TEXTOS SELECTOS

 

La falacia econ�mica

Karl Polanyi
 

Cap�tulo del libro: "El Sustento del Hombre" publicado p�stumamente con H.W. Pearson en 1977.

Para citar este texto puede utilizar el siguiente formato:

Polanyi, Karl: "La falacia econ�mica" en Textos Selectos de EUMEDNET. Accesible a texto completo en http://www.eumed.net/textos/


Los esfuerzos para llegar a una visi�n m�s real del problema general planteado a nuestra generaci�n por el sustento del hombre, se encuentran desde el principio frente a un tremendo obst�culo: un arraigado h�bito de pensamiento propio de las condiciones de vida de ese tipo de econom�a que cre� el siglo diecinueve en todas las sociedades industrializadas, personificado en la mentalidad de mercado.

Nuestra tarea en este cap�tulo es indicar, de manera preliminar, las falacias a las que ha dado lugar dicha mentalidad de mercado y, de paso, exponer algunas de las razones por las que estas falacias han influido de manera tan perjudicial en el pensamiento de la gente.

En primer lugar definiremos la naturaleza de este anacronismo conceptual; luego describiremos el desarrollo institucional a partir del cual se origin� y extendi� su influencia a nuestra visi�n moral y filos�fica. Seguiremos la influencia de esta actitud mental en los campos organizados del conocimiento, tales como la teor�a econ�mica, la historia econ�mica, la antropolog�a, la sociolog�a, la psicolog�a y la epistemolog�a, que forman el conjunto de las ciencias sociales.

Dicho estudio no debe dejar lugar a dudas sobre el impacto del pensamiento econ�mico en casi todos los aspectos de los problemas que afrontamos, especialmente en cuanto al car�cter de las instituciones econ�micas, su pol�tica y principios, tal y como �stos se revelan en las formas de organizaci�n de los medios de subsistencia en el pasado.

Casi nunca es pertinente resumir la ilusi�n general de una �poca en t�rminos de error l�gico; aunque, conceptualmente, la falacia econ�mica, no puede describirse de otra manera. El error l�gico fue algo com�n e inofensivo: un fen�meno espec�fico se consider� id�ntico a otro ya familiar. Es decir, el error estuvo en igualar la econom�a humana general con su forma de mercado (un error que puede haber sido facilitado por la ambig�edad b�sica del t�rmino econ�mico, al que volveremos despu�s). La falacia es evidente en s� misma: el aspecto f�sico de las necesidades del hombre forma parte de la condici�n humana; ninguna sociedad puede existir si no posee alg�n tipo sustantivo de econom�a. Por otra parte, el mecanismo oferta-demanda-precio (al que popularmente se denomina mercado), es una instituci�n relativamente moderna con una estructura espec�fica, que no resulta f�cil de establecer ni de mantener. Reducir la esfera del g�nero econ�mico, espec�ficamente, a los fen�menos del mercado es borrar de la escena la mayor parte de la historia del hombre. Por otro lado, ampliar el concepto de mercado a todos los fen�menos econ�micos es atribuir artificialmente a todas las cuestiones econ�micas las caracter�sticas peculiares que acompa�an al fen�meno del mercado. Inevitablemente, esto perjudica la claridad de ideas.

Los pensadores realistas definieron en vano la diferencia entre econom�a general y sus formas de mercado; el Zeitgeist econ�mico no tuvo en cuenta ni el tiempo ni las diferencias. Estos pensadores subrayaron el significado sustantivo del t�rmino econ�mico. Identificaron la econom�a con la industria m�s que con los negocios; con la tecnolog�a m�s que con el ceremonialismo; con los medios de producci�n m�s que con los t�tulos de propiedad; con el capital productivo m�s que con las finanzas; con los bienes de equipo m�s que con el capital; en resumen, con la sustancia econ�mica m�s que con la terminolog�a y la forma de mercado. Pero las circunstancias pesaban m�s que la l�gica, y la poderosa. fuerza de la historia actu� para fundir dos conceptos dispares en uno solo.

I. La econom�a y el mercado

El concepto de econom�a naci� con los fisi�cratas franceses simult�neamente a la instituci�n del mercado como mecanismo de oferta-demanda-precio. El fen�meno, desconocido hasta entonces, de una interdependencia de precios fluctuantes afect� a multitud de hombres. El naciente mundo de los precios fue resultado de la expansi�n del comercio -una instituci�n mucho m�s antigua e independiente de los mercados- dentro de la articulaci�n de la vida diaria.

Los precios exist�an antes, desde luego, pero de ning�n modo constitu�an un sistema propio, dado que su esfera estaba restringida al comercio y las finanzas, ya que s�lo los banqueros y comerciantes utilizaban el dinero regularmente, al ser la mayor parte de la econom�a, rural y pr�cticamente sin ning�n tipo de comercio, una diminuta cadena de bienes dentro de la vasta e inerte masa de la vida vecinal en el se�or�o o en las casas. Cierto que los mercados urbanos conoc�an el dinero y los precios, pero la base para controlar estos precios era mantenerlos estables. No fue su ocasional fluctuaci�n, sino su predominante estabilidad lo que les convirti� en un factor cada vez m�s importante a la hora de determinar los beneficios del comerciante, ya que estos beneficios se derivaban m�s de las peque�as fluctuaciones de precios estables entre puntos distantes que de las an�malas fluctuaciones en los mercados locales.

Pero la simple infiltraci�n del comercio en la vida diaria no ha creado por s� misma una econom�a (en su sentido nuevo y espec�fico), sino s�lo un buen n�mero de desarrollos institucionales posteriores. El primero de ellos fue la penetraci�n del comercio exterior en los mercados, transform�ndolos gradualmente, de mercados locales estrictamente controlados, en mercados formadores de precios con una fluctuaci�n de precios m�s o menos libre. En el curso del tiempo, esto fue seguido por la revolucionaria innovaci�n de mercados con precios fluctuantes para los factores de producci�n, trabajo y tierras. Este cambio fue el m�s radical de todos, por su naturaleza y consecuencias. Sin embargo, no pas� mucho tiempo antes de que los diferentes precios, que inclu�an ahora salarios, alimentos y renta, empezaran a mostrar una interdependencia poco notable, produciendo as� las condiciones que hicieron al hombre aceptar la presencia de una realidad sustantiva desconocida hasta entonces. Este nuevo campo de experiencia era la econom�a, y su descubrimiento -una de las experiencias emocionales e intelectuales que formaron nuestro mundo moderno- lleg� a los fisi�cratas como una iluminaci�n y les constituy� en un secta filos�fica. Adam Smith conoci� a trav�s de ellos la �mano oculta�, pero no sigui� el camino m�stico de Quesnay. Mientras su maestro franc�s apenas vislumbr� la interdependencia de algunas fuentes de ingresos, su aventajado alumno, que viv�a en la menos feudal y m�s monetarizada econom�a inglesa, fue capaz de incluir salarios y renta en el grupo de �precios�, atisbando por primera vez la visi�n de la riqueza de las naciones como una integraci�n de las diversas manifestaciones de un sistema subyacente de mercado. Adam Smith se convirti� en el fundador de la econom�a pol�tica porque reconoci�, aunque d�bilmente, la tendencia hacia la interdependencia de estos diferentes tipos de precios en la medida en que eran el resultado de mercados competitivos.

Aunque explicar la econom�a en t�rminos de mercado fue originalmente una forma de sentido com�n de relacionar nuevos conceptos con nuevos hechos, puede que nos resulte dif�cil entender por qu� se tard� varias generaciones en darse cuenta de que lo que Quesnay y Smith hab�an descubierto realmente era un campo de fen�menos esencialmente independientes de la instituci�n de mercado que se manifestaba en esa �poca. Pero ni Quesnay ni Smith intentaron establecer la econom�a como un �mbito de la existencia social que trasciende el mercado, el dinero o los precios, y cuando lo hicieron, fracasaron en el intento. Se inclinaron, no tanto hacia la universalidad de la econom�a como hacia el car�cter espec�fico del mercado. En realidad, la tradicional unidad de los asuntos humanos que a�n conformaba su mentalidad, les hizo contrarios a la idea de una esfera econ�mica separada de la sociedad, aunque ello no les impidi� atribuir a la econom�a las caracter�sticas del mercado. Adam Smith introdujo los m�todos de negocio en las cavernas del hombre primitivo, proyectando su famosa propensi�n al trueque, permuta e intercambio, hasta los jardines del Para�so. El enfoque que dio Quesnay a la econom�a no fue menos catal�ctico. La suya era la econom�a del produit net, una cantidad precisa en la contabilidad del terrateniente, pero un simple fantasma en el proceso entre el hombre y la naturaleza, del cual la econom�a es un aspecto. El supuesto excedente cuya creaci�n �l atribu�a al suelo y a las fuerzas de la naturaleza, no era m�s que una transferencia al �Orden de la Naturaleza� de la disparidad que se espera que muestre el precio de venta contra el de coste. La agricultura parec�a ocupar el centro de la escena porque estaban en juego los ingresos de la clase dirigente feudal, pero despu�s la idea de excedente apareci� siempre en los escritos de los economistas cl�sicos. El produit net fue el padre de la plusval�a de Marx y sus derivados. Y as� la econom�a se impregn� de una noci�n ajena al proceso total del cual forma parte, proceso que no conoce lo que es el coste ni el beneficio y que no es una cadena de acciones productoras de excedentes. Ni tampoco una serie de fuerzas fisiol�gicas y psicol�gicas dirigidas por la necesidad de asegurarse un excedente para s� mismas. Ni los lirios del campo, ni los p�jaros que vuelan en el cielo, ni los hombres en las praderas, en los campos o en la f�brica -cuidando el ganado, recogiendo la cosecha, o poniendo piezas en una cinta transportadora- producen excedentes a partir de su propia existencia. El trabajo, como el descanso y el ocio, es una fase en el curso independiente del hombre a su paso por la vida. El montaje de la idea de excedente fue simplemente la proyecci�n del modelo de mercado sobre un aspecto m�s amplio de la existencia: la econom�a (1).

Si desde el principio la falaz identificaci�n de los �fen�menos econ�micos� con los �fen�menos de mercado� era comprensible, despu�s se convirti� en casi una necesidad pr�ctica de la nueva sociedad y de la forma de vida que naci� con los dolores de la Revoluci�n Industrial. El mecanismo oferta-demanda-precio, cuya primera aparici�n dio origen al concepto prof�tico de �ley econ�mica�, se convirti� r�pidamente en una de las fuerzas m�s poderosas que jam�s haya penetrado en el panorama humano. Al cabo de una generaci�n -es decir; de 1815 a 1845, la �Paz de los Treinta A�os�, como la llam� Harriet Martineau- el mercado formador de precios que anteriormente s�lo exist�a como modelo en varios puertos comerciales y algunas bolsas, demostr� su asombrosa capacidad para organizar a los seres humanos como si fueran simples cantidades de materias primas, y convertirlos, junto con la superficie de la madre tierra, que ahora pod�a ser comercializada, en unidades industriales bajo las �rdenes de particulares especialmente interesados en comprar y vender para obtener beneficios. En un per�odo extremadamente breve, la ficci�n mercantil aplicada al trabajo y a la tierra, transform� la esencia misma de la sociedad humana. Esta era la identificaci�n de la econom�a y el mercado en lo pr�ctico. La esencial dependencia del hombre de la naturaleza y de sus iguales en cuanto a los medios de supervivencia se puso bajo el control de esa reciente creaci�n institucional de poder superlativo, el mercado, que se desarroll� de la noche a la ma�ana a partir de un lento comienzo. �ste artilugio institucional, que lleg� a ser la fuerza dominante de la econom�a -descrita ahora con justicia como econom�a de mercado-, dio luego origen a otro desarrollo a�n m�s extremo, una sociedad entera embutida en el mecanismo de su propia econom�a: la sociedad de mercado.

Desde esta posici�n no es dif�cil discernir que lo que aqu� hemos llamado falacia econ�mica fue ante todo un error desde el punto de vista te�rico. En la pr�ctica, la econom�a consist�a fundamentalmente en mercados, y el mercado envolvi� a la sociedad.

Siguiendo esta posici�n deber�a quedar claro que la importancia de la perspectiva econ�mica reside precisamente en su capacidad de generar una unidad de motivaciones y valoraciones que llevar�a a cabo en la pr�ctica lo preconizado como ideal, es decir; la identidad de mercado y sociedad. Porque s�lo si se organiza un estilo de vida que cubra todos los aspectos relevantes, incluyendo las im�genes sobre el hombre y la naturaleza de la sociedad -una filosof�a de la vida diaria que compren- da criterios de conducta razonables seg�n el sentido com�n, una serie de riesgos sensatos, y una moralidad pr�ctica-, se nos ofrecer� ese compendio de doctrinas pr�cticas y te�ricas que por s� solas pueden crear una sociedad o, lo que es lo mismo, transformar una sociedad dada en el per�odo de tiempo de una generaci�n o dos. Y dicha transformaci�n, para mejor o para peor; fue la que hicieron los pioneros de la econom�a. Es decir; la mentalidad mercantil conten�a nada menos que la semilla de una cultura completa -con todas sus posibilidades y limitaciones-, y la imagen del hombre y de una sociedad, transformada en econom�a de mercado, surgi� necesariamente de la estructura esencial de una comunidad humana organizada a trav�s del mercado.

II. La transformaci�n
econ�mica

Esta estructura represent� una violenta ruptura con las condiciones precedentes. Lo que antes no fue m�s que una ligera expansi�n de mercados aislados, se transform� ahora en un sistema de mercado autorregulado.

El paso crucial fue que la tierra y el trabajo se convirtieron en mercanc�as, es decir, se trataron como si hubieran sido creados para la venta. Por supuesto, no eran realmente mercanc�as, ya que no hab�an sido producidas (como la tierra), y de ser as�, no pod�an estar en venta (como el trabajo).

Sin embargo, jam�s se concibi� una ficci�n m�s efectiva en una sociedad, porque la tierra y el trabajo se compraban y vend�an libremente, y se les aplicaba el mecanismo de mercado. Hab�a oferta y demanda de trabajo; oferta y demanda de tierra. Por lo tanto, hab�a precios de mercado para utilizar la mano de obra, los salarios, y un precio de mercado para el uso de la tierra, la renta. El trabajo y la tierra eran ofrecidos en sus propios mercados, similares a los de las mismas mercanc�as que se produc�an con su intervenci�n.

El verdadero alcance de este paso s�lo se puede estimar si recordamos que el trabajo es otra forma de llamar al hombre, as� como la tierra es sin�nimo de naturaleza. La ficci�n mercantil puso el destino del hombre y de la naturaleza en manos de un aut�mata que controlaba sus circuitos y gobernaba seg�n sus propias leyes. Este instrumento de bienestar material estaba controlado exclusivamente por los incentivos del hambre y las ganancias o, dicho con m�s exactitud, el temor a carecer de lo necesario en la vida, o la esperanza de obtener beneficios. Con tal de que los despose�dos pudieran satisfacer su necesidad de alimento vendiendo primero su trabajo en el mercado, y con tal de que los propietarios pudieran comprar al precio m�s barato y vender al m�s caro, el molino ciego produc�a cada vez m�s mercanc�as para beneficio de la raza humana. El temor al hambre del obrero y el deseo de ganancia del patr�n manten�an el mecanismo continuamente en funcionamiento.

Esta pr�ctica utilitaria tan poderosa, lamentablemente, deform� la comprensi�n del hombre occidental de s� mismo y de la sociedad.

En cuanto al hombre, tenemos que aceptar la idea de que sus m�viles pueden considerarse �materiales� o �ideales�, pero los incentivos sobre los que se organiza la vida diaria necesariamente nacen de las necesidades materiales. No es dif�cil ver que bajo tales circunstancias el mundo humano en general parece determinado por m�viles materiales. Si, por ejemplo, se separa, cualquier m�vil y se organiza la producci�n de manera tal que se haga de ese m�vil el incentivo individual para producir; tendremos la imagen del hombre absorbido por ese m�vil. Ese m�vil puede ser religioso, pol�tico o est�tico; puede ser orgullo, prejuicio, amor o envidia: y de acuerdo con eso el hombre aparecer� como esencialmente religioso, pol�tico, amante de la est�tica, orgulloso, con prejuicios, o arrastrado por el amor o la envidia. Otros motivos, por el contrario, aparecer�n distantes y en la sombra -ideales- puesto que no se puede esperar que afecten al negocio vital de la producci�n. El m�vil seleccionado representar� al hombre �real�.

De hecho, los seres humanos trabajan por una gran variedad de razones en tanto que forman parte de un grupo social definido. Los monjes comerciaban por motivos religiosos, y los monasterios llegaron a ser los mayores establecimientos comerciales de Europa. El comercio kulo de las islas Trobriand, uno de los m�s complicados sistemas de trueque conocidos por el hombre, ten�a esencialmente un prop�sito est�tico. La econom�a feudal depend�a en gran medida de la costumbre o la tradici�n. Para los kwakiutl, el principal fin de la industria parec�a ser una cuesti�n de honor. Bajo el despotismo mercantil, la industria se planificaba a menudo para servir al poder y la gloria. Seg�n esto, tendemos a pensar que los monjes, los melanesios occidentales, los aldeanos, los kwakiutls, o los hombres de Estado del siglo diecisiete, se guiaban respectivamente por la religi�n, la est�tica, la costumbre, el honor; o el poder pol�tico. La sociedad del siglo diecinueve estaba organizada de tal manera que hac�a del hambre o del simple deseo de ganancia motivos suficientes para que el individuo participara en la vida econ�mica. La imagen resultante de un hombre regido solamente por incentivos materialistas era totalmente arbitraria.

Por lo que respecta a la sociedad, la doctrina pareja fue que sus instituciones estaban �determinadas� por el sistema econ�mico. El mecanismo de mercado cre� para ello el espejismo del determinismo eco- n�mico como si fuera una ley general para toda la sociedad humana. Bajo una econom�a de mercado, desde luego, esta ley resulta ser justa. En realidad, el funcionamiento del sistema econ�mico aqu�, no s�lo �influye� en el resto de la sociedad, sino que la determina, tal como en un tri�ngulo los lados no solamente influyen, sino que determinan los �ngulos.

En la estratificaci�n de clases, oferta y demanda en el mercado de trabajo eran id�nticos a clases trabajadoras y empresarios respectivamente. La clase social de los capitalistas, terratenientes, arrendatarios, intermediarios, mercaderes y profesionales estaba delimitada por los mercados de tierras, dinero, capital, y sus usos o servicios respectivos. Los ingresos de estas clases sociales estaban fijados por el mercado, su rango y posici�n por sus ingresos.

Mientras que las clases sociales estaban directamente determinadas por el mecanismo de mercado, otras instituciones resultaron afectadas indirectamente. El Estado y el gobierno, el matrimonio y crianza de los hijos, la organizaci�n de la ciencia, la educaci�n, la religi�n y las artes, la elecci�n de profesi�n, los tipos de vivienda, la forma de los asentamientos, la est�tica misma de la vida privada, todo ten�a que concordar con el modelo utilitario, o al menos no interferir en el funcionamiento del mecanismo de mercado. Pero, puesto que muy pocas actividades humanas pueden realizarse sin nada -hasta un santo necesita su altar-, los efectos inmediatos del sistema de mercado llegaron casi a determinar por completo el conjunto de la sociedad. Fue casi imposible evitar la conclusi�n de que, as� como el hombre �econ�mico� era el hombre �real� el sistema econ�mico era �realmente� la sociedad.

III. El racionalismo econ�mico

A la vista de lo anterior, puede dar la impresi�n de que la Weltanschauung econ�mica conten�a en sus dos postulados de racionalismo y atomismo todo lo que era necesario para sentar las bases de una sociedad de mercado. El t�rmino eficaz era racionalismo. �De qu� otro modo pod�a una sociedad as� ser algo m�s que un conglomerado de �tomos comport�ndose seg�n las reglas de un tipo definido de racionalidad? La acci�n racional, como tal, es la relaci�n de los fines con los medios; la racionalidad econ�mica, espec�ficamente, supone que los medios son escasos. Pero la sociedad humana va mucho m�s all� de todo eso. �Cu�l deber�a ser el fin del hombre y c�mo deber�a elegir los medios? El racionalismo econ�mico, en el sentido m�s estricto de la palabra, no tiene respuesta a estas preguntas, que implican motivaciones y valoraciones de un orden moral y pr�ctico que va m�s all� de la irresistible, y al mismo tiempo vac�a, exhortaci�n de su ser �econ�mico�. Es as� como el vac�o se disfraz� de una jerga filos�fica ambigua.

Para mantener la aparente unidad, se dieron dos significados adicionales de lo racional. En cuanto a los fines, se postul� que racional era una escala de valores utilitaria; en cuanto a los medios, la ciencia aplic� una escala de comprobaci�n de los rendimientos. La primera de las escalas hizo de la racionalidad la ant�tesis de la est�tica, la �tica, y la filosof�a; la segunda, la convirti� en la ant�tesis de la magia, la superstici�n y la completa ignorancia. En el primer caso, es racional preferir el pan con mantequilla a los ideales heroicos; en el segundo, parece m�s racional que un hombre enfermo vaya al m�dico en lugar de consultar a un astr�logo. Ning�n significado de lo racional es relevante para definir el principio del racionalismo, aunque de por s� uno sea m�s v�lido que el otro. Mientras que el utilitarismo r�gido, con su equilibrio pseudofilos�fico entre el placer y el dolor; ha perdido su influencia sobre el pensamiento de los hombres cultos, la escala de valores cient�fica permanece gloriosa dentro de sus l�mites. As�, el utilitarismo, que sigue siendo el opio de las masas comercializadas, ha sido destronado como �tica, en tanto que el m�todo cient�fico mantiene a�n la suya propia.

No obstante, en tanto se utilice lo racional, no como un t�rmino de moda elogioso, sino en su estricto sentido de perteneciente a la raz�n, la validez de la comprobaci�n cient�fica de los medios como algo racional no es menos arbitraria que la supuesta justificaci�n de los fines utilitarios. En resumen, la variante econ�mica del racionalismo introduce el elemento escasez dentro de todas las relaciones medios-fines; a�n m�s, propone como racional, en cuanto a los fines y los medios en s� mismos, dos escalas de valores diferentes que resultan estar peculiarmente adaptadas a las situaciones de mercado, pero que de otro modo no tienen un prop�sito universal que les permita denominarse racionales. De esta forma, se achaca a la elecci�n de fines y medios la suprema autoridad de la racionalidad. El racionalismo econ�mico aparentemente logra ambas cosas: la limitaci�n sistem�tica de la raz�n a las situaciones de escasez, y su extensi�n sistem�tica a todos los fines y medios humanos, dando validez as� a una cultura econ�mica con el aspecto de una l�gica irresistible.

La filosof�a social fundada sobre tales principios fue tan radical como fant�stica. Hacer de la sociedad un conjunto de �tomos y de cada individuo un �tomo que se comporta seg�n los principios del racionalismo econ�mico, colocar�a el total de la existencia humana, con toda su riqueza y profundidad, en el esquema referencial del mercado. Afortunadamente, no puede lograrlo: los individuos tienen personalidades, y la sociedad tiene una historia. La personalidad se forma a partir de la experiencia y la educaci�n; la acci�n implica pasi�n y riesgo; la vida exige fe y creencia; la historia es lucha y enga�o, victoria y redenci�n. Para cubrir el vac�o, el racionalismo econ�mico introdujo la armon�a y el conflicto como los modi de las relaciones entre individuos. Los conflictos y alianzas de aquellos �tomos autointeresados, que formaban las naciones y las clases, contaban ahora para la historia social y universal.

Ning�n autor expuso �l solo la doctrina completa. Bentham segu�a creyendo en el gobierno y no estaba seguro de la econom�a; Spencer anatematiz� al Estado y al gobierno, pero sab�a poco de econom�a; y Von Mises, economista, carec�a del conocimiento enciclop�dico de los otros dos. Sin embargo, entre los tres crearon un mito que fue el sue�o de las multitudes cultas durante la Paz de los Cien A�os, de 1815 hasta la Primera Guerra Mundial, e incluso hasta despu�s, hasta la guerra de Hitler. Intelectualmente este mito represent� el triunfo del racionalismo econ�mico, e inevitablemente el eclipse del pensamiento pol�tico.

El racionalismo econ�mico del siglo diecinueve, descendiente directo del racionalismo pol�tico del dieciocho, fue tan irreal o m�s que su predecesor; ya que a ambas ramas del racionalismo les resultaron ajenos los hechos hist�ricos y la naturaleza de las instituciones pol�ticas: Los pol�ticos ut�picos ignoraron la econom�a, mientras que los ut�picos del mercado no tuvieron en cuenta la pol�tica. En resumen, si los pensadores ilustrados no advirtieron muchos hechos econ�micos, sus sucesores del siglo diecinueve cerraron los ojos a la esfera del Estado, la naci�n y el poder; hasta el punto de dudar de su existencia.

IV. El solipsismo econ�mico

Tal solipsismo econ�mico como muy bien se le puede llamar; fue en realidad un rasgo destacado de la mentalidad de mercado. La acci�n econ�mica, se supon�a, era �natural� al hombre y por tanto autoexplicativa. Los hombres har�an trueques a menos que se les prohibiera, y as� surgir�an los mercados a no ser que se hiciera algo por evitarlo. El comercio empezar�a a fluir; como si fuese provocado por la fuerza de gravedad, y crear�a fuentes de bienes, organizadas en mercados, a menos que los gobiernos conspiraran para detener el flujo y drenar los fondos. A medida que se agilizara el intercambio el dinero har�a su aparici�n y todas las cosas se ver�an arrastradas al molino de los intercambios, a menos que algunos moralistas anticuados lanzaran su grito contra el lucro o los tiranos ignorantes devaluaran la moneda.

Este eclipse del pensamiento pol�tico fue la deficiencia intelectual de la �poca. Se origin� en la esfera econ�mica, pero a la larga destruy� cualquier planteamiento objetivo de la econom�a misma, en cuanto a que la econom�a tuviera otro antecedente institucional que no fuera el mecanismo oferta-demanda-precio. Los economistas se sent�an tan seguros dentro de los confines de un sistema de mercado tan puramente te�rico, que s�lo a rega�adientes conced�an a las naciones el valor de una frusler�a. A un escritor pol�tico ingl�s de la d�cada de 1910 se le consider� ganador en la causa contra la necesidad de la guerra por demostrar que el negocio de la guerra no era rentable; y en Ginebra, la Liga de las Naciones permaneci� ciega hasta el �ltimo momento ante los hechos pol�ticos que convirtieron el patr�n oro internacional en un anacronismo. El olvido de la pol�tica se extendi� desde las ilusiones de comercio libre de Cobden y Bright hasta la imperante sociolog�a de Spencer con su oposici�n entre sistemas industriales y sistemas militares. Hacia la d�cada de 1930 hab�a desaparecido, entre la gente culta, la cultura pol�tica de David Hume o Adam Smith.

El eclipse de la pol�tica tuvo un efecto m�s confuso en los aspectos morales de la filosof�a de la historia. La econom�a dio un salto al vac�o, y se estableci� una actitud hipercr�tica hacia la reivindicaci�n moral de la acci�n pol�tica, cuya consecuencia fue una rebaja radical de todas las fuerzas, excepto la econ�mica, en el campo de la historiograf�a. La psicolog�a mercantil, que considera reales s�lo los motivos �materiales�, mientras que relega los �ideales� al limbo de la inefectividad, se extendi� no s�lo a las sociedades sin mercado, sino tambi�n a toda la historia del pasado. La historia antigua se presentaba como una mezcolanza de consignas sobre la justicia y la ley repetidas por faraones y reyes-dioses con el �nico prop�sito de confundir a sus desvalidos s�bditos, a los que somet�an por la ley del l�tigo. Era una actitud totalmente contradictoria. �Por qu� engatusar a una poblaci�n de esclavos? Y si as� era, �por qu� hacerlo mediante promesas que no significaban nada para los esclavos? Pero si las promesas ten�an alg�n significado, la justicia y la ley deben haber sido algo m�s que palabras. El que una poblaci�n de esclavos no tiene por qu� ser engatusada, y que la justicia y la libertad deben haber sido reconocidas por todos como ideales antes de que unos pocos los utilizaran como cebo, se escapaba a la capacidad cr�tica de un p�blico hipercr�tico. Bajo el dominio de la moderna democracia de masas, las consignas se convirtieron en un tipo de fuerza pol�tica organizadora que jam�s hubiera sido posible en el antiguo Egipto o Babilonia. Por otro lado, la justicia y la ley, que formaban parte de la estructura institucional de las primeras sociedades, perdieron su fuerza bajo la organizaci�n mercantil de la sociedad. Las propiedades de un hombre, sus ingresos y rentas, el precio de sus mercanc�as, se consideraban ahora �justos� s�lo si se obten�an en el mercado; en cuanto a la ley, ninguna ten�a importancia, excepto las que se refer�an a la propiedad y los contratos. Las diferentes instituciones de propiedad del pasado y las leyes sustantivas que formaron la constituci�n de la polis ideal no ten�an ahora material con qu� trabajar.

El solipsismo econ�mico gener� un concepto insulso de justicia, ley y libertad, en nombre del cual la historiograf�a moderna neg� toda credibilidad a los incontables textos antiguos, en los que se declaraba que el fin del estado era el establecimiento de la rectitud, la insistencia en la ley y el mantenimiento de una econom�a central sin opresi�n burocr�tica.

La verdadera condici�n de estas cuestiones es tan diferente de la mentalidad de mercado, que no es f�cil transmitirlo con simples palabras. En realidad, la justicia, la ley y la libertad, como valores institucionalizados, hicieron su primera aparici�n en la esfera econ�mica como resultado de una acci�n estatal. En las sociedades tribales, la solidaridad se salvaguarda mediante la costumbre y la tradici�n; la vida econ�mica est� incrustada en la organizaci�n social y pol�tica de la sociedad; no hay lugar para las transacciones econ�micas; y se trata de impedir toda acci�n ocasional de trueque, ya que se considera un peligro para la solidaridad tribal. Cuando surgen las leyes territoriales, el rey-dios provee el centro de la vida comunal, amenazada por el debilitamiento del clan, al tiempo que con la ayuda del Estado se lleva a cabo un enorme avance econ�mico: el rey-dios, fuente de justicia, legaliza las transacciones econ�micas, tachadas anteriormente de lucrativas y antisociales. Esta justicia se institucionaliza mediante equivalencias, se legaliza mediante estatutos, y se ejecuta la mayor�a de las veces por los propios funcionarios del palacio y del templo que manejan el aparato tributario y redistributivo del estado territorial. Las normas legales se institucionalizan en la vida econ�mica a trav�s de los �rganos administrativos que regulan la conducta de los miembros de los gremios en sus transacciones comerciales. La libertad llega a ellos mediante la ley; no hay patr�n al que deban obedecer; y, en tanto mantengan su juramento al cabeza del Estado y su lealtad al gremio, son libres de actuar de acuerdo a sus intereses, siendo responsables de todas sus acciones. Cada uno de estos pasos hacia la introducci�n del hombre en el �mbito de la justicia, la ley y la libertad, fue originalmente el resultado de la acci�n organizativa del Estado en el campo econ�mico. Pero el solipsismo econ�mico se olvid� del temprano papel del Estado en la vida econ�mica. As� mantuvo su dominio la mentalidad de mercado. La absorci�n de la econom�a por los conceptos mercantiles fue tan total que ninguna de las disciplinas sociales pudo escapar a sus efectos. Imperceptiblemente, todas ellas se convirtieron en baluartes de los modos de pensamiento econ�micos.


1 Ver Harry W. Pearson, �The Economy Has no Surplus: Critique of a Theory of Development�, en Comercio y mercado en /05 imperios antiguos, editado por K. Polanyi, C. Arensberg, y H. Pearson, Labor (Glencoe, 111: Free Press and Falcon's Wing Press, 1957).


 

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