil escudos, y que más tarde por
nada, cuando se olviden los tulipanes y estén en boga los claveles). La
Bruyere, com Mandeville, emplea esta comparación para dar idea de la
arbitraria inconstancia de la moda.
[6]cfr.
Descartes: <<Mais ayant appris, des le College, qu'on ne scauroit rien
imaginer de si estrange et si peu croyable, qu'il n'ait esté dit para
quelq'un des Philosophes; (..) et comment, iusques aur modes de nos habits,
la mesme chose qui nous a plu il y a dix ans, et qui nous plaira peutestre
encore aunt dix ans, nous semble maintenant extrauagante et ridicule...>>
(Pero habiendo aprendido, desde el colegio, que nada tan extraño o increíble
se puede imaginar que no haya dicho ya por alguno de los filósofos; (...) y
como hasta en la moda de nuestros trajes, la misma cosa que era de nuestro
agrado hace diez años, y que tal vez nos vuelva a gustar antes otros diez,
nos parece ahora extravagante y ridícula...) (Oeuvres, París, 1897-1910,
VI, 16, en Discours de la Méthode, pt, 2)
[7]
Para lo relativo a estas leyes ordenando enterrar a los muertos envueltos
<<solamente en sudarios de lana de oveja>>, véase Statutes at
Large 18, Carlos II, cap. 4 y 30, Carlos II, est. 1, cap. 3.
[8]
En Fre Thoughts (1729), 212, Mandeville menciona a Lutero como defensor de
la poligamia. Sin embargo, hay razones para creer que Mandeville pensaba
decir esto e sir Thomas More. Erasmo, en una carta (Opera OMnia, Leyden,
1703-1706, III (1), 476-477) menciona a More como defensor del debate de
Platón sobre la comunidad de mujeres y habla de aqquél como de un gran
genio. Ahora bien, Mandeville, que conocía a fondo a los escritores de
Erasmo (véase lo expuesto en
pp. IX-IXIII), pudo muy bien haber recordado este pasaje. Seguramente,
Mandeville debió pensar en Platón.
[9]
Para el pirronismo de Mandeville,juicio crítico de códigos y normas, no
indico ninguna fuente puesto que tales juicios críticos eran entonces muy
vulgares. En cuanto a que Mandeville sacara la consecuencia de esto de
alguna lectura determinada, lo más probable es que tomara como modelos
principalmente a Hobbes, Bayle y, tal vez Locke cfr. pp. lix-lx-lx,
lxiii-liv y n 457.
[10]
Compárese el siguiente paralelo: Spinoza, <<Affectus
coërceri nec tolli potest, nisi per affectum contrarium et fortiorem
affectu ceërcendo>> (Ethica, ed. Van Vloten y Land, La Haya,
1895, pt. 4, prot 7); el caballero de Méré" <<C'est
toûjours un bon moyer pour vaincre une passion, que de la combatre par une
autre>> (Para vencer una pasión, siempre es un buen medio combatirla con otra) (Maximes, sentences et
reflexions, París, 1687, máxima 546); Abbadie: <<...nos connoissances (...)n'ont point de force
par elles mêmes. Elles l'empruntent toute des affections du coeur.De
la vient que les hommes ne persuadent quère, que quand ils font entrer
(...)le sentiment dans leurs raisons..." (nuestras ideas (...) no
tienen fuerza en sí mismas. Todo lo toman prestado de los afectos que
dominan nuestro corazón. Por esto ocurre que los hombres nunca logran
persuadir más que cuando (...) el sentimiento entra en sus r
[11]Véase
Quintiliano IX, IV 41, y Juvenal, Sátiras
X, 122, donde se da la nota de Cicerón De
Consulatu Suo (frag. poem. X (b), ed. Mueller, <<fortunatam natam
me consule Romam><.
[12]
Que el hombre es naturalmente gregario es uno de lospensamientos centrales
de Shaftesbury. <<Nadie podrá negar>>, escribe (Characterics,
ed, Roberson, 1900, I 280-281), <<que esta inclinación de una
criatura hacia lo bueno de la especie o a la naturaleza común es tan propia
o natural en él como es para cualquier órgano, parte o miembro del cuerpo
de un animal, o de un simple vegetal, el continuar el curso conocido y
regular de su desarrollo>>. En otro pasaje semejante dice así:<<Cómo
es que el talento del hombre puede embrollar esta causa hasta el punto de
hacer aparecer el gobierno civil y la sociedad como una especie de invención
hija del arte, no me lo explico. Por mi parte, pienso que este principio de
asociación y esta inclinación a la compañía se demuestra, en la mayoría de
los hombres, con tanta fuerza y naturalidad, que uno puede fácilmente
afirmar que fue precisamente debido a la violencia de esta pasión como
surgió el gran desorden en la sociedad general de la humanidad (...) Todos
los hombres participan naturalmente en este principio de combinación (...)
Pues los espíritus más generosos son los más complejos>> (Characteristcs,
I, 74-75). Y otra vez. <<En pocas palabras, si la procreación es
natural, si es natural tal afecto natural y el cuidado y la nutrición de la
prole, siendo las cosas con el hombre tal y como son, y siendo la criatura
humana de la forma y constitución que ahora es, resulta que la sociedad
tiene forzosamente que ser para él también natural y que el hombre, fuera
de la sociedad y comunidad, nunca ha podido ni podrá subsistir>> (Charasteristics,
Ii, 83).
[13]
Horacio, Sátiras, I, IX.
[14]Cfr.pp.67
y ss., y 117.
[15]
Cfr.Petty: <<...vale más quemar el trabajo de un millar de hombres
por una vez que dejar que este millar de hombres pierda su facultad de
trabajo por falta de empleo>> (Economic Writings, ed. Hull, 1899, I,
60).
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