Revista académica de economía
con
el Número Internacional Normalizado de
Publicaciones Seriadas ISSN
1696-8352
ESTADO DE DERECHO EN ALERTA
Diego Arce Jofré (CV)
diego@ibij.org
Instituto Boliviano de Investigaciones Jurídicas
Resumen:
Hace 25 años, Bolivia dio un giro hacia la ruptura del modelo
de capitalismo de Estado abriendo paso a la iniciativa privada, años después,
en medio de turbulentos sucesos sociales, el país plantea un retorno abrupto
al modelo estatista, lo cual además de presentar una complicada trama
jurídica, presenta interrogantes sobre la integridad de los principios del
Estado de Derecho.
El presente documento tiene la intención de realizar un análisis somero
respecto a los efectos de la política de de revisionismo de contratos
estatales, tratando de identificar hasta qué punto es viable el cumplimiento
de las consignas de nacionalización, nulidad de contratos y resoluciones
unilaterales y, en su caso, los costos de ello para el Estado de Derecho.
Palabras clave: Modelo económico, política, estado de derecho, legalidad.
Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:
Arce Jofré, D. “Estado de Derecho en alerta: Análisis jurídico - político sobre el caso boliviano" en Observatorio de la Economía Latinoamericana, Nº 65, julio 2006. Texto completo en http://www.eumed.net/cursecon/ecolat/bo/
Introducción
En épocas de apaciguamiento ideológico, Fukuyama[1], un norteamericano de origen nipón, vaticinó el fin de la historia. La caída del comunismo y el triunfo de las democracias liberales representaba la “etapa final” del trayecto de la lucha de ideologías, la alineación y homogenización de las sociedades –presas de una irresistible marea- transitarían permanente y decididamente hacia ese modelo triunfante y coloso.
Ese escenario planteaba, hace no más de 25 años, una irresistible peregrinación de los países latinoamericanos hacia la liberalización de su economía y la extinción de un modelo de capitalismo de Estado que había provocado aparatos estatales excesivos, sobredimensionados, ineficientes e hipertrofiados, los mismos que cuartaron la iniciativa privada y entramparon las economías y las aspiraciones de esos países.
El planteamiento del modelo de economía de mercado, representaba para naciones como Bolivia una luz de esperanza en momentos en los que “el país se moría”[2], de hecho, el decido paso hacia ese rumbo permitió una espectacular recuperación económica del país. Empero, las medidas de reforma estructural que avanzaban hacia la implantación del modelo neoliberal requerían de reformas estructurales y no coyunturales, proceso que en el caso boliviano fue complejo y no tardó en presentar sus efectos colaterales.
El proceso de apertura al libre mercado en Bolivia se siguió con pasos decididos y medidas complejas: se estableció un sistema legal moderno y avanzado, se promovió la liberalización de servicios, se inició un proceso de privatización de las empresas estatales, se suscribió alrededor de media docena acuerdos de protección a las inversiones y se inició un proceso de reformas institucionales para transformar el Estado intervencionista y empresario en un Estado regulador y subsidiario.
En ese contexto, se generó una vorágine para promover la recepción de inversiones en el país, se subastaron –al mejor postor- las empresas públicas, se firmaron contratos de riesgo compartido para la exploración de hidrocarburos, se promulgaron leyes de liberalización sectorial, se implantó un sistema de regulación sectorial y se siguieron innumerables recetas y aplicaciones –casi dogmáticas- de las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de desarrollo y una largo etcétera.
El profundo proceso de transformación atrajo un conjunto de iniciativas que buscaban invertir en el país, siendo que, aquellos que formulaban las políticas de apertura se fanatizaron con el modelo y privatizaron todo cuanto se pudo privatizar, sin miramientos, tanto las empresas más sanas y estratégicas como aquellas deficitarias, improductivas e irremediablemente prisioneras de mercados no rentables.
Atraídas las inversiones, los socios extranjeros y el Estado firmaron contratos en virtud del los cuales, las partes contratantes formalizaron una relación jurídica con derechos y obligaciones de cumplimiento imperativo, inexorable y legalmente amparado. Los referidos contratos, establecen un conjunto de reglas a ser respetadas por ambas partes conforme el principio de la bona fide.
Firmados los contratos, los socios se instalaron en el país con sus inversiones e iniciaron la danza de capitales, durante los primeros cinco años el matrimonio parecía feliz, la inversión extranjera estimuló la economía del país, se mejoraron las condiciones macroeconómicas y algunos servicios mejoraron significativamente.
Empero, el entorno dio un giro nuevamente, el Estado y su circunstancia se encontraron en un contexto en el que las economías que apostaron con esperanza al modelo neoliberal recibiendo un fuerte golpe. El modelo teórico no solo no logró alcanzar las expectativas planteadas sino que manifestó una mayor desproporción en la distribución de la riqueza. Una vez que la bonanza por el ingreso de capitales extranjeros empezó a declinar, se manifestaron severas anomalías en el modelo: problemas en la prestación de servicios, alzas de precios y tarifas, poca universalización de servicios, menor recaudación fiscal, entre otros.
Este contexto de desorden y conflicto alentó la multiplicación de voces, cada vez más fuertes, que exigían que el Estado dé marcha atrás en la liberalización de servicios y en la privatización de sus empresas estratégicas, en especial las que tenían que ver con los recursos naturales.
Las exigencias de dar marcha atrás se fundan en evidencias incontestables, el modelo no pudo resolver los dramáticos problemas económicos que aquejan despiadadamente a la población, generando además, un nervioso sentido de desamparo en el conciente colectivo por la enajenación de las empresas estatales. Estos elementos sirvieron de caldo de cultivo para el inicio de una cruzada contra el capitalismo, el neoliberalismo, la globalización y todo medio, producto o efecto originado en el proceso de apertura del mercado.
Así las cosas, vox populi vox dei, el pueblo levantado y con vehemencia clamó despiadadamente y sin tregua que se desande el camino que hace escasos años se recorría feliz. Para ello -y para mantenerse en el poder-, el Estado a través de los frágiles gobiernos de turno, inició un proceso de redimensionamiento de sus compromisos, aún sabiendo que jurídica y políticamente es restringida la factibilidad de una modificación unilateral de las reglas acordadas previamente, en especial las que constan en los contratos suscritos por el Estado.
Los elementos que envuelven la relación contractual con el Estado invitan a un análisis y reflexión jurídica, dado que, al ser contratos administrativos (Sánchez, 1999) propios de un régimen jurídico administrativo de vertiente europea continental, están sometidos a un régimen jurídico de privilegios del Estado frente a los privados[3], en virtud del cual, se reconocen ciertas potestades del Estado para hacer primar el interés común sobre los intereses privados. En ese sentido, cualquier modificación de las reglas pactadas entre el Estado y terceros estará sometida al régimen jurídico descrito, el cual no obstante, está limitado por los principios de legalidad, oportunidad, mérito, conveniencia y sobre todo responsabilidad Estatal.
En ese sentido, el proceso de nacionalización de hidrocarburos, revisión de contratos, resolución unilateral de los mismos, expropiaciones y otros que se plantean como inminente política de revisión unilateral de condiciones, podría conmover las instituciones más sensibles del orden legal y por tanto del Estado de Derecho de no obrarse manteniendo escrupulosamente el conjunto de principios legales que establecen los limites al poder del Estado.
Esta situación, además de presentar una complicada trama jurídica, presenta un problema de fondo. El Estado de Derecho se basa en la seguridad jurídica, no como una institución del derecho, sino como un valor en si mismo. Es, bajo el compromiso de garantizar la seguridad jurídica que los Estados abren sus puertas a la inversión. El quebrantarla, no solo afecta la relación de las partes, sino que destruye los fundamentos mismos del Estado de Derecho.
El presente documento tiene la intención de realizar un análisis somero respecto a los efectos de la política de de revisionismo de contratos estatales, tratando de identificar hasta qué punto es viable el cumplimiento de las consignas de nacionalización, nulidad de contratos y resoluciones unilaterales y, en su caso, los costos de ello para el Estado de Derecho.
Los principios liberales que inspiraron la independencia de Bolivia como nación, pese a estar fuertemente presentes en el pensamiento del Libertador Simón Bolivar, así como en la idea misma de la creación de la República, en su esencia básica, no fueron plasmados el modelo político social normado constitucionalmente desde 1826[4]. Instituciones como el pongueaje, consistente en la relación de vasallaje entre los latifundistas y los indios asentados en esos latifundios configuraba un Estado cuasi feudal y no un Estado propiamente liberal.
La Revolución del 9 de abril de 1952 abre paso a un momento fundamental de la historia del país y se convierte en el inicio de un nuevo ciclo estrenado por la abolición de la relación de pongueaje, el reconocimiento del voto universal, la necesaria reforma agraria y la nacionalización de la gran minería del estaño[5].
El nuevo ciclo inaugurado a partir de la revolución de 1952, consolidó un modelo paternalista de capitalismo de Estado, caracterizado por el proteccionismo, los subsidios, el intervencionismo y los gastos descontrolados del Estado[6]. Este modelo planteó el intervencionismo del Estado a todo nivel excluyendo a la iniciativa privada de toda capacidad de desarrollo en los grandes campos de servicios, industria, minería, hidrocarburos y exportaciones.
El resultado fue la consolidación de un Estado excesivamente sobredimensionado, que no solo intervenía en todos los aspectos de la economía sino que adquirió la fisonomía de una maquina hipertrofiada y autodestructiva, con unos niveles de burocracia, ineficiencia, corrupción y sobre gasto muy lejanos a los límites de lo aceptable y sostenible.
Los efectos de ese modelo de capitalismo de Estado afloraron de inmediato: se anuló la iniciativa privada, la sociedad en su conjunto dependía desmedidamente del Estado y el funcionamiento de éste generó un enorme desequilibrio fiscal que, a su vez, produjo una inflación que llegó a ser la más alta de América Latina[7].
La situación económica, política y social resultante de la aplicación de ese modelo constituye una amarga experiencia en la que se generalizó el descontento mientras la economía se hundía: “el PIB, entre 1980 y 1986 –años que de algún modo enmarcan la crisis– experimentó un descenso del 10%, en tanto que la disminución del PIB per cápita fue, naturalmente, mucho mayor, alcanzando al 22%. El sector informal crecía velozmente, llegando a superar el 50% de la ocupación total, y el descenso en los ingresos y la inseguridad en que se vivía modificó los valores mismos de la población. No tenían ya ningún sentido ni el ahorro ni los proyectos a mediano plazo. Se vivía con sobresaltos, sin saber si el sueldo podía alcanzar, sin tener idea de cuanto podían valer las cosas mañana. Una fracción significativa de la población abandonó entonces por completo la legalidad y se pasó a "la informalidad delictiva", en buena parte vinculada al tráfico de drogas”. (Sabino, 1999).
Los índices económicos en las oficinas y las masivas protestas en las calles develaron la inestabilidad del modelo que había llevado al país a una situación límite, en lo económico, en lo político y en lo social.
Momentos difíciles requieren medidas complejas. En 1985, momento en el que el país se encontraba con el corazón en paro, no se admitía más la posibilidad de medidas improvisadas o erráticas, se requerían pasos decididos tendientes no solo a la supervivencia del país sino a la destrucción de los males que habían provocado el desastre económico.
El contexto no podía ser más adverso. El desastre provocado por el modelo económico empujó al Presidente Hernán Siles Suazo a su dimisión en 1985, llamándose a elecciones generales anticipadas de las que, pese a salir vencedor el Gral. Hugo Banzer Suarez, es proclamado Presidente el Dr. Víctor Paz Estensoro[8]. Su presidencia se afrontó con un escenario caótico, además de la hiperinflación que azotaba despiadadamente la vida cotidiana de la gente, el Estado se encontraba en bancarrota técnica: casi sin reservas internacionales, con todos los créditos internacionales congelados, el sistema tributario erosionado y las empresas públicas totalmente fuera de control. Todo ello, por supuesto, acompañado de un escenario social sombrío con cifras intolerables de pobreza, endémico mal del país, que se agudizó al caer el PIB y el ingreso real de los trabajadores.
El Presidente Paz Estensoro debió asumir el desafío con el país abandonado por la comunidad internacional, ningún organismo bilateral o multilateral quería hablar seriamente con el gobierno de Bolivia y sus planes de estabilización eran incluso descartados por el FMI y otros organismos internacionales, el país se enfrentaba a la difícil tarea de salir adelante con sus propios esfuerzos (sabino, 1999).
El 29 de agosto de 1985 –tres semanas después de asumido el poder-, es promulgado el Decreto Supremo No. 21060 que contenía medidas radicales tendientes a modificar todas las áreas importantes de la economía. La iniciativa, conocida como la Nueva Política Económica (NPE), se inició con medidas de shock tendientes al control del gasto público para frenar el agudo déficit fiscal y la contracción de la demanda agregada a fin de controlar el proceso inflacionario, por un lado y a la progresiva liberalización de los mercados de bienes y de trabajo y la supresión de restricciones al comercio exterior.
Las medidas supusieron un radical cambio social, jurídico, institucional y sobretodo mental, el modelo intervencionista basado en el Estado paternalista debía transitar hacia un modelo neoliberal en el que la moneda, los precios internos, los tipos de interés e incluso el mercado laboral se rigen por las leyes del mercado[9].
El país fue sometido a cirugía mayor. Dado que el cuadro clínico presentaba un estado de crisis provocado por razones estructurales y no coyunturales, las medidas se ejecutaron con brusquedad y radicalidad. El costo social de ello fue tremendo, dado que el achicamiento del Estado y la corrección de los desordenes fiscales implicaron medidas de racionalización del gasto público, lo que en un modelo de capitalismo de estado significa dejar sin empleo a muchas familias. Aún queda en la memoria del colectivo boliviano el drama de miles de familias que quedaron sin empleo a raíz de la relocalización de las minas, para muchos el modelo se asimiló a un remedio maligno.
No obstante, desde el punto de vista macroeconómico, los resultados de las medidas, en general, fueron no sólo positivos sino hasta cierto punto espectaculares (sabino, 1999), pese a factores externos severamente adversos como la baja en el precio internacional de hidrocarburos y el valor del estaño, principales productos de exportación[10]. Bolivia logró en un periodo muy breve revertir el proceso inflacionario y sanear sus cuentas fiscales, lo cual le permitido enfrentar su problema de duda pública, iniciándose un nuevo periodo de estabilidad y crecimiento. Un nuevo respiro de esperanza.
El forzoso giro que dio el país en cuanto a su modelo económico, coincidió con un contexto internacional en el que el capitalismo se afinaba decididamente a nivel global. Dicha situación junto al terror del recuerdo de la crisis pasada generó que los sucesivos gobiernos no solo se resignen a la administración de los cambios del modelo sino que sean arquitectos de su profundización.
Debido a que se planteó no solamente el estabilizar la economía, sino extirpar los males originarios de la crisis, las medidas estructurales incidieron en los ámbitos de intervención del Estado que entre otros incidían en el monopolio de los servicios públicos y en la explotación se hidrocarburos. En ese sentido, el achicamiento del Estado, implicó una necesaria transferencia de su capacidad productiva hacia el sector privado.
En 1994 es proclamado Presidente de la República Gonzalo Sánchez de Lozada, quien fuera otrora artífice de los cambios en 1985. Su gobierno, comprometido con el cambio y creyente fundamentalista de los beneficios del modelo, generó algunas de las reformas estructurales más importantes. Para efectos del presente documento, se hará una breve referencia solamente a dos de las medidas más significativas: la privatización de las empresas estatales a través del modelo de capitalización y la creación del sistema de regulación sectorial.
El achicamiento estatal, condición necesaria del modelo, requería que se privaticen las empresas estatales. En Bolivia, la privatización de las empresas estatales se dio en dos órdenes: una sistema de privatización puro y simple, en el que el Estado vendía a inversores privados las empresas públicas, este esquema clásico de privatización se realizó en empresa públicas de menor relevancia; por el otro lado, el gobierno de Sánchez de Lozada procedió a una privatización a través de un mecanismo de capitalización, que consistía en convertir las empresas públicas en sociedades de economía mixta las cuales recibían inversores para un aumento de capital, en virtud del cual resultaran en un inicio socios el Estado y el socio estratégico, siendo que luego, el Estado transfería su participación en dichas sociedades a un fondo fiduciario en beneficio de los bolivianos mayores de 21 años al 31 de diciembre de 1996, transformándose así en una sociedad anónima.
Para los principales sectores de la economía - telecomunicaciones, transportes, electricidad, hidrocarburos- se aplicó el modelo de capitalización en búsqueda de que esos sectores se vean fortalecidos por la inversión requerida en el proceso de capitalización.
La capitalización de empresas estatales implicó, por un lado, que el Estado transfiera el control efectivo de las empresas capitalizadas, y por otro el andamiaje de un nuevo marco legal de los sectores en lo cuales serían actores fundamentales los socios estratégicos que firmarían contratos con el Estado.
Con el fin de evitar efectos adversos por los comportamientos de un mercado imperfecto (el cual es debido principalmente por la intervención Estatal en el economía hasta 1985) , en el país se han estructurado tres sistemas de regulación: el Sistema de Regulación Sectorial (SIRESE), el Sistema de Regulación Financiera (SIREFI)[11] y el Sistema de Regulación de Recursos Renovables (SIRENARE)[12].
El Sistema de Regulación Sectorial (SIRESE), fue creado en 1994 con el objeto de regular a los sectores de transportes, telecomunicaciones, hidrocarburos, electricidad y aguas, conformando sus propias Superintendencias Sectoriales y una Superintendencia General, encargada de atender los Recursos Jerárquicos y de fiscalizar a las sectoriales (Arce, 2003).
La configuración de sistemas de regulación, obedeció a la lógica de un nuevo Estado subsidiario que mantiene las funciones de garante de la eficiencia, calidad, continuidad y universalidad de los servicios públicos, los mismos que si bien bajo el nuevo modelo son prestados por el sector privado, no obstante, se mantiene como potestad Estatal la regulación del sector, la promoción y defensa de la competencia y la protección de los usuarios.
La filosofía de este modelo de sistemas de regulación se basa en la creación de entes independientes que puedan intermediar entre los intereses del sector –los operadores-, los intereses de los usuarios y los del Estado.
Las medidas de shock junto al conjunto de reformas estructurales lograron a corto plazo estabilizar el los signos vitales del país, controlando la inflación y las principales variables macroeconómicas.
La amarga experiencia de los años 80 generó una política casi obsesiva de mantenimiento del equilibrio fiscal que fue transversal a todos los gobiernos posteriores a la promulgación del Decreto Supremo 21060, la inflación desde entonces, se ha mantenido con niveles aceptables -por debajo del 5%-, las reservas internacionales netas, los índices de crecimiento y demás indicadores poblaron los siguientes 20 años las estadísticas con indicadores positivos de crecimiento y estabilidad.
De forma gradual y progresiva, se fue dando fin a un ciclo en el que el Estado era el ordenador, fuente y centro de toda la actividad, el inicio y el fin de la economía. La privatización de las empresas estatales a tiempo de generar un alivio fiscal redundó en un espectacular incremento de la inversión extrajera directa propiciando el aumento del producto interno bruto y estimulando la actividad privada.
El país sintió signos positivos, una bocanada de esperanza y sobretodo un alivio a la angustiosa situación que atravesó, pero aún quedaba pendiente una muy compleja agenda, no se trataba de sanear por sanear, debía atacarse prontamente el flagelo de la pobreza y la exclusión.
En tiempos de tormenta no es común que se planifique con miras a un horizonte muy amplio; no obstante, la decisión tomada en 1985 trascendía el contexto coyuntural, pues obedecía a una nueva lógica que transformaba abismalmente la estructura estatal y sobretodo la forma de pensar desde el Estado y fuera de él.
El conjunto de medidas apostaba a dar paso a un nuevo escenario en el que no se dejaba en manos de la ineficacia del Estado toda la responsabilidad por el crecimiento, la lucha contra la pobreza y la realización de las aspiraciones ciudadanas.
El mundo que se prometía era uno de más riqueza, más abundancia y mejor nivel de vida, los esfuerzos debían enfocarse a la lucha contra la pobreza y la inequidad y paralelamente debía percibirse una mejora de los servicios públicos, los mismos que, regidos por las leyes del mercado debían adecuar su actuar a los requerimientos de consumo de los usuarios.
Pero se necesitaba mucho más que promesas. El país no podía darse el lujo de un proceso inacabado o distorsionado, la liberalización de la economía, la privatización de empresas públicas y el régimen de disciplina fiscal debía conducirse rectamente, en interés del Estado y de forma transparente y cuidadosa.
Lamentablemente los actores pecaron imperdonablemente: el Estado no cuidó con efectiva cautela la sensibilidad de ciertos sectores, se despreocupó por segmentos que no podían dejarse en manos de las leyes del mercado, desdibujó el principio básico de la subsidiaridad del Estado e ignoró el principio que manda “todo el mercado que sea posible y todo el Estado que sea necesario”.
El inversor privado por su parte, buscó la máxima de privilegios y condiciones de ventaja, no dudó en capturar al regulador en cuando pudo y en muchos casos se dedicó a eludir sistemáticamente sus obligaciones contraídas con el Estado.
Los partidos políticos no lo hicieron mejor. En un contexto en el que se diluyó toda identidad programática, el discurso partidista provocó un escenario en el que un segmento defendía, protegía y encubría a ultranza el nuevo modelo y amplificando todo acierto y ocultando todo error; en otro extremo, los actores políticos endemoniaron todo cuanto el proceso había producido, resaltando los aspectos anecdóticos sobre los esenciales.
Ello provocó un ambiente de excesiva mitificación, los dimes y diretes predominaron la escena desplazando de la discusión lo realmente importante, todo ello en un contexto en el que aún quedaba una agenda esencial pendiente, el tiempo pasaba, la esperanza se agotaba y con ello la paciencia estaba llegando a su límite.
Los resultados fueron mucho menores a las expectativas. Mientras los economistas más entusiastas hacían proyecciones sobre la base de avances pasados, otros se lanzaron al ataque del modelo bajo el contraste de indicadores que reflejaban una situación abrumadora.
Joan Prats, director del Instituto Internacional de Gobernabilidad, dice que para el 2003: "La situación social parecía tocar fondo: la Cepal advertía que más del 20 por ciento de los bolivianos padecían de desnutrición crónica; que los ingresos de los bolivianos habían caído en una sexta parte en los últimos cuatro años y muy especialmente en los sectores más pobres, que la desigualdad había aumentado llegando a superar la de Brasil; que el 45,5 por ciento de los bolivianos estaban por debajo de la mitad del ingreso promedio nacional; que un tercio de los bolivianos tenían un ingreso anual promedio inferior a los 200 dólares anuales; que, según datos del INE, desde 1998, la población sin energía eléctrica había aumentado en 800.000 personas, la que no disponía de agua potable había aumentado en más de un millón y que los hogares sin servicio sanitario habían crecido en un 2,4 por ciento..." (Prats Catalá, 2003).
Una empinada curva descendente empezaría a pronunciarse en el ciclo económico y con ello una creciente desazón y profundo sentido de frustración. La crisis mundial que golpeó implacablemente a los cinco continentes en los años noventa se sintió agudamente en el país.
Sin bienestar y con menos dinero en el bolsillo, el sentimiento de haber cometido un nuevo error –lujo del que no se podía disponer- se apoderó del discurso político. Aquellos actores que no habían renovado su discurso desde la primera mitad del siglo XX pudieron adaptar con facilidad su guión contra los demonios del neoliberalismo.
Un país que tiene un grado de pobreza tan grande como Bolivia suele tener una profunda volatibilidad y gran facilidad de movilización. El descontento frente al quebranto de promesas y anteriores augurios de prosperidad dieron una excelente disponibilidad social, tan importante, dirá Álvaro García Linera[13], para lograr que los sectores subalternos impongan a las élites y al Estado cambios trascendentales en la estructura del poder, y por su puesto en el tema de los recursos naturales.
Pero la capacidad de movilización no es producto de un orden espontáneo, sino de una constante tradición de apropiamiento del derecho de regir el destino de la política nacional en manos de las masas populares. Ese mecanismo de protesta, muy aceitado otrora para la reivindicación de intereses de la minería extractiva- se activó luego de que 1997, se produce una serie de descubrimientos de reservas de gas natural que redefinen el escenario energético de la región, situando a Bolivia como una potencia energética, ya que de los 151,9 trillones de pies cúbicos (TCF) que existen en la región, el 36% es boliviano; el 24,2% argentino; el 13,2% venezolano; el 8,5% peruano y el 17,8% de Trinidad y Tobago (Villegas, 2004).
Los recursos naturales, bandera de lucha por excelencia en todos los tiempos, se apoderaron de la escena política. Aquellos que habían obtenido concesiones de explotación palidecieron ante la nueva trinchera de lucha de los movimientos sociales. Dicha cuestión fue adecuadamente percibida por Felipe Gonzáles que escribiría luego de la victoria electoral de Evo Morales que “… los recursos naturales no renovables, su explotación y utilización como una variable estratégica decisiva para el desarrollo socioeconómico sostenible en el tiempo, han sido motivo de disputa en casi todas las épocas. Actualmente la relevancia de los recursos energéticos disponibles ha ocupado el centro de atención de los ciudadanos y de sus representantes… Para Bolivia, cualquier planteamiento de despegue económico y social que acabe con la pobreza ancestral y cree los fundamentos de una economía con crecimiento sostenible, dependerá de un uso inteligente de esos recursos naturales” (Bolivia, Nuevo Horizonte, El país - Opinión -, 13 de enero de 2006).
La frustración generalizada empujó a los actores sociales a enarbolar como bandera de guerra la cruzada de “defensa” por los recursos naturales, como un seguro de legitimidad o cuando menos de simpatía, convirtiéndose en un instrumento que encubría todo tipo de intereses, de los más sublimes a los más perversos.
Un escenario en el que se imprime en el conciente colectivo una sensación de contradicción insuperable en el que contrasta fuertemente una angustiosa sensación de estancamiento con la idea de que el país duerme los sueños del Estado de derecho sobre un colchón de riqueza, propició la construcción de mensajes tan simplones como contundentemente claros, basados en las siguientes premisas:
§ Bolivia tiene una inmensa riqueza natural, la cual es suficiente para solucionar –pos si sola- el problema de pobreza del país.
§ Esa riqueza que pertenece a los bolivianos –especialmente a los indígenas- ha sido entregado a las trasnacionales a cambio de nada.
§ Los bolivianos han sido saqueados en su riqueza por lo que no revertir la situación es equivalente a confirmar la estupidez que las transnacionales le atribuyen al pueblo.
Bajo esas premisas, rápidamente se colocó a toda empresa explotadora de recursos naturales como enemigo innato. El trámite de satanización del proceso de liberalización y privatización fue asumida al unísono por los sectores sociales y de forma gradual por los políticos.
La lucha de los movimientos sociales, se enfocó con exacerbada fuerza en la exigencia de que el Estado boliviano tome el control de la enorme riqueza gasífera, desatando una pavorosa ruta de descontrol cada vez más exacerbada.
El 15 de septiembre de 2003 se inician violentos bloqueos de caminos desencadenando una virulenta reacción en cadena que desenlaza en 17 de octubre con la dimisión forzada del entonces presidente Gonzalo Sánchez de Lozada.
Carlos Mesa asume el poder por sucesión constitucional, pero no lo hace libre de profundos conflictos, por lo que se auto impone una “agenda” que se centraba en la convocatoria de un referendo vinculante para definir la política energética del país.
El 18 de julio de 2004 se llevó adelante un referéndum en el que más del 70% de bolivianos se pronunciaron a favor de una política energética propuesta por el gobierno de Carlos Mesa, no obstante, el incontrolable parlamento escamoteó la voluntad popular expresada en el referéndum y aprobaron una Ley de Hidrocarburos inconsistente que no logró satisfacer mínimamente a ningún sector, acrecentando el descontento.
Esta situación generó una inmediata reacción de los movimientos sociales radicalizaron sus medidas de presión hasta forzar finalmente la renuncia del presidente Carlos Mesa.
Dos caídos y un país sangrante. El occidente del país dispuesto a defender sus planteamientos románticos de control absoluto del destino de los recursos naturales, aún a costa de no explotarlos, mientras que el oriente del país –región en la que se encuentran físicamente los yacimientos- clamaba por un poco de normalidad y razón, contemplando impávidos como se diluyeron sus expectativas de desarrollo gracias a la explotación de los recursos naturales que abrigan sus tierras.
3.-
El programa mesiánico
El
abrupto desencantamiento de la ciudadanía respecto a todo aquello vinculado a
las instituciones democráticas, calzó muy bien con las reivindicaciones
hidrocarburíferas que se vociferaban en las calles y que poco a poco fueron
transitando de la locura irracional al programa político de los principales
partidos en competición.
Lo que
en un inicio parecía una insensatez carente de todo sentido, poco a poco fue
cobrando legitimidad popular, demostrando que en política no existen
imposibles, pues las cosas pueden mutar de la noche a la mañana, la distancia
de una broma pueril a una propuesta esencial en política no es tan amplia.
Las
primeras posiciones sobre nacionalización de los hidrocarburos no eran del
todo serias, pues planteaban una situación parecida a la que se dio en la
revolución de 1952 cuando el gobierno nacionalizó las minas (con toda la
industria minera privada) que se encontraba en manos de tres “barones” de la
minería boliviana, proceso en el que se operó una confiscación que en los
hechos resultó ser más una expropiación cuya indemnización mantuvo contentos a
las partes en conflicto.
La
nacionalización de la minería que se dio en 1952 es difícilmente reproducible
para los hidrocarburos, principalmente por que el Estado no tiene la
capacidad de explotar adecuadamente ese sector energético, ni el suficiente
capital para indemnizar a las empresas petroleras.
En ese
sentido, hablar de nacionalización de los hidrocarburos pude significar muchas
cosas o puede significar nada. La adecuación de los programas electorales a la
resonante voz del descontento, se tradujo en que las propuestas giren entorno
a la nacionalización, común en su denominación para cada oferta, pero con
alcances distintos.
Para
unos, la nacionalización de los hidrocarburos significa recuperar la propiedad
de los hidrocarburos en boca de pozo[14],
esto significa que Estado recupera el dominio sobre el recurso en la
superficie decidiendo a quién, cuándo y en qué momento se hace la
comercialización y garantizando la decisión en torno a los precios internos y
las subvenciones no permitiendo que opere de forma automática su transferencia
a las empresas petroleras.
Para
otros, además de la recuperación de la propiedad en boca depozo, la
nacionalización implica una nacionalización de los beneficios, esto es, el
establecimiento de mecanismos que garanticen que los beneficios de la
explotación de hidrocarburos se queden en el país.
Y por
último, la versión de los sectores más radicales plantea una expropiación de
las empresas petroleras, siendo el Estado a través de Yacimientos Petrolíferos
Fiscales Bolivianos quién explotaría el recurso directamente, sin intervención
de la iniciativa privada.
Independientemente del alcance y contendido de cada interpretación de
nacionalización, lo cierto es que en todo caso se plantea un modificación
unilateral de condiciones previamente pactadas entre el Estado y los
inversores, cuestión que conmueve de forma crítica los fundamentos de la
relación jurídica preexistente entre los inversores y el Estado.
4.-
Evo Morales y la pendulación de su propuesta.
Evo
Morales en su campaña electoral vociferó su intención de nacionalizar los
hidrocarburos y revisar toda relación que tenga que ver con recursos
naturales. No obstante, a la hora de precisar lo que significaba su visión de
nacionalización predominaba la oscuridad y la imprecisión.
El proceso de moderación discursiva en la etapa electoral y de posesión, aparentó visos de racionalidad y prudencia, lo que dio a pensar que sus medidas serían profundas pero no arbitrarias[15].
Finalmente, luego de una tensa calma en la que se espectaba la materialización del discurso, el primero de mayo de 2006, con un despliegue de espectáculo y dramatismo, es dictado el Decreto Supremo No. 28701 de nacionalización de los hidrocarburos.
La medida de nacionalización dictada por el gobierno de Evo Morales, es sin duda la antítesis del planteamiento neoliberal dominante en el escenario actual y plantea un brutal cambio en la relación de inversores – Estado. Entre sus medidas se plantean confiscaciones de utilidades -32% de confiscación-, nacionalización de empresas -no queda claro bajo que figura, si se trata expropiación o qué-, auditoria de inversiones y toma del control absoluto de toda la cadena productiva de hidrocarburos.
El planteamiento nacionalizador, es sin duda político más que técnico, económico o jurídico. La torpeza con la que se modifican las relaciones entre el Estado y las empresas involucradas y la brutal unilateralidad prepotente con la que se tomaron los campos con intervención del ejército, dan una sombría reminiscencia de las épocas en las que el Estado se creía superior a todo, capaz de todo y auto-justificado en nombre del bien común.
Después de años en el debate sobre la posibilidad o imposibilidad de la nacionalización, hoy no cabe duda que la nacionalización es un hecho, por encima cualquier criterio y superando las barreras técnicas, económicas y legales que hace no mucho la razón imponía.
El tránsito hacia el imposible imaginario a la realidad justificable y asumible constituye lo más fascinante de todo. La ampliación de lo posible parece no tener límites y todos aquellos que se indignaban por las pretensiones de nacionalización, hoy son tránsfugas intelectuales que pródigamente justifican la viabilidad de esta recomposición relacional.
Los discursos de ruptura unilateral de condiciones y la nacionalización de los hidrocarburos, tiene un contenido eminentemente político. El ámbito en el que se debate obedece a una lógica en la que lo técnico, lo económico, lo jurídico y lo moral se subordina a un plano superior donde todo es posible retóricamente.
Bajo esa lógica, el Estado como todo hacedor en su máxima potencia de lo político, se inserta por encima de las limitaciones, de las consecuencias y de las “molestas formalidades” legales, no reconoce límites, ni constitucionales ni infra constitucionales, el poder está por encima de todo orden.
El razonamiento de ese planteamiento se basa en una simple lógica: aprecia que el poder crea el derecho y por tanto está por encima del él. Tan es así, que la idea de la legalidad es meramente formal, las medias son tomadas de hecho y luego el derecho les dará una forma menos escandalosa.
Esta visión se contrapone al concepto de que el poder político está sometido al derecho, en el que el poder no es un poder absoluto, ni arbitrario, donde el principio del Estado de derecho presupone un acotamiento estricto de la acción estatal, siempre reglado y limitado, no por la capacidad de su fuerza, sino por la legalidad de sus actos.
Los conceptos de limitación del poder y del Estado de derecho no son productos espontáneos de la lucidez humana sino un producto revolucionario, que logra sentar la idea de que el poder está sometido al derecho. El concepto de que los gobernantes están sometidos en su accionar a los límites que determina el derecho, la ley, o sea aquello que los tratadistas llaman “círculo jurídico”, representa el avance más importante en el desarrollo de la sociedad moderna (Astarola: 1999).
Un escenario de interrelación de fuerzas en la que predomina el derecho del más fuerte o del más violento, no requiere del derecho El derecho, como un paradigma organizativo presenta un sistema de reglas que permiten la relación pacífica de hombres en sociedad, lo cual, implica el respeto de estas reglas, sobretodo para el más fuerte, de lo contrario el derecho se convierte en nada.
El Estado al ser el más fuerte -por el dominio exclusivo de la violencia física- es el que mayor escrúpulo debe guardar sobre estas reglas, el permitir d que la maquina de fuerza se desborde por encima de la legalidad, es equivalente a permitir que los leones salgan de la jaula.
Pese a que la historia enseñó, con amargas experiencias, que el desbordamiento del poder es lesivo para el individuo y por ende para la sociedad, no obstante, la siempre latente tentación de los detentadores del poder configuró una lógica sistémica en el que jurídicamente se admite la potestad estatal frente a los administrados –los ciudadanos- y un régimen de exorbitancias, que en todo caso se encuentran gobernadas por el derecho.
Con la finalidad de desnudar el impacto jurídico de las medidas nacionalizadoras, se revisarán los fundamentos de las potestades estatales del régimen de exorbitancias para identificar el grado de admisibilidad jurídica -desde un punto de vista genérico- del planteamiento nacionalizador.
La síntesis de la existencia de una finalidad encomendada al Estado, genera en sí la idea de capacidad para realizarlo, de allí que se desarrolla y fundamenta la concepción de potestad estatal, la cual se contrapone y genera la necesidad de un equilibrio entre los principios de legalidad, responsabilidad y los límites del poder del Estado con respecto a su potestad, formulándose una ecuación difícil de configurar.
En las palabras de Ignacio Astarloa, “…A través de la idea de “potestad” estamos diciendo que el Poder no puede actuar siempre que quiere actuar con libertad máxima donde y cuando quiere, estamos diciendo que el Poder está sometido a las restricciones que imponen las técnicas jurídicas que han sido articuladas para someterlo al derecho, de modo que solo puede actuar ahí donde la Ley le permite actuar, ahí donde la Ley le concede potestades jurídicas” (Astarloa, 1999
)[16].
La existencia del derecho público como categoría histórica, determinó, en el área de Europa Continental, la configuración de un régimen administrativo con características peculiares, cuyo contenido supone la admisión de una supremacía de la administración frente a los ciudadanos.
El contenido de ese derecho público administrativo propio de Europa Continental, generó el denominado régimen exorbitante, restringido por la doctrina clásica a la prerrogativa del poder público, el cual incluye, no solo las potestades que reflejan el imperium estatal, sino aquellos otros poderes que configuran las garantías que el derecho público consagra a los particulares. Y esa ecuación o equilibrio entre las prerrogativas de la Administración y las garantías de los administrados es la base fundamental de la armonía y justicia del sistema administrativo europeo continental.
Cassagne hace referencia a que la idea sobre el régimen exorbitante, propio del derecho público históricamente conectada con la concepción continental del régimen administratif elaborada por la doctrina francesa, resulta opuesta a la imperante en un tiempo en los países anglosajones donde los Estados carecen, en principio, de prerrogativas de poder público aunque, en la práctica, el sistema penal de sanciones por incumplimiento de las decisiones legítimas de los órganos administrativos actúa como un sucedáneo de los poderes que la Administración posee en los países de Europa continental[17]. (Cassagne, 1996).
Independientemente de su fuente, el contenido del régimen exorbitante, incluye no solo las potestades que reflejan el imperium estatal, sino aquellos otros poderes que configuran las garantías que el derecho público consagra a los particulares, donde existe una ecuación o equilibrio entre las prerrogativas de la Administración y las garantías de los administrados, siendo esto la base fundamental de la armonía y justicia del sistema administrativo.
En tal sentido, como el bien común -interés colectivo- constituye el fin del Estado, el régimen exorbitante solo se concibe al servicio de ese fin de bien común, a través del cual se alcanza el bien individual.
Cassagne en concordancia con Marienhoff, coinciden en que en tanto la figura de la prerrogativa se fundamentan en los requerimientos del bien común, porqué las exigencias de la comunidad (justicia legal o general) se basan en el servicio para satisfacer en forma directa el bien de cada uno de los componentes, la presencia de las garantías tiende a asegurar la realización del bien común mediante el reconocimiento de la posición que los individuos tienen en el seno de la comunidad . (Cassagne 1996)
En resumen, desde el punto de vista jurídico, el régimen exorbitante como una consecuencia de la atribución legal de potestades estatales se basa en un reconocimiento del poder fáctico del Estado, otorgado por los individuos para el cumplimento de fines de interés general. No obstante, ello está limitado por estrictas garantizas jurídicas que buscan evitar lesiones en los administrados por un abuso de poder de la actividad estatal.
En otras palabras, el accionar del imperium del Estado no puede ser discrecional e ilimitado, el cumplimiento del derecho y de los acuerdos previamente constituidos obliga al Estado el evitar hasta el máximo la afección de los particulares o en su caso la compensación si esta es inevitable.
La afectación de los particulares y el quebrantamiento de la seguridad jurídica, constituye un atentado de lesa sociedad de máxima intensidad. El descontrol del poder es siempre corrosivo, sin importar las intenciones que se tengan, termina atentando contra el bien común, aún cuando se ejercita de buena fe y en nombre de éste.
Destruir los fundamentos del Estado de derecho, además de quebrantar valores sociales esenciales implica una agresión peligrosa contra los particulares. Ello no implica que el Estado no pueda asumir la responsabilidad de ejercer su poder y autoridad, pero siempre dentro de una marco de legalidad, respetando el derecho de las personas y reconociendo sus obligaciones previas. Dañar los fundamentos del derecho es violentar la esencia de la sociedad, más allá de conveniencias de estabilidad y previsibilidad para inversiones o cualquier tecnicismo jurídico.
Pese a la torpeza con la que se plantea la medida de nacionalización de hidrocarburos, en los hechos presenta un trasfondo legal complejo. La batalla en lo fáctico se ha anunciado y en lo jurídico será inminente, pero con mucha dificultad para ambas partes, dado que, tras bambalinas subyace una debilidad legal de fondo que juega en contra de aquellos que reivindican la seguridad jurídica.
Bolivia es un país que sufre de lujuria constituyente. Un país con 181 años de existencia, se ha re-fundado más de una docena de veces. La constitución en actual vigencia se dicta en 1967 y se modifica en 1995 y en el 2003 pero manteniendo la filosofía de la Constitución de1938 cuyo régimen económico y financiero, determina la preeminencia del Estado frente al sector privado, estableciendo la implantación de la planificación de la economía bajo conceptos dirigistas en línea vertical de arriba hacia abajo y disponiendo la regulación del comercio y la industria
En ese sentido, el escenario constitucional presenta una severa discordancia ente los preceptos constitucionales del régimen económico y financiero y el modelo económico y social implantado en Bolivia a partir de 1985.
Consecuentemente, en estricto análisis jurídico, diversas normas que permiten el funcionamiento del modelo de economía de mercado, resultan inconstitucionales. La realidad del modelo y su aplicación, se debieron a la voluntad política de los principales partidos que sostenían el proceso democrático, a partir de la década de los años ochenta, pero sin un marco constitucional acorde con la nueva realidad.
Es por ello, que muchos mecanismos propios del modelo neoliberal, entre ellos la privatización de Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB), la perdida de propiedad de hidrocarburos en boca de pozo, monopolio privado en ciertos sectores, etc, son incompatibles con los preceptos constitucionales.
En consecuencia, la postura revisionista y nacionalizadora tiene, además de su naturaleza política, un poderoso fundamento jurídico constitucional que pretende dar forma de legalidad a una decisión política que en esencia no guarda mucha inquietud por dicha legalidad.
La falta de respeto constitucional de los gobiernos anteriores repercute en contra del modelo, dado que, al no haber habilitación constitucional para las medidas neoliberales, su retrotracción estaría amparada constitucionalmente, auque en los hechos pueda significar un abuso de poder.
La punta de lanza en del fundamento jurídico que plantea la política de la ruptura, se basa en el hecho de que los contratos suscritos entre el Estado y las empresas petroleras no fueron ratificados por el Congreso tal cual manda el artículo 59 numeral 5to de la Constitución boliviana[18], lo cual, según voto disidente del Tribunal Constitucional –Sentencia Constitucional No. 114/2003[19]-, presentaría una vulneración directa al orden jurídico constitucional.
Independientemente de los leguleyos y dimes y diretes legales, lo cierto es que se detectó un error grave en la forma que otorga el pretexto perfecto al gobierno para aplicar la política del torniquete.
Ahora bien, la cuestión jurídica estriba en el hecho de que el responsable de la aprobación congresal era el propio Estado, si bien su negligencia afectaría la relación contractual, no obstante la afección de la relación jurídica en desmedro de los inversores, es equivalente a ampararse en la propia torpeza en beneficio propio.
Dicha situación entra dentro de la teoría de los actos propios, según la cual, se establece el principio jurídico que manda que nadie puede alegar su propia torpeza en beneficio propio - Nemo auditur turpitudinem allegans-, dado que el derecho ampara las situaciones de injusticia reconociendo siempre la no lesión del principio de buena fe.
La doctrina del acto propio busca la protección de la estabilidad en una relación derecho, en virtud de la cual, las partes se someten a lo libremente acordado y se comprometen a su estricto cumplimiento, no pudiendo una parte alegar en su beneficio el haber actuado con negligencia.
En el caso de narras, suponiendo que se hubiera incumplido el orden constitucional por la no aprobación individual y expresa por parte del Poder Legislativo de los contratos de exploración y explotación de hidrocarburos, lo cierto es que dicha tarea correspondía, en todo caso, al gobierno boliviano, es decir al Estado. No importa que se trate de un nuevo gobierno, sigue siendo el mismo Estado, el que en todo caso no había cumplido sus deberes y el que no podría alegar dicha situación causada por omisión propia lesión a sus intereses.
Bolivia se encuentra en una oscilación circular. Sale de una crisis espantosa donde la hipertrofia del Estado casi acaba consigo mismo, pero ese proceso de transición -inacabado e imperfecto- hoy se encuentra en pleno proceso de desmontaje y retrotracción acelerado, al no haber podido soportar la presión del clamor de las voces necesitadas, impacientes y abrumadas.
La amarga experiencia del partenalismo Estatal, de la anulación de la iniciativa privada y de la asfixia fiscal que gobernó los últimos días del capitalismo de Estado, no fue suficiente para imprimir en la memoria de corto plazo de los bolivianos las lecciones de lo que no se debe hacer ni repetir.
Pero no es únicamente el retorno a una receta ya probada y desdichadamente fallida la que plantea el problema, es el camino sin vueltas ni contemplaciones hacia ese retorno el que en extremo puede conmover los cimientos esenciales del pacto social, siendo que las medidas de nacionalización dictadas por el gobierno de Evo Morales, además de ser la antítesis del fallido intento neoliberal, es una radical reivindicación del poder estatal por encima de todo orden y compromiso.
El intento nacionalizador del reciente gobierno boliviano se inspira en una legítima intención de romper el círculo vicioso de la pobreza. Su postulado esencial es superar las odiosas barreras que impiden el desarrollo de un país que merece un mayor bienestar y un futuro de prosperidad. Empero, los medios planteados no solo son probadamente ineficaces para lograr los fines en que se inspira sino que además son profundamente lesivos.
Un Estado sin control del poder es un Estado abusivo. La oscilación del cambio que se plantea en el país, presenta un tránsito de la inacción estatal a la sobrepresencia ultrapoderosa de éste, siendo, a nuestro entender, ambos extremos inadmisibles.
Por ello, la preocupación que se plantea es doble: por un lado el retorno a un modelo anacrónico y reiteradamente negativo y por el otro, la terrible afección que se puede causar a los fundamentos esenciales del Estado de derecho mediante el sobrepoder del Estado que se atribuye para sí el derecho de afectar a todos aquellos que se encuentren bajo su potestad, sin distinciones ni miramientos.
Se vislumbra una cuidadosa estrategia de avasallamiento sistemático, la nueva política podría ponerse a la caza de formalismos e incumplimientos legales, muchos de los cuales pese a ser atribuibles al propio Estado serán igualmente esgrimidos para reclamar la modificación de las reglas de juego y el repliegue, en favor del Estado, de aquellos operadores que operan en el sector de hidrocarburos.
La contienda sobrepasará los límites territoriales del país, el alineamiento de Bolivia-Venezuela se contrapondrá a la unificada presión de los afectados –Argentina, Brasil y España- bajo la contemplación de aquellos que indirectamente podrían tener “vela en este entierro” –Estados Unidos, Perú, Chile, México-. El aparente apoyo de Venezuela no sobrepasará de un apoyo meramente moral, no obstante, por dependencia energética de Argentina y Brasil –que acrecienta con la llegada del invierno- los primeros rounds podrían ser para Evo Morales.
Pero la imposición de la política del gobierno boliviano no necesariamente significa un beneficio para Bolivia. En el corto plazo, cualquier modificación –por las buenas o no- en favor del Estado significa crédito, empero, en el largo plazo puede significar un desastre de proporciones superlativas.
El negocio hidrocarburífero es un negocio que requiere sinergia. Bolivia requiere de iniciativa privada para la exploración, explotación, transformación, industrialización, transporte y comercialización -por razones técnicas y económicas-, asimismo requiere mercados. En cada caso debe entablar una relación de equilibrio y mutuo beneficio, pero por encima de todo de absoluta confianza. Las señales que se está dando quedarán impresas en los registros históricos, motivando que el país sea apartado de la lista de países serios, respetuosos y responsables.
El actual gobierno de Bolivia debe darse cuenta que sus medidas no solo demuestran una profunda adversidad por las leyes del mercado, sino que también evidencian un absoluto desconocimiento sobre éste. Se quiera o no, Bolivia no es capaz de dominar el mundo solo con sus reservas de gas y pese a ser un potencial eje energético, no es el único ni el más aventajado en la competencia, en ese sentido, sus pasos no deben descuidar la repercusión global de sus actos. Adoptar posturas que lo alejan de la competitividad es hacerse un flaco favor.
En todo caso, esperemos que la cordura se imponga a la escalada irracional del compromiso. Las legítimas aspiraciones de Bolivia merecen una salida efectiva y viable que permita el despegue de ese magnífico país.
Bibliografía
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[1] Francis Fukuyama en 1989 escribió un artículo llamado "El fin de la historia", que luego dio origen al libro "El fin de la historia y el último hombre", el cual dibuja un escenario –muy criticado, por cierto- en el que la historia vista como la lucha de ideologías había llegado a su fin, siendo que la sociedad post-histórica no vería sino el tránsito inevitable hacia el alineamiento al capitalismo liberal.
[2] En 1985 el Presidente de la República Dr. Víctor Paz Estensoro anunciaba al país de forma dramática que “el país de muere”, expresión que dibuja de forma la extrema gravedad de la situación económica y la aguda crisis social que se vivía el país en esa época.
[3] Este régimen de privilegios se denomina en el derecho administrativo régimen de exorbitancia estatal.
[4] Si bien, la constitución de la República de Bolivia –anteriormente llamada República de Bolivar- se realiza el 6 de agosto de 1825, no obstante, la primera constitución del país es sancionada en 1826.
[5] La revolución "movimientista" –como se conoce la revolución de 1952-, según Carlos Sabino puede ubicarse, dentro de los lineamientos generales que definen el populismo latinoamericano, aunque con una intensidad pocas veces vista en la región. Su contenido era francamente antioligárquico, opuesto a la concentración del poder económico y político que un sector muy reducido del país había logrado apoyándose sobre las Fuerzas Armadas. Contaba con el concurso del sindicalismo organizado y de su líder, Juan Lechín, quien se convertiría, en un personaje casi legendario de la política boliviana. (Sabino, 1999)
[6] Una descripción muy precisa –aunque concisa- sobre los caracteres y efectos del modelo de capitalismo de Estado implantando en el gobierno de Victor Paz Estensoro es desarrollada por Carlos Sabino es su obra titulada “El fracaso del Intervencionismo: Apertura y Libre Mercado En América Latina” Ed. Panapo, Caracas-Venezuela, 1999.
[7] El déficit Fiscal giraba entorno al 20% del PIB y se llegó a una inflación acumulada del orden de 1,177.2%, ¡una cifra inconcebible!
[8] Los mecanismos constitucionales para la elección presidencial en Bolivia vigentes hasta 1996 establecían que si ninguna de las candidaturas a Presidente de la República lograba mayoría absoluta, el Congreso elegiría al presidente entre las tres candidaturas más votadas. En virtud de dicho mecanismo es proclamado Presidente de la República el Dr. Victor Paz Estensoro.
[9] Las medidas significaron el establecimiento de un tipo de cambio flotante, la eliminación de controles de precios internos, una baja de aranceles, la libre determinación de las tasas de interés, la supresión de las restricciones al flujo de capital, la eliminación de subsidios y la flexibilidad y desregulación del mercado laboral, todo ello combinado con medidas de liberalización de los mercados.
[10] Si en 1984 las ventas de estaño habían representado un total de 554 millones de dólares, en 1986, en pleno desarrollo de las reformas, este valor se situó apenas en 252 millones, descendiendo aún a 220 millones en el año siguiente
[11] En el área de los recursos naturales renovables, con el objeto de precautelar la sostenibilidad en su uso, así como de la biodiversidad y el medio ambiente, se crea el Sistema de Recursos Naturales Renovables (SIRENARE), que cuenta con las Superintendencias Sectoriales Agraria y Forestal y una Superintendencia General.
[12] El Sistema de Regulación Financiera (SIREFI), se crea en 1996, con el objeto de controlar, regular y supervisar las actividades, personas y entidades relacionadas con el seguro social obligatorio de largo plazo, bancos y entidades financieras, entidades aseguradoras y reaseguradoras y del mercado de valores en al ámbito de su competencia, integrado por la Superintendencia General, la Superintendencia de Pensiones, la Superintendencia de Bancos y Entidades Financieras y la Superintendencia de Seguros y Reaseguros y la Superintendencia de Valores.
[13] La trayectoria de Álvaro García Linera es tan compleja como dilatada. Actualmente Vicepresidente de la República, luego de haber compadecido en la Cárcel por su vinculación al Movimiento Guerrillero Tupaj Katari, se convirtió en uno de los intelectuales más populares sobre temas de indigenismo y movimientos sociales y revolucionarios, hoy en día se debate entre la abstracción de sus teorías y la real politic, presentando hasta el momento cierta moderación de su discurso.
[14] El artículo 139 de la Constitución Política del Estado dispone que los yacimientos de hidrocarburos, cualquiera que sea el estado en que se encuentren o la forma en que se presenten, son del dominio directo, inalienable e imprescriptible del Estado. Ninguna concesión o contrato podrá conferir la propiedad de los yacimientos de hidrocarburos. De la interpretación de esta norma recolige que una extraído el hidrocarburo este pasa a dominio del
[15] Los portavoces oficiales del Gobierno sostenían con timidez que la nacionalización implica la recuperación del control efectivo y real de los hidrocarburos en boca pozo; el control de los procesos de distribución y comercialización; y tener el mayor porcentaje de las acciones en las petroleras, así como medidas para la industrialización del gas natural; una campaña agresiva de distribución masiva de gas natural a la población, el castigo a las empresas petroleras que no cumplieron con el Estado boliviano y, finalmente, garantizar la seguridad jurídica a las inversiones extranjeras (Los Tiempos, 7 de abril de 2006).
[16] Ignacio Astarloa Hurte-Mendicoa. “Aportes del Derecho Administrativo al Estado de Derecho” .Seminario Derecho Administrativo y Sistemas de Regulación. La Paz, Junio 1999
[17] Para Cassagne, hoy en día, resulta difícil una posición rígida sobre si el régimen exorbitante es o no característico del sistema romanista o anglosajón.
[18] El artículo 59 de la Constitución Política del Estado establece las atribuciones del Poder Legislativo entre las cuales indica en su numeral 5to, la atribución de “autorizar y aprobar la contratación de empréstitos que comprometan las rentas generales del Estado, así como los contratos relativos a la explotación de las riquezas nacionales“
[19]
La Sentencia Constitucional No. 114/2003 de
5 de diciembre de 2003, resuelve el recurso directo o abstracto de
inconstitucionalidad contra el Decreto Supremo No. 24806 de 4 de agosto de
1997, que aprueba los modelos de contrato de riesgo compartido para áreas de
exploración y explotación de hidrocarburos por licitación pública. Dicha
sentencia declara la constitucionalidad de la norma impugnada, no obstante,
mediante voto disidente, un Magistrado fundamentó la inconstitucionalidad de
la norma impugnada y cuestionaba la validez legal de dichos contratos de
riesgo compartido.