TEXTOS SELECTOS

 

La falacia económica

Karl Polanyi
 

Capítulo del libro: "El Sustento del Hombre" publicado póstumamente con H.W. Pearson en 1977.

Para citar este texto puede utilizar el siguiente formato:

Polanyi, Karl: "La falacia económica" en Textos Selectos de EUMEDNET. Accesible a texto completo en http://www.eumed.net/textos/


Los esfuerzos para llegar a una visión más real del problema general planteado a nuestra generación por el sustento del hombre, se encuentran desde el principio frente a un tremendo obstáculo: un arraigado hábito de pensamiento propio de las condiciones de vida de ese tipo de economía que creó el siglo diecinueve en todas las sociedades industrializadas, personificado en la mentalidad de mercado.

Nuestra tarea en este capítulo es indicar, de manera preliminar, las falacias a las que ha dado lugar dicha mentalidad de mercado y, de paso, exponer algunas de las razones por las que estas falacias han influido de manera tan perjudicial en el pensamiento de la gente.

En primer lugar definiremos la naturaleza de este anacronismo conceptual; luego describiremos el desarrollo institucional a partir del cual se originó y extendió su influencia a nuestra visión moral y filosófica. Seguiremos la influencia de esta actitud mental en los campos organizados del conocimiento, tales como la teoría económica, la historia económica, la antropología, la sociología, la psicología y la epistemología, que forman el conjunto de las ciencias sociales.

Dicho estudio no debe dejar lugar a dudas sobre el impacto del pensamiento económico en casi todos los aspectos de los problemas que afrontamos, especialmente en cuanto al carácter de las instituciones económicas, su política y principios, tal y como éstos se revelan en las formas de organización de los medios de subsistencia en el pasado.

Casi nunca es pertinente resumir la ilusión general de una época en términos de error lógico; aunque, conceptualmente, la falacia económica, no puede describirse de otra manera. El error lógico fue algo común e inofensivo: un fenómeno específico se consideró idéntico a otro ya familiar. Es decir, el error estuvo en igualar la economía humana general con su forma de mercado (un error que puede haber sido facilitado por la ambigüedad básica del término económico, al que volveremos después). La falacia es evidente en sí misma: el aspecto físico de las necesidades del hombre forma parte de la condición humana; ninguna sociedad puede existir si no posee algún tipo sustantivo de economía. Por otra parte, el mecanismo oferta-demanda-precio (al que popularmente se denomina mercado), es una institución relativamente moderna con una estructura específica, que no resulta fácil de establecer ni de mantener. Reducir la esfera del género económico, específicamente, a los fenómenos del mercado es borrar de la escena la mayor parte de la historia del hombre. Por otro lado, ampliar el concepto de mercado a todos los fenómenos económicos es atribuir artificialmente a todas las cuestiones económicas las características peculiares que acompañan al fenómeno del mercado. Inevitablemente, esto perjudica la claridad de ideas.

Los pensadores realistas definieron en vano la diferencia entre economía general y sus formas de mercado; el Zeitgeist económico no tuvo en cuenta ni el tiempo ni las diferencias. Estos pensadores subrayaron el significado sustantivo del término económico. Identificaron la economía con la industria más que con los negocios; con la tecnología más que con el ceremonialismo; con los medios de producción más que con los títulos de propiedad; con el capital productivo más que con las finanzas; con los bienes de equipo más que con el capital; en resumen, con la sustancia económica más que con la terminología y la forma de mercado. Pero las circunstancias pesaban más que la lógica, y la poderosa. fuerza de la historia actuó para fundir dos conceptos dispares en uno solo.

I. La economía y el mercado

El concepto de economía nació con los fisiócratas franceses simultáneamente a la institución del mercado como mecanismo de oferta-demanda-precio. El fenómeno, desconocido hasta entonces, de una interdependencia de precios fluctuantes afectó a multitud de hombres. El naciente mundo de los precios fue resultado de la expansión del comercio -una institución mucho más antigua e independiente de los mercados- dentro de la articulación de la vida diaria.

Los precios existían antes, desde luego, pero de ningún modo constituían un sistema propio, dado que su esfera estaba restringida al comercio y las finanzas, ya que sólo los banqueros y comerciantes utilizaban el dinero regularmente, al ser la mayor parte de la economía, rural y prácticamente sin ningún tipo de comercio, una diminuta cadena de bienes dentro de la vasta e inerte masa de la vida vecinal en el señorío o en las casas. Cierto que los mercados urbanos conocían el dinero y los precios, pero la base para controlar estos precios era mantenerlos estables. No fue su ocasional fluctuación, sino su predominante estabilidad lo que les convirtió en un factor cada vez más importante a la hora de determinar los beneficios del comerciante, ya que estos beneficios se derivaban más de las pequeñas fluctuaciones de precios estables entre puntos distantes que de las anómalas fluctuaciones en los mercados locales.

Pero la simple infiltración del comercio en la vida diaria no ha creado por sí misma una economía (en su sentido nuevo y específico), sino sólo un buen número de desarrollos institucionales posteriores. El primero de ellos fue la penetración del comercio exterior en los mercados, transformándolos gradualmente, de mercados locales estrictamente controlados, en mercados formadores de precios con una fluctuación de precios más o menos libre. En el curso del tiempo, esto fue seguido por la revolucionaria innovación de mercados con precios fluctuantes para los factores de producción, trabajo y tierras. Este cambio fue el más radical de todos, por su naturaleza y consecuencias. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que los diferentes precios, que incluían ahora salarios, alimentos y renta, empezaran a mostrar una interdependencia poco notable, produciendo así las condiciones que hicieron al hombre aceptar la presencia de una realidad sustantiva desconocida hasta entonces. Este nuevo campo de experiencia era la economía, y su descubrimiento -una de las experiencias emocionales e intelectuales que formaron nuestro mundo moderno- llegó a los fisiócratas como una iluminación y les constituyó en un secta filosófica. Adam Smith conoció a través de ellos la «mano oculta», pero no siguió el camino místico de Quesnay. Mientras su maestro francés apenas vislumbró la interdependencia de algunas fuentes de ingresos, su aventajado alumno, que vivía en la menos feudal y más monetarizada economía inglesa, fue capaz de incluir salarios y renta en el grupo de «precios», atisbando por primera vez la visión de la riqueza de las naciones como una integración de las diversas manifestaciones de un sistema subyacente de mercado. Adam Smith se convirtió en el fundador de la economía política porque reconoció, aunque débilmente, la tendencia hacia la interdependencia de estos diferentes tipos de precios en la medida en que eran el resultado de mercados competitivos.

Aunque explicar la economía en términos de mercado fue originalmente una forma de sentido común de relacionar nuevos conceptos con nuevos hechos, puede que nos resulte difícil entender por qué se tardó varias generaciones en darse cuenta de que lo que Quesnay y Smith habían descubierto realmente era un campo de fenómenos esencialmente independientes de la institución de mercado que se manifestaba en esa época. Pero ni Quesnay ni Smith intentaron establecer la economía como un ámbito de la existencia social que trasciende el mercado, el dinero o los precios, y cuando lo hicieron, fracasaron en el intento. Se inclinaron, no tanto hacia la universalidad de la economía como hacia el carácter específico del mercado. En realidad, la tradicional unidad de los asuntos humanos que aún conformaba su mentalidad, les hizo contrarios a la idea de una esfera económica separada de la sociedad, aunque ello no les impidió atribuir a la economía las características del mercado. Adam Smith introdujo los métodos de negocio en las cavernas del hombre primitivo, proyectando su famosa propensión al trueque, permuta e intercambio, hasta los jardines del Paraíso. El enfoque que dio Quesnay a la economía no fue menos cataláctico. La suya era la economía del produit net, una cantidad precisa en la contabilidad del terrateniente, pero un simple fantasma en el proceso entre el hombre y la naturaleza, del cual la economía es un aspecto. El supuesto excedente cuya creación él atribuía al suelo y a las fuerzas de la naturaleza, no era más que una transferencia al «Orden de la Naturaleza» de la disparidad que se espera que muestre el precio de venta contra el de coste. La agricultura parecía ocupar el centro de la escena porque estaban en juego los ingresos de la clase dirigente feudal, pero después la idea de excedente apareció siempre en los escritos de los economistas clásicos. El produit net fue el padre de la plusvalía de Marx y sus derivados. Y así la economía se impregnó de una noción ajena al proceso total del cual forma parte, proceso que no conoce lo que es el coste ni el beneficio y que no es una cadena de acciones productoras de excedentes. Ni tampoco una serie de fuerzas fisiológicas y psicológicas dirigidas por la necesidad de asegurarse un excedente para sí mismas. Ni los lirios del campo, ni los pájaros que vuelan en el cielo, ni los hombres en las praderas, en los campos o en la fábrica -cuidando el ganado, recogiendo la cosecha, o poniendo piezas en una cinta transportadora- producen excedentes a partir de su propia existencia. El trabajo, como el descanso y el ocio, es una fase en el curso independiente del hombre a su paso por la vida. El montaje de la idea de excedente fue simplemente la proyección del modelo de mercado sobre un aspecto más amplio de la existencia: la economía (1).

Si desde el principio la falaz identificación de los «fenómenos económicos» con los «fenómenos de mercado» era comprensible, después se convirtió en casi una necesidad práctica de la nueva sociedad y de la forma de vida que nació con los dolores de la Revolución Industrial. El mecanismo oferta-demanda-precio, cuya primera aparición dio origen al concepto profético de «ley económica», se convirtió rápidamente en una de las fuerzas más poderosas que jamás haya penetrado en el panorama humano. Al cabo de una generación -es decir; de 1815 a 1845, la «Paz de los Treinta Años», como la llamó Harriet Martineau- el mercado formador de precios que anteriormente sólo existía como modelo en varios puertos comerciales y algunas bolsas, demostró su asombrosa capacidad para organizar a los seres humanos como si fueran simples cantidades de materias primas, y convertirlos, junto con la superficie de la madre tierra, que ahora podía ser comercializada, en unidades industriales bajo las órdenes de particulares especialmente interesados en comprar y vender para obtener beneficios. En un período extremadamente breve, la ficción mercantil aplicada al trabajo y a la tierra, transformó la esencia misma de la sociedad humana. Esta era la identificación de la economía y el mercado en lo práctico. La esencial dependencia del hombre de la naturaleza y de sus iguales en cuanto a los medios de supervivencia se puso bajo el control de esa reciente creación institucional de poder superlativo, el mercado, que se desarrolló de la noche a la mañana a partir de un lento comienzo. Éste artilugio institucional, que llegó a ser la fuerza dominante de la economía -descrita ahora con justicia como economía de mercado-, dio luego origen a otro desarrollo aún más extremo, una sociedad entera embutida en el mecanismo de su propia economía: la sociedad de mercado.

Desde esta posición no es difícil discernir que lo que aquí hemos llamado falacia económica fue ante todo un error desde el punto de vista teórico. En la práctica, la economía consistía fundamentalmente en mercados, y el mercado envolvió a la sociedad.

Siguiendo esta posición debería quedar claro que la importancia de la perspectiva económica reside precisamente en su capacidad de generar una unidad de motivaciones y valoraciones que llevaría a cabo en la práctica lo preconizado como ideal, es decir; la identidad de mercado y sociedad. Porque sólo si se organiza un estilo de vida que cubra todos los aspectos relevantes, incluyendo las imágenes sobre el hombre y la naturaleza de la sociedad -una filosofía de la vida diaria que compren- da criterios de conducta razonables según el sentido común, una serie de riesgos sensatos, y una moralidad práctica-, se nos ofrecerá ese compendio de doctrinas prácticas y teóricas que por sí solas pueden crear una sociedad o, lo que es lo mismo, transformar una sociedad dada en el período de tiempo de una generación o dos. Y dicha transformación, para mejor o para peor; fue la que hicieron los pioneros de la economía. Es decir; la mentalidad mercantil contenía nada menos que la semilla de una cultura completa -con todas sus posibilidades y limitaciones-, y la imagen del hombre y de una sociedad, transformada en economía de mercado, surgió necesariamente de la estructura esencial de una comunidad humana organizada a través del mercado.

II. La transformación
económica

Esta estructura representó una violenta ruptura con las condiciones precedentes. Lo que antes no fue más que una ligera expansión de mercados aislados, se transformó ahora en un sistema de mercado autorregulado.

El paso crucial fue que la tierra y el trabajo se convirtieron en mercancías, es decir, se trataron como si hubieran sido creados para la venta. Por supuesto, no eran realmente mercancías, ya que no habían sido producidas (como la tierra), y de ser así, no podían estar en venta (como el trabajo).

Sin embargo, jamás se concibió una ficción más efectiva en una sociedad, porque la tierra y el trabajo se compraban y vendían libremente, y se les aplicaba el mecanismo de mercado. Había oferta y demanda de trabajo; oferta y demanda de tierra. Por lo tanto, había precios de mercado para utilizar la mano de obra, los salarios, y un precio de mercado para el uso de la tierra, la renta. El trabajo y la tierra eran ofrecidos en sus propios mercados, similares a los de las mismas mercancías que se producían con su intervención.

El verdadero alcance de este paso sólo se puede estimar si recordamos que el trabajo es otra forma de llamar al hombre, así como la tierra es sinónimo de naturaleza. La ficción mercantil puso el destino del hombre y de la naturaleza en manos de un autómata que controlaba sus circuitos y gobernaba según sus propias leyes. Este instrumento de bienestar material estaba controlado exclusivamente por los incentivos del hambre y las ganancias o, dicho con más exactitud, el temor a carecer de lo necesario en la vida, o la esperanza de obtener beneficios. Con tal de que los desposeídos pudieran satisfacer su necesidad de alimento vendiendo primero su trabajo en el mercado, y con tal de que los propietarios pudieran comprar al precio más barato y vender al más caro, el molino ciego producía cada vez más mercancías para beneficio de la raza humana. El temor al hambre del obrero y el deseo de ganancia del patrón mantenían el mecanismo continuamente en funcionamiento.

Esta práctica utilitaria tan poderosa, lamentablemente, deformó la comprensión del hombre occidental de sí mismo y de la sociedad.

En cuanto al hombre, tenemos que aceptar la idea de que sus móviles pueden considerarse «materiales» o «ideales», pero los incentivos sobre los que se organiza la vida diaria necesariamente nacen de las necesidades materiales. No es difícil ver que bajo tales circunstancias el mundo humano en general parece determinado por móviles materiales. Si, por ejemplo, se separa, cualquier móvil y se organiza la producción de manera tal que se haga de ese móvil el incentivo individual para producir; tendremos la imagen del hombre absorbido por ese móvil. Ese móvil puede ser religioso, político o estético; puede ser orgullo, prejuicio, amor o envidia: y de acuerdo con eso el hombre aparecerá como esencialmente religioso, político, amante de la estética, orgulloso, con prejuicios, o arrastrado por el amor o la envidia. Otros motivos, por el contrario, aparecerán distantes y en la sombra -ideales- puesto que no se puede esperar que afecten al negocio vital de la producción. El móvil seleccionado representará al hombre «real».

De hecho, los seres humanos trabajan por una gran variedad de razones en tanto que forman parte de un grupo social definido. Los monjes comerciaban por motivos religiosos, y los monasterios llegaron a ser los mayores establecimientos comerciales de Europa. El comercio kulo de las islas Trobriand, uno de los más complicados sistemas de trueque conocidos por el hombre, tenía esencialmente un propósito estético. La economía feudal dependía en gran medida de la costumbre o la tradición. Para los kwakiutl, el principal fin de la industria parecía ser una cuestión de honor. Bajo el despotismo mercantil, la industria se planificaba a menudo para servir al poder y la gloria. Según esto, tendemos a pensar que los monjes, los melanesios occidentales, los aldeanos, los kwakiutls, o los hombres de Estado del siglo diecisiete, se guiaban respectivamente por la religión, la estética, la costumbre, el honor; o el poder político. La sociedad del siglo diecinueve estaba organizada de tal manera que hacía del hambre o del simple deseo de ganancia motivos suficientes para que el individuo participara en la vida económica. La imagen resultante de un hombre regido solamente por incentivos materialistas era totalmente arbitraria.

Por lo que respecta a la sociedad, la doctrina pareja fue que sus instituciones estaban «determinadas» por el sistema económico. El mecanismo de mercado creó para ello el espejismo del determinismo eco- nómico como si fuera una ley general para toda la sociedad humana. Bajo una economía de mercado, desde luego, esta ley resulta ser justa. En realidad, el funcionamiento del sistema económico aquí, no sólo «influye» en el resto de la sociedad, sino que la determina, tal como en un triángulo los lados no solamente influyen, sino que determinan los ángulos.

En la estratificación de clases, oferta y demanda en el mercado de trabajo eran idénticos a clases trabajadoras y empresarios respectivamente. La clase social de los capitalistas, terratenientes, arrendatarios, intermediarios, mercaderes y profesionales estaba delimitada por los mercados de tierras, dinero, capital, y sus usos o servicios respectivos. Los ingresos de estas clases sociales estaban fijados por el mercado, su rango y posición por sus ingresos.

Mientras que las clases sociales estaban directamente determinadas por el mecanismo de mercado, otras instituciones resultaron afectadas indirectamente. El Estado y el gobierno, el matrimonio y crianza de los hijos, la organización de la ciencia, la educación, la religión y las artes, la elección de profesión, los tipos de vivienda, la forma de los asentamientos, la estética misma de la vida privada, todo tenía que concordar con el modelo utilitario, o al menos no interferir en el funcionamiento del mecanismo de mercado. Pero, puesto que muy pocas actividades humanas pueden realizarse sin nada -hasta un santo necesita su altar-, los efectos inmediatos del sistema de mercado llegaron casi a determinar por completo el conjunto de la sociedad. Fue casi imposible evitar la conclusión de que, así como el hombre «económico» era el hombre «real» el sistema económico era «realmente» la sociedad.

III. El racionalismo económico

A la vista de lo anterior, puede dar la impresión de que la Weltanschauung económica contenía en sus dos postulados de racionalismo y atomismo todo lo que era necesario para sentar las bases de una sociedad de mercado. El término eficaz era racionalismo. ¿De qué otro modo podía una sociedad así ser algo más que un conglomerado de átomos comportándose según las reglas de un tipo definido de racionalidad? La acción racional, como tal, es la relación de los fines con los medios; la racionalidad económica, específicamente, supone que los medios son escasos. Pero la sociedad humana va mucho más allá de todo eso. ¿Cuál debería ser el fin del hombre y cómo debería elegir los medios? El racionalismo económico, en el sentido más estricto de la palabra, no tiene respuesta a estas preguntas, que implican motivaciones y valoraciones de un orden moral y práctico que va más allá de la irresistible, y al mismo tiempo vacía, exhortación de su ser «económico». Es así como el vacío se disfrazó de una jerga filosófica ambigua.

Para mantener la aparente unidad, se dieron dos significados adicionales de lo racional. En cuanto a los fines, se postuló que racional era una escala de valores utilitaria; en cuanto a los medios, la ciencia aplicó una escala de comprobación de los rendimientos. La primera de las escalas hizo de la racionalidad la antítesis de la estética, la ética, y la filosofía; la segunda, la convirtió en la antítesis de la magia, la superstición y la completa ignorancia. En el primer caso, es racional preferir el pan con mantequilla a los ideales heroicos; en el segundo, parece más racional que un hombre enfermo vaya al médico en lugar de consultar a un astrólogo. Ningún significado de lo racional es relevante para definir el principio del racionalismo, aunque de por sí uno sea más válido que el otro. Mientras que el utilitarismo rígido, con su equilibrio pseudofilosófico entre el placer y el dolor; ha perdido su influencia sobre el pensamiento de los hombres cultos, la escala de valores científica permanece gloriosa dentro de sus límites. Así, el utilitarismo, que sigue siendo el opio de las masas comercializadas, ha sido destronado como ética, en tanto que el método científico mantiene aún la suya propia.

No obstante, en tanto se utilice lo racional, no como un término de moda elogioso, sino en su estricto sentido de perteneciente a la razón, la validez de la comprobación científica de los medios como algo racional no es menos arbitraria que la supuesta justificación de los fines utilitarios. En resumen, la variante económica del racionalismo introduce el elemento escasez dentro de todas las relaciones medios-fines; aún más, propone como racional, en cuanto a los fines y los medios en sí mismos, dos escalas de valores diferentes que resultan estar peculiarmente adaptadas a las situaciones de mercado, pero que de otro modo no tienen un propósito universal que les permita denominarse racionales. De esta forma, se achaca a la elección de fines y medios la suprema autoridad de la racionalidad. El racionalismo económico aparentemente logra ambas cosas: la limitación sistemática de la razón a las situaciones de escasez, y su extensión sistemática a todos los fines y medios humanos, dando validez así a una cultura económica con el aspecto de una lógica irresistible.

La filosofía social fundada sobre tales principios fue tan radical como fantástica. Hacer de la sociedad un conjunto de átomos y de cada individuo un átomo que se comporta según los principios del racionalismo económico, colocaría el total de la existencia humana, con toda su riqueza y profundidad, en el esquema referencial del mercado. Afortunadamente, no puede lograrlo: los individuos tienen personalidades, y la sociedad tiene una historia. La personalidad se forma a partir de la experiencia y la educación; la acción implica pasión y riesgo; la vida exige fe y creencia; la historia es lucha y engaño, victoria y redención. Para cubrir el vacío, el racionalismo económico introdujo la armonía y el conflicto como los modi de las relaciones entre individuos. Los conflictos y alianzas de aquellos átomos autointeresados, que formaban las naciones y las clases, contaban ahora para la historia social y universal.

Ningún autor expuso él solo la doctrina completa. Bentham seguía creyendo en el gobierno y no estaba seguro de la economía; Spencer anatematizó al Estado y al gobierno, pero sabía poco de economía; y Von Mises, economista, carecía del conocimiento enciclopédico de los otros dos. Sin embargo, entre los tres crearon un mito que fue el sueño de las multitudes cultas durante la Paz de los Cien Años, de 1815 hasta la Primera Guerra Mundial, e incluso hasta después, hasta la guerra de Hitler. Intelectualmente este mito representó el triunfo del racionalismo económico, e inevitablemente el eclipse del pensamiento político.

El racionalismo económico del siglo diecinueve, descendiente directo del racionalismo político del dieciocho, fue tan irreal o más que su predecesor; ya que a ambas ramas del racionalismo les resultaron ajenos los hechos históricos y la naturaleza de las instituciones políticas: Los políticos utópicos ignoraron la economía, mientras que los utópicos del mercado no tuvieron en cuenta la política. En resumen, si los pensadores ilustrados no advirtieron muchos hechos económicos, sus sucesores del siglo diecinueve cerraron los ojos a la esfera del Estado, la nación y el poder; hasta el punto de dudar de su existencia.

IV. El solipsismo económico

Tal solipsismo económico como muy bien se le puede llamar; fue en realidad un rasgo destacado de la mentalidad de mercado. La acción económica, se suponía, era «natural» al hombre y por tanto autoexplicativa. Los hombres harían trueques a menos que se les prohibiera, y así surgirían los mercados a no ser que se hiciera algo por evitarlo. El comercio empezaría a fluir; como si fuese provocado por la fuerza de gravedad, y crearía fuentes de bienes, organizadas en mercados, a menos que los gobiernos conspiraran para detener el flujo y drenar los fondos. A medida que se agilizara el intercambio el dinero haría su aparición y todas las cosas se verían arrastradas al molino de los intercambios, a menos que algunos moralistas anticuados lanzaran su grito contra el lucro o los tiranos ignorantes devaluaran la moneda.

Este eclipse del pensamiento político fue la deficiencia intelectual de la época. Se originó en la esfera económica, pero a la larga destruyó cualquier planteamiento objetivo de la economía misma, en cuanto a que la economía tuviera otro antecedente institucional que no fuera el mecanismo oferta-demanda-precio. Los economistas se sentían tan seguros dentro de los confines de un sistema de mercado tan puramente teórico, que sólo a regañadientes concedían a las naciones el valor de una fruslería. A un escritor político inglés de la década de 1910 se le consideró ganador en la causa contra la necesidad de la guerra por demostrar que el negocio de la guerra no era rentable; y en Ginebra, la Liga de las Naciones permaneció ciega hasta el último momento ante los hechos políticos que convirtieron el patrón oro internacional en un anacronismo. El olvido de la política se extendió desde las ilusiones de comercio libre de Cobden y Bright hasta la imperante sociología de Spencer con su oposición entre sistemas industriales y sistemas militares. Hacia la década de 1930 había desaparecido, entre la gente culta, la cultura política de David Hume o Adam Smith.

El eclipse de la política tuvo un efecto más confuso en los aspectos morales de la filosofía de la historia. La economía dio un salto al vacío, y se estableció una actitud hipercrítica hacia la reivindicación moral de la acción política, cuya consecuencia fue una rebaja radical de todas las fuerzas, excepto la económica, en el campo de la historiografía. La psicología mercantil, que considera reales sólo los motivos «materiales», mientras que relega los «ideales» al limbo de la inefectividad, se extendió no sólo a las sociedades sin mercado, sino también a toda la historia del pasado. La historia antigua se presentaba como una mezcolanza de consignas sobre la justicia y la ley repetidas por faraones y reyes-dioses con el único propósito de confundir a sus desvalidos súbditos, a los que sometían por la ley del látigo. Era una actitud totalmente contradictoria. ¿Por qué engatusar a una población de esclavos? Y si así era, ¿por qué hacerlo mediante promesas que no significaban nada para los esclavos? Pero si las promesas tenían algún significado, la justicia y la ley deben haber sido algo más que palabras. El que una población de esclavos no tiene por qué ser engatusada, y que la justicia y la libertad deben haber sido reconocidas por todos como ideales antes de que unos pocos los utilizaran como cebo, se escapaba a la capacidad crítica de un público hipercrítico. Bajo el dominio de la moderna democracia de masas, las consignas se convirtieron en un tipo de fuerza política organizadora que jamás hubiera sido posible en el antiguo Egipto o Babilonia. Por otro lado, la justicia y la ley, que formaban parte de la estructura institucional de las primeras sociedades, perdieron su fuerza bajo la organización mercantil de la sociedad. Las propiedades de un hombre, sus ingresos y rentas, el precio de sus mercancías, se consideraban ahora «justos» sólo si se obtenían en el mercado; en cuanto a la ley, ninguna tenía importancia, excepto las que se referían a la propiedad y los contratos. Las diferentes instituciones de propiedad del pasado y las leyes sustantivas que formaron la constitución de la polis ideal no tenían ahora material con qué trabajar.

El solipsismo económico generó un concepto insulso de justicia, ley y libertad, en nombre del cual la historiografía moderna negó toda credibilidad a los incontables textos antiguos, en los que se declaraba que el fin del estado era el establecimiento de la rectitud, la insistencia en la ley y el mantenimiento de una economía central sin opresión burocrática.

La verdadera condición de estas cuestiones es tan diferente de la mentalidad de mercado, que no es fácil transmitirlo con simples palabras. En realidad, la justicia, la ley y la libertad, como valores institucionalizados, hicieron su primera aparición en la esfera económica como resultado de una acción estatal. En las sociedades tribales, la solidaridad se salvaguarda mediante la costumbre y la tradición; la vida económica está incrustada en la organización social y política de la sociedad; no hay lugar para las transacciones económicas; y se trata de impedir toda acción ocasional de trueque, ya que se considera un peligro para la solidaridad tribal. Cuando surgen las leyes territoriales, el rey-dios provee el centro de la vida comunal, amenazada por el debilitamiento del clan, al tiempo que con la ayuda del Estado se lleva a cabo un enorme avance económico: el rey-dios, fuente de justicia, legaliza las transacciones económicas, tachadas anteriormente de lucrativas y antisociales. Esta justicia se institucionaliza mediante equivalencias, se legaliza mediante estatutos, y se ejecuta la mayoría de las veces por los propios funcionarios del palacio y del templo que manejan el aparato tributario y redistributivo del estado territorial. Las normas legales se institucionalizan en la vida económica a través de los órganos administrativos que regulan la conducta de los miembros de los gremios en sus transacciones comerciales. La libertad llega a ellos mediante la ley; no hay patrón al que deban obedecer; y, en tanto mantengan su juramento al cabeza del Estado y su lealtad al gremio, son libres de actuar de acuerdo a sus intereses, siendo responsables de todas sus acciones. Cada uno de estos pasos hacia la introducción del hombre en el ámbito de la justicia, la ley y la libertad, fue originalmente el resultado de la acción organizativa del Estado en el campo económico. Pero el solipsismo económico se olvidó del temprano papel del Estado en la vida económica. Así mantuvo su dominio la mentalidad de mercado. La absorción de la economía por los conceptos mercantiles fue tan total que ninguna de las disciplinas sociales pudo escapar a sus efectos. Imperceptiblemente, todas ellas se convirtieron en baluartes de los modos de pensamiento económicos.


1 Ver Harry W. Pearson, «The Economy Has no Surplus: Critique of a Theory of Development», en Comercio y mercado en /05 imperios antiguos, editado por K. Polanyi, C. Arensberg, y H. Pearson, Labor (Glencoe, 111: Free Press and Falcon's Wing Press, 1957).


 

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