Alfredo Domingo Colozzo (CV)
Para ver el artículo completo en formato pdf
pulse aquí
Resumen: En Japón, este espectáculo se instaló tempranamente, y su aceptación fue creciendo hasta alcanzar niveles de fanatismo, superiores incluso a los de Occidente. Hacia los años veinte, este país-potencia, creado como tal por la Inglaterra imperial para que, como discípulo y aliada, frenara el expansionismo del imperio de los zares en China –para afianzar el propio- disponía de una fuerte industria cinematográfica sólo comparable a la de Hollywood, a punto tal que la producción de films mudos, alcanzó los 800 y 900 anuales.
Palabaras claves: Japón, cine, Hollywood, diretor, artista, teatro
El espectáculo cinematográfico, ideado en Occidente, se propagó rápidamente a nivel mundial por el simple hecho de que, a partir de la conferencia de Berlín de los años ochenta del siglo XIX, o sea, sólo una década antes de la invención del cine, las potencias europeas y su prolongación norteamericana, se habían fagocitado el planeta, repartiéndoselo y creando un mercado mundial “globalizado”, es decir, dominado totalmente por ellas. El cinematógrafo, producto de la revolución industrial de Occidente, aparato mecánico-óptico base de un espectáculo público, de una industria y un comercio, tuvo obligada difusión por Oriente y América Latina.
En Japón, este espectáculo se instaló tempranamente, y su aceptación fue creciendo hasta alcanzar niveles de fanatismo, superiores incluso a los de Occidente. Hacia los años veinte, este país-potencia, creado como tal por la Inglaterra imperial para que, como discípulo y aliada, frenara el expansionismo del imperio de los zares en China –para afianzar el propio- disponía de una fuerte industria cinematográfica sólo comparable a la de Hollywood, a punto tal que la producción de films mudos, alcanzó los 800 y 900 anuales.
Como en todas partes, ese cine nacional se alimentó de los hábitos, costumbres y tradiciones de un país dos veces milenario y que disponía, además, de uno de los más ricos acerbos culturales del planeta: “la Grecia de Oriente”, como la llamara el gran historiador de arte Elie Faure. Al igual que en Francia y en otros países de rica herencia teatral, el cine nipón bebió también en las fuentes del drama NO y KABUKI, incluso los papeles femeninos no eran interpretados –como en aquéllos- por mujeres, dada su reclusión social, sino por hombres, al igual que en la tragedia griega, en la que la mujer sólo tenía acceso al coro. Lo mismo ocurrió respecto a la música, la literatura y la plástica. De esta última especialmente, los cineastas japoneses abrevan en los antiguos grabados de Utamaro, de Iroshigue y de Hokusai.
Un personaje importante del cine en sus primeras épocas - y en el cine japonés hasta finales del mudo- fue el “charlatán” o “benshi”, encargado de comentar la trama de los films durante la misma proyección. En occidente parecen haber tenido vigencia sólo durante la etapa pionera en la que todavía no se habían ideado las leyendas explicativas o intertítulos. Pero en Japón su arraigo fue más duradero y, según algunos historiadores tuvo, mientras duró, el efecto negativo de alejar a los intelectuales del cine.
En los años veinte el cine japonés, al igual que en muchos otros países –Estados Unidos, Francia, Alemania, Rusia-, está en su apogeo, tanto como industria, comercio, arte y espectáculo. Destacan los historiadores del cine japonés, los nombres de Uchida, Mizoguchi y Kinugasa. TOMU UCHIDA, hombre de izquierdas se inicia en 1927 con EL ZAPATO y realiza una adaptación revolucionaria –según Sadoul- de “El pájaro azul” de Maeterlinck. En los años treinta realiza, para el movimiento que algunos denominan “neorrealismo japonés” –anterior al italiano- LA CIUDAD DESNUDA (1936) y LA TIERRA (1939). Durante la guerra, enviado a Manchuria, se pasa a los ejércitos libertadores de Mao y ayuda a organizar sus servicios cinematográficos. Regresa a Japón años después, terminada la guerra de Corea, y sigue realizando films hasta la década del sesenta, tendiendo a especializarse en el género histórico. Adapta, también, obras del teatro Kabuki, como LA ZORRA LOCA de 1962.
KENJI MIZOGUCHI (imagen abajo derecha) inicia en 1922, la que iba a ser una de las más largas y prolíferas carreras: -86 films (según otros 100 o 150)-, para especializarse paulatinamente en el tema de la mujer en la historia de la sociedad japonesa: prostitutas, empleadas, trabajadoras, burguesas, aristócratas. TEINOSUKE KINUGASA se inicia en el teatro y pasa al cine en papeles “femeninos”, desarrollando una extensa carrera que llega a los años sesenta.
En 1928 se traslada a Europa y establece contacto con Eisenstein y Pudovkin. Hacia fines del mudo comienza también su labor YASUJIRO OZU, el más oriental de los grandes cineastas japoneses. También lo hace HEINOSUKE GOSHO por esos años de 1925, que rueda el primer film sonoro japonés, AMA Y SEÑORA (1931). Otro cineasta destacado que se inicia en los años veinte –1923- es DAISUKE ITOH, con films caracterizados por su violencia; después de 1930 se especializa en los films históricos de sable, llamados “Chambaras”. Filmó hasta los años sesenta, llegando a utilizar el color y el cinemascope. Se le atribuyen más de cien films. Por ese mismo año treinta, un muy joven artista plástico, AKIRA KUROSAWA, adhería al Comité de Artistas Proletarios, movimiento izquierdista del arte japonés de ese entonces.
Durante la década de los treinta, ya sonoro, va madurando el arte japonés del film, al socaire de una producción de más de cuatrocientas películas anuales. Las obras de Mizoguchi, Ozu, Uchida, Kinugasa, Gosho y Mikio Naruse acusan fuerte relieve y animan la llamada Escuela del Nuevo Realismo Japonés, cuya influencia alcanzó a la cinematografía china, en la que provocó un movimiento similar y paralelo. Pero la gran maduración estética del cine japonés estaba aún por llegar. Sin embargo, nos dicen Shinobu y Marcel Giuglaris en su “El cine japonés”: “Con el sonoro y con la desaparición de los “benshis”, una parte de los intelectuales se decidió a ir a ver las películas japonesas y varios escritores empezaron a colaborar en el cine.” Las grandes compañías se especializan según los géneros: la SHOCHIKU y NIKKATSU en films históricos; la TOHO en films modernos, rodando vodeviles y novelas rosas. Poco después, el militarismo en el poder, trató de imponer las películas “patrióticas” y de propaganda, acentuando la censura para una enorme producción de 600 a 700 films anuales. Otros dos realizadores se destacaron durante esa década, además de los nombrados, HIROSHI INAGAKI e HIROSHI SHIMIZU, este último bajo una “visible influencia de René Clair”.
Después de haber asimilado sus primeras conquistas –Corea y Taiwán-, permitidas por las potencias occidentales, el Imperio Japonés, vencedor de los rusos en 1905, decide que ha llegado el momento de ser ellos –y no ingleses o rusos-, los que tienen “derecho” a fagocitarse a China, y en 1931 ocupan militarmente la Manchuria, a la que incorporan bajo el disfraz de “Estado independiente del Manchukuo”. Con esta anexión el imperio japonés se fortalecía extraordinariamente, dadas las riquezas mineras –hierro y carbón- y la producción cerealera de un territorio mayor que el resto del imperio, cuya población total era ahora de 190.000.000 de habitantes, superior a la de los imperios ruso o norteamericano. En 1937 se lanza Japón abiertamente a la conquista de China, para alarma general de los imperios de Occidente, los de Francia y Gran Bretaña, pero más particularmente para el estadounidense que, con vistas al dominio de la cuenca del Pacífico, había ocupado las islas Hawai a mediados del siglo XIX, le había arrebatado las Filipinas a España –en una guerra desigual- a fines de ese mismo siglo, y había participado del reparto de China compartiendo el tercio sur con Francia.
En 1939 estalla la guerra en Europa y en 1941 Rusia y los Estados Unidos entran en la contienda, transformándose en una nueva guerra mundial. El militarismo japonés en el poder -como en todas las otras potencias- ejerció una estrecha vigilancia sobre el cine, ahogando así sus libertades. Pero, al finalizar la guerra, tras el holocausto de Hiroshima y Nagasaki, se da rápidamente un resurgir del cine como medio de expresión, similar –aunque de menos resonancia- al de la Italia derrotada.
Los grandes talentos de Mizoguchi, Kinugasa y Ozu llegan a su plena maduración estética. Reynosuke Kinugasa nos brinda una obra maestra del melodrama japonés con LAS PUERTAS DEL INFIERNO (1953), maravilla de film en color, ritual, como las mejores obras japonesas, con una secuencia inicial antológica, la “sugerencia” de un ataque de guerreros a un campamento, resuelto en una suma de detalles, más que en el panorama general de la batalla.
La maduración del arte de Yasujiro Ozu (abajo izquierda) lo lleva a expresarse con una suprema economía de medios, un rigor y una austeridad tal que algunos críticos han hablado de “olor del Zen”. Se inicia a fines del cine mudo, produce durante los años treinta, combate en China y cae prisionero, prosigue su labor en la posguerra y logra sus obras más perfectas con EL TRIGO DE OTOÑO (1951), CUENTOS DE TOKIO (1953), FLORES DEL EQUINOCCIO (1958), TARDE DE OTOÑO. Una obra rigurosa, de unos treinta films, de dramas y comedias en ambientes de empleados y pequeños burgueses. Ha dicho: “Ahora los films con estructura dramática acusada me cansan. Está claro que un film ha de tener una estructura, pero no es bueno que destaque demasiado el drama.”. Wim Wenders, ese grande del moderno cine alemán, artista reconocido de su herencia cinéfila, realiza en los años ochenta, un film documental de homenaje a un Ozu ya fallecido, entrevistando a aquellos que lo conocieron en vida, especialmente a su muy devoto iluminador. Ese film, “Tokio-Ga”, nos habla de ciertos hábitos de rodaje: una cámara baja a 50 centímetros de altura, un plano medio o figura entera, una orientación frontal y otras muchas constantes expresivas avalan el acerto de que, comparado con Ozu, el realizador más ascético de Occidente, el francés Robert Bresson es casi un desorbitado. Los temas de Ozu son, no más pero tampoco menos, que la vida cotidiana en las actuales ciudades japonesas donde, al menos por los años cuarenta y cincuenta, se seguía dando una transición entre el Japón tradicional y otro moderno que imitaba en gran medida -¿adaptación exterior o en profundidad?-, al mundo occidental. Los pequeños-grandes conflictos de la familia japonesa ante los requerimientos del mundo industrial moderno, es su tema constante y obsesivo.
Kenji Mizoguchi es, para muchos, el más grande realizador japonés de todos los tiempos. Su obra, que abarca cuarenta años, es amplísima; se habla de 150 e incluso 200 películas, aunque últimamente se la reduzca a 86 títulos. En cualquier caso, se trata de una obra comparable por su magnitud a la de un John Ford y desarrollada en un período similar. El tema recurrente en ella es la situación de la mujer en la historia de la sociedad japonesa. Está a la cabeza del movimiento del Nuevo Realismo en los treinta y realiza sus obras maestras al final de su carrera MUJERES EN LA NOCHE trata sobre las circunstancias que pueden llevar a una mujer japonesa a la prostitución. VIDA DE O,HARU desarrolla una situación cercana pero, en todo caso, de una mujer que debe tener un hijo con un dignatario y cederlo para que integre una familia de mayor rango social. Antológica es la escena en que se permite a la madre ver pasar a su hijo, en medio de un grupo de cortesanos, por los arriates de un jardín; puede mirar pero no hablar, pero cuando pasa su hijo ella lo sigue, una y otra vez escapa de los que tratan pero no se atreven a retenerla.
El juego virtuoso de planos y montaje, hacen de ella una secuencia ejemplar. En LOS 47 RONIS, ese famoso episodio de la historia japonesa, en que los cortesanos de un señor feudal, traicionado y ejecutado, deciden vengarse del ofensor y luego suicidarse en masa como protesta, las formas rituales del arte japonés alcanzan niveles de alto virtuosismo. Su primer film en color, LA EMPERATRIZ YANGKWEI FEI (1955) –si bien ambientada en China-, aborda el tema de la mujer en los más altos niveles sociales, a los que, sin embargo, llegan los prejuicios de las sociedades patriarcales. Premiada en los festivales internacionales y, por lo tanto, mejor distribuida, fue su UGEPSU MONOGATARI, que tiene el subtítulo más poético de la historia del cine: “Cuentos de la vaga luna después de la lluvia”.
El film, basado en una antigua pieza literaria, está construido como una parábola. Narra la historia de dos campesinos que se alejan de sus hogares para hacer fortuna y ambos regresan escarmentados. Uno de ellos quiere ser guerrero e incursiona por esos ámbitos, mientras en su propia comarca y su propia casa, otros guerreros humillan a su familia y él mismo, inexperto, resulta apaleado. El otro incursiona, guiado por su espíritu romántico, en inquietantes ámbitos sobrenaturales. En este último eje narrativo, el más notable, el arte de Mizoguchi alcanza cimas estéticas inefables, como en la secuencia de las barcas en un lago cubierto de niebla, pieza maestra de la cineplástica.
Japón, aliado con Italia y Alemania –otras dos “potencias rezagadas”- se lanza a la guerra a fin de promover un nuevo reparto mundial de los países subyugados, que habrían de ser llamados del “tercer mundo”, o sea, toda Africa, toda América Latina, parte de la Europa subdesarrollada y toda Asia salvo Japón. En lugar de centrarse en la conquista ya iniciada de China y, eventualmente colaborar en la de las quince repúblicas soviéticas, para repartírselas con sus aliados, se lanza Japón a la conquista del Asia monzónica –Filipinas, Malasia, Indonesia, Indochina, Birmania-, deteniéndose a las puertas de la India Británica, a la espera de que sus aliados europeos se le unan, luego de derrotar a la Unión Soviética, y desalojar conjuntamente a los británicos del Indostán.
Como el objetivo ruso no se cumple, Japón queda expuesto en un inmenso frente que va de Corea a la India y Australia, sin haber completado la conquista de la populosa China en la que los ejércitos de Mao Tse Tung y Chang Kai Chek, aliados ahora ante el enemigo común, hostigan al invasor.
Los norteamericanos, atacados en Pearl Harbour para que se mantengan alejados de Asia –no hay intento alguno de invadir los Estados Unidos-, descifran tempranamente el código “Flamenco” con el que se comunicaba la flota japonesa, a la que van aniquilando así –al conocer todos sus desplazamientos, planes de ataque, lugares de concentración, unidades comprometidas-, aproximándose al territorio metropolitano japonés, aprovechando la enorme dispersión de fuerzas de su enemigo.
Los rusos, eliminados ya los alemanes –que se rinden en abril del 45-, refuerzan sus ejércitos siberianos y con ellos arrasan las monumentales defensas erigidas por los japoneses en Manchuria, avanzando por la península de Corea. Japón, acorralado, procura rendirse bajo algunas mínimas condiciones, pero sus interlocutores norteamericanos quieren la “rendición incondicional” y, sin razones valederas para tan tremenda monstruosidad, eligen dos ciudades de muy alta densidad de población y las volatilizan con sendas bombas atómicas.
Es obvio que Japón estaba vencido y que, a lo sumo, hubiera bastado mostrarles el poder devastador de esa arma, en una zona desierta, para que se rindieran ya sin condición alguna. No obstante, como hubiera hecho cualquier otro estado fascista o imperial, arrojaron la bomba sobre Hiroshima y Nagasaki –sin preocuparse de las víctimas- para atemorizar a su aliado soviético, al cual iban rápidamente a cercar.
De la obra del afamado Keisuké Kinoshita, nada ha llegado a nuestro país. Sabemos de su especialidad en la “comedia blanca”. Sadoul, en su diccionario de cineastas, nos dice que abordó diversos géneros, desde el Nuevo Realismo hasta la ópera legendaria. Se le atribuye haber declarado: “Cada nuevo film es para mí un intento de hacer algo que nunca he hecho. No soy como esos realizadores que dicen: Wyler nos ha mostrado el camino, sigámosle. Si alguien ha logrado algo, entonces a mi ya no me interesa”. Rodó el primer film en colores de Japón, LA VUELTA DE CARMEN (1949).
De los años de la posguerra nos llegó un film trágico, notable, que reconstruía el holocausto nuclear, HIROSHIMA (1953) de Hideo Sekigawa, un documental reconstruido del horror vivido por Japón, con la participación de la población superviviente. En otro tono, un hálito exótico, Hiroshi Inagaki, veterano realizador que comenzara su carrera a fines del cine mudo, especialista en temas históricos, nos brindó dos hermosas piezas de cine en color, ambas interpretadas por el que iba a ser una figura internacional: Toshiro Mifune. EL HOMBRE DEL RISHAW representa la vida cotidiana de un conductor de rishaw, esos vehículos típicos de las ciudades orientales, tirado a mano por un hombre que presta su tracción a sangre. El film es bastante melodramático, pero muy bello de formas y refleja ceremonias y tradiciones japonesas, como la fiesta del Gion. El otro film de Inagaki incursiona por épocas del Japón legendario, se titula LOS TRES TESOROS y es un hermoso film de tono fantástico, realzado –al igual que el anterior- por el vigor interpretativo de Toshiro Mifune.
En Occidente, es muy habitual, que debamos juzgar la obra de un director japonés por un solo film. Así, Tadashi Imai nos deslumbró con su LA TORRE CONMEMORATIVA DEL EJERCITO DEL LIRIO, film que basa su relato en un episodio auténtico de la Segunda Guerra Mundial, el desembarco norteamericano en la isla de Okinawa, la mayor del archipiélago de las Riu-Kiu, donde los norteamericanos se encontraron con alumnas adolescentes en excursión y las exterminaron. De Kaneto Shindo se conoció más. Sadoul, en su "Historia del Cine Mundial”, nos habla de las excelencias de LOS HIJOS DE HIROSHIMA (1953), una de las primeras obras de Shindo de más que significativo título. Aquí se conocieron otras tres obras, la más destacada de ellas fue la inefable LA ISLA DESNUDA (1961), film autobiográfico, en el cual nos describe la vida cotidiana de sus padres, afincados en un islote rocoso del Mar del Este/Mar del Japón (ver nota **), que no disponía de agua dulce. Así, la pareja dedicada a las tareas agrícolas, debía acarrear incontables barriles con agua de tierras vecinas. Shindo quiso que en su film no se pronunciara una sola palabra, sólo ruidos y música en la banda sonora.
La imagen potenciada de la sacrificada existencia de la pareja y de sus hijos. En montaje alterno vemos a la madre trayendo en un bote los barriles con agua y al padre volcándola sobre una tierra insaciable, en un proceso ritualizado por la cámara, que recuerda al de Sísifo y su roca. El lirismo de Shindo remata en la muerte de uno de los niños, en que la isla entera – tomada a contraluz- se “enluta” en señal de duelo. De Shindo llegó también, años después, EL AGUJERO (1964), film cuyo mayor mérito es la originalidad de su argumento y la ambientación en pozos cavados en la tierra, como en una edad prehistórica, con una pareja de mujeres protagónicas y un ausente, el codiciado varón. El tercer film estaba ambientado en el Japón moderno, de hacinamiento y de drogas.
De Iroshi Teshigahara, hombre de gran talento, que dirige desde 1960, nos llegó una sola obra, pero ejemplar. Se trata de LA MUJER DE ARENA (1963), un singular relato alegórico, pleno de implicaciones simbólicas. Un entomólogo vaga por los arenales de una costa marítima en busca de insectos raros, con la secreta esperanza de hallar una especie desconocida, y llegar así a figurar con su nombre en las enciclopedias. Esa es su razón para vivir. Pero, en lugar de hallar ese insecto descubre un extraño poblado de hombres que habitan en las arenas. No en la superficie, azotada por el viento y agobiada por el calor, sino en pozos, grandes excavaciones en donde edifican –aisladamente-, sus casas de madera, rodeadas de un estrecho espacio vacío. Los aldeanos le brindan hospitalidad... y le tienden una trampa.
Son pocos y no pueden darse el lujo de tener mujeres sin pareja. Por lo tanto, lo alojan a la hora de la siesta, en casa de una joven viuda. Al despertar queda extasiado y sorprendido: la mujer duerme absolutamente desnuda y la arena, que remueve el viento y arroja sobre el tejado, filtra por los intersticios y cae, adhiriendo a la piel transpirada de la mujer, que adquiere así el extraño aspecto de una viva escultura de arena. Al promediar la noche, nuevamente dormido, es despertado por un rumor de trabajo: la mujer se ha levantado y se dedica a una insólita tarea digna de Sísifo. Debe palear la arena caída durante el día y cargarla en cubos –que los aldeanos le bajan desde el exterior-, para impedir que la casa sea sepultada. Por la mañana, el entomólogo, se da cuenta de que está atrapado allí y que no tiene forma de escapar. Pero la prisión es compartida: la mujer le explica que su situación es de pareja obligada de ella. El hombre se enfurece, trata de huir. Pero, ante su impotencia, con el correr de los días, el placer carnal y la compañía de la mujer, se va resignando. Busca, entonces, con qué entretenerse y una casualidad lo pone sobre la pista de cómo extraer agua de la humedad de las arenas.
A esta altura del relato, comenzamos a sospechar que este extraño esquema empieza a parecerse demasiado al proceso de adaptación de cualquier hombre a los imperativos de la vida. Y cuando el nacimiento de su hijo hace que se lleven a la mujer para el parto, los aldeanos dejan intencionalmente la escala puesta, obviamente para que opte... y ya no puede irse. Bastarán una radio y sus pequeñas investigaciones para ocupar sus días. ¡Qué contraste entre la trivial vanidad de figurar en una enciclopedia y la tremenda carnalidad de una mujer, y el instinto paternal desatado por un hijo! “Idealizar la vida es rebajarla”, decía Joseph Conrad.
Otro de los buenos realizadores japoneses es, sin dudas, Masaki Kobayashi, del cual se han visto, por lo menos, siete films. ¡Todo un record para un director japonés!. El primero cronológicamente es LA CONDICION HUMANA, realizada entre 1959 y 1961. En realidad se trata de un tríptico: “No hay amor más grande”, “El camino hacia la eternidad” y “La plegaria del soldado”, tres films que en su conjunto insumen más de ocho horas de proyección. Un enorme fresco sobre la guerra más grande de la historia.
El personaje central está interpretado por uno de los grandes actores japoneses, Tatsuya Nakadai, que encarna a un ingeniero enviado a Manchuria, durante la ocupación, enfrentándose con los militares, profesionales de la guerra empeñados en obtener el máximo rendimiento de la población china, a los fines de los intereses del Imperio del Sol Naciente. Y deben recurrir “inevitablemente” a la crueldad, para lograr su objetivo. Finalmente, nuestro antihéroe, va a parar –castigado- a las ciclópeas defensas japonesas en el norte de Manchuria, en el momento en que los rusos, vencidos ya los alemanes, se aprestan a arrasarlas. Vemos a los soldados eslavos ametrallando los agujeros desde donde se escuchan los ayes de dolor de los heridos: la lógica de la guerra –los soviéticos habían perdido veinte millones de hombres-, “impide” tener piedad con el enemigo. Monumental film sobre los “desastres de la guerra”.
Stalin mantuvo, en todo el transcurso de la guerra con Alemania, a pesar de los momentos críticos de esa lucha, un ejército de un millón de hombres en el extremo oriental de Siberia, en prevención de un ataque japonés aliado de Alemania. Pero ese ataque no se produjo ya que los nipones priorizaron la conquista de China y del sur de Asia, lo que evitó así una posible unión con los ejércitos del Eje a través de la extensa Siberia.
En años sucesivos Kobayashi realiza dos films extensos, épicos, rituales, ambientados en el pasado: HARAKIRI (1963) y REBELIÓN (1966). El primero, más sabio y ritual, rinde menos al espectáculo. El segundo, con Mifune como protagonista, es un film atractivo pero algo exagerado, a la manera de un western. El escritor inglés, de origen polaco, afincado durante muchos años en Japón, Lafcadio Hearn, abordó en su obra literaria costumbres y leyendas del antiguo Japón, y Kobayashi decidió adaptar sus cuentos orientales llamados “Kwaidan” (El más allá), hermoso film en episodios y color. Pero la pieza de estilo del realizador es LA TABERNA DEL INFIERNO (“Pavana para un hombre acabado”) (1968), con un magnífico protagónico de Tatsuya Nakadai. La lucha de un marginal contra la indignidad de los detentadores del poder, contra una sociedad organizada, con sus funcionarios siempre corruptos y sus fuerzas represivas para imponer la injusticia. Aquí la belleza formal y la hipérbole están al servicio de una épica deslumbrante.
Allá por los años sesenta surgió una nueva personalidad del cine nipón: Kon Ichikawa. EL ARPA BIRMANA (1956) tuvo gran resonancia por tratar de la Segunda Guerra Mundial desde el bando japonés y, además, desde un punto de vista auténticamente religioso, místico, un alegato antibélico budista, en el que un soldado japonés en Birmania, ante las innumerables masacres de la guerra, decide ocuparse de incinerar las montañas de cadáveres diseminados por los campos de batalla. El siguiente film estrenado de Ichikawa, PASIÓN EXTRAÑA (1959), no tiene curiosamente conexión alguna con el anterior. En primer lugar filma en color, logrando una plástica de excepción –en tonos mate-, y en segundo lugar aborda, en un tono cínico, el drama intimista de una familia a la que, un joven médico –interpretado por Nakadai-, encontrándose con un hombre mayor que no se resigna a la pérdida de su potencial erótico, hace que su mujer –más joven- pose desnuda, haciéndole llegar las fotos al joven que novia con la hija.
El planteamiento estilístico es notable y son recordables la metáfora del acople de los vagones ferroviarios, sirviendo de elipsis al del joven médico con la hija del matrimonio y, sobre todo la secuencia final, cuando el hombre postrado por un ataque, pide por señas a su mujer que se desnude una vez más ante él, a lo que la mujer accede, no tanto para complacerlo como para ultimarlo, en un acto de refinada crueldad. Una cámara subjetiva va ascendiendo por las piernas desnudas de la mujer y –por sobreimpresión- pasamos a la imagen de un desierto de extrema aridez. Es de acotar que en los años dos mil, se ha realizado una retrospectiva de diez películas del realizador y, -relativizando extremadamente el juicio ante la obra de un realizador que cuenta con más de ochenta films-, daría la impresión que esos dos únicos films distribuidos, eran de lo mejor de su obra.
Otro director, ahora veterano –se inicia en 1958-, de merecido prestigio es Soei Imamura, del que se ha podido ver una retrospectiva en el año dos mil. Realizador de gran talento, se había exhibido ya de él LA BALADA DE NARAYAMA, merecedora de premios internacionales. Film con un destacable trabajo en color, ambientado en la norteña isla de Hokaido de clima riguroso, en la que Imamura describe la dura vida de los aldeanos en lucha con la inclemente naturaleza, la madre educadora. Película cruda, con escenas de zoofilia y otras de gran crueldad, como esa costumbre aldeana de llevar a los ancianos a la montaña nevada de Narayama, para despeñarlos cuando ya son inútiles. Costumbre aceptada, incluso, por las mismas víctimas. La tremenda visión del realizador sobre la condición humana, está simbolizada en la potente imagen de un ave rapaz acechando a su presa, en un crepúsculo de sangre.
De la producción más actual de Imamura, en la década de los noventa, hemos podido ver dos films: LA ANGUILA y DR HIGADO. La primera se inicia como tragedia, en la que un hombre engañado por su esposa la sorprende y la extermina, para luego, tras la excarcelación del personaje, pasar a un registro de comedia. DR HIGADO es la biografía de un médico investigador, que debe actuar durante el militarismo de guerra y enfrentarse con la incomprensión y la intransigencia.
Hacia los años sesenta surgieron en Japón, como en Occidente, movimientos renovadores. La personalidad más destacada, de las que han llegado hasta nosotros, es la de Nagisa Oshima que, tras dirigir varios films cuestionadores, alabados por Kurosawa, realiza un díptico original, notable, de muy fuerte contenido erótico. EL IMPERIO DE LAS PASIONES es el mejor de los dos, por su plástica del color, por su creatividad de imágenes y por su planteo dramático. Una mujer casada con un sacrificado conductor de rishaw, sufre por insatisfacción amorosa y se ve tentada por la presencia de un hombre joven, un militar que vuelto de la guerra, vaga por la aldea, sin ocupación y deseoso de una mujer.
La pasión se desata con insólita violencia y poco después el esposo engañado estorba a la plenitud carnal de los amantes, que deciden eliminarlo. Lo estrangulan entre los dos con una cuerda –sin odiarlo- y arrojan su cadáver en uno de los muchos pozos excavados en el bosque para la búsqueda de agua y otrora abandonados. La sociedad ha seguramente impuesto el casamiento de la mujer e impide su separación, por lo tanto el asesinato o el renunciamiento son las únicas salidas que le ofrece. El crimen se interpone entre los amantes y, descubiertos, son condenados a morir apaleados. El realizador demuestra con elocuencia, cómo los condicionamientos sociales determinan el accionar de los seres, más allá de ridículas idealizaciones.
La segunda parte del díptico, EL IMPERIO DE LOS SENTIDOS, es una película totalmente atípica. Su distribución fue problemática, ya que se trata de un tema extraído de la crónica de un hecho real, pero cuyo planteamiento de sexo explícito cae en el campo del cine condicionado. Se desarrolla el film en ámbitos cerrados, en los que un hombre y una mujer van avanzando en el ceremonial erótico hasta niveles transgresores, en los que el sufrimiento se utiliza para aumentar el placer. Van pasando así de una esfera a otra. Ella le pide que le apriete el cuello en el momento del orgasmo, pero él no puede avanzar por ese camino. Ella, más decidida, lo reemplaza y con el consentimiento del hombre, sobrepasa el límite en que el placer se confunde con la muerte. Luego, enajenada, le corta los órganos genitales y los guarda en el suyo. Una atmósfera densa, enfermiza, que llama a secretos trasfondos psicológicos, en donde se sienten inquietantes resonancias. Esto sucedió, por lo tanto hay que incluirlo en el campo de lo humano. En esos límites el film se emparenta, en ciertos aspectos, con el “Querelle” de Fassbinder y con “Portero de noche” de la Cavani.
Ambitos de densidad y erotismo profundos aborda también IREZUMI (“La mujer tatuada”). Una mujer joven, cuyo amante desea vehementemente que ella tatúe su cuerpo, como se aprecia en los viejos grabados, busca en la tradicionalista ciudad de Kioto –la antigua capital-, a un veterano maestro que conoce los secretos de ese arte. A pesar de estar retirado desde hace tiempo, ante los ruegos de la mujer, el viejo maestro consiente en realizar el tatuaje. Pero a la vieja usanza, un método de trabajo que incluye, para paliar el dolor, un ingrediente erótico, al que la mujer se somete. Y, ese clima de dolor y placer ritualizados, llega al espectador como una emanación morbosa, de potente sensualidad. Pero, a su vez, como algo intensamente humano, porque en esos límites, entre el dolor y el placer, se desarrolla nuestra existencia.
Otro film japonés interesante, exhibido en los años setenta, fue CASTILLO DE ARENA. Se presentaba, en primera instancia, como un film policial en torno a un crimen. Un grupo de investigadores tratan de esclarecer el asesinato de una mujer. Tras diversas peripecias se reúne el equipo investigador, en torno a una mesa, y se vuelcan las pruebas que han llevado hasta el culpable: un director de orquesta. Estamos a mitad del film y, aparentemente no hay más nada que decir. Falta solamente la palabra "Fin". Pero he ahí que el film toma otro rumbo, tendiente a dilucidar qué ha llevado al culpable a esa situación criminal, y la obra se transforma de un superficial film de género, en un drama. Rastreado los móviles –reflejados en la composición musical de la que el hombre es autor-, la película parece concluir una vez más. Pero no es así. Falta un epílogo que nos remonta a los inicios de la vida de ese hombre, a los arcanos simbólicos de su creatividad, al “santa santorum” de su inconsciente, al paraíso perdido de su infancia, y la realización alcanza entonces –por inesperado- inefables niveles ontológicos.
Cabría ahora abordar la extensa obra –por conocida- de Akira Kurosawa, el director japonés de mayor prestigio internacional. Nacido en 1910, se aproxima a la carrera militar, pero fue el Arte el que finalmente lo sedujo y la pintura fue su primera pasión. En 1930, con sólo veinte años, lo vemos enrolado en una asociación de “Artistas proletarios” de orientación izquierdista. Durante esa década comienza a trabajar en los estudios cinematográficos para ganarse la vida. Aborda distintas tareas, mientras se va afianzando como guionista y asistente de dirección. Al comenzar los cuarenta ya ha adquirido una valiosa experiencia, que lo lleva a asumir la máxima responsabilidad. Dirige un díptico durante los años de guerra, LA ACADEMIA DE YUDO, y un film de colaboración al esfuerzo bélico de su país, LO MÁS BELLO, ambientada en una fábrica - en la que trabajan mujeres en ausencia de los hombres-, donde establece su primer contacto con el actor Takashi Shimura. Adapta una obra del repertorio clásico japonés, LOS QUE CAMINAN SOBRE LA COLA DEL TIGRE, en cuyo reparto figura Masayuki Mori, además de Shimura. En las tres películas realizadas entre 1946 y 1947, se afirma Kurosawa en el dominio de su oficio, para realizar a continuación otros tres de muy buen nivel dramático: EL ANGEL EBRIO, EL DUELO SILENCIOSO y PERRO RABIOSO, los tres con protagónicos del maduro Takashi Shimura y un joven Toshiro Mifune. En estos films se pone de manifiesto el sentido moral, humanístico, que habrían de caracterizar la obra de Kurosawa, a la vez que adquiere relieve la potencia de su encuadre y la solvencia del montaje, del que se hace directamente cargo.
Mil novecientos cincuenta es un año clave, no sólo para la obra de Kurosawa sino también para el cine japonés, poco menos que desconocido en Occidente. En ese aspecto, debemos ponderar la beneficiosa labor de acercamiento con el cine oriental, de los Festivales realmente internacionales de Venecia y Cannes. Al recibir el León de Oro en Venecia, RASHOMON abrió las puertas de Occidente para el cine japonés a niveles de Arte, no de comercio. Deseamos incluir un párrafo sobre los equívocos a que conduce cierta crítica que hace de su oficio campo para la excentricidad y el capricho.
En “Cuadernos de cine”, los críticos franceses que pretendieron elevar a Hitchcock al nivel de un creador, que ignoraron a Bergman en una larga primera etapa, descalificaron también a Kurosawa en nombre de Mizoguchi. André Bazin, ese grande de la crítica, de un nivel cultural apropiado a su oficio, puso rápidamente las cosas en su lugar remitiendo a Hitchcock a los niveles que nunca trató de sobrepasar y a Kurosawa al suyo, como uno de los mejores directores japoneses y, muy pronto, el mayor de todos, sirviendo de enlace -gracias a su cultura universal- entre Oriente y Occidente.
Parte del equívoco se produjo por el hecho de que, la estructura narrativa de RASHOMON es del tipo que en Occidente solemos llamar “pirandelliana” y la música tenía cercanías con el “Bolero” de Ravel. No obstante, las virtudes del encuadre, especialmente su potencia, y la solvencia del montaje, para un relato fluido, lleno de sugerencias e implicaciones, nos hablan de un director del que se puede esperar una obra maestra suponiendo que, debido a cierto aspecto retórico, RASHOMON no lo sea.
Si su versión de EL IDIOTA de Fedor Dostoievski es “la mejor fuera de Rusia”, según afirma Sadoul –cabría preguntarse si la de Ivan Pyriev puede parangonarse con la de Kurosawa-, VIVIR (1952) es un film de excepción, de una fuerza y un vigor narrativo inusual. Bazin alaba el alarde formal que supuso cortar el relato en mitad del metraje para prolongarlo, muerto el protagonista, en los testimonios de los asistentes a su velatorio. El film - impensable sin el protagónico de Takashi Shimura- hace conocer, al confrontarlo con RASHOMON, constantes temáticas y estilísticas del realizador como sus cortinillas barriendo horizontalmente el cuadro, encerrando precisas elipsis que hacen a sus síntesis narrativas; tendencia hacia la caricatura en la presentación de ciertos tipos humanos, crítica constructiva pero nada complaciente, referencias al arte occidental –en este caso al Fausto y a la plástica de Van Gogh. El remate lírico termina de perfilar a un creador de dimensión internacional.
Ese perfil se afirma definitivamente en LOS SIETE SAMURAIS (1955), obra épica monumental, que engarza el relato central con digresiones en forma de parábolas orientales, en las que Kurosawa trabaja con un nutrido equipo de actores, todos de parejo nivel, entre los que se destaca la personalidad de Toshiro Mifune, pero el que aún debe rendir pleitesía a la maestría actoral de Takashi Shimura. CRÓNICA DE UN SER VIVO (1956), es el único film –salvo los primeros- que no tuvo distribución en nuestro país; cabría preguntarse si le ha sido silenciosamente negada en razón de su tema, las reacciones de un anciano japonés ante la contaminación de las aguas del Pacífico, por las experiencias atómicas norteamericanas en la isla Vikini, con las primeras Bombas de Hidrógeno.
Al año siguiente, 1957, decide trasladar el “Macbeth” de Shakespeare al largo medioevo japonés y realiza TRONO DE SANGRE (o “El castillo de la araña”), con Toshiro Mifune, ya plenamente identificado con el realizador, en su noveno trabajo en común. Se trata de una de las obras formalmente más creativas de Kurosawa, una de las mejores adaptaciones del dramaturgo inglés y, a la vez, tan oriental que motivó la afirmación de Orson Welles de que Kurosawa, aunque adaptara a Shakespeare, hacía siempre cine japonés. No fue tan acertada su adaptación de LOS BAJOS FONDOS de Máximo Gorki pero, a pesar de ello, no desmerece la comparación con la realizada por Jean Renoir en 1936.
Más brillo estilístico tuvo LA FORTALEZA ESCONDIDA (1959) siendo, sin embargo, más superficial. Con LOS MALVADOS DUERMEN BIEN (1960), que trata sobre temas críticos de gran trascendencia social –la corrupción política-, ocurre que, al menos en la versión distribuida, adolece de ciertas deficiencias estructurales que amenguan su impacto estético. Superficiales son sus tres films siguientes. Los dos primeros, YOJIMBO y SANJURO, son algo parecido a westerns orientales, virtuosos estilísticamente, pero productos sin profundidad que contaron, eso sí, con la solvencia interpretativa de Toshiro Mifune y Tatsuya Nakadai. El tercero es un buen film policial, incluso con un buen tema, pero no explotado en todas sus posibilidades.
Mucha más envergadura tiene su BARBARROJA (“Bondad humana", 1965), sobre el tema, esencial a la obra de Kurosawa, de una épica de la bondad, tan típica del realizador que seguramente –por la contraria-, haría suyo aquello de: “Demasiado blando para ser bueno”. A pesar de sus innegables valores podría acotarse que, por momentos, apela demasiado a los sentimientos del espectador, aproximándose por un lado equivocado al melodrama. Hasta aquí, la carrera regular de Kurosawa en el campo de las grandes productoras japonesas. Pero, su inflexible honestidad artística lo lleva a no conceder más a las imposiciones comerciales y demora varios años en organizar una productora independiente, para la que realiza un solo film, EL LOCO DEL TREN, un hermoso y significativo film, un rosario de cuentos llenos de enseñanzas morales y reflexiones sobre la vida social y la “evolución” histórica de su patria.
La quiebra de su productora –una cooperativa-, y un intento de suicidio, lo alejan de los sets durante un quinquenio. En 1975 recibe una inesperada propuesta de la Unión Soviética, para plasmar en imágenes los relatos de un capitán topógrafo del ejército zarista que, a comienzos del siglo XX, traba relación con un habitante de los bosques, el cual ha desarrollado una ética de conducta, de respeto a los hombres y la naturaleza, superior a la de los hombres que se autodenominan “civilizados”. DERZU UZALA, al que la industria de Hollywood concede un Oscar, probablemente con la mezquina intención de quitar a su enemigo el mérito de haber reivindicado al gran humanista japonés.
Tras otro lustro sin filmar, recibe otra oferta (seis millones de dólares), un homenaje seguramente más sincero de otros cineastas –Coppola, Lukas- con los cuales realiza una nueva obra maestra: KAGEMUSHA ("La Sombra del Guerrero"), ambientada en una etapa del medioevo japonés –correspondiente al Renacimiento en Occidente-, en que la lucha clánica va llevando a la unificación del país bajo un solo estado, y en que las potencias europeas comienzan a incursionar por el lejano Oriente, a traficar con sus armas de fuego y hacer conocer sus exóticas religiones. Un friso de la tragedia de la historia, mechado con escenas picarescas al estilo shakespeareano. El film obtiene la Palma de Oro en el Festival de Cannes.
Con el aval de ese triunfo, consigue llevar adelante un viejo proyecto RAN, la adaptación de “El rey Lear” de Shakespeare. Obtiene un presupuesto de diez millones de dólares de un productor francés. Con lo que en Hollywood producen un film de bajo presupuesto, él pergeña una obra monumental, reconstruye una época. La expresión de su plástica alcanza aquí las más altas cotas de belleza, una de las cimas del cine en color y Kurosawa se erige como el más grande pintor de batallas en la historia del cine, logrando a su vez, la certera imagen de una especie insólitamente agresiva, de cuyos sombríos ejércitos emana un zumbido de insectos, un rumor de enjambres, cuyos instintos no conocen de la piedad. Un ser ciego, cuyos instintos superan toda racionalidad, tanteando el borde de un abismo.
Las advertencias se hacen más explícitas en SUEÑOS (1990), un rosario de relatos pergeñados por Kurosawa que van, de los clásicos cuentos admonitorios, respecto a los castigos a que se hace merecedora la curiosidad excesiva, a los que no respetan a la naturaleza, sobre la necesidad del esfuerzo contra todo desaliento. Para pasar inmediatamente de los “perros de la guerra” a los demonios desatados por la fusión del átomo. Cerrando su relato con una reivindicación de una vida más natural, más acorde con las necesidades reales del hombre, que nada tienen que ver con esta cholula e irresponsable sociedad de consumo, que está “globalizando” el planeta, empobreciéndolo y volviéndolo inhabitable.
Con más de ochenta años haría aún Kurosawa dos películas más: RAPSODIA EN AGOSTO y MADADAYO. Nuevos intentos de poner las cosas en su lugar, en cuanto a los verdaderos valores, que hagan de la vida humana algo digno y un llamado a la memoria de los desastres provocados por la ceguera voluntaria de un mundo que ha “resuelto” sus problemas con dos guerras mundiales; que persiste en resolver todo por la fuerza y que pretende ignorar a ese símbolo, que constituyen los dos mil niños de una escuela de Nagasaki volatilizados por la bomba.
Lo que RAPSODIA EN AGOSTO lo da por lo negativo –la desmemoria voluntaria-, MADADAYO lo da por lo positivo, afirmando los valores de la honradez intelectual, del agradecimiento. Cuentan que cuando Kurosawa visitó a Federico Fellini en Italia, éste hizo que le tradujeran la palabra “maestro” como saludo. Y, Kurosawa, imbuido de la nobleza del término en la tradición de su país, le devolvió el cumplido, tan merecido en un caso como en otro.
El Observatorio Iberoamericano de la Economía y la Sociedad del Japón es una revista académica, editada y mantenida por el Grupo eumed●net de la Universidad de Málaga. Tiene el Número Internacional Normalizado de Publicaciones Seriadas ISSN 1988-5229 y está indexada internacionalmente en RepEc.
Para publicar un artículo en esta revista vea "Acerca de...".
Para cualquier comunicación, envíe un mensaje a rodriguezasien@yahoo.es