Observatorio de la Economía Latinoamericana

 


Revista académica de economía
con el Número Internacional Normalizado de
Publicaciones Seriadas  ISSN 1696-8352
 

Economía de Uruguay

 

Como el Uruguay no Hay

Carlos Sabino: "El Fracaso del Intervencionismo: 
Apertura y Libre Mercado en América Latina" 
Ed. Panapo, Caracas, 1999.

 

    A comienzos de los noventa el proceso de cambios económicos en América Latina parecía haberse encaminado bastante firmemente hacia el éxito.  Todos los países examinados hasta aquí realizaban reformas que iban desmantelando, paso a paso, las peores características del estado intervencionista dominante hasta ese momento. Es verdad que el ajuste venezolano sufriría luego un marcado retroceso y que Brasil, bajo Collor de Melo, no alcanzaría a consolidar una tranformación significativa. Pero, en general, las naciones que habían sufrido las peores consecuencias de la crisis de los ochenta habían aceptado, de un modo u otro, que debían reformular profundamente el modo de gestión pública que se venía siguiendo hasta entonces.

    La única excepción a lo anterior era Nicaragua. A pesar de estar afrontando una situación económica muy deteriorada, la nación centroamericana no había iniciado aún un viraje hacia el libre mercado. Pero este caso, singular por el dominio que ejerciera allí el Frente Sandinista, confirmaba hasta cierto punto la regla: el gobierno de Violeta Chamorro se concentraba, naturalmente, más en restablecer la paz y desarticular las políticas e instituciones socialistas existentes que en reordenar una economía que estaba muy lejos de poder llamarse capitalista. La hora de las reformas, por eso, todavía no había llegado.

    ¿Qué sucedía en el resto de las naciones latinoamericanas, allí donde la crisis no había golpeado tan duramente como para llegar a los abismos de la hiperinflación, la cesación de pagos o la conflictividad política aguda? El curso de acción era, como se comprenderá, bastante diferente según los casos. En una buena mayoría de ellas el intervencionismo estatal no había alcanzado, por diversas razones que luego examinaremos (v. infra, cap. 14), los extremos que hemos señalado al estudiar la historia de otros países. La crisis, por lo tanto, no había estallado con una magnitud tal que obligara a un rápido cambio en el curso de acción y las reformas, en consecuencia, pudieron hacerse más gradual y concertadamente, o se fueron postergando –como en Colombia o Ecuador– hasta un horizonte temporal que todavía no está bien definido.

    Uruguay pertenece, como enseguida veremos, al grupo de países donde la crisis no llegó hasta sus peores extremos. Diferentes reformas fueron emprendidas por distintos actores en un período mucho más largo que en los casos precedentes. El cambio, por lo tanto, se ha hecho siguiendo otro estilo, otra forma de hacer política, que contrasta bastante claramente con las experiencias que relatamos en anteriores capítulos.

    Convendrá entonces que estudiemos lo acontecido en el país rioplatense durante las últimas décadas para que, estableciendo un contraste con los casos ya estudiados, nuestra comparación final pueda ser más fructífera y más completa.

1 La Suiza de América

    Uruguay, un país pequeño situado entre el Brasil y la Argentina, tuvo hasta 1930 una envidiable prosperidad. Su nivel de vida era quizás el más alto de toda América Latina y su libertad, tanto política como económica, destacaba en toda la región. En esa época su capital, Montevideo, era un activo centro comercial y financiero, un puerto que no sólo realizaba amplios intercambios de mercancías sino que recibía, además, un flujo constante de inmigrantes europeos que buscaban iniciar allí una nueva vida.

    El Uruguay era conocido entonces como la "Suiza de América", no sólo por su sólido sistema financiero sino también por su estabilidad política y la amplitud de su democracia; hasta una  presidencia colegiada se había establecido en el país. "Como el Uruguay no hay" decían entonces los slogans publicitarios, mientras el país atraía turistas y capitales de todas las zonas vecinas y de buena parte del mundo.

    El crecimiento económico no fue afectado mayormente por los amplios gastos sociales que se realizaron, especialmente en educación y en salud, ni por el establecimiento de un sistema de previsión social basado en el método de reparto. Pero, después de la crisis mundial de 1930, al abandonarse el patrón oro e instaurarse un control de cambios, el país comenzó a transitar por la senda del intervencionismo estatal. Este viraje se hizo más definido a partir de 1947, cuando se aprobaron nuevas restricciones al cambio de moneda extranjera que impidieron que el país participara de lleno en el auge mundial de la postguerra. Se inauguraba así la "clausura" de un país que viviría de allí en adelante en progresivo aislamiento, apartado de la influencia beneficiosa de los flujos del comercio internacional. Políticas macroeconómicas populistas hicieron que Uruguay, ya en la década de los cincuenta, comenzara a sufrir el fenómeno de la inflación. Esta rebasó, en ese período, la barrera del 10% anual, inaugurando una era de altas inflaciones que recién en los últimos años ha comenzado a revertir. [Debemos gran parte de esta descripción al sintético panorama que nos ofreciera Ramón P. Díaz, quien fuera Presidente del Banco Central entre 1990 y 1993, en entrevista realizada en Montevideo el 11/11/1997. Cf. además, para los datos cuantitativos, CEPAL, Op. Cit.]

    Durante las primeras décadas del siglo XX se fue conformando en la nación sureña un sistema político clientelista [Cf. Taylor Jr., Philip B., "The Costs of Inept Political Corporatism" en Wiarda, Howard J. y Harvey F. Kline (eds.) Latin American Politics and Development, Westview Press, Boulder, Co., 1985, pp. 320 a 333, passim.]  que, poco a poco, iría dando forma a un estado que se presentaría ante los ciudadanos como proveedor de bienes y servicios, que iría ampliando sus funciones sociales y su intervención en la economía y que ensancharía el empleo público de un modo constante e indetenible. Los sectores sociales medios, cada vez más numerosos, encontrarían en este estado una palanca para su ascenso social, especialmente a través de la educación pública y del empleo en el gobierno. Pero este sistema, que tiene ciertas similitudes con el venezolano (v. supra, 9.1), no pudo continuar expandiéndose por cuanto las limitadas exportaciones no dieron al estado el suficiente poder económico como para cumplir todas las funciones que se había propuesto realizar. Uruguay, después de varias décadas de bonanza, comenzó a padecer todos los males del gigantismo del sector público ya delineado en anteriores casos. Su economía se estancó, la inflación continuó su curso destructor de los ahorros privados, los capitales dejaron de afluir al país hasta que, finalmente, el malestar social estalló bajo la forma de violentos conflictos políticos, impensables unas décadas atrás.

2 Violencia, Crisis y Retorno a la Democracia

    Un movimiento guerrillero de izquierda, los Tupamaros, emergió a finales de los sesenta, emprendiendo acciones cada vez más audaces que a veces sorprendieron por su originalidad. En un contexto de estancamiento económico y de crecientes fisuras en el amplio sistema de previsión social que funcionara hasta entonces, la población comenzó a emigrar –o a integrarse, muchas veces, al movimiento armado– mientras el sistema político entraba en un período de marcada inestabilidad. Por fin, en 1973, los militares asumieron el poder implantando una rigurosa dictadura que se distinguió por su desprecio a los derechos humanos y el modo implacable de combatir la subversión. De este modo, y sin apoyo en los países vecinos –pues la izquierda socialista estaba siendo derrotada en Chile y Argentina– los Tupamaros fueron finalmente dispersados y destruidos como organización.

    Los militares uruguayos mantuvieron, en líneas generales, el modelo económico intervencionista basado en altos aranceles y una fuerte presencia del estado en la economía nacional. Aumentó así el número de empresas y de empleados públicos y se multiplicaron las regulaciones de todo tipo, aunque en política cambiaria se dieron algunos pasos positivos, como la eliminación del control de cambios y de las cuotas de importación en 1974.

    La dictadura se mantuvo hasta 1985 y el balance de su gestión fue, por todo lo anterior, definidamente negativo. Con una tasa de ahorro interno tradicionalmente muy baja, el crecimiento económico durante estos años fue decepcionante: después de un promedio del 2,8% entre 1975 y 1980, un valor bastante pobre pero superior al de las décadas anteriores, el producto se hundió más de un 10% en el año de la crisis, 1982, y siguió descendiendo hasta 1984. A pesar de algunos altibajos posteriores el saldo de toda esta época significó un retroceso impresionante: "entre 1955 y 1990 el ingreso per cápita se mantuvo constante [y] emigró un 10% de la población" total, [Petrissans Aguilar, Ricardo, El Caso Uruguayo, Políticas de Estabilización y Reforma Estructural a la Luz de su Contexto Político-Social, Ed. KAS/CIEDLA, Buenos Aires, 1993, pág. 31. Cf. también p. 47.] mientras las tasas de desempleo se mantenían entre el 10 y el 15%, el salario real descendía a la mitad entre 1971 y 1984 y el sector informal aumentaba a toda velocidad. [Id., y datos de la CEPAL, Op. Cit.]  El déficit del gobierno central equivalía, en estos años, a más de un 5% del PIB, la deuda externa resultaba ya inmanejable y el enorme descenso de la producción era acompañado de quiebras que diezmaban el ya mermado sector privado. [V. Petrissans, Op. Cit., pp. 42 a 45.]  La inflación se aproximaba, por primera vez, al 100% anual.

    Así como el estancamiento económico de años pasados había llevado a la violencia y, a la postre, a la dictadura militar, del mismo modo ahora la crisis económica situaba a los militares al borde del abismo. Sin justificación política alguna –pues de la subversión no quedaban ni vestigios– y con el ejemplo cercano del retorno a la democracia en Argentina y del fin del régimen dictatorial en Brasil, los gobernantes uruguayos tuvieron que acceder, disminuidos, a las demandas por elecciones libres. Julio Sanguinetti se hizo cargo de la presidencia en 1985.

3 Un Lento Camino Reformista

    Como en Argentina, la principal preocupación del nuevo gobernante fue consolidar un sistema político profundamente afectado por los sucesos de los últimos veinte años. Pero, a diferencia de Alfonsín, Sanguinetti no pudo ser culpado por una crisis económica que era visiblemente preexistente a su gestión y que había dejado sin respuesta adecuada al gobierno militar que lo precediera. Exitoso en cuanto a fortalecer el régimen democrático, su política económica discurrió inicialmente por derroteros que recuerdan al Plan Austral del país vecino, con controles de precios y salarios, devaluaciones y una paridad para el dólar ajustada según un crawling peg bastante veloz. [Id., pag. 37.]  La crisis, a pesar de este inadecuado tratamiento, no desembocó en una situación descontrolada. La inflación, por ejemplo, se mantuvo en cifras que rondaban el 60-80% anual, gracias a un déficit fiscal que, en promedio, fue del 5,5% por año durante el período: [Talvi, Ernesto, "Una visión positiva del futuro del Uruguay: Los próximos diez años de reformas", exposición realizada durante el evento "Horizontes 97" del CERES (Centro de Estudios de la Realidad Económica y Social), Montevideo, 12/11/1997, pág. 4.] un valor muy alto, es cierto, pero no suficiente como para llevar a la hiperinflación.

    Este relativo control del gasto público se debió, en parte, a la convicción de que la versión uruguaya del welfare state ya no resultaba sostenible y que debían "transitarse alternativas de desarrollo" que implicaban profundos ajustes. [Petrissans, Op. Cit., pág. 15.]  Los ajustes, es cierto, fueron realizados sólo muy parcialmente, pero el resultado de este quinquenio fue, en líneas generales, más bien positivo. Hubo un cierto crecimiento económico, sobre todo en 1986 y 1987, se consolidó la democracia y no se produjo un malestar social capaz de afectar la marcha de las instituciones del país. La posición internacional de Uruguay facilitó, sin duda, esta evolución no traumática de su economía. Entre los factores que contribuyeron a la estabilidad deben incluirse el flujo de capitales externos que llegó a su banca off shore, un refugio relativamente seguro frente a la gran inestabilidad que entonces vivían Argentina y Brasil, y el desarrollo gradual del Mercosur, el acuerdo de integración del Cono Sur que aumentó el comercio internacional y revitalizó así la economía uruguaya. [V. íd., pp. 85-86. Ramón Díaz, en la entrevista mencionada, destacó también la importancia de estos factores durante todo el período democrático actual.]

    En 1990 Sanguinetti fue sucedido por Luis Alberto Lacalle, quien tenía una convicción más firme que su predecesor en cuanto a la necesidad de realizar un ajuste fiscal en profundidad. No hubo, por cierto, ningún shock, pero la marcha de las reformas se aceleró y clarificó notablemente con respecto a la administración de Sanguinetti.

    En la gestión de Lacalle se redujeron los aranceles, llevándolos al nivel del Mercosur, que tiene una tarifa promedio del 14% con un arancel externo común máximo de 20% (aumentado a 23% luego de los problemas que trajo a Brasil la crisis del sudeste asiático de 1997); se controló el déficit fiscal, reduciéndolo a poco más del 1% del PIB; se estableció un crawling peg con valores de depreciación siempre inferiores a la inflación pasada; la inflación, por todo esto, se fue reduciendo constantemente durante el quinquenio, bajando a cifras inferiores al 40% anual; se liberalizaron también los mercados financieros, incluyendo las tasas de interés y los movimientos de capital; se eliminaron los créditos dirigidos, mientras a la par se "fortalecieron los procedimientos de supervisión y regulación bancarias"; [V. Talvi, Op. Cit., pág. 6. Para toda esta enumeración v. íd., pp. 2 a 6, passim, la entrevista a Ramón Díaz.] se completó también la reforma tributaria iniciada en 1985 y se acabó por completo con el sistema de precios administrados, salvo para el transporte de pasajeros, los combustibles, las telecomunicaciones, el agua y la salud.

    A pesar de este importante viraje y de los resultados favorables que fue produciendo, Lacalle no pudo ir muy lejos en cuanto a realizar reformas de tipo más estructural. Cuando en 1992 intentó privatizar la empresa telefónica estatal la oposición, alarmada ante el posible cambio, logró que se realizara un plebiscito que arrojó un resultado desfavorable para el gobierno. Este tuvo entonces que dar marcha atrás y, lo que es peor, se encontró de pronto en una situación política de debilidad que lo obligó a reducir el ritmo de los ajustes y postergar otros cambios de importancia que se habían proyectado, especialmente en materia de privatizaciones. Pero, dentro del panorama de equilibrio de fuerzas que es típico del Uruguay, la izquierda tampoco logró suficiente apoyo como para convocar a otro plebiscito, esta vez sobre la seguridad social, que hubiera mantenido la exclusividad del tradicional sistema de reparto. En consecuencia se han podido abrir ahora AFP privadas que, canalizando los ahorros de una buena parte de los asegurados, permiten abrigar sólidas esperanzas sobre una reconversión paulatina hacia un sistema de capitalización individual.

    La administración de Lacalle, en suma, logró avances muy positivos en materia de equilibrios macroeconómicos, lo que a su vez se tradujo en un crecimiento continuo del producto, salvo para el año 1995, cuando debido al efecto tequila ya reseñado (v. supra, 8.3) éste experimentó un descenso del 2,8%. El continuo aumento en el PIB ha logrado que, poco a poco, Uruguay recuperase parte de sus niveles anteriores de bienestar. Se calcula que hoy el ingreso per cápita, en términos reales, es un 60% superior al del período 1955-74, mientras desciende la incidencia de la pobreza y la distribución del ingreso es una de las menos desiguales de América Latina. [V. íd., pág. 10.]

    Al concluir la gestión de Lacalle en 1995 lo sucedió nuevamente Julio Sanguinetti, quien mantuvo las reformas realizadas y una sana política de equilibrio fiscal. No se han anunciado grandes cambios en materia de privatizaciones o reforma del estado, pero las cifras de crecimiento del PIB siguen siendo positivas y la inflación se encuentra bajo control, esperando que se sitúe muy cerca del 15% para 1998. Cada vez más integrado a sus vecinos del Mercosur, y gozando de verdadera estabilidad política, Uruguay es hoy una sociedad sin conflictos agudos que parece haber superado los traumas del pasado, resulta atractiva para los inversionistas y va logrando un progresivo desarrollo.

4 El Aparente Inmovilismo

    Dice un analista de la realidad uruguaya que, "contrariamente a la percepción generalizada, en el Uruguay ha habido una verdadera revolución reformista", añadiendo que el gradualismo y el hecho de que las reformas no se hicieran simultáneamente han dado una "falsa impresión de inmovilismo". [Id., pág. 1.] Los datos presentados hasta aquí parecen confirmar esta apreciación: en ausencia de una crisis de grandes proporciones –aunque sufriendo décadas de pernicioso estancamiento– Uruguay logró desmantelar buena parte del estatismo económico con reformas emprendidas más tempranamente y un sistema político donde prevaleció el consenso y el equilibrio. Algunos resultados, sin duda, llegaron mucho más lentamente, pero en conjunto la situación ha evolucionado de tal modo que permite abrigar fundadas esperanzas para el futuro.

    Estas ventajas en cuanto a la aceptación y la gradualidad del cambio tienen, sin embargo, una contraparte negativa que no es posible ocultar: al avanzar de este modo los uruguayos han dejado para el final algunas de las reformas que más afectan a los sindicatos y otros grupos organizados de presión, entrabando el desarrollo del país y manteniendo dudas sobre el alcance del cambio estructural todavía pendiente. Es verdad que hoy Uruguay tiene mercados financieros y cambiarios completamente libres, que se ha integrado económicamente a sus vecinos, abriéndose al comercio internacional, que existe un régimen tributario relativamente simple y armónico y que se mantiene una sana política fiscal. Pero es cierto también que más de un 20% de su población económicamente activa trabaja para el estado, [V. Petrissans, Op. Cit., pp. 23 y 67.] que existen más de 350.000 jubilados y 178.000 pensionados en una población de apenas 3.100.000 habitantes [Datos de 1991 según Petrissans, Op. Cit., pág. 123.] debido al generoso sistema vigente, y que rige una indexación salarial que incluye los pasivos laborales y que afecta seriamente las posibilidades de obtener un equilibrio fiscal. Esto, junto con la ausencia de un proceso de privatizaciones, ha mantenido el gasto fiscal en niveles definitivamente altos, del 32-33% del PIB, absorbiendo el sistema de seguridad social una fracción significativa de estos desembolsos (14% del PIB). [V. Talvi, Op. Cit., p. 4.]

    Esto último, sin embargo, tiene también facetas positivas. El estado se ha hecho cargo de los pasivos laborales de los trabajadores que pasan del sistema de reparto a las recién creadas administradoras de fondos de pensiones, aumentando así sus gastos en el corto plazo pero sentando las bases para la solución definitiva del problema: "Lo que ha pasado aquí es que, por el traspaso de los aportes a las AFAPs, ha aumentado el déficit del sistema, inicialmente, pero a cambio de una reducción sistemática y gradual a lo largo del tiempo." [Id., pág. 8.]  La solución, bastante semejante a la seguida por Chile, es lenta pero sin duda mucho más justa que la alternativa de "licuar" mediante la inflación los pasivos laborales y reducir así el déficit fiscal a costa de los aportes que –durante largos años– realizaran los afiliados al sistema de reparto. [Aunque no del todo definida, esta parece ser, por los momentos, la alternativa adoptada por Venezuela.]

    Por todo esto puede decirse que Uruguay tiene que realizar todavía algunas reformas de importancia si quiere consolidar su apertura hacia una economía de libre mercado. Entre ellas cabe señalar la del mercado laboral, todavía muy rígido, las privatizaciones, el mejoramiento del sistema judicial y la reforma de la acción estatal en materia de salud y educación. En estas áreas Uruguay se caracterizó por crear sistemas de amplia cobertura, buena calidad y aceptable funcionamiento que, sin embargo, han mostrado indudables signos de deterioro y burocratización a lo largo del tiempo. Una reforma que los descentralice y privatice en parte tendrá que ser adoptada en algún momento del futuro cercano, aunque el debate sobre el tema, dadas las actitudes prevalecientes en el país, resulta sumamente sensible y pródigo en discrepancias.

    En síntesis, el proceso de cambios emprendido en Uruguay parece seguir un modelo diferente al que examinamos en los casos anteriores. Se trata de una transformación mucho más gradual y consensual, y por lo tanto mucho más madura y equilibrada, pero también peligrosamente lenta y sujeta a imprevistos retrocesos, como el del plebiscito de 1992. Lo ocurrido en el país sureño es bastante semejante a lo que acontece en Costa Rica y en varios países de Europa Occidental que, aceptando la necesidad de modificar el papel del estado, están realizando sus reformas del modo más parsimonioso y cuidadoso posible. Es un camino, en definitiva, tan útil como cualquier otro, aunque sólo puede seguirse antes de que el modelo estatista de gestión entre en su crisis terminal y en tanto se halla consolidado una sociedad acostumbrada al consenso, la negociación política y la resolución pacífica y democrática de los conflictos.


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