Karl Kautsky
Política fiscal burguesa y política proletaria
Cualquier política fiscal que quiera ser algo distinto de un pillaje de la población debe en primer lugar plantearse esta cuestión: ¿de qué fuentes de riqueza social pueden u deben extraerse los impuestos? La cuestión de en que medida y en que manera los individuos particulares deben ser objeto de gravamen fiscal es una cuestión secundaria a la cual no podrá responderse de una manera satisfactoria más que cuando se haya respondido a la primera.
Considerando la producción total anual de la sociedad, puede descomponerse en dos partes: una parte sirve al mantenimiento y la reproducción de las fuerzas de trabajo, la cual debe necesariamente ser adjudicada a los obreros si la sociedad quiere seguir existiendo. El excedente constituye el sobreproducto con el cual se mantienen las clases no productivas . En una sociedad capitalista este sobreproducto reviste la forma de la plusvalía que se adjudican los capitalistas.
Si examinamos esta situación económica bajo esta forma simplificada, es evidente que los impuestos no pueden ni deben provenir más que de una fuente: el sobreproducto, y respectivamente la plusvalía. Esto se manifestó claramente en tiempos de feudalismo. Las funciones del Estado estaban entonces en manos del rey, de la Iglesia y de los señores de la tierra; todos ellos obtenían sus ingresos, no de los impuestos tal como hoy los concebimos, sino de sus tierras, es decir, del trabajo de los agricultores. Era el sobreproducto de estos agricultores el que ellos recibían, por completo o en parte, bajo la forma de tributos es especie y de servicios personales, y a cambio de los cuales se encargaban de las funciones de la autoridad pública —justicia, policía, defensa del país, relaciones con el exterior, etc.
Estos tributos y servicios generalmente no sobrepasaban el sobreproducto; en primer lugar porque la economía natural, como ya hizo notar Marx, no comportaba la avidez desmesurada que caracteriza la economía monetaria, y después porque, al estar poco desarrollada la técnica militar, el campesinado no estaba absolutamente indefenso cara a los señores feudales; en fin, porque el campesinado oprimido podía huir siendo bien recibido en cualquier parte, dada la escasez de fuerzas de trabajo, tanto al servicio de otro señor como en la ciudad.
En la ciudad es donde surge la producción de mercancías donde surge la
economía monetaria. El producto se transforma en una mercancía de valor y
precio determinados, el sobreproducto reviste también la forma de un
valor, y la parte del sobreproducto que debía servir al mantenimiento del
Estado se convirtió en una parte del valor, realizado en dinero, de las mercancías.
En lugar de los tributos y servicios feudales se estableció el impuesto en
dinero.
Ya al comienzo de nuestro trabajo hemos descrito la situación que de ello se derivó. El nuevo Estado que acababa de nacer con la burguesía y que tenía como base los impuestos en dinero, debía ante todo reprimir a los que habían sido los señores de la colectividad o sea la iglesia y la aristocracia feudal. La lucha se terminó, por la destrucción de los antiguos amos, sino mediante un compromiso que aseguró su existencia sobre nuevas bases. Los amos del Estado se convirtieron en sus servidores pero en contrapartida la autoridad protegió sus intereses materiales. Los nacientes impuestos estatales no reemplazaron a los tributos y a los servicios feudales, sino que se les yuxtapusieron. Y el Estado centralizador, con su nueva técnica militar, con los fusiles y los cañones de los ejércitos profesionales y con la insaciable avidez de dinero de la economía monetaria, supo obtener mayores sumas de los campesinos —a quienes no resultaba tan fácil escapar a la policía del Estado como al señor de un pequeño dominio— que los antiguos señores. Los tributos y servicios feudales fueron más bien incrementados que disminuidos bajo la protección del nuevo Estado, al mismo tiempo que los nuevos impuestos en dinero crecieron desmesuradamente. Los príncipes arramblaban con el dinero donde quiera que se encontrase, sin la menor consideración con el progreso de la producción ni con la prosperidad de la población. Pero así, la protección estatal a la propiedad feudal de la tierra, ya en plena bancarrota económica, no conducía a un progreso de la producción sino mas bien a un retroceso de la misma.
En estas circunstancias, el sobreproducto se hizo cada vez más insuficiente para satisfacer las exigencias del Estado, por lo que debió sacrificarse, al menos en el campo, a la avidez del gobierno y de sus recaudadores arrendatarios de impuestos, una parte creciente de lo que era necesario para el mantenimiento y la reproducción de las clases trabajadoras. El campesinado, todavía próspero en los siglos XIV y XV, se empobreció visiblemente en los siglos XVII y XVIII; las explotaciones agrícolas retrocedieron y el campesino comenzó poco a poco a morirse de hambre. Este estado de cosas era, en parte, debido a la opresión feudal que no permitía una explotación agrícola racional y, en parte, a las exigencias crecientes de la economía monetaria, mientras que la economía natural de los campesinos sólo muy lentamente adquirió el carácter de producción para el mercado; pero también en parte, y no en una medida despreciable, se debió a la expoliación directa practicada por el fisco.
Fue en Francia donde esta situación se manifestó con características más agudas y también donde durante la gran revolución se produjo una reacción igualmente aguda contra este terrible estado de cosas. Fue en Francia donde los teóricos de la burguesía ascendente se esforzaron por implantar, antes que cualquier otra cosa, un sistema racional de impuestos.
Los fisiócratas establecieron clara y decididamente que la política fiscal dependía de la economía nacional y que debía estar sometida a ella. La consecuencia natural de ello fue el principio de que el impuesto tenía que ser pagado sólo por el sobreproducto. Pero el único trabajo que, a sus ojos, podía crear un plusproducto era el trabajo agrícola y por consiguiente exigieron que todos los impuestos fuesen abolidos y reemplazados por un impuesto único (impot unique) que recayese sobre el excedente agrícola (produit net). Este impuesto, que habría terminado por afectar esencialmente a los grandes propietarios, no les parecía demasiado pesado, dado que reduciría al mínimo las funciones del Estado. En anterior Estado, ligado a la aristocracia feudal, se había convertido en una sanguijuela inútil que obstaculizaba en todas partes la actividad económica, de forma que la eliminación de este Estado era la primera condición para la prosperidad económica. Fueron los fisiócratas quienes lanzaron al mundo la famosa frase laissez faire, laissez aller. Lo que comenzaron los fisiócratas lo continuaron más tarde los librecambistas radicales, quienes han proseguido en nuestro siglo la lucha de la burguesía contra las supervivencias del Estado feudal. Su base teórica era ciertamente otra, la economía clásica inglesa. Pero igual que los fisiócratas, también ellos ensalzaban el principio de laisser aller, laisser faire y pedían también la reducción al mínimo de las funciones del Estado; y al igual que aquéllos, aspiraron a un sistema de impuestos en armonía con las necesidades de la producción. Su sistema de impuestos se asemejaba mucho al de sus predecesores. Ciertamente, ellos no pensaron nunca en reducir verdaderamente todos los impuestos a uno solo, al impuesto sobre la plusvalía. La cuestión de la plusvalía ni siquiera existía para ellos. Sin embargo rechazaron los impuestos indirectos, al menos los que gravaban los artículos de primera necesidad y exigieron un impuesto sobre la renta con exención para las rentas bajas; éste es un impuesto que ciertamente no se identifica con el impuesto sobre la plusvalía pero que se le asemeja mucho. Pero el manchesterianismo no ha triunfado por completo en ninguna parte. El Estado burgués se ha mostrado igual de belicoso que el Estado feudal. La revolución francesa, basada en las ideas de los fisiócratas, desencadenó una serie de espantosas guerras generales que durante más de dos décadas devastaron a toda Europa e impusieron a los pueblos terribles tributos en sangre y en dinero. La revolución de 1848 que despejó el camino hacia la dominación del librecambismo radical, amenazó con desencadenar una segunda era de guerras. El fracaso de la revolución aplazó estas guerras, que fueron llevadas a cabo más tarde por los ejecutores testamentarios de la revolución, los tres déspotas Luis Napoleón, Bismarck y Alejandro II. A la era de veinte años de guerra, que empezó y terminó con una guerra en Oriente, sucedió la era de la paz armada, que apenas fue más soportable para los pueblos que las guerras anteriores. El resultado fue, para todos los pueblos civilizados, un aumento continuo de los impuestos y de la deuda pública, el pago de cuyos intereses exigiría nuevos impuestos. Al mismo tiempo crecieron las exigencias de que el Estado actuase como factor civilizador, por mucho que los gobiernos quisiesen hacer “economías” estrictas en este sentido. La enseñanza superior, las comunicaciones, etc., exigieron gastos cada vez mayores que era imposible eludir. En lugar del estado de paz que los hombres de Manchester habían soñado, en realidad se vivió en un campamento de guerra permanente; en lugar de laisser faire se vivió dentro de un Estado que, cada vez más, extendía la esfera de su intervención en el mecanismo social. ¿Pero con qué cubrir las necesidades crecientes del Estado? ¿Se acudió a la plusvalía, es decir, los impuestos sobre la renta, sobre la riqueza ,sobre los derechos de sucesión, o bien a los impuestos indirectos que gravan las necesidades del pueblo? Esta es la cuestión. Pero la burguesía es la clase dominante y como tal ha sabido siempre librarse de las principales cargas que impone el Estado. Hay Estados, por ejemplo Francia, que todavía no tienen impuestos sobre la renta, gracias al dominio exclusivo de la burguesía, que en Francia ha conseguido ya hace cien años desembarazarse de la nobleza y oponer al proletariado el dique de la pequeña burguesía y los campesinos. Por esto es por lo que, en contrapartida, esta tan desarrollada en Francia la imposición sobre los víveres del pueblo; los aranceles sobre los cereales, los impuestos indirectos, entre ellos sobre la sal, el azúcar, las bebidas, el monopolio del tabaco, proporcionan los principales ingresos. La cuantía total de los ingresos estatales fue de 3 386 millones. Los impuestos sobre negocios bursátiles proporcionaron 8 700 000 y el impuesto sobre la renta mobiliaria 65.800.000 francos. Los demás impuestos (timbre, etc.) están bien lejos de poder reemplazar los impuestos sobre la renta. Entre todos los Estados modernos, Inglaterra es el país donde, hasta hoy la burguesía ha disfrutado de un poder menos exclusivo; y precisamente porque la producción capitalista se ha desarrollado allí en su forma más pura, la consecuencia es la constitución de un proletariado potente, no estorbando por la pequeña burguesía y el campesinado, que se opuso a la burguesía en una época en que ésta estaba todavía enfrentada con la nobleza. Tampoco encontramos casi en Inglaterra impuestos indirectos que graven los artículos de primera necesidad. Pero en cambio también la plusvalía se encuentra bien protegida. El sistema de impuestos reposa en Inglaterra sobre un compromiso: se ha establecido un impuesto sobre la renta pero no es progresivo; las rentas inferiores a 160 libras esterlinas (=3,200 marcos) no son gravadas; la ley de 1894 establece una cierta regresión para las rentas comprendidas entre 160 y 500 libras. Las grandes rentas no están en ninguna medida más fuertemente gravadas que las rentas medias. El impuesto sobre sucesiones actúa en el mismo sentido que el impuesto sobre la renta. Junto a esto hay impuestos indirectos y aranceles elevados sobre artículos de lujo de consumo popular, sobre todo el tabaco y las bebidas alcohólicas. Estos impuestos indirectos produjeron en 1896, 48 714 000 de libras esterlinas, alrededor de 1 000 millones de marcos; los impuestos sobre la renta y del timbre, de los cuales los impuestos sobre herencias se llevan la parte del león, han aportado 34.830 de libras, 700 millones de marcos. El total de los impuestos se elevaba a más de 100 millones de libras, más de 2 000 millones de marcos.
Los demás Estados civilizados han adoptado un sistema de impuestos intermedio entre el inglés y el francés. Pero en todos los países del continente (excepto en la Suiza democrática) la plusvalía está mucho menos gravada que los artículos de primera necesidad. Y en general hay la tendencia a aumentar estos impuestos indirectos, no sólo en términos absolutos, sino también en términos relativos. No puede concebirse un sistema más irracional, ya que a menudo estos impuestos gravan más (como por ejemplo el impuesto sobre la sal) a las familias pobres y numerosas que a las acomodadas. También son irracionales dado que, por ejemplo, en los impuestos aduaneros, el costo de la percepción de los impuestos absorbe a menudo la mayor parte de los ingresos. Pero en cambio son cómodos; el pueblo siente menos su peso que el de la imposición directa y, lo que es decisivo, la masa del pueblo no les opone la resistencia que opone la burguesía a todo impuesto directo que grave seriamente sus rentas. Y todavía hoy la burguesía es la clase que decide. Las clases que se hunden los artesanos y los campesinos, favorecen ellos mismos el desarrollo de los impuestos indirectos en virtud de su política aduanera. La industria para la exportación es casi exclusivamente la gran industria: los artesanos y los campesinos no necesitan más que el mercado interior y quieren asegurárselo. Por esta razón, favorecen los derechos protectores que, en realidad, no les protegen sino que se convierten en nuevos impuestos indirectos de los cuales ellos mismos soportan la mayor parte.
Los partidos burgueses no llegan más allá de los dos sistemas de impuestos que acabamos de esbozar, a saber, el sistema manchesteriano y el sistema proteccionista; lo mismo ocurre con la democracia burguesa que no es ni un partido capitalista ni un partido anticapitalista, sino el partido de la reconciliación de los intereses de clase, el partido de aquellos intereses que son comunes a los capitalistas y a los proletarios, a los pequeñoburgueses y a los campesinos. Le falta a la democracia burguesa resolución frente a los capitalistas . No se atreve a imponerles todas las cargas fiscales pero quiere, al mismo tiempo, aligerar a las clases inferiores, y así todo su sistema viene a parar en reducir los impuestos al máximo posible, un ideal que es inconciliable con las obligaciones crecientes del Estado moderno. Sobre el terreno de la democracia burguesa, la transformación del Estado en un Estado civilizador se hace imposible, por muy bien intencionada que sea, el respecto, esta democracia.
Muy distinto es el sistema de impuestos de la democracia proletaria de la socialdemocracia. Su consigna no es la disminución de los impuestos sino la de cargar los impuestos sobre los hombros de quienes pueden soportar su peso. Hace suya de nuevo la vieja pretensión de los fisiócratas, quienes exigían que los impuestos gravasen la plusvalía. Es verdad que el desarrollo del modo de producción capitalista no permite determinar la plusvalía tan fácilmente como el produit net de los fisiócratas; en el siglo pasado, durante la época de la economía natural, cuando el campesino producía él mismo caso todo lo que necesitaba, el producto neto era el excedente en especie de sus productos sobre sus propias necesidades, e iba a parar al propietario de la tierra. La plusvalía sólo se manifiesta después de numerosas divisiones y transformaciones, de manera que es imposible evaluarla directa e íntegramente. La imposición de fuentes o componentes particulares de la plusvalía conduce fácilmente sobre los menos afortunados. Así es como los propietarios de la tierra, en las ciudades, aprovechan su situación de monopolio para trasladar a sus inquilinos el impuesto sobre la renta de la tierra.
No intentamos aquí encontrar el medio más racional de gravar la plusvalía ya que esto nos llevaría demasiado lejos. Nos contentamos con remitir al programa de la socialdemocracia alemana. Para pagar todos los gastos públicos, en cuanto puedan se cubiertos por los impuestos, la socialdemocracia reclama impuestos progresivos sobre la renta y sobre el capital y un impuesto sobre la sucesión, creciendo progresivamente con la importancia de la herencia y el grado de parentesco. Esta es una combinación que, a nuestro parecer, acertará, muy probablemente, a afectar a la plusvalía.
La democracia burguesa reclama igualmente estas clases de impuestos y los ha hecho adoptar en parte; pero no tiene la suficiente falta de miramientos como para arrancar, por esta vía, sumas considerables al capital. La socialdemocracia es la única que no tiene miramientos con el capital; sólo ella puede reclamar reformas sociales que necesitarán gastos considerables por parte del Estado, proponiendo al mismo tiempo remplazar los otros impuestos por el impuesto sobre la renta, el impuesto sobre las riquezas y sobre los derechos de sucesión.
También el propio Estado burgués se ve forzado, de tiempo en tiempo, a hacer una apelación extraordinaria a la plusvalía para cubrir sus necesidades crecientes sólo que no lo hace bajo la forma del impuesto sino bajo la del empréstito estatal. Estos últimos tienen a veces fines económicos, por ejemplo creación de ferrocarriles o de canales, pero generalmente están destinados a usos completamente improductivos, a la adquisición de cañones y de acorazados, a cubrir los gastos de guerra, etc.
Es sorprendente que, en los Estados monárquicos, todo es real, imperial, etc. excepto las deudas. La túnica del soldado es la túnica del rey pero éste último protestaría enérgicamente si se llamasen deudas reales a los préstamos pedidos para pagar la túnica del rey. Esas deudas las abandona generosamente en manos del Estado o de la nación. En este punto hasta el propio absolutismo ruso se muestra, en comparación, altamente republicano.
Se pueden parangonar estos empréstitos con las contribuciones voluntarias
que se imponían en los tiempos feudales las clases dominantes, la nobleza y el
clero, cuando la patria estaba en peligro. Sin embargo hay una pequeña
diferencia; los señores feudales no exigían intereses por las sumas que ellos
sacrifican en aras de la patria; para el capitalista, los intereses son cosa
principal. Los privilegios perpetuos otorgados a los ricos señores
territoriales, a los obispos, a los monasterios, a las ciudades, a cambio de sus
subsidios, quizá fuesen un equivalente de las
rentas perpetuas de nuestras actuales deudas públicas.
Después de los gastos militares, los intereses de la deuda pública
constituyen, en los Estados modernos, el capítulo más grande del presupuesto
de
gastos. En Inglaterra sobre un presupuesto de 2 000 millones de marcos, el ejército
y la flota absorben alrededor de 800 millones de marcos y los intereses de la
deuda nacional 500 millones; en Francia el ejército y la marina alrededor de
700 millones de marcos y los intereses de la deuda 1 000 millones.
En el Imperio alemán, los intereses de la deuda no se elevan en verdad más
que a 74 millones de marcos, mientras que el ejército y la flota cuestan 700
millones de marcos. Pero este imperio es joven
todavía; la guerra de la cual surgió le ha reportado los millones franceses y
desde entonces no ha tenido que sostener grandes guerras. En la misma época en
que el Imperio alemán, que comenzó a funcionar con una indemnización de
guerra de 4 000 millones de marcos, se endeudaba por valor de, hasta la fecha, 2
261 millones de marcos, Inglaterra ha reducido, su deuda pública de 15 600
millones de marcos a 12 400 millones de marcos ( o sea, una disminución de 3
200 millones de marcos) —sin necesidad de aranceles sobre cereales, carne,
petróleo, etc.— ¡Y si se quiere establecer una comparación habría que añadir
a la deuda del Imperio alemán la de los Estados confederados! Solamente en
Prusia la deuda se eleva a 6 500 millones de marcos, cuyos intereses
significaban, en 1898, 229 millones; las deudas públicas de Baviera. Sajonia y
Württemberg arrojan en total 2 500 millones. Llegamos pues, sumando las deudas
públicas de los diferentes Estados de Alemania, a una cifra casi equivalente a
la de Inglaterra con la diferencia de que en Inglaterra la deuda disminuye
mientras que en Alemania aumenta rápidamente. Los gastos militares junto con
los intereses de la deuda pública constituyen el capítulo el presupuesto de un
Estado moderno que, en el caso de eliminarse, proveerían de los medios
necesarios, bien para aligerar las cargas de la población, bien para realizar
grandes reformas sociales. El desarme general y la suspensión general del pago
de intereses de los fondos públicos pondría a disposición de cada una de las
grandes potencias más de mil millones de marcos anuales, suma que se podría
emplear para estos fines. ¡Con eso ya podía hacerse algo!
La bancarrota del Estado un fenómeno extraordinario: sin embargo no queremos afirmar que un régimen como el que nosotros estamos suponiendo aquí, influenciado por el proletariado pero todavía no en situación de triunfar sobre el modo de producción capitalista, se decidiría sin necesidad a suprimir el pago de los intereses. Significaría violar groseramente el principio de igualdad de derecho para todos, el escoger al azar solamente a algunos capitalista y confiscarle sus bienes, y sería tanto menos justificable cuanto que una gran parte de los fondos públicos están precisamente en las manos de los capitalistas más pequeños. La confiscación de los pequeños ahorros de las pequeñas gentes es lo que menos cuadra a las intenciones de un gobierno democrático.
Pero también es cierto que un régimen tal como al que nosotros nos referimos, renunciaría de una vez para todas a acudir a nuevos empréstitos e intentaría amortizar la deuda existente con la mayor rapidez posible. Un nuevo empréstito tendría el significado de una sujeción del gobierno al yugo del capital. El empréstito es uno de los medios que emplean los Estados burgueses para poner la plusvalía, que el capital se ha apropiado, a disposición de sus fines estatales. Mas una democracia proletaria no conoce otro modo de apropiación de la plusvalía que el impuesto. Pero naturalmente, por pocos miramientos que la democracia proletaria tenga con el capital, tampoco podrá gravar la plusvalía completamente a su gusto. No puede pensarse en elevar los impuestos anteriormente mencionados hasta el punto de confiscar toda la plusvalía. Recordemos que aquí no tratamos de una comunidad socialista —para ella, nuestras explicaciones carecerían de sentido ya que una comunidad que es dueña de los medios de producción, no necesita de impuestos para obtener el sobreproducto, sino que hablamos de una situación en la cual el proletariado tiene ya el suficiente poder político como para ejercer sobre el sistema de impuestos una influencia favorable a sus ideas, pero en la cual domina todavía el modo capitalista de producción. En tanto que así sea, en tanto que, por una u otra razón, la sociedad no está en situación de tomar en sus manos todas las funciones del capital, la plusvalía jugará un papel económico considerable. El capitalista no puede, como antes de él hacían el señor feudal o el aristócrata romano, consumir todo el sobreproducto que le suministran sus obreros. Tiene que “resignarse”, necesita “ahorrar”. No consume más que una parte de la plusvalía, mientras la otra se acumula, es decir, forma nuevo capital. Es esta acumulación de capital la que construye, junto con el adelanto de las ciencias naturales, la gran fuerza del progreso económico de nuestro siglo. Es gracias a estos dos factores por lo que el progreso en este siglo ha sido mucho más rápido que en todos los siglos anteriores, por lo que han sido creadas inmensas fuerzas productivas antes las cuales las antiguas maravillas del mundo parecen enanas, por lo que, por vez primera en la historia, ha surgido la posibilidad de establecer una sociedad socialista sobre la base de una civilización más elevada. Mientras la sociedad no se aprecie de las fuerzas productivas y mientras no regule ella misma su propio desarrollo, impedir la acumulación de capital significaría detener el progreso, obstaculizar las condiciones previas del socialismo.
Pero afortunadamente para el progreso, el capital tiene tal tendencia a
acumularse que puede soportar sin conmoverse las más rudas embestidas. Las
leyes protectoras de los obreros y las organizaciones obreras, hasta el
presente, se han mostrado como un medio de promoción y no como obstáculo del
progreso económico; no han perjudicado en nada la acumulación del capital, la
cual ya ha adquirido tales proporciones que comienza a convertirse en un dilema
para los capitalistas. La masa de plusvalía que afluye anualmente a sus cajas
es tan considerable que a
pesar del lujo más desenfrenado, ellos economizan todavía más dinero del que
pueden colocar a fin de obtener más plusvalía. Una serie de bancarrotas
estatales —Argentina, Portugal, Grecia, etc.— y de varias empresas colosales
privadas —sobre todo el “crack” de Panamá— han podido ocurrir estos últimos
años sin producir desordenes demasiado graves en la vida económica, sin
limitar la capacidad del capital para invertir cientos de millones en empréstitos
completamente improductivos y de promover con más potencia que nunca el
desarrollo de nuevas industrias y nuevos medios de comunicación.
Estos hechos muestran que se puede atacar la plusvalía mucho más de lo que se hace hoy sin temor a comprometer con ello el desarrollo económico.
Sería completamente ocioso querer calcular, ni
siquiera en forma aproximada, hasta donde podría
llegarse en este ataque a la plusvalía.
Pero por muy considerables que sean las sumas que, por esta vía, pudiese
alimentar las finanzas estatales, no obstante hay que contar con la posibilidad
de que fuesen insuficientes para cubrir todos los
gastos de un Estado civilizador que quisiese satisfacer todas las exigencias que
le impone el deber de elevar a la población entera al nivel de la civilización
moderna. En este caso será necesario utilizar un segundo método complementario
para adquirir plusvalía: el Estado —o respectivamente la comunidad, para la
cual vale mutatis lo antedicho— deberá producir plusvalía él mismo.
De todas maneras le empuja a ello el desarrollo económico y político. Hay una serie de monopolios naturales, actualmente en régimen de propiedad privada —minas, grandes vías de comunicación, iluminación etc.—, cuya explotación perjudica, dada la ausencia de libre competencia, no solamente a los obreros sino también a los consumidores en general. La concentración del capital produce además otros monopolios privados artificiales por medio de cárteles, etc. que tienen efectos similares. No sólo el proletariado, sino la masa entera de la población se subleva contra estos monopolios. Las disecciones legales reguladoras son un sucedáneo muy pobre; no hay más que un medio de poner fin a la explotación de la colectividad, que consiste en la adquisición por la comunidad de los monopolios para continuar ella misma la explotación. Pero mientras los grandes capitalistas tengan el Estado en el puño, como sucede hoy, esto no será ni fácil ni siempre deseable. Por una parte el proletariado no puede desear que el Estado, que les es hostil, extienda su poder; por otra parte los capitalistas tienen la suficiente potencia para impedir unas nacionalizaciones que les son ingratas, como asimismo la tienen para permitirlas únicamente en condiciones en las que ellos serían los únicos beneficiados. En el caso de las nacionalizaciones de los ferrocarriles en Prusia y en Austria, no fueron precisamente los accionista quienes salieron perdiendo.
Todas estas dificultades desaparecen en un Estado en el cual el proletariado sea capaz de otorgar a la autoridad pública la suficiente falta de miramientos para con el capital, ya que la masa del pueblo no tiene motivos para recelar de la ampliación de las esferas de poder del Estado cuando éste está enteramente en sus manos. Entonces la nacionalización de los monopolios puede efectuarse rápidamente, con tanta mayor rapidez —permaneciendo invariables las demás circunstancias— cuando mayores sean las necesidades del Estado y cuando más estrechos sean los límites dentro de los cuales puede gravarse la plusvalía. Y la nacionalización se realizará en todos los casos en condiciones tales que, sin ser una confiscación, asegure en todo caso abundantes ingresos al Estado, quien los podrá emplear para mejorar la situación de los obreros para favorecer los intereses de los consumidores y para la promoción, en gran escala, de la obra civilizadora.
La explotación de estos monopolios de Estado no es todavía la explotación socialista sino que funciona en las condiciones dadas de la producción de mercancías y no produce todavía directamente para uso de la sociedad. Pero en principio difiere ya esencialmente de la explotación del monopolio por el Estado burgués. Aquélla, al formar parte de la política fiscal proletaria, es un medio de obtención de plusvalía por parte del Estado,; ésta, que forma parte de la política fiscal burguesa es el medio más eficaz de establecer impuestos indirectos, de encarecer en favor del Estado los artículos de primera necesidad.
El criterio para la apropiación de una rama de la producción, en beneficio del monopolio estatal proletario, es el del nivel alcanzado en el modo de producción; las explotaciones burocráticamente organizadas, que de explotaciones personales se han convertido en explotaciones anónimas sociedades por acciones o de sindicatos y que están ya efectivamente fuera de la libre competencia, pueden pasar con mayor facilidad a manos del Estado.
El criterio para la aprobación de una rama de la producción, en beneficio del monopolio de Estado burgués, es, por el contrario, la importancia de sus productos como artículos de consumo general, indispensables o superfluos, para la masa de los consumidores (tabaco, aguardiente, sal). El grado de desarrollo de la producción no es tomado en consideración; se encuentran monopolios en ramas atrasadas de la producción donde predomina la pequeña explotación (tabaco); en este caso la concurrencia es eliminada artificialmente, y para alcanzar los ingresos deseados se explota a los consumidores y también los obreros mucho más de lo que lo serían en régimen de libre concurrencia.
Así como no se puede confundir el monopolio de Estado con el socialismo, tampoco puede confundirse el monopolio de Estado proletario con el monopolio de Estado burgués.
La nacionalización o comunalización de los monopolios, la sustitución de los impuestos progresivos sobre la renta, sobre la riqueza y sobre los derechos de sucesión; la supresión de los empréstitos públicos; he aquí los puntos esenciales de la política fiscal proletaria. Es evidente, y no necesita de más demostraciones, que estas reformas, aligerarían sensiblemente las cargas, no solamente del proletariado, sino también de la masa total de la población trabajadora. Puede incluso decirse que son mucho más importantes para el pequeño artesano, para el comerciante detallista y para el pequeño campesino que para el proletario asalariado que, al menos en algunas de sus capas, está ascendiendo mientras que las otras clases que acabamos de nombrar caminan hacia la ruina. Para las capas proletarias en descenso, la política fiscal burguesa no hace más que retardar este ascenso, mientras que precipita la ruina de las clases sociales en vías de desaparición. Los impuestos gravan aún más pesadamente al pequeño burgués y al pequeño campesino que al obrero asalariado; aquéllos están pues más interesados que éste en el establecimiento de la política fiscal proletaria.
Pero la disminución de las cargas de las clases trabajadoras no sería el único resultado de este sistema de impuestos; en todas partes donde la producción capitalista está muy desarrollada y donde por consiguiente, la masa de la plusvalía es muy elevada, el Estado estaría perfectamente capacitado para proseguir una política enérgica, tendiente a asegurar a la población el bienestar y las conquistas de la civilización; cosa que la política fiscal burguesa no puede hacer. La imposición fiscal de la pobreza del pueblo tiene unos límites muy estrechos, a menos que se quiera arruinar a la masa de la población y por consiguiente a toda la sociedad. Mas, por otra parte, con la política fiscal burguesa, la plusvalía estará siempre insuficientemente gravada.
Unicamente la política fiscal proletaria puede atacar la plusvalía sin
ningún miramiento, únicamente ella puede obtener por la vía del impuesto
todas las sumas que la clases capitalista invierte hoy en los empréstitos
interiores y exteriores, y aún puede exigir bastante más sin perjudicar el
desarrollo de la industria ni desmentir la capacidad de consumo de la burguesía;
la creación de plusvalía mediante la nacionalización de los grandes
monopolios pone al servicio de la comunidad las más importantes fuerzas
productivas de la nación y permite a la autoridad pública
utilizar para las tareas de la civilización numerosas fuerzas de trabajo que
hoy permanecen desocupadas. Los recursos materiales del Estado y de la comunidad
se verán con ello enormemente incrementadas. La concentración creciente del
capital proporcionará un campo cada vez más extenso a la explotación estatal
y, al multiplicar sus explotaciones, el Estado encontrará indefinidamente
nuevas fuentes de ingresos sin ninguna carga para el pueblo.
Pero es discutible que el proletariado llegue ninguna vez a establecer
efectivamente su propia política fiscal. Eso supone una situación que nosotros
hemos adoptado como base de nuestra exposición pero que quizá no se produzca
jamás; una gran potencia política del proletariado coexistiendo con una
permanencia ininterrumpida del modo de producción capitalista. Dos cosas que se
excluyen casi completamente la una de la otra, sólo podrían coexistir por poco
tiempo.
A pesar de ello nos ha parecido necesario investigar cuál sería el sistema de política fiscal que el proletariado tendría que poner hoy en práctica, si llegase a alcanzar el poder político. La importancia de un objetivo social no disminuye por el hecho de que no se alcance, si ha servido simplemente para indicar la tendencia del movimiento social.
La importancia de este movimiento y la precisión con que el objetivo señalado indique el sentido de su marcha es lo que califica la importancia de dicho objetivo. Un movimiento no puede comprenderse claramente más que cuando se han precisado sus fines.
Ciertamente, si el proletariado ha conquistado el poder político, la situación social será muy pronto tal que hará superfluo cualquier sistema fiscal encuadrado en el marco que acabamos de trazar; sin embargo, en todo caso, es hoy un objetivo de la democracia proletaria y la influencia política del proletariado se conocerá entre otras cosas en la medida en la cual consiga realizar su sistema fiscal. Mientras más potente sea la socialdemocracia más disminuirán los impuestos indirectos, mayor importancia tendrán los impuestos sobre la renta, sobre la riqueza y sobre la herencia, más se reducirán las deudas públicas y sus intereses, y más rápidamente y con menos gastos se convertirán en monopolios del Estado y de las comunidades los grandes monopolios de los capitalistas.
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