Alicia Esther Pereyra (CV)
aliciaestherpereyra@yahoo.com.ar
Universidad Nacional de la Patagonia Austral
Resumen
El presenta artículo explora la urdimbre en la que confluyen y se despliegan arte como obra e ideología, indagando en sus encuentros y desencuentros en la trama cultural. Para ello, aporta algunos elementos clave que permiten la revisión de ciertas significaciones puestas en juego desde diálogos posibles entre voces expertas, construyendo una polifonía que perfila transformaciones y testimonios, así como potencialidades y limitaciones, en torno del arte como promesa desde el resguardo de su capacidad de subvertir órdenes instituidos.
Palabras clave: arte, ideología, cultura, estética, política.
I. Artes y partes
En el marco del Proyecto de investigación “Educación y Estado en la construcción de identidades de los sujetos patagónicos durante el siglo XXI. El arte como portador - constructor de significaciones” (PI 29/B126 – 1), totalmente financiado por la Universidad Nacional de la Patagonia Austral, Santa Cruz, Argentina, se estipula como problema general la reconstrucción de aquellas significaciones sociales que ofertan las artes visuales. Desde este recorte, se indaga en las modalidades en que las prácticas artísticas se encuentran inscriptas en procesos e instituciones sociales y políticas, atravesadas por fuerzas económicas que las condicionan y direccionan, desarrollando un papel histórico que, desde la potencia de su devenir, se constituyen en particularmente importante.
Una dimensión sustancial del recorrido inicial propuesto delinea un acercamiento al arte, que reconoce su constitución desde y a través de lenguajes que avanzan y transgreden los límites, colocando al descubierto aquello que se intenta mantener oculto; desaloja las reglas, las normas y los códigos, obligando a decir lo inconfesable, de acuerdo con Foucault (1996). En este espacio temporal, presenta como particularidad, siguiendo a Badiou (2012), cierta direccionalidad ligada a los efectos que produce, no como espectáculo ni detenimiento del tiempo, sino justamente aquello que compromete el tiempo mismo y produce efectos en el tiempo, en tanto la obra contemporánea apunta hacia una acción que cuestiona y transforma al sujeto, aportando la ambición política del arte contemporáneo orientada a la producción de una transformación subjetiva y, a la vez, un testimonio vivo sobre la vida. Así, sostiene su particular visión sobre el sentido del arte contemporáneo. Como nos advierte el experto:
“(…) debería transformarse en algo más afirmativo que, más que criticar el estado del mundo y criticar el arte mismo, debería buscar los recursos secretos del mundo, las cosas positivas pero escondidas, los elementos de liberación que aún están a punto de nacer, que están naciendo. Y ello manteniendo sus orientaciones contemporáneas, y su importante violencia crítica. El arte debería ser, también, una promesa, debería prometernos algo dentro de su capacidad subversiva. Hay que desconfiar de la consolación, pues el arte no ha de ser consolador y no está para mecernos, aliviarnos o protegernos. Pero prometer es otra cosa.” (Badiou; op. cit.)
Resulta valioso instalar la indagación en torno de la estética y la política y sus formas renovadas, así como sus novedosas configuraciones y definiciones. Siguiendo al filósofo, política y arte se encuentran actualmente sometidos al juicio sobre la validez de sus principios y a las consecuencias de sus prácticas; debido a ello, se tornan relevantes los lenguajes y los problemas de la representación. Se presenta, entonces, el interrogante en torno de aquello que se intenta representar y sobre el modo de representación más significativo respecto de su propósito, además del análisis de la ruptura profunda con el orden convencional de la representación. No se trataría, por ello, de la irrupción de un arte antirrepresentativo, sino que resulta factible focalizar en la distancia tomada o creada respecto de las limitaciones, hoy inexistentes, en torno de la elección de lo representable y de los medios de representación.
La obra de arte y el objeto común resultan actualmente indistinguibles, al decir de Danto (2004), de allí que la representación se esfuma cediendo su lugar a la inmediatez e inmanencia de la imagen, y con ello, la autonomía del arte respecto a lo social se anula. En tanto lo real y lo ficticio se entremezclan de manera tal que no resulta factible su separación, lo feo y lo bello, lo armónico y lo disonante se tornan predicados estéticos carentes de sentido, ya que todo- y nada- puede ser arte. Aquello que resulta indiscernible entre el objeto común y la obra de arte, transforma el arte contemporáneo y a su vez, transforma la mirada.
Complementariamente, desde una aproximación sugestiva respecto de los procesos creativos, podemos sostener que, de acuerdo con Deleuze y Guattari (1993), la filosofía produce conceptos, la ciencia construye funciones y el arte conserva perceptos y afectos, en un plano de composición en el que quedan insertos, derivados a través de figuras estéticas En tanto el soporte artístico perdure, la sensación goza de una eternidad en esos instantes, configurando la especificidad del arte, la creación de lo finito a través de lo que reintroduce lo infinito.
Por su parte, las obras de arte, desde la perspectiva adoptada por Varela y Álvarez- Uría (2000), pueden entenderse como hechos sociales y por ello presentan una cosmovisión específica del mundo en el tiempo en el que fueron creadas. Una lectura sociológica de una pintura, por tanto, puede ser guiada por su problematización a partir del reconocimiento de ciertas categorías sociológicas que se encuentren inscriptas en procesos históricos, permitiendo de esta manera la distinción de regularidades e innovaciones, entendiéndola como espacio social en el que se presentan y despliegan las relaciones sociales. Así, en los actuales tiempos inciertos se asiste a una eclosión de las bellas artes y, en simultáneo, señales de agotamiento relativas al final de una época: el mundo de la expresión artística remite a la belleza, pero también a la reflexión, la experimentación y la innovación, como así también a la denuncia y a la provocación.
II. Comunicaciones y significaciones
Desde una aproximación situada al enmarcamiento de los procesos semióticos y comunicativos, en los que se inscriben las obras artísticas, se requiere entender la cultura como articulación de textos, que sienta las bases de una teoría desde una perspectiva semiótica de relato social, ya que toda cultura se cuenta a sí misma su propia historia de diversas maneras y a través de textos centrales perdurables. Ese territorio de la significación social, recreado magistralmente por Lotman (1996) refiere a códigos significativos, sistemas y estructuras simbólicas de representación y autoidentificación, en el que se destacan como rasgos distintivos la artificialidad, la convencionalidad y la capacidad de condensación de la experiencia humana, que devienen en la esencia sígnica de la cultura. La memoria la organiza, tornando texto a aquel que pasa por cierta operación de filtrado que la misma cultura realiza, y así selecciona los que serán conservados y los que serán desechados, para quizás luego ser retomados; la colectividad decide guardarlos o no en la memoria de su cultura. Cultura, entonces, constituye un espacio de cierta memoria común, dentro de cuyos límites algunos textos han sido llamados a la conservación y la actualización.
Podemos reconocer, desde esta perspectiva, el carácter ideológico de un texto, siguiendo al experto (1970), a condición de enfocarlo como una estructura completa en la que cada tesis y enunciación adquiere sentido en relación con las otras, con un todo y con la realidad histórica. Al interior del proceso semiótico, las obras artísticas constituyen un tipo particular de producción sígnica que provoca la irrupción de significados nuevos y reconstruye la visión que el lenguaje tiene de sí mismo, produciendo un proceso autorreferencial que abarca aspectos aun no aclarados del conocimiento humano. Así, entendemos que, en tanto la historia se bifurca y extiende en caminos novedosos y poco previsibles, el arte constituye un lugar privilegiado, permitiendo que desde ella la memoria cultural cree un espacio de libertad explosiva, creativa.
De esta manera, amplía el espacio de lo imprevisible y la información, y paralelamente crea un mundo convencional, aquel que lo experimenta y triunfa sobre él. El arte como texto muestra y expone la capacidad de condensar información adquiriendo memoria, y por ello no solo transmite la información depositada en él, sino que transforma mensajes e inventa otros. Su ethos sígnico presenta como dualidad la simulación de una existencia independiente del autor, como una entre las cosas del mundo real, y a la vez recuerda invariablemente que constituye una creación de alguien y que significa algo. En este interjuego entre apariencia y esencia se ubica en el campo semántico la realidad y la ficción, generando un doble efecto. Así, al interior del proceso semiótico, las obras artísticas constituyen un tipo particular de producción sígnica que tienden a provocar la irrupción de significados nuevos y reconstruir la visión que el lenguaje tiene de sí mismo, produciendo un proceso autorreferencial.
“El arte representa un generador magníficamente organizado de lenguajes de un tipo particular, los cuales prestan a la humanidad un servicio insustituible, al abarcar uno de los aspectos más complejos y aun no del todo aclarados del conocimiento humano.” (Lotman; 1978: 13)
El conocimiento se enraiza en la producción de ideas y representaciones de la conciencia, enlazada en la actividad y el comercio material y espiritual, tal como advirtieron Marx y Engels (1974); más precisamente, las condiciones materiales crean la conciencia. Las clases dominantes, aquellas que ejercen el poder material y espiritual, establecen como ideología las actividades e ideas dominantes de la época; esta primera aproximación acerca la noción de ideología a la de falsa conciencia, en tanto obstáculo sistemático al conocimiento, ya que invierte y deforma la visión de la realidad. Posteriormente, Marx (1974) alude a ella utilizando la metáfora edilicia, distinguiendo entre las condiciones económicas de producción, susceptibles de comprobación desde las ciencias, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas como ideológicas, reconociendo luego (2005) una superestructura de sentimientos, ilusiones, modos de pensar y concepciones de vida diferentes que se aúnan y articulan de un modo particular. En términos de mediaciones y relaciones entre arte e ideología, la primera es una forma de conocimiento que por ello refleja de alguna manera particular la realidad; de esta manera se coloca en evidencia el aspecto cognoscitivo del arte unido y enlazado a su aspecto ideológico, en tanto formas de percepción y modos particulares de ver el mundo. En esta línea resulta central el aporte de Volóshinov (2009), para una obra de arte puede portar diversas significaciones, y que ellas pugnan entre sí, atravesadas por tensiones y contradicciones; en tanto potente condensador de valoraciones sociales no expresadas, estas organizan la forma artística en su expresión inmediata. El carácter dialógico del signo, palabra u obra artística, da cuenta de la conciencia, que en tanto espacio colectivo define su carácter ideológico, puesto en las relaciones entre significado y sentido. Son, por tanto, las condiciones socioeconómicas objetivas las que determinan la realidad semiótica donde el signo interviene como ideología.
Por su parte, puede sostenerse desde el estudio de Althusser (1988) el carácter inconsciente e institucional de la ideología y su materialización en Aparatos Represivos e Ideológicos del Estado, que propician la construcción del individuo como sujeto sujetado y sometido a la estructura que él mismo conforma. Así, la ideología como representación de cierta relación imaginaria con las condiciones reales de existencia da cuenta del papel central del inconsciente para su efectivización. El arte habilita cierta percepción, visualización y sensación en torno de la ideología de la que emana, diferenciándolo de cualquier otro tipo de conocimiento en tanto refiere a la realidad, la muestra, mientras la ciencia se vincula con estructuras o mecanismos abstractos, explicando los mecanismos por los cuales esa realidad llega a ser. En la materialidad compuesta por la ideología, las ideas del sujeto son materiales y se encuentran reguladas por rituales materiales definidos, a su vez, por el aparato ideológico material del que proceden las ideas de ese sujeto. Tanto la materialidad de la ideología, como la existencia de un sujeto determinado por ella, permiten percibir que no existe práctica sino por y bajo una ideología, y en este sentido, tampoco existe ideología sino por y para el sujeto. Se ubican como centrales las relaciónes que se establecen entre el arte, la ciencia y la ideología, reconociendo que cualquier práctica, sea científica o artística, se realiza a través de una ideología, que somete a los hombres y las ideologías que la originan y enmarcan, con independencia de su voluntad e incluso con ignorancia de su existencia.
Actualmente, Zizek (2003) postula una visión renovada de la noción, que encuentra su basamento en la tríada constituida entre lo real, lo simbólico y lo imaginario, reconociendo así que su nivel fundamentalmente reside en la fantasía como estructurante de la propia realidad social, atendiendo la complejidad de las relaciones sociales en las que se encuentra sumida. Se concibe, por tanto, que una se erige triunfante cuando aquello que sólo en apariencia la contradice comienza a operar como argumentaciones a su favor, por tanto, se consolida como una realidad social que implica y requiere la ignorancia de su esencia – su auténtica efectividad social- por parte de sus participantes. Así, a modo de ejemplo, el cine deja ver sus juegos entre realidad y fantasía, y desde la perspectiva del experto, permiten el análisis de las formas de lo real, como goce, alteridad, violencia, que opera fisurando las jerarquías del orden de lo simbólico, y a su vez lo revela como construcción social e ideológica.
III. Discursos y prácticas
Más allá de particularidades, una aproximación a la ideología supone entenderla como un cuerpo de discursos y prácticas que portan un propósito no asumido abiertamente, interesado, construido con la intención de algo más que significar, comunicar o expresar, ligado al poder atendiendo relaciones asimétricas y orientado a legitimarlo o confrontarlo.
En la obra de arte se re - trabaja la ideología en su forma estética, de acuerdo con reglas y convenciones de las producciones artísticas; así, su naturaleza ideológica se encuentra mediatizada por el nivel estético de los modos, a través de las condiciones materiales y sociales de la producción de las obras de arte y a través de los códigos y condiciones estéticas de las obras con las que han sido construidas. El concepto de mediación estética, aludido por Wolff (1997), remite a que la ideología no se refleja simplemente en el arte, no sólo porque está mediatizada por una diversidad de procesos sociales complejos, sino también porque se encuentra transformada por los modos de representación con los que se ha producido.
“La conciencia social del arte residiría, por tanto, en el gesto de inmanencia de las obras de arte. Su pragmatismo sólo puede darse en cuanto mediación, en cuanto que son realidades autónomas configuradas como oposición a la misma realidad. Su apariencia muestra el verdadero rostro de la desintegración de la experiencia, al mismo tiempo que anticipa la conciliación.” (Prada; 2003: 22)
Una acercamiento crítico a la producción artística requeriría, de acuerdo con el experto, del desmantelamiento de los modos a través de los que el regimen de la visualidad se posiciona y consolida, atendiendo en simultáneo el código artístico y sus formas de operatividad. Como sistema de los principios de las divisiones posibles en clases complementarias, inmersas en el universo de las representaciones ofrecidas a una sociedad específica en un momento particular, posee el carácter de institución social. Al ubicar en un contexto específico la producción artística como elemento interviniente en los procesos históricos, además de constituirse ella misma como proceso, se desentraña la trama de relaciones existentes entre las múltiples dimensiones de la realidad que confluyen en esta producción. Desde esta perspectiva, Bourdieu (2003) cuestiona la explicación del fenómeno estético en virtud de supuestos rasgos esenciales y trascendentes, aduciendo que pueden ofrecerse sólo explicaciones de tipo relacional.
Para ello, es posible concebir las significaciones como construcciones culturales relacionales, en tanto el sentido no resulta inherente a la esencialidad de la obra, sino que deviene de la investidura asignada por grupos, comunidades, sociedades o culturas, en virtud de la posesión o no de los códigos específicos, los rasgos estilísticos distintivos y las competencias estéticas necesarias para su apropiación. De allí la relevancia del juicio objetivo de la obra de arte a partir de criterios colectivos sobre su valor y verdad, a modo de la construcción y sostenimiento de su sentido público.
“El desconcierto y la ceguera cultural de los espectadores menos cultivados recuerdan objetivamente la verdad objetiva de la percepción artística como desciframiento mediato: puesto que la información ofrecida por las obras expuestas excede la capacidad de desciframiento del espectador, este las percibe como carentes de significación, o más exactamente, de estructuración y de organización, porque no puede “decodificarlas”, es decir reducirlas al estado de forma inteligible.” (Bourdieu; 1971: 48)
Siguiendo la linea de pensamiento bourdiana, la cultura constituye un capital de significaciones consagradas, y a su interior la obra de arte ofrece significaciones de diferentes niveles en relación con la clave de interpretación que se le aplica: las de nivel inferior, superficiales, resultan parciales y mutiladas, en tanto no se comprendan las del nivel superior, que las transfiguran. En tanto toda obra es creada tanto por su creador como por el espectador, o más precisamente por su sociedad de pertenencia, la competencia artística refiere al dominio de un conjunto de instrumentos y la posesión de los esquemas de interpretación, como condición para su desciframiento, indicando en ellas los rasgos de estilo que resultan distintivos, y colocándolas en relación con el conjunto de las obras entre las que se inscribe.
De esta manera, se admite que todo bien cultural resulta susceptible de aprehensiones que oscilan entre una simple sensación hasta la degustación erudita, la que requiere de un desciframiento adecuado posibilitado sólo por una capacidad específica de apropiación, cultural y artística. Tal apropiación reserva en su interior, quizás de la manera menos esperada, la posibilidad de tornar visible lo oculto, esa promesa, ya no consolación, del arte.
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