Maximiliano Korstanje (CV)
mkorst@palermo.edu
Universidad de Palermo, Argentina
Resumen
En los últimos años, el periodismo ha hecho del tema de la violencia en el fútbol, un constante bombardeo de noticias, discursos e ideas que poco tienen que ver con la realidad. Más aún, es el mismo periodismo el que determina la violencia deportiva de muchas formas ya documentadas en otras investigaciones. No obstante, para comprender la forma de pensar del “barra-brava”, es necesario deconstruir su cultura en elementos que den a los planificadores urbanos y en materia de seguridad mecanismos para alivianar sus efectos negativos. La violencia en el fútbol es inherente a la lógica estamental del mismo deporte, y por ende irradicable del mismo. Ahora bien, en lugar de demonizar, es fructífero aportar evidencia que resulta de las propias etnografías del autor en la materia.
Palabras Claves: barra brava, violencia, fútbol, cultura, periodismo.
Una de las lecturas de la violencia en el fútbol se corresponde con el análisis de dos elementos claves del juego. Los participantes directos, jugadores, técnicos y árbitros que muchas veces arengan en forma negativa, y en segunda instancia, el público en general. Si bien como ha demostrado Korstanje en su artículo Bajo Trinchera, el fútbol demuestra un gran apego cultural por la lucha estamental, emulando valores vinculados a la contienda, la victoria y la gloria, no menos cierto es que muchas veces son los espectadores o hinchas quienes protagonizan verdaderas batallas campales en las afueras del estadio (Korstanje, 2012). ¿Empero no es el juego una forma de violencia mitigada?, ¿que factores influyen para que esa violencia se salga de control?
Desde sus comienzos, cabe mencionar, los estados nacionales apelaron a la construcción mítica de batallas que desplazaron a los juegos con el fin de evitar conflagraciones reales. Desde allí, surge lo que Korstanje ha denominado “el discurso heroico del triunfador”. Ahora bien el mensaje periodístico que sienta las bases para esa violencia estamental, es el mismo que lo condena cuando rompe las barreras de lo simbólico (Korstanje, 2009). Por lo tanto puede inferirse, como ha hecho Huizinga, que la rivalidad se encuentra enraizada en el juego mismo. Según la explicación anterior, P. Bourdieu (2000) ha llamado la atención sobre el grado de antagonismo que conforma la identidad en el deporte. Cuando dos facciones se vinculan por oposición, el habitus necesita de la violencia para que el sujeto pueda internalizar ciertas pautas culturales propias del deporte. La consciencia de un grupo, por ende, se asocia a la manipulación controlada de la violencia.
Para J. Huizinga, el deporte pone en juego dos grupos en forma agonal para construir los andamiajes de sus respectivas identidades; situación que luego los llevará a poder construir sus instituciones. Cuando dos facciones entran en juego lo que se debate no solo es una forma de vida o idiosincrasia, sino un choque institucional que define sus propias identidades (Huizinga, 1968). En Huizinga como en Bourdieu, la violencia en el deporte atraviesa transversalmente a muchas culturas debido a que ella es posible gracias a la lógica de enfrentamiento agonal propio del espíritu occidental. En otras palabras, quien pierde el encuentro se debate entre dos tendencias, irse resignado o regular su frustración por medio de la violencia. Ganar o perder emulan la lógica de la batalla entre vivir o morir. Perder un encuentro frente al clásico rival, es simbólicamente comparable a la rendición de una ciudad. Nigel Spivey, escribe al respecto, que los “juegos Olímpicos” en la Antigua Grecia se organizaban con el fin de reducir los efectos nocivos de las guerras inter-tribales. La ciudad del vencedor en los diversos juegos era vista como la más poderosa. El triunfo y la derrota eran vistos como signos de fortaleza y debilidad que se extrapolaban a toda la ciudad o linaje de donde el protagonista era oriundo. Más allá de la gloria que detentaba el ganador, lo que subyacía en esta clase de eventos era la inmunidad para ciertas ciudades y la condenación para otras (Spivey, 2004).
Una rápida lectura de lo ya escrito hasta el momento sugiere, como bien enfatiza Garriga Zucal, que la violencia es un elemento de intercambio, que genera lazos específicos de solidaridad, anclados a los territorios. Cualquier ruptura o intento de quiebre de esas barreras simbólicas es restituida por medio de la violencia (Albareces y Garriga Zucal, 2008; Garriga Zucal y Moreira, 2003; Garriga Zucal, 2007). Otros autores, han indagado por el camino de las privaciones materiales y psicológicas. El “barra”, antes que nada apela a expresar su hombría para regular frustraciones profundas que experimenta en su vida personal (Kerr, 1994), o se manifiesta como tendencia anti-social en personas con baja autoestima que buscan constantes experiencias hedonistas y de auto-gratificación (Javaloy-Mazon, 1996). Ello sugiere como explica A. King que la violencia en espectáculos deportivos funciona como una válvula que hace del ciudadano común alguien extraordinario (King, 1999; 2001). Desde esta postura, cualquiera de nosotros podríamos ser potenciales “barras” dadas ciertas circunstancias que así lo permitan.
Eric Dunning y Norbert Elias, sugieren que todo deporte, en tanto ritual permite la domesticación del peligro con el fin de lograr la excitación necesaria al juego. La cosificación del hombre por medio de la privatización de las emociones conlleva a la idea que se necesita de un espacio en los sentimientos reprimidos por la norma afloren. Si bien estas emociones son controladas por el Estado, los especialistas admiten que en ocasiones se salen de control (Dunning, 1988; Dunning 1992a; Dunning 1992b; Elías 1992ª; Elias 1992b).
Los psicólogos Smith y Harris Bond (1999) sugieren que aquellas sociedades en donde existe un mayor nivel de estrés y competencia asociados a una red de contención defectuosa, existen mayores probabilidades de que el crimen y la violencia sean mayores que en sociedades donde está situación es inexistente. Claro que la violencia puede ser dirigida y tomar diferentes formas según cada cultura. Estudios previos respaldan dicha tesis tales como Landau (1984), Archer y Gartner (1984), otros sugieren la idea del clima como posible explicación en ambientes de mayor humedad y calor existen mayores crímenes que en lugares fríos (Robbins, de Walt y Pelto, 1972)
Definimos en términos de Montagu (1990) a la violencia como una forma de interacción propiamente humana que se debe distinguir de la agresividad por su raíz netamente política. Corsi y Peyru (2003) admiten que la violencia denota algo más que la simple idea de un daño, propia de la agresión, sino que apela a un discurso político por medio del cual quien ejerce la violencia teme perder determinado beneficio. Mientras el animal recurre a la agresividad para sobrevivir, el hombre articula la violencia para mantener los límites simbólicos del ego frente a la irrupción del alter. Su función central es el mantenimiento de la jerarquía.
En efecto, la violencia es un instrumento que facilita la intelectualización de la incertidumbre, riesgo que de otra forma destruiría el orden societal. Por un lado, la memoria colectiva coadyuva en la cohesión a la vez que el conflicto ejerce una fuerza contraria, segregativa. Cualquier acto de violencia que se lleva a cabo dentro o fuera del territorio de la hinchada, real o ficticio es re-elaborado en forma de cuento, narrativa, canción o himno. Lejos de dividirse, la legitimidad del grupo aumenta a favor de quienes sostienen el poder político, en la mayoría de los casos dirigentes de club de fútbol, o líderes de las “barras bravas”. Si el honor juega como mecanismo de jerarquía política dentro del campo de juego construyendo lentamente un código netamente estamental y heroico, la violencia hace lo propio fuera de la competencia en sí. El hooliganism, por lo expuesto, no puede enmarcarse como un problema social de una cultura específica, sino que es un fenómeno propio de la competencia misma que atraviesa todas las culturas (Neuberger, 1993).
Por último y no por eso menos importante, Vazquez, Lickel y Hennigan (2013) proponen un modelo para comprender la violencia en la sociedad que muy bien se puede aplicar al deporte. Los expertos advierten que la policía establece un poder de represión sobre el ciudadano que muchas veces actúa como válvula de retaliación contra personas que no estaban a la altura de las circunstancias. Para que exista retaliación (es decir derivación de la fuerza hacia un tercero que no se encuentra involucrado en la disputa) se deben dar dos factores combinados. Primero es la auto-estima social de los pares frente a un externo que debe ser repelido, y segundo, la impotencia frente a la agresión del más fuerte. Al intentar controlar una situación, como en un partido de fútbol, el estado ejerce violencia contra cierta cantidad de público. Esa misma violencia es replicada contra negocios y comerciantes pues no puede ser devuelta a la policía. La paradoja radica en que involuntariamente es la acción policial la causante de la violencia derivada. Por eso, se sugieren técnicas no coactivas de negociación en espectáculos deportivos para paliar los efectos derivados.
Dentro de este contexto, nuestro trabajo representa tres años de etnografías dentro de hinchadas argentinas de diferentes categorías que nos va a permitir hacer una lectura correcta de las expectativas y discrepancias del “barra” argentino. Debido a que cada sociedad organiza sus prácticas sociales de diferente forma, es que consideramos que los resultados de la siguiente nota de investigación no deben ser extrapolados a otros universos. A favor o en contra, el lector encontrará hechos concretos fundamentados en las experiencias en lugar de expresiones de valor o deseo (pre-juzgamiento).
En primera instancia, la barra brava (o hinchada) se encuentra compuesta por estamentos que van desde lo más variado de las clases sociales del país. En cierta forma, y con un léxico común, conviven personas de clase media, alta y baja. El ethos central de la subcultura del “barra” (como lo ha bautizado el periodismo) se encuentra anclado a un territorio y a una cercanía respecto al estadio principal (centro ejemplar). Esta disposición geográfica se traduce en una jerarquía específica que se traduce en la cantidad de partidos que un “barra” detenta. Por ejemplo, una persona que vive a más de 700 kilómetros del estadio de su club, tendrá menos posibilidades de entablar los lazos de solidaridad necesarios para acceder gratuitamente a las entradas en comparación con una persona que vive a una cuadra del mismo. Por ende, la red de convivencia se encuentra distribuida en un territorio que es común, a todos los vecinos y que antes que nada, tiene un significado. A eso se le suman, dos componentes esenciales. El capital económico que es conferido por el club para los viajes y distribuido por quienes ocupan el poder dentro de la hinchada, y luego una compleja red de alianzas (confianza) dentro del sector policial y político que expanden los límites de lo permitido. Vamos a poner un ejemplo, si un transeúnte es atropellado por un automovilista, la justicia establece determinadas sanciones para el infractor. Para “el barra”, la agresión al otro no exhibe ningún tipo de sanción hasta que encuentra las fronteras del asesinato. En este momento y no antes, el estado hace uso legítimo de su fuerza. La convivencia entre la hinchada propiamente dicha y la política es por lo menos conflictiva y polémica en la mayoría de los casos. Al intercambio económico entre el hincha y la policía (por pago de favores y regalías), se le suma que el “barra” es un ciudadano que carece de prontuario delictivo. Eso le da a la policía un poder de control mayor pues la “barra” maneja las lealtades y condiciona que comportamientos son aceptables o no. A diferencia de un pelotón de policía que mitiga por medio de la violencia extrema un motín en un penal, en los estadios el barra funciona como un “agregado sindical” frente al ministerio de trabajo. Claro que esta complicidad no reconocida, es dialécticamente opuesta a la narrativa creada por las hinchadas. En lo personal, me ha tocado vivir situaciones de extrema tensión antes de salir con determinada hinchada cuando su club jugaba de visitante. En dichas condiciones, la escolta policial es determinante para la seguridad de los transportados, pero paradójicamente se transforma en una burla para la hinchada que sirve de anfitrión. A la vez que la localía implica una rivalidad irreal entre “el barra y la policía”, en el fondo coadyuvan fuertes lazos de solidaridad entre ambos grupos.
El tercer, y cuarto componente, que hace a la legitimidad del barra frente a otros “que lo admiran”, es la habilidad para pelear en defensa de determinados valores y la lealtad a las banderas que dice proteger. Pelearse con otra hinchada implica proteger las propias banderas (trapos) y demostrar que un grupo “se la banca”. Por ese motivo, la mayoría de los reclutados para estos círculos mantienen algún tipo de cultivo de su cuerpo, ya sea aprendiendo algún deporte de contacto como el boxeo o ejercitando en los gimnasios. Su posición frente al mundo está dada por una lógica estamental y bipolar de amigo-enemigo, donde la hombría como signo discursivo se impone por medio de la fuerza. Surge, entonces el quinto y más importante de los componentes de esta subcultura, la mito-poiesis. Entendemos por mito-poiesis a la capacidad humana de crear narrativas, signos y mitos que permitan justificar ciertas prácticas en el presente. Sus canciones, letras y cánticos emulan no solo un estadio de constante conflicto frente a un otro que es “mujer, cobarde y afeminado”, disminuido bajo diversos motes o etiquetas, sino que además representan verdaderas batallas épicas. Gracias a estos espacios se confiere mayor legitimidad a los héroes y se desprestigia a los anti-héroes. Aun cuando, en mi experiencia, muchas de esas peleas narradas nunca existieron o si lo hicieron no fueron como se las canta, es importante destacar que la mito-poiesis afianza la jerarquía de ciertos grupos sobre otros. Parte de estos héroes son admirados y venerados por quienes componen el sexto elemento del folklore, llamado “los juglares”. Estos personajes se los puede ver colgados de los “para avalanchas”, o subidos a los alambrados, algunos tocando el bombo. Ellos son los comunicadores que expresan el apoyo al club en el juego pero que también explica y diseminan un mensaje al resto del público. Como rito subirse al para-avalanchas exige dos condiciones, habilidad para no caerse y fortaleza física. En el primer caso, el juglar busca una posición de respeto frente al otro en una condición de superioridad o elevación. En el segundo, vincula su fortaleza en la pelea con el tiempo que dura alentando al equipo. En este proceso de negociación, es donde se observan la mayor cantidad de peleas, o riñas entre los barras. Las causas pueden ser de lo más variadas pero entre mis observaciones de campo se destacan las siguientes:
Cabe aquí una explicación. En primer lugar, “los barras” que se sirven como juglares ocupan una media o baja calificación dentro de la jerarquía de la hinchada, aunque en ocasiones es el mismo jefe quien comanda la situación. Negarse a cantar implica desafiar la autoridad del grupo regente. Esto se puede dar por muchas razones, pero exacerba el conflicto intergrupal. Quienes no cantan no reconocen la autoridad de los juglares y por lo tanto del jefe principal. Segundo, la mirada del otro es tan importante para “el barra” que sin la cobertura periodística que ellos reciben, la subcultura no existiría. Fue en épocas recientes cuando el periodismo comenzó a asociar a todo aquel que protagonizara un espectáculo violento en un estadio deportivo como barra, que los hinchas comenzaron a auto-denominarse “barras”. Éste último se distingue del hincha común de manera negativa. Empero, cuando un partido es televisado el orden de las banderas y su ubicación es programado con un cuidado artístico sin comparación. Esta evidencia sugiere que la vinculación entre el medio masivo de comunicación que nombra, y quien recibe ese nombramiento existe un estrecho vínculo. Por último, el consumo de estupefacientes (en la mayoría de los casos psicotrópicos como marihuana o similar) no se limitan a los barras pero dentro de la hinchada el consumo es masivo. Su función es simple a grandes rasgos, evitar el riesgo excesivo que denota el uso intensificado de la violencia. Elimina el temor, propia de toda psicología, cuando debe ponerse en alerta frente a un inminente enfrentamiento. Permite el uso del cuerpo para situaciones que de otra forma serían evitadas, por ejemplo, pelear cuerpo a cuerpo con la policía.
En realidad, ello no significa que “el barra” tiene complicidad política con dirigentes del club y del gobierno de turno, sino que sus elementos y valores fundacionales son parte de la militancia política. Entre ellas se encuentran, la violencia, el consumo de alcohol, los bombos, las banderas y los cánticos que disminuyen al rival. Desde sus inicios, muchos “barras” pueden hacer una carrera política dentro del club que les permiten llegar a puestos de privilegio, a distribuir recursos y a asignar presupuestos para otros que como ellos siguen sus mismos pasos. Nuestra tesis, por lo expuesto, es que la violencia en el fútbol es imposible de erradicar pues obedece a la naturaleza misma de la disciplina, pero además hace a la fundación política del club. Cada uno de estos componentes conforma no solo una subcultura urbana, la cual como tantas otras apela a la violencia como forma de distinción, sino que además hacen y se encuentran insertas en el deporte mismo. Comprenderlas con claridad, para mitigar sus efectos nocivos, es una de las cuestiones cruciales que hacen a los planificadores de espectáculos futbolísticos y deportivos en general.
Referencias
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