Venezuela: La Resistencia al Cambio
Carlos Sabino: "El Fracaso del Intervencionismo:
Apertura y Libre Mercado en América Latina"
Ed. Panapo,
Caracas, 1999.
Corría el año 1989, un año singular y pleno de acontecimientos que seguramente pasará a la historia como el inicio de una nueva época. El comunismo se debatía en su crisis final, consumido hasta el punto de no poder ya sobrevivir. En América Latina, conmovida aún por la profunda crisis de la deuda, se intentaban soluciones que iban desde las reformas sistemáticas emprendidas por Chile y Bolivia hasta el retorno empecinado hacia el pasado que perseguía –ya exhausto– el gobierno de Alan García en el Perú. Otras naciones, como Argentina o Brasil, habían adoptado la solución de hacer ajustes parciales o cosméticos y soportaban dificultades que parecía crecer con el tiempo.
En ese año memorable, que también trajo cambios sustantivos hacia la democracia en nuestra región, como en Chile y Paraguay, varios países comenzaron a tantear el camino de las transformaciones hacia una economía más abierta. Uno de ellos, Venezuela, lo hizo de un modo tan traumático y accidentado que sufriría un retroceso capaz de detener ese proceso durante varios años. Eso alimentaría, de paso, algunas de las peores leyendas negras acerca de las reformas en toda América Latina.
Después de haber visto los casos básicamente exitosos de Chile y de Bolivia, y luego de reseñar la más gradual pero también efectiva tranformación mexicana, conviene que nos detengamos ahora a estudiar lo sucedido en Venezuela, un país –también petrolero como México– que puede considerarse en rigor como un caso atípico o desviado en el concierto latinoamericano. Porque Venezuela aún hoy, en 1998, [al final de este capítulo agregamos, en enero de 2001, una necesaria actualización], no ha podido culminar las reformas esenciales que podrían haberla llevado hacia una economía y una sociedad más abiertas.
Visitando diversas ciudades de Latinoamérica hemos escuchado con reiteración, formulada de una manera u otra, la misma inquietante pregunta: ¿cómo es que un país tan rico como Venezuela se encuentra en una situación tan deprimida en lo económico y tan inestable en lo político? ¿Qué ha quedado de los inmensos recursos que recibiera –y que recibe– como país petrolero? Quienes conocimos el país pujante y en rápido crecimiento de comienzos de los setenta, quienes recordamos el ejemplo de democracia y de respeto a los derechos humanos que Venezuela fuera hasta hace no tantos años, tenemos motivos sobrados para deplorar lo sucedido y para enfocar nuestro análisis en los avatares del último cuarto de siglo. Y la pregunta general, abstracta, que tantas veces se nos ha formulado, debe entonces expresarse de modos más concretos y específicos: ¿por qué fracasaron las reformas iniciadas en 1989? ¿Se trató de un mal diseño o del efecto de circunstancias que no pudieron controlarse? ¿Por qué no ha habido, tampoco, un nuevo impulso transformador capaz de hacer regresar al país caribeño a la senda de la estabilidad y el crecimiento? ¿Qué ha sucedido para que Venezuela no pudiera encaminarse, como los otros países latinoamericanos, hacia una economía más apegada al mercado y una sociedad más libre y democrática?
Para buscar una respuesta a estos interrogantes será preciso que, como en los casos anteriores, sigamos el método de efectuar un recuento histórico que nos permita apreciar, con la debida perspectiva, las fuerzas y las circunstancias que han llevado a la presente situación de Venezuela.
1 El Estado Rentista
Venezuela, como es bien sabido, es uno de los más importantes productores de petróleo del mundo. Desde comienzos del siglo XX se ha mantenido entre los principales exportadores del planeta y el nivel de sus reservas hace suponer que continuará por mucho tiempo en los primeros lugares de esa lista. El petróleo, a diferencia de otros productos primarios de exportación, se ha caracterizado siempre por su elevada demanda y su alto precio en las transacciones internacionales, otorgando así a quienes lo poseen una situación muy favorable en el mercado.
En América Latina, y Venezuela en eso no es una excepción, los productos del subsuelo pertenecen por ley a la nación y no a los particulares que poseen las tierras donde se encuentran los yacimientos, según la legislación vigente heredada desde la época de la colonia. Esta circunstancia creó, a poco de iniciada la explotación de los recursos petroleros, una peculiar asimetría entre el estado y la sociedad civil que tendría consecuencias, verdaderamente, de muy largo alcance.
Venezuela, en aquel tiempo, era un país rural y pobre, de los menos desarrollados de Latinoamérica. [V. Baptista, Asdrúbal, "Más allá de Pesimismo y del Optimismo: Las Transformaciones Fundamentales del País", en Naím, Moisés y Ramón Piñango, El Caso Venezuela, una Ilusión de Armonía, Ed. IESA, Caracas, 1984, pp. 20 a 40, y Ball M., Carlos, "Venezuela: el triste caso de un gobierno rico y un país paupérrimo", en Levine, Barry B. (comp), El Desafío Neoliberal, El Fin del Tercermundismo en América Latina, Ed. Norma, Bogotá, 1992, pág. 285.] Sus agentes económicos no poseían ni la tecnología ni el capital capaces de generar una producción de envergadura y, por lo tanto, de pagar elevados impuestos. Pero el estado sí podía recibir ingresos cada vez mayores bajo la forma de regalías y derechos de concesión por la explotación petrolera, que crecía a un ritmo muy veloz debido a la incesante expansión de la demanda mundial. Por eso el estado, a efectos prácticos, quedó liberado de la necesidad de recurrir a la presión impositiva sobre los particulares para obtener sus ingresos, ya que los conseguía en abundancia de las concesionarias petroleras que trabajaban en el país. Los gobiernos pudieron así independizarse en gran medida de la marcha de la economía interior y esta relativa independencia los hizo entonces menos responsables ante sus ciudadanos, situándose en un papel más similar al de un rentista que recibe ingresos derivados de un recurso que controla que al de una institución política que debe negociar y recaudar, año a año, lo que recibirá de los contribuyentes. [Cf. Kornblith, Miriam, "Crisis y transformación del sistema político venezolano", en Hofmeister, Wilhelm, y Josef Thesing, Transformación de los Sistemas Políticos en América Latina, Ed. Konrad Adenauer Stiftung-CIEDLA, Buenos Aires, 1995, págs. 352 y 353.]
El estado, en tales circunstancias, comenzó a crecer, asumiendo un papel cada vez más importante en la economía y en la vida social. Controlarlo significaba poseer la llave para realizar las políticas que se quisiesen, sin enojosas limitaciones, y para intervenir casi como "desde afuera" sobre las actividades del país. Los recursos eran cuantiosos y muchas, sin duda, las necesidades de la población: por eso, superando vicisitudes políticas y luchas ideológicas que no es del caso relatar aquí, en Venezuela se desenvolvió un rápido proceso de modernización que se inició en 1936 –cuando acabó la dictadura de Juan V. Gómez– y continuó ininterrumpidamente hasta bien entrados los años setenta. En pocas décadas el país se urbanizó intensamente, se edificó un sistema de educación pública casi desde la nada, se desarrollaron efectivas acciones de saneamiento ambiental, se creó una infraestructura de comunicaciones, transporte y servicios públicos que, a pesar de sus limitaciones, resultaba impresionante si tomamos en cuenta los puntos de partida y la velocidad con la que, históricamente hablando, se produjeron estos cambios. [V. Baptista, Op. Cit.]
Con una población que cada vez recibía mayores ingresos reales, con un crecimiento económico sostenido y, a partir de 1958, con un sistema democrático que se consolidó a través de pactos interpartidarios y de las enormes transferencias que desde el gobierno se hacían a la población, Venezuela parecía destinada a integrar, hace unas tres décadas, el selecto grupo de las naciones desarrolladas del planeta. [V. Ball, C., Op. Cit., pág. 287 y 288, passim.] Poco después, sin embargo, y justo en el momento en que los precios petroleros subían dramáticamente en el mercado mundial, comenzaron a percibirse las debilidades del proceso de moder- nización que en estas líneas estamos esbozando.
Porque la economía venezolana, especialmente a partir de los años cincuenta, adoptó todas las prácticas intervencionistas a las que hemos tenido oportunidad de referirnos en los capítulos 2 y 3. Se establecieron altos aranceles, se trató de fomentar, con amplios recursos financieros, una industria nacional que sustituyera gran variedad de productos importados, se restringió la entrada de los particulares a muchos mercados y, gradualmente, se fue adoptando un tipo de legislación cada vez más intervencionista. Las finanzas públicas, sin embargo, funcionaban óptimamente: con los ingentes ingresos petroleros los gobiernos no incurrían en déficits dignos de mención mientras que la moneda, con la inyección constante de los dólares petroleros, mantenía una estabilidad envidiable. La inflación y el endeudamiento externo eran prácticamente desconocidos en el país. La industria y la agricultura crecían, a pesar de sus manifiestas ineficiencias, porque las altas barreras proteccionistas impedían que una moneda local fuerte permitiese a los ciudadanos adquirir los bienes importados que, de otro modo, les hubiesen resultado increíblemente baratos.
En suma, el modelo intervencionista parecía funcionar bastante bien en el caso de un país petrolero cuyos gobiernos recibían regularmente grandes sumas que se incorporaban a su presupuesto general. Los defectos del sistema permanecían encubiertos por esta circunstancia, en tanto el país continuaba con su alto crecimiento y su acelerada modernización. Pero esos defectos existían, se hallaban por así decir latentes, y sólo hubo que esperar algunos años para que se pudiesen manifestar con toda su devastadora intensidad.
2 Decadencia y Crisis
No fue por falta de recursos sino, paradójicamente, en el preciso momento en que éstos aumentaron, cuando comenzó a notarse que algo no funcionaba del todo bien en Venezuela. El embargo petrolero árabe que siguió a la guerra árabe-israelí de 1973 elevó los precios de los hidrocarburos de una manera brusca y casi increíble: el barril de crudo, que se cotizara durante muchos años a un valor que oscilaba alrededor de los dos dólares pasó en pocos meses a costar 11 dólares. Los ingresos públicos venezolanos se cuadruplicaron, por ese motivo, en 1974, y el estado se vio de pronto con una descomunal masa de recursos a los que en principio no se sabía bien qué destino dar. Carlos Andrés Pérez, elegido presidente en diciembre de 1973, comenzó así su gobierno en circunstancias que poco suelen darse en los anales de la historia: con un considerable exceso de recursos que, de un modo u otro, tendría que utilizar.
El gobernante, perteneciente al más tradicional partido del país, Acción Democrática –de orientación socialdemócrata–, reaccionó naturalmente según su tradición ideológica y los postulados que éste defendía desde su fundación: los nuevos recursos serían empleados para alentar desde el estado el desarrollo nacional y para elevar el nivel de vida de los habitantes. En el primer sentido se emprendieron gigantescos proyectos industriales que, se suponía, sentarían las bases para una economía independiente del extranjero y de la propia exportación petrolera, haciéndose inversiones enormes en el sector ya nacionalizado de la economía. [Cf. Ball, Op. Cit., p. 288.] Se expandió la capacidad de generación de energía eléctrica y la producción de aluminio, se nacionalizó la minería del hierro y se amplió la producción estatal de acero y, como punto principal, se estatizó por completo todo lo relativo a la exploración, extracción, producción, refinación y distribución del petróleo y de sus derivados. "La estatización del petróleo significó un cambio radical: por primera vez desde la muerte del general Gómez [diciembre de 1935], el poder político y económico residía nuevamente en las mismas manos: en las del jefe de Estado". [Id., pág. 295–6.]
El papel del estado en la economía venezolana creció así rápidamente, de tal modo que al final de este gobierno existían ya nada menos que 137 empresas del estado, 71 mixtas o de participación estatal y 48 Institutos Autónomos. [V. Sabino, Carlos, Empleo y Gasto Público en Venezuela, Ed. Panapo, Caracas, 1988, pág. 96.] El sector público se había hecho cargo de lo que se consideraban industrias "estratégicas" –petróleo, hierro, aluminio, hierro, electricidad– pero también de otras ramas menos convencionales, como la producción de azúcar, la gerencia de hoteles o el acopio de productos agrícolas. [Cf. Kornblith, Op. Cit., pág. 355.]En materia social, y como modo de hacer llegar la riqueza petrolera a todos los habitantes, los sueldos y salarios fueron aumentados por decreto y Pérez decidió combatir la inflación, que se había presentado en el país por primera vez en muchos años y alcanzaba ahora cifras cercanas al 10% anual, [V. Toro Hardy, José, Fundamentos de Teoría Económica. Un Análisis de la Política Económica Venezolana, Ed. Panapo, Caracas, 1993, pág. 608.] mediante el recurso clásico del intervencionismo: el control de precios. El desempleo, muy bajo en todo caso, fue enfrentado mediante otras típicas medidas estatistas, como la creación de cargos por decreto en la industria privada y la ampliación del empleo público. [Créase o no, el gobierno decretó que por cada ascensor que hubiese en edificios públicos y comerciales debía contratarse un trabajador dedicado exclusivamente a operarlo, a pesar de la evidente automatización de ese servicio. V., para datos sobre empleo público, Sabino, Empleo y Gasto Público..., Op. Cit., pág. 169 y ss.]
Los resultados de estas políticas fueron en algunos casos muy pobres y en otros directamente contraproducentes. El comportamiento global de la economía no fue bueno, pues el PTB [En Venezuela, por la fuerte dependencia de la actividad petrolera, las estadísticas del Banco Central suelen referirse usualmente al PTB (producto territorial bruto) más que al PIB (producto interno bruto).] no experimentó ninguna mejoría sustancial después del alza petrolera y, en los años siguientes, manifestó un movimiento errático que finalmente se hizo francamente descendente: aún a precios corrientes el PTB per cápita subió sólo un 2,2% entre 1974 y 1983, un aumento que se convierte en una clara pérdida si consideramos que en ese período la inflación acumulada fue de un 155%. [V. Toro H., Op. Cit., pp. 610 y 628.] El empobrecimiento de Venezuela había comenzado.
Por otra parte el crecimiento de los sistemas de salud y educación, orgullos del régimen democrático, se estancó por completo, empezando a mostrar fallas indicativas de una ineficiencia creciente. La industria, protegida con una red de aranceles y medidas para-arancelarias cada vez más extensa, perdió dinamismo, en un cuadro en que la inversión privada dejaba de crecer y comenzaba a estancarse, suplantándose por la inversión pública. [V. Sabino, Empleo y Gasto Público ..., Op. Cit., pág. 109.] Pero ésta, concentrada en sus proyectos "estratégicos" de desarrollo, abandonó en gran parte las acciones de rutina en cuanto a creación de infraestructura y mantenimiento, provocando que el país entrase en un largo período de estancamiento en cuanto a transporte, comunicaciones y otras obras básicas.
El gobierno de Pérez, beneficiado por unos ingresos externos descomunales para entonces, llegó así a su final cosechando pocos éxitos. Con una economía que en realidad no crecía, con un endeudamiento externo que por primera vez aumentaba en forma desproporcionada –alimentado, precisamente, por los ambiciosos proyectos desarrollistas que acabamos de mencionar– con una inflación desconocida hasta entonces y que la pérdida de independencia del Banco Central de Venezuela impedía controlar, el halagüeño panorama de 1974 se había convertido en un paisaje bastante sombrío y preocupante. No extrañará entonces que, en las elecciones de fines de 1979, triunfase el candidato de la oposición, el dirigente del partido socialcristiano COPEI Luis Herrera Campíns.
El nuevo presidente, comprendiendo la magnitud de los problemas de Venezuela, comenzó su gestión tratando de corregir algunas de las políticas más negativas de su predecesor. Trató de imponer un mayor control sobre las cuentas del fisco, de evitar mayores endeudamientos y de liberalizar –aunque sólo muy tímidamente– algunos aspectos de la economía nacional. Las nuevas circunstancias del mercado petrolero mundial y una opinión pública demasiado acostumbrada al papel rector y promotor del estado en la economía, como generador de empleo y de crecimiento, impidieron sin embargo que se efectuase cualquier tipo de reorientación importante de la política económica.
En efecto, como resultado de la sangrienta guerra entre Irak e Irán la oferta de petróleo se vio afectada, provocando un verdadero pánico entre los compradores que hizo subir nuevamente el precio del barril de crudo. Este llegó a costar, en ciertos momentos, casi cuarenta dólares, con lo que Venezuela o, para hablar con mayor precisión, su gobierno, se vio otra vez inundada de recursos financieros. A partir de ese momento, y alentado por un mercado de préstamos sumamente favorable, el endeudamiento de Venezuela creció de un modo realmente descontrolado. Las empresas públicas tomaban dinero del exterior sin ninguna clase de control o restricción –pues sus acuerdos con la banca extranjera no pasaban por el parlamento–y otra vez se vivía un clima de dinero fácil, mientras el estado seguía creciendo inexorablemente. Lo hacía tanto en sus funciones como en el número de organismos y de empleados públicos que integraban sus filas, hipertrofiándose peligrosamente, pero sin que la opinión pública tomara conciencia de la delicada situación que en breve podía enfrentarse.
Los problemas aparecieron hacia el final del mandato de Luis Herrera, cuando los precios petroleros cesaron de subir y estalló la crisis mexicana de la deuda (v. supra, 8.1). La venezolana comenzó en el sector cambiario y fue alentada por una medida que sin duda la precipitó de un modo casi suicida: preocupado por combatir la inflación, que había llegado en 1981 al 16,6%, y atendiendo más a los efectos que a las causas, el gobierno mantuvo los intereses en un valor muy por debajo de la inflación, tratando así de que salieran capitales del país y existiera menor liquidez en el sistema financiero local. Como existía plena libertad al movimiento de capitales, y como los intereses en los Estados Unidos estaban varios puntos más altos que los de Venezuela en términos reales, muchos inversionistas y ahorristas comenzaron a trasladar sus fondos al país del norte. La inflación resultó menor en 1982, pero las reservas internacionales también comenzaron a reducirse peligrosamente. Esto sucedió básicamente por dos razones: por una parte, porque los pagos por servicio de la deuda que –cada vez a más cortos plazos– contraían las diversas dependencias del estado venezolano, empezaron a acumularse de un modo inmanejable y, por otra parte, porque la fuga de capitales ya mencionada se hizo muy pronunciada a comienzos de 1983, dado que muchos ya conocían la débil posición financiera del gobierno y pensaban que pronto podría producirse una situación similar a la de México.
Lo que ocurrió, si se quiere, fue incluso peor que lo sucedido a la nación azteca. El viernes 17 de febrero de 1983, bautizado enseguida como el viernes negro, tuvieron que cerrarse los mercados bancarios para evitar una corrida contra el bolívar que ya el BCV no estaba en condiciones de resistir. Su presidente, en las febriles reuniones que se sucedieron, sostuvo con energía la necesidad –bastante obvia, en verdad– de devaluar la moneda. Pero 1983 era un año electoral y el gobierno, bajo fuerte presión de COPEI y de su candidato, Rafael Caldera, [Ball, Op. Cit., pág. 298. ] trató de evitar a toda costa el repunte brusco de los precios que hubiese significado una depreciación del bolivar. Por ello se decidió por la peor alternativa, un sistema de cambios diferenciales que protegería el costo de las importaciones "esenciales" y que pondría un precio mayor para el dólar de otras transacciones. Se había creado RECADI, Régimen de Cambios Diferenciales, con la oficina correspondiente para administrar la compleja normativa que se iría generando a su alrededor.
De nada sirvió este artificio económico al partido de gobierno. Algunos meses después el candidato de AD, Jaime Lusinchi, derrotaría en forma aplastante al abanderado de COPEI, el líder histórico de esa agrupación Rafael Caldera. Pero el impacto de RECADI, si bien poco apreciable en lo político, resultó sencillamente devastador sobre la economía y hasta la moral pública de Venezuela. La existencia de varios precios para un mismo producto –la moneda extranjera en este caso– definidos sobre la base de decisiones ejecutivas, distorsionó por completo la asignación general de recursos e introdujo un elemento de completa arbitrariedad política sobre la actividad económica. Miles de productos, cuyos precios debieron ser fijados por la autoridad política, pasaron a quedar fuertemente subsidiados a través del diferencial cambiario, en tanto que otros permanecían sin subsidios. La presión por entrar en la lista de los renglones que recibían dólares artificialmente baratos creció ante cada revisión del decreto cambiario y una pugna por conseguir estas divisas preferenciales se extendió por todo el aparato económico. [Cf. Ball, Op. Cit., pp. 297 a 300 passim.]
Pero lo peor de RECADI tuvo relación directa con el estímulo a la corrupción que el control de cambios produjo. Con el inmenso poder de otorgar o denegar divisas a quienes las solicitaran, los funcionarios tuvieron en sus manos una herramienta para enriquecerse de un día para otro y para atemorizar, a veces siguiendo directivas políticas, a quienes resolvían perjudicar o pretendían controlar. El papel, por ejemplo, indispensable para la prensa, fue retaceado o entregado libremente a quienes lo solicitaban según la voluntad discrecional de los círculos gobernantes. Estas prácticas tan nefastas para la vida de un país se hicieron más intensas cuando, debido en parte al descenso de los precios petroleros de 1986, se amplió la diferencia entre el dólar de RECADI y el dólar libre.
La imposibilidad de mantener el precio de la moneda –que obligó a varias devaluaciones–, el elevado gasto fiscal, la incapacidad del gobierno para obtener un buen refinanciamiento de su deuda y las presiones sociales que nunca amainaron durante el período, hicieron que la administración de Jaime Lusinchi perdiera además el control sobre la inflación. Esta creció y se mantuvo en niveles nunca vistos hasta entonces, haciendo retroceder los salarios reales de un modo impresionante (pues no existían mecanismos de compensación previamente acordados) y provocando, con ello, un aumento significativo de las personas que que encontraban debajo de la denominada "línea de la pobreza". A estos negativos resultados contribuyó, sin duda, un factor esencial: la política de controles sobre la economía y las distorsiones impuestas a su actividad desde el estado hicieron que el producto del país se redujera de un modo bastante apreciable, lo que además aumentó maracadamente la tasa de desempleo. Los datos correspondientes a estas variables se muestran, para mayor claridad, en el Gráfico 1 y en el Cuadro 1.
Gráfico 1
Evolución de la cotización del dólar, en bolívares, y de la inflación, 1981-1988
Cuadro 1
Evolución de algunos indicadores de la economía venezolana, 1981-1988
Años |
1981 |
1982 |
1983 |
1984 |
1985 |
1986 |
1987 |
1988 |
PIB per cápita (1981 = 100) |
100.0 |
97.6 |
89.4 |
87.4 |
85.5 |
88.5 |
89.2 |
91.8 |
Tasa de desempleo abierto |
6.3 |
7.1 |
10.2 |
13.4 |
12.1 |
10.3 |
8.5 |
6.9 |
Salarios reales promedio (1981=100) |
100.0 |
89.5 |
86.7 |
90.0 |
88.7 |
82.3 |
79.2 |
75.3 |
Hogares bajo la línea de pobreza (%) |
18 |
- |
- |
- |
25 |
- |
32 |
41 |
Fuentes: Márquez, Gustavo, "Pobreza y Políticas Sociales en Venezuela", Simposio IESA-Corpoven, Caracas, 1993, pp. 43 a 45, y OCEI, Encuesta de Hogares, para los datos sobre desempleo.
A pesar de esta delicada situación el gobierno de Lusinchi no enfrentó mayor oposición durante su mandato. Hubo, en verdad, cierta lucha sindical para mantener los salarios al ritmo de la inflación, pero en ningún caso puede hablarse de un malestar social generalizado o de que el sistema político se acercara a la inestabilidad. Los analistas suelen atribuir esta respuesta paradójica de la opinión pública a la efectiva labor publicitaria del gobierno, al control político que éste logró ejercer sobre los principales factores de opinión y al hecho de que RECADI mantuvo al menos una cierta apariencia de estabilidad sobre los precios. A estas razones debiera agregarse la relativa recuperación que tuvo el país, como se aprecia en el cuadro 1, a partir de 1987. Pero, a nuestro juicio, es preciso admitir que existen otros motivos, más profundos, para este comportamiento poco crítico de la ciudadanía. El primero de ellos puede relacionarse con el sistema clientelista vigente en el país que, potenciado como nunca por el control de cambios, colocó a cada sector de la sociedad como competidor de los restantes en la búsqueda incesante de los favores del estado. El segundo es que los venezolanos, aún después del viernes negro, no comprendieron la magnitud de la crisis que había golpeado al país y por ello aceptaron, sin cuestionar demasiado, el mal comportamiento de la economía, confiando más en una nueva subida de los precios petroleros que en la necesidad de adoptar cambios internos que modificaran la gestión económica. Hay que apuntar, en este sentido, que muy poca oposición teórica hubo al intervencionismo a ultranza desarrollado por Lusinchi, pues ni la intelectualidad ni las mayores corrientes de opinión cuestionaron, durante los ochenta, el modelo de nacionalismo económico que tanto parecía haber favorecido a Venezuela aunque en realidad la hubiese llevado a la crisis.
En todo caso, las peores consecuencias de la administración Lusinchi no pudieron apreciarse con claridad sino hacia el final de su mandato. En 1988, mientras las reservas internacionales mermaban con celeridad e impedían sostener el valor oficial del bolívar, con una economía anestesiada por el control de cambios, se realizaron nuevas elecciones que dieron el triunfo a un dirigente del partido de gobierno, ya bien conocido por los venezolanos, que se había apartado hasta cierto punto de la cúpula dirigente de AD. Este no era otro que Carlos Andrés Pérez, el mismo que había conducido a Venezuela en los años dorados de la bonanza petrolera y que ahora enfrentaría la titánica tarea de regresar a una economía más sana y equilibrada.
3 El Intento de Pérez
Carlos Andrés Pérez –CAP, como se lo conoce popularmente– se había rodeado de un equipo de jóvenes tecnócratas que tenía una idea bastante clara del abismo en que se encontraba Venezuela. Dispuesto a cortar por lo sano con una política que se encaminaba hacia el desastre, su equipo –encabezado por Miguel Rodríguez– elaboró un "paquete de medidas" destinado a inaugurar una nueva política económica, el Gran Viraje, estableciendo además fructíferas relaciones con el FMI y otros organismos internacionales que podían ayudar a Venezuela durante las dificultades iniciales de su aplicación. La situación del país recomendaba drásticas acciones: el déficit fiscal había llegado al 8% del PTB, las divisas efectivamente disponibles alcanzaban apenas a $ 300 millones (contra $ 10.000 de unos años atrás), las tasas de interés reales negativas impedían el ahorro interno y estimulaban la fuga de divisas, mientras que los compromisos de la deuda –ya renegociada– resultaban casi imposibles de satisfacer.
CAP poseía la imagen de un líder decidido y dispuesto a enfrentarse sin vacilación a los problemas. Contaba, además, con el recuerdo positivo de los venezolanos, que evocaban con frecuencia los idealizados años de su primer mandato, una época cuando la abundancia de recursos permitía al estado asumir funciones paternalistas y clientelares. Ese era su capital político que, aunado a la fuerza de la maquinaria política de AD, le había permitido obtener una cómoda victoria en diciembre de 1988 alcanzando el 53% de los votos. Había también, sin embargo, un pasivo político que el líder socialdemócrata nunca tomó demasiado en consideración: la imagen de corrupción que, sustentada sobre muchos escándalos de su primer mandato, podía colocarlo en una situación sumamente riesgosa ante sus enemigos políticos.
El propio Pérez anunció el 16 de febrero de 1989, en un histórico discurso, el conjunto de medidas que aplicaría en su gestión. El paquete incluía la libre flotación de la moneda, con la consiguiente eliminación del control de cambios y del nefasto RECADI, la liberación de los precios y de las tasas de interés (salvo para un reducido conjunto de artículos de primera necesidad), la elevación del precio de la gasolina y de ciertos servicios públicos, la disminución sustancial de los aranceles y un programa social de subsidios directos a entregar a las familias en condiciones de pobreza.
Se trataba de un ajuste fiscal bastante bien equilibrado, en el que sobresalían como notas positivas la liberación cambiaria y la reducción de los aranceles, pero que no tenía como intención abandonar el estatismo propio de la política económica venezolana. La idea era más bien reordenar las cuentas públicas para permitir que otra vez el estado asumiera su rol keynesiano de promotor del desarrollo, mientras se buscaba mantener un tipo de cambio alto, capaz de estimular las exportaciones no tradicionales y de quebrar la dependencia nacional con el petróleo. [V. la crítica sistemática que en este sentido realizara Gómez, Emeterio, Salidas para una Economía Petrolera, Ed. CELAT–Futuro, San Cristóbal, 1993, en esta y otras publicaciones.] De ciertas medidas más profundas, como la reforma de la seguridad social o las privatizaciones, poco o nada se habló en esta etapa inicial, mostrando así que la apertura hacia el mercado era, en el mejor de los casos, bastante limitada en sus alcances.
La reacción ante estos anuncios no fue buena. Ni hubo un acuerdo político a su favor ni el gobierno buscó los suficientes apoyos para implementar las medidas. La mayoría de los comerciantes e industriales, esperando la liberación de precios y del tipo de cambio, comenzaron a acaparar productos de primera necesidad y, cuando era posible, a remarcar sus mercancías. Había en el país un ambiente de incertidumbre ante el futuro y de decepción ante las medidas: el camino de retorno a la época de oro de la bonanza petrolera parecía haberse extraviado para siempre.
El 27 de febrero, cuando el transporte urbano comenzó a cobrar nuevas tarifas, preparándose para el aumento de la gasolina del día 1 de marzo, estallaron disturbios en la localidad suburbana de Guarenas. Las manifestaciones de protesta se extendieron con una velocidad inusitada, ante cierta complacencia de los medios de comunicación –que parecían justificarlas– y la parálisis total del gobierno, que no atinaba a responder ante una situación imprevista que hora tras hora se tornaba más difícil. Las protestas no tenían ni un programa ni un líder, no contaban con el apoyo explícito de ninguna fuerza política y no eran dirigidas por ninguna organización capaz de canalizarlas. Sin un propósito claro ni una intención definida degeneraron rápidamente en saqueos, incendios y otros actos de violencia que se extendieron por toda Caracas y, esa misma tarde, por casi todas las ciudades del interior. El caos y la anarquía –la más pura anarquía hobbesiana– se apoderaron del país. No fue sino hasta la tarde del día siguiente que el gobierno se dirigió a la población, exhortando a terminar con los saqueos y decretando un aumento general de sueldos y un toque de queda general a partir del atardecer. Esa misma noche el ejército intervino y comenzó una represión que dejaría un saldo indeterminado de víctimas, muy superior de seguro a la cifra oficial de 300 muertos.
La inusitada violencia del 27F, sin parangón prácticamente en la historia contemporánea de América Latina, expresaba "el deterioro acumulado de las condiciones de vida de la población", [Kornblith, Op. Cit., pág. 360.] una sensación de frustración ante todo el sistema político y una profunda desconfianza ante un liderazgo del país. Por esta razón, y por la oportunidad en que se produjo, tuvo un efecto político devastador. El gobierno quedó huérfano de apoyos políticos importantes, pues ni su propio partido –en el que dominaban puntos de vista socializantes– se atrevió a exponerse a mayores pérdidas políticas. La matriz de opinión que generaron los disturbios los explicó como una consecuencia del empobrecimiento provocado por "el paquete neoliberal de CAP", aun cuando no había ningún hecho capaz de sustentar esta versión: el paquete no había comenzado a aplicarse cuando comenzaron los disturbios, no era neoliberal sino más bien keynesiano y el empobrecimiento de los venezolanos había comenzado, como vimos, bastantes años atrás.
No obstante estas muy negativas circunstancias el ajuste de Pérez pudo mostrar enseguida algunos resultados dignos de consideración. Es cierto que la liberación de precios artificialmente congelados y la amplia devaluación que siguió a la eliminación del control de cambios impulsaron la inflación hasta alturas nunca vistas en el país, superando en 1989 el 80%, y que el producto económico descendió ese mismo año en la apreciable cifra de 7,8%. Pero ya al año siguiente –impulsada en parte por el aumento de los precios petroleros que trajo la invasión iraquí a Kuwait y la Guerra del Golfo– la economía venezolana mostró signos evidentes de recuperación. La inflación descendió, aunque nunca a menos del 30% anual, y el PTB creció en 7%, 9,7% y 6,1% entre 1990 y 1992. También los salarios reales y la proporción de población en situación de pobreza, después del shock inicial, mostraron gradualmente un comportamiento más positivo en esos años. [V. Sabino, Carlos, "La Pobreza en Venezuela", en Estrategias para Superar la Pobreza, Ed. Fundación Konrad Adenauer, Caracas, 1996, pp. 49 a 61.]
El programa de ajustes, hacia fines de 1991, parecía en principio estar funcionando razonablemente bien. La drástica disminución de aranceles, por ejemplo, había logrado estimular muy positivamente a la economía sin provocar las quiebras masivas y el desempleo que muchos habían pronosticado al comienzo. Esto sucedía, es cierto, porque un tipo de cambio alto ofrecía una protección indirecta a las ineficientes industria y agricultura locales, pero en todo caso permitía que las empresas nacionales gozaran de un período de adaptación antes de entrar de lleno en la competencia internacional. Las privatizaciones, aunque pocas, daban señales alentadoras a los mercados, en especial cuando se vendieron dos grandes empresas, VIASA (línea aérea bandera nacional) y CANTV (teléfonos). Las reservas internacionales habían restablecido su nivel y la liberación de las tasas de interés evitaba la fuga de divisas tan extendida en los últimos años. La eliminación de varios subsidios indirectos había contribuido, por otra parte, a la disminución casi total de los déficits fiscales.
Pero a este respecto, y para evitar confusiones, conviene hacer un breve comentario referente a las peculiaridades de Venezuela como país petrolero. [Es preciso destacar la contribución que ha realizado Emeterio Gómez, en diferentes publicaciones, explicando por qué en Venezuela existe inflación a pesar de que puedan no existir déficits fiscales.] Dado que los ingresos de la industria nacionalizada llegan directamente al estado, vía impuestos o regalías, el Banco Central de Venezuela es el principal tenedor de dólares del país y, por lo tanto, su principal oferente. Simplemente para dar una idea al lector, puede decirse que aproximadamente entre el 75 y 90% de los ingresos por exportaciones han derivado, en las últimas décadas, de las ventas de hidrocarburos, y que el total recibido por el BCV raramente ha sido menor que $ 10.000 millones anuales, llegando en varios años a casi el doble de esa cifra. Esta circunstancia provoca, naturalmente, la existencia de un mercado muy asimétrico, donde el gobierno, a través del BCV, puede manipular casi a su antojo el tipo de cambio pues controla mayor parte de la oferta de divisas. Si a esta circunstancia añadimos la escasa autonomía que de hecho ha tenido el BCV a partir de mediados de los setenta encontraremos la clave de una situación que parece paradójica y que distingue a Venezuela del resto de las naciones latinoamericanas. En Venezuela puede haber una fuerte inflación, y de hecho la hay, en ausencia de déficits fiscales y, aún, en presencia de superávits en las cuentas públicas. El gobierno no emite "dinero inorgánico" para compensar sus déficits, como en otras latitudes: simplemente devalúa la moneda y obtiene más bolívares por la misma cantidad de dólares. Las constantes devaluaciones, por cierto, provocan una inflación crónica, que parece tener un "piso" del 30% anual, y mantienen la apariencia de unas cuentas fiscales casi en equilibrio, pero son el síntoma en realidad de un sector público hipertrofiado que no puede recaudar, por medio de impuestos internos, las sumas que gasta año tras año. El gráfico 2 da cuenta del modo casi exacto en que los precios han seguido el tipo de cambio principal (en los años con control de cambios hemos asumido el valor del mercado paralelo) confirmando lo que venimos exponiendo hasta aquí.
Nos hemos detenido en este punto no sólo porque muestra la atipicidad del caso venezolano sino porque además nos sirve para poner de relieve dos puntos esenciales. El primero es que el paquete de Pérez –lo mismo que el de 1996– no logró corregir uno de los elementos esenciales de todo ajuste: el desbalance en las cuentas fiscales. El otro punto a destacar es que las reformas de 1989-92 no alcanzaron nunca una de las metas principales que se propusieron los países latinoamericanos que reformaron sus economías. Nos referimos, por supuesto, al control de la inflación, una variable crucial que nunca ha sido enfrentada seriamente en Venezuela desde 1982, lo que ha hecho que el país caribeño haya sido el de más alta inflación en toda América desde 1995 hasta la fecha. [No es descartable que en 1998 Ecuador supere a Venezuela en este desagradable aspecto. Se trata también de otro país petrolero que se ha negado sistemáticamente a realizar un reajuste serio de sus cuentas fiscales.]
Gráfico 2
Variaciones del Tipo de Cambio y del IPC, 1981-1997
Fuente: Elaboración del autor sobre datos de la OCEI y el BCV.
La inflación es una variable fundamental, como decíamos en 3.2, porque sirve como un excelente indicador que muestra las deficiencias íntimas de cualquier gestión económica. Pero, como es percibida directamente –y dolorosamente– por todos los agentes económicos, en especial por los más pobres, origina comportamientos políticos y sociales que pueden llegar a afectar la política económica que, precisamente, la provoca. Este punto, crucial en todo plan de ajustes, fue descuidado por completo en la administración de CAP: Miguel Rodríguez y otros técnicos, con una obvia mentalidad keynesiana de país en desarrollo, consideraron siempre que cifras del 30% anual no eran realmente altas si había crecimiento económico, y así lo manifiestan aún Carlos Andrés Pérez y ciertos defensores de su gestión. Al no tomar en cuenta este importante factor el programa de ajustes de 1989 tuvo que soportar ataques muy fuertes y continuos, que llevaron eventualmente a su total paralización.
La población en general no llegó a percibir el mejoramiento de la economía que se produjo a partir de 1990, en parte porque éste hizo poco más que compensar pérdidas anteriores y en parte porque la inflación creó una sensación de inseguridad que minimizó los logros obtenidos. En ese contexto inflacionario surgieron naturalmente constantes huelgas y protestas, se amplió el malestar social y se crearon las condiciones para que los enemigos del ajuste desplegaran todo su arsenal de acciones desestabilizadoras. La más dramática de todas ellas, la que puso realmente un fin a todo intento modernizador, fue el golpe de estado frustrado que el Teniente Coronel Hugo Chávez encabezó el 4 de febrero de 1992.
El golpe no contó con el apoyo de la mayoría de los mandos militares y, desde el punto de vista táctico, fue apenas una escaramuza mal organizada que no logró sus objetivos de derribar al gobierno o matar al presidente. Lo grave, lo políticamente importante, fue la reacción popular ante la intentona. Una corriente de apoyo inesperada surgió de todos los rincones del país, solidarizándose más o menos abiertamente con los golpistas, en una oposición frontal a un sistema democrático que se percibía como secuestrado por la acción de camarillas o "cogollos" dirigentes y envuelto en una corrupción gigantesca a la que se hacía responsable –sin mayor análisis– de todas las dificultades económicas atravesadas por el país. Rafael Caldera –el lider fundador del partido socialcristiano COPEI y ex-presidente de 1969 a 1974– aprovechó esta circunstancia para justificar implícitamente a los golpistas y distanciarse de la conducción de su partido, en un audaz gambito político que le daría nuevamente, antes de dos años, la presidencia de la república.
El gobierno de Pérez, ahora sí, estaba perdido. Ya no tenía tiempo, como en febrero de 1989, para mostrar con hechos el valor de sus políticas; ya no tenía enfrente una reacción visceral que se resistía a sus cambios sino una oposición organizada, polifacética, en rápido crecimiento, que se oponía a su gestión, lo acusaba de corrupción y estaba dispuesta a destruirlo. De nada sirvieron algunas medidas políticas que tomó para restablecer una plataforma que asegurara la viabilidad de su gobierno: el 27 de noviembre de ese mismo año hubo otro conato de golpe, mucho más amplio y sangriento, y al año siguiente el presidente fue acusado formalmente de corrupción –sobre la base de un caso en verdad bastante débil. Finalmente la Corte Suprema de Justicia, el 20 de mayo de 1993, decidió suspenderlo en sus funciones para dar curso a un juicio por peculado y malversación de fondos públicos. [Kornblith, Op. Cit., pág. 346.] El intento de cambio económico había fracasado irremisiblemente y una reacción conservadora, que aglutinaba desde algunas figuras llamadas "los notables" hasta la ultraizquierda, dominaba la opinión pública del país. [Entre los notables se hallaba Arturo Uslar Pietri, escritor de fama internacional que, pese a sus posiciones cercanas al liberalismo, no vaciló en actuar sin misericordia hasta lograr el derrocamiento de Pérez.]
Antes de relatar los acontecimientos siguientes conviene que nos detengamos a analizar, un poco más detenidamente, las causas del fracaso del ajuste de CAP. Se dijo en su momento que uno de sus principales defectos era que las reformas se hicieron a un ritmo muy acelerado, que les faltó un desarrollo gradual capaz de lograr su aceptación en la opinión pública. Este punto, discutido hasta la saciedad en Venezuela, parece tener sin embargo muy poco sentido tanto desde un punto de vista histórico como teórico. Las experiencias de Chile y Bolivia, ya analizadas (v. supra, caps. 6 y 7), asi como las de Argentina y Perú (v. infra, caps. 10 y 11), muestran claramente que cuanto más drástica y rápidamente se tomen las medidas más fácil resulta su consolidación: el gradualismo, como el de México antes de Salinas o el de Siles Zuazo en Bolivia, sólo parece servir para postergar los problemas y hacer en definitiva más altos los costos políticos y sociales que hay que pagar por las reformas. Si nos colocamos, por otra parte, en una perspectiva más teórica, las ventajas del gradualismo tampoco aparecen por ninguna parte en el análisis: ¿es que es posible hacer una unificación cambiaria de un modo "gradual"? ¿Se puede liberar unos precios y no otros, o bajar sólo algunos aranceles, sin desquiciar por completo la economía?
Nuestra opinión, al respecto, se inclina más bien hacia el extremo opuesto. Fueron las deficiencias técnicas de un programa que no atacó en sus raíces el déficit fiscal las que, a la postre, lo pusieron en jaque. Al no reducir seriamente el gasto público, al no promocionar un amplio programa de privatizaciones, el gobierno quedó reducido a esperar la siempre aleatoria ayuda del aumento de los precios petroleros para nivelar sus cuentas, por más que en su discurso hacia afuera nunca plantease tal cosa. Al utilizar el mecanismo devaluatorio para mantener el equilibrio de sus cuentas en bolívares la administración de CAP sucumbió a la inflación y, con ella, a todos los elevados costos políticos que ésta trae.
Algunos de estos errores pueden atribuirse, como ya lo expresáramos, al pensamiento keynesiano, socialdemócrata al fin, que tenía el equipo de gobierno. Pero la falta de apoyo político generó también otras debilidades en su gestión que tendrían severas consecuencias y que, en modo alguno, pueden atribuirse a fallos de los gobernantes. Así, en materia de impuestos internos, el congreso le jugó a Pérez una muy mala pasada: aceptó parte de su reforma –la disminución de las tasas del impuesto sobre la renta– pero no aprobó la creación del impuesto al valor agregado. La administración quedó así con las manos atadas pues, con menos ingresos propios, tuvo que recurrir más asiduamente al mecanismo devaluatorio. El partido de CAP dominaba el poder legislativo pero el pensamiento de sus dirigentes estaba todavía bien anclado en un populismo que resultaba parte esencial de su herencia política.
La falta de una sustentación política sólida afectó constantemente la gestión de gobierno que estamos considerando y, creemos, pocos recursos tuvo éste en sus manos para poder ampliarla. Es cierto que la altanería y el desprecio por los oponentes pocas veces dan buenos resultados en política, y es cierto también que la imagen del presidente, en materia de corrupción, dejó mucho que desear, ofreciendo así un blanco fácil para quienes se oponían a sus reformas. Pero hay que entender también que Pérez, en su primer gobierno, había procedido en forma aún más soberbia y descuidada sin por ello haber sufrido consecuencias negativas de peso. El cambio en la actitud de sus oponentes, por ello, hay que buscarlo más en las raíces de su pensamiento político que en circunstancias de tipo coyuntural.
En la Venezuela de 1989, a diferencia de los tres casos que analizamos previamente, no existía una amplia conciencia de la magnitud de la crisis que vivía el país, no había un pensamiento liberal capaz de hacer mella en la opinión pública y las ideas favorables al mercado eran muy poco aceptadas. El sistema clientelar basado en las rentas del estado petrolero estaba fuertemente arraigado en la población y pocos, sinceramente, deseaban acabar con esta modalidad de gestión política: eran demasiados los que se beneficiaban de ese estado otrora omnipotente –aunque ahora cada vez menos capaz de asegurar el bienestar de quienes lo usufructuaban– [V. Kornblith, Op. Cit., pág. 383.] eran demasiados los empleados públicos, los sindicalistas, los directivos de empresas e institutos autónomos, los empresarios cobijados por el proteccionismo, los agricultores acostumbrados a la condonación de sus deudas.
No es sorprendente que, en ese contexto, medidas que hoy nos parecen tímidas y parciales hayan despertado una resistencia al cambio verdaderamente colosal. Si a esto agregamos que los frutos de los ajustes, especialmente por la naturaleza perversa de la inflación, no llegaron adecuadamente a la mayoría de los venezolanos, encontraremos las principales razones de un fracaso que dejaría hondas huellas en el país sudamericano.
4 Anacronismos
Después del alejamiento de Pérez el breve gobierno de Ramón J. Velásquez sirvió apenas para llegar hasta las elecciones de diciembre de 1993. Su política económica no mostró grandes innovaciones: se descuidó aún más el control sobre la gestión fiscal, aumentando la inflación hasta un 45,9%, y el crecimiento fue apenas de 0,7% en 1993. La apertura hacia una economía de mercado se detuvo por completo y, en algunos sentidos, se apreciaron retrocesos hacia el conocido intervencionismo estatal. No se combatió la corrupción, por cierto, y hasta hubo algunos casos turbios –como el indulto presidencial de un narcotraficante– que en nada ayudaron a generar un mejor clima ético en el país.
Las elecciones de 1993 dieron la victoria a Rafael Caldera quien, abandonando su partido COPEI, formó una alianza en la que predominaban los grupos de la izquierda tradicional. Su victoria, en la elección quizás más compleja de la historia venezolana, fue ajustada y por estrecho margen: obtuvo el 30%, apenas seis puntos más que Claudio Fermín, de AD, quien fue seguido muy estrechamente por los candidatos de COPEI, Oswaldo Alvarez Paz y de la Causa Radical, Andrés Velásquez. Como en Venezuela no existe una segunda vuelta electoral y como la abstención, en esa oportunidad, fue muy cercana al 40%, Caldera resultó electo apenas con el 18% del padrón electoral vigente, una cantidad que no le daba el respaldo generalizado que tuvieron otros presidentes anteriores y lo colocaba muy lejos de tener una mayoría en el congreso. Surgió así un gobierno débil, pero del que la opinión pública esperaba, sin embargo, que pudiese acabar con la corrupción y diera nuevas pautas de conducta para un país saturado de escándalos y en permanente crisis económica. Cabe hacer notar que Fermín y Alvarez Paz, que obtuvieran en conjunto algo más del 45% del voto total, propugnaban una mayor apertura hacia el mercado: el rechazo a la gestión de Pérez, más allá de las connotaciones específicas de su gobierno, no era pues ni tan absoluto ni tan amplio como el triunfo de Caldera hacía suponer. Este, por otra parte, había sido muy ambiguo, durante la campaña, respecto a las materias económicas de mayor importancia: lo único que parecía seguro era su oposición a cualquier forma de "neoliberalismo" y su desconfianza casi visceral hacia la economía de mercado.
Poco antes de que el anciano líder asumiera la presidencia estalló una crisis bancaria que tendría funestas repercusiones. El segundo banco del país se vio imposibilitado de cumplir sus compromisos y tuvo que cerrar sus puertas. Ni el gobierno de Velásquez ni Caldera, quien se haría cargo del gobierno en tres semanas, quisieron ayudarlo. El Banco Latino, plagado de préstamos a empresas subsidiarias y ofreciendo al público intereses que era incapaz de pagar no parecía, en verdad, muy digno de ayuda, pero en toda Venezuela se comentó que la falta de apoyo tenía razones más políticas que técnicas: su directorio estaba demasiado comprometido con Alvarez Paz y demasiado opuesto a Caldera, se dijo, como para que éste acudiera a su rescate. En todo caso el sistema bancario, en su conjunto, había dejado de cumplir el papel de intermediación financiera que constituye la médula de su negocio, pues los títulos que ofrecía el gobierno para absorber liquidez tenían intereses tal altos que resultaban imposibles de pagar por la mayoría de los particulares.
Sin medir las consecuencias de esta acción, y ya instalado en la presidencia, Caldera presenció cómo la crisis se expandía con velocidad a casi todo el sistema financiero nacional. Ocho bancos mostraron pronto que no podrían cumplir sus compromisos con el público pero, en esta ocasión, el gobierno procedió de un modo muy diferente: decidió otorgar cuantiosos "auxilios financieros" para que esas entidades pudieran salir de su precaria situación. Paralelamente decidió enviar al congreso una ley que modificaba la garantía de depósitos existentes, cuadruplicando de un solo golpe el monto máximo de los ahorros asegurados, que pasó de 10.000 a cerca de 40.000 dólares.
Estas decisiones tuvieron mayor transcendencia que las que la nueva administración podía suponer. Inyectando fuertes sumas semanales al sistema bancario y devolviendo a los ahorristas los dineros que, técnicamente, ya habían perdido, el gobierno generó un exceso de liquidez verdaderamente impresionante. Esta masa de dinero, y la obvia desconfianza en el sistema bancario que se extendió a una amplia mayoría de venezolanos, provocaron una demanda inusitada de dólares que elevó su precio de un modo vertiginoso. Este, que al cierre de 1993 era de 106,6 bolívares, comenzó a subir sin que ningún nivel de oferta pudiera impedirlo y ya se cotizaba a más de 150 Bs. (un 40% de incremento) apenas a tres meses de iniciada la nueva administración. El gobierno, desconcertado, y con un equipo económico muy apegado al pensamiento tradicional cepalino, ensayó varias salidas provisionales hasta que al fin, en julio, se decidió por la alternativa más cónsona con el pensamiento estatista que predominaba en sus filas: un control de cambios sumamente rígido que, en su momento, se comparó desfavorablemente incluso con el de Cuba, y un nuevo tipo de ordenamiento económico que volvía al intervencionismo más desembozado.
La opinión pública lo apoyó, y entusiastamente. A los políticos corruptos, que sin mayor análisis se hacía responsables de todos los males del país, se añadía ahora una nueva categoría, la de los "banqueros corruptos", que habían robado los ahorros de miles de ciudadanos y que cooperaban con la fuga de divisas que desangraba el país. Una actitud casi histérica contra los comerciantes que subían los precios, los acaparadores y los especuladores se adueñó por unos meses de Venezuela, haciéndonos recordar la época en que todavía la historia se entendía como el campo de batalla de clases frontalmente opuestas entre sí.
Este movimiento de opinión fue alentado y promovido, sin duda alguna, por el propio gobierno. La medida de control de cambios no se presentó aisladamente, sino como parte de un decreto de suspensión de las garantías económicas establecidas en la constitución que incluía, caso extremo en la historia, el mismo derecho de propiedad. El congreso, que en principio quiso oponerse al decreto, [Cf. Kornblith, Op. Cit., pág. 347.] recibió un mensaje claro del ejecutivo: o éste se aprobaba o, apelando al apoyo popular y desconociendo la carta fundamental, el gobierno disolvía las cámaras. La legislatura cedió y se llegó a un acuerdo para la aprobación de cuatro leyes que, una vez promulgadas, permitirían retornar a la vigencia plena de la constitución. Esas leyes se referían a la "emergencia financiera", el régimen cambiario y otros puntos claves de la actividad económica. Lo peor de esta estructura legal, aprobada con cierta dilación pero todavía vigente en Venezuela, es que su articulado da poderes casi absolutos al gobierno en materia económica, sin necesidad de recurrir a decretos de emergencia ni a consultas con el parlamento o el Banco Central para dictar a su arbitrio las medidas que considere más convenientes.
La excusa de esta conculcación tan grave de las libertades económicas y de los poderes que recibió el ejecutivo no fue otra que la de tener herramientas para poder perseguir a los "banqueros corruptos". Pero la realidad fue otra: con precios fijados arbitrariamente para todos los bienes y servicios importantes, con una ley que establecía sanciones penales drásticas para cualquier transacción en moneda extranjera fuera de los precios oficiales, con una especie de terrorismo económico que pretendía ceñir la economía a los caprichos de los gobernantes, Venezuela no prosperó y los banqueros, en cambio, lograron salir del país cómodamente, no sin antes dilapidar –y a veces usar en su beneficio personal– las cuantiosas sumas que se les habían entregado como auxilios financieros. El monto de la crisis, para el fisco, fue de 1,3 billones de bolívares, lo cual, según el tipo de cambio que se tome en cuenta, puede representar entre $ 6.500 y $ 9.000 millones. De las 168 instituciones financieras que existían a fines de 1993 se cerró un total de 59, mientras que otras 16 –entre las que se encontraban los principales bancos– quedaron en manos del estado. [Según datos publicados en El Universal, Caracas, 13/1/1997, pág. 1-14.]
El control de cambios, por más draconianas que fueran sus previsiones, no logró por supuesto el objetivo de estabilizar la moneda. Después de unos meses en que el mercado oficial y el paralelo (totalmente ilegal) presentaron un diferencial relativamente pequeño, que oscilaba alrededor del 20%, esta diferencia comenzó a ampliarse, a medida que los particulares se hacían más expertos en burlar las normativas y el gobierno iba quedándose sin divisas. A comienzos de 1996 el dólar oficial se cotizaba ya a Bs. 290 pero el dólar "negro" rompía la barrera de los 500 bolívares. El gobierno, entretanto, si bien mantenía la apariencia de un estado de derecho, presionaba de tal modo a la oposición, a las empresas y a los analistas, que provocaba un clima de opinión parecido al que se vive en las dictaduras: los críticos de las medidas económicas eran a veces sutilmente amenazados, y otras veces tildados públicamente –hasta por el propio presidente– de "profetas del desastre", "viudas de paquete" y hasta como "traidores a la patria". [Son bien conocidos los casos del hostigamiento al que fueron sometidos, por ejemplo, Carlos Ball y Aníbal Romero.] La arbitrariedad de las leyes, el gobernar por decreto y una opinión pública favorable daban al gobierno un poder que resultaba realmente amenazador.
El giro casi socializante de la administración Caldera provocó, y esto no es de extrañar, un desmejoramiento apreciable de los indicadores económicos del país. La inflación llegó al 71,6% en 1994, descendió algo al año siguiente –56,6%– para repuntar otra vez en 1996, cuando el gobierno levantó la mayoría de los controles y se registró un aumento de precios récord de 103,3%. La economía, medida según las variaciones del PTB, tuvo un descenso neto del 2% entre 1994 y 1996, disminución que resultaría mucho mayor si no se incorporaran a estas cifras los resultados de la actividad petrolera. La inversión extranjera se situó entre las más bajas del continente, con apenas unos pocos cientos de millones de dólares, en tanto que la inversión bruta fija privada, en total, descendió 23,3%, 21,6% y 32,5% en los tres años que estamos considerando. [Todas las cifras según informaciones del Banco Central de Venezuela.]
Hacia mediados de 1995 ya era perceptible, hasta para el gobierno, que las cosas no podían seguir de ese modo. Había que levantar los controles, al menos en parte, y acudir al FMI para obtener nuevos préstamos si no se quería arribar a un desastre peor que el de la administración de Lusinchi. El proceso, sin embargo, fue árduo, y se caracterizó por una inconcebible lentitud: recién a mediados de abril de 1996 se aprobó finalmente la llamada "Agenda Venezuela", pomposo nombre que incluía algunas vaguedades conceptuales y el compromiso de realizar un ajuste fiscal básico a cambio del apoyo de los organismos internacionales. La conducción económica, desarrollada ahora en tándem por el mismo inspirador de los controles –Matos Azócar– y un ex-guerrillero convertido súbitamente en "neoliberal" –Teodoro Petkoff– no parecía destinada a generar, en verdad, mucha confianza en la apertura que se prometía.
El nuevo programa de ajustes no mostró, en verdad, ninguna diferencia fundamental con el de 1989. Se liberó el tipo de cambio, se eliminaron los precios administrados –salvo para las medicinas y algunas otras pocas excepciones– y se plantearon varias medidas para reducir el gasto fiscal, como la disminución de la plantilla de la administración pública. Esto último, como en el anterior ajuste, tampoco se realizó y, del mismo modo que en aquella ocasión, el gobierno se vio favorecido por otro aumento de los precios petroleros, nuevamente provocado por las impredecibles conductas de Saddam Hussein. Hubo así, otra vez, superávit fiscal, pero también una inflación que siguió deprimiendo el nivel de vida de la mayoría de los venezolanos. En 1997, ya bien pasado el efecto de la eliminación de los controles de precios, éstos subieron un 38,7% con respecto al año anterior.
La nota quizás más positiva de la gestión económica de Caldera fue la puesta en práctica de la llamada apertura petrolera, un mecanismo de concesión de áreas para que pudieran ser explotadas por los particulares que rompió el monopolio estatal sobre los hidrocarburos vigente desde 1975. En cuanto a las privatizaciones, también, se lograron resultados más positivos que en la ocasión anterior: se vendieron varios de los bancos estatizados durante la crisis de 1994 y se comenzó la ingente tarea de privatizar las llamadas "empresas básicas", los grandes conglomerados que habían sido creados y desarrollados durante la época del crecimiento basado en la sustitución de importaciones. Es cierto que a este respecto se ha procedido hasta ahora de una manera muy lenta y confusa, y que en verdad son pocos los logros alcanzados, pero al menos es preciso reconocer que ya no se discute, como antes, la necesidad de pasar a manos privadas estas enormes y deficitarias empresas.
El último punto a destacar es la reforma de la seguridad social. Un acuerdo tripartito del gobierno, los sindicatos y los organismos empresariales logró en 1996 el desmontaje parcial de la ley del trabajo que, promovida precisamente por Caldera unos años atrás, creaba una red de compromisos laborales que impedían en muchos sentidos el crecimiento de la economía. El paso hacia un sistema privado de seguridad social, al momento de escribir estas líneas, no está sin embargo garantizado plenamente, pues no existe aún un marco claro de referencia legal que favorezca este cambio fundamental.
5 Requisitos para una Reforma Estructural
El ajuste de 1996 no trajo nada de novedoso y, es más, puede considerarse que arrastra las mismas fallas intrínsecas que el anterior. Como la gestión de Rafael Caldera ya está prácticamente finalizada, es poco lo que puede esperarse en materia de reformas profundas en el corto plazo. Todo depende ahora, por lo tanto, del resultado de las elecciones generales de diciembre de 1998 y del clima de opinión que prevalezca cuando asuma el nuevo gobierno.
Los venezolanos, cansados de un proceso de empobrecimiento que ya lleva dos décadas, se inclinan a culpar a los partidos tradicionales y al sistema político vigente por los males que padecen, pero no colocan en el centro del debate la necesidad de proceder a realizar una reforma estructural que lleve al país hacia una economía más abierta y un menor papel del estado. Es cierto que el viraje dado por Caldera en 1996 mostró a muchos que ya no se podía seguir gobernando como en los años setenta, pues al haber sido el propio Caldera, siempre opuesto al liberalismo, el encargado de tomar un nuevo rumbo hacia la economía de mercado, una cierta parte de la población ha terminado de enterrar sus esperanzas en el modelo de conducción económica que repartía la renta petrolera desde el estado.
Pero esto no es suficiente: el panorama electoral es complejo y de difícil pronóstico, por lo que son muy diferentes los rumbos que Venezuela puede tomar en el futuro próximo. Tal vez se ensayen, en un clima político cargado, nuevas recetas populistas que intenten regresar hacia el nacionalismo económico del pasado. [V. "La agenda chavista", en El Nacional, Caracas, 11/11/1996, pág. 1–12.] Tal vez un congreso atomizado mantenga al país en un curso errático, de reformas esporádicas y poco coherentes o, por el contrario, una nueva conducción política se atreva a realizar los cambios de fondo que indudablemente se requieren. Lo cierto es que, más temprano o más tarde, Venezuela tendrá que encarar la tarea pendiente de la transformación que necesita para volver a crecer y recuperar su estabilidad política.
Esta reforma, amén de otros puntos que no podemos explayar aquí (v. infra, 15.1), debería a nuestro juicio contemplar dos aspectos fundamentales que cobran peculiar importancia en el caso venezolano: el control riguroso de la inflación y la privatización de PDVSA, la empresa petrolera estatal.
Con respecto al primer punto ya hay un debate prolongado en Venezuela que ha servido para destacar, al menos, la gravedad del problema. Muchos pensamos que la inflación es el principal mecanismo responsable del prolongado deterioro en las condiciones de vida de la mayoría de la población y que se imponen, por lo tanto, drásticas medidas para eliminarla. Sobre el modo de hacerlo, sin embargo, son más los desacuerdos que los puntos comunes: mientras la mayoría parece inclinarse por recetas bastante tradicionales algunos nos pronunciamos, con argumentos que ya hemos expuesto en otro lugar, [V. Faría y Sabino, Op. Cit.] por la radical solución de crear en Venezuela una Caja de Conversión o Junta Monetaria, según la política que ya han adoptado Argentina (v. infra, 10.3), Hong Kong, Estonia y otras naciones.
En cuanto al otro punto de la agenda que sugerimos, la privatización de la industria petrolera, prevalece todavía una opinión contraria entre dirigentes políticos y amplios sectores de la población. En ciertos ambientes académicos, sin embargo, se discute ahora más libremente el tema y hay corrientes favorables a algún modo de privatización, no por razones fiscalistas, obviamente, pues PDVSA no da pérdidas sino enormes ganancias, sino por un conjunto de motivos que brevemente resumimos a continuación:
Porque el petróleo en manos del estado otorga a éste tal poder sobre la sociedad civil que inhibe el desarrollo profundo de una cultura democrática y de un dirigencia con sentido de responsabilidad ante la ciudadanía
porque la privatización del petróleo generaría un impulso enorme a todas las restantes actividades económicas, atrayendo capitales extranjeros en magnitud nunca vista
porque la desestatización permitiría, si se hace cuidando que la propiedad se difunda entre millones de venezolanos, una auténtica cultura capitalista, alejada definitivamente del rentismo y el clientelismo tan frecuentes hasta ahora, y
porque los ingresos que podría generar aportarían la base indispensable para pagar lo que ciertas personas, algo metafóricamente, denominan la "deuda social". Esto se concretaría transfiriendo parte de los ingresos a las cuentas de los trabajadores en nuevos fondos de pensiones, con lo que podría rescatarse de la indigencia a los cientos de miles de personas que hoy han sido defraudados por el colapso del Instituto Venezolano de los Seguros Sociales.
6. La Imaginaria Revolución de Hugo Chávez
Las elecciones de diciembre de 1998 dieron la presidencia al ex golpista Hugo Chávez que anunció de inmediato el inicio de una "revolución democrática" destinada a cambiar la constitución, establecer una democracia participativa para devolver el poder al "pueblo" y acabar definitivamente con la corrupción. En consecuencia, y violando disposiciones expresas de la constitución vigente -que databa de 1961- Chávez convocó a un referéndum para decidir si se nombraba a una Asamblea Constituyente. Ante el resultado afirmativo se realizaron nuevas elecciones para escoger los miembros de dicha asamblea, que quedó casi por completo en control de los partidarios de Chávez. La nueva carta magna, aprobada en referéndum en diciembre de 1999, tiene una barroca e imprecisa redacción que no alcanza a ocultar su fuerte carácter presidencialista, el inmenso papel que se le otorga al estado, no sólo en la economía sino en toda la vida social, y la preponderancia de las fuerzas armadas en las decisiones políticas y del poder central frente a los gobiernos locales.
Después de nuevas elecciones para "relegitimarse", de acuerdo a lo pautado en la nueva constitución, Chávez quedó prácticamente con el poder absoluto en sus manos: los siete procesos electorales consumados entre noviembre de 1998 y diciembre de 2000 le han otorgado un poder sin contrapesos ya que posee el control de la nueva Asamblea Nacional y ha designado, prácticamente a dedo, a los miembros del Tribunal Supremo de Justicia, la Fiscalía, la Contraloría y otros órganos supuestamente independientes del nuevo sistema de instituciones públicas.
Mientras se iba desarrollando este proceso de consolidación política Chávez impuso un estilo autocrático y casi dictatorial de gobierno. Sus frecuentes y extensas apariciones en los medios de comunicación, con sus "cadenas" obligatorias en la televisión, su amistad con Fidel Castro y su apoyo a la Revolución Cubana, sus agresivos ataques contra los partidos políticos, los empresarios, la iglesia y la educación privada, el predominio de los militares en puestos públicos y otras singulares acciones han dado al mandatario venezolano un extraño parecido con los dictadores fascistas de la primera mitad de este siglo. Pero, y también esto es importante tomarlo en cuenta para evaluar equilibradamente su régimen, no por eso podemos afirmar que exista una verdadera dictadura en Venezuela. Se respeta -dentro de los límites usuales en el país- la libertad de expresión, no hay presos políticos ni restricciones a la circulación de las personas, no hay violencia policial o militar que afecte la vida cotidiana de los ciudadanos. El gobierno de Chávez es, en este sentido, y aunque parezca paradójico, menos dictatorial que el de su mismo predecesor, Rafael Caldera.
Pero el problema en Venezuela no es la consolidación del poder presidencial, que se ha ido acentuando casi sin pausa durante las últimas dos décadas, sino lo que el gobernante hace con ese poder casi absoluto. Y la obra de Chávez, lo mismo que la de sus antecesores, ha sido al respecto por completo decepcionante. Firme creyente en las ideas de nacionalismo económico y redistribución de la riqueza que tanto daño hicieron en la segunda mitad del siglo XX, proclive a un populismo de tintes izquierdistas y frases altisonantes, Chávez, que se rodeó además de un equipo económico formado por marxistas y socialistas de todos los matices, no ha realizado hasta ahora ninguna obra de gobierno digna de mención. No porque haya regresado de lleno al pasado de controles estatales sobre la economía, como lo hiciera Caldera entre 1994 y 1996, sino porque su política ha sido errática, confusa, en muchos sentidos tímida y contradictoria.
El gobierno de Chávez comenzó en medio de una recesión, provocada tanto por el descenso en los precios petroleros como por el temor de los inversionistas ante el posible curso que tomaría su gobierno: el PIB cayó cerca del 7% en 1999. Luego subieron los precios del crudo y la economía se reactivó, creciendo alrededor del 3% en el año que acaba de concluir, pero lo hizo mediante el viejo expediente de aumentar el gasto público, fortaleciendo el sector estatal mientras miles de empresas quebraban y aumentaba el desempleo. Chávez volvió a utilizar instrumentos ya descartados de política comercial, como el trasbordo de mercancías en las fronteras y las licencias y cuotas de importación, aunque sólo subió algunos pocos aranceles. Pero sus amenazas sobre la propiedad privada -especialmente de predios rurales- su nacionalismo petrolero y el tono general de su discurso profundizaron la recesión, provocando de hecho una mayor presencia del estado -con inmensos recursos luego del alza de los precios petroleros- ante una empresa privada en retirada, temerosa de invertir y dispuesta más bien a salvar sus capitales en el exterior.
En materia de política social tuvo un acierto: abandonó el costoso e ineficaz programa de subsidios directos a los más pobres que de poco servía para mejorar su condición y en cambio generaba dependencia y focos de corrupción, pero lo reemplazo por un tipo de dádivas más directas y personalizadas, completamente politizadas, de limitado alcance y escaso control institucional, que se ha denominado "Plan Bolívar" y que carece por completo de metas claras y definidas. Dicho plan en nada ha contribuido al avance de las condiciones sociales pero ya ha producido los primeros problemas de corrupción, que se añaden así a los casos que siguen apareciendo en la nueva administración.
En suma, el gobierno de Chávez no ha derivado en la dictadura militar que algunos temían y menos aún en un despotismo comunista como el que soportan los cubanos, tal vez porque el presidente es un hombre más de palabras que de acción y -seguramente- por el fuerte rechazo de amplios sectores de la sociedad venezolana a estas alternativas. Pero, aún cuando ha controlado en algo la inflación, su gobierno ha sido por completo opuesto a las reformas que tanto necesita Venezuela (v. supra, 9.5): la orientación de sus acciones tiene un indudable parecido con la de Acción Democrática en los años sesenta y sólo es viable, en todo caso, con precios petroleros lo suficientemente altos como para proporcionar a su administración una inmensa masa de recursos.
No es fácil prever lo que podrá suceder cuando estos bajen hacia niveles más normales, cuando sus promesas populistas se desgasten y ya no tenga un programa político original que ofrecer: Los datos del último referéndum, realizado en diciembre de 2000, muestran un porcentaje de abstención superior al 80%, indicador claro de su decreciente capacidad de convocatoria. Su gobierno puede quedar así, entonces, como una tentativa populista más, pintoresca pero completamente inútil, o puede acabar en medio de una violencia que en Venezuela parecía haber sido superada para siempre. En todo caso lo único seguro es que el país habrá perdido un tiempo sumamente valioso mientras posterga una vez más las decisiones que tiene que tomar para liberar a su economía de la frustrante tutela del estado.