Dr. Marcos Cueva Perus
Investigador Titular, Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM, México
cuevaperus@yahoo.com.mxResumen:
Este artículo se propone demostrar que la familia mexicana, al igual que en general la de América Latina, hace pasar por biológico y por ende por natural el origen de prácticas sociales que no excluyen el ejercicio del poder hacia dentro y hacia afuera, en una sociedad que carece de autonomía ante esos lazos personales. Estas prácticas se encuentran en distintos estratos sociales. El origen de esta representación está en los estatus de limpieza de sangre coloniales y tiene tal peso, habida cuenta de la naturalización del poder, que refuerza las dependencias y limita el reconocimiento de la independencia individual
Abstract: This article aims to demonstrate that the Mexican family, as in general in Latin America, passes by biological and hence natural source social practices that do not exclude the exercise of power inward and outward, in a society without autonomy beyond these personal ties. These practices are in different social strata. The origin of this representation is in the colonial status cleansing blood and has such weight, given the naturalization of power, that it reinforces dependencies and limits the recognition of individual independence
Palabras clave: familia-sangre-cultura-sociedad-poder-dependencia
Keywords: family-blood-culture-society-power-dependency
Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:
Marcos Cueva Perus (2017): “¿La sangre llama?: la familia como naturaleza o como construcción”, Revista TECSISTECATL (diciembre 2017).
En línea: http://www.eumed.net/rev/tecsistecatl/n22/familia.html
Handle: http://hdl.handle.net/20.500.11763/tecsistecatln22familia
Con la crisis económica y social en las últimas décadas, el Estado se ha debilitado un poco por doquier. Este debilitamiento ha provocado el repliegue sobre otras formas de agrupamiento, desde la tribu hasta el clan, pasando por la religión, las nacionalidades y por lo que suele ser llamado equivocadamente la “etnia” - algo en realidad difuso. Un mayor cosmopolitismo entre algunos sectores sociales involucrados en la globalización se ha acompañado de una suerte de regresión “localista”, en la medida en que se debilita la identificación con la nación y se llega a sentir “fallido” al Estado y sus instituciones. En México, como en el resto de América Latina, el debilitamiento del Estado nacional no ha traído el repliegue sobre las formas de agrupamiento mencionadas, sino sobre la familia, a pesar de que esta se halla inmersa en cambios y dificultades importantes. No nos detendremos sobre este proceso descrito por Christopher Lasch en un título muy sugerente, Refugio en un mundo despiadado (1996). La pregunta aquí es: ¿de qué familia se trata en México y en América Latina? Según veremos, se trata de una familia en la cual se hace el aprendizaje del poder que se proyecta sobre la sociedad, como si esta no tuviera una esfera pública autónoma con reglas impersonales y distintas de las familiares.
¿Es un valor nuevo? No, según mostraremos en una aproximación interdisciplinaria a partir de la historiografía, la antropología y el psicoanálisis, sugiriendo que es ante todo un valor antiguo convertido ahora en refugio, parafraseando a Lasch. Ha tendido a serlo desde hace tiempo, de acuerdo con algunos estudios empíricos, ante el añejo vacío institucional, público sobre todo.
La familia no es aquí un valor surgido desde abajo, sino desde arriba, traído con la colonización ibérica. Hasta la llegada de españoles y portugueses, si bien existían desde luego comunidades de parentesco, había agrupamientos más grandes, en tribus, fueran de menor o mayor importancia, hasta formar sociedades complejas como la azteca y la inca. La introducción de la familia como valor principal –junto a la religión- fue de origen español/portugués, ya que los conquistadores, fuera de la Iglesia católica, no trajeron valores nacionales (España no era tal, sino un conjunto de reinos), tribales ni clánicos y ni siquiera “étnicos”; tampoco introdujeron un racismo explícito, de tal modo que pronto hubo un importante mestizaje. La religión santificó el valor familiar, aún más a partir del funcionamiento de la encomienda, luego convertida en hacienda y más tarde en latifundio.
Desde la independencia, el valor familiar ha seguido siendo en América Latina el de arriba, en la cúspide de la sociedad: cada país quedó muy pronto en manos de unas pocas familias, las oligarquías. Fue por ejemplo el caso de las llamadas “14 familias” en El Salvador, es aún el de los apellidos que se repiten en las esfera del poder en Nicaragua (los Lacayo, y los Chamorro), de las 7 u 8 familias en Chile o de los apellidos de alcurnia que en Colombia (Restrepo, Ospina, entre otros). Fueron oligarquías sin respaldo comunitario, mientras que la antigua base prehispánica lo tenía desde abajo en formas de agrupamiento más amplio tales como el calpulli o el ayllu, por ejemplo. Aquí nos interesan entonces no la forma de parentesco prehispánica, sino los valores familiares dominantes –lo que no supone que sean los únicos- que fueron introducidos con la Conquista y que hoy parecen los de cada nación latinoamericana ante la crisis: pese a sus dificultades, la familia sigue pareciendo un modo de acceder a los recursos materiales y simbólicos en la sociedad. No hemos de partir entonces de la familia en general, sino del tipo particular de familia que se volvió dominante a raíz de la Conquista, que fue también el tipo familiar adoptado por los criollos a partir de la independencia. Mostraremos que la particularidad de la familia latinoamericana está en justificar por la biología prácticas culturales, volviéndolas así difíciles de cuestionar. En efecto, entra en juego la biología por la “limpieza de sangre”, pero está al servicio de una construcción cultural que es la de un poder específico que refuerza las dependencias y que, al mismo tiempo, según veremos, sanciona múltiples formas la individuación.
I Elementos a partir de un estudio de caso: para volver sobre los Gómez (Adler Lomnitz y Pérez-Lizaúr)
Después de estudiar a la familia mexicana Gómez desde el siglo XIX hasta el XX, Larissa Adler Lomnitz y Marisol Pérez-Lizaur concluyeron que el desarrollo mexicano, lejos de debilitar los vínculos familiares, los había reforzado, ya que la familia suplió la debilidad del Estado y la acumulación de capital, lo que abonaría en el sentido de la hipótesis planteada: a mayor debilidad del Estado y otras instituciones, mayor fuerza de la familia, que es lo que ha sucedido también con la crisis. “El Estado era débil y la acumulación de capital no bastaba para introducir un nuevo sistema de producción, señalan las autoras. Luego entonces la burguesía temprana tenía que recurrir a las estrategias familiares existentes de tal manera que creara sus propias condiciones de sobrevivencia y desarrollo. Estas estrategias familiares han sido siempre parte del sistema social mexicano. La familia era y sigue siendo un símbolo privilegiado de intercambio a través de su Historia. Es el pivote de la cultura y el núcleo de las redes sociales. Así, la familia define las estrategias para ganar acceso a recursos (económicos y sociales) por parte de los miembros de la sociedad: por ejemplo, en los días tempranos de un sistema estatal vacilante, de instituciones débiles, y de cambios políticos frecuentes, el sistema dependía de modo creciente de las relaciones personales” (Adler Lomnitz y Pérez-Lizaúr, 1987, 232). Lo dicho, válido seguramente para América Latina en su conjunto aunque con matices (en particular en el México del siglo XX), explicaría que las relaciones dentro del Estado y en sociedad no hayan sido en realidad ni practicadas ni “leídas” de un modo muy diferente al de la familia, desde los gobiernos puramente oligárquicos en el siglo XIX hasta el populismo del siglo XX, interpretado como un “paternalismo bueno”.
De acuerdo con el estudio de Adler Lomnitz y Pérez-Lizaur, los vínculos inter-generacionales están hechos, al menos en el ejemplo de los Gómez, para que la familia perdure en una forma que tiende a ser endogámica (la “familia de tres generaciones”), ya que no se desbanda, a diferencia de lo que sucede en la familia anglosajona con el matrimonio de un hijo con un miembro de otra familia. Digamos de paso que evitar que la familia se desbandara era desde la Colonia (y para empezar, en la metropóli) el propósito del mayorazgo. Adler Lomnitz y Pérez Lizaur sostienen que estos valores familiares atraviesan de tal modo la sociedad que pueden opacar otras diferencias, las de clase por ejemplo. La ideología de la unidad familiar (“la conciencia de familia”) prevalece por sobre la distinción de clase. Importa señalar que si las cosas son así, puede existir el riesgo de que el espacio social y en particular el espacio público no sean percibidos como algo autónomo, sino como prolongación de relaciones personales a la usanza de las familiares, como ya hemos sugerido.
La familia parece estar por encima de las instituciones y así lo reconocen de una u otra manera los Gómez: “el parentesco –escriben por lo demás las autoras- es una fuente más fuerte de lealtad que la pertenencia de clase” y la sociedad llega a ser una metáfora de las relaciones familiares. La familia funciona de tal forma que “(…) es una red que irradia hacia el exterior de la familia grande e incluye alianzas con otras grandes familias a través de la afinidad. El parentesco incluye así un grupo amplio ligado por el reconocimiento mutuo entre parientes: es una red socia ego-centrada que rige la inclusión y la exclusión” (Adler Lomnitz y Pérez-Lizaúr, 1987, 235). En otros términos, la prioridad en sociedad es “emparentar”, y la familia no prepara para la “institucionalización” de las relaciones sociales, sino para su “personalización”.
La familia es una red que intercambia bienes y servicios, pero también información sobre unos y otros, de tal forma que “la pertenencia a la propia parentela depende de la información a la disposición de uno” (Adler Lomnitz y Pérez-Lizaúr, 1987: 143), y la parentela de uno crece a través del contacto personal con miembros de la parentela o se encoge por falta de información y pérdida de contacto con lo que algunos llaman “stock”. Este flujo de información es ampliamente transmitido en encuentros sociales, tanto formales como informales, según las autoras (1987); en la familia, que se define –incluso por leyes de herencia- por vínculos verticales antes que horizontales, la madre –a la que las autoras llaman “madre centralizada” (1987)- es la que inicia contactos y difunde noticias-, y juega un papel importante en el acopio y transmisión de información. Prueba de que esta ambivalencia padre-madre se origina en la metrópoli es que se encuentra por igual en México (aunque haya importantes variaciones regionales) que en Colombia, por ejemplo, donde el muy detallado trabajo de Virginia Gutiérrez de Pineda en Familia y cultura en Colombia ha demostrado el peso de la filiación paterna “neohispánica” en los Santanderes, donde el padre impone “su sangre” y su linaje, junto al gran peso de la mujer madre en el complejo antioqueño, pese al carácter emprendedor del hombre, e incluso junto a la preponderancia de la abuela matrifocal en el complejo negroide costeño (1975). La consanguineidad se impone a la cultura: no hay lo que Jacques Lacan ha llamado desde una perspectiva psicoanalítica un “Nombre del Padre” que, por así decirlo, “expulse” a los miembros de la familia hacia el exterior, hacia ese mundo cultural que es el “tesoro de los significantes”, como lo llama el mismo Lacan. La descendencia no hace su propia familia, sino que prolonga el origen por lo menos hasta la tercera generación, por lo que en la solidaridad las relaciones padres-hijos son más importantes que entre marido y mujer, además con prioridad para la descendencia directa. En la familia de dos generaciones, cada individuo es miembro de una familia a la vez; en la familia de tres generaciones, cada individuo es miembro de dos grandes familias (lo que desde luego permite ampliar el círculo de relaciones personales). Si bien un individuo no es considerado incondicionalmente miembro de la gran familia del esposo, los hijos sí lo son. El hecho de que la continuidad familiar funcione así tal vez pueda contribuir a explicar la importancia de la figura de la madre en la familia latinoamericana. A partir de este mismo factor tendría entonces lugar una “biologización” de la familia, puesto que la familia aparecería como el “ámbito más natural” y menos construido no solo en el tiempo, sino también por lo que algún vallenato colombiano canta “la sangre llama”.
Adler-Lomnitz y Pérez-Lizaur destacan la frecuencia de los rituales que entre otras cosas sirven de mecanismos de exclusión e inclusión. Esto revelaría en realidad la primacía social, pero envuelta en la coerción a nombre de la biología (sangre y madre “dadora de vida”). El consumo conspicuo y la vida costosa son los adornos simbólicos de la posición social y de la afiliación al grupo, pero agregan que “no sólo son un lenguaje simbólico, también representan una inversión” (Lomnitz y Pérez-Lizaúr, 1987: 232). Es mediante los rituales religiosos y/o secularizados que se lleva a cabo una socialización e inserción en la sociedad que privilegia la llamada “confianza”, que pasa por los vínculos personales. No está de más agregar que existe la tendencia a mitificar la familia, la “continuidad del grupo de la parentela” –el árbol genealógico. “Esta continuidad, escriben las autoras- distingue una relación de parentesco de una simple amistad. La ritualización “confiere un sello de permanencia y santidad: consagra a la familia como la más alta de las prioridades entre las obligaciones individuales” (Lomnitz y Pérez-Lizaúr, 1987, 191), a riesgo, agreguemos, de que esto suponga darle la espalda a una potencial vida pública o servirse de ella para los fines particulares identificados con los fines familiares. Al mismo tiempo, “los rituales familiares, según las autoras, son también arenas de poder, en las cuales el estatus es conferido o confirmado y donde la lealtad está también visiblemente encarnada, así como arenas en las cuales los conflictos entre individuos y subgrupos son actuados y resueltos”(Lomnitz y Pérez-Lizaúr, 1987, 190-191).
Un mismo tipo de red se encuentra entre los marginados, llegando a la forma ampliada de la familia que es el compadrazgo. Larisa Lomnitz describe cómo funciona esto en Chile: “entre los miembros de la clase media urbana chilena (hombres y mujeres), escribe, el ‘compadrazgo’ es un sistema de reciprocidad que consiste en el intercambio continuo de favores que se dan, se reciben y se motivan dentro del marco de una ideología de amistad. Estos favores suelen ser burocráticos y generalmente consisten en un trato preferencial dado a alguna persona a costa de los derechos y prioridades de terceras personas” (Lomnitz, 2001, 23). Si bien este intercambio se práctica en la sociedad y el Estado fuera de la familia, el origen familiar está resaltado así en una frase del presidente chileno Ibañez (1956-1952): “entre un pariente y un amigo, prefiero al pariente; entre un amigo y un desconocido, prefiero al amigo”, y en el hecho de que resulte “(…) interesante anotar que los niños chilenos de clase media y alta usan el apelativo ‘tío’ o ‘tía’ para los amigos de sus padres. En esta forma se otorga al amigo un estatus honorario de pariente” (Lomnitz, 2001: 29). En este sistema de intercambio, un amigo, más que “amigo como tal”, es el medio de acceso a “otro amigo” (para “relacionarse”) para fines de compadrazgo u otros, según Lomnitz (2001).
Si bien aparecen como resultado de una situación de precariedad-inseguridad socioeconómica, las formas de sobrevivencia de los marginados que describe Larissa Lomnitz no difieren en algunas formas del modo de vida de los grupos acomodados, para empezar por aquello que se privilegia: la familia extensa, las alianzas familiares y las “redes” dentro de este sistema muy dependiente del parentesco. Así, “parentesco, vecindad, compadrazgo y amistad masculina, escribe la autora, son otras tantas instituciones que se adaptan a la situación urbana y se integran con una ideología de ayuda mutua. La expresión más notable de la red, la unidad doméstica de tipo compuesto, consiste en un grupo de familias emparentadas que viven como vecinos y se caracterizan por un intenso intercambio de bienes y servicios” (Lomnitz, 1975, 27-28). En los intercambios, la confianza es considerada crucial pero entendida, como en los ya descritos para una familia acaudalada, como “conocimiento personal previo”, a diferencia del trust anglosajón, algo que de acuerdo con la autora también se observa en la clase media e incluso en todos los estratos de las sociedades urbanas latinoamericanas (1975). Pese a las circunstancias objetivas, se da mayor importancia a las circunstancias personales y “este conocimiento personal tiene un valor de supervivencia social” (Lomnitz, 1975, 213). En el caso de la familia acaudalada, los rituales fijan la frontera entre la parentela y lo que aparece como “el resto de la sociedad”.
El estudio sobre los marginados hace aparecer que la prioridad dada a la familia y la unidad doméstica de tipo compuesto va de la mano con una vida pública prácticamente inexistente: “llama la atención, dice la autora, la virtual ausencia de otras asociaciones a nivel local, urbano o nacional. Aparte de la red de intercambio prácticamente no hay participación de los pobladores en instituciones comunitarias, políticas o sociales de ninguna índole” (Lomnitz, 1975, 232). Puede que no sean creadas desde afuera, pero también que falte iniciativa para ir más allá del ámbito familiar.
Si la sociedad es metáfora de la vida familiar (pongamos por caso “la gran familia” o la Constitución chilena de 1980), el tipo de relación que mejor se adecúa a esta proyección familiar sobre la sociedad es el clientelismo. En la llamada relación patrón-cliente, sucede que, a juicio de Javier Auyero, quien ha trabajado sobre el caso del Ecuador, el cliente se sitúa con frecuencia como tal y como “seguidor” (Auyero, 1996: 227), no forzosamente por cálculo racional, ni mediante introyección de lo que Pierre Bourdieu llama un “arbitrario cultural”: en esta perspectiva, que explícitamente le debe al enfoque del mismo Bourdieu, habría en realidad una “estrategia” aprendida “a través del uso”, un habitus clientelista, al decir de Auyero (1996). En la relación clientelar, “clientes y mediadores resuelven sus problemas pero en el proceso aprenden una relación de subordinación, aprenden límites, cosas a decir y a no decir, a hacer y a no hacer; desarrollan también su explicación pública para sus acciones y otra historia secreta –‘no dicha’- acerca de las razones que tienen para sus acciones” (Auyero, 1996, 223-224), algo que no deja de recordar el funcionamiento familiar con sus “secretos”. Es posible pensar que la familia –reducida y “metáfora de la sociedad”- no está exenta de prácticas de poder sobre las cuales los trabajos de Larissa Lomnitz abundan poco. Estas prácticas (el “mundo de la practicalidad”) difícilmente pueden ser descubiertas si, como sugiere Auyero, el cliente entra en la relación creyendo en ella, con “una historia, un juego y una estrategia” (1996) que incluye elementos afectivos. Estos elementos entran en juego por la deuda creada en nombre del vínculo biológico antes que de la cultura, aunque al mismo tiempo se trate de crear un estatus a partir de la adscripción biológica misma. Agreguemos que se suman elementos clave: “una urgencia y un reclamo de existencia que excluyen toda deliberación”, advierte Auyero (Auyero, 1996: 228), lo mismo que ocurre con el llamado biológico. Aunque pasan por “reciprocidad”, para el mismo Auyero “las relaciones clientelares constituyen una esfera de sumisión, un conjunto de lazos de dominación, en oposición a una esfera de reconocimiento mutuo, de igualdad y cooperación, que no se reconocen como tales (…) ”(Auyero, 1996: 215-216). Este ejercicio de poder puede resultar incuestionable por la “familiaridad” de los vínculos.
Hasta aquí, ejemplos concretos de México, Chile, Colombia y Ecuador sugieren la existencia de denominadores comunes: la patrilinealidad (que puede interpretarse también como transmisión de “limpieza de sangre”, según veremos), pero también un rol importante de la mujer, que al volverse madre adquiere un estatus de “centralización” adscrito que se justifica con la biología (“madre dadora de vida”); están también la prolongación de la unión familiar por generaciones frente al vacío estatal y productivo, y el llenado de este vacío por la familia como metáfora de las relaciones sociales. ¿De dónde proviene este ocultamiento de la construcción social mediante el uso de la biología (que es en parte “realmente existente”), y que se extiende en nombre de la “familiaridad” –la confianza- por la sociedad?
Si el origen de esta importancia de la familia está en la Conquista y Colonia, considerando que las formas de organización prehispánicas eran distintas, el mismo asunto que se toma por idiosincrasia del mexicano o del latino en general debe poder ser hallado en la historia metropolitana, la de España, lo que efectivamente sucede. José María Ibizcoz Beunza ha mostrado cómo en España, a diferencia de otros países europeos, perdura el significado público del linaje: “en la sociedad del Antiguo Régimen, escribe, la familia no era del ámbito de lo privado, sino una institución con un gran significado público” (Ibizcoz Beunza. 2009, 140).
A partir de 1523 en España la limpieza de sangre se volvió el modo de acceso a la nobleza: para decirlo de otra forma, se alegó el hecho biológico para lograr una posición social. Con Carlos V, “(…) a partir de 1550 –dice Juan Hernández Franco- (…) las instituciones elitistas ponen en práctica un proceso (…) de identificación cultural, de exclusión y cierre social, de reserva de privilegios, beneficios, cargos y honores, ligado a la limpieza de sangre. Lo acompañan con el emparejamiento de hidalguía y sangre pura o sin mácula, de cuna limpia y vida limpia” (Hernández Franco, 1995: 88). Quienes han trabajado la Historia de la familia en España han destacado la importancia del “árbol genealógico” limpio: “la necesaria demostración de limpieza de sangre en los antepasados, explica Francisco Chacón Jiménez, imprime una profunda tradición biográfico-genealógica que diferencia y distingue a la sociedad española de los territorios vecinos y en la que la necesidad de la justificación de pertenencia a una etnia dará lugar a una invención de la memoria y del pasado si se quiere pertenecer a los grupos dirigentes del sistema social o insertarse en el mismo sin tener problemas con las autoridades” (Chacón Jiménez, 2004: 23).
Lo que sucede desde aquélla época muestra cómo “la sangre” sirve en realidad para otros propósitos, como un modo de acceso a la posición social y los recursos: se trata de certificar la honra o quitarla, propósito socioeconómico y no biológico, aunque “camuflado” en el segundo. Como lo ha señalado Werner Thomas, la consecuencia de no tener “pureza de sangre” bien podía ser una “honra pulverizada” (2001). Y es que “honra no solamente significaba consideración social, sino también ascenso social, la posibilidad de mejorar su posición social y económica, y la posibilidad de integrarse en vez de vivir como un paria o como lo que hoy día se llama un ‘ciudadano de segunda’” (Thomas, 2001: 79). La gente asociaba pureza racial a pureza religiosa y la no pureza era vista como no “tener fe” ni respetar la autoridad establecida. Por su parte, “el Santo Oficio, explica Werner Thomas, institucionalizaba la sospecha hacia el converso (…) El proceso inquisitorial sería durante siglos la manera más eficaz de quitar a un individuo la honra tanto individual como social (…) Un condenado por el Santo Oficio se veía casi siempre marginado en la comunidad en donde había vivido antes de la denuncia, puesto que cualquier contacto con el estigmatizado solamente podía traer la deshonra a los cristianos y suscitar sospechas” (Thomas, 2001: 80). El llamado sambenito señalaba a una persona en la cual no se podía tener confianza, recuerda Thomas (2001).
Juan Hernández Franco ha mostrado que en realidad la limpieza de sangre es un modo de separar a la cristiandad de élite de la popular, y de garantizar “valores elitistas”: “los estimados, los prestigiados, los honorificados como propios y modélicos de la élite (…)” (Hernández Franco, 1996: 63). Más de que de algo dirigido contra el converso- judío o morisco- es, siempre según Hernández Franco, “(…) un instrumento utilizado por las instituciones afines a la cultura de élite para proteger su preeminencia, para asegurar su hegemonía y reproducción cultural, para preservarse de la cultura popular y de sus formas de manifestación y actitudes, para filtrar la entrada de individuos con valores populares, viles, bajos” (Hernández Franco, 1996: 63-64), tachados de “vulgares”. La forma de establecer la prueba no es genética y se basa en lo que Lévy-Bruhl llama “establecer una convicción sobre un punto incierto” a partir de la “pública voz y fama” (Hernández Franco, 1996: 91).
Los estatutos de limpieza de sangre fueron abolidos apenas en 1835; todavía durante las reformas borbónicas en el siglo XVIII sirvieron para que tuviera que probarse no haber desempeñado oficio o comercio servil. La “limpieza de sangre” está ligada al “buen nombre”, al grado que el segundo, heredado o adquirido, puede incluso “blanquear” a alguien. Se ha criticado la “blanquitud” por haber querido crear una “naturaleza humana” para imponerla a otros como superior, pero en América no hay en la colonia “blanquitud étnica”, porque no cuenta la “apariencia étnica” de origen noroccidental ni está ligada en el siglo XVI al capitalismo, ni la blancura es siempre condición de blanquitud, una supuesta identidad ética capitalista sobredeterminada por la blancura racial relativa, según Bolívar Echeverría (2010): lo que cuenta es la “fama pública”. Se trata en efecto de otra cosa en la América española/portuguesa: se atribuye el título de “ser” a quien parece demostrar la pureza mencionada y tener al mismo tiempo el “honor” correspondiente (lo que no tiene que ver con el calvinismo): lo anterior hace pasar por natural, porque supuestamente biológico, lo que es en realidad un modo dominante de concebir el parentesco y de tener de entrada estatus adscrito, ocultando a veces el adquirido. Lo que aquí nos interesa es mostrar cómo funciona esta naturalización.
Los trabajos de Larissa Lomnitz sugieren, como en los “Gómez”, familia mexicana de élite, una concepción del parentesco basada en los lazos de sangre, lo que puede expresarse en la expresión coloquial, usada frecuentemente por una madre, “es sangre de mi sangre”, como criterio de reconocimiento. Podría recordarse la expresión “pacto de sangre” para llamar la atención sobre los riesgos de esta visión del mundo, por llamarla así. El supuesto es que el parentesco está dado únicamente por el nacimiento y el árbol genealógico, sin que entre demasiado en juego la educación: la procreación antecedería al parentesco, algo que por lo demás, dicho sea no sin ironía, se presta a que la misma procreación sea utilizada para crear el parentesco, invocando justamente la “sangre de la sangre”. No habría entonces mayor cosa que debatir, puesto que el parentesco se presenta como natural en la medida en que está “explicado” por la biología, lo que parece evidente. Dicho sea otra vez con ironía, la biología puede explicar un trato preferencial a la parentela como aquél al que aludiera el presidente chileno Ibañez, y no solo en la “familia extensa”, sino en la sociedad toda: en las relaciones económicas, políticas, jurídicas, etcétera. La sangre es lo más natural, ciertamente, pero curiosamente parece servir de pretexto para actos que no son biológicos, como el ejercicio del mando. Queda en efecto la definición de familia por Alfonso X en las Siete Partidas: es el “círculo” que gira alrededor de la “nobleza”, ya que “familia se entiende el señor della e su mujer, y todos los que hiben so el, sobre quien ha mandamiento, assi como los fijos e los sirvientes e los otros criados” (Chacón Jiménez, 2004, 13), de tal modo que intervienen los criterios de parentesco, residencia y autoridad.
¿Cómo se transmite hasta hoy esta importancia de la “limpieza de sangre, aunque ya no sea estatuto? Tomemos un caso extremo en México, por lo demás ajeno a la venganza mafiosa. Durante un periodo de pocas semanas entre junio y agosto de 2016 hubo en México varios asesinatos de familias enteras, señaladamente en localidades de los estados de Puebla, Guerrero, Oaxaca y Tamaulipas. Si bien estos casos son extremos y varios de ellos estuvieron ligados al crimen organizado, lo ocurrido en Coxcatlán, Puebla, en junio de 2016 indica otra cosa: en una venganza, el ejecutor puso una saña particular en los miembros más emblemáticos de la familia, su ex pareja sentimental, en la pareja sentimental de ésta, y en la búsqueda del bebé (bebé del ejecutor y la mujer violada), que salió vivo e ileso. Ocurrió como si por esa venganza el ejecutor no hubiera querido aceptar que a partir de un nacimiento “de su sangre”, así fuera por una violación, “naciera” también otro árbol genealógico y otra forma de acceso a los recursos materiales y simbólicos.
La herencia de los Estatutos de Sangre –y de la costumbre de “honrar” o “deshonrar” sirviéndose de la familia en el espacio público- es ibérica. El antropólogo Marshall Sahlins demostró que en realidad el parentesco precede a la procreación desde las comunidades primitivas, de tal modo que distintos grupos humanos interpretan de diferentes maneras – culturales todas- la procreación y el nacimiento. Para Sahlins, el nacimiento no es un hecho pre discursivo (2013) y de la misma manera, siguiendo con Sahlins a Karen Middleton y Marilyn Strathern (Middleton y Strathern, 1988), sería erróneo –aunque es frecuente que suceda, así sea de forma indirecta, en México y el resto de América Latina- decir que “las mujeres hacen niños” (Sahlins, 2013: 3). Los grupos de las islas Trobriand creen por ejemplo que dos seres humanos son insuficientes para producir otro ser humano, de tal modo que es necesaria la intervención de un tercer “espíritu”, según Sahlins (2013). Para comunidades primitivas de la Amazonia, un nacimiento no supone parentesco ninguno, ya que la mujer bore es hija de un animal, y para otros grupos es el resultado de una reencarnación, por ejemplo para los Iñupiat de Alaska, para seguir al mismo autor (2013). Hay grupos en los cuales uno de los miembros de la familia es ignorado en la procreación, sea la madre (Araweté), sea el padre (Jívaro). A la procreación contribuyen en otros grupos substancias complementarias o antagónicas, o la misma (desde los grupos Tanimbar hasta los Tlingit y Mue Enga o Daribi). El grupo Tlingit no cree en ninguna substancia sino en un alma y hay otros en que en un soplo. Hay incluso grupos que no reconocen el papel de los padres (padre y madre) en la procreación (Kamea, en Papúa Nueva Guinea), como lo recuerda el mismo autor (2013). Entre los zulúes se cree que en el acto de procreación están presentes los hades ancestrales. Sahlins describe así lo que puede resultar en un “ocultamiento” –no forzosamente voluntario- del origen social y cultural de la procreación y el nacimiento: “(…)la falacia todavía decisiva en el argumento de que la relación biológica constituye el parentesco ‘primario’, que es extendido a otros por consideraciones secundarias, es que lleva a los padres de los hijos fuera de sus contextos sociales y presume que son cosas abstractas, sin ninguna identidad salvo la genital, que produce un igualmente abstracto hijo fuera de la unión de sus sustancias corpóreas” (Sahlins, 2013: 74). Esta es en parte –y solamente en parte- la falacia de “la sangre”. En realidad, no sería correcto hacer del parentesco una metáfora de la biología: “(…) los modos locales de reproducción pueden negar cualquier conexión sustantiva entre uno u otro padre –o entre ambos- y sus hijos” (Sahlins, 2013: 73). En el caso de los King Bushmen, no es la procreación la que rige lo que se llama “nuestra gente”, al decir de Sahlins (2013). Estas pruebas muestran que se construyen social y culturalmente el nacimiento y el parentesco: no vienen dados de modo natural, al contrario de lo que supone la creencia más común en la familia latinoamericana. Así, no es la raza el elemento determinante: lo son las relaciones que “alegan la raza”. Sahlins ha hecho notar que el parentesco es una “relación intersubjetiva”, un “estar juntos” (mutuality of being) que puede darse por motivos tan diversos como la co-residencia, el hecho de compartir el alimento, la comensalidad, el hecho de trabajar juntos, la adopción, la amistad, el sufrimiento compartido y también la hermandad de sangre (2013). Los Araweté son parientes por compartir los mismos tabúes, los Truk si sobreviven a un viaje por mar, los Inuit si nacieron el mismo día o compartieron dificultades en el hielo, etcétera (2013). Los criterios varían y no tienen por qué ser obligatoriamente los de “las sangre” o lo que también se llama en América Latina “ser de buena cuna” (“se ve que es de buena cuna”).
Sahlins observa que el parentesco no siempre significa armonía: es el caso de la patrilinealidad que implica el enfrentamiento entre padres e hijos y entre hermanos. El problema aparece tangencialmente en otra representación española de la familia, la de las Siete Partidas ya mencionadas, que considera que es familia todo aquél sobre quien “se ha mandamiento”. ¿Ser familiar es tener poder de mando, o se tiene “poder de mando” a partir de cierta familiaridad? Ello deja suponer la existencia de reglas de poder dentro de la familia social y culturalmente construidas, aunque insistamos que justificadas por la sangre.
El hecho de que el mexicano tienda según las encuestas a temer por sobre todas las cosas el rechazo de la familia, según una gran encuesta realizada en 1996 por Julia Isabel Flores (1996), tiene que ver con el hecho de que fuera de ésta es muy difícil desenvolverse y sobrevivir. Este temor puede leerse como temor al desamparo social, lo que puede hacer preferible –para no sufrirlo- incluso aceptar la arbitrariedad del poder (¿se arriesga también el “te desheredo” si no se acata este poder?). El hecho vuelve al mexicano “dependiente”, hasta aquí sin connotación ninguna: lo es porque necesita de la familia (si extensa, mejor) y de “relaciones” –calcadas sobre las relaciones personales familiares- para abrirse un lugar en la sociedad (o incluso en el Estado, así sea relativamente débil). En el caso de los Gómez, la parentela (descendencia, etcétera) se va colocando en sociedad (en empresas, por ejemplo) con “influencias” (las familiares), de la misma manera en que sigue siendo frecuente en México la “recomendación” de alguien para acceder a tal o cual servicio –algo que vale también para los grupos sociales más desfavorecidos. En términos de Sahlins, lo anterior hace una “intersubjetividad” o un “estar juntos” a la vez extenso (en la medida en que, como lo explican Adler Lomnitz y Pérez-Lizaúr, un amigo está para llevar a otro y otro más), dependiente, e incapacitante: es obviamente difícil valerse por sí mismo fuera del tipo de lazos descrito. En términos coloniales, quien no juega sus relaciones familiares es un “don nadie”, en lugar de un “hijo de algo”. Al mismo tiempo, ser rechazado por o rechazar la familia es ir contra lazos que- recordémoslo- a través de la sangre son vistos como naturales –además de que eran sacralizados por la religión: una distancia social será vista como “antinatural”. Lo normal es que en el tipo de sociedad latinoamericana descrito la dependencia no sea vivida como limitante para el desarrollo individual, sino como algo natural. La independencia es percibida en cambio como amenazante (por el riesgo de desamparo), al igual que sucede en esa metáfora de la familia que es la sociedad y que puede ser la clientela en específico; el Estado corporativo castiga las veleidades de independencia. El tema ha sido tratado en otras latitudes desde un punto de vista psicoanalítico: romper con la dependencia sería “romper con Edipo”, lo que llevaría entonces a ser persona en sociedad y/o en el espacio público sin valerse de las relaciones familiares.
Una mirada entre antropológica y psicoanalítica permite ir más allá de la mirada sociológica que califica estas redes de parentesco de “patrimonialistas” y que puede llegar incluso a justificar, como “capital social”, que cada quien juegue su “estrategia” –con frecuencia, una de poder- sobre la base de su capacidad para “relacionarse”, desde la familia extensa hasta los lazos sociales entendidos apenas como prolongación de la familia.
El psicoanalista Octave Mannoni trabajó hace ya bastante tiempo el problema entre los malgaches, a medio camino entre la antropología y el psicoanálisis, y las tesis de este autor fueron objeto de ataques de Aimé Césaire y Frantz Fanon, simplemente porque Mannoni dijo que el malgache busca la dependencia, sin haber dicho, según consta en Próspero and Caliban, que el malgache no necesitara emanciparse. Samuel Ramos trabajó hace mucho tiempo, en El perfil del Hombre y la cultura en México, lo que basándose en Alfred Adler llamó “complejo de inferioridad” del mexicano. Para Ramos, este complejo aparecía en particular frente a lo extranjero. Lo interesante en Mannoni es que este complejo pasa primero por algo que podríamos llamar “complejo de dependencia” y que Philip Mason llama en su prólogo “la necesidad de depender”. (1964). Más que intercambiar en el sentido de Marcel Mauss (saber dar, saber recibir, saber devolver, con lo que este circuito supone de gratitud y reciprocidad), pareciera que el regalo le interesa al malgache simplemente como “signo exterior visible de reafirmación relación de dependencia” (Mannoni, 1964: 43), para “la vida de la relación”, al igual que el “regalo verbal”- por llamarlo de algún modo- que se cerciora de la dependencia.
La tesis de Mannoni es interesante porque sugiere que lo anclado en la personalidad del malgache no es el sentimiento de inferioridad, que no tiene de inmediato, ni siquiera ante el superior (1964) o el colonizador; es el sentimiento de dependencia. Para Mannoni, la inferioridad aparece tan pronto como el malgache se siente traicionado o abandonado, lo cual no es del todo inexplicable, por ejemplo por lo que una traición puede suponer de humillación (la canción ranchera u otra mexicana está llena de situaciones como la descrita): “(…) mientras no se sienten abandonados –o traicionados- y mientras la relación satisfactoria de dependencia está preservada, afirma Mannoni, (los malgaches) no están sujetos al sentimiento de inferioridad” (1964).
La diferencia está en la respuesta al abandono: Mannoni considera con todo que es frecuente en el europeo que el mismo abandono sea considerado a fin de cuentas como una oportunidad para la independencia, como sucede, al decir del autor, con la vida de Descartes (1964). “(…) En el desarrollo de la personalidad, considera Mannoni, lo personal emerge de lo colectivo y se vuelve distinto de él dando lugar el individual, aunque nunca se desprende totalmente” (Mannoni, 1964: 205). En los lazos que requieren de la dependencia para “existir”, en cambio, sucede que no se encara la responsabilidad individual que la independencia supone. González Pineda lo ha constatado en el caso de México: “(…) tal tipo de reacción (visión proyectivo-paranoide, nota nuestra), en la que siempre se culpa a los demás, y en cambio, siempre se es inocente, es una constante en múltiples facetas de la relación humana de los mexicanos” (González Pineda, 1972, 98). Es al menos lo que sugiere Mannoni sobre el comportamiento de los malgaches, incluso en política (y especificando que no por ello son menos adultos), en la cual se pliegan a la mayoría y tienden a no respetar a la minoría: “en cualquier institución democrática, escribe Mannoni, se asume que la gente es capaz de decidir por sí misma y de tomar la responsabilidad por sus decisiones. El malgache promedio, sin embargo, no decide por sí mismo y tiene un sentido muy pequeño de la responsabilidad” (Mannoni, 1964: 175). Mannoni dice que el malgache es así dependiente del patrón, pero no excusa a éste, quien tiene –en lo que el autor llama “vocación colonial”- necesidad de dominación y que por lo mismo no respeta al otro: “lo que le falta al colonial en común con Próspero, es la conciencia del mundo de los demás, un mundo en el cual los Otros tienen que ser respetados. Este es el mundo del que el colonial ha huido porque no puede aceptar a los hombres como son. El rechazo de ese mundo está combinado con la urgencia de dominar, una urgencia que es infantil en su origen y que la adaptación social ha fallado en disciplinar” (Mannoni, 1964: 108)
El sentimiento de inferioridad no aparece en la descripción de los Gómez que hacen Lomnitz y López-Lizaur, ni entre los marginados, que para decirlo de algún modo “se las arreglan como pueden” mientras no sean abandonados. No sería raro que los Gómez, recurriendo al mito, como está dicho, incluso se sientan “especiales” y “diferentes”, no sin cierto sentimiento de superioridad. La reafirmación de la dependencia es para el malgache la de la rutina, y seguramente el equivalente de la multiplicación de rituales entre los Gómez. “La rutina malgache, escribe Mannoni, que no es el resultado del conservadurismo, ya que es perfectamente capaz de adaptarse a una nueva rutina- tiene algo en común con el ritual del obsesivo: protege contra un temor inconsciente a la inseguridad” (Mannoni, 1964: 70), lo que Mannoni llama “la amenaza de abandono” (digamos por cierto que un lapsus muestra esto en algunos mexicanos que hasta hoy se refieren a España como “la madre Patria”). Dicho de otro modo: lo que no es dependencia no es independencia, sino un temido abandono (¿explicable por el vacío social fuera del parentesco?), con el riesgo de que se equiparen independencia y abandono, lo que despunta sutilmente en la encuesta interpretada por Julia Isabel Flores, en el temido “rechazo de la familia”; en un marco más moderno, el tema ha sido tratado tangencialmente en Como agua para chocolate, la novela de Laura Esquivel hecha película.).
La forma que toma este temor es, siguiendo a Westermann, una dependencia extrema de la opinión pública y de lo que Mannoni llama la “aprobación de la comunidad” (1964). González Pineda encontró algo similar en México: “(…) queda asentado, escribió, que la vivencia total de la verdad individual no es posible; todo acercamiento a ella se logra solo a base de interminables ansiedades”(González Pineda, 1972: 29) y es preferible la mentira, tal vez antepuesta socialmente al temor al abandono; “(…) porque se teme la agresión, sus ataques, ser destruido, si los demás perciben la verdad del que se esconde en mentira”(González Pineda, 1972:,49). Digamos que el “abandono” es en realidad social: está en la ausencia de instituciones que fuera de la familia (en el Estado, en asociaciones privadas, en la economía, etc…) garanticen el hacerse un lugar en sociedad. Mannoni destaca algo incapacitante, por ejemplo si el malgache debe mostrar iniciativa propia o resolver una interrogante sin referirse a ninguna regla o precedente personal (1964). La dependencia de la opinión pública puede llegar al grado de que el malgache admire en el brujo “la identificación con su propia imagen” (1964).
La dependencia es entendible desde un punto de vista antropológico como el de Louis Dumont, si el individualismo es, como lo sugiere este autor, una ideología moderna. Debemos empero distinguir individualismo e individuación: el individualismo puede no estar reñido con la dependencia; la misma familia que recrea la dependencia puede fomentar lo que en México se conoce como la “regalada gana” de cada quien. La independencia, y no el individualismo, es lo que no podría darse “en” el mundo, sino “fuera de él”, para decirlo parafraseando a Louis Dumont(1983). De todos modos, “el individuo como valor (social) exige que la sociedad le delegue una parte de su capacidad de fijar los valores (1983), lo que sí sucede en México, aunque no con el ejemplo tipo de Dumont, el de la libertad de consciencia (1983).
La individuación (que hace de un individuo un singular y no un particular), según el filósofo Gilbert Simondon, no requiere señales sino significación: el individuo no es algo “sustancial” y tiene en su individualidad una “conciencia reflexiva de sí misma” (Simondon, 2009), a diferencia del “alma” descrita en Emile Durkheim en Las formas elementales de la vida religiosa; ese individuo no es “prevaloración del yo captado como personaje a través de la representación funcional que otro se hace de él” (Simondon, 2009: 415-416); existe cuando existen significaciones y “el individuo es aquello por lo que y en lo que aparecen significaciones” (Simondon, 2009:389); una operación psíquica sería así “un descubrimiento de significaciones en un conjunto de señales (…) y que tiene relación tanto con el conjunto de objetos exteriores como con el ser mismo”(Simondon, 2009: 390). Simondon sugiere que en realidad suele confundirse individuo y sujeto: “el nombre de individuo es dado abusivamente a una realidad más completa, la del sujeto completo”, afirma (Simondon, 2009: 462), e individuarse en realidad no es “adaptarse”, sino modificar el medio y modificarse a sí mismo. El obstáculo para que alguien se convierta en sujeto completo no está en una “manera de ser” (del malgache, por ejemplo) que sea criticable “en sí”, sino en que lo dado –“sangre” y “vida”- no parece plantear problema ninguno, ni necesitar de una construcción de significación múltiple y abierta, porque se presenta como algo evidente e inmutable, consiguiendo al mismo tiempo que el conflicto por el poder también parezca evidente, si lo hay -entre” padre que hereda sangre” y “madre que da vida”, por cierto que independientemente de la educación y de que la familia sea en el origen matrimonial un contrato. De otro modo, podría aparecer lo que Simondon llama la angustia de un sujeto negado, “sujeto solo” y que se vive como “cargado con su existencia” (2009). La información recibida es que las cosas “son así”, no que mediante la educación “significan tal o cual cosa” –lo que permitiría plantearse un cuestionamiento. Individuación querría decir sujeto y sujeto es para Simondon “(…) más que el individuo, el que está implicado en la elección; la elección se hace al nivel de los sujetos, y arrastra a los individuos constituidos hacia lo colectivo. La elección es así advenimiento de ser. No es simple relación” (Simondon, 2009: 461). Sin embargo, en lo colectivo no se elige si es que las relaciones ya están dadas por nacimiento y árbol genealógico y si determinan, por así decirlo, de antemano “quién sí” y “quién no”, como en la España colonizadora, de tal modo que constituirse en sujeto –incluso de la ciencia, por ejemplo- aparece como desafío a lo predeterminado, que no admite cuestionamiento. Negando la educación para el constructo social, la dependencia basada en “la sangre” y el estatus adscrito no se discuten, aunque se imponen y se muestran.
En la familia mexicana que ha sido durante mucho tiempo prototípica, lo existente ha sido difícil de cuestionar por partida doble: por la herencia “de sangre” por parte paterna (lo que deja apenas un pequeño resquicio para bromas sobre la paternidad), y porque al mismo tiempo están igualmente naturalizados los derechos de una madre que supuestamente “da la vida” ya que “hace los niños” (lo que biológicamente no es así, aunque la madre da a luz), lo cual no impide por lo demás el individualismo de cada quien. Tratándose de hombre y mujer, la “autoridad”, que en realidad no es tal, está desdoblada. Para seguir a Antonio Delhumeau y Francisco González Pineda en lo que es un estudio implícito de antropología cultural, la familia mexicana se caracteriza por un ejercicio que más que de autoridad es de poder, con sus imposiciones y resistencias, el tipo de poder que es por lo demás trasladado en sus prácticas hacia fuera de la familia (imposición-resistencia).Así, “el padre, explican los autores, contrarresta su ausencia física o psicológica con presencias esporádicas pero enérgicas y dominantes, en las que se discute poco o mucho pero donde hay más preocupación por mantener el respeto y básicamente el temor a la propia autoridad, que por definir con claridad lo que espera de la mujer y de cada uno de los hijos” (Delhumeau y González Pineda, 1973: 106). Si se quiere, el derecho de padre es hecho valer sin elaboración, en particular sin que medien la autorreflexión y la educación, porque la justificación se encuentra dada de antemano, “en la sangre” (la biología de la fuerza en el machismo). El padre afirma así una “virilidad” aparentemente natural.
Delhumeau y González Pineda hacen notar que la mujer, de la que ya vimos que es central en la “transmisión de información” en la familia, no es “víctima indefensa”, “abnegada”, “devota”, etcétera. Es posible observar otra cosa, “(…)la actitud de la mujer dentro de la familia mexicana como una sumisión negociada, como una activa participación pasiva con la cual ejerce la autoridad –quizá dominante- así sea de manera indirecta” (Delhumeau y Gonález Pineda, 1973: 107), algo que está reforzado por el hecho de ser madre, “la que da la vida”. “(…) La mujer aprende, prosiguen los autores, (…) que al hombre no puede exigírsele responsabilidades que serán confundidas por éste como exigencias de sometimiento, sino que se han de obtener de él concesiones y no es aceptable discutir sus decisiones, sino conmover sus sentimientos” (Delhumeau y González Pineda, 1973:107). “El rasgo de mayor recurrencia del manejo de la mujer hacia el hombre y los hijos suele ser, indican los autores, una actitud culpígena, es decir, una tendencia a provocar en ellos sentimientos de culpa por daños, reales o supuestos, inflingidos sobre todo a ella misma” (Delhumeau y Gonzalez Pineda, 1973: 107). Si bien hay influencia religiosa, esta culpabilización es la de la madre que “naturalmente ha dado la vida”: tampoco hay elaboración mediante la educación.
La rivalidad desdobla las figuras: “en esta particular dialéctica de la dominación-sumisa y de la sumisión-dominante interviene de manera importante el papel sexual de los hijos” (Delhumeau y González Pineda, 1973: 115-116), si se asocia dominación (energía, fuerza) con masculinidad y sumisión (pasividad) con feminidad, porque el hombre suele terminar “domesticado” y la mujer “domesticando”, así sea manipulando.
La relación familiar disimula apenas el poder en la naturalidad de la virilidad por físico (“se lleva en la sangre”) y la “emocionalidad” por “dar la vida”. No es algo exclusivo de México, dada toda la reivindicación a la vez de la “sangre caliente” y la mujer “dadora de vida”. No sin reminiscencias del “heredero único” colonial (el del mayorazgo o el del reino de Aragón), la solución de continuidad se encuentra en el hijo varón naturalmente sobreprotegido por la madre y que copia lo que entiende como “virilidad” del padre, mientras los demás están en el “acatamiento sin cumplir” y en lo híbrido (dominación/masculino, sumisión/femenino): “en conjunto, dentro de su participación social y más tarde política, los hijos varones –consideran los autores- encontrarán el apoyo unificado del padre y de la madre para hacer valer su impunidad hasta donde les sea posible, su capacidad para burlar las normas que plantean los ámbitos externos en el juego, en la relación social, en la responsabilidad escolar, como más tarde ante las responsabilidades cívicas o legales en las cuales se desenvolverán –actividades identificables con un proceso creciente de virilización” (Delhumeau y González Pineda, 1973: 116). Digamos que la red clientelar, aunque unida, puede regirse por imposición-incumplimiento. Es el tipo de actitud que se traslada al espacio social y público y es tanto más difícil de detectar cuanto que la naturalidad no pareciera indicar que está en juego una rivalidad por el poder que de todos modos, para González Pineda y Delhumeau, hacen que se imponga en cualquier relación social la “(…) urgencia de ‘verticalización’, es decir, (…) la necesidad de de definir quién está ‘arriba’ y quién ‘abajo’ en términos de poder y de control” (Delhumeau y González Pineda, 1973: 112). Más que personas, en pie de igualdad, hay aquí una pugna por el dominio (“adueñamiento”), algo por lo demás frecuente en el comportamiento en espacios públicos (tránsito, mercados, otros espacios compartidos, etcétera), en el que se hace valer “la relación”, el hecho de ser la “prolongación de” algo “familiar”(marido influyente, etcétera…). Así las cosas, la “sangre” y la “vida” acostumbran –como en el malgache que describe Mannoni- a ver en el otro apenas “una prolongación de….”, si tiene existencia, y a no verlo a falta de “dependencias” que propicien el reconocimiento. Las formas transmutadas de la “limpieza de sangre” y la “buena cuna” ocultan relaciones de poder.
Decir que el “ser latino” o mexicano se distingue por la fuerza de los lazos de familia es una verdad a medias. Prácticamente todas las sociedades del mundo le dan bajo una u otra forma un lugar importante al parentesco, al menos durante determinados periodos de existencia de una persona. El “latino” es en realidad un modo particular de entender a la vez la familia y el parentesco, alegando la “sangre” (nacimiento, árbol genealógico, patrilinealidad, madre dadora de vida) para justificar el estatus adscrito y el ejercicio del poder. La familia puede llegar a parecer algo “natural” que en realidad no es. No aparecen entonces ni la especificidad cultural de determinado tipo de familia (de tres generaciones, etcétera) ni los problemas planteados por el hecho de que ocupe el espacio social privándolo de su especificidad pública y autónoma. La familia es universal; lo que la vuelve particular en México y en América Latina en su conjunto son los rasgos dominantes de origen colonial señalados. El error consiste en creer en una forma particular de apariencia previa a la cultura.
Mannoni constataba falta de gratitud en ciertas relaciones de los malgaches. Pero hay más: “la reciprocidad en la relación de dependencia, por la cual el malgache (…) toma posesión de la persona sobre la cual es dependiente, y que en este modo valora, tiene ciertas fundamentos psicológicos más oscuros” (Mannoni, 1964: 31). Ser familiar es también “tener poder sobre”, ése “tomar posesión”. Aquí aparece el problema que no está abordado en los trabajos de Adler Lomnitz: las redes de sobrevivencia también suelen suponer “algo” que no siempre es armónico, pese a lo que se haga creer ante la opinión pública. Desde el punto de vista kleiniano, la personalidad independiente es envidiada si esta independencia/individuación supone poder escapar, previa elección, al poder ejercido a nombre de la biología familiar, para la que debería tenerse una gratitud de antemano (sin elección) que perpetúe el linaje y las formas de patronazgo asociadas: quien está endeudado con esa biología ambivalente odia y/o desprecia como supuesta “soberbia” la independencia (en la cultura, por contrato social, de criterio) de quien no lo está, pese a que el individualismo más fuerte está no en la independencia, sino en el gregarismo que lo permite, “regalando la gana”.
En efecto, siguiendo a Melanie Klein, en vez de un objeto bueno y uno malo, reales ambos y por integrar (en el pecho bueno como instinto de vida y facultad creadora), hay uno idealizado (la familia, entre otras cosas como garantía de protección ante una sociedad hostil) y uno extremadamente malo (la individuación-separación)(2015). Cuando se antepone “la buena cuna” o el árbol genealógico y el pacto de sangre, el ser humano está llamado a “deberse” a ellos antes que al circuito del intercambio social; y a “deberse” antes, también, de que se haya dado el contrato social, por lo que los usos y costumbres preceden a la cultura: el ser humano se encuentra de espaldas a la sociedad/espacio público (sin circulación de deudas en esta) y el “heredero” descrito por Delhumeau y González Pineda se apoya en “lo más natural” para transgredir normas sociales y culturales, aunque no sea el único en hacerlo, como si la familia otorgara “fueros”.
Renato Rosaldo ha llamado a entender cada cultura en “en sus propios términos”: “la transferencia cultural, afirma, nos exige que intentemos entender otras formas de vida en sus propios términos. No debemos imponer nuestras categorías de vida a otra gente, porque es probable que no sean aplicables, al menos no sin una seria revisión, dice. Podemos aprender de otras culturas sólo leyendo, escuchando o estando allí. Aunque a menudo resultan extrañas, burdas para los forasteros, las prácticas informales de la vida cotidiana tienen sentido en su propio contexto y en sus propios términos. Los seres humanos no pueden dejar de aprender la cultura o las culturas de los lugares en los que crecen” (Rosaldo, 2000, 48), seguramente con mayor razón si “la cultura otorga importancia a la experiencia humana, al seleccionar a partir de ella y organizarla” (Rosaldo, 2000, 47). Los hechos de Coxcatlán sin entendibles en sus propios términos, pero otra cosa es qué hacer con “el respeto a la vida ajena” o con el hecho de que los ilongot de Rosaldo cortan cabezas.
La dificultad no acaba aquí: como otras de América Latina, la cultura mexicana ha reclamado a la vez que se tome en cuenta su particularidad, la importancia dada a la familia, y ha querido la modernización, un poco como si ésta no debiera conllevar también otro modo de “estar juntos” o de “intersubjetividad”. ¿Qué es lo que está en juego? La situación sí es diferente de la malgache o de las descritas para el Africa negra. México y el grueso de América Latina tienen, con las excepciones de Cuba y Puerto Rico, dos siglos de independencia y pareciera entonces que han quedado en una peculiar parálisis, en el anhelo de alcanzar fines que son contradictorios: el de mantener las redes de dependencia heredadas desde antes de la independencia, más ante un mundo donde el Estado y la sociedad se han vuelo inciertos, y al mismo tiempo el de gozar de las llamadas “libertades individuales” que teóricamente supondrían la apertura a la individuación, al ser una “persona” –un sujeto, en términos de Simondon- y no “ninguneado”. Si se usara como metáfora el “pecho bueno” de Klein, la relación mantenida con éste, más que de gratitud, resulta ser de ambivalencia, como queda sugerido en la dominación-sumisa y la sumisión-dominante de Delhumeau y González Pineda: una relación de amor-odio (tantas veces recreada en la canción), vivida como vaivén recurrente de pérdida-recuperación, volviendo sobre Klein (2015), que puede virar a la envidia contra la independencia si es que ésta es vista como el espejo incómodo de una personalidad escindida que no logra “estructurar el objeto bueno” (2015). A lo sumo, ocurre que la independencia sea sentida como el supuesto derecho al individualismo –para otro, alguien más- que tal cual considera que le es debido en exclusiva. Esa independencia no es vista como principio de individuación.
El problema no se resolvería apelando a la imitación acrítica del individualismo que llega a reducir la familia a relaciones “de mercado”, a riesgo de que el facilitamiento del cálculo costo/beneficio sea también el de las manipulaciones ya presentes, incluidos los hijos que juegan sobre las rivalidades entre “las autoridades” (paterna y materna), en las rivalidades entre hermanos y a partir del otorgamiento de libertades sin el menor deber. Si la supuesta solución fuera ésta, el tipo de familia dominante heredado de la metrópoli seguiría vigente, sobre todo a modo de refugio en una sociedad precarizada, al mismo tiempo que se acentúan los elementos de cálculo de beneficio para reforzar aún más las disputas por el poder. Hay en realidad una etapa faltante: si hemos mostrado que la parentela/clientela es la principal forma de relacionarse “en sociedad” y que incluso la sociedad acaba convertida en metáfora de la familia, la modernidad podría entenderse entre otras cosas como separación de los ámbitos privado y público, para lo que haría falta la consolidación de las instituciones públicas en su autonomía y una visión distinta de lo que la familia implica para la socialización.
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