Revista académica de economía
con
el Número Internacional Normalizado de
Publicaciones Seriadas ISSN
1696-8352
APROXIMACIONES A UN ESTUDIO DE LA RECEPCIÓN DE FOUCAULT EN ARGENTINA
Adrián López
edadrianlopez@yahoo.com
Resulta ya casi una costumbre que las reuniones científicas (Congresos, Jornadas, etc.) acerca del pensamiento de Paul-Michel Foucault se lleven a cabo con cierta insistencia en Brasil y Argentina. En el mundo de hoy, ni siquiera sus compañeros de aventura intelectual, Gilles Deleuze y Pierre-Felix Guattari, tuvieron esa acogida póstuma. Y es que la “incondicionalidad” que parece haber causado Foucault, según Liria (1992), en los más diversos campos (Historia, Marxismo, Psicoanálisis, Estructuralismo) acaso sea el motivo que empuja a adeptos o no a reflexionar en torno a su firma. Ni siquiera Jackie Eliahou Derrida (1989 b), ni Jean Baudrillard (1993), ni Jürgen Habermas (1984 a) fueron indiferentes a las sacudidas que provocaron sus investigaciones.
Ahora bien, entre los comentadores y seguidores argentinos, algunos de los más representativos son Esther Díaz y Tomás Abraham; de sus críticos, nos referiremos a Enrique Eduardo Marí, tematizando sus obras, en especial La problemática del castigo (1983).
Para citar este artículo puede utilizar
el siguiente formato:
Adrián López: "Aproximaciones a un estudio de la recepción
de Foucault en Argentina" en Observatorio de la Economía Latinoamericana Nº
81 junio 2007. Accesible a
texto completo en http://www.eumed.net/cursecon/ecolat/ar/
Marí es un intelectual de variadas inclinaciones, dado que escribió estudios que van desde la epistemología, hasta las conexiones entre Derecho y Psicoanálisis (1994 a), pasando por los intercambios entre Derecho y Literatura (1988). No obstante, podría ser caracterizado como un marxista althuseriano, lo que es dable constatar en su tesis de Licenciatura (1974) y en el artículo “Racionalidad e imaginario social en el discurso del orden” (1994 b: 59/77).
En efecto, luego de llevar a cabo una pormenorizada exposición de las diferentes corrientes epistemológicas contemporáneas, en especial, del positivismo y neopositivismo, sugiere que todas ellas son entendibles con categorías althuserianas y por una deficiencia en la concepción del objeto de conocimiento. Según Marí, la epistemología materialista que aflora en la consabida Introducción del ‘57 (Marx 1971: 5-33) demuestra que hay que distinguir entre el objeto real y el que el científico construye:
“… Esa diferencia manifiesta un objeto real siempre distinto e independiente del … teórico” (1974: 162). A su vez, las matizaciones entre método de exposición y método de investigación, y entre el orden de lo histórico y la secuencia lógica de pensamiento de las nociones, permiten sostener que
“… mientras el proceso de producción del objeto ocurre … en lo real y se efectúa según un orden de génesis … (por ejemplo, el de las génesis históricas) el proceso de producción del objeto de conocimiento ocurre … según otro orden …” (1974: 164).
Lo que Marx sostiene es que nada se asemeja menos a una reflexión autocontrolada que la simple comprobación de un dato observacional “puro”. Hay en el empirismo y positivismo la suposición de que la abstracción es capaz de dar con la “esencia” de las cosas inmediatamente, sin percatarse que el “concreto espiritual”(1) es una reconstrucción de las articulaciones y jerarquizaciones de lo real, pero que no obstante, a la vista del analítico se presentan en “amalgama”. El todo social está intervinculado ricamente; no es una mera unión entre base y superestructura(2). Por ende, la abstracción debe procurar ser tan compleja como su objeto.
Marí también discute las distinciones clásicas de “contexto de descubrimiento”, “contexto de justificación” y “contexto de aplicación”, sugeridas por Popper y otros. Como es sabido, las hipótesis integradas en estructuras narrativas con propiedades lógicas que permiten advertir nexos entre los acontecimientos, integran el primer marco.
El que sigue, está destinado a satisfacer la pregunta de cómo asegurar que una teoría describe con tino la realidad. Aquí, cabe sostener que se entiende a la ciencia no como un plexo de verdades, sino a modo de un cuerpo de hipótesis que, a lo sumo, fueron comprobadas dentro de límites razonables de contrastación. Pero nunca se debe querer agotar las comprobaciones, en virtud de que las situaciones empíricas son infinitas, ni dar por irrefutables los enunciados. Antes bien, una sentencia es verdadera de manera provisoria, mientras es pasible de ser puesta en duda y en la proporción en que se conserve corroborada.
Sin embargo, para eludir el hecho de que en la “selección” de sucesos sea creada una “verificación” forzada y arbitraria, puesto que no es dable agotar todos los casos posibles, apelamos a la predicción. En Marí, ello significa que el criterio de verdad es propio del contexto que justifica la teoría (1974: 188). Una vez que se buscan los sucesos que apuntaban los enunciados, pasamos al contexto en el que aquellos son aplicados: las hipótesis se vuelven útiles como orientadoras.
Remitiendo a Althusser(3) (1993: 16) y a Bachelard(4), expresa su desacuerdo relacionado con que la ciencia y su praxis parezca un proceso judicial en el que cada etapa se cumple a la espera de un veredicto, que es generado en el contexto de los resultados técnicos. Por lo demás, la práctica teórica trabaja los conceptos, haciendo variar su extensión e intensidad, generalizándolo y exportándolo fuera de su región de origen. Pero en ese trabajo, la práctica aludida no suscita proposiciones cuya verdad debe constatarse fuera de la lógica de la praxis misma. Althusser, comenta Marí, opina que el criterio de verdad de los conocimientos inducidos por el pensamiento de Marx está en su práctica teórica. Igual ocurre con la matemática: la validez de los teoremas depende de las formas requeridas para la cientificidad matemática (1974: 194/195).
Bachelard, con su idea de “corte epistemológico”, ayuda a reforzar lo anterior al ser viable decir que el proceso constructivo de la ciencia (que incluye el sesgo mencionado), con su labor de autocorrección, avala la calidad de lo obtenido, sin tener que someterlo a justificaciones posteriores ni a aplicaciones técnico-experimentales.
En síntesis, la práctica teórica opera sobre sí reestructurando la Generalidad I, a la que interpela, apoyándose en la lógica formal y en la dialéctica(5) (Generalidad II), y señalando la ruptura epistemológica a partir de la que no hay retorno y a través de la que se denuncia la ideología inicial, a fin de gestar una Generalidad III.
II. UTILITARISMO Y RETRIBUCIONISMO
En textos posteriores a su tesis de Licenciatura en Filosofía, el epistemólogo no da indicios de haber alterado su adhesión a un marxismo althusseriano, de manera que hay que aceptar que su recorrido del pensador francés está apoyado en ese telón.
En el corpus que comentaremos, observamos un Foucault que se conecta con Bentham en el seno de reflexiones acerca del castigo. Si fuera exacto(6), el autor del Pensamiento del Afuera (1989) se distancia de cualquier justificación del derecho a castigar, a diferencia de los que coloca Marí como antecedentes de la postura ejemplificadora o retribucionista de la pena, o como sus representantes destacados.
Antes de entrar en tema, Marí se detiene en la nota 3 (1983: 16) en donde nos pone al tanto de un curioso paralelismo:
“… el mismo año que Foucault publica su libro, Jacques-Alain Miller da a conocer otro texto … ‘El despotismo de lo útil: la máquina panóptica de Jeremy Bentham’ …”.
La coincidencia no le quitará a Foucault ser el que suscitó entonces una cadena de reacciones e investigaciones; Marí empero, opinará que en ese renovado interés por Bentham habrá fuerzas de mayor calado que dispone “la … convergencia en un saber con una coyuntura bien definida” (1983: 18). Revelará al paso que incluso Marx se ocupó del utilitarista(7).
Ahora bien, ¿por qué el jurista argentino nos informará en detalle de los distintos filósofos que tematizaron la sanción? Porque según su perspectiva, no se podrá calibrar el aspecto metodológico y práctico de la obra benthamita, y su nexo con el proyecto del Iluminismo. En consecuencia, el Bentham de Foucault se presenta poco complejo.
Marí comienza con los griegos. Platón, en escritos como el Menón, el Georgias, Protágoras, se cuestiona si la virtud puede o no enseñarse. El castigo es una “lección” para el delincuente y para los otros, a fin de que no cometan delitos: la pena es la evidencia de que la virtud puede ser objeto de aprendizaje(8).
Pero el castigo no actúa sobre la acción, puesto que ella ya ocurrió; previene lo que vaya a suceder. La pena es justificada por el futuro y no por un hecho del pasado; es disuasiva. Es también potestad del Estado, el que tiene la misión de conducir a los hombres a la virtud, a lo recto, preparando buenos ciudadanos. Platón es por consiguiente, el primer antecedente del utilitarismo en la medida en que se opone al retribucionismo(9).
Aristóteles, en Etica Nocomáquea, opina que la pena debe buscar la corrección del infractor o el destierro de los incurables. Santo Tomás, seguidor del Estagirita, apunta que la penalidad tiene que estar dirigida a los pecadores. Por su lado, San Agustín creía que la necesidad de reparar el daño no excluye la reforma.
David Hume es partidario de que las leyes se afinquen en castigos y recompensas para prevenir las acciones malas.
Locke avala en su Tratado del gobierno civil, que el poder político tiene el derecho de instituir leyes y por ende, un régimen de penas contra faltas que, castigadas, se convierten en un mal negocio. Por su parte, Montesquieu asevera que hay poca necesidad de castigo cuando la gente es virtuosa, por lo que le otorga un rasgo orientador.
Rousseau mide el crimen desde su teoría del contrato social: el malhechor se coloca fuera del pacto y entonces la pena se aplica no a un ciudadano, sino a un enemigo. No obstante, el ginebrino es del parecer que no hay razón para la condena máxima, salvo en casos de inaudita peligrosidad.
Beccaria también comparte la idea de que se tiene que impedir al reo que ocasione nuevos daños. Su tratado De los delitos y las penas es antes de Bentham, el último que se ubica en lo opuesto a la concepción distributiva. Kant y Hegel son partidarios decididos del retribucionismo. Empero, como Hobbes requiere un desarrollo peculiar y Kant es a quien el arquitecto del Panóptico más critica, los dos serán explorados luego de la breve alusión al fundador de la dialéctica de la Esencia.
Hegel protesta contra Beccaria por rechazar la pena capital. Aprovecha la oportunidad para mostrar sus discrepancias con la teoría del contrato: no puede presumirse que en ese pacto, exista la voluntad de dejarse matar. Por añadidura, la hipótesis de un consenso de todos con todos y de cada cual con el gobierno o el Príncipe, implica la intromisión del derecho privado en el público y viceversa. Finalmente, aun cuando el Estado no deba invadir el ámbito de la propiedad, potencialmente tiene dominio sobre la vida y la propiedad. Id est, el Estado no está obligado a garantizar a ultranza ambos derechos.
Hobbes es el único que cuenta con textos que permiten seguir el rastro a los nexos entre delito, virtud y pecado(10). El problema que trata de abordar es: ¿resulta factible establecer una ecuación entre ofensa/castigo y justificación-castigo? La tensión que habita en esa cuestión se desdobla en tres:
I) ¿es viable concebir el castigo sin ofensa propia?
II) ¿puede comportar la ofensa su propia pena?
III) ¿es la ofensa condición suficiente y necesaria del castigo? (Marí 1993: 76)
El autor del Leviathan afirma que la pena se aplica cuando existe una transgresión a una ley determinada; por ende, el castigo sólo es legítimo cuando media la ofensa que llama a la pedagogía. Hobbes es pues, utilitarista y cree que el poder de castigar está justificado en el soberano, quien debe propender a una buena administración de las penas y las recompensas.
III. KANT Y BENTHAM
Si bien el articulador de un Estado Universal parte del hombre razonable, no entrejunta su ser ni en una pulsión por el cálculo ni en una búsqueda sospechosa para máximas generales del comportamiento, de una utilidad que coordina medios y fines sobre la base de la lógica economicista(11). La condición de libertad y responsabilidad moral, ocasiona que el interés de la razón práctica kantiana sea su desinterés: el malhechor debe ser juzgado, antes que por los “beneficios” de un posterior aprendizaje o reforma, porque la ley penal es un imperativo.
Como es conocido, Kant diferencia entre “imperativo hipotético” e “imperativo absoluto”: el primero es un mandato de hacer o no que puede ser bueno para ciertos fines, pero indiferente para otros; el segundo es una exigencia que supone que es buena en sí en tanto que principio. En consecuencia, lo jurídico se inserta en el ámbito de lo hipotético, mientras que lo categórico rige la moral: la legislación es coactiva, resulta acatada por la presión de un motivo extrínseco y corresponde a acciones exteriormente concordantes con el deber; la moralidad se vincula con la praxis interiormente inspirada en el deber (Marí 1983: 107/108).
Kant postula a la justicia en cuanto principio de toda legislación y acepta que castigar es un derecho del soberano, sin ser él mismo sujeto a dominio jurídico(12).
Por su lado, Bentham es defensor de un modelo “económico” en donde se imagina a cada cual a la manera de un actor racional, hedonista y calculador que sopesa placer, dolor y felicidad.
“Frente a un posible acto criminal su decisión se basa en (una medición): ¿cuánto voy a ganar haciéndolo?; ¿cuánto perderé si soy sorprendido? …” (Marí 1983: 95).
Por ello, el objetivo general de todas las leyes es prevenir el daño intimidando al potencial infractor. A esta finalidad, se subordinan otras cuatro: a) prevenir cualquier tipo de ofensas; b) pero si por necesidad se tiene que cometer alguna, inducir a que sea elegida la menos perniciosa; c) escogida la ofensa, que el individuo esté orientado a realizar el menor mal en vista; d) cualquiera fuese lo negativo a evitar, debe insumir costos bajos.
A estos “horizontes” de acción le corresponden reglas:
a’) el primer objetivo está entretejido con la máxima de que el castigo no tiene que ser menor que la ofensa;
b’) la segunda norma estipula que si dos o más ofensas “compiten”, el castigo debe inclinarse a optar por la que ocasione menos displacer;
c’) la pena debe ser según cada infracción, de manera que el autor de la falta no le dé origen;
d’) la fuerza de la ley no tiene que ser más que la necesaria (op. cit. 1983: 95-96).
Pero en virtud de que el castigo es en sí un mal, Bentham acabará por sumar dos reglas:
e) una partícula de dolor “excedente” no torna más eficaz la pena; el mal hecho sufrir al “delincuente”, no debe sobrepasar lo justo;
f) por lo tanto, frugalidad es la sexta norma en una economía racional del castigo.
Sin embargo, es evidente que no está definido el “costo” de la pena: ¿qué se incluye en esa idea: el valor que insume el aparato jurídico, un proceso singular, el sistema de la prisión, el “justo medio” en el dolor que padece el criminal o estas variables en su conjunto?; ¿el sufrimiento debe asimilarse al “precio” que hay que saldar en la ejecución de lo legal?(14).
IV. LO JURÍDICO EN MARX
Curiosamente, a pesar de ser Marí un materialista althusseriano, no incluye las reflexiones de los fundadores de la teoría crítica sobre el problema de la sanción(15).
Las referencias directas a lo jurídico, en el marco de una erosión de la superestructura, son múltiples y van desde la Contribución a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel hasta más allá del vol. III de El Capital. Pero de ese plexo, nos interesa la consistencia mencionada en primer lugar, algunos pasajes de La Sagrada Familia y La comuna de París: en esos “locus” es viable encontrar afirmaciones de largo alcance acerca de una sociedad que estuviese allende cualquier forma de represión, desconocimiento del deseo, violencia.
Si la Cuestión Judía viene a ser fundacional es porque sugiere cuatro ideas de impacto considerable. La primera sostiene que la escisión de lo humano en base y superestructura acontece en virtud de que la exteriorización de los deseos, fuerzas y bienes internos de los individuos se realiza objetivando tales elementos en estratos (Marx 1992 b: 60/61). Por su parte, tales esferas de lo colectivo modulan las potencias sociales convirtiéndolas en fuerzas económicas, religiosas, etc. (1992 b: 51-52, 55/59, 60). A su vez, la base remarca que aquellas fuerzas económicas se comporten de manera economicista (op. cit.: 56-59, 61). Finalmente, base y superestructura distorsionan la capacidad de los sujetos de resolver sus conflictos apelando a un entendimiento discursivo(16).
Las anteriores ideas son vueltas a exponer en Contribución a la crítica de la Filosofía del Derecho (1992 c), agregándoles nociones no menos profundas. La primera es que los dos términos ya aludidos son estrategias para darle sentido a las impotencias, carencias, miserias en los que se encuentra inmerso el hombre (Marx 1992 c: 68/71). Ordenan así la violencia espiritual y material de lo existente (loc. cit.: 77-78). Por ello son una forma irracional y negativa de poner en relación el mundo de la riqueza material, el mundo de las instituciones y de los sistemas simbólicos (op. cit.: 73, 79, 83). Entonces los individuos, que son los que objetivan base y superestructura como poderes extrínsecos, se enajenan a sí mismos (1992 c: 69/73, 77-78).
En esta ilación, que Marx no abandonaría en sus escritos “maduros” sino que complejizará con otras pinceladas, es factible ingresar las opiniones vertidas en la obra en co/autoría con Engels. No dilucidan únicamente modos de disciplina, castigo, penalidad (temas caros a Foucault), sino que se pronuncian contra lo jurídico y las prisiones. En la glosa a una novela de Sue, Los misterios de París, develan que un “reformador” de conciencias y de entuertos, convierte por ejemplo, a María, con su vitalidad inocente y creadora, en una pecadora arrepentida transformada en una monja, en alguien sujeta a lo irracional de la superestructura:
“Rudolph … primero ha convertido a … María en … pecadora arrepentida, luego … en una monja … (con una) ‘culpa eterna e imborrable’ … “ (Marx y Engels 1978: 206). Ahora se propone debilitar, al decir de Nietzsche, a otro ser hasta avergonzarlo de su humanidad libre:
“Rudolph ni siquiera sospecha que sea posible elevarse por encima de los criminalistas …”. Según él, hay “... que matar a la naturaleza humana para curar sus enfermedades. También la jurisprudencia … encuentra en el tullimiento, en la paralización de las fuerzas humanas, el antídoto para (sus) manifestaciones nocivas …“ (loc. cit.: 207-209; lo destacado es de los autores).
En ese atentado de sí mismo, el criminal es obligado a ser su propio juez; se procura persuadirlo de que el castigo no es un avasallamiento externo sino una violencia que él se autoinflige. Pero la pena, la coerción contradicen un proceder cualitativo que valorice las fuerzas esenciales de los individuos y que no las destruya (op. cit.: 210). Un sistema carcelario que separa al delincuente de los otros (que son los únicos que pueden enriquecer las valencias de lo subjetivo), abandona al hombre a una solitaria y penosa compañía de sí que acaba en la locura: el derecho termina por producir nuevos misterios para la medicina (loc. cit.: 219); se entabla una solidaridad más íntima entre dispositivos de poder que entre los individuos.
Para los representantes de la teoría crítica anterior a las veleidades de la Escuela de Frankfurt, el régimen jurídico y moralizador cristiano son una verdadera depravación: María, aunque “… sumida en el envilecimiento, conserva una humana nobleza …“ (op. cit.: 197). Y a pesar de estar colmada de tormentos y vacía de alegrías, tiene un “gozo de vivir, una riqueza de sensaciones …“ (loc. cit.: 199), hasta que sus potencias espirituales (inteligencia, voluntad, deseos, etc.) chocan con la roca dura de lo pecaminoso: la concepción cristiana la amenaza y la domesticará al punto de que Marx y Engels citarán a Goethe (op. cit.: 205/206):
“’Nadie entre en el convento
si bien provisto no está
con los debidos pecados,
para que …
no esté falto del placer
de flagelarse contrito.’”
Toda una genealogía densa, insidiosa, temible entre los modos de convertir el sí propio en objeto de confesión (el cristianismo), las técnicas de mutilar lo humano (el sacerdocio, la cárcel), el odio a la vida y los procedimientos de vigilancia (las penas, el encierro). La anarquía dulce de La Comuna de París, con su intempestivo análisis, sugerirá que los individuos se liberen de los terceros poderes que opacaron su acercamiento mutuo. Una sociedad (parafraseando un texto engelsiano) “sin familia, sin propiedad, sin Estado” sería igualmente una comunidad sin lo jurídico en cuanto potencia soberana:
“(El) soldado, el policía, el verdugo ...; (la) legislatura, la magistratura y las fuerzas armadas no son más que el resultado de condiciones sociales … , que impiden que entre los hombres se establezcan los acuerdos que hagan inútil la intervención compulsiva de un tercer poder … “ (Marx 1964 b: 76).
V. UNA MAQUINA DE TRANSPARENTAR
No obstante, esas potencias soberanas no tienen que ser negras para el poder mismo; abatida la tiranía, el conjunto de los nexos inter-individuales debían ser transparentes.
En el ámbito de las prisiones, el Iluminismo soñó con construir cárceles con piedras transparentes como el cristal. En razón de que ello no estaba disponible, quedó abierto el problema de si alguna estrategia (f. i., la arquitectura) suministraría la máquina para que el poder se hiciera dueño de los hombres, no por la fuerza sino por las distribuciones en el espacio. Esta máquina debía generar efectos maravillosos:
“ educación, reforma moral, adquisición de hábitos de trabajo asalariado, … encauzamiento de la conducta y guía de la voluntad, claridad de la administración y productividad; en síntesis, el saber como forma de poder.” (Marí 1983: 133).
Bentham postula, más que una nueva ciencia penitenciaria, una ciencia política que busca la luz, la inspección constante, el control suave de muchos por el mínimo ideal, la expansión de la sujeción en todas direcciones, sin más barreras que el de la conciencia de los individuos, a lo que se intentará disciplinar; en suma, la presencia universal del dominio. En una cárcel así, modelo general de sociedad, el detenido pierde la capacidad de hacer el mal y hasta el pensamiento de efectuarlo, ya que nunca está seguro de que la vigilancia cesó; siempre siente el peso, al cual se acostumbrará, de una luz frágil, serena, casi imperceptible que atraviesa sus gestos más íntimos, delatando su interioridad al ojo del poder.
Ni siquiera acontecen arbitrariedades en el personal subalterno, por cuanto éstos también son visibles desde la torre central que es rodeada de celdas en círculo. Limadas las asperezas, el Panóptico asoma a manera de una Arcadia universal de la paz (Marí 1993: 140). Pero sin duda, es una construcción que induce disciplina moral, aseo, limpieza; por ello es una Arcadia universal de la ecología.
Instalados los jueces en el recinto, no es posible prevenir a los internos; hay una rápida y efectiva circulación de los datos. El Panóptico es una Arcadia universal de la información. Y como los curiosos, amigos y parientes de los asilados celarán a los jefes al igual que éstos a los subalternos, habrá publicidad; aquella “grande institución” será una Arcadia universal de la opinión pública (loc. cit.: 141).
La individualización, distribución y clasificación de los detenidos según conveniencias morales, docilidad, perspicacia, agresividad, impide alianzas sospechosas en el magma confuso de hombres. En el Panóptico la obediencia es generada sin fuerza; su espacialidad suscita una sumisión que opera por sí misma: su arquitectura es una suma de inducciones en la proporción en que es un intensificador de los efectos.
Sin embargo, ese doble rasgo no se conecta únicamente con el hecho de que los presos son visibles de forma continua, sino con aspectos más hondos. El primero es que el Panóptico es un conductor de inducciones porque es una máquina que sostiene un poder independiente de quien la ejerce. Lo segundo consiste en que ese poder se transmite, reproduce, verifica, incrementa sus efectos por los propios sometidos, dado que están envueltos en un contexto en el cual son impulsados a ser un pequeño monarca respecto al otro.
Bentham desplaza su pensamiento desde la filosofía utilitarista y gesta una reinterpretación del Iluminismo en términos de una teoría del poder (op. cit. 1983)(17).
VI. FOUCAULT
Marí prosigue su estudio con un detalle de lo que nos atreveríamos a llamar “economía de las pasiones”(18) y con una explicación sociológica materialista de Bentham(19). Luego de ello, indaga la obra que versa sobre el nacimiento de la prisión.
El corpus que el filósofo argentino comenta se compone de dos fases complementarias. En la primera, se analizan las formas del saber con las que el nuevo sistema penal se asocia; en la segunda son desplegados una serie de modelos que atraviesan los cuerpos (cárcel, fábrica, conventos, hospitales, colegios). La sociedad disciplinaria emergente está pautada por una racionalidad tecnológica en la cual son elaborados dispositivos que ordenan las multiplicidades humanas.
Foucault concluye que el saber no es sencillamente algo accesorio al poder, sino que cualquier saber arrastra efectos de dominio y el ejercicio del poder suscita saberes con sus regímenes de verdad. En el cruce de saber/verdad-poder son capturados los cuerpos, al devenir blancos de lo verdadero, objetos del saber y lugares para que el poder anide.
Como es conocido, el deconstructor europeo manifiesta que antes de la disciplina existe el castigo/suplicio, cuyos rasgos son el escarmiento, lo explícito, el espectáculo y el verdugo.
La tortura del cuerpo debe tornar evidente la disimetría entre el poder de la ley (derecho regio) y el poder del delito. El nombre de aquel por el que se ejerce el poder de la pena no tiene que ser ignorado: el monarca está presente en el mecanismo del suplicio. La publicidad del dolor ritualiza una escena de sobrepoder.
El ambiente revolucionario exigirá que se emancipe la piel de la venganza desmesurada del príncipe (Marí 1993: 168), instalando la necesidad de otra técnica de la pena. Entonces Foucault procederá a partir de cuatro reglas metodológicas(20), por las cuales desmontará la nueva tecnología: los aparatos de control no son reductibles a través del derecho (aunque se correlacionan con ellos); no son asimilables sin más a instituciones (a pesar de que se apoyen en ellas); ni son derivables de opciones morales (así encuentren en la ética su legalidad)(21).
Pero la disciplina supone no sólo una diferencia respecto al suplicio, sino también en conexión con otros modos de manejar los cuerpos: se distingue de la subordinación violenta de la esclavitud, de la domesticidad del vasallaje, del orden monacal, que tiene más interés en las renuncias que en volver útiles las energías.
“En las disciplinas … el fin del poder es obtener un control … por métodos técnicos” (loc. cit.: 178).
En ellas, hay dos variables fundamentales: el espacio y el tiempo. Los aparatos disciplinarios estudian las pluralidades confusas, masivas, organizando un locus analítico, diferenciado, accesible inmediatamente desde cualquier punto.
La materialidad sensible está encajonada en topos pulsados por jerarquías: vg., en las escuelas, por la secuencia de los méritos; en los cuarteles y prisiones, por la vigilancia piramidal; en los hospitales, por el universo de los miasmas.
El otro elemento, lo temporal, se encuentra regulado para instaurar ritmos, pautar ocupaciones y establecer ciclos de repetición.
“El tiempo disciplinario … (es) un ‘programa’ que controla desde el interior la elaboración del propio acto. Con él se define un esquema anatómico-cronológico del comportamiento” (op. cit.: 184). A través de la cronología, las disposiciones infinitesimales del poder ingresan en los cuerpos por la educación de los hábitos.
Los métodos regimentales, el “estilo” del cuartel, toman el relevo de los castigos corporales. Pero se trate de los colegios, prosigue Marí, de las fábricas, de las cárceles, de los hospitales, el poder se ocupa de los cuerpos individuales y de las relaciones. La consistencia de la piel es un componente que puede articularse sobre otros individuos; la proximidad, el empalme, la comunicación de esas materias debe ser objeto de atención.
Para concluir, Foucault concibe el panoptismo según la tendencia a injertar el poder en los cuerpos para adiestrarlos, volverlos útiles, hacerlos locus de saber. Aquí se entabla una distinción entre arquitectónica y arquitectura: mientras aquélla es la lógica en la que un campo de enunciados delinean objetos de saber, ocasionando que un aparato peculiar (f. i., el Panóptico) mantenga vínculos complejos con la aparición de otros conocimientos (vg., las ciencias del hombre), la arquitectura es el diagrama de lo espacial (loc. cit.: 188/189). El invento de Bentham supone a la vez, los dos términos.
VII. MÁS ACÁ DE LA MICROFÍSICA DEL PODER
Ciertamente Marí se apoya, para la crítica de Foucault, en aquellos a los que no dejó de oponerles reparos(22) o en los que son inconsistentes en las objeciones. Esta matización sirve más para situar al pensador argentino respecto al francés, que para anticipar reservas que sean destacables en el marco de nuestro artículo.
Pero es aconsejable computar las dudas. La que asoma en lugar prominente es lo que se anunció al principio del trabajo: Bentham es más complejo de lo que Foucault nos dice de él en Vigilar y Castigar. La larga procesión de figuras que dieron a conocer su postura con relación al castigo, tenía la función de mostrar cómo se “recortaba” el pensamiento benthamita en el seno de la tendencia utilitaria del derecho. Asimismo, el minucioso comentario en torno al Panóptico era para explicitar el proyecto como parte del Iluminismo: la observación se contornea más grave, dado que con ella Marí rechaza el análisis arqueológico de la episteme, prefiriendo “regionalizar” más las filiaciones (vg., en el ámbito de la reflexión filosófica)(23). Esto acompaña los murmullos que fueron indicados en ocasión de una crítica al “discontinuismo” en el plano del conocimiento (ver nota 5). Marí no acepta, en su calidad de althuseriano que confía en que de ideologemas no disueltos, se llegue a hipótesis que los sometan a control racional (Generalidades I, II y III), los hiatos que dispersan anárquicamente el sinuoso avance de la ciencia.
En cuanto a la explicación de Foucault acerca de los motivos que tejen los procesos a fin de que surja un Bentham, Marí se inclina más por la eficacia de las coyunturas que por el nivel de las alianzas entre aparatos, técnicas, saber y efectos de veridicción. La proletarización de los campesinos engendra masas “turbulentas” (1983: 149). En la Edad Media, los pobres eran la oportunidad de ejercer la caridad y por ello las “poorhouses” carecen de una función segregativa.
Con el aumento del pauperismo, se intensifican los problemas de los costos; nace entonces la “casa de trabajo” (siglo XVII), en la que el indigente encuentra su destino de fuerza laboral. Los que resisten son recluidos; empero, ese dato no implica continuidad entre la “workhouse” y la prisión. La discontinuidad tampoco significa que Foucault haya acertado; en esa cisura hay que ver la posibilidad de la emergencia del proyecto benthamita. Como el pauperismo se había transformado en una cuestión de control social para el naciente capitalismo, la cárcel dibuja un espacio segregante (op. cit.: 152).
El Panóptico
“… irrumpe en un momento en que la burguesía ha llegado a ser en el curso del siglo XVIII la clase políticamente dominante … Foucault no niega que haya que buscar la lógica de (las disciplinas) en la historia de las grandes estructuras y en los modos de producción, pero prefiere mantener su análisis en (la esfera) de los micropoderes …”, con lo que estimula una “… peligrosa tendencia a la metafísica …” (1993: 198; la cursiva nos pertenece).
Todavía dentro de ese recorrido nuestro autor contrapone, a la genealogía de los espacios de encierro, las “instituciones totales” de Erving Goffman, definidas como un plexo en el que son administrados conglomerados humanos de manera indiferenciable, ya que se binariza el conjunto en el par “personal-internos”. A medida que avanza el “proceso de ajuste” con las normas, el recluso pierde autoidentificación (1983: 192/193).
Otras dos investigaciones de Marí, aun cuando no son una crítica directa a Foucault, lo son de manera indirecta, al postular otros referentes para una analítica del poder. Por añadidura, esos artículos sirven a modo de “contextualizadores”.
Así en “La teoría de las ficciones en Jeremy Bentham” (1994 c: 51-53), Marí expone a Pierre Legendre (ver 1994 d), el cual elucubró que la consistencia de las instituciones y de las relaciones de poder necesitan inscribir su ley en la subjetividad. Según Marí (1996 d: 51), que expone al pensador francés, el estrato superestructural de la administración de justicia,
”… para regir, dominar y hacer obedecer … , no se maneja únicamente … con … coacción … El sistema jurídico … (opera) para tamizar, … recolorear, construir y reconstruir …” una “semiótica de las pasiones” que induzca un amor al poder, un afecto a lo instituido.
Desde nuestra perspectiva, es factible postular que la materialidad del modo genético de tesoro y de las instituciones apela a lo pathémico para su adecuada reproducción: la subjetividad debe estar interesada en formas de trabajo y en lógicas institucionales.
En “Racionalidad e imaginario social en el discurso del orden” (Marí 1994 b: 72) sugiere que
”… (la) base … no se auto-estructura; (para lograrlo, lo superestructural fija) las condiciones de retroalimentación y reproducción de las formas económicas de vida …”; lo hiperestructurado en semióticas e instituciones es premisa para la constancia de moldes orientados a la riqueza; es reproducción de la producción.
La dialéctica entre base y superestructura es ayudada por la doble dimensión del “dispositivo de poder”. En efecto, la historia del uso del poder y su correlación con jerarquías fue acompasada por un “dispositivo de legitimidad” que ordenó lo existente para “provecho del mundo”, de acuerdo a una serie de prácticas de manipulación del psiquismo humano que constituyen el “imaginario social” (1994 b: 59).
El dispositivo del poder exige que, como condición de funcionamiento y reproducción, la fuerza y el discurso del orden estén insertos en una estructura de movilización de creencias.
“… La función del imaginario social es operar … para hacer marchar el poder …” (1994 b: 64). Los frutos de un marxismo althuseriano no abandonaron la espera a su suerte.
NOTAS
(1) En lugar de la usual traducción del término alemán correspondiente por “concreto de pensamiento” (Marx 1971) sería más exacto emplear “concreto espiritual”. Empero, cabe advertir que el segundo componente de la idea usada por Marx no lo vincula con la metafísica, a través de una filiación con la hegeliana Fenomenología del Espíritu toda vez que la cuestión de lo “material inmaterial”, “sensible suprasensible” o “concreto espiritual” se conecta con problemas acerca de lo espectral y de la espectralidad.
Aunque no aceptemos la operatoria deconstructiva que Derrida (1995) efectúa del judío/alemán, su planteo es interesante en la medida que revela una faceta insospechada en el recorrido del materialismo libertario. Exponerlo, no obstante, nos alejaría de los lineamientos básicos del presente artículo.
(2) Con excesiva frecuencia, en las décadas de la Guerra Fría, los filósofos e investigadores marxistas realizaban estudios en los que la superestructura era apenas descrita a grandes pinceladas. En esto acusaban un determinismo, economicismo, mecanicismo y linealidad que nunca fueron de Marx. Y si podemos sospechar que existen ciertas diferencias entre aquél y Engels (pautadas, f. i., en su intento de extender la dialéctica a la Naturaleza), ni siquiera su firma resulta tan poco compleja.
La base y la superestructura son ambientes humanos, atravesados por una sutil diferenciación que, mediante paciente análisis, se logra reconstruir. Empero, todavía es necesario buscar en Marx las grandes hipótesis acerca del por qué de la escisión de lo social en dos estratos y respecto a su dialéctica.
(3) De Althusser, Marí adopta la interesante trilogía en la que una teoría (Generalidad II) trabaja sobre una materia prima que no es tanto un plexo de hechos, cuanto una serie de conceptos todavía ideológicos (Generalidad I), que entonces da lugar a nuevos enunciados que engloban a los anteriores (Generalidad III). La ciencia es una estructura de producción en la que la ideología indica un campo de problemas que aun no se constituyeron en objeto. Y éste adviene recortado cuando hipótesis provisorias ayudan, simultáneamente, a su tallado y a la deconstrucción del trasfondo ideológico que anida en esas primeras aproximaciones.
(4) Bachelard propone que se mantenga una actitud de “sospecha” frente al objeto: la marcha hacia él no es inicialmente neutra; la adhesión inmediata crea una ligadura fuerte y no lo evidencia conforme a argumentos. Por ello, el “corte epistemológico” no consiste sólo en puntuar una diferencia abismal entre lo que es un “hecho” para el sentido común y para el empirismo, en comparación con lo que es para la ciencia, sino que debe colocar en tela de juicio la satisfacción en la que cae el investigador al elaborar generalizaciones rápidas. La ruptura es igualmente una escansión contra esa generalidad que au fond, inmoviliza el pensamiento (Marí 1974: 174-175).
(5) Cuando Marí está por introducir el tema de la complementariedad de la lógica formal y la dialéctica, a pie de página recuerda, en tono de reproche, que “la corriente ‘discontinuista’ … rechaza el saber concebido como un desarrollo continuo …” (1974: nota 6, p. 170). Es conveniente retener la apreciación por lo que diremos luego respecto a Foucault.
Volviendo a lo anunciado en instantes previos, el jurista argentino cree que la lógica formal no puede resolver satisfactoriamente los problemas que suscita la diacronía y lo intrincado de lo social. La complejidad procesual de lo histórico torna imprescindible la contribución de una lógica dialéctica que permite ensamblar los planos de la realidad en un todo fluido.
(6) Ni Marí reduce tanto a Foucault ni éste limita su arqueología y genealogía a una mera denuncia de la imposibilidad de penalizar. Si Vigilar y Castigar (1987) no posee el vuelo teórico de Las palabras y las cosas (1977), de El nacimiento de la clínica (1997 b), de La locura en la Epoca Clásica (1997 a) o de La arqueología del saber (1985), es un grupo de apreciaciones sistemáticas y explícitas sobre el poder, su microfísica cotidiana, fina, estratégica, anónima.
(7) Aunque Marí (1983: nota 4, p. 26) se refiere a la sorprendente opinión de que el mismo binarismo, economicismo y utilitarismo es propio de Marx (así lo expresa por ejemplo, Talcott Parsons), criticando algo que no es menos que un desatino, él queda inmerso en una comprensión estrecha del socialista glosado. Cuando postula que está empeñado en identificar leyes objetivas del sistema social, no aminora su marcha para ponderar que Marx no establece leyes, sino que opina que surgen debido a la impotencia de los individuos en el control del azar destructivo. En virtud de que los hombres, por falta de cooperación organizada en una democracia que esté emancipada de la división gobernantes/gobernados y que se encuentre allende la Representación, no previenen, vg., las catástrofes, los procesos sociales discurren como si estuviesen regidos por leyes cuasi-naturales. Estas leyes no son objetivas más que por ser el síntoma, la exteriorización de que la Historia circula por encima de los individuos.
La disparidad es bastante llamativa, si traemos una frase que Marí inserta en su texto en la que aclara que el materialismo de Marx no es reductivo o metafísico,
“sino … una concepción de la vida humana determinada por circunstancias sociales y naturales que pueden ser controladas y ordenadas, a fin de obtener el máximo de satisfacción en cada (uno)” y de alternativas de desarrollo subjetivo (1983: nota 8, p. 30).
(8) En nota 3 (1983: 67), el epistemólogo comentado puntualiza que en su argumentación, Protágoras elabora una teoría de lo verdadero y lo falso que reemplaza tales nociones por la exigencia de estudiar las estrategias, las prácticas por las que se “distribuyen” efectos de verdad. Es una tesis que “… resultará de interés cotejar con los puntos de vista de Michel Foucault …“.
(9) El retribucionismo legitima el castigo en razones de justicia: puesto que causó un daño, el transgresor merece ser obligado a reparar su acción. El utilitarismo, que consiste en defender el beneficio de la pena, se divide en una rama que prefiere el empleo preventivo de la sanción, y otra que acepta la reforma del ofensor (Marí 1983: 33). A su vez, la primera corriente jurídica se escinde de entre los que consideran que todo crimen es una especie de violencia física (“usted hirió a otro, usted será herido”), y los que lo conciben a modo de una transacción (“usted tomó algo de alguien, usted tendrá que repara su valor”) (op. cit.: 102).
(10) A la pregunta de si la ofensa conlleva su propio castigo, Hobbes responde que nó en el ámbito de la ley civil, dado que la pena es efectiva cuando una justicia terrena la ejecuta. Sólo en el reino del pecado, la conciencia del infractor puede comportar que la ofensa, el mal provocado, sea el castigo. Al último interrogante, por lo que se expuso, Hobbes responde que nó por cuanto no toda ofensa (f. e., el pecado) es un crimen.
(11) Uno de los tantos aspectos que Marx denuncia en Bentham es su tosco materialismo y economicismo: la diversidad de la praxis, su estructura intrincada no puede reducirse a una “acción economicista” y a lo que dispone el horizonte pobre de un antropologismo que alucina, incluso para el régimen del capital, un “hombre económico”.
Ahora bien, a la clasificación interesada de las acciones que efectúa Habermas (1984 a) no sólo cabría agregarle la precedente, sino retomar el concepto nitzscheano de “voluntad”. En Carrique y López (1997: nota 13), establecimos que a la voluntad de poder se asocian otras “archivoluntades” como la de saber y la de fe, que cuentan en su interior con una voluntad de verdad, etc. y con una “voluntad de fetichismo”, entre otras. Pero sería factible concebir una “voluntad de política”, que incluiría, f. i., una de Estado, y una “voluntad de riqueza” pulsada por lo que la semiótica greimasiana calificaría de “programa sintáctico de comportamiento”.
Marx (1971: 427) opina que en casi todas las comunidades que existieron al presente hay un “doy para que des”, un “doy para que hagas”, “hago para que des” y “hago para que hagas” que engastan las relaciones intersubjetivas a expectativas de retribución.
Sin embargo, esto que podría asomar como una crítica pasada de moda encuentra su blanco en el utilitarismo exacerbado de la Escuela económica de derecho, representada por el norteamericano Richard Posmer al cual cita Marí (1998: 276):
“… examinemos los diferentes ‘tipos’ de costos que supone la sexualidad … Uno es el costo de búsqueda. Es cero para la masturbación, por lo que resulta lo más barata de las prácticas sexuales … Los hombres incurren en considerables costos de búsqueda … en el caso de una amante o de una esposa…”.
(12) Cuando la Revolución Francesa abrió una profunda crisis de legitimidad en el seno de una formación de sociedad y economía con modos precapitalistas de uso del trabajo en pugna con su empleo burgués, el abogado Morisson de Luis XVI apeló a un argumento similar: no se podía juzgarlo en virtud de que para hacerlo no existía ninguna ley anterior que pudiera aplicársele. Marí (1983: 106) sostiene que para salir del atolladero, los convencionales se aferraron a la razón de Estado afirmando que el Rey no era juzgado como civil sino como enemigo. Saint Just expresó que los que atribuyen importancia al justo castigo del monarca, no serán capaces de fundar una república y que ningún Rey podía haber gobernado inocentemente.
Aunque el diputado francés procuraba deconstruir la fuerza de la deconstrucción de Morisson, avalando que se estaba ante una situación excepcional, no dejaba de ser atrapado en la observación legal. Empero, el mismo Morisson resultaba a su vez, socavado por su decir: la puesta en escena del derecho funcionaba cuando se inauguraba otro contexto jurídico que era parcialmente reconocido por la protesta del querellante. Sin embargo, lo más significativo de lo anecdótico es que las tensiones en la juridicidad de la superestructura, sintomatizan que el orden semiótico e institucional penosamente trabajado por los hombres, nunca es esencial sino arbitrario e histórico: del hecho de que hayan sistemas jurídicos disímiles que muten, se colige que todos son deconstruibles y transitorios. Aquí se revela la potencia de la praxis humana para superar, disolver, “inclinar”, desestabilizar aquellas estructuraciones que intentan controlar el devenir y que la mantienen sepultada o distraída en capas de enclaustramiento.
(13) Según nuestro autor, la psicología criminal reprocha a Bentham y al utilitarismo en general que los móviles para el delito son más sutiles que la caricatura del “homo benthamita”. Los sociólogos de la conducta, agrupados en la “nueva criminología”, enfatizan que el optimismo liberal le impide ver al arquitecto del Panóptico las condiciones socio/económicas y lo empuja el tener una confianza excesiva en los efectos del mundo. La mera amenaza o intimidación no cubren toda la gama de la casuística del delito (Marí 1993: 110-111).
(14) A modo de muestra de la inaudita linealidad con la que los intelectuales conservadores de semióticas que cohesionan lo social, entienden una dialéctica entre base y superestructura, mencionamos la corriente econométrica de la Universidad de Chicago, de la que sobresalen Gary Becker y William Landes: la opulencia de los ricos excita la indignación y la envidia de los pobres; su número conduce a que deban articularse políticas óptimas que minimicen el costo de prevención y castigo del crimen. Entonces, surgen dos preguntas: ¿cuántos recursos se tendrán que emplear para incentivar el respeto por las leyes?; ¿cuántas ofensas deberán ser permitidas y cuántas quedarían impunes?
Las multas y las cárceles son los medios privilegiados: las primeras son precios tasados en unidades monetarias; las prisiones, en unidades de tiempo.
Aunque no deseamos enredarnos en sentencias apresuradas, suscribimos la perspectiva de Marí:
“… El capitalismo, la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, la economía política … y el sistema de reclusión … son fenómenos pertenecientes a la misma época …”.
Agregaríamos, el antropologismo, el determinismo y el materialismo mecanicistamente enunciado (lo que no es adscribible a Marx, salvo que se pase por alto su crítica y se autoenmascare, por ofuscación ideológica, el rechazo de su firma –cf., entre otros, al Foucault de Las palabras y las cosas).
(15) Sin duda, cierta militancia intelectual podría volcarnos a considerar que en los escritos de Marx se enuncian las isotopías precursoras de cuestiones que ocuparon a algunos pensadores como Nietzsche, o corpus como el de la Semiótica, etc. No es ajena a él, f. i., la idea nitzscheana de que los hombres cristalizan el devenir, o que ahogan los “espíritus libres”, aunque en el judío alemán el movimiento sea segmentado por dos macroestructuraciones que son la “basis” y lo institucional/simbólico, y a pesar de que las subjetividades de una estética delicada no se extraigan del fondo de un aristocratismo conservador. Temerariamente, podríamos afirmar que palpitan en sus textos anticipaciones foucaultianas que tornan matizables las acusaciones del francés respecto a que en el materialismo crítico, existe un modelo económico y economicista del poder (Foucault 1992). Toda una concepción del signo anida en la erosión de la Economía Política.
Salvo Derrida, y no sin efectuar múltiples reservas que fortalecen en negativo lo confesado, pocos o casi ningún intelectual contemporáneo reconoció que desconoció a Marx:
“… (Muy) recientemente releí el ‘Manifiesto del Partido Comunista’. Lo reconozco avergonzado: no lo había hecho durante decenios –y eso debe revelar algo- …” (1995: 17; lo enfatizado es nuestro). Luego prosigue: “Será siempre un fallo no leer y releer y discutir a Marx … (Ya) no tenemos excusa. No hay porvenir sin Marx …, de un cierto Marx …” (1995: 27).
Más tarde, no sin acusarlo de inscribirse en la metafísica de la Presencia, en la onto/escato-teo/teleología que insiste en el historicismo, asegura:
“… Lo que amenaza con suceder es que se intente utilizar a Marx en contra del marxismo a fin de neutralizar o ensordecer … el imperativo político en la tranquila exégesis de una obra archivada … (Ahora) que Marx ha muerto y … que el marxismo aparece en plena descomposición, parecen decir algunos, nos vamos a poder ocupar de Marx sin ser molestados –por los marxistas y, por qué no, por el propio Marx, … por un fantasma que …sigue hablando …“ (1995: 45).
Sin deconstruir sus axiomas deconstructivos, los riesgos que se corren (al igual que sucedería y que sucedió –en Derrida 1989 b– con Foucault), el judío/magrebí, el emigrado hacia otro cabo, USA, alude a que sus competencias para glosar el pensamiento de Marx son modestas (1995: 65). Sobre el límite de su propia cacería contra el espectro de Marx, habiéndolo tratado con la ironía que él detiene en La ideología alemana a manera de un síntoma histérico de miedo a los fantasmas, Derrida, volviendo la deconstrucción en poder adversa a sí misma, diagnostica:
“… Heidegger … desconoció a Freud, el cual desconoció a Marx. Eso sin duda no ha sido aleatorio. Marx aún no ha sido recibido” (1995: 195).
Foucault vg., no detuvo su marcha para ir más sereno, calmo, con tiempo para las enseñanzas en las que la frase “… sin conocer bien a Marx …” (Didier 1992 a: 83; lo destacado nos pertenece) debiera haberlo hecho consciente de su vínculo conflictivo, ambiguo con Marx, aquella seña, la firma que fue afiliada a la episteme de la modernidad, gesto que es ya lugar común (ir a Las palabras y las cosas).
(16) No es sólo Habermas el que cree en el poder de un consenso como forma de neutralizar y disolver las relaciones jerárquicas, los binarismos endurecidos, la explotación, el dominio, sino que también Marx habría girado en derredor de tal preocupación. Empero, en el judío alemán no se emplea dicha potencia humanamente vinculante para exigir la muerte de la revolución y el refuerzo del statu quo, como es el caso del "liberalismo de izquierda” de la actual social-democracia (que, de la mano del epígono de la Escuela de Frankfurt, hace gala de un (supuesto) reformismo “radical”).
(17) El jurista argentino opina que lo que Foucault presenta en Vigilar y castigar no es ni su propia versión del poder ni “maquiavelismos”, sino la concepción benthamita. Empero, no es menos acertado postular que el francés “aprende” de la lógica que pone en marcha el Panóptico, a fin de construir una analítica alterna del dominio.
(18) Bentham, dice Marí, desarrolla tres reglas para la “máquina de la visión”: regla de economía, de dulzura y de severidad.
La de dulzura aconseja que a la pena no se le agreguen malos tratos; de otro modo, el detenido genera un resentimiento que le impide reformarse. La norma de severidad implica, por su lado, que el condenado debe sentirse más mal en la cárcel que en su hogar y que en su trabajo; si no, el proletario común vería el encierro como un beneficio.
Por fin, el axioma de economía procura hacer que la prisión sea también una fábrica en la que el futuro ex/presidiario haya aprendido no sólo un oficio sino lo que necesita el capital: diligencia, obediencia, habilidad. Por lo demás, el Panóptico es una institución barata, de gastos reducidos.
(19) En virtud de que ese estudio se le presenta con el carácter de una objeción amable a Foucault, será expuesto en otro lugar.
(20) De ellas, la segunda no es completamente satisfecha por el filósofo de la arqueología por cuanto sus investigaciones no son empujadas hacia el materialismo histórico. Marí parece creer que, si la arqueología y la genealogía extendieran sus límites, el contacto con Marx sería oportuno.
Enumerando las normas en liza, tenemos:
Regla 1: No centrar la mirada sólo en los efectos represivos sino en los positivos.
Regla 2: Mostrar que los sistemas de castigo son fenómenos sociales.
Regla 3: Explicitar que es una tecnología del poder lo que actúa a manera de un elemento de enlace tanto en la historia de los aparatos de encierro, cuanto en las ciencias humanas.
Regla 4: Relatar las transformaciones en las que el cuerpo está investido por relaciones de sujeción.
(21) Pero Foucault no se detiene allí. Intenta despegarse de una dialéctica entre base y superestructura que en el fondo, es lo que le resta historicidad a sus impresiones.
El contexto tremendamente negativo de la Guerra Fría que, por las urgencias de la militancia, caricaturizó a Marx en “manuales”, llevó a que pensadores de la talla de Foucault desestimaran, casi sin mayores precauciones y apurando una crítica que se dirigía siempre a los marxistas en lugar de impactar en Marx, conceptos de una utilidad innegable. No cabe más que preguntarse si es una buena vía de acceso el afiliarse a un Partido sin preocuparse de conocer con sutileza la teoría crítica, tal cual ocurrió con el nitzscheano europeo (cf. nota 15).
(22) Nuestro autor cita a Habermas (1988: nota 12, p. 262), a Baudrillard (1983: nota 26, p. 93) y a Pierre Bourdieu (1983: nota 38, p. 194), de manera que se debe intuir que lo descentra desde esas firmas.
En lo que cabe al posmoderno nombrado, baste recordar el lamento de Foucault, confesado por allegados, de que él no podía olvidarse tan fácilmente de ese otro que lo retaba a duelo.
Pierre Bourdieu, comenzando por ser casi un marxista típico de los ’70, mutó en weberiano y, aunque debe a muchos su ideas (contando al propio Foucault), “deconstruye” a todos, de manera parecida a un proceder al que Habermas nos tiene acostumbrados.
(23) Tal cual lo señala Castro (1995: 236) es inadmisible una teoría monolítica de la episteme; al igual que en otros terrenos, es necesaria la paciencia de las monografías circunscriptas, como en el caso de Marí con Bentham.
Ahora bien, el epistemólogo argentino concluye que el inglés en debate, más que participar de contradicciones doxológicas en una episteme con una preocupación global o “metaenunciado” (la representación; el hombre; el lenguaje), es un elemento relevante en el Iluminismo. El
“…Panóptico fue … la gran utopía del Iluminismo. La gran utopía de la transparencia …” (1983: 202; la enfatización es ajena).
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