Jacques Rueff
Artículo publicado en la revista Syntheses, de Bruselas, 4.º año, núm. 45 de 1950.
Vosotros queréis construir Europa; yo, también.
Precisamente porque quiero hacer lo mismo que vosotros estoy obligado a deciros que para ello no basta con suprimir los contingentes y rebajar los derechos de aduana.
Eliminar o atenuar los obstáculos entre los países que quieren unirse es, sin duda, un gesto espectacular. Pero no tendrá alcance alguno si no se le sitúa dentro del cuadro de un programa general de saneamiento financiero y monetario, porque al día siguiente tendréis que deshacer lo hecho ya la víspera y reconstruir, en el desorden que habréis creado, las barreras imprudentemente destruidas.
Si los gobiernos de Europa han limitado mucho la facultad de comprar en el extranjero o de vivir allí, no lo han hecho por deseo de perjudicar o por fidelidad a doctrinas autárquicas, sino porque tenían la seguridad de que los actos de sus ciudadanos, faltos de control en sus relaciones en el exterior, implicarían obligaciones de pago imposibles de satisfacer.
Para dejar a los hombres la libertad de sus decisiones, sobre todo en la elección del país donde van a gastar sus ingresos, es indispensable que esas decisiones no comprometan el equilibrio de los compromisos internacionales.
Las decisiones de los individuos expresan las preferencias que les inspiran las condiciones en las que se encuentran colocados. Estas preferencias no se ven afectadas por la situación de las balanzas de pagos. Y si no se establece un lazo entre los saldos de la balanza de un país y las decisiones de sus ciudadanos en la medida en que éstos pueden proporcionarle créditos o deudas internacionales, no hay posibilidad alguna de realizar los actos necesarios para equilibrar la balanza de pagos de dicho país.
Ahora bien: la virtud característica de los mecanismos monetarios —variaciones de la cotización de las monedas extranjeras en el régimen de libertad de cambio, o variaciones globales de la capacidad adquisitiva en el de convertibilidad monetaria— consiste en proporcionar a los hombres motivos para obrar de acuerdo con las exigencias del equilibrio de la balanza de pagos.
Si una balanza de pagos está en déficit y las cotizaciones de divisas extranjeras, si son libres, están en alza, los productos extranjeros serán más caros para los nacionales y más baratos los propios para los extranjeros, lo cual procurará a los hombres razones para realizar, con toda libertad, los actos necesarios para hacer desaparecer el déficit.
Sin embargo, la variación de los cambios engendra graves desórdenes sociales. Por ello, solo es aceptable en períodos cortos de transición de dedicados, después de perturbaciones profundas a la búsqueda empírica de un nivel de equilibrio nuevo. Como régimen permanente se ha preferido sustituirla por la convertibilidad monetaria, que limita estrechamente los cambios. En un régimen semejante todo déficit produce, a causa de las obligaciones de pago al extranjero del país deudor, una reabsorción de la capacidad adquisitiva. El volumen de los ingresos se hace, pues, insuficiente para comprar, a los precios del mercado, la totalidad de la producción nacional. Falta de salidas en el interior, una fracción de ésta, equivalente al importe del déficit, queda disponible para la exportación.
En el país acreedor el saldo favorable de la balanza de pagos crea, por un mecanismo inverso, un aumento de la capacidad adquisitiva que permitirá la absorción de un excedente de exportación del país deudor.
Si las riquezas liberadas en el país deudor no son de la especie que el acreedor está dispuesto a absorber, se producirán bajas de precios en el primero y alzas en el segundo, y esto suscitará en la producción los desplazamientos necesarios para el establecimiento de corrientes comercia les aptas para restablecer el equilibrio de las balanzas de pagos.
Como la influencia estabilizadora se amplía hasta el momento en que se obtiene el resultado buscado, su eficacia está garantizada. El mecanismo de la convertibilidad monetaria inspira pues, a los individuos, la voluntad de realizar con toda libertad las acciones necesarias para asegurar el equilibrio internacional y la solvencia de las naciones. En este régimen puede dejarse a los hombres la libertad de elegir el país donde quieren gastar sus ingresos. Sus decisiones libres, aunque decretadas independiente mente unas de otras, no pueden provocar ningún desequilibrio internacional.
Si los países de Europa occidental estuvieran sometidos a un régimen monetario de esta clase se podrían suprimir los contingentes y los derechos de aduana, es decir, se podría «construir Europa» con la seguridad de que esta Europa sería viable, con independencia de las decisiones que su libre arbitrio inspiraría a los europeos.
Desgraciadamente, aunque el sistema de los pagos internacionales en Europa occidental es, en apariencia, el de la convertibilidad monetaria, dicho sistema, debido a las condiciones en que funciona, se ha pervertido de tal manera que no posee ya ninguna de las virtudes que cabía esperar de él.
La principal perversión se debe al excedente de los gastos sobre los ingresos públicos en la mayoría de los países de Europa occidental. En efecto, en un régimen de convertibilidad monetaria un déficit en la balanza de pagos tiende espontáneamente a corregirse, porque provoca en el país deudor una contracción de la capacidad adquisitiva equivalente a su importe. Pero si bien el déficit de la balanza de pagos supone una reducción del poder adquisitivo interno, el ex cedente de los gastos sobre los ingresos públicos produce la creación de un nuevo poder adquisitivo mayor, y en este caso no hay reducción neta, sino expansión de la capacidad adquisitiva global, es decir, creación de una demanda interna superior al valor, a los precios del mercado, de la producción nacional, y de consiguiente, una influencia que tiende a desdentar las exportaciones y a estimular las importaciones.
Por esta razón, el exceso de los gastos sobre los ingresos que existe en algunos Estados de Europa occidental tiende a hacer deficitaria su balanza de pagos y a crear la escasez de dólares y de francos belgas característica de la actual situación internacional.
Suprimir en esos países las limitaciones a las compras o gastos en el extranjero, mientras las condiciones de sus tesorerías no se modifiquen, sería exponerse a graves desórdenes.
Para liberalizar sin peligro los cambios hay que restablecer previamente, entre los países interesados, un sistema monetario eficaz. Actualmente, en la mayor parte de los países de Europa occidental el sistema monetario no es más que un instrumento roto, desprovisto de toda acción reguladora. La reconstitución de una verdadera moneda, provista de las virtudes que la hacían antes mantenedora del orden internacional, es la primera condición de toda política en caminada a la construcción de Europa.
El método capaz de reconstruir el sistema monetario de Europa occidental es bien conocido, pues ha sido aplicado muchas veces y puesto a prueba por el Comité financiero de la Sociedad de Naciones desde 1920 hasta 1930, bajo los auspicios del Banco de Inglaterra, y sus resulta dos han sido decisivos. Implica tres puntos fundamentales: equilibrio del tesoro público; saneamiento de la situación económica; reconstitución de las reservas del Banco de emisión y determinación, al mismo tiempo, de la paridad a que se establecerá la convertibilidad. Sin embargo, en la situación presente encontramos un rasgo completamente nuevo.
Antes, el esfuerzo de saneamiento tenía que ser muy lento, porque los recursos necesarios para la reconstitución del encaje monetario sólo podían obtenerse emitiendo un empréstito en los grandes mercados internacionales. Pero hoy la generosidad americana crea, durante un período limitado, una situación única en la Historia, puesto que permite, en el marco del Plan Marshall, reconstituir simultánea y casi inmediatamente todas las reservas de los Bancos de emisión interesados. Bastaría para ello que una parte importante de los recursos del plan, en lugar de ser empleada para adquisición de prestaciones diversas —susceptibles de mejorar temporalmente las condiciones materiales a los países que las reciben, pero no de establecer un equilibrio permanente—, fuese dedicada a la constitución de un fondo de estabilización monetaria.
Sin duda, la formación de este fondo no garantizaría por sí sola la permanencia de la convertibilidad, pero, encuadrada en un programa de saneamiento, del que constituiría al mismo tiempo la conclusión y la sanción, crearía de nuevo y rápidamente el régimen propio para evitar que la liberalización de los cambios suscitara graves desórdenes en las balanzas de pagos de los países que la llevasen a cabo.
Algunos temerán que un programa semejante, dirigido por exigencias monetarias, comprometa la generosa política social, que es el primer resultado que se espera de una Europa unida.
Nadie más convencido que yo de la necesidad de someter a las exigencias de la moral y de la justicia nuestras instituciones económicas. Pero estoy seguro de que una sociedad regida por el mecanismo de los precios puede ser tan «social» o más que una sociedad planificada bajo el signo de la coacción, pues permite amplias posibilidades de intervención eficaz, susceptibles de realizar todas las redistribuciones de la renta y las modificaciones de estructuras deseables.
Una sociedad ordenada por los precios puede ser generosa con tal que se desee que así sea. Pero los actos generosos que promete pueden realizarse dentro del orden en lugar de ahogarse entre el oleaje del déficit y de la inflación.
De modo que para que una Europa unida sea mañana a la vez una zona de libertad y una zona de bienestar, para que sea estable y duradera, es preciso, en primer lugar, que en todos los países que tratan de unirse se reconstruya el juego de los mecanismos monetarios.
La libertad de los hombres no es un regalo de la Naturaleza. Sólo puede hacerla posible un sistema que los conduzca a realizar libremente los actos que el interés general espera de ellos. Querer la libertad sin las condiciones que la hacen posible es ir en busca de graves desengaños.
Sin regulación monetaria, la libertad sólo puede engendrar el desorden.
La unidad de Europa o se consigue por la moneda o no se conseguirá