Contribuciones a la Economía


"Contribuciones a la Economía" es una revista académica con el
Número Internacional Normalizado de Publicaciones Seriadas
ISSN 16968360

 

Ciencia e Ideología en la Docencia de la Economía

 

José Francisco Bellod Redondo (CV)
Universidad Politécnica de Cartagena, España
bellodredondo@yahoo.com
 

 

RESUMEN
En el presente artículo analizamos el papel de la economía marxista en la enseñanza de la Economía. En nuestra opinión, el escaso protagonismo de la obra de Marx en las enseñanzas oficiales no puede justificarse por los defectos formales de sus teorías, ya que deficiencias perfectamente equiparables podemos encontrar en los modelos neoclásicos y en sus herederos. Es necesario pues reconocer el papel que la ideología juega en la selección de conocimientos y en la formación de los currículos docentes universitarios.
 JEL: A20, B20.
 


Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:

Bellod Redondo, J.F.: “Ciencia e Ideología en la Docencia de la Economía" en Contribuciones a la Economía, diciembre 2006. Texto completo en http://www.eumed.net/ce/


 

1.- Introducción.

 

            Es obvio que, hoy por hoy, la economía marxista no forma parte de los ingredientes fundamentales de la formación de los economistas de nuestro tiempo. Basta con examinar los planes de estudio de las Facultades de Economía de las Universidades españolas ó de nuestro entorno, para percatarse de ello. La Teoría del Valor de Marx suele integrarse como un residuo en alguna asignatura del tipo “Historia del Pensamiento Económico” ó “Historia de las Doctrinas Económicas”, recibiendo un tratamiento similar al de un curioso hallazgo arqueológico. A Marx se le trata, parafraseando a Dobb (1937), como a uno de esos venerables pero equivocados precursores de la ciencia económica: un artista primitivo. Por supuesto nos referimos estrictamente a la obra de Karl Marx: la obra de sus seguidores ni siquiera tienen la suerte de aparecer en los “textos académicos oficiales”[1].

            Sucede incluso que para buena parte de quienes están involucrados en la formación de los futuros economistas este resulta ser un tratamiento razonable. Al fin y al cabo ¿por qué introducir las enseñanzas de un crítico acérrimo del capitalismo en los programas de estudios de una sociedad capitalista como es la nuestra?

  Este argumento es incongruente. Y lo es porque supone aceptar algo que va en contra de la declaración de principios de la mayor parte de los economistas académicos. Si hemos de desterrar la economía marxista de la práctica docente porque Marx fue un enconado enemigo del capitalismo estamos aceptando tácitamente que la formación científica (y en general la formación universitaria) es una herramienta ideológica al servicio del sistema. Un planteamiento, por cierto, muy marxista (la programación docente forma parte de la superestructura que refleja los intereses de clase, de la clase dominante) pero que los textos académicos oficiales rechazan de plano. Si tomamos cualquier manual de Teoría Económica de los utilizados de forma generalizada en nuestras Universidades[2], puede comprobarse que todos, sin excepción, comienzan con una declaración de principios   sobre el carácter científico de la materia a estudiar. Concretamente suele incluirse una disquisición acerca de lo que es Economía Normativa y Economía Positiva. La primera contiene el sesgo de la ideología del economista, la segunda es, presuntamente, el resultado puro de la actividad intelectual, cierta, insesgada. Y a partir de esa distinción, todo manual al uso comienza a proyectar conocimientos presuntamente “desideologizados” sobre la mente del futuro economista. Tratar de construir una Teoría Económica desideologizada es a todos los efectos absurdo. Como indica Marx (1992, p XV), "en economía política, la «libre investigación científica» tiene que luchar con enemigos que otras ciencias no conocen. El carácter especial de la materia investigada levanta contra ella las pasiones más violentas, más mezquinas y más repugnantes que anidan en el pecho humano: las furias del interés privado. La venerable Iglesia anglicana, por ejemplo, perdona de mejor grado que nieguen 38 de sus 39 artículos de fe que el que se la prive de un de sus ingresos pecuniarios". En realidad, en un ejercicio de honestidad intelectual, debería tenerse en cuenta, como indica Schumpeter (1994, p.46) que "todo argumento científico producido por «abogados» de tal o cual causa, estén o no pagados por ello, son tan buenos o tan malos como los de los «filósofos desinteresados», si es que esta especie existe en realidad. Nótese que de vez en cuando puede ser interesante preguntarse por qué dice un hombre lo que dice; pero que, cualquiera que sea la respuesta a esa pregunta, no nos dirá nada acerca de si lo que dice el hombre es verdadero o falso. No confiaremos en el barato expediente de la lucha política - demasiado frecuente también, por desgracia, entre los economistas - que consiste en discutir una proposición por el procedimiento de atacar o ensalzar los motivos del hombre que la sostiene, o el interés por el cual o contra el cual parece hablar la proposición". Deberíamos reconocer el papel de la ideología en vez de excluir los razonamientos científicos por condicionantes ideológicos.

            En otras ocasiones el argumento para excluir la economía marxista puede revestir un carácter verdaderamente falaz. No son pocas las ocasiones en las que se utiliza el fracaso del “socialismo real”, la “caída del muro de Berlín”, para justificar el fracaso de la economía marxista. Probablemente se el argumento más absurdo y a la vez el más extendido. Se trata de una suerte de refutación de la economía marxista presuntamente “empírica”. Pero aún si asumiéramos la “interpretación oficial” de dicho fracaso, lo cierto es que no justifica el ostracismo de la economía marxista: “El Capital”, obra esencial del marxismo, versa sobre el funcionamiento de la economía capitalista, no sobre la socialista. De hecho, salvando el “Manifiesto Comunista” y las “Glosas Marginales al Programa de Gotha”, Marx escribió muy poco sobre socialismo, particularmente sobre economía socialista. Por otra parte, en cuanto a “refutación empírica” poco pueden argüir en su favor las principales escuelas de pensamiento económico actual (monetaristas y keynesianos). La crisis generalizada de las economías occidentales en la década de los ´70, con una explosión mancomunada de desempleo e inflación, puso en tela de juicio los planteamientos keynesianos: las políticas keynesianas poco pudieron hacer frente a la crisis. Y otro tanto sucede con el monetarismo: la crisis mexicana de 1995, la crisis del sudeste asiático y Rusia en 1997, la crisis argentina del 2000 tuvieron lugar en países que se aferraron incondicionalmente a posiciones monetarias.  

            Pero, probablemente, de entre todas las causas que presuntamente justifican la exclusión de la “Teoría del Valor” de Marx, la que tiene un carácter netamente científico es la que hace referencia a los “errores analíticos”. Nos referimos concretamente al llamado “problema de la transformación de los valores en precios” (ó simplemente “problema de la transformación”): la teoría marxista de la plusvalía se desarrolla en términos de “valores” pero, en la práctica cotidiana, los agentes manejan “precios”. Si no es posible establecer una relación directa que ligue valores y precios la teoría marxista carecerá de aplicación práctica. Sin lugar a dudas esta es la objeción más seria que puede formularse en términos analíticos a la economía marxista y existe una prolífica literatura al respecto tal y como podemos comprobar en Caballero (1984).

            Pongámonos en el peor de los casos. Supongamos que es realmente imposible establecer una conexión directa entre valores y precios. Sería sin duda una causa seria de exclusión. El problema es que a la Teoría Económica “convencional”, la que se estudia en las Universidades occidentales, también pueden achacársele numerosas lagunas teóricas que la invalidarían como soporte científico, a pesar de lo cual, nutre incontestablemente la labor docente. Es decir, existe una política de doble rasero gracias a la cual la Teoría Económica “oficial” se perdona demasiadas cosas así misma. Existen numerosos ejemplos que ni son aislados ni son de una entidad menor. Pensemos por ejemplo en el conocido “problema de la circularidad”: supongamos que pretendemos explicar cuál es el salario real de equilibrio, es decir, el precio del factor trabajo. Según nos dice la Teoría Económica, al igual que cualquier otro precio este vendrá determinado por la igualdad entre las funciones de oferta y demanda del factor trabajo. ¿Y de donde salen tales funciones?. La función de oferta de trabajo es “relativamente” fácil de obtener analíticamente a partir de un problema de elección renta-ocio: un trabajador elegirá trabajar un número de horas tales que la utilidad marginal de los ingresos obtenidos trabajando sea igual a la desutilidad marginal de la última hora trabajada. El verdadero problema surge con la función de demanda de factor trabajo: será equivalente a lo que se denomina  productividad marginal del trabajo. Y ahí se origina el problema: para conocer la productividad marginal del trabajo es necesario conocer primero la cantidad de capital existente. Y para determinar la cantidad de capital existente necesitamos conocer el precio del trabajo y el precio del capital. Es decir hemos llegado a la situación de partida. Para determinar el vector de precios de los factores productivos necesitamos conocer la dotación de capital, y esta dotación sólo es posible conociendo el precio de los factores productivos. ¿Alguien cree que esto es un problema de menor entidad que el de la transformación de valores en precios?

            Curiosamente problemas de esta naturaleza no son óbice para permitir el desarrollo de una Teoría Económica amplia y compleja. Escollos como el mencionado se salvan suponiendo que alguien “desde fuera del sistema” nos aporta el dato que somos incapaces de calcular y que necesitamos para escapar a razonamientos circulares como el descrito. El propio Dobb (1937), uno de los más brillantes economistas marxistas británicos, denunció este desarrollo falaz de la Teoría Económica y que como método analítico recibe el nombre de “estática comparativa”: en vez de afrontar la caracterización del capitalismo como un gran sistema de ecuaciones que hemos de resolver, descomponemos  nuestro análisis en pequeños sistemas de ecuaciones asegurándonos de que existen suficientes “grados de libertad” para que nuestro sistema quede “plenamente determinado” (según la terminología matemática al uso). Y así surge una “Teoría de la Demanda” que nos permite explicar la existencia de las funciones de demanda de este o aquel bien, permitiendo que “desde fuera de nuestro sistema”, alguien fije el precio de los factores productivos, o la renta del individuo, etc. Y surge la “Teoría de los Costes”, que nos informa del comportamiento óptimo de la empresa (qué producir y cómo producir) suponiendo que alguien “desde fuera del sistema” nos aporta información acerca de precios de bienes y factores. Etc, etc. En resumen, la Teoría económica salva sus propias incongruencias suponiendo que aquello que no es capaz de explicar por sí misma “alguien” lo explica desde fuera. Es decir, convierte las variables que no puede explicar en datos exógenamente determinados. Ni que decir tiene que ese tipo de ventajas nunca se le concedieron a la economía marxista.

 

2. - Monetaristas y Keynesianos: el Binomio Excluyente.

Un conocido y enojoso aforismo afirma que la Economía es la única Ciencia en la que dos individuos pueden obtener el Premio Nóbel a pesar de sostener teorías diametralmente opuestas. La incapacidad para conformar un cuerpo de conocimientos comúnmente aceptados por los economistas parece ser una característica innata a esta ciencia social que, doscientos años después de su nacimiento formal con la publicación de “La Riqueza de las Naciones” de Adam Smith[3], sigue sin hallar consenso en torno a cuestiones centrales; hecho que redunda en la pérdida de credibilidad como ciencia útil para la sociedad. Así, por ejemplo, son famosas las controversias entre keynesianos y monetaristas (las dos escuelas de pensamiento económico más relevantes del siglo XX) entorno a cuestiones de primer orden como el papel del mercado y del Estado en el logro del pleno empleo.

¿Cómo es posible que después de doscientos años de revoluciones y contrarrevoluciones científicas los economistas no hayan sido capaces de consensuar cuestiones tan elementales como la relativa al pleno empleo? ¿Hasta donde llegan esas discrepancias? Sinceramente no existe una respuesta fácil, pero sí que disponemos de algunos elementos de juicio que nos permiten hacernos una idea de la situación en que nos encontramos.

            Para responder a esta pregunta hemos de realizar unas aclaraciones.

En primer lugar, es impreciso hablar de keynesianos o monetaristas “en general”. En ninguno de los dos casos estamos ante un credo “cerrado” al que podamos adscribir con facilidad la obra de este o aquel economista. En los albores del siglo XXI cada una de las escuelas de pensamiento ha evolucionado dando lugar a su vez a nuevas escuelas. En Anisi (2005), por ejemplo, podemos encontrar un resumen de las principales escuelas actuales.

En segundo lugar hay que reseñar que ambas escuelas hunden sus raíces (por afirmación o por negación) en la “revolución marginalista” que tuvo lugar en el último tercio del siglo XIX y que provocó el nacimiento de la Escuela Neoclásica[4]. La “revolución marginalista” supuso una ruptura radical con el pensamiento económico anterior a la misma, ruptura en lo programático y ruptura en lo metodológico. Desde el punto de vista programático se abandonó el análisis de las grandes tendencias del sistema capitalista (la llamada “dinámica magna”), análisis que había ocupado a pensadores tan distintos entre sí como Adam Smith, David Ricardo ó Karl Marx. Con dicha revolución el capitalismo se convierte en un dato y de igual forma que las salidas y puestas del sol se asumen como un hecho incontestable e irremediable, el capitalismo se convirtió en un sistema sin marcha atrás. En otras palabras, es como si a finales del siglo XIX hubiera tenido lugar el “final de la Historia” que Fukuyama (1992) proclamó en la última década del siglo XX. El cambio de enfoque no es baladí: ya no resulta relevante indagar sobre la consistencia o inconsistencia lógica del sistema, sobre sus posibles contradicciones internas ni sobre su futuro: sólo cabe interrogarse sobre el precio a asignar a las mercancías para no trastocar la armonía del “orden natural” capitalista.

En tercer lugar, la “revolución marginalista” supuso un cambio metodológico. La ciencia económica se diseccionó en dos planos irremediablemente separados: la macroeconomía, que se ocupa de la visión de conjunto, y la microeconomía, que se ocupa del estudio individualizado del los sujetos – tipo que hallamos en una economía capitalista (la empresa, el trabajador, el consumidor). Se generalizó el uso de las matemáticas y, más concretamente, el cálculo diferencial. Pero, sobre todo, cambió el modo de enfocar los problemas: se estudia el comportamiento del individuo, se le impone un determinado “criterio de racionalidad”, y los resultados así obtenidos para un individuo en particular se extrapolan al conjunto de la economía.

Con ello se han generado dos tipos básicos de problemas. De una parte la parte de la teoría económica dedicada al análisis de los problemas de crecimiento económico, desarrollo y ciclos ha perdido mucha relevancia en el ámbito científico y ha desaparecido casi por completo en el ámbito académico. En otras palabras, al economista se le educa para ser un magnífico contable pero un pésimo científico. Y el problema radica en que aun ignorándolos, los problemas de crecimiento y desarrollo siguen existiendo. El capitalismo sigue transitando por épocas de auge y épocas de depresión. Y la Teoría Económica no ha avanzado sustancialmente en la explicación de dichos fenómenos, teniendo que recurrir a factores externos para apoyar sus hipótesis (guerras, sequías, embargos petrolíferos, epidemias, etc).

De otra parte, la traslación de los resultados microeconómicos al ámbito macroeconómico es especialmente peligrosa cuando se trata de sustentar la implementación de medidas de política económica. Como decíamos, la “verdades” de la microeconomía se consiguen “exogeneizando” variables, es decir, suponiendo que el valor de la variable viene dado “desde fuera”. Pero si pasamos al ámbito macroeconómico esa “exogeneidad” es imposible: todas las variables pasan a ser necesariamente endógenas y las sencillas relaciones que prescribe la micro dejan de funcionar. Así, por ejemplo, que a nivel microeconómico pueda establecerse una relación sencilla entre salarios reales y nivel de desempleo, no quiere decir que, a nivel macroeconómico esa relación siga funcionando y que el desempleo de un país pueda combatirse mediante reducciones salariales[5].

Ciertamente existe una parte de la Teoría Económica que trata de integrar los desarrollos macroeconómicos superando así el carácter parcial de cada una de las teorías que lo integran. Se trata del llamado “Análisis General Competitivo” y viene a ser el marco dentro del cual encajaría las piezas del puzzle. Suele incluso ocupar algún tema al final de los manuales de microeconomía. Sin embargo los resultados son muy alentadores. Como ha indicado Stiglitz (2002) en referencia a la obra de Arrow y Hahn (1971), fundadores de este enfoque, lo único que queda claro es que las condiciones para que una sociedad capitalista llegase a ser eficiente[6]  son tan exigentes (información completa y simétrica, ausencia de externalidades, ausencia de incertidumbre, ausencia de poder de mercado) que simplemente es imposible en la práctica.

Existe una disciplina dentro de la ciencia económica que debería haber contribuido decisivamente a dirimir las discrepancias entre monetaristas y keynesianos. Nos referimos a la Econometría: se trata de una parte de la Estadística que permite medir (estimar) funciones. Así, por ejemplo, si una escuela de pensamiento sostiene que una determinada función  se caracteriza por un coeficiente negativo, mientras que otra sostiene que ese mismo coeficiente es positivo, bastaría con estimar los valores concretos de los coeficientes  para dar la razón a una u otra escuela. Por desgracia, y a pesar de su gran  utilidad, la Econometría ha servido más bien para refutar teorías que para confirmarlas. El trabajo de Desai (1984), por ejemplo, resulta francamente esclarecedor sobre la ausencia de confirmación econométrica de las teorías monetaristas.

3.- A Modo de Conclusión.

En medio del fragor de la batalla entre monetaristas y keynesianos, la formación del economista tiene que salir adelante. Y eso se consigue mediante la conformación de un binomio excluyente: consenso en el plano microeconómico y discrepancia en lo macroeconómico. Las teorías keynesianas y monetaristas se ofrecen en la formación del economista como las dos caras posibles de una misma moneda: no el anverso y el reverso, sino el lado izquierdo y el lado derecho. Así, en los manuales de Teoría Económica, los autores ofrecen, para cada problema planteado (Consumo, Inversión, Desempleo, Inflación, Déficit Público…) la explicación keynesiana y la explicación monetarista, así como una suerte de síntesis  así llamada “Síntesis Neoclásica”: una buena colección de medias verdades siempre es más satisfactoria que un manual con las páginas en blanco. Con ese proceder se consigue dar una visión de conjunto que excluye todas las lagunas de la microeconomía pero que excluye también la difusión de la economía marxista: cualquier estudiante (de izquierdas o de derechas) puede encontrarse medianamente cómodo manejando un texto así, en el que puede encontrar tanto una visión intervencionista y crítica del sistema capitalista (Keynes) como una visión complaciente con el mercado (Friedman). Por supuesto bloqueando la difusión de teorías incómodas como las de Karl Marx. Para cualquier estudiante escasamente crítico esto es más que suficiente para culminar sus estudios con la sensación de haber recibido una formación completa, a modo de placebo que no sana pero que anula las ansias de curación del paciente.
 

Bibliografía

Anisi, D. (2005), “La Macroeconomía al Comienzo del Siglo XXI: Una Reflexión sobre el Uso y Posterior Abandono del llamado Keynesianismo”; Estudios de Economía Política, vol I.

Arrow, J. K. y Hahn, F. H. (1971); Análisis General Competitivo, Fondo de Cultura Económica.

Caballero, A. (1984); La Crisis de la Economía Marxista; Editorial Pirámide, Barcelona.

Desai, M. (1984); El Monetarismo a Prueba; Fondo de Cultura Económica, México.

Dobb, M. (1937); Economía Política y Capitalismo; Fondo de Cultura Económica.

Fukuyama, F. (1992); The End of History and the Last Man; Free Press, New York.

Marcuse, H. (1969) El Marxismo Soviético; Alianza Editorial, Madrid.

Marx, K. (1992); El Capital; Tomo I; Fondo de Cultura Económica, México.

Schumpeter, J. A. (1994); Historia del Análisis Económico; Editorial Ariel, Barcelona.

Stiglitz, J. (2002); El Malestar en la Globalización, Taurus, Madrid.

Sweezy, P. (1946); “John Maynard Keynes”; Science and Society, noviembre.

 


 

[1] No referimos a autores de la talla de Dobb, Sweezy, Lange, Kalecki, Baran, etc y no a aquellos otro autores que como denunciara Marcuse (1967) contribuyeron a esclerotizar el pensamiento marxista.

[2] Cabe reseñar que la inmensa mayoría de manuales de Teoría Económica empleados en España son de origen norteamericano.

[3] Marx, en contra de la opinión mayoritaria, sitúa el nacimiento de la Economía en la publicación de la obra de William Petty (1623 - 1687).

[4] Como indica Sweezy (1946), Keynes es el producto más refinado de la Escuela Neoclásica.

[5] Del mismo modo que un medicamento contra la hipertensión puede ser efectivo sobre el individuo concreto sobre el que se ha ensayado pero puede ser perjudicial administrarlo con carácter general a una población en la que los hipertensos pueden presentar además otras dolencias o reacciones negativas a los ingredientes de ese medicamento.

[6] Y, entre otras cosas, lograr el pleno empleo mediante el funcionamiento del mercado.


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