José Enrique Narbona Pérez
yosoyelcoleccionista@gmail.comRESUMEN: En 1980, el eminente astrónomo Carl Sagan nos transportaba en su documental titulado "One Voice in the Cosmic Fugue" ("Una voz en la fuga cósmica"), perteneciente a la serie Cosmos: A personal voyage con la que nos enseñó el valor de las estrellas del océano cósmico, como bien diría él, al Japón del año 1185, a las costas de Dan-no-ura, donde una de las más trascendentales batallas de la historia del País del Sol Naciente estaba desarrollándose... Bueno, mejor dicho estaba a punto de finalizar. Los guerreros Heike (o Taira), junto con las figuras políticas más distinguidas hasta aquel momento, no sólo arrojaron sus miradas al fondo del mar que lo cubría aquel aciago día de primavera, sino algo más. Algo que marcaría los siglos venideros... El propósito principal de estas páginas es hablar de las leyendas que se crearon en torno a aquellos que perdieron sus vidas aquel día en la batalla que cerró el telón de la Guerra Genpei (1180-1185) y tratar de esclarecer cómo se gestó una en concreto, la de los cangrejos conocidos con el nombre de heikegani.
PALABRAS CLAVE: Japón, Dan-no-ura, guerreros, Heike, leyendas, Guerra Genpei, heikegani.
Para citar este artículo puede uitlizar el siguiente formato:
José Enrique Narbona Pérez (2016): “Los fantasmas de DAN-NO-URA”, Revista Observatorio Iberoamericano de la Economía y la Sociedad del Japón (septiembre 2016). En línea: http://eumed.net/rev/japon/27/fantasmas.html
1. Introducción. El ascenso de los bushi.
La batalla de Dan-no-ura ha sido comúnmente considerada como el hito que implicó el traspaso de poderes de la clásica organización política centrada en la cabeza del emperador al sistema militar, que ya venía pujando desde el ámbito provincial, el cual acabó encumbrado como el régimen de facto basado en la recién instaurada estructura del shogunato. Es decir, de aquel bosque que terminó hecho cenizas, consecuencia inmediata de la brutal guerra que quebró la dictadura labrada bajo la fachada del clan Taira (o Heike), brotó una vigorosa flor con forma de tachi que cambiaría el devenir de Japón durante las siguientes siete centurias. Esta nueva organización política y administrativa se sostenía sobre el poder militar y la costumbre feudal, encauzados ambos por el gran triunfador del conflicto bélico, Minamoto Yoritomo, que tiñó al País del Sol Naciente durante un lustro de guerra, miseria y hambrunas y que el posteriormente compendiado Heike Monogatari idealizó el comportamiento de la clase guerrera con este relato fuertemente cargado de contenido romántico (Hall, 1973: 76).
Sin embargo, las dos orquestas que se dieron cita en el estrecho de Dan-no-ura, próximo al homónimo pueblo donde los juglares ciegos (Biwa Hōshi) conservaron con sus cantos acompañados de un biwa las historias acaecidas en aquel aciago día de abril de 1185, se encontraban no sólo empapados por el agua salina de las prominentes olas que chocaban con sus navíos, sino por una serie de costumbres, tradiciones y, en general, características que habían arraigado en estos personajes ataviados en unos pesados yoroi, compuestos por una coraza elaborada mediante diferentes placas de cuero y metal atadas con hilos, derivados de la evolución tecnológica de un equipo militar, así como de un adiestramiento específico, de la aristocracia guerrera que comenzó a despuntar de manera paulatina en los contextos provinciales. Son los fantasmas de estos soldados, algunos con nombre y con lo que ello implica, como la pertenencia orgullosa a un clan o el recuerdo de sus hazañas, aunque la gran mayoría anónimos que simplemente pueden ser reconocidos bajo la insignia de un kamon concreto, los que protagonizan las historias de aquellos antiguos contendientes que perecieron en la trágica batalla celebrada en las inmediaciones del estrecho de Shimonoseki.
Pero, ¿cuál es el origen de estos guerreros, también llamados bushi o samuráis? Son dos los hechos que explican la aparición y, posterior, proliferación de aquellos personajes que primeramente se regían por el llamado "Código del arco y la equitación" (mononofu no ichi), tradición marcial que desembocará, imbuida por influencia confuciana, en el posterior bushidō. El año 792 estuvo marcado por la abrupta abolición del sistema de leva escasamente efectivo en la pacificación de las tribus Ezo del Noreste, en parte por el mal adiestramiento que acompañaba a estos ejércitos de conscriptos. Rápidamente surgió un serio problema, pues las comunidades provinciales y propiedades terrenales descubrieron pronto de primera mano el inconveniente que suponía el bandidaje y otras prácticas negativas. Como consecuencia, ya en el siglo IX hubo gobernadores provinciales que recabaron la potestad para armarse a sí mismos y a su gente (Hall, 1973: 70). Junto a esto, el proceso de privatización de los shōen, haciendas de carácter privado que contradecían el marco público de la tierra según estipulaba el código ritsuryō, originó con el paso de los años, y conforme fue concretándose esta evolución de la posesión de la propiedad privada, una organización social cuya columna vertebral era un sistema estructurado de una doble forma: familiar y militarmente. Una asociación, asimismo, basada en los lazos que giraban en torno al elemento del parentesco que definía la estructura familiar japonesa antigua. A esto se unió el elemento de la obediencia militar, y el vínculo vasallático que ello implica, que poco a poco se fue perfeccionando con el cambio de actitud de los soldados hacia su líder o señor, el cual no será solamente visto como un mero líder profesional sino que se le rodeará de un portentoso carisma que lo acabará convirtiendo en una persona por la que entregar la vida (Varley, 1994: 36-38). Este proceso se observa con gran detalle en la figura de Minamoto Yoriyoshi de la que deja huella el relato titulado Mutsu Waki.
Esta proyección de acompañamiento en la muerte recibe el nombre de junshi. En el sentido más estricto, este término formaba parte del monumental bagaje cultural de origen chino acogido por Japón durante los primeros contactos que tuvieron lugar entre ambas civilizaciones. Tras el fallecimiento del mandatario o de cualquier otro integrante de la aún incipiente familia imperial, criados, sirvientes y vasallos eran obligados a acompañarlos, vivos, al recinto funerario donde sus cuerpos estaban destinados a descansar. Sin embargo, una trágica experiencia marcó al mikado Suinin, quien decidió proponer a sus ministros que buscaran una alternativa menos dolorosa que sustituyera esta práctica. Así surgieron las figurillas de barro conocidas como haniwa ("anillo de arcilla"). Pero esta costumbre de "acompañar en la muerte" siguió desarrollándose dentro de la cultura marcial, y de muy variadas formas. Algunas emprendedoras, como la realizada por Imai Kanehira, y otras menos novedosas, como veremos dentro de un instante.
Volvamos al punto en el que nos habíamos quedado. Efectivamente, la aristocracia de corte militar japonesa estaba organizada en grupos vinculados entre sí por "pactos personales de armas", como remarca J.W. Hall (1973: 69). El lazo vital que unía a señor (tono) y acólito (kenin 1) era el de servicio (hōkō), que venía acompañado del favor (goon). La recompensa que el vasallo recibía a cambio solía ser un sustento en la forma de un feudo (chogyōchi) o formando parte del reparto del botín de guerra. A cambio, este individuo debía prestar servicio militar en caso de que se izara la bandera de la guerra, ocupar un puesto de guardia y aportar apoyo económico mediante contribuciones o impuestos (Collcutt, Jansen, Kumakura, 1988: 96).
Poco a poco, estos personajes curtidos fueron elevando sus aspiraciones y centraron su atención en la capital Heian-kyō, donde participaron en las luchas intestinas que estaban teniendo lugar en el corazón de Japón (Hall, 1973: 74). Así, en el ecuador del siglo XI se habían despojado de las únicas funciones que les eran encomendadas hasta ese momento, aquellas centradas en labores policiales, de vigilancia y, en definitiva, todas aquellas que la élite cortesana afincada en Heian-kyō desaprobaba para sí. Esto se debió a que la corte, así como los emperadores y emperadores claustrales (Daijō Tennō) adoptaron una política neutral debido a que pensaban que las distintas facciones militares se debilitarían al enfrentarse entre sí (Collcutt, Jansen, Kumakura, 1988: 97). Craso error. Sólo hubo que esperar cien años para que el primer dominio legítimo de un personaje surgido del vientre de un clan bushi viera la luz. En 1156, el insigne Taira no Kiyomori no dejó escapar la ocasión que el conflicto Hōgen le brindó. Ese año estalló una disputa entre el emperador retirado, Sutoku, y el emperador reinante, Go-Shirakawa. Este último contó con la colaboración de Kiyomori. Unos años después, y tras triunfar nuevamente sobre el complot que los miembros del clan Minamoto habían tejido en la rebelión Heiji para acabar con su vida, en 1160, el líder de los Taira ascendió hasta asentarse de lleno en la jerarquía cortesana de la antigua Kyoto, ocupando el cargo de consejero (Sangi) y escalando al tercer rango de la corte; y posteriormente ocupando el puesto de Gran Ministro (Hall, 1973: 95).
Pero la feroz dictadura impuesta durante este período que continúa conocido como Rokuhara, debido al lugar donde se localizaba el centro de poder de estos "arrogantes novatos" (tal y como eran llamados por los miembros de la arraigada corte y los emperadores claustrales), sufrirá un revés considerable en 1180. Los Taira, que ahora copaban el poder, se habían granjeado numerosos enemigos, entre los que se encontraba el príncipe Mochihito, quien en aquel año lideró un pronunciamiento que fue reprimido con una gran violencia. En su llamamiento a las armas había contado con el apoyo de viejos enemigos de los Taira, Minamoto de las provincias orientales entre los que se encontraba Minamoto Yorimasa, quien se quitó la vida con una inusitada valentía en uno de los primeros rituales de seppuku de los que se tiene constancia. Citó a quien ejercería de kaishakunin, Watanabe Chōjitsu Toanu, y le pidió: "Corta mi cabeza", mandato que aquel cumplió a regañadientes justo después de que su señor se infligiera una cuchillada en el estómago (Collcutt, Jansen, Kumakura, 1988: 98). Pero antes, dejó este sempiterno waka:
Como un árbol fósil
del que ni una flor naciera
triste fue mi vida
y más triste aún ya que marcho
sin dejar fruto alguno detrás de mí
Lo que los Taira ignoraban entonces es que aquel suceso depararía en una incontrolada guerra que se extendió durante un lustro asolando todo el país en su conjunto. Este conflicto se conoce bajo la denominación de Guerra Genpei2 , inmortalizado en el Heike Monogatari donde quedó teñido de cierto patetismo a causa del enfrentamiento maniqueo entre los refinados Taira y los rudos guerreros asentados en Kantō. A continuación, el líder de los Minamoto, Minamoto Yoritomo, izó su estandarte en Izu. Veinte años antes, Kiyomori (que moriría en 1181, sucediéndole su hijo Munemori), junto a otros familiares del joven Yoritomo, le perdonó la vida por su juventud, decisión que se convertiría en los clavos del ataúd del clan Taira. En 1183, el primo de Yoritomo, Yoshinaka, logró una decisiva victoria en la provincia de Etchū, que abrió las puertas que conducían hasta la capital, la cual fue ocupada sin apenas oponer resistencia. Esta derrota implicó que los Taira se vieran obligados a replegarse hacia el sur, llevándose consigo al joven emperador Antoku junto con los tres tesoros imperiales, símbolos de su legitimidad en el poder.
Pero no todo eran luces en el bando de los Minamoto. Yoritomo, que durante toda la contienda permaneció en el Kantō organizando su futuro gobierno, recelaba del prestigio que Yoshinaka estaba engrosando en su persona. Debido a ello comenzó una serie de maniobras para ejercer su influencia, pactando con Go-Shirakawa (sí, aquel tennō que más de dos décadas antes había pactado e impulsado a Kiyomori) y favoreciendo a monasterios y santuarios castigados por los Taira. Finalmente, en la batalla de Awazu, donde luchó codo con codo con su hermano de leche Imai Kanehira y su esposa, la célebre Tomoe Gozen, resultó derrotado por otro ilustre bushi, Minamoto Yoshitsune, y muerto.
Yoshitsune es un personaje que las crónicas lo han destacado por su increíble osadía y heroísmo, tal y como dejó patente en las transcendentales batallas de Ichi-no-tani y Yashima. Y sería él un mes después de esta segunda quien lideraría la flota Minamoto, compuesta por alrededor de tres mil navíos, contra la de los Taira, un tercio de su rival pero con la ventaja de su experiencia bélica en el mar, labrada tras generaciones haciendo frente a los piratas, en la trascendental y decisiva batalla de Dan-no-ura. Aunque inicialmente la batalla parecía inclinarse en contra de los aspirantes al poder, la conjunción derivada de la estrategia de Yoshitsune y la unión de un general Taira al bando heredero del emperador Seiwa, que supuso el conocimiento por parte de estos últimos de la localización de la nave imperial, amén del súbito cambio de marea producido aquella tarde, cambió el giro de la batalla a su favor (Rubio, 2013: 68).
En un momento determinado, Ni-dono, la viuda de Kiyomori, alzó la vista y oteó cómo se estaba desarrollando el combate. Debido a ello, se preparó para la última hazaña que tendría ocasión de realizar. Se puso dos luctuosos kimonos, aseguró la sagrada joya magatama bajo el brazo y ciñó la emblemática espada Kusanagi a su cinto. Acto seguido cogió en brazos a su nieto, el emperador Antoku, que solamente contaba ocho años de edad en aquel trágico desenlace que le aguardaba, y tras rogarle que se despidiese del santuario de Ise y rezase mirando a poniente, donde le esperaba el Paraíso de la Tierra Pura budista, se arrojaron a las indómitas aguas que separaban las islas de Honshū y Kyūshū. A continuación, buena parte del ejército Heike, encabezado por los líderes del clan, les acompañaron en su aciago destino y se arrojaron al mar, donde fueron consumidos por las voraces olas que no hacían otra cosa que demostrar lo embravecido que se había tornado las aguas del estrecho aquel día de abril. Se trata este desastroso epílogo de un ejemplo de la naturaleza ilusoria de la gloria y el heroísmo que es capaz de encontrar su expresión en la derrota (Collcutt, Jansen, Kumakura, 1988: 101).
La elección de este tipo concreto de suicidio no es aleatorio. De la enorme variedad de modos de quitarse la vida que puedan existir, parece que introdujeron la mano en la tinaja del pasado y rescataron un tipo de suicidio que ya había sido narrado en la primera obra literaria de la historia japonesa, el Kojiki. Esta primera mención hace referencia a la última escapatoria que encontraron dos personajes legendarios, el príncipe Oshi-kuma y el general Isashi-no-sukune, por la que ambos se lanzaron a un lago y murieron juntos tras fracasar el pronunciamiento perpetrado contra la emperatriz Jingū (Rubio, Rumi Tani, 2008: 181-182). Un medio para arrebatarse la vida que, por otra parte, destaca por no ser sangriento y, por ende, idóneo para unos personajes que habían sido abducidos totalmente por la pasmosa atmósfera del ambiente cortesano que imperaba en el corazón de Japón. Es decir, se trata de un modo claro para distinguir las dos facciones que habían pugnado por el control y la autoridad política japonesa durante las últimas décadas mediante el elemento definitorio del suicidio. En una esquina se encontraban los rudos bushi de las provincias orientales, los Minamoto, que hacían uso desde la pasada generación del suicidio ritual cruento, desde que Minamoto Tametomo, en 1170, cometió (según narran las crónicas de la época) el primer ejemplo de seppuku del que se tiene constancia, y que servía como rasgo identitario de la aristocracia provincial para diferenciarse de la nobleza de Heian-kyō que se horrorizaba por el mero contacto de la sangre 3. Como contrapartida, los miembros de una familia que, debido al éxodo hacia la actual Kyoto, habían abandonado sus raíces militares y provinciales, adaptando para sí las costumbres de esta añeja nobleza cortesana, los kuge, la cual ya estaba dando remarcables muestras de convertirse en simples objetos decorativos.
2. Los fantasmas de Dan-no-ura.
Aunque la victoria fuera a parar al bando de los Minamoto, quedando el país a su entera disposición en los años venideros, lo cierto es que las costas de Dan-no-ura fueron evitadas por los marineros que habitualmente las transitaban. Una huella indeleble había surgido del fatal desenlace de la batalla acaecida allí en la primavera de 1185. Se decía que los espíritus de los soldados Taira que resultaron muertos acechaban desde el mar. Estos entes extraterrenales reciben el nombre de Funa-Yūrei, espectros de aquellos ahogados en el mar que siguen a las embarcaciones.
La aparición más conocida de este tipo de fantasmas tuvo lugar en el trágico año 1185, poco después de finalizar la Guerra Genpei. Minamoto Yoshitsune se encontraba en la bahía de Daimotsu, en la provincia de Settsu, con la esperanza de llegar hasta las montañas de Yoshino. Acababa de embarcarse en un viaje naval con en el que trataba de huir de la persecución de su hermanastro Yoritomo. En un principio todo parecía ir a su favor, pero de pronto surgió de la nada una niebla que los tragó, se levantaron olas que zarandearon el barco, como si éste estuviera construido en papel, y comenzaron a saltar a cubierta un incontable número de cuerpos esqueléticos, y los que todavía quedaban entre las olas que apuntaban al navío. Se trataban de los resentidos espíritus de los guerreros Taira que perecieron a manos del propio Yoshitsune y sus soldados. Habían regresado para concluir aquel asunto que dejaron sin resolver en su anterior vida. Y de entre estos yūrei destacaba su líder, Taira Tomomori, quien se había presentado con su característico naginata y con el ancla que había adosado (según narra el Heike Monogatari) a su cuerpo para perderse con una mayor profundidad en las gélidas aguas de aquel pasado día de abril (véase la figura situada a la derecha en el Anexo 3). Finalmente, este percance se solucionaría gracias a la actuación del fiel escudero de Yoshitsune, Musashibō Benkei, quien espantó a los onryō Taira gracias a un rosario budista que llevaba consigo (Hearn, 2005: 81-82).
Este relato vio la luz por primera vez en la crónica Gikeiki, centrada en las hazañas del héroe Yoshitsune. Con posterioridad sería adaptado al teatro noh y kabuki, donde alcanzará la fama esta historia.
Pero puede existir todavía una prueba material de la pervivencia de estos espíritus si nos atenemos a las leyendas que se cuentan acerca del vientre de unos curiosos cangrejos que habitan en las costas de Dan-no-ura. Estos cangrejos locales reciben el nombre de heikegani (Heikea japonica) y sobresalen debido a que su abdomen se asemeja al rostro agresivo que bien podría gesticular un guerrero japonés (ver Anexo 4). Pero no un guerrero cualquiera, sino aquel que pereció en la batalla de Dan-no-ura. Por ese motivo, la opinión popular remarca que cuando uno de estos cangrejos es capturado, los pescadores de la zona lo devuelve inmediatamente conmemorando los hechos de la batalla.
Esta peculiar comparación hubiera pasado desapercibida si no fuera porque en 1952 el biólogo Julian Huxley, nieto del eminente científico Thomas Henry Huxley, publicó en la revista Life un artículo titulado "Evolution's Copycats", donde destacaba a una serie de animales que aparentaban ser objetos beneficiosos para su supervivencia y reproducción. Entre estos incidía en el aspecto de los ya señalados heikegani, de los que decía que las rugosidades que habían conformado aquella silueta semejante a una faz humana no estaba adherida al carácter aleatorio de la naturaleza, sino que se debía a "una adaptación específica que sólo pudo ser producida por la selección natural actuando a lo largo de cientos de años". Para relativizar su hipótesis, Huxley ligó este proceso de selección natural con el llamado proceso de selección antrópica o artificial.
La idea que Huxley propuso en su artículo no quedó desapercibida para otros científicos. Así, el eminente Carl Sagan la recuperó veintiocho años después y la expuso en el capítulo "Una voz en la fuga cósmica" de su célebre serie documental de corte divulgativo Cosmos: A personal voyage. De igual manera que sugería Huxley, el famoso astrónomo se embarcó en un intento por descifrar el origen de aquellos vientres tan particulares que parecían grabados por los humanos que un día murieron en aquella región japonesa. Según Sagan, continuando la hipótesis del biólogo de origen británico, surgió un ancestro con un rostro que evocaba la efigie de un guerrero Heike que, a causa de la evidente animadversión que provocaba en los pescadores locales, conseguía regresar al mar donde había sido capturado. Con el paso del tiempo se inició un proceso de selección, en este caso antrópico, que permitía a un grupo de cangrejos, bendecidos por este particular dorso, "sobrevivir preferentemente". No fue decisión del cangrejo, como señala Sagan, ya que la selección se impone desde fuera. El resultado es que "a mayor parecido a un samurái, mayor posibilidad de sobrevivir". Y remata Sagan su dictamen: "El resultado es una gran cantidad de cangrejos que parecen humanos".
Son muchas las explicaciones que han tratado de rebatir esta hipótesis que señalan Huxley y Sagan. Una de estas suposiciones es que se trata de un caso claro de pareidolia, es decir, "el fenómeno psicológico por medio del cual la mente tiende a formar imágenes reconocibles a partir de un estímulo vago" (Arita, 2011: 14). Esta explicación es un poco imprecisa, ya que puede diagnosticar, en efecto, el proceso de creación de la leyenda pero, al mismo tiempo, sirve una coartada para este proceso de selección artificial, pues no es por otro motivo que por este fenómeno de pareidolia por el que la selección o no selección de cangrejos tiene su punto de partida. Más clave son los fósiles hallados emparentados con estos heikegani que también poseen estos supuestos rostros, por supuesto anteriores a la batalla de Dan-no-ura. Esta evidencia apuñala la bella hipótesis de la evolución de los cangrejos samuráis. Pero resulta interesante que la etimología popular de kan-i (kani significa cangrejo en japonés) se refiere igualmente a "valentía". Además, no es este el único caso en Japón en el que un bushi ha acabado relacionado con un cangrejo. Junto a los heikegani, está el caso del daimyō Shimamura Takamori, cuyo tamashi transmigró al cuerpo del kani shimamuragani (Volker, 1950: 35). Es decir, los cangrejos serían una expresión simbólica de uno de los valores fundamentales de los guerreros japoneses: la valentía (yu, coraje); hecho que, unido al inequívoco parecido que las rugosidades de los vientres que los heikegani poseen, motivó una equiparación más que razonable entre ambos, que son los derrotados, valerosos y desafortunados soldados Taira, que protagonizan una de las tragedias japonesas más conocidas y recordadas, y los cangrejos heikegani, lugareños del escenario donde la crucial batalla que puso un broche dorado al épico enfrentamiento entre los clanes Taira y Minamoto que se vieron arrastrados al folclore local.
Ya están localizados en el atlas folclórico de la cultura japonesa los porvenires de Tomomoru y los soldados que lucharon por el estandarte Taira que languidecieron aquel 24 de abril de 1185. ¿Pero qué sucedió con Antoku? El joven tennō encontró su funesto final tragado por el mar embravecido de Dan-no-ura. Pero existe una tradición que subraya un epílogo a su corta vida. Un epílogo que lo relaciona con la majestuosa espada Kusanagi no tsurugi, junto con la que se hundió. Se considera a esta espada, reliquia sagrada que servía como símbolo legitimador político, el único tesoro imperial perdido4 . Según recoge el Heike Monogatari, hubo un sabio de la Corte que expresó la siguiente opinión:
Hace mucho, una gran serpiente pereció a manos del dios Susa no O en Hi-no-kawa, provincia de Izumo 5. Su espíritu, que habitaba un cuerpo de ocho cabezas y ocho colas, no pudo aceptar la pérdida de la sagrada espada y se reencarnó en el soberano ochenta de la dinastía imperial. Cuando a los ocho años de edad este Emperador, que ha sido precisamente Antoku, fue tragado por las profundidades marinas, su espíritu recuperó la espada sagrada.
No obstante, el recuerdo de todos aquellos que murieron en Dan-no-ura no sólo ha quedado recogido en historias teñidas de leyenda que han permanecido vigentes hasta nuestros días. Cada 24 de abril se conmemora el funesto desenlace que ofreció esta crucial batalla acaecida en el estrecho de Shimonoseki. La Guerra Genpei supuso la eclosión final de un nuevo sistema político y administrativo, basado en la costumbre y organización marcial, y la caída de uno de los clanes más poderosos de la historia japonesa, el cual había participado en este paulatino cambio que no llegó a ver... O quizás sí, pues cuenta una leyenda que cuarenta y tres mujeres del clan Heike sobrevivieron y terminaron sus días vendiendo flores a los marineros de la zona 6.
BIBLIOGRAFÍA
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-Chida, Chiyo, Pérez Riobó, Andrés (2012), Yokai: monstruos y fantasmas en Japón, Gijón, Satori Ediciones.
-Collcut, Martin, Jansen, Marius, Kumakura, Isao (1988), Japón. El Imperio del Sol Naciente, Barcelona, Atlas culturales del mundo. Círculo de lectores.
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-Falero Folgoso, Alfonso, ‹‹El mal, la culpa y el pecado en el sintoísmo. Rito, muerte, mancha: las perspectivas del mal››, ARYS, 2013, nº 11, págs. 339-374.
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-Volker, Tys (1950), The Animal is Far Eastern Art, Leiden, BRILL Publishers.
2 El nombre de este conflicto bélico proviene de la fusión de los nombres de los dos principales clanes contendientes. Por un lado están los Genji (o Minamoto), cuya primera sílaba se junta con la también primera de Heike (o Taira). El resultado que se origina, sustituyendo -h por -p por la entonación de la lengua japonesa, crea Genpei.
3 Debemos recordar que unos de los mayores temores en el shintoísmo era el que entrañaba la contaminación. Las fuentes principales de contagio era a través del contacto con la sangre, con enfermedades o cadáveres, entre otros. También podía contraer contaminación la menstruación o, incluso, la consumación del matrimonio.
4 Aunque no haya espacio para explayarse en la espada Kusanagi, destacar que el santuario de Atsuta se considera hasta día de hoy garante de la auténtica reliquia imperial.
5 Se trata de la óctuple serpiente Yamata no Orochi, la cual simboliza el poder omnipresente y omnidestructivo de un mundo que aún está por organizar y estructurar. Para una visualización más detenida, acudir al ciclo centrado en la expulsión de Susa no O a la región de Izumo narrado en el Kojiki y Nihon Shoki.
6 Otras leyendas hacen alusión a guerreros "caídos en desgracia" que lograron sobrevivir y huir a regiones remotas. En total, se contabilizan unos cien sitios donde supervivientes Taira pudieron ser acogidos. Históricamente, lo cierto es que algunos miembros del susodicho clan sobrevivieron efectivamente. De entre estos, algunos olvidaron aquel voto de lealtad que los ligaban a los Heike y pasaron a engrosar los grupos de vasallos del clan Minamoto. Un ejemplo destacable es Tachibana Kinnaga, quien no sólo se pasó al bando que antes llamaba enemigo sino que, además, llegó a ser el ejecutor, según relata el Heike Monogatari, de su anterior señor Taira Munemori, al que debía respeto, lealtad y protección.
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