Revista académica de economía
con
el Número Internacional Normalizado de
Publicaciones Seriadas ISSN
1696-8352
INTRODUCCIÓN
La reforma agraria es un proceso económico y político que por lo común se asocia al progreso capitalista, para mostrar el modo en que la agricultura se integra en el desarrollo de una nación. Pero escasamente el término da cuenta cómo se concibe y se desarrolla realmente el reparto territorial en los países subdesarrollados, y por lo tanto, es necesario abordarlo en uno de sus momentos: la producción. Esto permite reconocer el tipo específico de unidades productivas la que resultan de la distribución gratuita de tierra, y distinguirlas de las que explotaciones agrícolas agricultores capitalistas. Desde este enfoque se nos posibilita tejer con mayor coherencia un proyecto de reforma agraria para nuestros países.
Todo mundo está de acuerdo en que la reforma agraria es un proceso que implica la división de la gran propiedad rural, a lo que se agrega un segundo objetivo que será el de integrar la producción de la unidades que resultan de esa división en el desarrollo nacional, proceso que requiere de un conjunto de políticas concretas encaminadas a dicha integración, como son: la inversión tanto estatal como privada, el financiamiento, la tecnificación, la organización para la producción y la comercialización. Esta integración, que es como se plantea, económica, también tiene un contenido social, desde que refleja como se integra socialmente a la población rural en la nación.
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García Hernández, M.: “Reforma agraria en México" en Observatorio de la Economía Latinoamericana, Nº 93, 2008. Texto completo en http://www.eumed.net/cursecon/ecolat/mx/2008/mgh.htm
En este apartado intentamos aproximarnos a una explicación coherente sobre el comportamiento de la reforma agraria en México atendiendo a la peculiaridad del desenvolvimiento del capitalismo en este país. Para nuestro objetivo consideramos teóricamente pertinente, adoptar como eje explicativo el concepto de mercado interno, atendiendo al hecho de que el mercado interno en nuestro país se ha presentado como el piso “más generoso”, donde toma lugar la reforma agraria con su sello campesino que la caracterizó desde su versión legal en el artículo 27 de la Constitución de 1917.
Cuando hablamos de mercado interno como el piso más generoso para la reforma agraria, suponemos que habrá otro piso, y en verdad tenemos que empezar por reconocer que el carácter subdesarrollado del capitalismo que se presenta en México da lugar como resultado estructural a dos formas de crecimiento económico: una que adopta como objetivo principal la producción para el mercado exterior y otra en la que lo es la producción para el mercado interno.
Ahora bien, ¿qué es el mercado interno en general para el capital? La respuesta tiene trascendencia para comprender el comportamiento de nuestra reforma agraria y avizorar un tanto el destino que se le depara. Entre el Estado-nación y el mercado interno se conforma la cuna donde emergen las relaciones capitalistas en un proceso de surgimiento simultáneo. Entonces el mercado interno no es un mercado cualquiera, no es por tanto un producto desechable a elección, es inherente al nacimiento y funcionamiento del capitalismo en condiciones normales.
Como lo sostiene Marx (1977: 727-728): “Los sucesos que convirtieron a los trabajadores en asalariados y sus medios de subsistencia y trabajo en elementos materiales del capital, crean a éste su mercado interior (…) Así la expropiación de los campesinos, su transformación en asalariados, produce la aniquilación de la industria doméstica del campo, el divorcio de la agricultura respecto de todo tipo de manufactura. Y en efecto, esta aniquilación de la industria doméstica del campesino es la única que puede dar al mercado interior de un país la extensión y constitución que exigen las necesidades de la producción capitalista.”
El mismo Marx (1977: 728) observa que el proceso que destruye la industria doméstica de los campesinos no es una revolución radical en el período manufacturero, pues la industria capitalista en esas condiciones “...siempre tiene como base principal los oficios de las ciudades y la industria doméstica del campo. Si destruye a ésta en ciertas formas, en determinadas ramas y en algunos puntos, la hace nacer en otros, pues no puede prescindir de ella para la primera elaboración de las materias primas.”
Ello da cuenta de la primera fase del desarrollo del capitalismo, que implicaría también cubrir una tarea que el capital no puede realizar con suficiencia por su propia cuenta, sino hasta que ha alcanzado la madurez que le otorga la organización del trabajo científico para su explotación sistemática. Es por ello que resulta lógico afirmar que: “Sólo la gran industria, por medio de máquinas, funda la explotación agrícola capitalista sobre una base permanente, hace que se expropie de manera radical a la inmensa mayoría de la población rural y consuma la separación de la agricultura respecto de la industria doméstica del campo...” (Marx, 1977: 728-729). Quiere decir que solo cuando el capital ha alcanzado cierto grado de desarrollo, es cuando está en condiciones de afianzar el mercado interno como su mercado y esto solo sucede cuando se observa que se ha superado la etapa de la manufactura y se ha separado también el trabajo directo del trabajo intelectual para ponerlo en la vanguardia de la producción capitalista, así lo rescata Marx (1977: 729) cuando señala:
“Pero de esta separación fatal datan el desarrollo necesario de las potencias colectivas del trabajo y la transformación de la producción fragmentaria, rutinaria, en producción combinada, científica. Como la industria maquinizada consuma esta separación, también ella es la primera en conquistar para el capital todo el mercado interior”.
Esta descripción donde toma lugar la acumulación originaria del capital, la subsunción formal y real del obrero subyaciendo a la par la conformación del método de regulación de la oferta de fuerza de trabajo, donde también aparece como corolario la consolidación del mercado propio del capital que es el mercado interno, no es otra cosa que el camino del desarrollo de la relación capitalista.
Entonces podemos concluir de acuerdo con Víctor Figueroa (1986: 123) que al capital le corresponde su propio mercado, en tanto que “... el proceso de formación de la relación capitalista será al mismo tiempo el proceso de formación del mercado interno”. Ello quiere decir que para el análisis de la formación del mercado interno como mercado del capital en un determinado país, habría que tener en cuenta las fases que se pueden advertir en la descripción que Marx nos proporciona. Y ciertamente no se trata de la suma de los elementos que pudieran advertirse sino como todo un resultado del camino que se tiene que recorrer para poder hablar del desarrollo de un país, esto es, si a la gran industria es la que le da permanencia al mercado interno, debe ser aquella también la culminación de cierto grado de desarrollo, el que se ha construido desde dentro como un todo y articulado desde abajo.
Importa pues recordar de qué manera tiene lugar la aparición del capitalismo en nuestro país. Es un hecho aceptado que dicho sistema no se acuna en México, es una relación que muestra sus rasgos de adulto cultivados en otros países desde que llega a estas latitudes por la vía de la exportación de capitales, desde países como Inglaterra, Francia o Estados Unidos, los que a finales del siglo XIX habían consolidado su mercado interno cuyo corolario era la organización de la producción científica hasta participar de la revolución industrial, con lo que pudieron desbordar las fronteras de su mercado e incursionar con sus excedentes de capital en el mundo que estaba más allá de sus fronteras, por lo que también estaban en condiciones de diseñar una división internacional del trabajo en la que a los países donde la semilla del capital no había germinado se les asignaba una función que desde allí quedaría subordinada a los intereses de aquellos países avanzados, no porque fuera inevitable dicho destino, sino porque los países atrasados convenían tácitamente en no someter a escrutinio su papel. Como certeramente lo resume Figueroa (1986: 218) cuando señala:
“Para América Latina el vínculo con Inglaterra y otros países industriales no consistió meramente en su articulación con un centro con el cual intercambia unos productos por otros, sino que se vincula con un centro que produce progreso tecnológico. Por otro lado, la importación de bienes de origen industrial tiende a debilitar la necesidad de su producción internamente y a desbaratar los esfuerzos encaminados a levantar una industria propia. O sea, ‘la división internacional del trabajo’ deja la tarea del desarrollo de las fuerzas productivas en manos del centro e impulsa a la periferia a servir a esta tarea, como algo que no le compete directamente”.
Si bien la tendencia destructiva de las importaciones desalienta los esfuerzos locales para organizar el desarrollo, ello no significa que nuestros gobiernos y las clases dominantes criollas se deban echar a descansar en los brazos del capital extranjero, la tarea tal vez resulte solo mas pesada. Pero no parece que haya existido disposición en este sentido desde el arribo del capitalismo en su versión desarrollada por estas latitudes. Con ello se establecieron los extremos que configuran y retroalimentan el imperialismo: el desarrollo a cargo de los países centrales y el subdesarrollo en la periferia. Los primeros que producen bienes de consumo y de capital tanto para su consumo como para la exportación; los segundos que son relegados a producir bienes de consumo, principalmente, con base en los bienes de capital que les venden los primeros.
Se comprende que ello es así, porque aquí no hubo una formación desde dentro de la relación capitalista hasta su máximo desarrollo, hasta la organización y subsunción del trabajo científico, que diera pié a la formación acompasada de un mercado interno como mercado del capital, que marcara también la pauta para la integración racional del campo al desarrollo nacional con posibilidades de darle un contenido social y económico estable a la reforma agraria. No hay así, tampoco una industrialización que se levante desde dentro integrando proporcionadamente las regiones que lleve como correlato el apoyo de la agricultura, en tanto el avance pausado sobre el campo del capital de acuerdo con sus propias necesidades. No se va desde un principio de la ciudad hacia el campo como es clásico en los países que construyen su desarrollo.
Se tiene en su lugar, en el primer momento en que se asoma el capitalismo, una incursión abrupta y voraz en las actividades primarias (agricultura y minería), para la cual no median más que las necesidades industriales de los países centrales a donde se exportan.
No hay pues un mercado interno que construir donde la agricultura pueda jugar un papel estable en la consolidación del desarrollo económico, por lo mismo no hace falta despejar el obstáculo de la gran propiedad mediante su distribución entre la población rural. En su lugar la oligarquía procede como si ellos fueran los destinatarios exclusivos del impulso que llega desde el mercado mundial capitalista. Al fin y al cabo ese era su modus operandi desde antes que conocieran los métodos de explotación del capital; siempre habían obtenido sus ganancias uncidos a los intereses extranjeros, como bien lo describe Figueroa (1986: 221): “La patria de las clases dominantes, aquélla en el seno del cual nacieron y evolucionaron, era el mercado mundial. En beneficio de éste y con arreglo a la evolución que había alcanzado en ese momento, organizaron la vida independiente, pese a las condiciones que apuntaban en otro sentido (...) su conciencia formada en toda una época no daba cabida a sentimientos realmente nacionalistas”.
Así el mercado que se configuró con la primera economía de exportación con sello capitalista, fue uno, como lo describe Fernando González Roa, donde los poblados se agruparon no por su productividad, sino de acuerdo con la distribución de los productos hechos por los caminos de fierro. Pero ese impulso quedaba muy lejos de ser uno positivo para el desarrollo y la integración nacional, en su lugar se configuró una política que de acuerdo con Reyes Heroles (1961: 641), operó en sentido contrario “... esta política al mismo tiempo que estimulaba la producción agrícola, valoraba las tierras y hacía apetecible su acaparamiento”, pues el hecho de que el ferrocarril pasara cerca de ellas multiplicaba su valor en diez veces.
En el rubro de la producción agrícola se dieron condiciones para que los latifundistas gozaran del ambiente apropiado para agrandar sus fortunas con el menor esfuerzo. Libertad para la explotación de peones y jornaleros mediante los más bajos jornales; además protegidos sus productos con aranceles, les dejaban el mercado nacional como su mercado. Un mercado pues, que no es conquistado para el capital de manera estable y permanente y que no resultaba del desarrollo interno de las relaciones capitalistas, sino como una parte de la ganancia de la asociación de la oligarquía nacional con los intereses del capital internacional y de su forma de operar en ese momento.
El rasgo fundamental en la perspectiva de la integración nacional, es lógicamente, la exclusión orientada principalmente contra los campesinos que es la población mayoritaria y la fuerza principal que produce la riqueza en aquel tipo de economía, no hay cabida en esas condiciones para la idea del reparto agrario, cuando menos con las características que habían concebido la mayoría de los liberales que se ocuparon de ese aspecto, por el contrario, como ya se ha esbozado, durante el porfiriato se da pauta a una de las más escandalosas concentraciones de la propiedad territorial.
Los datos que recoge el mismo Reyes Heroles (1961:643) respecto de la concentración territorial en el porfiriato configuran la siguiente situación: De 193 millones 890 mil hectáreas que integraban la superficie total del país, fueron objeto de concentración 123 millones, es decir, más del 63%. En esa tarea, hasta 1893 las compañías deslindadoras se habían ocupado de deslindar 50 millones 631 mil 665 hectáreas, y mediante la Ley de terrenos Baldíos entre 1868 y 1906 se adjudicaron 10 millones 972 mil 652 hectáreas. Por supuesto los beneficiarios fueron grandes acaparadores. De tal suerte que para 1910 “...solo el 3.1% de la población rural era propietaria, el 88.4 de la población agrícola trabajaba en calidad de peón y los hacendados representaban únicamente el .02% de la población rural”. (Aguilera Gómez, 1982: 110).
Por ello es que en lo que toca a la participación de los sectores menos favorecidos o lo que pudiera parecerse a un exiguo reparto de tierra entre los años 1877 y 1906, el mismo se expresó en una superficie total de 528 mil 237 hectáreas, que se integraban de 19,983 títulos, que arrojan un promedio de 24.43 hectáreas por título. Según Reyes Heroles, no tardó mucho en que esa tierra pasara también a manos de los grandes propietarios, gracias a la política crediticia que se impulsó para favorecer a la elite terrateniente, de la cual no podían gozar los pequeños productores que se veían obligados a pagar con la tierra sus deudas.
Cabe aclarar que los liberales en su mayoría no hacían alusión a la integración económica de los campesinos, sino a la aspiración de desarticular las estructuras de la vieja sociedad colonial que se sustentaba en la gran propiedad territorial, esto es, se trataba de sentar las bases de la nación con una clase de medianos propietarios.
En resumidas cuentas, el esquema económico-social que se configuró con la implantación del capitalismo en México en su primer momento, da cuenta no de una integración sistemática, sino de una fusión de intereses que pasa por la mas brutal muestra de exclusión social, la que sería en delante la tendencia principal que identificaría a este espacio del capitalismo subdesarrollado. Manuel Aguilera Gómez (1982: 110) retrata con prístina fidelidad esa forma de actuar del capital en México a principios del siglo XX cuando nos refiere:
“La economía de la tierra era la base de sustentación de una sociedad en la cual la clase terrateniente, provista de elenco tradicional, definía y caracterizaba al conjunto social; porque además de detentar el monopolio privado sobre la propiedad agraria, las familias terratenientes eran, al mismo tiempo, las principales poseedoras de las minas, de las empresas manufactureras más importantes, de las instituciones bancarias y de gran parte de las construcciones residenciales. Así la clase políticamente dominante tenía un carácter ambivalente: terrateniente y burgués. Lejos de haber provocado antagonismos de clase entre la burguesía emergente y la aristocracia terrateniente, el capitalismo había penetrado y extendido en la sociedad mexicana (...), sin quebrantar la estructura agraria señorial, dando lugar a una simbiosis de clases dominantes que hemos convenido en dominar la oligarquía.”
De esa manera en la economía agro-exportadora cuyo rasgo principal fue la exclusión, no se concebía la necesidad de articular económicamente al país hacia adentro; la población rural se presentó a la vez que fuerza de trabajo barata en las haciendas, como un mercado ideal cautivo para los productos no exportables de la oligarquía terrateniente, el que se aseguraba con la tienda de raya y las cadenas de la tierra. No aparece así tampoco una ley que regule la oferta de fuerza de trabajo; la exclusión es arbitraria y no puede acompasarse de acuerdo con las necesidades del capital y capacidad de absorción, porque no son las necesidades internas las que predominan en el accionar de la economía, sino las que mueven al capital central a buscar canales de sustento en el exterior. La población así, se convierte en un obstáculo que hay que despejar en absoluto con el poder del Estado o al amparo de éste y jamás por la vía de la integración. Este proceso en nuestro país se reviste con peculiaridades que si bien a veces precipitan los eventos que apuntan hacia las reformas sociales, al mismo tiempo se convierten en rémoras que impiden la concreción de las mismas y hacen todavía más nebuloso el futuro de la nación.
Una diferencia fundamental al respecto es la cercanía con los Estados Unidos la cual según Manuel Aguilera Gómez, México no conservó el control de su sector productivo exportador como si lo hicieron países del cono sur en alianza interna, debido a que aquí se buscó el apoyo casi exclusivo del capital extranjero y nuestra economía se ubicó como complementaria de la de los Estados Unidos, además de que la clase dominante terrateniente-burguesa se significó por su actitud de mayor subordinación frente al capital extranjero (1980: 117). De ello da cuenta el peso de la inversión extranjera que a principios de la Revolución de 1910 equivalía al 54.5% de los acervos del capital nacional, que además era ésta la que le daba el sentido a la estructura económica en esa etapa. La forma en que se distribuye dicha inversión es la muestra más clara de esta afirmación como se puede observar.
Como se puede ver, la composición de la inversión extranjera nos indica con claridad en primer lugar que hay un predominio muy marcado de las inversiones norteamericanas las que manifiestan las exigencias de la industria del vecino país, al lado de la cual compite con cierta similitud el capital inglés. Es Francia la que muestra un cuadro aunque más coherente, de menor importancia, en el sentido de poner tres puntales que pudieran haberle dado una dirección diferente a la estructura económica de México, pero no es ese esquema el que predomina. La industria como objeto de atención en el espacio local, por el contrario, en el esquema general como se puede apreciar, se encuentra en el penúltimo renglón.
Se puede coincidir en esa perspectiva con Figueroa, que la emergencia de un mercado interno en México, solo se viene a dar como un producto subsidiario del tipo de producción que se les asignó a los países donde se inscribe el nuestro en aquel primer momento, o sea, como reflejo de la manera en como se instalan las relaciones capitalistas, esto es, siguiendo la incipiente industrialización que se da como resultado de las necesidades propias de la exportación primaria que requieren los países centrales.
La integración del país que impulsa el Estado también retrata con fidelidad este proceso, en esa primera forma de crecimiento económico “... los avances de capital constante que hace el Estado se concentran en la construcción de puertos, facilidades para la comercialización, ferrocarriles y carreteras que vinculan los centros de producción con los puertos, etc.” Y es que como bien lo destaca del mismo Figueroa (1986: 156-157) “...no se trata de unificar una nación ni de crear condiciones que permitan el desenvolvimiento del mercado interno, sino de hacer más expedito el contacto comercial con el extranjero.” De ahí la naturaleza del mercado interno que emerge, no es el mercado que persigue la burguesía que se ha puesto al frente de la economía, es el de otra burguesía que toma también el carácter de subsidiaria, aquella que de acuerdo con su capacidad, ha encontrado en las necesidades que los grandes inversionistas crean, la única forma de acrecentar sus fortunas.
La industria que puede nacer así en ese esquema, no tendrá la tarea de articular la economía con un objetivo nacional y no podrá nacer tampoco un mercado interno pujante y articulado, sino uno disperso y limitado. Este va surgiendo porque las actividades económicas de exportación generan la necesidad de bienes de consumo sin ser su objetivo.
Aquí en los países latinoamericanos la verdadera oportunidad del mercado interno como espacio de explotación capitalista preferente, llega solo Cuando el librecambismo no funciona y se detienen las importaciones, cuando la insuficiencia de éstas se hace evidente, el mercado interno tiene que sustituir esas importaciones y se hace apetecible para la inversión capitalista iniciando por la producción de bienes de consumo que es una industria que ha encomendado de paso la economía de exportación. Pero es necesario insistir en que la industria que toma lugar en nuestros países subdesarrollados es una que no tiene ruedas propias, desde que la relación capitalista no es desarrollada aquí, el motor que impulsa la industria ha menester obtenerlo mediante la importación desde los países centrales.
Es así que para sustituir un bien ante la falta la capacidad para importarlo, es necesario importar la tecnología que hace posible la sustitución. Esto es, “Desde que cada nueva industria trae consigo en general, nuevas necesidades de importación..., la sustitución se internaliza en la industrialización y define su carácter” (Figueroa, 1986: 162). Es decir se trata de una industrialización que encuentra sus límites en la necesidad de importar el progreso tecnológico para poder funcionar, porque no puede sustituir el desarrollo en cada fase y ese es el secreto de la dominación imperialista: fomentar una dependencia permanente y casi absoluta del progreso externo. El mecanismo se encuentra en el hecho de que la tecnología disponible en los mercados del centro, en general, es aquella que ha llegado a un cierto grado de obsolescencia. Por ello es que, el desarrollo que se persigue así, es inalcanzable.
Queda claro, en líneas generales, la forma en que se desenvuelve una economía subdesarrollada como la de México. Para nuestros fines, se trata de una economía donde no se desarrollan las relaciones capitalistas como en los países centrales; la organización del trabajo científico para aplicar sus adelantos con fines productivos, no existe, por lo que no se puede planificar con certidumbre la expansión del capital. Pareciera que el desarrollo se hubiera quedado en la etapa de la manufactura, donde el capital no puede dejar de apoyarse en la producción campesina, sobre todo porque no hay forma de acompasar la expulsión de la población campesina con las capacidades de empleo del capital urbano. Por el contrario, hay momentos en que desde el Estado se promueve no solo la vigencia sino la creación de las formas de subsistencia campesina. Puede establecerse, que cuando prevalece el crecimiento que pone como su objetivo principal el mercado externo, no se advierte un control sobre el flujo de la fuerza de trabajo como una necesidad que resulta del grado de desarrollo del propio capital, sino como una condición que impone el carácter “mercantil” del capital que predomina. Esto es, como una exigencia constante, de un bajo precio de la mercancía fuerza de trabajo.
De ello resulta que no se puede desarrollar un mercado interno en el cual se puedan articular las actividades económicas con miras garantizadas de largo plazo. El mismo no es una base firme desde donde puedan extenderse las actividades económicas hacia el mercado internacional, para constituir con el una unidad. Por el contrario, ambos niveles configuran una dicotomía que resulta determinada en lo inmediato por la demanda del mercado internacional. Éste parece ser la parte sólida que define la participación del otro.
Así las cosas, una economía que depende en su evolución de la invitación del mercado internacional, tiene que moverse entre dos políticas principales, el libre cambio cuando la invitación tiene lugar; y la protección cuando aquella es retirada y se trata de sobrevivir en el mercado interno.
El Estado del subdesarrollo se convierte en comedido operador de esas políticas. Del primer momento( durante el porfiriato) se tiene constancia de que en términos del libre cambio “Una de sus funciones principales fue la de servir como otorgador de concesiones; su política se convirtió en la de utilizar los recursos y facultades de que disponía para atraer inversionistas y empresarios extranjeros: las habilidades del buen estadista se convirtieron en aquellas relativas a desarrollar una combinación estratégica de medidas que atrajeran dichos recursos de capital a su propio país. Concesiones de tierras, cesión de derechos sobre el subsuelo, exención de impuestos y tarifas, garantías estatales al capital invertido... garantías de estabilidad política...” (Anderson, 1974: 45). Ello se puso en práctica al grado que el entusiasmo por esta actividad caracteriza la carrera de cada una de las figuras de la política latinoamericana de fines del siglo XIX y principios del XX. Esa conducta se veía cultivada por la parte extranjera que también llegó a configurar una forma de hacer las cosas para contar con la disponibilidad de los gobiernos locales, Aguilera Gómez (1982: 121) lo capta con precisión cuando enfatiza:
“Obtener del gobierno mexicano un trato preferente no era conducta reservada a la imaginación y diligencia de gestores y personeros de las firmas privadas extranjeras, sino constituía el eje de las relaciones diplomáticas y definía la política exterior hacia México de los gobiernos de Estados Unidos e Inglaterra, países de donde procedía el grueso de la inversión extranjera directa.”
Así, la inversión extranjera sería el centro de atención, la primera tarea que ocupó el mayor esfuerzo de nuestros gobiernos, antes que pensar siquiera en sentar las bases de la soberanía nacional, había que enarbolar la bandera de la libertad para el capital transnacional. La suerte del segundo momento la describe con claridad Víctor Figueroa (1986: 163) cuando dice:
“Una industria que surge en estas condiciones, –cuando se refiere a las condiciones del mercado interno– naturalmente es una que no busca competir, más bien debe buscar no competir, o sea, eludir la competencia. Para ello exige que el Estado levante los mecanismos de protección adecuados, protección que a su vez proporciona nuevos motivos para el estancamiento tecnológico, por lo que la industria demandará nuevos niveles de protección.”
La protección resulta pues una necesidad para el mercado interno, como si fuera uno que estuviera naciendo y donde el proceso de acumulación no funciona sin el cuidado del Estado, a pesar de que las relaciones capitalistas no son algo nuevo pues ya han pasado un buen trecho en la historia económica de nuestros países, en el marco de una forma de crecimiento cuyo sello distintivo es el de producir para el mercado internacional. Ahora ese espacio se cierra y la burguesía es obligada a buscar su base de acumulación en el espacio nacional, se encuentra con la necesidad de extender el mercado interno en tanto que exigir del Estado su protección, pues ello significa el blindaje de sus ganancias. Manuel Aguilera (1980: 221) describe este comportamiento con precisión cuando afirma:
“... el viraje de la política económica escenificada entre la gran depresión y la Segunda Guerra Mundial que condujo al abandono del esquema de ‘crecimiento hacia fuera’ y la acreditación de la política de industrialización a través de la sustitución de importaciones, no se originó en la acción deliberada de los agentes económicos tradicionales: la burguesía empresarial y el Estado. Esta transición más bien se presentó como respuesta, como una medida de emergencia, ante la quiebra del esquema primario-exportador y los conflictos internos a que dio lugar la crisis. ... las medidas proteccionistas adoptadas por los gobiernos durante la década de los años treinta, carecían de un propósito definido de fomento industrial; se dictaron básicamente pata proteger las deterioradas condiciones de sus balanzas de pagos. (...) En breve, sin embargo, los países desarrollados involucrados en la Segunda Guerra Mundial, reacondicionaron su aparato productivo a las necesidades bélicas y, por lo tanto redujeron –y en algunos casos suprimieron– la producción de un sinnúmero de bienes que habitualmente formaban parte de importaciones de los países latinoamericanos. Ante esta nueva contingencia externa que se expresaba en forma de escasez mundial, recobró vigor el empeño industrializador en América Latina.” (Aguilera, 1980: 206)
El crecimiento hacia adentro o como lo denomina Figueroa (1986) crecimiento relativo, encuentra asiento cuando la clase empresarial comprende que las condiciones para el libre cambio no le son favorables, cuando enfrentaron la declinación sistemática de los precios internacionales de las materias primas que eran el eje del modelo primario-exportador o de crecimiento absoluto. Es así que como lo señala el propio Aguilera, el modelo de mercado interno “... nunca fue concebido como una acción deliberada, sino que su conceptualización surgió como necesidad para explicar, a posteriori, decisiones de política económica adoptadas. En definitiva, el modelo de crecimiento hacia adentro es un esquema que surge para acreditar una política económica en marcha.”
De esa forma, el mercado interno en el subdesarrollo no surge del desarrollo de las relaciones de producción, como eje articulador permanente de las actividades económicas, sino como producto subsidiario y en el mejor de los casos como un subterfugio de las burguesías nacionales a donde son empujadas a organizar su acumulación por la repulsa del mercado internacional ante la deficiencia de la organización del trabajo general que padecen, lo que las incapacita para desplegar su propio desarrollo y ganarse su participación continua en el mercado internacional. Es común por ello que estos países sobrepongan el discurso del desarrollo cuando llevan a cabo algún esfuerzo de industrialización.
II. LA INDUSTRIALIZACIÓN COMO INDICADOR DEL “DESARROLLO”
El mejor indicador del desarrollo debiera ser la industrialización, así como es común llamar a los países desarrollados, países industrializados. En México como se ha visto, cuando el capitalismo hace su incursión como sistema de explotación dominante, las exigencias del capital central en su calidad de comandante del proceso, eran de materias primas preferentemente, provenientes de la minería y de la agricultura; se deduce en ese sentido como se ha visto también, que para el Estado Mexicano como operador de las políticas a seguir la industrialización no estaba dentro de sus objetivos, por eso es que si alguna industria podía surgir era aquella que completaba las condiciones internas para la exportación. Así es que la industrialización como objetivo del Estado solo se presenta cuando se convierte en una necesidad del capital subdesarrollado, la cual no deja de ser una oportunidad para la ganancia del capital central.
Cuando los canales para la exportación se obturan, la idea de la industrialización surge como sinónimo de desarrollo. En México como en el resto de los países latinoamericanos
“La crisis de los años treinta afectó duramente a las economías de exportación, en América Latina se conjugaron factores complejos que marcan esta época como el inicio del desarrollo económico contemporáneo basado en la industrialización. Se adopta una política económica definida en ese sentido, con una fuerte intervención del Estado para asentar las bases del desarrollo.” (Appendini, 1985: 134)
Es en este momento que la inserción de la agricultura encuentra un lugar que parece definitivo con un papel de primera importancia en el proyecto de desarrollo que impulsa el Estado, esto es, como un soporte fundamental para la industrialización. Aquí, como dice Appendini (1985: 164), “La política agrícola se enmarca en los objetivos de un proceso acelerado de industrialización que se convierte en sinónimo de desarrollo.”
La ideología del desarrollismo como sustento de esta etapa del subdesarrollo, introduce de manera traslapada la idea de que el sector agrícola le debe de asegurar a la sociedad una oferta creciente y barata de productos agrícolas para satisfacer la demanda de alimentos y materias primas; debe proporcionar divisas a través de las exportaciones agrícolas; debe proveer una corriente de ahorros del sector al resto de la economía, proveer fuerza de trabajo y finalmente constituirse en un mercado para los productos de la industria en crecimiento. Esto es, pareciera que industria y agricultura conformaran un binomio de interacción permanente, por eso es que aquí es donde con la industrialización protegida, la reforma agraria encuentra algún cobijo real.
La población rural se hace meritoria a un espacio en el mercado que se construye al parejo de la industrialización. Como lo destaca el propio Appendini, –refiriéndose a la etapa del desarrollismo–. El crecimiento de la producción agrícola fue logrado gracias a una política agraria que apoyó la expansión de la superficie agrícola mediante el reparto agrario, y una política agrícola que dio bases para la transformación de un subsector de la agricultura que adquirió altos niveles de productividad. Ese trato diferenciado y los límites del mercado interno marcados por el subdesarrollo deben otorgarle sus rasgos particulares a la reforma agraria en México, como lo intentaremos esclarecer.
En realidad en pos de la industrialización no se intentó integrar de manera armónica a la sociedad a pesar del antecedente revolucionario. En los hechos la economía campesina nunca aparece como pieza fundamental en el proyecto de la industrialización que puso en el centro de su atención al mercado interno, su papel fue relegado a cubrir los huecos que no llenaba la agricultura empresarial. La suerte de la misma dentro del proyecto, en general, formaría el espectro donde se movería la reforma agraria y la propia suerte de los campesinos. Lo demás lo determinan los propios límites de la acumulación. Appendini (1985: 135) describe con claridad el trato preferente que se le da a la agricultura empresarial hasta los años sesenta, de la siguiente manera:
“La política agrícola de corte productivista que respondió a la necesidad de aumentar y diversificar la producción se dirigió a un subsector de productores con rápida respuesta en términos de crecimiento de la producción. Se concretó en la creación de infraestructura (riego), apoyo al cambio tecnológico, una fuerte contribución del Estado a la producción de insumos (fertilizantes, semillas mejoradas) y apoyo a la mecanización, lo cual incidió en la productividad y en costos bajos; (...) la agricultura empresarial logró satisfacer la demanda creciente y diversificada para el mercado urbano de ingresos medios y altos en rápido crecimiento, así como para el mercado externo. Además contribuyó a la producción de granos básicos durante la primera mitad de la década de los sesenta, al aprovechar los resultados de la Revolución Verde. La agricultura campesina quedó marginada de esta política, sin embargo el reparto agrario garantizó la expansión de cultivos tradicionales (maíz y frijol) por parte del subsector campesino…”.
Se deduce que los frutos del “desarrollo” en condiciones del capital subdesarrollado no deben alcanzar más que a los sectores que se integran de manera solvente en la economía. En el caso del modelo de crecimiento relativo, son pocos los invitados a los dividendos del mercado interno. A los campesinos se les llama pero no deben pasar al comedor.
Y así resulta que: “Al no incorporar a la mayor parte de los productores agrícolas a una transformación de los procesos productivos, no se cumplió con el último requisito de los desarrollistas: el de crear un mercado interno amplio” (Appendini, 1985: 135). Y en verdad que no podía estar en el proyecto, algo que no se puede alcanzar. Sobre la cultura de la exclusión que prevalece en el ánimo de las fracciones de la burguesía nacional se encuentran los topes que el subdesarrollo le impone a esta forma de crecimiento, los que en última instancia le aplican la exclusión a la propia burguesía.
En ese sentido de acuerdo con Figueroa, el Estado sí se propuso como tarea de primera importancia unificar y en general facilitar el desarrollo del mercado interno tomando en consideración el impulso de la producción agraria, pero como lo señala Appendini (1986: 135-136) el crecimiento de este mercado no es horizontal sino vertical, porque no se trata de crear bases sólidas para el desarrollo, de manera que excluye a la masa trabajadora como fuente de demanda, en todo caso la producción campesina es un elemento que sirve para la conservación de los salarios bajos y esa es su contribución al funcionamiento del modelo de acumulación de mercado interno, como se aclara cuando se afirma:
“Al existir un sector campesino importante se garantiza la reproducción de una fuerza de trabajo barata tanto en el sentido directo, puesto que los campesinos ofrecen su trabajo permanente o temporalmente a otras actividades; como de manera indirecta, ya que una parte importante de los productos de la alimentación básica es producido por el sector campesino. Como los alimentos son un componente fundamental de la canasta de consumo a nivel de subsistencia, una política de precios bajos para los alimentos de consumo popular constituye parte integral de este modelo de desarrollo (...). El papel del campesino como productor de alimentos básicos juega por tanto un papel importante en el proceso de acumulación.” (Subrayado mío).
Ello es a sí porque el campesino no persigue como objetivo principal la ganancia sino su reproducción, lo que le permite a la burguesía recurrir a su participación como garantía de su propia ganancia sin pensar en alguna recompensa a cambio. Este aspecto de los productores campesinos en el subdesarrollo se aproxima cada vez más a la explotación absoluta.
El crecimiento económico fundado en la importación del progreso tecnológico, hacen que la burguesía busque el menor costo de la acumulación en buena medida en lugar de la reducción de los tiempos de producción, en la exclusión, como es el caso de la producción agraria que contribuye a la oferta agrícola y a mantener junto con los productores empresariales el nivel de los precios bajos debido a que los campesinos a veces no logran ni siquiera cubrir la reproducción de su actividad, es por ello que el Estado no insiste en la transformación tecnológica del sector campesino porque significa un costo que puede abonársele entretanto a la producción capitalista. Como se observa, esa fue la lógica implícita en la política agrícola hasta mediados de los sesenta, cuando los productores empresariales definieron la división del trabajo en el campo para cargar sobre los campesinos el mayor peso de la producción de los granos básicos, adhiriéndose ellos a la generación de productos más rentables destinados a los sectores medios y altos incluyendo los de exportación.
La exclusión en el proceso de tecnificación del sector campesino, trajo como consecuencia natural la incapacidad del mismo para cubrir la demanda interna de alimentos, lo que aparece como crisis de los setenta que tiende a confluir con la crisis del modelo de crecimiento, es el momento en que el Estado intenta recomponer la participación de los sectores que integran la agricultura, como una forma también de revitalizar el modelo, sin reparar en sus causas estructurales. La mirada hacia los campesinos cuyo objetivo era recomponer la oferta interna de alimentos, para poder mantener la política salarial sin enfrentar el conflicto obrero llevó al Estado a rebautizar el modelo desarrollista por uno que intentaba convencer a los sectores sociales –en particular a los campesinos– de que serían integrados a los beneficios del “desarrollo”: ahora sería un modelo de “desarrollo con justicia social”.
En realidad poco se hizo por integrar a los campesinos, en este último momento, al proceso de tecnificación. Puede decirse que se trató en general de una exigua mecanización y fundamentalmente un estímulo a través de los precios de garantía, los que si bien favorecieron en mayor medida a los productores empresariales, no los convencieron de participar en la producción de granos básicos. La superficie cosechada seguía siendo la misma aunque el valor de la producción parecía indicar que las cosas iban mejor. Como bien lo registra Appendini, “No obstante que el maíz registra tasas de crecimiento en los precios reales desde 1973 en adelante (año en que se inicio la fijación anual de los precios de garantía) el ingreso bruto por hectárea sigue siendo desfavorable frente a cultivos competitivos como el sorgo,... Maíz y frijol siguen registrando el rendimiento bruto más bajo por hectáreas debido a los bajos niveles de productividad entre la mayor parte de los agricultores...” (1985: 139). Resulta lógico que si no se trataba de integrar al campesinado al “desarrollo”, sino salvar la crisis de alimentos, el camino más sencillo era establecer condiciones para un mínimo de ingreso a través de una política de precios de garantía más estable y para ampliar la producción el recurso del reparto agrario, como se puede apreciar en la gestión de Gcheverría y López Portillo (tabla 3).
Ello demuestra que los campesinos siguen condenados a producir con los métodos tradicionales o como van pudiendo, pero obligados a producir granos básicos en la medida que el modelo de crecimiento así lo requiere. El incentivo del campesino es la reproducción de su unidad, no la ganancia, de tal suerte que sigue produciendo granos básicos porque consumiéndolos o vendiéndolos logran su reproducción; el precio facilita o dificulta esa reproducción, pero no la detiene, en todo caso si los precios son cada vez más bajos se verán obligados a vender más granos afectando su propio consumo. Sus límites se encuentran cuando dejan de consumir lo que producen y los precios bajos de sus productos no cubren su reproducción y los obligan a abandonar la tierra. Sobre este razonamiento inatentaremos volver posteriormente tal vez en otro apartado.
III. EL SIGNIFICADO DE LA CRISIS DE LOS SETENTA
Si es cierto que el desarrollo de la agricultura ha de ir de la mano como puntal de la industrialización, como lo postularon los desarrollistas, la crisis de aquella que presenciaron los años setenta, no era mas que un signo de la crisis del modelo de crecimiento en su conjunto que se venía gestando desde mediados de los sesenta. Es que como lo afirma Figueroa (1986: 164) “...lo que menos tiene la acumulación en el subdesarrollo, es continuidad”. Por encima de cualquier esfuerzo que no repare en la ausencia de la organización del trabajo científico, estará la tendencia al déficit de la balanza comercial inherente al subdesarrollo y cuando se hace insostenible viene la crisis. Es una condición que para producir en el modelo de mercado interno, hay que exportar, y como lo sostiene el mismo autor, “Con la crisis que se inició en los años sesenta la producción para la exportación tiende a mostrarse impotente para continuar sosteniendo el nivel de crecimiento relativo alcanzado” (Figueroa, 1986: 194).
De ahí el comportamiento de los agricultores empresariales frente a los campesinos, que para mantener el ritmo de sus ganancias abandonaron la producción de los granos básicos y algunos otros productos que se consideraban materias primas para la industria como el ajonjolí y el cártamo, lo que se convirtió en crisis de alimentos de consumo popular y que atrajo la atención del Estado, ello tendría que ser así porque coincidiendo con Ignacio Hernández Gutiérrez (1976: 110) al tiempo que la acumulación se iba bloqueando a consecuencia de las importaciones en el modelo en su conjunto, la peor repercusión resultaba en el deterioro de la imagen del propio Estado que al no contar con una oferta suficiente de alimentos de consumo popular su aura de protector se venía abajo. Pero fue la propia burguesía quien ubicó la crisis desde la agricultura. Es de entenderse que la producción de alimentos baratos es una condición para mantener el ritmo de la acumulación y si la burguesía no está dispuesta a producirlos, nada mejor que dejarle la tarea a los campesinos. En el diagnóstico que la propia burguesía hace es claro que se orienta a fijar la atención en los campesinos y jalar sobretodo al Estado a cubrir la mayor parte como se puede ver:
• Caída de la tasa de crecimiento de la producción agrícola que afecta los productos alimenticios con que se cuenta para atender las necesidades del pueblo;
• Elevación brusca de los precios de esos productos que deprimen el nivel de ingreso de los asalariados;
• Graves problemas para realizar las exportaciones de productos como el café, el algodón, la fresa etc., debido a la caída de los precios internacionales de esos productos o a la caída de la demanda;
• El abatimiento del nivel de inversión, sobre todo de la privada, igualmente una disminución del monto del crédito dirigido hacia el campo por la banca privada.
• La burguesía suma a esa visión la caída de los indicadores de las condiciones de vida de la población rural (desempleo, subempleo, mayor pobreza, mayor desnutrición, deterioro en los índices de salud, de la educación, vivienda, etcétera). Todo ello como resultado de los cambios en el modelo económico, que lo hizo adoptar el señuelo de ”la justicia social” para abandonar el desarrollismo (Hernández, 1976: 98-99)
Si bien la caída en la producción de granos básicos y en otros productos que no le resultaban rentables a la agricultura empresarial eran una realidad, en general el sector presentaba un crecimiento mas o menos sostenido de acuerdo con los datos que nos proporciona Hernández Gutiérrez. Lo que si es una verdad es que mientras el Estado seguía canalizando recursos a la agricultura, la iniciativa privada los iba reduciendo, de tal suerte que la superación de la citada crisis quedaba en mayor medida a cargo del Estado, es por ello que éste en última instancia llegaba a tomar la decisión de incrementar la producción con repartiendo más tierra. El mayor esfuerzo del Estado lo corroboran las siguientes cifras:
Por lo que se refiere solo a la agricultura, el sector estatal en los años 1972 y 1973 aportó a la inversión total el 12 y el 15 por ciento respectivamente. Por su lado la iniciativa privada respondía en sentido contrario. Mientras el Estado elevaba su promedio anual de inversiones brutas en el sector agropecuario de un quinquenio a otro en un 87.3%, la iniciativa privada lo reducía en un 60.9%. En el período de 1961-65 la iniciativa contribuía a la inversión bruta del sector agropecuario con el 73.1% mientras que en el período de 1966-70 redujo su participación al 36.2%.
El retiro de la iniciativa de la producción de granos básicos se hizo evidente en los datos de la superficie cosechada de maíz y de frijol. Mientras en 1971 para el caso del maíz la superficie cosechada fue de 7 millones 292 656 hectáreas, para 1974 se redujo a 6 millones 39 025; 1 millón 153,631 hectáreas menos, equivalente a un 20.2%, ya para 1979 se había reducido a 5 millones 567 mil hectáreas. La producción física disminuyó de 9.8 millones de toneladas a 7.8 millones en el mismo período. Por lo que toca al valor de la producción pasó de 8,807 millones de pesos a 13 621 millones es decir se incrementó en un 54.7%. Ello a pesar de que el rendimiento por hectárea se mantuvo en 1 250 kilos. Esa aparente contradicción entre la producción física y su valor se da como resultado de la política de precios de garantía, implementada por el gobierno para estimular la producción de granos básicos y otras materias primas para la industria y la ganadería, con la cual no solamente los campesinos eran inducidos a sostener la producción de granos básicos, sino que se beneficiaban los empresarios agrícolas pues la relación precio-costo de la producción en esas condiciones operaba en su favor. Habrá que considerar que desde 1973 los precios de garantía se habían fijado anualmente hasta que se suprimió dicha política en 1993 con la instrumentación del PROCAMPO.
Respecto del frijol pasó algo similar a diferencia que en ese renglón los rendimientos por hectárea si se incrementaron (de 477 a 674 kg.). Por lo mismo y gracias el estímulo del Estado, esta leguminosa tuvo el mejor auge llegando a incrementarse el valor de su producción en el período de 1971 a 1974 en un 148.2%. Esto tuvo que ver con el objetivo de mantener el platillo principal de la clase trabajadora que le tocaba en definitiva producirlo a los campesinos. De esta intención puede derivarse la importancia que se le dio a la reforma agraria en la década de los setenta, que implicó un corto pero fuerte aliento al reparto e inclusive la conversión de un Departamento de Estado a Secretaría (el Departamento de Asuntos Agrarios y Colonización, pasó a ser Secretaría de la Reforma Agraria) y la confección de la Ley Federal de Reforma Agraria que sustituyó al Código Agrario.
*Millones de hectáreas
En el tiempo en que el modelo de crecimiento relativo hacía frente a la crisis, tuvo lugar la mayor parte del reparto agrario que se ha dado en México, sumando 56’088,000 hectáreas desde el sexenio de Ruiz Cortinez hasta López Portillo). Una interpretación es que el Estado pretendió despejar obstáculos al capital cargando sobre los campesinos la tarea de mantener baratos los productos de la canasta básica. Lo cual no se aproxima de ninguna manera a la idea de integrar a este sector al desarrollo, pues aparte de la tierra no se les otorgó ninguna otra cosa que pudiera favorecer su participación sostenida en la economía nacional.
Por lo demás la crisis del modelo en su conjunto ya era imparable, la tendencia al déficit en la balanza comercial hundiría al modelo en un callejón sin salida, Como ha dicho Rosalío Wences Reza (1977: 62); “... todo este panorama forma parte de una realidad económica y social mucho más desfavorable y deprimente. Una balanza comercial cada día más negativa para México”. Tan solo de 1972 a 1975 el déficit creció de la siguiente manera:
Esto es, la balanza comercial como indicador de la salud del modelo sustitutivo de importaciones, señalaba que dicho modelo estaba en sus últimas, el coeficiente de importación como lo confirma Manuel Aguilera se había invertido: de una clara tendencia a la disminución hasta 1972, ya para 1979 había vuelto al rango de cuando iniciaba el modelo: retomaba los dos dígitos hacia arriba. Por el contrario la tendencia de las exportaciones consolidaban su tendencia hacia abajo. Y como lo sintetizó el mismo Aguilera: “... Las tendencias observadas en los lustros recientes apuntan un marcado debilitamiento del aparato productivo mexicano –un agotamiento del modelo de crecimiento–, toda vez que ha sido evidente su incapacidad para generar volúmenes de producción en escala suficiente para sostener su contribución en la generación de divisas y para inducir una mayor autosuficiencia interna, compatible con la capacidad de compra externa.”(Aguilera: 1980: 218).
Así la cobija que el mercado interno le prestaba a la reforma agraria pronto quedaría en un hilacho, en la medida que las importaciones harían trizas las expectativas de los capitalistas del “nacionalismo revolucionario” y su “justicia social”.
ALGUNAS CONCLUSIONES
De acuerdo con lo que hemos analizado, la Reforma Agraria en México si bien aparece con antelación respecto de otros países latinoamericanos, no dista en cuanto a sus funciones en el contexto de estas economías subdesarrolladas. Tampoco pudiera augurársele un futuro distinto en cuanto que las clases dominantes y el Estado no parecen tampoco variar sus actitudes respecto del desarrollo nacional. Tal razonamiento lo desglosamos al tenor de la siguiente recapitulación.
La promesa de la reforma agraria en México se anticipa por la existencia de una demanda histórica sobre la tierra cuya semilla la habían sembrado ya Hidalgo y Morelos, de un derecho ancestral cuya latencia fue sacudida por la brutal concentración territorial porfiriana, dando por resultado la participación generalizada de los campesinos en la Revolución de 1810 sumándose a la lucha contra la dictadura al tiempo que exigían la restitución de sus derechos sobre la tierra y en última instancia la dotación de un pedazo para sobrevivir. La industrialización que convida al mercado interno era una cuestión que en esos momentos no cabía en la cabeza de la burguesía que se oponía a la dictadura, la lucha de ésta partía del reclamo por una alternancia en el poder desde donde promover sus intereses, derecho del cual habían sido excluidos, pero sin cambiar el piso económico.
El tipo de reparto que se dio por los caudillos de la revolución, es un reflejo fiel de la intencionalidad sobre la reforma agraria. Se trataba de una respuesta a la demanda de los campesinos que tomaron parte en la revolución y que no estaban dispuestos a abandonar el campo de batalla hasta no ver en concreto los resultados de su lucha. La restitución era la bandera fundamental de la lucha campesina como respuesta natural a la brutal concentración de la propiedad territorial auspiciada durante el porfiriato, no era entonces necesariamente un objetivo en el que se coincidía con la burguesía que concluyó a la cabeza del movimiento. Ésta estaba demasiado preocupada por mantener la base social de la economía que, como se ha visto, tenía un ingrediente predominantemente extranjero. De ahí que “Al nuevo orden social presentaría una tenaz oposición, una gigantesca estructura de poder internacional que, al amparo de las relaciones de comercio y subordinación a escala mundial, exigía e imponía el respeto irrestricto a las vidas y propiedades de los ciudadanos y firmas extranjeras” (Aguilar, 1982: 124).
Ni la restitución ni la dotación había sido política sólida de aquellos gobernantes, al contrario, como lo afirma Manuel Aguilera Gómez (1982: 117) “Ya para 1919, la gran mayoría de las propiedades incautadas habían sido devueltas a sus antiguos dueños; la promesa de reparto de la tierra formulada en la Ley del 6 de enero de 1915 y en el Artículo 27, era pospuesta en aras de la pacificación de la nación”. Además que los jefes militares carrancistas mostraban una incontenible vocación por hacerse hacendados. Ello indudablemente correspondía a que los intereses económicos prevalecientes, no obstante la revolución, eran los del modelo que había impulsado Porfirio Díaz.
Entonces, la reforma agraria en el primero de sus objetivos que es el reparto de la tierra, en México no es resultado de una tarea propuesta por la burguesía que le sugiera el ritmo del desarrollo de las relaciones capitalistas, es ante todo el cumplimiento de un compromiso con los campesinos como principal contingente aliado para luchar contra la dictadura porfiriana, aunque en la perspectiva del capital en aquellos momentos no tuviera cabida la participación económica del campesinado como tal.
El llamado para los campesinos se da cuando el mercado interno también es puesto como eje articulador de la nueva forma de crecimiento económico (crecimiento relativo o modelo sustitutivo de importaciones), a la que es empujada a transitar la burguesía como efecto de la crisis mundial que se manifiesta a partir de 1929 y que se redefine con la Segunda Guerra Mundial, la cual hizo inviable la acumulación basada principalmente en las exportaciones. La protección de la industria nacional, y sobre todo, la participación de la agricultura como soporte de la acumulación del nuevo modelo a base del abaratamiento con mecanismos internos de la fuerza de trabajo, prestó la cobertura para que la producción campesina tuviera un lugar en a estrategia de la acumulación capitalista. Es por ello que desde que se inaugura la economía de mercado interno el reparto se torna realmente significativo y se denota que los vaivenes de la misma, acompasan el proceso de la distribución de la tierra, en cuanto que los requerimientos de la producción para cubrir el abasto de alimentos baratos, en general no empujan hacia el desarrollo de la agricultura campesina sino a la extensión de la superficie cultivada. Inclusive en los momentos en que la crisis impactó definitivamente el modelo sustitutivo de importaciones el último recurso (el fuerte) para no dejarlo morir, y tal vez, para transitar hacia otro, era la agricultura, pero para los campesinos nunca pasó del mero reparto y en el mejor de los casos cierta política de precios pautada por la exigencia de los alimentos baratos.
La acumulación capitalista radicada principalmente en los canales del mercado internacional, hacen prescindible la participación de la producción campesina, por lo que la reforma agraria que se había confeccionado con ese sello parece carecer de sentido. Solo que la contradicción fundamental que resulta en este caso, que es inherente al subdesarrollo, la sobrepoblación redundante, no se resuelve y seguirá pesando en pro de la reforma agraria.
Así como el desarrollo de nuestros países es una tarea pendiente cuyo futuro es incierto, en virtud de que hasta ahora los gobernantes no parecen ocuparse todavía de ella con la suficiente decisión, nuestras economías seguirán en su evolución dependiendo de las invitaciones temporales del mercado internacional. Por lo mismo, la dicotomía entre mercado interno y externo seguirá impactando los procesos de reforma agraria como algo necesario y prescindible siguiendo la suerte de las formas de crecimiento económico que deben tener lugar de manera discontinua a causa de los pocos o nulos esfuerzos de nuestros clases dominantes para organizar el desarrollo internamente conjuntamente con el gobierno.
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