EL MERCADO Y EL HOMBRE
Capítulo 14 del libro: "La Gran Transformación, crítica del liberalismo económico" de 1944.
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Polanyi, Karl: "El mercado y el hombre" en Textos Selectos de EUMEDNET. Accesible a texto completo en http://www.eumed.net/textos/
Separar el trabajo de las otras actividades de la vida y someterlo a las leyes del mercado equivaldría a aniquilar todas las formas orgánicas de la existencia y a reemplazarlas por un tipo de organización diferente, atomizada e individual.
Este plan de destrucción se llevó a cabo mediante la aplicación del principio de la libertad de contrato. Es como si en un momento dado se decidiese en la práctica que las organizaciones no contractuales fundadas en el parentesco, la vecindad, el oficio o las creencias, debían ser liquidadas, puesto que exigían la sumisión del individuo y limitaban por tanto su libertad. Presentar este principio como una medida de no ingerencia, como sostenían comúnmente los partidarios de la economía liberal, equivalía a expresar pura y llanamente un prejuicio enraizado en un tipo muy particular de ingerencia, a saber, la que destruye las relaciones no contractuales entre individuos y les impide organizarse espontáneamente.
Las consecuencias de la institucionalización de un mercado de trabajo resultan patentes hoy en los países colonizados. Hay que forzar a los indígenas a ganarse la vida vendiendo su trabajo. Para ello es preciso destruir sus instituciones tradicionales e impedirles que se reorganicen, puesto que, en una sociedad primitiva, el individuo generalmente no se siente amenazado de morir de hambre a menos que la sociedad en su conjunto se encuentre en esa triste situación. En el sistema territorial de los cafres (kraal), por ejemplo, «la miseria es imposible; resulta impensable que alguien no reciba ayuda si la necesita» (1). Ningún kwakiutl «ha corrido nunca el menor riesgo de padecer hambre» (2). «No existe hambre en las sociedades que viven en el límite del nivel de subsistencia» (3), Del mismo . modo, se admitía también que en la comunidad rural india se estaba al abrigo de padecer necesidad y, podemos añadir, que así ocurría también en cualquier tipo de organización social europea hasta comienzos del siglo XVI, cuando las ideas modernas sobre los pobres, propuestas por el humanista Vives, fueron debatidas en la Sorbona. Y, puesto que el individuo no corre el riesgo de morirse de hambre en las sociedades primitivas, se puede afirmar que son en este sentido más humanas que la economía de mercado, y al mismo tiempo que están menos ligadas a la economía. Como si se tratase de una ironía del destino, la primera contribución del hombre blanco al mundo del hombre negro fue esencialmente hacerle conocer el azote del hambre. Fue así como el colonizador decidió derribar los árboles del pan, a fin de crear una penuria artificial, o impuso un impuesto a los indígenas sobre sus chozas, para forzarlos a vender su fuerza de trabajo. En ambos casos, el efecto es el mismo que el producido por las enclosures de los Tudor con sus estelas de hordas vagabundas. Un informe de la Sociedad de Naciones menciona, con el horror consiguiente, la reciente aparición en la sabana africana de ese personaje inquietante característico de la escena del siglo XVI europeo: «el hombre sin raíces» (4). Esta figura se la podía encontrar en el ocaso de la Edad Media únicamente en los «intersticios» de la sociedad (5). Era, sin saberlo, el precursor del trabajador nómada del siglo XIX (6). Ahora bien, lo que el blanco practica aún hoy coyunturalmente en tierras lejanas, concretamente la demolición de las estructuras sociales para obtener mano de obra, lo han hecho también los blancos en el siglo XVIII sobre poblaciones blancas con los mismos objetivos. La visión grotesca del Estado de Hobbes -un Leviatán humano cuyo vasto cuerpo está hecho de un número infinito de cuerpos humanos- ha sido recreada, poco más o menos, por la construcción del mercado de trabajo de Ricardo: una riada de vidas humanas cuya capacidad está regulada por la cantidad de alimentos puestos a su disposición. Pese a que Ricardo reconoció la existencia de una norma basada en la costumbre, según la cual ningún salario obrero podría caer por debajo de un nivel establecido, pensaba también que este límite no se aplicaría más que si el trabajador se veía reducido a elegir entre morir de hambre u ofrecer su trabajo en el mercado a un estipendio mínimo. Curiosamente, esto aclara una omisión de los economistas clásicos que, de otro modo, permanecería inexplicable: ¿por qué estimaban qué únicamente el aguijón del hambre era capaz de crear un mercado de trabajo que funcionase y no el deseo de amasar ganancias elevadas? Una vez mas la experiencia colonial, también en este caso, ha confirmado las previsiones de los economistas, ya que cuanto más crecen los salarios, menor es la inclinación de los indígenas a esforzarse pues, a diferencia de los blancos, no están presionados por sus valores culturales a ganar el mayor dinero posible. Esta analogía resulta tanto más llamativa si se tiene en cuenta que los obreros de los primeros tiempos del capitalismo también ellos aborrecían la fábrica en la que se sentían degradados y torturados, como el indígena que, con frecuencia, no se ha resignado a trabajar a nuestra manera más que bajo la amenaza del castigo corporal e incluso de la mutilación física. Los manufactureros de Lyon del siglo XVIII recomendaban los bajos salarios especialmente por razones sociales (7). Sólo un obrero agotado por excesivo trabajo y oprimido, pensaban, renunciaría a asociarse con sus camaradas y a rebelarse contra la condición de servidumbre personal, en la que su amo podía obligarle a hacer todo lo que quería. La coacción de la ley y la servidumbre parroquial en Inglaterra, los rigores de una policía absolutista del trabajo en el Continente europeo, el trabajo bajo coacción en la América de comienzos de la época industrial constituyeron las condiciones previas para que existiese el trabajador voluntario. El último estadio de este proceso ha sido alcanzado, sin embargo, con la aplicación de la «sanción natura!», el hambre. Para poder desencadenarla era preciso destruir la sociedad orgánica que rechazaba la posibilidad de que los individuos muriesen de hambre.
La protección de la sociedad correspondió en primer lugar a los dirigentes que podían obligar a que se cumpliese su voluntad directamente. Y, sin embargo, los representantes de liberalismo económico suponen demasiado fácilmente que los dirigentes económicos pueden ejercer una acción benéfica mientras que éste no es el caso de los dirigentes políticos. Esta no parece haber sido la opinión de Adam Smith cuando recomendaba que una autoridad británica directa reemplazase en la India la administración por una compañía patentada. Los dirigentes políticos, afirmaba, tendrían intereses paralelos a los de los gobernados, cuya riqueza contribuirían a incrementar sus ingresos, mientras que los intereses de los comerciantes eran opuestos por naturaleza a los de sus clientes.
Correspondió a los propietarios de tierras ingleses, por interés y por inclinación, proteger la vida de las gentes del pueblo contra la avalancha de la Revolución industrial. El sistema de Speenhamland era un foso construido para defender la organización rural tradicional en el momento en que la tormenta del cambio barría los campos y convertía además a la agricultura en una industria precaria. Los squires fueron los primeros, por su repugnancia natural a inclinarse ante las necesidades de las ciudades manufactureras, en defender lo que sería luego el desgraciado combate de todo un siglo. Su resistencia no fue sin embargo inútil, ya que les evitó la ruina durante varias generaciones y les permitió readaptarse casi completamente. Durante un lapso de tiempo crítico de cuarenta años, su resistencia retrasó el progreso económico y cuando, en 1834, el Parlamento surgido del Reforma Bill abolió el sistema de Speenhamland los propietarios de tierras desplazaron su línea de resistencia hacia las leyes de la fábrica. La Iglesia y los nobles excitaban entre tanto al pueblo contra los propietarios de fábricas cuyo predominio convertía en irresistible la exigencia de alimentos baratos y amenazaba así directamente con arruinar las rentas y los diezmos. Oastler era, por una parte, «partidario de la Iglesia, tory y proteccionista» (8), y, por otra, era también un humanitarista. Lo mismo ocurre, aunque varíen las mezclas de estos ingredientes del socialismo tory, con otros grandes campeones del movimiento fabril, tales como Sadler, Southey y lord Shaftesbury; pero la premonición de amenazantes pérdidas pecuniarias que inspiraba al grueso de sus partidarios no estaba demasiado fundada: los exportadores de Manchester comenzaron a reclamar pronto a grandes gritos salarios más bajos, lo que suponía el trigo menos caro -la anulación del sistema de Speenhamland y el crecimiento de las fábricas preparaban de hecho la vía al triunfo de la agitación Anti-Corn Law- (9), de 1846. Razones fortuitas, sin embargo, retrasaron la ruina de la agricultura inglesa durante toda una generación. En ese ,momento Disraeli fundaba el socialismo tory basándose en las protestas contra la reforma de las leyes de pobres, y los propietarios de tierras inglesas imponían técnicas de vida radicalmente nuevas a una sociedad industrial. La Ley de las diez horas de 1847, saludada por Karl Marx como la primera victoria del socialismo, era obra de reaccionarios ilustrados.
Los trabajadores, en sí mismos, no eran apenas más que un factor en este gran movimiento que les permitió sobrevivir al Middle Passage (10). Tenían casi tan poco que decir para decidir su propia suerte como el cargamento negro de los navíos de Hawkins. Y es precisamente esta falta de participación activa de la clase obrera inglesa en las decisiones sobre su propio destino lo que ha determinado el curso adoptado por la historia social de Inglaterra, y la ha hecho tan diferente, para bien o para mal, a la del Continente europeo.
Existe algo extraño en la agitación desordenada, los tanteos y las falsas maniobras de una clase a punto de nacer, puesta al descubierto por la historia en su naturaleza profunda muchos años más tarde. La clase obrera británica ha sido definida, desde el punto de vista político, por la ley de reforma parlamentaria de 1832 que le ha negado el derecho de voto, y, desde el punto de vista económico, por la ley de reforma de la legislación sobre los pobres de 1834, que la ha excluido del ámbito de los asistidos y la ha diferenciado de los indigentes. Durante un cierto tiempo, aquellos que iban a formar la clase obrera industrial se preguntaron si su emancipación no consistiría, después de todo, en volver a la vida rural y a las condiciones propias de los artesanos. A lo largo de los veinte años que siguieron a la instauración del sistema de Speenhamland, se esforzaron sobre todo en detener la libre utilización de las máquinas, bien fuese mediante la entrada en vigor de las cláusulas de aprendizaje del Estatuto de los artesanos, o bien mediante acciones directas como las de los ludditas. Esta actitud de mirar al pasado se prolonga bajo la forma de una corriente subterránea en todo el movimiento oweniano hasta aproximadamente 1850, momento en el que la Ley de las diez horas, el eclipse del cartismo y el comienzo de la edad de oro del capitalismo sesgaron de raíz la visión del pasado. Hasta entonces, la naciente clase obrera británica era un enigma para sí misma; únicamente siguiendo con simpatía sus movimientos semiconscientes es posible calibrar la inmensa pérdida que ha sufrido Inglaterra al impedir a su clase obrera participar, en pie de igualdad, en la vida de la nación. Cuando el owenismo y el cartismo se apagaron, Inglaterra había perdido casi totalmente esa sustancia a partir de la cual el ideal anglosajón de una sociedad libre podría haberse construido para los siglos venideros. Incluso si el movimiento oweniano no hubiese producido más que actividades locales de poca importancia, habría podido formar un monumento a la imaginación creativa de la raza humana, y el cartismo, por su parte, aunque jamás hubiese ido más allá de los límites de ese núcleo que concibió la idea de una National Holiday para obtener los derechos del pueblo, habría podido mostrar que todavía existían en el seno del pueblo personas capaces de soñar sus propios sueños y que estaban a la altura de las circunstancias en una sociedad que había perdido su forma humana. No sucedió, sin embargo, ni una cosa ni la otra. El owenismo no era la inspiración de una Secta minúscula, ni el cartismo se limitaba tampoco a una élite política; ambos movimientos estaban formados por centenas de millares de hombres de oficio y artesanos, por trabajadores y obreros, y, con tal número de seguidores, llegaron a ser comparables a los más grandes movimientos sociales de la historia moderna. Y, sin embargo, pese a sus diferencias, ya que sus semejanzas existen únicamente en lo que se refiere a la grandeza de su fracaso, sirvieron para probar hasta qué punto resultaba inevitable desde el principio la necesidad de proteger al hombre del mercado.
En sus orígenes, el movimiento oweniano no era ni un movimiento
político ni un movimiento obrero, sino que representaba las aspiraciones de la
gente del pueblo, golpeada por la irrupción de la fábrica, y que quería descubrir una forma de existencia que convirtiese al hombre en dueño y señor de la máquina. Esencialmente lo que pretendía este movimiento era algo así como sortear el capitalismo. Esta fórmula resulta forzosamente un tanto equívoca, puesto que entonces no se conocía aún el papel organizador del capital ni la naturaleza de un mercado autorregulador, pero refleja posiblemente del mejor modo posible la mentalidad de Owen, que no era sin duda un enemigo de las máquinas. Pensaba que, pese a ellas, el hombre debía continuar siendo su propio patrón. El principio
de la cooperación o de la «unión» resolvería el problema de la máquina sin sacrificar la libertad individual, ni la solidaridad social, ni la dignidad del hombre, ni la simpatía por sus semejantes.
La fuerza de la doctrina de Owen reside en que era eminentemente práctica, y en que, al mismo tiempo, sus métodos
partían de una valoración del hombre considerado como un todo. Por esto, aunque
los problemas estuviesen intrínsicamente relacionados con los que existían en la
vida cotidiana, tales como la calidad de la alimentación, el alojamiento, la
educación, el nivel de los salarios, el modo de evitar el desempleo, la
asistencia en caso de enfermedad y otros asuntos del mismo tipo, eran perfectamente
armonizables con las fuerzas morales puestas en juego para resolverlos. La convicción de que bastaba con encontrar el método correcto para que la existencia del hombre volviese a adquirir sentido, permitió que el movimiento se adentrase en esos abismos interiores donde se forma la personalidad. Raramente un movimiento social de esta envergadura llegó a adquirir tal grado de intelectualidad. Las convicciones de quienes se sentían comprometidos con él inspiraron incluso las actividades aparentemente más triviales, de tal modo que ya no tenían necesidad
de ninguna creencia establecida. Su fe era verdaderamente profética, puesto que insistía en restaurar valores y métodos que trascendían la economía de mercado.
La doctrina de Owen era una religión de la industria, cuyo portador era la clase obrera
(11). La riqueza de sus formas e iniciativas ha sido hasta ahora inigualada. Esta doctrina ha significado prácticamente el comienzo del moderno movimiento sindical. Se fundaron sociedades cooperativas que se ocupaban esencialmente de vender a sus miembros al detalle. No se trataba, por supuesto, de las habituales cooperativas de consumo, sino más bien de almacenes financiados por personas entusiastas decididas a consagrar los beneficios de la empresa a la realización de los planes owenianos
y, preferentemente, a instalar pequeñas colonias cooperativas. «Sus actividades
se centraban en la educación y en la propaganda, así como en el comercio; tenían como finalidad la creación de una sociedad nueva a través de la asociación de sus esfuerzos. Las Unión Shops montadas por miembros de los sindicatos tenían más bien el carácter de cooperativas de productores; los artesanos en paro podían encontrar en ellas trabajo o, en caso de huelga, ganar algo de dinero a modo de subsidio de huelga. El Labour Exchange de Owen desarrollaba la ideal del almacén cooperativo con unas características sui géneris. El centro de esta Bolsa o de este Bazar radicaba en la confianza de la naturaleza complementaria de los oficios; al satisfacer unos las necesidades de los otros se creía que los artesanos iban a emanciparse del influjo aleatorio del mercado; más tarde se recurrió a los bonos de trabajo que conocieron una notable difusión. Todo este dispositivo puede parecemos hoy fantástico, pero en
época de
Owen no solamente el carácter del trabajo salarial sino también el de los billetes de banco eran todavía un ámbito inexplorado. El socialismo no era esencialmente distinto de estos proyectos, de esas invenciones que tanto abundaron en el movimiento benthamiano. No solamente la oposición rebelde, sino también la respetable burguesía tenía entonces el humor de experimentar. Jeremy Bentham
invirtió su propio dinero en el plan futurista de Owen en New Lanark y obtuvo dividendos con ello. Las
Sociedades owenianas propiamente dichas eran asociaciones o clubes destinados a
mantener planes de «colonias de cooperación», como las que hemos descrito cuando nos hemos referido a la asistencia de los pobres; tal era el origen de las
cooperativas de productores agrícolas, una idea que tuvo una
larga y extraordinaria carrera. La primera organización nacional de productores con fines sindicalistas ha sido la Operative Buildders Union, que intentó reglamentar directamente el trabajo de la construcción al crear «construcciones a la más amplia escala», al introducir una moneda propia y al demostrar que. existían los medios para llevar a cabo con éxito la «gran asociación para la emancipación de las clases laboriosas». Las cooperativas de trabajadores industriales del siglo XIX
provienen de este proyecto. A partir del sindicato o de la guilda de los obreros de la construcción y de su «parlamento» nació la
Consolidated Trades Union, todavía más ambiciosa, que, durante un corto
espacio de tiempo, contó con más de un millón de obreros y artesanos en su
federación libre de sindicatos y sociedades cooperativas. Su idea consistía en
hacer una revolución industrial por medios pacíficos, lo que no nos parecerá
contradictorio si recordamos que en el alba mesiánica del movimiento de los trabajadores la conciencia de su misión se consideraba que confería a sus aspiraciones un carácter irresistible. Los mártires de Tolpuddle pertenecían a una sección rural de esta organización
(12). Las Regeneration Societies hacían propaganda para obtener una legislación en las fábricas; y más tarde se fundaron las Ethical Societies,
precursoras del movimiento secularista. La idea de resistencia no violenta se encontraba plenamente desarrollada en el interior de estas instituciones. Al igual que el saint-simonismo en Francia, el owenismo
en Inglaterra presentó todos los signos de la inspiración espiritual, pero, mientras que los saint-simonianos trabajaban en favor de un renacimiento del cristianismo, Owen ha sido, entre los modernos dirigentes de la clase obrera, el primer adversario del cristianismo. Las cooperativas de consumidores de Gran Bretaña, que encontraron imitadores en el mundo entero, constituyeron evidentemente los frutos prácticos más eminentes del owenismo. El hecho de que su impulso se haya perdido -o más bien se haya mantenido en la esfera periférica del movimiento de consumidores- ha sido la mayor derrota sufrida por las fuerzas espirituales en la historia de la Inglaterra industrial. Y, sin embargo, un pueblo que, tras la degradación sufrida en el período de Speenhamland poseía aún la elasticidad necesaria para realizar un esfuerzo creador tan lleno de imaginación y tan constante, debió poseer un vigor intelectual y sentimental casi sin límites.
La doctrina de Owen, con su reivindicación del hombre total, debía conservar aún rescoldos de esa herencia medieval de la vida de los gremios que encontraba su expresión en la Guilda de la Construcción y en el aspecto rural de su ideal social, las «colonias de cooperación». Dicha doctrina, aunque es la fuente del socialismo moderno, no funda sus propuestas en la cuestión de la propiedad, que no es más que el aspecto legal del capitalismo. Al descubrir el nuevo fenómeno de la industria, como había hecho Saint-Simon, aceptaba el desafío de la máquina, pero el rasgo característico de esta doctrina consiste justamente en una voluntad de abordar los problemas desde el ángulo social: se niega a aceptar la división de la sociedad en una esfera económica y en una esfera política. Aceptar una esfera económica separada equivaldría a reconocer el principio de la ganancia y del beneficio como fuerza organizadora de la sociedad, a lo que Owen se opone tenazmente. Su sensibilidad le permitió reconocer que la incorporación de la máquina no era posible más que en una sociedad nueva. El aspecto industrial de las cosas no se limitaba para él a lo económico -tampoco aceptaría una visión mercantil de la sociedad-. New Lanark le había enseñado que en la vida de un trabajador el salario no es más que un factor entre otros muchos, tales como el medio natural, la vivienda, la calidad y los precios de las mercancías, la estabilidad y la seguridad en el empleo -las manufacturas de New Lanark, al igual que otras empresas anteriores, continuaban pagando a sus empleados incluso cuando no había trabajo. Pero la adaptación a esa nueva sociedad suponía mucho más que esto, la educación de niños y adultos, las medidas adoptadas para la diversión, la danza y la música, y la idea generalmente aceptada de que jóvenes y viejos tenían criterios morales y personales elevados era lo que creaba una atmósfera que confería un nuevo estatuto a la población industrial en su conjunto. Millares de personas venían de toda Europa (y también de América) a visitar New Lanark como si se tratase de una reserva del futuro en la que se hubiese al fin realizado la imposible promesa de hacer funcionar una fábrica con una población humana. Y, sin embargo, la empresa de Owen pagaba salarios considerablemente más bajos que los que se pagaban habitualmente en algunas ciudades vecinas. Los beneficios de New Lanark provenían fundamentalmente de la fuerte productividad de un trabajo de más corta duración, gracias a una excelente organización y a hombres que no estaban fatigados; ventajas que se conseguían con el aumento de salarios reales que suponían las generosas medidas adoptadas para hacer la vida más agradable. Estas medidas explicaban por sí mismas los sentimientos de semi-adulación que los trabajadores sentían por Owen. De experiencias de este tipo extrajo Owen su peculiar manera de abordar el problema de la industria, un modo social que desbordaba lo económico.
Es preciso rendir otro homenaje a su gran penetración: a pesar de ver las cosas desde arriba, conoció el impacto de los hechos materiales concretos sobre la existencia de los trabajadores. Sus sentimientos religiosos reaccionaban contra el trascendentalismo concreto de una Hannah More y de sus Cheap Repository Tracts. Uno de ellos ponía como ejemplo a una niña que trabajaba en una mina de Lancashire. A la edad de nueve años se la obligó a descender a un pozo para trabajar en la extracción de carbón con su hermano, que tenía dos años menos que ella (13). «Seguía con vivacidad a su padre en su descenso por el pozo de la mina, se enterraba en las entrañas de la tierra y allí, a una tierna edad, sin que importase su sexo, realizaba el mismo trabajo que los mineros, una raza de hombres verdaderamente rudos, pero muy útiles a la comunidad». Su padre murió en un accidente en el fondo de la mina ante los ojos de sus hijos, su hija se presentó entonces para solicitar un empleo de sirvienta, pero chocó con los prejuicios, por el hecho de haber trabajado como minera y nadie la aceptó. Felizmente, un deseo consolador de la Providencia convierte sus aflicciones en bendiciones, alguien observa su entereza y su paciencia, solicita información de la mina, que proporciona sobre ella unos informes maravillosos, y finalmente es aceptada en un hogar. «Esta historia, concluye el folleto, puede enseñar a los pobres que es muy raro que se encuentren en unas condiciones de vida tan lastimosas que les impidan alcanzar un cierto grado de independencia siempre que decidan esforzarse, y que no puede existir una situación tan mediocre que les impida practicar muchas nobles virtudes». Las hermanas More gustaban de trabajar en medio de los trabajadores famélicos pero rechazaban preocuparse por sus sufrimientos físicos; tendían a resolver el problema material planteado por la industrialización concediendo simplemente a los trabajadores un estatuto y una función que provenía de la plenitud de su magnanimidad. Hannah More insistía en el hecho de que el padre de su heroína era un miembro muy útil para la comunidad; el valor de su hija era reconocido por los certificados expedidos por sus empleadores; creía pues que no hacía falta nada más para el funcionamiento de una sociedad (14). Owen se distanció de un cristianismo que renunciaba a la tarea de dominar el mundo de los hombres y que prefería exaltar el estatuto y la función imaginarias de la miserable heroína de Hannah More, en vez de mirar de frente la terrible revelación, que transciende del Nuevo Testamento, de la condición humana en una sociedad compleja. Nadie puede dudar de la sinceridad que inspira la conciencia de Hannah More: cuanto más se plieguen los pobres a su condición degradada, con mayor facilidad encontrarán las consolaciones celestes; y Hannah únicamente confía en estas consolaciones, tanto en función de la salvación de los pobres, como del buen funcionamiento de una sociedad de mercado en la que cree firmemente. Pero estas cáscaras vacías del cristianismo, sobre las que vegetaba la vida interior de los miembros más generosos de las altas clases de la sociedad, no constituían más que un pobre contraste con la fe creadora de esta religión de la industria, en el interior de la cual el pueblo de Inglaterra intentaba redimir a la sociedad. El capitalismo se mostraba, por tanto, todavía con futuro.
El movimiento cartista se dirigía a un conjunto de fuerzas tan diferentes que se habría podido predecir su emergencia a partir del momento en el que el owenismo y sus iniciativas prematuras habían prácticamente fracasado. Consistió en un esfuerzo puramente político que intentó ejercer un influjo sobre el gobierno a través de canales constitucionales; su tentativa para ejercer esta presión si- guió la línea tradicional del Reform Movement que había obtenido el derecho de voto para las clases medias. Los seis puntos de la Carta exigían un sufragio popular efectivo. El rigor inflexible con el que el Parlamento proveniente del Reform Bill rechazó esta extensión del derecho de voto durante una tercera parte del siglo XIX, el uso de la fuerza contra las masas que apoyaban la Carta, el horror de los liberales de los años 1840 a la idea de un gobierno popular, todo esto prueba que el concepto de democracia era entonces algo extraño a la burguesía inglesa. (Fue necesario que la clase obrera aceptase el principio de una economía capitalista y que los sindicatos hiciesen del funcionamiento sin sobresaltos de la industria su mayor preocupación para que la burguesía concediese el derecho de voto a aquellos obreros que estaban en las mejores condiciones, es decir, bastante tiempo después del derrumbe del movimiento cartista, cuando se tuvo la certeza de que los obreros no intentarían utilizar su derecho de voto en beneficio de sus propias ideas) Si con esto se trataba de extender las formas de existencia de la economía de merca- do, estaba quizás justificado, ya que efectivamente ayudó a superar los obstáculos que suponía la supervivencia de las formas de vida orgánica y tradicionales en los trabaja- dores; pero si se trataba de algo totalmente diferente, es decir, rehabilitar a las gentes del pueblo desenraizadas por la Revolución industrial y admitirlas en el seno de una cultura nacional común, esto no se consiguió. Su campaña
por el derecho de voto, en un momento en el que su capacidad para participar en el liderazgo había sufrido ya irreparables daños, no podía restablecer la situación. Las clases dirigentes habían cometido el error de extender el principio de una inflexible dominación de clase a un tipo de civilización que exigía la unidad de la sociedad, en lo que se refiere a la cultura y a la educación, para preservarla de la degeneración.
El cartismo fue un movimiento político, por tanto, de más fácil comprensión que la doctrina de Owen; pero no se puede comprender bien su intensidad afectiva ni la amplitud de este movimiento sin imaginamos su época. En Europa, la Revolución se convierte en una institución más a partir de 1789 y de 1830; en 1848 la fecha de la revuelta parisina había sido anunciada en Berlín y en Londres con una precisión más propia del inicio de una feria que de una insurrección social, y a partir de ella se produjeron revoluciones subsidiarias inmediatamente en determinadas ciudades de Italia, en Berlín, en Viena y en Budapest. En Londres, la tensión era también fuerte ya que todos, incluidos los cartistas, esperaban una acción violenta para forzar al Parlamento a conceder el derecho de voto al pueblo -sólo podían votar menos del 15 por 100 de los adultos del sexo masculino-. Nunca en la historia de Inglaterra hubo una concentración semejante de fuerzas dispuestas a defender la ley y el orden aquel 12 de abril de 1848; ese día, miles y miles de ciudadanos estaban preparados, en calidad de special constables, es decir, de policías suplementarios, para dirigir sus armas contra los cartistas. La Revolución parisina del 48 se produjo demasiado tarde para que el movimiento popular inglés alcanzase la victoria. En ese momento el espíritu de revuelta despertado por la ley de Reforma de las leyes de pobres, por los sufrimientos de los Hangry Forties, y por los años de escasez que van de 1840 a 1850, estaba ya a punto de desaparecer; la ola del ascendente comercio producía más empleo y el capitalismo comenzaba a mantener sus promesas. Los cartistas se dispersaron pacíficamente. El Parlamento pospuso para más tarde el examen de su demanda, que fue rechazada por una mayoría de cinco contra uno en la Cámara de los Comunes. Resultó inútil que se hubiesen recogido millones de firmas, y que los cartistas se hubiesen comportado como ciudadanos respetuosos con la ley. Sus vencedores terminaron de aniquilar este movimiento ridiculizándolo. Se pone fin así a la mayor tentativa política del pueblo de Inglaterra para hacer de este país una democracia popular. Un año o dos después el cartismo había sido prácticamente casi olvidado.
La Revolución industrial afectó al Continente europeo medio siglo más tarde. La clase obrera no había sido en este caso expulsada de la tierra por un movimiento de enclosures; el trabajador agrícola semi-servil, empujado, al contrario, por el atractivo de salarios más elevados y por la vida urbana, había abandonado la casa señorial y emigrado hacia la ciudad, donde se asoció a la pequeña burguesía tradicional y encontró posibilidades para adquirir aires de ciudadano. Lejos de sentirse degradado, se sentía realzado por su nuevo medio. Y, pese a que las condiciones de alojamiento eran abominables y que el alcoholismo y la prostitución hicieron estragos en las capas inferiores de las ciudades hasta comienzos del siglo XX, no existe, sin embargo, ninguna comparación posible entre la catástrofe moral y cultural sufrida por el cottager o el copyholder inglés, cuyos antepasados vivieron desahogadamente, que se encontraron a punto de vagar sin esperanza por el fango social y material de los tugurios que rodeaban cualquier fábrica, y los trabajadores agrícolas eslovacos o incluso los de Pomerania, que se transformaron, casi de un día para otro, de criados que dormían en los establos en trabajadores industriales de una metrópoli moderna. Es muy posible que un jornalero irlandés, escocés o del País de Gales viviesen una experiencia parecida cuando deambulaba por las pequeñas calles de Manchester o de Liverpool, pero el hijo del yeoman inglés o del cottager expulsado no tenían, sin duda, la impresión de que se elevaba su status; el paleto recientemente emancipado del Continente europeo no sólo tenía muchas posibilidades de ascender al nivel de la pequeña burguesía artesanal y comerciante con sus viejas tradiciones culturales, sino también al de la propia burguesía, que socialmente lo dominaba y que se encontraba políticamente en el mismo barco y tan distante como él de la verdadera clase dirigente. Las fuerzas de las clases en ascenso, clase media y obrera, se habían aliado íntimamente contra la aristocracia feudal y el alto clero católico. Los intelectuales, concretamente los estudiantes de las universidades, cimentaban la unión de estas dos clases con su ataque común al absolutismo y los privilegios. En Inglaterra las clases medias, squires y mercaderes en el siglo XVIII, granjeros y comerciantes en el XIX, eran suficientemente fuertes para hacer valer por sí mismas sus derechos e, incluso en su esfuerzo casi revolucionario de 1832, no buscaron el apoyo de los trabajadores. Además la aristocracia inglesa ha asimilado siempre a los más ricos de los advenedizos y ha ampliado los rangos superiores de la jerarquía social, mientras que en el Continente una aristocracia todavía semi-feudal no establecía fácilmente relaciones de parentesco con los hijos e hijas de la burguesía, y la ausencia de la institución de la primogenitura la aislaba herméticamente de las otras clases. Cada paso que se daba hacia la igualdad de derechos y libertades beneficiaba tanto a la clase media como a la clase obrera. Desde 1830, y posiblemente desde 1789, existía en Europa la tradición de que la clase obrera participase en las batallas de la burguesía contra el feudalismo, aunque sólo fuese -como habitualmente se dice-, para sentir luego la frustración de verse privada de los frutos de la victoria. En todo caso, ya ganase o perdiese la clase obrera, su experiencia adquiriría cada vez mayor valor y sus objetivos alcanzaban un nivel político. Eso es lo que se denomina adquirir conciencia de clase. Los ideólogos marxistas daban cuerpo -a las grandes ideas del trabajador urbano a quienes las circunstancias le habían enseñado a utilizar su fuerza industrial y política como un arma de alta política. Mientras que el obrero británico estaba en vías de adquirir una experiencia incomparable de los problemas personales y sociales del sindicalismo, incluida la táctica y la estrategia de la acción industrial, y dejaba a sus superiores velar por la política nacional, el obrero de Europa central se convertía, desde el punto de vista político, en un socialista y se habituaba a tratar problemas de Estado -bien es verdad que esos problemas concernían, sobre todo, a sus propios intereses como ocurría con las leyes sobre la fábricas y la legislación social-.
Si existió un retraso de cerca de medio siglo que separa la industrialización de Gran Bretaña de la del Continente europeo, existió un retraso todavía mucho más largo en lo que se refiere a la formación de la unidad nacional. Italia y Alemania no alcanzaron más que durante la segunda mitad del siglo XIX la etapa de unificación realizada siglos antes por Inglaterra, y los pequeños Estados de Europa oriental la consiguieron todavía mucho más tarde. En este proceso de construcción del Estado las clases obreras jugaron un papel vital, lo que reforzó aún más su experiencia política. En la era industrial ese proceso tenía necesariamente que incluir la política social. Bismarck intentó unificar el segundo Reich llevando a cabo un plan histórico de legislación social. La unidad italiana se vio acelerada por la nacionalización de los ferrocarriles. En la Monarquía austro-húngara, conglomerado de razas y pueblos, la Corona pidió en varias ocasiones a la clase obrera que la apoyase para lograr sostener su obra de centralización y de unidad imperial. En esta esfera tan amplia, también los partidos socialistas y los sindicatos, tan influyentes en la legislación, tuvieron numerosas ocasiones de servir a los intereses del obrero industrial.
Ideas materialistas preconcebidas han difuminado las grandes líneas de la cuestión obrera. Los autores británicos tardaron en comprender la terrible impresión que las condiciones del capitalismo naciente de Lancashire habían producido en los observadores del Continente. Llamaron la atención sobre el nivel de vida aún más bajo de numerosos artesanos de la industria textil de Europa central, cuyas condiciones de trabajo eran con frecuencia tan malas como las de sus camaradas ingleses. Este tipo de comparaciones enmascara precisamente, sin embargo, el hecho llamativo del elevado estatuto político y social del trabajador del Continente, si se lo compara con el bajo estatuto del trabajador en Inglaterra. El trabajador europeo no había pasado por la degradante pauperización del régimen de Speenhamland, por lo que no admiten comparación las situaciones por las que ha pasado con la experiencia punzante de la nueva ley de pobres. El estatuto de villano del trabajador europeo se transformó -o más bien se elevó- en el de obrero de fábrica y, muy pronto, en el de obrero con derecho a voto y sindicado. Escapó así a la catástrofe cultural que irrumpió con la estela de la Revolución industrial. Además la Europa continental se industrializó en un momento en el que la adaptación a las nuevas técnicas de producción era ya posible, gracias casi exclusivamente a la imitación de los métodos de protección social ingleses (15).
El obrero europeo tenía necesidad de una protección, no tanto contra el impacto de la Revolución industrial -en el sentido social nunca ocurrió nada semejante en el Continente-, sino más bien contra la acción cotidiana de las condiciones de la fábrica y del mercado de trabajo. Con la ayuda de la legislación social obtuvo fundamentalmente esta protección, mientras que sus camaradas ingleses confiaban más en una asociación voluntaria -las Trade Unions- y en su capacidad para monopolizar el trabajo. Los seguros sociales llegaron relativamente mucho antes en el Continente que en Inglaterra. Esta diferencia se explica fácilmente por la inclinación de los europeos hacia la política y porque el derecho de voto se extendió relativamente pronto a la clase obrera. Mientras que, desde el punto de vista económico, se sobreestima con facilidad la diferencia entre los métodos de protección obligatorios y voluntarios -la legislación frente al sindicalismo-, desde el punto de visa político esta diferencia ha tenido grandes consecuencias. En el Continente los sindicatos han sido una creación del partido político de la clase obrera; en Inglaterra el partido político ha sido una creación de los sindicatos. Mientras que en el Continente el sindicalismo se hacía más o menos socialista, en Inglaterra el socialismo, incluso el político, permanecía siendo fundamentalmente sindicalista. Esta es la razón por la que el sufragio universal, que en Inglaterra ha tenido tendencia a reforzar la unidad nacional, presenta en ocasiones el efecto opuesto en Europa. Y es, sobre todo, en Europa y no en Inglaterra donde se verificaron las inquietudes de Pitt y de Peel, de Tocqueville y de Macaulay sobre los peligros que un gobierno popular implicaba para el sistema económico.
Desde el punto de vista económico, los métodos de protección social ingleses y europeos han producido resultados casi idénticos. Lograron los efectos previstos: el estallido del mercado en el que se compraba y vendía ese factor de producción conocido con el nombre de fuerza de trabajo. Ese tipo de mercado no podía cumplir con su objetivo más que si los salarios descendían de un modo paralelo a los precios. Desde el punto de vista de los hombres, este postulado implicaba para el trabajador una extrema inestabilidad en sus ganancias, una ausencia total de cualificación profesional, una despiadada disposición a dejarse llevar de cualquier forma de un lado para otro, en fin, una dependencia completa en relación a los caprichos del mercado. Mises afirmaba con razón que si los trabajadores «no se comportaban como sindicalistas, sino que reducían sus exigencias y cambiaban de domicilio y de ocupación, siguiendo los dictados del mercado de trabajo, podrían terminar encontrando trabajo». Esto resume la situación del trabajador en un sistema basado en el postulado que confiere el carácter de mercancía al trabajo. No corresponde a la mercancía decidir en donde va a ser vendida, qué uso se hará de ella, a qué precio se le permitirá cambiar de mano o de qué modo será consumida o destruida. «A nadie se le ha ocurrido, escribe este liberal consecuente, que ausencia de salario sería una expresión más correcta que ausencia de trabajo, pues de lo que carece la persona sin empleo no es del trabajo, sino de la remuneración del trabajo». Mises tenía razón, pero no podía alardear de originalidad; ciento cincuenta años antes que él el obispo Whately decía: «cuando un hombre solicita trabajo, en realidad lo que pide no es trabajo, sino un salario». Es pues cierto, técnicamente hablando, que «el paro en los países capitalistas se debe a que la política tanto del gobierno como de los sindicatos, tiende a mantener un nivel de salarios que no está en armonía con la productividad del trabajo en tanto que tal». ¿ Cómo podría existir paro, se preguntaba Mises, si no es porque los trabajadores «no están dispuestos a trabajar por el salario que podrían obtener en el mercado de trabajo al realizar una tarea particular que son capaces de hacer y que están dispuestos a ejecutar»? He aquí la aclaración de lo que quieren decir en realidad los patronos cuando piden la movilidad del trabajo y la flexibilidad de los salarios: en esto consiste precisamente lo que hemos definido más arriba como un mercado en el que el trabajo de los hombres es una mercancía. El objeto natural de toda protección social consistió en destruir este tipo de institución y hacer imposible su existencia. En realidad, el mercado de trabajo no pudo mantener su función principal más que a condición de que los salarios y las condiciones de trabajo, las cualificaciones y los reglamentos fuesen de tal modo que preservasen el carácter humano de esta supuesta mercancía, el trabajo. Cuando se pretende, como sucede a veces, que la legislación social, las leyes sobre las fábricas, los seguros de desempleo y, sobre todo, los sindicatos no han obstaculizado la movilidad del trabajo y la flexibilidad de los salarios, se da a entender que estas instituciones han fracasado totalmente en su finalidad, que consistía precisamente en intervenir en las leyes de la oferta y la demanda en lo que respecta al trabajo de los hombres y en retirarlos de la órbita del mercado.
1
L. P. MAIR, An African People in the Twentieth Century, 1934.
2 E. M. LOEB, «The Dislribution an Function of Money in Early So- ciety», en Essays in Anthropology, 1936.
3
M. J. HERSKOVITS, The Economic Life of Primitive Peoples, 1940.
4 R. C; THURNWALD, Black and White in East Africa: The F abric of a New Civilization, 1935.
5 C. BRINKMANN, «Das soziale System des Kapitalismus», en Grun- driss der Sozialokonomik, 1924.
6
A. TOYNBEE, Lectures on the Industrial Revolution, 1887, p. 98.
7
E. F. HECKSCHER, Mercantilism, 1935, vol. 11, p. 168.
8 A. V. DICEY, Law and Opinion in England, p. 226.
9
Esta ley intentaba abrogar las leyes proteccionistas relativas a los cereales (N. del T.).
10 Ruta trasatlántica del comercio de esclavos (N. del T.).
11
G. D. H. COLE. Robert Owen. 1925. Trabajo en el que nos hemos ins-
pirado ampliamente.
12 Seis jornaleros agrícolas de Tolpuddle, en el Dorset, que se habían adherido a la Trade Union fueron condenados a ser deportados por siete años (N. del T.).
13
H. MORE, The Lancashire Colliery Giri, May, 1795; cL J. L. Y B. HAM-
MONO, The Town Labourer, 1917, p. 230.
14 P.F. DRUCKER,The End of Economic Man, 1939, p. 93, sobre
los protestantes evangélicos ingleses; y The Future of Industrial Man, 1942, pp. 21 Y 194 sobre el estatuto y la función.
15
L. KNOWLES, The Industrial and Commercial Revolution in Great Britain During the 19th Century,
1926.