"Contribuciones a la Economía" es una revista
académica con el
Número Internacional Normalizado
de Publicaciones Seriadas
ISSN 1696-8360
Samuel Immanuel Brugger Jacob
CV: http://samuel.brugger.googlepages.com/cv
samuel.brugger@gmail.com
Desde los comienzos del uso del dinero se ha condenado la generación de un rendimiento o de un rendimiento excesivo con él. Tanto las religiones como la filosofía han condenado a la usura por ser antinatural, por hacer dinero con sólo prestarlo. El capital especulativo, por lo tanto, ha recibido la misma crítica desde el establecimiento de las primeras bolsas de valores, principalmente el préstamo a tasas excesivas. En el presente texto se trata de hacer un recuento histórico sobre como se ha tratado al capital especulativo tanto del punto de vista teológico como filosófico y como se ha ido desarrollando del sistema financiero con las relajaciones de la prohibición hasta la aceptación por parte de las autoridades y la sociedad.
Palabras clave: historia del sistema financiero, usura, capital especulativo, dinero, bolsas de valores.
JEL: A12, A13, N2
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Brugger Jacob, S.I.:
"Capital especulativo y su praxis histórica: el capital productivo y el capital financiero"
en Contribuciones a la Economía, julio 2009 en
http://www.eumed.net/ce/2009a/
Desde los comienzos del uso del dinero se ha condenado la generación de un rendimiento o de un rendimiento excesivo con él. Tanto las religiones como la filosofía han condenado a la usura por ser antinatural, por hacer dinero con sólo prestarlo. El capital especulativo, por lo tanto, ha recibido la misma crítica desde el establecimiento de las primeras bolsas de valores, principalmente el préstamo a tasas excesivas. En el presente texto se trata de hacer un recuento histórico sobre como se ha tratado al capital especulativo tanto del punto de vista teológico como filosófico y como se ha ido desarrollando del sistema financiero con las relajaciones de la prohibición hasta la aceptación por parte de las autoridades y la sociedad.
II. Definición de capital especulativo.
Antes de hacer un recuento histórico sobre el capital financiero es necesario definirlo y diferenciarlo del capital productivo. Varios autores han tratado el tema dándole diversas connotaciones –sobre todo al capital financiero–, algunos muy específicos y otros con definiciones más genéricas. El autor consideró tomar una definición incluyente y genérica para abarcar globalmente el trato que se le ha dado al tema. Por tal motivo, se tomó como base la definición de Carlota Pérez, que se considera cumple con los dos criterios.
Carlota Pérez (2004:106) define al “capital productivo” como todo aquel capital invertido por los agentes para generar riqueza “nueva”, es decir, el capital que se invierte en la producción de bienes y servicios. En términos marxistas, se tendría como tal al capital invertido en la economía real. El propósito del capital es producir para ser capaces de producir más. El objetivo de estos agentes es generar ganancias mediante la inversión en innovaciones y expansiones, y su éxito depende de los logros que tienen en sus actividades como productores.
Por su parte, el capital financiero es el que los agentes poseen en forma de dinero u otro activo líquido, como pueden ser bonos, obligaciones y acciones. La función principal del capital financiero es hacer dinero con dinero. Sus propietarios tomarán decisiones para incrementar sus ganancias en forma de rendimiento sobre el capital, lo que puede ocurrir de distintas formas: intereses, descuentos, dividendos y ganancias de capital. La idea central es tener riqueza en forma de dinero (“líquido” o “cuasilíquido”) y hacerla crecer (Pérez, 2004:105). Las formas de inversión más comunes son créditos, bonos, obligaciones, acciones y todo tipo de derivados (forwards, futuros, opciones, etc.) y productos estructurados, pero también bienes físicos, como diamantes, joyas y oro, entre otros.
Mientras el capital productivo está ligado a una empresa y el agente necesita tener conocimiento específico de ésta, los agentes del capital financiero pueden transferir el capital sin el menor problema de una inversión a otra, por lo que su conocimiento de lo que es una empresa puede ser bastante mediocre. El único criterio para que el agente tome una decisión es la rentabilidad y el riesgo del activo financiero. Carlota Pérez (2004:107) diferencia a los dos tipos de capital de la siguiente manera: “mientras que el capital financiero es errabundo por naturaleza, el capital productivo tiene sus raíces en un área de competencia e incluso en una región geográfica. El capital financiero huye ante el peligro; el capital productivo tiene que enfrentar cada tormenta agarrándose con fuerza, agachándose o siguiendo un camino innovador hacia adelante o hacia los lados”.
Esta definición de capital financiero es bastante amplia y rebasa la idea de que únicamente el capital bursátil es capital financiero. De la misma forma, el préstamo de capital (es decir, el crédito) encaja perfectamente en esta definición. Por tal motivo, consideramos hacer un recuento histórico tanto del capital financiero, del crédito –que en la antigüedad se consideraba usura–, como del capital bursátil –también llamado “capital golondrino”–. En ambos los agentes pueden elegir cómo invertir su capital, evitando riesgos o retirándose cuando consideran la inversión demasiado azarosa para el rendimiento sobre la inversión (ROI por sus siglas en inglés) esperado.
Ambas formas de capital financiero han sido generadoras de una amplia polémica desde los comienzos del uso del dinero. A través de la historia se ha entendido a la usura como la práctica de imponer al préstamo inicial un interés financiero. En tiempos recientes se le ha definido como la práctica de imponer un interés por encima de un índice legal o socialmente aceptable. Si consideramos esta definición amplia, la práctica de la usura es rastreable hasta cuatro mil años atrás. A lo largo de su existencia se le ha condenado, prohibido, despreciado o restringido reiteradamente en los ámbitos moral, ético, religioso o legal. En el transcurso de los tiempos se le ha considerado una práctica antinatural y su antiquísima condena se ha enfocado en su búsqueda de un beneficio que trasciende lo económico. Se considera que el cobro del interés –que garantiza a alguien la obtención de algo por nada– constituye una violación de la ley natural y está, por lo tanto, abocado a crear desequilibrio y desintegración: “La economía financiera opera con base en el interés compuesto, en tanto que la naturaleza funciona en concordancia con el interés simple: el dinero depositado en un banco deviene un plus, pero es difícil que un manzano produzca una cosecha con un interés compuesto” (Hamed, 1999).
Una diferencia relevante entre la usura y el capital bursátil es la especulación. Mientras que en la primera se conoce la tasa ex-ante con la que el rentista espera obtener flujos de caja –excesivos o no– continuos durante el tiempo en que presta su capital, en el capital bursátil el rendimiento es una función de las expectativas futuras de la empresa, es decir, de la especulación. Ésta suele desarrollarse en dos etapas. en la primera, la etapa sensata de inversión, los agentes “[...] responden a un desplazamiento de forma limitada y racional; en la segunda, las ganancias de capital juegan un papel dominante. El gusto se dirige en primer lugar hacia el interés elevado, pero esto pronto pasa a ser secundario. Aparece entonces el segundo apetito por las cuantiosas ganancias obtenidas al vender el principal”(Kindleberger, 1991:51).
III. El capital financiero y la religión.
Las referencias más antiguas al capital financiero se encuentran en los manuscritos religiosos indios. La primera se encuentra en los textos védicos de la India antigua (2000-1400 a.C.), donde repetidamente se relaciona al “usurero” con cualquier prestamista a interés. Tanto en los textos hinduistas sutra (700-100 a.C.) como en los jatakas budistas (600-400 a.C.) abundan las referencias al pago de interés que, con detalle, manifiestan desprecio por la práctica usurera. Por ejemplo, Vasishtha –legislador de la época– elaboró una ley que prohibía a las castas superiores de brahmanes y kshatriyas ser usureros o prestamistas a interés. En el sutra budista del Rugido del León se obliga al rey a redistribuir su riqueza de tal forma que promueva la actividad económica, permita a los pobres sobreponerse a su pobreza y llevar una vida honesta. Se le prohíbe así usar su riqueza para generar más riqueza.
El concepto budista de dana (“dar caridad”) pone énfasis especialmente en los beneficios espirituales y morales de quien da. El impacto es similar al zakat musulmán, ya que rectifica las desigualdades económicas e inculca un sentido de responsabilidad social. De hecho, es una manifestación práctica de la visión de mundo de la mayoría de las religiones tradicionales, que incluye la interdependencia entre todos los humanos, así como entre humanos y su entorno natural y espiritual. El filtro moral se aplica no solamente a la creación de la riqueza, sino a todas las actividades humanas, incluyendo el uso de la riqueza. En el Sutra Mangala Buda establece las reglas mediante las cuales los no creyentes deberían dirigir su vida económica. Entre otras reglas, está el uso de la riqueza. Aunque estas prescripciones reconocen los intereses individuales, enfatizan en la necesidad de extenderlos para incluir a la familia extendida, la comunidad y la nación.
Estas reglas tan estrictas se volvieron cada vez menos rígidas. El término “usura”, tal y como era entendido inicialmente, perdió parte de su valor, como se expresa en las Leyes de Manu: “un interés estipulado más allá de la tasa legal no puede ser cobrado: lo llaman una manera usuraria de préstamo" (Bühler, 1886, Libro 3). El concepto evolucionó, o mejor dicho mutó, a una definición más ligera –aunque en principio sigue siendo condenado–, y ya únicamente se refiere al interés cobrado en los niveles socialmente aceptados.
En el judaísmo la crítica de la usura tiene sus raíces en varios pasajes del Antiguo Testamento en los que tomar a interés es prohibido, desalentado o despreciado. La palabra hebrea para interés es neshekh –aunque en el Levítico (וַיִּקְרָא) también son usadas tarbit y marbit–, que literalmente significa “mordida” y se cree que se refiere a la extracción del interés desde el punto de vista del deudor. En el Éxodo (שְׁמוֹת) el Levítico se aplica exclusivamente, según se entiende, a los préstamos que se hacen a los pobres y desvalidos, mientras que en el Deuteronomio (דְּבָרִים) la prohibición se extiende a todos los préstamos. Esto no quiere decir que no existieran transacciones usurarias. Los antiguos judíos declararon poseer una licencia que les permitía practicar la usura. No era por la usura misma sino por las condiciones por lo que se les estaba permitido practicarla. Éstas proporcionan una clave profunda acerca de la naturaleza real de la transacción usuraria. En el Deuteronomio, capítulo 23, versículo 21, se afirma: “Al extranjero podrás prestarle a interés, pero a tu hermano no le prestarás a interés”. La palabra “extranjero” en este texto se interpreta generalmente como el “enemigo”, por lo que los judíos emplearon la usura como un arma y encontraron en ella un medio para obtener poder sobre sus enemigos.
Además de estas raíces bíblicas, existen varias extensiones talmúdicas de las prohibiciones del interés, conocidas como avak ribbit, literalmente “el polvo del interés”, que se aplican, por ejemplo, a cierto tipo de ventas, rentas o contratos de trabajo. Se distingue del rubbit kezuzah, interés adecuado a una cantidad o a una tasa acordada entre el prestamista y el prestatario. La diferencia legal consiste en que, en el segundo de los casos, si el préstamo ha sido pagado por el deudor al prestamista, el interés o excedente puede ser recuperado; en el primero, por el contrario, no es recuperable, aunque se reconoce que un contrato manchado por el polvo del interés puede no ser cumplido (Ibrahim, 2005:7).
No obstante la prohibición, esta regla no parece haber sido observada en los tiempos bíblicos. Además de varias referencias en la Torá (תּוֹרָה) a prestamistas que son implacables en su extracción del interés, en el Papiro Elefantino se menciona que entre los judíos de Egipto, en el siglo V a.C., se asumía que el interés sería cargado a los préstamos. Esto sugiere que la violación a la prohibición no era mirada como una ofensa criminal que debía sancionarse penalmente, sino como una trasgresión moral. A su vez, esto puede ser explicado, al menos parcialmente, por el cambio en las condiciones económicas, al principio en el periodo amoraico en Babilonia, cuando, al volverse incompatible con las necesidades económicas de la comunidad, se decidió prohibir el préstamo a interés. Al igual que en la antigua India, la prohibición no se aplicó de forma idéntica todo el tiempo. Más bien era como un péndulo que iba desde la prohibición total hasta una prohibición meramente moral. Incluso, se estableció una forma estándar de legalización del interés, conocida como hetter iska, que se refería al permiso para formar sociedades, lo cual se ha vuelto tan corriente que hoy en día todas las transacciones con interés son hechas abiertamente, de acuerdo con la ley judía, simplemente agregando a la nota o contrato correspondiente, las palabras al-pi hetter iskah.
En el Medievo europeo los judíos realizaron sus actividades prestamistas desde los ghettos de las grandes ciudades occidentales. Se les permitió esta práctica bajo un severo control, y eran tolerados por las autoridades siempre y cuando se considerara que prestaban un servicio útil. Sin embargo, aun dentro de una situación tan opresiva era posible para el prestamista acumular enormes ganancias mediante la práctica de la usura. En Inglaterra, durante el siglo XIII, casi la mitad de los impuestos del país eran recolectados de la comunidad judía, que representaba menos del 5% de la población. Sin embargo, los judíos no pudieron convertir su riqueza en poder, pues con frecuencia el pueblo los sometía a terribles purgas antisemitas, que en el siglo XIV derivaron en su expulsión del país, al que no regresarían sino 350 años después.
En el Islam la usura es más bien un problema personal interno. En las sociedades capitalistas occidentales es responsabilidad del Estado y de la sociedad civil la corrección de las injusticias o desequilibrios del mercado, como la distribución no equitativa de la riqueza y la usura. Según el Islam, el motivo para una mayor desigualdad económica yace en el hecho de que los gobiernos y la sociedad civil se han enfocado exclusivamente en los cambios en el mundo externo y han ignorado la necesidad de cambio interior de las personas mismas. Por lo tanto, muchas prácticas islámicas se centran exclusivamente en la transformación individual. Algunos ejemplos son los zakat, la contribución obligatoria que efectúan los musulmanes de un décimo de su ingreso para el bienestar de los pobres, y el Ramadán, el ayuno ritual comunal que realizan anualmente. También cuentan con el concepto de Khalifa, que implica la función que deben cumplir los humanos como vicerregentes o representantes de Dios en la tierra para estimular esas riquezas y permitir a los menos privilegiados vivir una vida honorable (Ibrahim, 2005:12).
Pero el Islam no alienta la pobreza material. De hecho, esta religión ve a la pobreza como fuente de infelicidad, como una causa de colapso social y un obstáculo a la búsqueda de metas espirituales. Para los musulmanes la percepción de la riqueza material es entendida como una oportunidad, como una bendición que permite que una persona sea “verdaderamente” musulmana, ya que lo libera de las luchas mundanas que obstaculizan la búsqueda de las enseñanzas del Corán. En el mundo islámico la riqueza es vista –a diferencia del budismo y del cristianismo– como un regalo que posibilita cumplir con el destino que cada quien tiene de vivir una vida de entrega a Allāh y al mismo tiempo ayudar a los demás a hacer lo mismo.
El Islam –al igual que el budismo– establece un marco moral en el cual estos esfuerzos se pueden llevar a cabo. Los conceptos de Haram (aquello que es prohibido) y Halal (aquello que es permitido) describen las actividades prohibidas y las que se pueden llevar a cabo. Tales conceptos proporcionan un filtro moral para el comportamiento individual. Entre los principales filtros morales del Islam está la prohibición del “elevado” interés en los préstamos. Esta prohibición se basa en el argumento de que el interés que se paga en capital acumulado tiende a mantener la riqueza en una minoría. Mahoma estableció la crítica de la usura con base en las enseñanzas que recogió en el Corán alrededor del 600 d.C. La palabra original utilizada es riba, referida directamente a los intereses sobre préstamos y que literalmente significa “exceso o adicción”. Así, los economistas islámicos Choudhury y Malik, basándose en el propio Corán, sostienen que la prohibición del interés en los tiempos del califa Omar era un principio bien establecido e integrado al sistema económico del Islam. Otros eruditos argumentan que no se trata de que el Islam se oponga a que el capital obtenga una recompensa; simplemente, se opone a una recompensa fija y predeterminada. Esto alienta a compartir riesgos y a un uso más justo de los recursos.
La teoría del péndulo se ve más acentuada en el Islam. Así, una escuela de pensamiento islámica surgida en el siglo XIX, dirigida por Sir Sayyed, sostiene una interpretación diferenciada entre “usura”, que se refiere a los préstamos para el consumo, e “interés”, que alude a los préstamos para la inversión comercial. Estos conceptos se basan en la interpretación de Qadi Abu Bakr ibn al-Arabi, uno de los más famosos juristas de Al-Andalus, quien definió a la usura como: “todo incremento no justificado entre el valor de los bienes recibidos y el contravalor de los bienes entregados” (Ibrahim, 2005:14). Los incrementos no justificados son aquellos que se deben a irregularidades en las condiciones generales del mercado o de la transacción misma. Por ejemplo, son incrementos no justificados los que resultan de monopolios u oligopolios, o los que produce la imposición de precios máximos o mínimos o la compulsión de una mercancía como medio de cambio o moneda, etc.; de igual forma, los debidos al alquiler de mercancías no alquilables (de consumo) o al establecimiento de incertidumbre en contratos, loterías o juegos de azar, etcétera.
En los tiempos modernos, en el mundo islámico se han desarrollado instituciones financieras que no cargan interés ni rendimiento, como por ejemplo los bancos de Irán, Pakistán y Arabia Saudita, el Dar-al-Mal-al-Islami en Ginebra y los bancos islámicos en Estados Unidos.
IV. El capital financiero en la antigua Grecia y Roma.
El mundo occidental analiza el problema de la usura en la Grecia clásica. Aristóteles (1994), por ejemplo, rechaza la usura categóricamente. Decía que de todas las formas de comercio la usura es la más depravada y la más odiosa. Aristóteles escribió (citado en Deepak Lal, 2003): “La usura es detestada por encima de todo y por el mejor de los motivos. Crea lucro del dinero mismo, no debido al objeto natural del dinero... el dinero fue creado como medio de intercambio, no para incrementar interés”. La usura no sólo se propone un objetivo antinatural, sino que hace un uso erróneo del dinero como tal, pues el dinero fue creado para el intercambio, no para ser incrementado mediante la usura. Ésta es la reproducción antinatural de dinero con dinero. Platón (1991, cap. 5) añadió, además de la crítica de Aristóteles, que la usura enfrentaba inevitablemente a una clase contra otra y era, por lo tanto, destructiva para el Estado. Consideraba el pago del interés como enemigo del bienestar social por crear una clase, la de los ricos prestamistas usureros, a costa de la de los pobres prestatarios. Otros autores, como Aristófanes y Plutarco, se fueron aún más lejos y consideraron todo pago de interés como un robo (Ibrahim, 2005:4).
Los romanos retomaron los conceptos económicos de la antigua Grecia, pero avanzaron en los conceptos del derecho. Pensadores como Séneca (1935, VII y X) y Cicerón (1913, II y XXV) condenaron a la usura de tal forma que la compararon con el asesinato. En las reformas legales (Lex Genucia) de la República Romana (340 a.C.) se prohibió toda actividad usurera. Sin embargo, en todo el periodo de la República la práctica de la usura fue común. Bajo el mandato de Julio César, en una época en la que el número de deudores era excesivamente alto, incluso se tuvo que imponer un tope de 12% de interés, y durante el gobierno de Justiniano la tasa fue reducida a una media de entre el 4 y el 8%. Esto muestra otra vez la teoría del péndulo y cómo se tuvo que actuar. En todos los momentos hubo excesos y en cada uno se intervino mediante alguna regulación, haya sido de índole legal como en el imperio romano o moral como en el judaísmo, el Islam, el hinduismo y el budismo.
V. El capital financiero en el medievo.
La prohibición a la usura fue tomada como causa por la Iglesia Cristiana, en cuyo seno el debate prevaleció con intensidad durante más de mil años. En vez de seguir con el pensamiento legal romano, se resucitaron los decretos del Antiguo Testamento. Las tres citas de éste mencionadas a continuación muestran que la prohibición de la usura se remonta a las raíces legales y éticas de la civilización hebrea:
“No tomarás interés ni usura, antes bien teme a tu Dios y deja vivir a tu hermano junto a ti. No le darás a interés tu dinero ni le darás tus víveres a usura” (Levítico, 25:36).
“No prestarás a interés... ya se trate de réditos de dinero, o de víveres, o de cualquier cosa que produzca interés” (Deuteronomio, 23:20).
“...[quien] no presta con usura ni cobra intereses..., un hombre así es justo” (Ezequiel, 18:8-9).
Con base en la autoridad de estos textos, la Iglesia Católica prohibió hacia el siglo IV la toma de interés al clero, regla que luego extendieron –en el siglo V– al laicado. La prohibición fue confirmada y aun reforzada por los primeros cristianos, como Gregorio Nysseno (PG 46) y Juan Chrisostomo (PG 53). San Agustín (PL 33), por ejemplo, definió como usura toda transacción en la que una persona esperara recibir más de lo que ha dado; él consideraba a la usura tan deleznable, que cualquier beneficio obtenido de ella ni siquiera podía darse como limosna. En el siglo VIII, bajo Carlomagno, la usura fue declarada como delito, posición que Santo Tomás de Aquino (2-2:lxxviii) seguía manteniendo con claridad y vigor en el siglo XIV. El movimiento antiusura cobró fuerza durante la Alta Edad Media, sobre todo en 1311, cuando el papa Clemente V prohibió totalmente la usura y declaró nula toda legislación secular en su favor. Dante, en su obra magistral La Divina Comedia, había puesto a los usureros en el mismo círculo de los violentos y de los practicantes de vicios contra natura.
La objeción principal a la usura que puso la Iglesia Cristiana consistió en que se trataba de un ingreso no ganado legítimamente –según la Biblia, el pan se debe ganar “con el sudor de la frente”–, lo que derivó en la “doctrina del justo precio”, expresada en 1515 en el Concilio de Letrán, donde se consideró a la usura como una ganancia obtenida sin trabajo, es decir, no fructífera en sí, y a expensas o riesgo del prestamista. La consideraron en el Alto Medievo como “vender una hogaza de pan y luego realizar un sobrecargo por su uso” o, como señalara Santo Tomás, “vender el vino y su uso separadamente” (Strathern, 1999:87).
No obstante, fueron apareciendo tanto vacíos en la ley como contradicciones en los argumentos de la Iglesia, lo que originó una lenta revisión de las ideas a favor del cobro de intereses. Algunos intelectuales, dentro de la más pura ortodoxia y en el seno de la Iglesia Católica, defendieron la legitimidad del cobro de intereses. Muy comentada en su tiempo fue la obra De usuras y simonía (1569), en la que su autor, Martín de Azpilicueta, justifica los préstamos con interés. Como resultado de estas influencias, de acuerdo con el teólogo Ruston, alrededor de 1620, “la usura pasó, de ofensa a la moralidad pública que un gobierno cristiano hubiera debido suprimir, a materia de conciencia personal, y una nueva generación de moralistas cristianos redefinieron la usura como interés excesivo” (Hamed, 1999).
Se observa que tanto en la tradición judeocristiana como en la grecorromana, que constituyen la principal fuente de la civilización occidental, las opiniones eran unánimes a este respecto. La práctica de la usura ha estado sometida a prohibición desde tiempos antiguos. Atribuir esto al primitivismo, ingenuidad y falta de comprensión de la realidad económica –algo que muchos detractores, como los neoliberales y los ordoliberales, han hecho y siguen haciendo– es tan sólo arrogancia y un modo de eludir las cuestiones intelectuales que subyacen en este problema. La base de la prohibición era ética y teológica, y por consiguiente tenía en cuenta cuestiones mucho más profundas que el simple pensamiento de la libertad económica, como argumentaba, por ejemplo, Friedrich August von Hayek y Ludwig von Mises: a saber, la comprensión de que la esencia de la transacción usuraria –que garantiza a alguien la obtención de algo por nada– constituye una violación de la ley natural y está, por lo tanto, abocada a producir desequilibrio tanto social –incrementando la brecha entre ricos y pobres– como político, como lo expuso Platón. Hasta la Alta Edad Media, cualquier inconveniencia que se produjera en el ámbito de las transacciones comerciales era sacrificada en aras del bienestar público general, que era considerado de mayor importancia. También es importante recordar que el rechazo a la usura se ha mantenido entre los creadores literarios. Así, por ejemplo, Goethe (2006, Parte II, Acto 1, Escena 2) y Richard Wagner combatieron la usura hasta el grado de poner en riesgo su vida y Proudhon (1983:163) consideraba que la usura es la primera causa de paralización comercial e industrial.
Si bien en la mayor parte del mundo hubo alguna regulación de la usura que se modificaba según las circunstancias económicas, y por ello se puede considerar que el péndulo funcionaba bien, en el mundo occidental el péndulo parece haber ido más bien sólo en una dirección después del Medievo. Aunque siempre hubo intentos de contrarrestar esta tendencia, jamás fue una opción real para el liberalismo. Mientras que en el Medievo prevaleció una clara regulación, esto comenzó a cambiar gradualmente con el Renacimiento italiano, cuando la usura subvirtió el orden tradicional hasta alcanzar su punto crítico el 31 de octubre de 1517, cuando Martín Lutero clavó sus 95 tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg dando inicio a la Reforma. El ascenso del protestantismo incidió fuertemente en el cambio, aun cuando hay que destacar que los tres grandes reformadores: Martín Lutero (1483-1546), Ulrich Zwingly (1484-1531) y Juan Calvino (1509-1564) expresaron reservas acerca de la práctica de la usura, sin por ello condenarla.
Las repercusiones de este desafío a la autoridad de Roma excedieron con mucho la intención de Lutero de reformar una institución corrompida. Con esta acción los reformistas consiguieron más de lo que ningún ejército invasor había logrado: destruir la unidad de la Cristiandad occidental. Su intención había sido eliminar las barreras que se interponían entre el individuo y Dios; pero el resultado fue que se abrieron las puertas a una ilimitada libertad individual de acción.
Al romper con Roma, los reformistas dejaron a la gente a la deriva, libres de la moral tradicional que había mantenido la Ley Canónica de la Iglesia y de la cual formaba parte la prohibición total de la usura. La Iglesia Católica, a pesar de todas sus desviaciones y de su corrupción, representaba una tradición continuada que se remontaba a las enseñanzas de Jesús y, antes de él, a las de Moisés. Al quebrarse su autoridad con la Reforma, era inevitable que las antiguas restricciones a la usura fueran abandonadas. Curiosamente, esto habría de producirse, aunque parezca difícil de creer, de la mano de Juan Calvino, conocido como uno de los más estrictos moralistas puritanos de aquella época.
Mientras que anteriormente el asunto de la usura estaba sujeto a un cuerpo de doctrina consagrado por la tradición, Calvino intentó tratar la ética de los préstamos como un caso más entre los diversos problemas que enfrentaba la sociedad humana y que debían ser resueltos de acuerdo con las circunstancias. Calvino desechó todo pasaje del Antiguo Testamento relativo a la usura y también los precedentes judiciales del pasado, por considerarlos inaplicables a las circunstancias de su época, argumentando que cobrar interés sobre el capital es tan razonable como cobrar renta por la tierra, lo cual “abrió las compuertas a una inundación que desde entonces ha arrasado la tierra” (Ibrahim, 2005:15).
Calvino se encargó personalmente de la legalización de los préstamos de dinero con interés, dando así confirmación legal a una práctica que había sido considerada ilegal desde los tiempos más remotos. El hecho de que permitiera sólo intereses moderados y de que matizara esta licencia suya con condiciones estrictas no vino a alterar nada. El comerciante tenía ahora un precedente basado en la opinión de alguien que hablaba con autoridad religiosa (Ibrahim, 2005:7). Para Calvino, la ley moral había cambiado y, por lo tanto, ya no era inmoral cobrar intereses. Sin embargo, generó una nueva polémica cuando sustituyó la pregunta sobre si debería permitirse el interés por la de cuál era la tasa admisible.
VI. La reforma del sistema financiero en Gran Bretaña.
A diferencia de los reformistas de la Europa continental, en Inglaterra el rey Enrique VIII no fue tan escrupuloso. Este soberano había ganado la aprobación papal y el título de “Defensor de la Fe”, pero al romper con Roma al serle negada la anulación de su primer matrimonio con Catalina, la hija menor de Carlos I de España, se erigió como la cabeza de la Iglesia Anglicana. No tardó en aprovechar al máximo esta nueva situación. La licencia que siguió otorgándose en asuntos de matrimonio es notoria. Lo que es menos conocido, y si bien infinitamente más importante en términos histórico-económicos, es que una de sus primeras acciones, siguiendo el precedente de Calvino, fue conseguir de los comerciantes de la City un préstamo al diez por ciento anual –índice que fue fijado como el límite del interés moderado–, poniendo así el sello de la aprobación real y religiosa a la usura en Inglaterra. Con el tiempo los propios eclesiásticos capitularon en pedir la prohibición de la usura y comenzaron a redefinirla para ajustarla a la práctica comercial en uso, de forma que sólo se prohibió imponer tasas de interés excesivas. El problema de esta nueva posición fue que jamás se definió qué se consideraba “una tasa de interés excesiva”. Para efectos prácticos, los comerciantes occidentales han tenido la rienda suelta la mayor parte del tiempo desde la Reforma hasta hoy.
De esta forma comenzó a nacer el sistema financiero occidental que conocemos en la actualidad. Enrique VIII (1491-1547) cambió radicalmente el panorama al elevar a la clase mercantil que estaba asentada en las grandes ciudades. La animó a que se convirtiera en terrateniente, para así dividir los grandes latifundios de las familias aristocráticas. Este proceso recibió un impulso aún mayor al expropiar y venderle a la clase mercantil las tierras de la Iglesia cuando se clausuraron los monasterios. Al mismo tiempo, se alentó a los nobles para que salieran de sus haciendas y pasaran más tiempo en la Corte de Londres. Los altos costos de mantenimiento de los palacios tanto en Londres como en el campo, junto con la extravagancia y el gasto que traía consigo la vida en la Corte, llevaron a muchos aristócratas a experimentar serios problemas de liquidez. La clase mercantilista comenzó a usurar con este estrato social, dándole préstamos con elevados intereses al cortesano en apuros de liquidez, que dejaban como garantía de la deuda los títulos de propiedad de sus fincas. De este modo, muchas propiedades empezaron a verse cargadas de deuda, y cuando el noble incumplía con el pago, la finca que garantizaba la hipoteca pasaba a manos del comerciante-prestamista.
Los comerciantes y nuevos propietarios de las tierras, sin importar si las habían adquirido mediante compra o por impago, no tenían relación alguna ni estaban interesados en las costumbres, derechos y responsabilidades de la época feudal. Redujeron el trabajo de prácticas de cientos de años a un único fin: incrementar sus ingresos y, por consiguiente, la producción marginal. Esto generó también que, a causa de sus deudas, los antiguos terratenientes se vieran obligados a incrementar la producción de sus fincas para así evitar que pasaran a manos de sus acreedores. El sistema feudal de campo abierto ya no era un sistema agrícola que favorecía la explotación extensiva, sino que para cumplir con los intereses de una mayor eficiencia económica se introdujo el “cercado”, para así aumentar la producción marginal intensiva. Por otra parte, las operaciones necesarias para el cercado de las propiedades –creación de setos, taludes, zanjas, drenajes; la reubicación de edificios y caminos, etc.– generaban gastos considerables (AbdalHaq Bewley, 2005:9). Surgió así un sistema de financiamiento, dominado por los prestamistas y totalmente desregulado por autoridad alguna, que se caracterizaba por tasas de interés desproporcionadas.
El poder de la clase mercantilista se incrementó considerablemente. En el Parlamento británico la clase aristocrática fue sustituida por la clase burguesa y mercantilista. El sector financiero comenzó a dominar el sector político. Cromwell (1599-1658), por ejemplo, recurrió a los banqueros holandeses para financiar sus guerras, entre ellas la Guerra Civil, la expedición a Irlanda y la guerra contra Holanda. Esta última, también llamada “La Primera Guerra Holandesa”, fue el primer conflicto por razones puramente comerciales y financieras y mostró cómo el comercio comenzaba a adquirir protagonismo en el ámbito político. Demostró también que el sector financiero, institucionalizado por la banca, se beneficia siempre con la guerra sin importar de qué lado está. El conde de Clarendon, principal consejero de Carlos II y primer ministro al restablecerse la monarquía en 1660, escribió en el exilio que los banqueros, de los que nunca se había oído hablar antes, fueron una tribu que surgió y creció en la época de Cromwell. Hasta entonces todo el comercio del dinero había pasado por las manos de los notarios, que eran en su mayoría orfebres (Clarendon, 1641:243).
El relevo de Cromwell por Carlos II, hijo de Carlos I, fue la muestra más clara del nuevo sistema político-económico, muy parecido al sistema actual. Si bien de nuevo había un rey, éste sólo existió de nombre. La monarquía fue sustituida por el parlamentarismo y el rey ya sólo era una “figura decorativa”. El control ejecutivo pasó a manos del Parlamento, que estaba –y sigue estando– en las manos de los intereses del sector financiero. El poder del nuevo grupo político fue tal que depusieron al rey James e invitaron a William III (1650-1702), príncipe de Orange– a viajar desde Holanda para hacerse cargo del trono. Los términos bajo los que debía acceder fueron dictados por el Parlamento. William se trajo consigo a un banquero personal de Ámsterdam y detrás de él vinieron muchos otros financieros de esa ciudad, que en esa época era el centro financiero de Europa. Esto provocó que Ámsterdam entrara en decadencia y que Londres se volviera el nuevo centro de las finanzas mundiales. Se introdujo la Ley de la Tolerancia Religiosa para eliminar cualquier obstáculo de índole religiosa que se interpusiera en el camino de los banqueros y financieros. Se creó el Banco de Inglaterra, el cual tenía licencia del gobierno para descontar letras de cambio e imprimir el dinero que quisiera. Por último, se estableció la “Deuda Nacional”. El Estado encontró en el Banco de Inglaterra una enorme fuente de poder adquisitivo, a cambio de la promesa de pagar un interés a largo plazo. Así, una parte significativa de los impuestos recolectados fue asignada al pago de este interés. A partir de ese momento las transacciones usurarias fueron tomando un papel cada vez más importante en los asuntos económicos, hasta llegar a nuestros días, en los que han permeado de tal modo la existencia cotidiana que la vida sin ellas es inconcebible. En menos de 200 años, la usura pasó de constituir un delito condenado absolutamente desde la antigüedad a ser considerada como una forma reconocida y honorable de hacer negocios y dominar la política pública.
VII. Conclusión de las reformas: Las bolsas de valores, la gran innovación en los mercados financieros.
El sistema financiero, que estaba constituido en aquella época por el sistema bancario, tenía una gran limitante. Sólo podía prestar los flujos de capital que poseía. Así, la regla de oro bancaria únicamente permitía prestar un monto igual al que se podía emitir como una obligación y sólo se podía ganar por la diferencia de la tasa activa y pasiva. Por tal motivo, comenzó una segunda forma de inversión: las bolsas de valores.
Aunque había algunos indicios de instituciones parecidas a las bolsas en el Imperio romano, éstas no se remontan hasta la antigüedad. Se considera que la primera bolsa de valores –y que también tenía este nombre– fue fundada en 1409. La familia patricia Van der Beurse puso una pensión para comerciantes en Brügge, la cual se convirtió en el punto central del intercambio de la región. Los tres monederos en el escudo de la pensión se volvieron tan famosos que se le empezó a conocer como “bolsa”, nombre con el que hasta el día de hoy se le conoce. Este ejemplo fue copiado en otros lugares del continente y en Gran Bretaña, entre los que destacan Augsburg, Köln, Hamburgo, Londres, Lyon, Nüremberg y Venecia. El sistema de la bolsa se desarrolló hasta volverse una bolsa de derivados, donde los comerciantes pagaban ex-ante la mercancía que iba a ser transportada desde las colonias, lo que aseguraba tanto al vendedor vender su carga sin grandes problemas como al comprador tener la mercancía que necesitaba; es decir, los forwards se estaban transformando en lo que hoy conocemos como “futuros”. Aunque hubo algunos intentos de prohibir el negocio a plazos –sobre todo en Inglaterra y Holanda–, éstos no tuvieron éxito. Los contratos futuros habían nacido.
La primera bolsa institucionalizada que comenzó a negociar activos financieros fue la Bolsa de Ámsterdam, que inició operaciones en 1602. Sus principales títulos eran acciones de la Dutch East India Company. Posteriormente se negociaron los primeros títulos de deuda estatales; se crearon instrumentos modernos como opciones y las operaciones de cobertura con cámara de compensación (futuros), y se hicieron los primeros intentos para crear índices bursátiles. Estas innovaciones favorecieron a la Bolsa de Ámsterdam, que se convirtió en la bolsa más importante de Europa. Esto provocó un gran incremento de transacciones financieras, que en 1619 desencadenó la primera crisis bursátil: la crisis de Lübeck, de la que desafortunadamente existe escasa información para poderla documentar.
Al periodo transcurrido entre 1634 y 1637 se le conoció como la “Euforia de los Tulipanes” y terminó abruptamente. En esa sucedió un fenómeno, después muy conocido, al que se puede considerar como la primera burbuja especulativa del capital bursátil documentada. Los precios de los tulipanes se incrementaron constantemente, hasta que la salida de algunos inversionistas en títulos de esta cebolla exótica generó el estallido de la burbuja.
En los años siguientes el mercado accionario fue dominado por las grandes empresas del comercio. El nuevo invento fue justificar los incrementos del precio de las acciones con promesas de altos rendimientos futuros. Al salir a la luz pública algún escándalo u otro tipo de información que no favorecía las expectativas, se generaba una crisis que podía provocar el fin de tales empresas, como sucedió en 1688 con la Compagnie d’Occident, en 1711 con la Burbuja de la South Sea y en 1720 con el escándalo de Mississippi. Las expectativas eran irracionales y el manejo de varias de las empresas fraudulentas fue del conocimiento público, como lo expresa la siguiente cita de un banquero llamado Martín: “Cuando el resto del mundo enloquece, debemos imitarlo en cierta medida” (Carswell, 1960:161), o esta cita de Adam Smith acerca de la Burbuja de la South Sea: “Contaban con un vasto dividendo de capital entre un nutrido grupo de propietarios. Por lo tanto, era de esperar que la locura, la negligencia y la prodigalidad reinaran en toda la gestión de sus asuntos. La bellaquería y el derroche de las operaciones de sus intermediarios de Bolsa son suficientemente conocidas como negligencia, despilfarro y malversación de los empleados de la compañía”(Smith, 1776:703-4).
A diferencia de la usura generada por el préstamo de dinero, la usura en forma de capital ficticio o especulativo tenía como principal diferencia que ni la tasa de interés ni el tiempo de inversión eran conocidas ex-ante. El rendimiento dependía en gran medida de la especulación de los demás agentes del mercado –lo que Adam Smith llamó “sobrenegociación”–, y ello provocó la volatilidad del precio de los títulos. La diferencia principal entre el capital especulativo y la usura del prestamista radica en que el primero depende en gran medida del rendimiento de las ganancias de capital, es decir, de la diferencia entre el precio de compra y de venta, por lo que mientras esta última no se realiza el rendimiento es únicamente contable. Esto origina nuevos problemas. Se ha observado que en épocas de auge el precio del activo se incrementa excesivamente y con el tiempo el sistema experimenta un agotamiento, lo que tiende a desatar una crisis financiera por las ventas de pánico (Kindleberger, 1991, capítulo2). Por tal motivo, el capital especulativo es mucho más riesgoso y, en comparación con la usura bancaria, es mucho más difícil de regular.
Los principales activos que se han negociado, y por consiguiente se han especulado, a lo largo de la historia pueden apreciarse en el cuadro siguiente:
El hecho de que las bolsas sean un instrumento muy eficiente en la alocación o distribución de recursos, y hasta cierto punto en la distribución de las rentas, no significa que sea un instrumento perfecto y que no necesite regulación. A través de la historia han sucedido una gran cantidad de casos de especulación –con o sin intenciones fraudulentas– que han generado crisis en el ámbito financiero. Toda fase de especulación comienza con expectativas de incremento de las utilidades. Posteriormente, los mismos accionistas, en su euforia por hacerse ricos, incrementan el precio de las títulos. Como diría Kindleberger (1991:36): “No hay nada tan molesto para el bienestar y el buen juicio de una persona como ver a un amigo hacerse rico”. Esta conducta lleva a incrementar el número de personas y compañías que desean convertirse en accionistas. La esperanza de obtener un beneficio se separa de la conducta normal y racional –uno de los supuestos básicos de la teoría neoclásica–, y deriva en las que se han denominado “manías” o “burbujas”. El incremento en las expectativas se vuelve cada vez más seductor, lo que incita la participación de un sinfín de nuevos accionistas que no conocen ni el sistema ni a la empresa en la que están invirtiendo: su único interés es enriquecerse. Al pasar el tiempo –a veces años–, sale a la luz que las expectativas eran ilusorias, o inclusive verdaderas estafas, y como una manada irracional los accionistas tratan de deshacerse de sus títulos, lo cual puede llevar a una depresión financiera.
Hasta el siglo XVIII los mercados financieros más interrelacionados eran los de Holanda, Gran Bretaña, los distintos países que hoy conforman Alemania, el Imperio Austro-Húngaro y Francia. En el siglo XIX se sumó Estados Unidos. Italia, por otro lado, jugó un papel importante en las crisis de 1866 y 1907, pero posteriormente empezó a jugar un papel modesto.
A partir del siglo XIX la bolsa comenzó a ser el principal medio de financiación; por ella pasaba la venta de acciones de los grandes proyectos industriales, en especial del ferrocarril. Para atraer más inversionistas se crearon, por un lado, las agencias calificadoras que deberían evaluar a las empresas y dar así seguridad a los inversionistas, y por otro, se comenzaron a crear nuevas teorías del capitalismo industrial. De esta manera, Alvin Hansen, por ejemplo, sostenía que las teorías basadas en la incertidumbre del mercado, en la especulación de bienes, en la sobrenegociación, en los excesos del crédito bancario, en la psicología de los operadores y comerciantes, encajaban efectivamente en la primera fase “mercantilista” o comercial del capitalismo moderno. Pero, a medida que avanzaba el siglo XIX, los capitalistas de la industria [...] se convirtieron en los principales canalizadores de fondos, buscando un pingüe beneficio a través de los ahorros e inversiones” (Kindleberger, 1991:41). Sin embargo, no se puso en práctica ninguna medida para restringir a la especulación, sino que más bien se favoreció la aparición de nuevos fraudes especulativos, como se puede leer en las obras de Alejandro Dumas: El tulipán negro (1850), Honoré de Balzac: Cesar Birroteau (1837) y Émile Zola: El dinero (1891).
Aunque en esta época las instituciones eran más sólidas –al ser supervisadas por las agencias calificadoras– y con un sistema de contabilidad más regulado, con lo que se protegía a los inversionistas de fraudes tan inocentes y banales como los de la South Sea Company y de Mississippi, y debido a la necesidad de las empresas de obtener grandes cantidades de capital para la producción, el mercado secundario seguía siendo un escenario dominado por la especulación. Que la promoción de las acciones tuviera poca conexión con la realidad se puede observar en las siguientes tres citas:
“Muchas compañías se fundaron sin emprender operaciones, ferrocarriles sin ruta ni tráfico” (Hansen, 1934:103).
“Las compañías de construcción proliferaron como setas. En lugar de construir, muchas de ellas es-peculaban con terrenos edificables” (Kindleberger, 1991:117).
“El puente de Limehouse y Rotherite [...] no hacía ninguna falta que llegaran a construir el puente; probablemente, eso era incuestionable. Pero si un comité de la Cámara de los Comunes llegaba a decir que había que construirlo, sin duda podrían calcular con toda seguridad la venta con pingües beneficios” (Trollope, 1860:346).
Entre 1869 y 1929 se incrementaron los estallidos de burbujas financieras a causa de los fraudes. Sin embargo, estos hechos no generaron una disminución de accionistas ni del capital especulativo, sino que éstos aumentaron, convirtiendo a la especulación en un deporte popular.
A comienzos del siglo XX apareció un nuevo agente en los mercados financieros: los fondos de inversión, los que comenzaron a manejar cada vez más volúmenes y a obtener un incremento significativo de poder en la toma de decisiones de las empresas. Lo novedoso de estos agentes financieros fue que su poder de influencia sobre el managment de la empresa ya no dependía de la cantidad de acciones comunes, y por consiguiente de los votos que poseían –los fondos de inversión estaban más interesados en el rendimiento que en la empresa misma, por lo que sus portafolios contenían principalmente acciones preferentes–, sino de los volúmenes que manejaban, por los que influían directamente en el precio de las acciones y, en consecuencia, en las ganancias de capital, la parte más importante del rendimiento sobre el capital. Esto creó una nueva relación entre accionistas y gerencia. En los fraudes, hasta ese momento, era la gerencia la que se enriquecía a costa de los accionistas; ahora, sin embargo, se trataba de un grupo de accionistas que obligaba –voluntaria o involuntariamente– al mangement a estafar a otro grupo de accionistas. Este hecho cambió bruscamente el paisaje bursátil; las viejas instituciones estaban obsoletas y rebasadas. Y como suele pasar, el Estado tardó en legislar al respecto.
La primera nación en legislar instancias públicas para evitar, o mejor dicho reducir, la especulación fue Prusia. En 1896 el gobierno del “Canciller de Hierro”, Otto von Bismarck, legisló la primera ley bursátil y creó una comisión de supervisores bursátiles. En los demás países, aunque hubo leves intentos, como en el caso de Inglaterra, instituciones de esta envergadura apenas se crearon tras el Viernes Negro de 1929. El Estado en sí, con la excepción prusiana, jamás intentó regular al mercado bursátil. Únicamente en situaciones de crisis, cuando la situación lo requería, hubo intervención reguladora. Por otro lado, desde la primera crisis bursátil de Lübeck el Estado jugó un papel fundamental en la creación de expectativas. En dicho periodo –al que se llamó Kipper und Wipper–, por ejemplo, no se reguló ni se impidió la falsificación de papel moneda. En las crisis subsiguientes los principales agentes eran principalmente los bancos, cuya regulación y supervisión por el Estado eran nulas o muy deficientes. Así, John Law utilizó el Banque Générale y la South Sea Companyel Sword Blade Bank, para financiar a sus respectivas empresas vendiendo bonos chatarra y estafando a los accionistas ante la complacencia de las autoridades. Es más, en 1720 el rey Jorge II legisló la Bubble Act, que tenía como finalidad prohibir cualquier competencia a la South Sea Company, sobre todo, porque muchas otras empresas trataban de beneficiarse de la euforia bursátil y, por consiguiente, absorber la liquidez que era necesaria para dicha empresa.
Frente a la presión de tanta falsificación, el gobierno británico tuvo que legislar dos decretos bancarios (1826 y 1833), pero esto no redujo en lo más mínimo las crisis, como se puede observar en la crisis de las bancas rurales en la misma Inglaterra. Y aunque hayan pasado casi 500 años de la crisis de Lübeck, se siguen sucediendo las mismas negligencias de las autoridades supervisoras. En el reporte de otoño de 2007 el Fondo Monetario Internacional argumentó que uno de los dos puntos fundamentales de la crisis hipotecaria era la falsificación de calificaciones de las deudas por parte de las dos principales calificadoras (FMI, 2007), además de que fracasaron los sistemas de cómputo. Al igual que en la crisis asiática, cuando el FMI salió a regañar enérgicamente a las calificadoras y a exigir que hubiera instancias mundiales de regulación, no se ha visto intención del mismo instituto para promover un marco regulatorio.
En todos los casos la intervención del Estado ha sido ex-post. A veces su intervención ha sido muy benévola (como en el caso de Alexander Fordyce, al que en 1792 se dejó escapar al continente europeo), mientras que en otros casos es extremadamente duro (como en el caso de John Sadlier, falsificador de títulos de propiedad, que fue ejecutado en 1824, o el de los directivos de Enron Kenneth Lay, Jeffrey Skilling, Andy Fastow y Rick Causey, quienes recibieron condenas de hasta 45 años de prisión (Eichenwald, 2006).
Un segundo punto, que abarca desde la gerencia bancaria hasta los formadores de opinión o periodistas, pasando por las instancias gubernamentales, lo constituyen las estafas y los fraudes. Las crisis financieras están íntimamente ligadas con las transacciones que sobrepasan los confines de la ley y la moralidad. La estafa y la especulación se relacionan muy estrechamente desde el momento en que lo legal ya no justifica las expectativas de los inversionistas. Recuérdese la burbuja TIC de finales del siglo XX, durante la cual las empresas pagaban a banqueros y reporteros para seguir propagando la euforia de sus empresas, aun cuando la gran mayoría de ellas tenía un Value Growth Duration de varias décadas o inclusive varios cientos de años. Al mismo tiempo, en otros ámbitos las instancias gubernamentales se hacían de la vista gorda, como hizo la SEC en los casos de falsificación de balances de Worldcom, VA Linux y Enron, entre otros (Hens, 2001:1147-1154).
Estos casos de corrupción no son nuevos y se puede encontrar un recuento histórico de ellos en los artículos de Jacob van Klaveren. (1957:289-324 y 1959:204-231). En estos artículos se narra, por ejemplo, la malversación de fondos pertenecientes a los accionistas que llevaron a cabo los empleados de la East India Company y de la Royal African Company. El periodismo influyó tanto en la venta de acciones como en la creación de expectativas. Daniel Defoe, quien había expresado su escepticismo en 1719 cuando las acciones de la South Sea Company estaban en 120, cambió de opinión y comenzó a escribir eufóricamente cuando las acciones alcanzaron su máximo de 1000. Otro caso que corrobora estos hechos es el Charles Savary, del Banque de Lyon, quien tenía a 500 periodistas bajo contrato para que exageraran las noticias. La lista es interminable, pero en todos los casos el Estado actuó de forma omisa y dejó de fungir como regulador.
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