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nació en Gijón en 1744 y falleció en Vega, Asturias, en 1811 fue político, escritor y economista, ocupó diversos cargos públicos:
Alcalde del Crimen en la Audiencia de Sevilla (1767), Alcalde de Casa y Corte en Madrid (1778), Ministro del Consejo de Órdenes (1780) y de la Junta de Comercio (1783). Es director de la Sociedad Económica Matritense desde 1784. En 1797 es nombrado por Godoy ministro de Gracia y Justicia.
En sus escritos ataca la institución gremial y se muestra partidario de la desamortización. En él se mezclan ideas mercantilistas, fisiocráticas y en algunos puntos coincide con Adam Smith.
OBRAS
Ver también:
Biografía de publicada en el Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano Montaner y Simón Editores, Barcelona 1892 tomo 11, páginas 202-204
Biografía
Poeta y escritor español. Nacido en Gijón (Asturias) a 5 de enero de 1744. Muerto en el Puerto de Vega, pueblecito situado en los confines de Asturias, entre Luarca y Navia, a 27 de noviembre de 1811. Su padre, D. Francisco, fue un caballero ilustre de aquella tierra, muy aficionado a los buenos estudios, doctor en Humanidades y amante de su patria. Doña Francisca Jové Ramírez, su madre, cuidó de inspirar a sus hijos en los primeros años de la vida los sentimientos religiosos. Teniendo sus padres nueve hijos, y contando con las excelentes disposiciones que mostraba Gaspar, resolvieron dedicarle a la Iglesia, para que, libre de todo lazo, pudiera servir de amparo a sus hermanos, y muy particularmente a las hembras, que eran cuatro. Con este fin, después de haber aprendido primeras letras y latinidad en Gijón, y Filosofía en Oviedo, Gaspar pasó a la edad de trece años a la Universidad de Avila, donde emprendió la carrera de Leyes y Cánones bajo la inmediata solicitud del prelado de aquella diócesis D. Romualdo Velarde y Cienfuegos, gran protector de sus paisanos. Encantaron al obispo el talento, la viveza y la aplicación del nuevo alumno, y le confirió la institución canónica de dos beneficios. Más adelante, contemplándole ya Licenciado en ambos Derechos, le proporcionó una beca en el Colegio Mayor de San Ildefonso, y dispuso su traslación a la ciudad de Alcalá de Henares. Dos años residió Gaspar en esta ciudad, brillando en las Academias, distinguiéndose en los ejercicios, haciéndose amar de todos, cuando, noticioso de que abrían oposiciones a la canonjía doctoral de la catedral de Tuy, determinó aspirar a ella.
En Madrid trataron todos sus amigos de persuadirle a que desistiese de la carrera eclesiástica, y en ello su tío, el duque de Losada, sumiller de Corps, formó particular empeño, prometiéndole alguna plaza de alcalde del crimen. Accedió Gaspar a sus deseos, aunque ya había recibido la primera tonsura, y se dejó proponer dos veces por la Cámara de Castilla. Accedió al cabo el monarca a la segunda consulta de la Cámara, y fue nombrado Gaspar alcalde de la cuadra, es decir, alcalde de la Sala del crimen de la Real Audiencia de Sevilla, para donde marchó Jovellanos, no sin haber ido antes a Asturias a ver a sus padres y a Avila a abrazar a sus compañeros de estudio y a visitar el sepulcro del prelado su favorecedor. Concurrió Gaspar en Sevilla a la tertulia del ilustrado asistente D. Pablo Olavide, y era su más bello adorno; se le confiaba la redacción de todos los informes y consultas del Tribunal, y las actas, que todavía se conservan, dan testimonio de su laboriosidad, de su golpe de vista y de sus dotes de gobierno.
Más tarde pasó de la sala de alcaldes del crimen a una plaza de oidor. Olavide le aconsejó que se dedicase al estudio de ciencias que entonces no se habían generalizado, y le hizo aprender idiomas, a la sazón poco sabidos en España. Tuvo Jovellanos asiento en la Sociedad de Amigos del País. El estableció en Sevilla, ha dicho Nocedal, «escuelas patrióticas de hilaza, buscó por sí mismo los edificios en que se debían plantear, maestras expertas que supiesen dirigir, tornos y lino para las discípulas, proporcionó recursos, hizo el reglamento por que todas se habían de gobernar, y propuso premios para las que hiciesen mayores progresos. Introdujo en la provincia un modo de perfeccionar la poda de los olivos y la elaboración del aceite, trabajando mucho, y no sin algún resultado, en mejorar el beneficio de las tierras, los instrumentos agrarios y las pesquerías de las costas de aquella parte del Océano; procuró introducir el uso de los prados artificiales, y con sus consejos y socorros auxiliaba a gran número de inteligentes artistas y de menestrales honrados. Así que, necesariamente, su casa fue el centro de los sabios, de los literatos y de los artistas; en ella se discurría sobre los negocios más graves de la gobernación y sobre las obras maestras del ingenio humano, sobre los adelantamientos de las Ciencias y sobre la belleza de las Artes.
Allí acudían también los pobres sin dejar de recibir constantemente protección y recursos; y si los necesitados no encontraban grandes socorros, porque no era rico Jovellanos, conseguían de él eficaces recomendaciones para que se los prestasen los poderosos.» También se afanó por el establecimiento de un hospicio que llenase las grandes condiciones que él se proponía. Allí se aficionó a las Bellas Artes, o creció su amor a ellas, y conoció a Ceán Bermúdez, que inclinó su ánimo a la contemplación de las bellezas artísticas y a meditar sobre un punto que también le había de valer merecida fama. Allí adquirió las vastas noticias y el delicado gusto que admiraron después en Madrid los discretos, ya en la oración pronunciada en la Academia de San Fernando en el día 14 de julio de 1781, con motivo de la distribución de premios a los alumnos, ya en el elogio de Ventura Rodríguez, que con ocasión de su muerte, acaecida en 26 de agosto de 1785, leyó a la Sociedad Económica, y que, no satisfecho, adicionó más tarde con notas de arquitectura sobremanera curiosas. A la época de su residencia en Sevilla pertenecen varios escritos de Jovellanos, que demuestran ya la generalidad de sus estudios y la prodigiosa flexibilidad y extensión de su entendimiento; cuéntase, entre otros, un informe al Consejo de Castilla sobre el establecimiento de un Montepío en aquella ciudad; una carta dirigida a D. Pedro Rodríguez de Campomanes, remitiéndole un proyecto de erarios públicos o Bancos de giro; un luminoso informe sobre el estado de la Sociedad Médica de Sevilla y del estudio de Medicina en su Universidad, y otro al Consejo sobre la extracción de aceites a reinos extranjeros. Allí también escribió varias de sus composiciones poéticas, entre las que sobresale la epístola a sus amigos de Salamanca, Meléndez Valdés y los PP. González y Fernández, estimulándolos a que empleasen sus versos en asuntos graves, para que, labrando su propia gloria, consiguiesen la corrección de las costumbres y el ejercicio de la virtud. En Sevilla es también donde escribió su tragedia intitulada Pelayo y la comedia El delincuente honrado. Dígase lo que se quiera, afirma Nocedal, «por aquellos tiempos no se escribió comedia mejor en España, y a no brillar después D. Leandro Fernández de Moratín nadie aventajaría a Jovellanos entre los escritores cómicos del pasado y primeros años del presente siglo. Cierto que El delincuente honrado no sufre comparación con El sí de las niñas; pero en el propio caso se encuentran muchas comedias, antiguas y modernas, de autores justamente celebrados. Tal como es, ¿quién no la estima superior a La Petrimetra, de Moratín padre, a El señorito mimado y La señorita mal criada, debidas a la pluma de Iriarte, y aun a El filósofo enamorado, escrita por Forner? La de Jovellanos fue representada por vez primera en uno de los Sitios Reales, y es de notar que se la acogiese con aplauso en tal coliseo, proponiéndose en ella censurar severamente una pragmática (sobre desafíos), del soberano.
Menos feliz en la tragedia, su plan es incorrecto y está poco examinado. Escribióla atropelladamente, y sacó del molde mil defectos; trató después de corregirlos, pero con poco fruto... Hacen desmerecer la tragedia principalmente los versos, que parecen más bien prosa elegante y esmerada, defecto que deslustre cuantas composiciones suyas pertenecen a aquella época.» Muy contento con su género de vida, y satisfecho con su posición desahogada y cómoda se hallaba Jovellanos en Sevilla, cuando Carlos III determinó (1778) trasladarle a Madrid, confiriéndole el destino de alcalde de casa y corte. Esta para él sensible traslación le inspiró una epístola a sus amigos, en que pinta con vivos colores el dolor que le cansaba separarse de ellos y de la hermosa ribera del Betis, centro feliz de sus venturas en días más claros y serenos. Entre las causas que aumentaban su disgusto, era grande la consideración de volver a ocuparse en el conocimiento de los negocios criminales, que miró siempre con aversión. Así es que celebró mucho que al año y medio de su nombramiento para alcalde de corte le pasaran al Consejo de las Ordenes. En dicho período de año y medio escribió la célebre descripción del Paular, que entre sus más bellas composiciones ocupa lugar aventajado, presentándola Quintana como una prueba irrecusable de haber sabido llegar a veces Jovellanos a la más alta y verdadera poesía. Es una epístola a D. Mariano Colón, duque de Veragua, oculto bajo el nombre de Anfriso. La bosquejó el autor en la misma Cartuja del Paular, a la sazón en que allí permanecía formando la sumaria de un robo escandaloso hecho en el convento.
Llegado apenas a Madrid, le llamó a su seno la Sociedad Económica; poco después, a propuesta del conde de Campomanes, ingresó en la Academia de la Historia; coincidió con su nombramiento de Consejero de las Ordenes su entrada en la de Nobles Artes de San Fernando, y en 25 de julio de 1781 le concedió la Española el título de académico supernumerario. Fuera prolijo y cansado referir los trabajos científicos, artísticos y literarios que en el espacio de diez años salieron de su pluma, ya por encargo de los cuerpos referidos, ya para el Tribunal de que era parte, ya para las Academias de Cánones y Derecho patrio, fundadas por Carlos III, y a que perteneció Jovellanos. Los lectores pueden consultar en la Biblioteca de Autores Españoles, de Rivadeneira, sus informes, dictámenes o discursos sobre tantos y tan diversos ramos del saber, «y les causará maravilla, dice muy bien Nocedal, aquella extensión de conocimientos, aquella profundidad de estudios, aquella seguridad de doctrina, aquella claridad en la expresión, aquella elocuencia vigorosa, aquella sensibilidad, aquel exquisito tacto que resplandecen en todos sus escritos. La vida entera de un hombre se necesita para adquirir los rudimentos no más de las ciencias en que sobresalió; parece imposible que el cronista de la Arquitectura sea el profundo jurisconsulto y canonista eminente; que el poeta inspirado del Paular sea el sabio economista; que escriba con igual acierto y con la misma superioridad sobre Literatura, sobre Artes, sobre la roturación de los campos, sobre el cultivo de las tierras, sobre la conservación y aumento de nuestra ganadería, sobre la extracción y contratación de nuestros productos.» Gozaba entonces de grandes satisfacciones Jovellanos y duraron cuanto el reinado de Carlos III, que murió en 14 de diciembre de 1788. Un mes antes, en 8 de noviembre, leía en la Sociedad Económica Matritense el elogio de aquel monarca. Conviene advertir que era un panegírico, y no un estudio histórico, lo que la Sociedad había encargado al autor. No es lo mejor que salió de la pluma de Jovellanos el Elogio de Carlos III. Fué propósito constante de aquel monarca remover los obstáculos que se oponían a la prosperidad del reino, y entre ellos los que no dejaban tomar vuelo a la decaida agricultura. Con tal objeto formó el Consejo de Castilla un expediente de ley agraria, sobre cuyo punto quiso oir a la Sociedad Económica, y es el origen del famoso Informe que escribió Jovellanos, que todos conocen siquiera de oídas, aun los menos doctos, y que ha valido a su autor grandes alabanzas y amargas censuras, al compás de las diversas opiniones que han subdividido a nuestra patria en variados grupos y partidos encontrados andando luego los tiempos. El Informe, dice Nocedal, «abraza una exposición clara y metódica de los estorbos que se oponen al interés de los agentes de la Agricultura, y por consecuencia a su progreso, ya sean políticos o derivados de la legislación, ya morales o nacidos de las opiniones a la sazón reinantes, ya físicos o producidos por la naturaleza de nuestro suelo. Desenvolviendo o demostrando la existencia de tan diferentes estorbos, se indican los medios de removerlos, y una y otra tarea se ven desempeñadas con profundo conocimiento de causa, y generalmente con singular acierto. Muchas de las opiniones allí sustentadas son hoy comunes en plazas y corrillos, pero eran poco estimadas y conocidas en aquel tiempo, y aun por eso existían abusos entonces que hoy parecen imposibles. En conclusión, el Informe sobre la ley agraria puede presentarse como modelo, así por la claridad y sencilla elegancia del lenguaje como por la profundidad de las ideas; así por el acierto en recorrer y presentar los males como por el tino en señalar los remedios.
En este último punto se puede muy bien no discurrir ni opinar siempre como Jovellanos, pero nadie dejará de tributarle el respeto que merecen opiniones sinceramente profesadas, vigorosamente expuestas y razonadas con un caudal de noticias y de observaciones a que no es dado llegar sin grandes estudios, sin vasta capacidad, y sin gran elevación de miras y alteza de pensamientos.» En el Consejo de las Ordenes redactó Jovellanos la Consulta acerca de la jurisdición temporal del Consejo y el Reglamento del colegio Imperial de Calatrava. La consulta es un brillante resumen de la historia política de las Ordenes militares, y el reglamento es más bien un plan completo de estudios, el más cabal y perfecto que hubo hasta entonces en Europa. Su amistad con Cabarrús motivó el que se ordenase a Jovellanos (1790) que saliera inmediatamente de Madrid. Era aquel mandato una orden de destierro, aunque no lo parecía. Jovellanos marchó a su país comisionado para hacer un reconocimiento general y prolijo de las minas de carbón de piedra, y tras breve estancia en Salamanca llegó a Gijón en 12 de septiembre. Allí pasó algunos años, en los que fomentó el desarrollo de la riqueza pública; visitó las minas de carbón y propuso al gobierno para su beneficio y explotación los medios más convenientes; promovió y erigió el célebre Real Instituto Asturiano, que aún hoy existe, dotándole de cátedras de Matemáticas, Física, Mineralogía, Náutica, Humanidades, Geografía, Historia, Dibujo, Inglés y Francés; escribió los textos para muchas de ellas, y las regentó cuando faltaban profesores, y escribió sabios informes y extensos memoriales, que constituían un completo plan aprobado por el gobierno, relativos al comercio con ambas Américas, utilizando los Puertos de Asturias. Para este y otros trabajos recorrió buena parte de Castilla la Vieja, Rioja, Santander, las Provincias Vascongadas, y en estos viajes extendió unos diarios en que describía cuanto hallaba en cada comarca perteneciente a los reinos mineral, vegetal y animal; la población, los fueros y privilegios; el estado de la industria, la agricultura y el comercio; los usos y costumbres; la orografía e hidrografía; los caminos antiguos y modernos; monumentos arruinados; los templos, castillos y construcciones notables de todo género; los archivos de los pueblos, con expresión de sus códices y documentos antiguos. Por encargo de la Academia de la Historia escribió en 1790, en Gijón, la Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas y sobre su orígen en España, trabajo que dicha corporación elogió con justicia. Habíanle prohibido que se acercara a Madrid, y así fue grande su sorpresa cuando supo que había sido nombrado embajador en Rusia, y poco después Ministro de Gracia y Justicia. Trasladóse a la corte, que estaba en el Escorial, y tomó posesión del úItimo cargo citado. Habíale confiado Godoy aquel Ministerio; pero Godoy cayó a poco tiempo del gobierno, y cinco meses después perdió su cartera Jovellanos, que desterrado volvió a Gijón. Dijeron entonces sus enemigos que se le había destituído del gobierno por hereje, y no había transcurrido mucho tiempo cuando, en 13 de marzo de 1801, fue sorprendido en la cama antes del amanecer, y con escolta de soldados, en la más rigorosa incomunicación, pasando por León, Burgos y Zaragoza, lleváronle a Barcelona y de allí a Mallorca. En esta isla se le encerró en la Cartuja de Jesús Nazareno, en Valdemuza, a tres leguas de Palma, sin fijar plazo ni término a su reclusión, y disponiendo que sólo tuviese trato con los monjes. Su Ministerio había durado desde noviembre de 1797 hasta agosto de 1798. Su prisión fue más larga, pues duró hasta 1808, año en que Fernando VII, por decreto de 22 de marzo, le devolvió la libertad. Hallábase entonces el preso en el castillo de Bellver, a media legua de Palma, al que había sido trasladado (5 de mayo de 1802) para hacer más rigoroso su cautiverio.
Las penalidades sufridas en aquel triste período fueron infinitas, pero aún le quedó ánimo para redactar dos enérgicas exposiciones dirigidas al rey reclamando que le hicieran justicia, para estudiar y escribir trabajos muy apreciables, como el tratado sobre educación pública con aplicación a las escuelas y colegios de niños. No bien se halló en libertad corrió a la Cartuja de Valdemuza y pasó la Semana Santa en compañía de aquellos religiosos; visitó varios puntos de la isla y bosquejó una Memoria sobre las fábricas de Santo Domingo y San Francisco de Palma y una descripción histórico-artística del edificio de la Lonja de la misma ciudad; estos opúsculos, con la descripción del castillo de Bellver y las Memorias de la misma fortaleza, compuestas mientras estuvo preso, forman un precioso estudio de gran interés para la historia de la Arquitectura, y utilísimo para el conocimiento de la Edad Media. Salió de Palma en 19 de mayo; desembarcó en Barcelona, donde fue bien recibido por el general Ezpeleta; pasó por Zaragoza cuando sus habitantes ya se habían sublevado, y en Jadraque vivió algún tiempo en la casa de su amigo Juan Arias Saavedra. Allí recibió con sorpresa la noticia de haber sido nombrado Ministro del Interior por José Bonaparte, y aunque sus mejores amigos, Urquijo, Azanza, Mazarredo, Cabarrús, &c., le instaron a que aceptase, él se negó resueltamente. En cambio tomó posesión del cargo de individuo de la Junta Central, para la que fué elegido por el principado de Asturias. Entonces hubo de trasladarse al Real Sitio de Aranjuez, donde la Junta se instaló a 25 de septiembre de 1808.
A Jovellanos se le debió el pensamiento de que la Junta nombrara con individuos de su propio seno una regencia interina, la cual había de conservar a la Junta en calidad de auxiliar o consultiva, reunir las Cortes, dirigir la guerra, etcétera. Partidario de las Cortes, queríalas generales para todo el reino, y parecidas a las de antiguos tiempos. En aquel período de su vida redactó informes a la Junta Central, y una Memoria en defensa de aquel cuerpo: todo merece ser leído detenidamente.
Con sus compañeros de Junta pasó Jovellanos a Sevilla y luego a la isla de León, y redactó el decreto convocando a Cortes, después de haber contribuído a la reforma de la regencia, que sustituyó a la Junta Central en 31 de enero de 1811; pero su proyecto convocatorio citado no llegó a publicarse. Ninguno de los que habían formado dicha Junta figuró en la regencia. Jovellanos se embarcó en Cádiz para volver a su país, no sin haber procurado responder a las calumnias de sus enemigos, que le acusaban, como a sus compañeros de Junta, de no haber manejado con pureza los caudales públicos. Baste decir que Asturias señaló a su representante 4000 ducados anuales como dietas mientras ejerciera el cargo de individuo de la Junta Central, y que Jovellanos se apresuró a renunciar todo estipendio. El bergantín que le conducía fue sorprendido por furiosa tempestad, y no sin gran trabajo pudo refugiarse en la ría de Muros de Noya, donde, por orden de la Junta de la Coruña, le registraron todos sus papeles y equipaje. Allí residió más de un año y escribió su citada Memoria en defensa de la Junta Central. En julio de 1811, noticioso de que los franceses se habían retirado de Asturias, regresó a Gijón, donde le recibieron echando a vuelo las campanas, tronando la artillería y agolpándose la multitud en las calles. Cuando de nuevo los franceses invadieron el territorio asturiano, Jovellanos animó a sus compatriotas al combate, y escribió un himno guerrero que se hizo popular. Vencidos los españoles, embarcóse con intención de refugiarse en Rivadeo; pero alborotado el mar, obligóle a desembarcar en Puerto de Vega, y allí le quitó la vida una violenta pulmonía. Sus restos mortales fueron trasladados a Gijón en 1814, por mandato de su sobrino Baltasar Cienfuegos y Jovellanos. Yacen en la iglesia parroquial, y señala su sepultura una inscripción compuesta por Quintana y por Juan Nicasio Gallego. A expensas de Gaspar Cienfuegos de Jovellanos y Cándida Gracia de Cienfuegos, sobrinos del ilustre escritor, hízose un sencillo monumento dedicado a la memoria de éste y delineado por Juan Miguel de Inclán Valdés, antiguo alumno del Instituto de Gijón. Esta villa ha celebrado con extraordinarios festejos la inauguración de una estatua elevada por sus paisanos a Jovellanos en el pueblo que le vió nacer. Dicha estatua, de bronce y tamaño colosal, se debe al escultor catalán Fuxá. También se colocó una lápida conmemorativa de la inauguración de la estatua (6 de agosto de 1891) en la casa donde nació Jovellanos. Arrieta compuso un himno para las fiestas; hubo Juegos Florales, premios a la virtud y a los autores de estudios de Jovellanos desde el punto de vista de cada una de sus variadas aptitudes.
Jovellanos merece los elogios que le han dedicado hombres de ideas tan opuestas como Moratín, Quintana, Argüelles, el conde de Toreno (en su Historia del levantamiento, guerra y revolución de España), Ferrer del Río, Amador de los Ríos, Manuel Cañete y, en fecha reciente, al inaugurarse la estatua, Felipe González Calzada, Alejandro Pidal y Mon y otros. Las obras de Jovellanos han sido editadas muchas veces. El nombre de éste figura en el Catálogo de autoridades de la lengua publicado por la Academia Española.