Gloria del Carmen Calderón De los Santos
Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Perú
gloria.cdls@live.comResumen:
La Constitución Política Peruana de 1993 consagra la libertad contractual en su artículo 62º, como garantía para que las partes pacten válidamente según las normas vigentes al tiempo del contrato, sin que el Estado modifique su acuerdo por leyes u otros dispositivos. Asimismo, el artículo 1354º del Código Civil contempla este derecho.
Sin embargo, su noble fin de brindar seguridad a los contratantes, se desvirtúa ante la contradicción entre estos artículos y el artículo 103º de la Constitución, que señala “... La ley, desde su entrada en vigencia, se aplica a las consecuencias de las relaciones y situaciones jurídicas existentes y no tiene fuerza ni efectos retroactivos…”
Frente a tal discordancia, nos preguntamos: ¿Qué sucedería si las normas supletorias que regulan la relación jurídica emanada del contrato, son modificadas por el legislador?
La búsqueda de una respuesta motiva a reflexionar sobre la relación entre la libertad contractual la aplicación de la ley en el tiempo.
Abstract:
The 1993 Peruvian Constitution enshrines contractual freedom in Article 62 thereof, as security for the parties agree validly according to the regulations at the time of the contract, without the State amend its agreement by laws or other devices. Furthermore, Article 1354º of the Civil Code provides for this right.
However, its noble purpose of providing security to the contractors, it detracts at the contradiction between these items and the 103rd article of the Constitution, which states "... The law since its entry into force, applies to the consequences of existing relationships and legal situations and has no retroactive force or effect... "
Faced with this discordance, we wonder: What if the extra rules governing the legal relationship issued by the contract are modified by the legislature?
The search for an answer encouraged to reflect on the relationship between the freedom of contract enforcement over time.
Palabras claves:
Libertad contractual, aplicación de la ley en el tiempo, autonomía de la voluntad, partes contratantes, modificación legislativa.
Key words:
Para citar este artículo puede uitlizar el siguiente formato:
Gloria del Carmen Calderón De los Santos (2016): “La libertad contractual y la aplicación de la ley en el tiempo”, Revista Contribuciones a las Ciencias Sociales, (abril-junio 2016). En línea: http://www.eumed.net/rev/cccss/2016/02/libertad.html
http://hdl.handle.net/20.500.11763/CCCSS-2016-02-libertad
INTRODUCCIÓN
Nuestra actual Constitución Política ha adoptado como régimen económico, el sistema de la Economía Social de Mercado, donde el Estado asume un papel básicamente orientador, sin intervención en la economía y abocado al desarrollo del país; principalmente en las áreas de promoción de empleo, salud, educación, seguridad, servicios públicos e infraestructura.
Acorde a este contexto económico, el artículo 62º la Constitución establece la libertad contractual, a modo de garantizar que las partes, en ejercicio de este derecho, puedan pactar legítimamente en conformidad a las normas vigentes al momento de celebración del contrato, situación en la que el Estado no puede intervenir para modificar su voluntad a través de leyes u otras disposiciones de cualquier clase. Siguiendo esta misma línea, el Código Civil en su artículo 1354º también regula este derecho, al prescribir que las partes gozan de libertad para precisar el contenido del contrato, con la salvedad de que no contraríe una norma legal imperativa.
Ambas normas poseen como propósito, otorgar seguridad a las partes intervinientes en un contrato; ya que su finalidad es proteger el contenido de lo acordado que se encuentra plasmado en el texto contractual, asegurando que éste no podrá ser objeto de modificación por una injerencia del legislador; es decir, se impide que el Estado altere la libertad contractual de los intervinientes.
Lamentablemente dicho objetivo es desmerecido, cuando se advierte una clara contradicción entre estos artículos y el artículo 103º de la Constitución, donde se estipula que “... La ley, desde su entrada en vigencia, se aplica a las consecuencias de las relaciones y situaciones jurídicas existentes y no tiene fuerza ni efectos retroactivos; salvo, en ambos supuestos, en materia penal cuando favorece al reo. La ley se deroga sólo por otra ley…”
La discrepancia entre estos dispositivos conlleva a interrogarnos acerca de qué ocurriría si las normas supletorias que regulan la relación jurídica emanada del contrato, también son materia de modificación legislativa.
Esta inquietud ha traído consigo el desarrollo del presente trabajo, donde se medita sobre dos temas que resultan fundamentales para esbozar una posible respuesta a la pregunta formulada líneas arriba: la libertad contractual y la aplicación de la ley en el tiempo, la que se halla explicada a través de la teoría de los derechos adquiridos y la de los hechos cumplidos; las mismas que serán revisadas posteriormente.
Debemos partir por definir al contrato, conforme lo establece el Código Civil peruano de 1984, el que lo concibe como el acuerdo de dos o más partes para crear, regular, modificar o extinguir una relación jurídica patrimonial, cuyo objeto radica en crear, regular, modificar o extinguir obligaciones.
Todo contrato constituye un acuerdo que las partes adoptan, tomando decisiones libres sobre su patrimonio. A fin de que este convenio sea eficiente, ha de ser libre.
Entendido así, en un contrato concurren personas (naturales o jurídicas), de forma libre y voluntaria, quienes adquieren obligaciones; a cambio de satisfacer sus intereses. Como se advierte, se trata de una institución jurídica y dada esta naturaleza, se basa en determinados principios, siendo el más importante, el relativo a la autonomía de la voluntad, de donde se deriva la libertad de contratación.
La libertad de la persona en materia contractual se plasma en la autonomía de la voluntad, que importa el reconocimiento del derecho de autodeterminación concebido al individuo, para conducir libremente sus relaciones con los demás.
A través de la libertad de contratación, el Derecho otorga a los particulares, el poder de crear la norma que regulará sus relaciones económicas y con quiénes se vinculará.
El concepto de libertad de contratación y el principio de la autonomía de la voluntad son indesligables de toda relación contractual. Por ello, es menester referirnos brevemente al citado precepto contractual:
Conocida tradicionalmente como autonomía de la voluntad, por entrañar una potestad, que encierra la esencia de la autonomía, es una prerrogativa que se otorga a la voluntad humana, a fin de que ésta regule las relaciones entre las personas.
Este dogma encuentra su base en la siguiente reflexión kantiana: cuando alguien decide algo con respecto a otro, es posible que cometa cierta injusticia, pero toda injusticia es imposible cuando decide para sí mismo. (Alterini, 1989: 10).
Al respecto, siendo la autonomía concedida a los particulares, el fundamento del acto jurídico, durante todo el período histórico en el que se consideró el acto jurídico como la expresión de la voluntad de sus otorgantes, resultaba consecuente que se atribuyera a la voluntad, el principio rector de las relaciones humanas. Era el auge de la teoría de la voluntad… (De la Puente y Lavalle, 2001:199)
Como vemos, para esta doctrina clásica, la voluntad es la ley de sí misma y, por ende, constituye la fuente primaria del Derecho.
La denominación «autonomía privada» ha sido acogida en las décadas recientes por la doctrina actual, ya que la aparición de las teorías de la declaración, de la responsabilidad y de la confianza, privaron a la voluntad, de su carácter decisivo en la formación del acto jurídico, al tomar en cuenta los elementos característicos de las nuevas teorías.
El punto de partida de este cambio en su forma de nombrarlo, se debió a la percepción de que el acto jurídico gozaba de validez, pese a que no representase la voluntad del otorgante. Dicha situación se presenta, cuando el acto jurídico se forma con las declaraciones coincidentes de las partes, aunque estas declaraciones no expresen sus respectivas voluntades. Ello provocó, que se asumiera que la autonomía debía recaer en el sujeto, por ser el auténtico protagonista de la existencia de relaciones jurídicas.
La postura a favor de la denominación «autonomía privada», sostiene que la voluntad jamás puede ser autónoma, puesto que la «autonomía», entendida como la capacidad de decidir por sí mismo es inherente a la persona. La autonomía no es innata a la voluntad; sino que ésta es consustancial a la persona, por la libertad que ostenta y se halla sujeta a la libertad de una decisión.
La autonomía privada consiste en que cada persona desarrolle su correspondiente libertad, según su propia voluntad, en sus relaciones jurídicas privadas: por tanto, debe dominar la autonomía, no la decisión extraña. (Médicus, 1995: 35)
La autonomía privada es una parte del principio de autodeterminación de las personas que según la Constitución alemana, es un principio previo al ordenamiento jurídico y el valor que con él debe realizarse está reconocido por los derechos fundamentales. (Flume, 1998: 23)
Por tanto, las tesis modernas admiten que la voluntad no es en sí autónoma; sino que se trata de un instrumento al servicio de las decisiones libres de la persona. Siendo así, sería medio dirigido a alcanzar un fin. La autonomía, concebida como la capacidad de decidir por sí mismo, le es inmanente a la persona por ser libre.
Frente a esta polémica suscitada por determinar qué denominación es la adecuada, nuestra postura al respecto, es continuar llamándolo “principio de la autonomía de la voluntad”, tal como lo hace la doctrina clásica. Ello dado que ésta la que constituye el acto creador de la relación jurídica y la que determinará las obligaciones de uno frente a otro sujeto, dando origen a los elementos del contrato.
Es innegable que la libertad en la manifestación de voluntad es un presupuesto indispensable para el cumplimiento de este principio; pero ello no significa que la autonomía no sea propia de la voluntad.
Esta percepción evidencia que los sujetos que se obligan poseen plena autodeterminación individual del acto, el mismo que engendrará una relación obligacional que involucrará tanto su ámbito de interés personal como el patrimonial.
Habiendo hecho estas precisiones, resultará más comprensible entender cómo esta facultad encierra el poder jurídico que tienen las personas para regular sus intereses, el mismo que dará origen a la libertad de contratación.
Comprender el contrato como un proceso donde una persona pone a disposición de otra, su acto, obligándose voluntariamente a realizar una prestación, lo convierte en “una pieza central de la libertad civil en el Derecho. (Rezzónico, 1999: 191 y 192)
Dentro de la esfera de los contratos, resultaría inimaginable el surgimiento de las relaciones contractuales si la autonomía de la voluntad estuviera ausente. Se trata de la columna vertebral del universo jurídico, puesto que evidencia el reconocimiento jurídico de la libertad de los particulares, para regular sus propias relaciones jurídicas, de la forma que ellos deseen; aunque bajo determinados límites.
Etimológicamente, la palabra autonomía proviene de las voces griegas autós y nómos, que denotan una ley que los particulares se dan entre ellos, en un sistema de régimen de libertad e independencia para regular sus propias relaciones, sin intervención estatal.
Es más propio hablar de un poder de regular los propios intereses, pues la autonomía, etimológicamente, está considerada como un poder de dictar normas para sí mismo. Si nos limitamos a entender la autonomía en su sentido etimológico, daríamos por hecho que el ordenamiento ha atribuido a las partes, un poder de dictar normas. (Cataudella, 2000:8)
Es aquel fenómeno en virtud del cual los privados persiguen y realizan sus propios intereses mediante el cumplimiento de actos de la más variada especie (contratos, testamentos, matrimonios, etc.), a los que la ley reconoce efectos jurídicos. (Betti, 1955:42)
Significa posibilidad, para los particulares, de regular per se, del modo querido, las relaciones jurídicas con otras personas. (Trimarchi, 2005:15)
De la lectura de estas acepciones, se refleja que ésta entraña la libertad de los particulares para concluir contratos, sujetándose a las limitaciones establecidas por el ordenamiento jurídico. Se opone a la heteronomía, donde la regulación de intereses es llevada a cabo por otro(s); mas no por las propias partes.
Como puede observarse, se trata de una autorregulación definida como una facultad reconocida o atribuida por el ordenamiento jurídico, al privado, para autorregularse. Para que dicha autorregulación adquiera fuerza de ley, resultando jurídicamente vinculante para la parte o las partes que lo han creado, debe ser acorde al Derecho. Autorregular sus propios intereses encierra la capacidad para regularse a sí mismo, a través de su manifestación de voluntad.
La autonomía concede a la persona, el poder de decidir libremente la manera de proyectar, perseguir y alcanzar sus propios objetivos, supeditados a los límites que indica el ordenamiento jurídico; tal como veremos más adelante. Recordemos que el contrato no es sólo voluntad de las partes y que debe enmarcarse dentro del ordenamiento jurídico, puesto que éste reconoce protege y hace posible la autonomía de la voluntad.
Si se careciera de un contexto legal en el que se encuadre el contrato, la voluntad sería incapaz y estéril para crear Derecho.
El contexto legal establece la formación, consecuencias, ejecución, y conclusión de un contrato; ya que éste es complemento del acuerdo de las partes. Los celebrantes únicamente pueden configurar relaciones jurídicas propias del ordenamiento jurídico; asimismo la constitución de relaciones sólo puede producirse por medio de actos admitidos legalmente como tipos de actos de configuración jurídico-negocial.
Es la posibilidad que poseen los particulares, ostentando libertad para decidir sobre su patrimonio y sobre el contenido de sus convenios, sin temer que el Estado intervenga; pero tomando en consideración que el acuerdo no sea infractor de la ley. Por ello, al tratarse de un acto jurídico, debe cumplir los requisitos establecidos por el ordenamiento.
La libertad de contratación constituye la síntesis de los valores más importantes que orientan la contratación. Así tenemos que de ésta se desprenden otros principios contractuales no menos trascendentales:
Entraña la libertad que posee la declaración conjunta de las partes, al momento de celebrar el contrato.
Este principio se constituye por dos etapas bien definidas: en el proceso de formación del contrato deben distinguirse (…) dos hechos distintos que, aunque generalmente coincidentes, tienen peculiaridad propia. Estos hechos son la conclusión y el perfeccionamiento. (De la Puente, 2001:206)
Como podemos notar, este autor alude al proceso previo a la creación del contrato, donde se produce la negociación que concluye con la prestación del consentimiento expresado por cada una de las partes. Esta fase permitirá que más adelante o simultáneamente, el contrato, se perfeccione; es decir, se dote de eficacia a los acuerdos. Sabemos que el momento del perfeccionamiento estará condicionado por el texto del contrato y la forma determinada por la ley. En este último caso, estamos frente a la forma “ad solemnitatem”.
Dicha restricción natural a este principio exige una formalidad, lo que se manifiesta cuando las consecuencias previstas por las partes necesitan de un acto adicional para la celebración eficiente del contrato y para que sus efectos realmente se produzcan.
La mayor expresión de la consensualidad, la constituye la forma “ad probationem”.
De acuerdo a este principio, la norma jurídica dispositiva se aplica únicamente si las partes han regulado un hecho jurídico, previsto expresamente por la norma jurídica.
Las normas supletorias presuponen, por el contrario, que los privados no hayan regulado un determinado aspecto de la operación económica, así que subsiste la laguna. (Gallo, 2006: 9)
Como puede verse, las normas supletorias se hallan orientadas a establecer un orden normativo de ciertas hipótesis probables para los supuestos donde las partes no hayan establecido lo contrario.
Están destinadas a hallar aplicación solamente cuando los sujetos privados no hayan procedido a disciplinar un determinado aspecto de la hipótesis de hecho, en relación a la cual subsiste por ello una laguna, que la ley suple interviniendo para disciplinar aquello que los privados han dejado sin reglamentación." (Torrente y Schlesinger, 2004:19)
En materia contractual, la mayoría de las normas sobre los contratos son supletorias; a excepción de las reglas generales que determinan la constitución, modificación o extinción de situaciones jurídicas subjetivas y de relaciones jurídicas. En tal sentido, las reglas del Libro XI y las de la parte general de contratos contenidas en nuestro Código Civil son generalmente imperativas. A diferencia de ello, las normatividad tanto de los contratos típicos como de las fuentes de las obligaciones, son usualmente de carácter supletorio.
Lo que consideramos una omisión del legislador del Código Civil de 1984, es lo relativo a la regulación de normas de integración supletoria. Si se carece de una norma jurídica para un caso específico, ¿Qué normas jurídicas debemos aplicar?
El Código Civil Patrio carece de una respuesta en materia de contratos, debiendo recurrir a los principios generales del Derecho y la analogía permitidos por la Constitución Política e incluso, al mismo Código sustantivo. Tal vez hubiera sido más conveniente seguir el ejemplo del Código Civil Italiano que en su artículo 1374 señala:
Integración del contrato.- El contrato obliga a las partes no solo a cuanto se ha expresado en él, sino también a todas las consecuencias que derivan de él según la ley o, en ausencia de esta, según los usos y la equidad. (Codice Civile Italiano, 1942: Capo V- Degli effetti del contratto. Sezione I)
En cuanto a la libertad de tipología contractual, se admite que los celebrantes gozan de autonomía para autorregularse, eligiendo la clase de contrato que desean acordar, siempre que se dirijan a la consecución de los intereses dignos de protección en virtud de las leyes.
Cuando crean una relación jurídica, las partes intervinientes en el contrato buscan determinado interés, lo que implica una legítima expectativa, por obtener una conducta idónea de su contraparte. El cumplimiento de dichas prestaciones y contraprestaciones se encuentra amparado por el hecho de que sólo podrán separarse de la relación contractual por motivos ajenos a la intención originaria de vincularse.
La expectativa de los contratantes se concreta en la aplicación del principio de obligatoriedad, el mismo que regula el acto celebrado entre las partes. Ello se manifiesta en determinadas características del contrato:
La obligatoriedad que se origina de un contrato, constituye uno de los efectos básicos que genera su celebración.
Este principio implica la lealtad y honestidad que deben caracterizar al comportamiento de las partes en sus relaciones contractuales; es decir, actuar conforme a Derecho.
Esto significa que debe existir respeto por el otro celebrante, en los deberes de información, de confidencialidad y de claridad en las siguientes fases: tratativas previas, al momento de celebrar el contrato y durante la ejecución del mismo; así como en el no aprovechamiento del estado de necesidad de alguno de ellos, en la ausencia de mala fe, de engaño, de fraude; etc.
El Código Civil Alemán señala al respecto:
Sección 157-Interpretación de contratos: Los contratos se han de interpretar como se requiere por la buena fe, teniendo en cuenta la práctica habitual.
Por su parte, nuestra normatividad se ocupa del principio de la buena fe, cuando lo consigna como una regla para la interpretación de los actos jurídicos en el artículo 168º.
Conforme a este principio, los efectos de un contrato únicamente involucran a los contratantes, lo que significa que no puede beneficiarse o perjudicarse a terceros ajenas a la celebración del contrato.
Roppo (2001: 24), indica que "el principio de relatividad no significa que el tercero sea inmune a cualquier consecuencia fáctica que derive del contrato inter alias. Es muy posible que un contrato tenga, de hecho, consecuencias también muy relevantes para terceros ajenos al mismo”.
Así tenemos ciertas excepciones a este principio:
Así por ejemplo, un contrato de suministro con exclusividad donde es evidente que las consecuencias de la celebración del contrato que inicialmente perseguían las partes se han extendido hacia terceros, quienes están impedidos de celebrar un contrato de distribución similar con una de las partes.
Al referirnos a este tema, vale la pena mencionar una importante distinción de los derechos que integran la libertad de contratación rescatada del voto número 3495-92 de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de Costa Rica, donde se estableció el contenido esencial del principio de la libertad de contratación, en cuatro elementos:
En este orden de ideas, los componentes de la libertad de contratación se tornan más evidentes. Así tenemos en primer lugar a la libertad como elemento esencial del principio (autodeterminación), luego la intención de los sujetos de obligarse (voluntad interna) y finalmente la libertad contractual en donde se expresa la voluntad interna (voluntad externa), consiguiendo como resultado de su sumatoria, al contrato.
De lo expuesto previamente, se deducen dos derechos esenciales de la libertad de contratación: la libertad de contratar y la libertad contractual. Esta última será desarrollada con mayor amplitud en el punto IV, dado que es uno de los principales temas que se desarrollarán.
Ambos derechos se hallan orientados al ejercicio de un derecho proporcional y limitado, según parámetros objetivos establecidos legalmente para el establecimiento de un equilibrio contractual razonable; pretendiendo abarcar la viabilidad para las partes de decidir libremente si va a llevar a cabo un contrato, con quién contratar y, desde luego, determinar el contenido del contrato.
El artículo 62º de la Constitución de 1993 reconoce expresamente, la libertad de contratar; aunque del contenido del citado artículo se advierte que la definición corresponde a la libertad contractual, siendo ésta la que recibe amparo constitucional en el mencionado precepto.
Por ello, es más apropiado sostener que esta forma de libertad se describe en el inciso 14 del artículo 2, donde se afirma el derecho de toda persona a contratar lícitamente, respetando las leyes de orden público.
De acuerdo a la doctrina, es una prerrogativa que les otorga a las partes, la capacidad para decidir con quién y cuándo contratar; así como concluir o no el contrato.
La voluntad de los celebrantes se traduce en la decisión de contratar o no hacerlo y de elegir libremente a la persona con quien que se desea contratar. Es decir, el contrato no implica una imposición a las partes; sino un acto que se lleva a cabo en su favor.
Dejaría de ser una manifestación de voluntad dotada de libertad, si el contrato se celebrase en favor de uno y en detrimento del otro. De presentarse esta situación, la parte afectada puede solicitar al juez la anulación del contrato o de cualquiera de sus cláusulas, previo cumplimiento de determinados requisitos.
Este derecho consagra la libertad para contratar si desea hacerlo y para elegir con quiere hacerlo.
Al respecto, el artículo 1322 del Código Civil Italiano la define como aquel poder reconocido o atribuido por el ordenamiento jurídico al privado de autorregular. (Codice Civile Italiano, 1942: Titolo II- Dei contratti in generale. Capo I. Disposizioni preliminari)
Las partes pueden determinar libremente el contenido del contrato dentro de los límites impuestos por la ley.
Actualmente la libertad de contratar presenta dos tipos de restricciones, negativas y positivas:
El primer grupo de ellas se refiere a las prohibiciones legales establecidas con el propósito de impedir la celebración de contratos a determinadas personas; tal el caso de lo prescrito en el artículo 1366 de nuestro Código Civil referidos a la prohibición de adquirir derechos reales por contrato, legado o subasta pública, directa o indirectamente o por persona interpuesta.
Tratándose de las restricciones positivas, tenemos a los contratos impuestos o forzosos, cuya máxima expresión la constituyen los contratos sobre servicios públicos. Dicha limitación resulta acertada; ya que generalmente los servicios públicos se hallan en manos de los particulares o de monopolios u oligopolios privados, con gran poder de mercado. Si se les concediese la libertad de contratar sin limitaciones, ello originaría que buen parte de la población carezca de estos servicios.
Llamada también libertad de configuración, por estar vinculada a la libertad que ostentan las partes, para determinar el contenido del contrato.
Plasma la libertad de las partes para establecer el contenido de los contratos, respetando las exigencias de la buena fe y en resguardo del ordenamiento jurídico.
Constituye una manifestación de la autonomía reguladora de los celebrantes, donde determinan por sí mismos, sus obligaciones mutuas y las modalidades de contratación.
Por ello, mediante su ejercicio, las partes fijan sus propias reglas contractuales, modificando si así lo estipulan, la regulación dispositiva de la ley; pero respetando el ordenamiento jurídico. Para ello, lo harán en resguardo de las normas imperativas (no negociables para las partes) y de las normas supletorias (prescindibles per se); aunque pueden poseer fuerza imperativa en ciertos casos.
Dentro de la libertad de contratación resulta evidente vislumbrar claramente tres funciones importantísimas, relacionadas a determinados aspectos:
Nuestra Constitución admite la importancia de fomentar y velar por una economía social de mercado, sistema que implica un ordenamiento basado en la libertad, en la libre iniciativa de las personas y en el pleno reconocimiento de sus libertades económicas, donde se producen las transacciones. El mercado es el lugar dedicado a efectuar eficientemente dichos intercambios, a través de la libre oferta y demanda.
De este modo, los bienes se trasladarán a quienes le otorguen mayor valor, beneficiándose recíprocamente ambas partes.
En este sentido, el mercado actúa como un conjunto de medios utilizados por las personas para transmitir informaciones sobre un bien o servicio que están interesadas en intercambiar, lo que conlleva a que asuman voluntariamente obligaciones y derechos, a fin de ejecutar el intercambio.
Lo cierto es que las personas no cambian bienes y servicios como tales; sino derechos y obligaciones vinculadas a éstos. Así surge el contrato, como un instrumento jurídico esencial que facilita el intercambio de bienes. Ello nos conduce a afirmar con certeza que el mercado opera como una trama infinita de contratos, y que la economía actual posee naturaleza contractual.
En el contexto descrito, el contrato se consolida como la pieza angular del funcionamiento de la economía, y la libertad de contratación como el pre requisito elemental para conseguir la eficiencia económica. Es así como encontramos esta primera función de la libertad de contratación; ya que en el fondo, la expresión jurídica del libre juego de la oferta y la demanda entraña esta forma de libertad.
Junto al reconocimiento del derecho de propiedad, ambos conforman los cimientos de los derechos patrimoniales y, en gran medida, de ellos se desprenden todas las demás libertades económicas.
Otra importante función que ejerce la libertad de contratación en la práctica, está vinculada al inevitable carácter imperfecto e incompleto del ordenamiento legal.
Resultaría imposible concebir un ordenamiento jurídico comprensivo de todas las actividades comerciales que el hombre puede realizar en el mercado. De ahí que la oferta legal se halle restringida frente a la realidad comercial; puesto que la dinámica del mercado no puede constreñirse a un conjunto limitado de contratos que ofrece el ordenamiento jurídico.
Por tal motivo, el propio sistema legal ha otorgado la posibilidad de que los agentes autorregulen sus relaciones económicas, pudiendo crear nuevas figuras contractuales.
La libertad de contratación procura que las condiciones bajo cuyo amparo se celebra un contrato, beneficien tanto a los individuos que contratan, como la sociedad en conjunto. Su finalidad es lograr, la armonía entre los intereses individuales y colectivos, porque a pesar de que las personas cuentan con la posibilidad de realizar nuestras aspiraciones e intereses individuales a través de la contratación, debe hacerse necesariamente en armonía con las aspiraciones e intereses de los otros.
La libertad de contratación materializada en el contrato correspondería a un medio de colaboración social, no como instrumento de explotación, de abuso o de imposición de una parte sobre la otra.
El contrato debe ser útil para el logro de una convivencia pacífica, que no esté en contra de las normas imperativas, del orden público y las buenas costumbres; lógicamente bajo la premisa de que el contrato es ley entre partes.
Así como la libertad de contratación reviste grandes beneficios, resulta oportuno admitir que ha traído consigo la concentración de poder económico en manos de los particulares.
En esta orientación, los límites a la libertad de contratación representan una clara expresión de los derechos que se reserva el Estado moderno frente al poder económico de ciertos actores en el mercado.
Dicho poder requiere limitarse si se abusa de él, lo que ocasionaría la destrucción del equilibrio de intereses que busca alcanzar la ley para el apropiado funcionamiento del mercado, al provocar un conflicto con los principios de libertad de mercado y de protección al consumidor, trastocando la intención de la libertad de contratación y motivando el desequilibrio de intereses ansiado por la ley.
Con la finalidad de impedir estos funestos sucesos, nuestro ordenamiento ha establecido tanto limitaciones derivadas de la moral y el orden público, como aquéllas que radican en razones de convivencia social y eficiencia económica, tendientes a lograr un equilibro básico en el mercado, limitando la acción de los actores con un excesivo poder de mercado. Es decir, se trata de limitar el poder económico, procurando la coexistencia de diferentes preceptos constitucionales que recogen valores que la sociedad estima necesarios para asegurar el equilibrio social.
Así por ejemplo, puede producirse una colisión entre el principio de libertad de contratación y el principio pro consumidor, ambos protegidos constitucionalmente. Para resolver tal conflicto, será menester realizar una interpretación sistemática de la Carta Magna y de ese modo, decidir optar por uno de ellos, el mismo que deberá primar en la circunstancia que acontezca. De ninguna manera significará que el principio relegado sea excluido o invalidado.
Para una mejor comprensión, seguidamente veremos algunas limitaciones a la libertad de contratación:
La libertad contractual constituye la libertad de determinar el contenido del contrato. Ésta abarca la libertad para decidir el tipo y la forma de contrato, para elegir la jurisdicción ante los ulteriores conflictos que surjan y la libertad para determinar el objeto del contrato o conjunto de obligaciones que las partes adquirirán.
Messineo, 1952: 16 y 17, se refiere a varias acepciones de la libertad contractual, de acuerdo a las cuales el principio de autonomía de la voluntad implica que:
a) Ninguna de las partes del contrato puede imponer unilateralmente a la otra el contenido de las obligaciones que lo conforman, pues el contrato debe ser fruto de un acuerdo previo entre las partes.
b) Las partes tienen la facultad de auto disciplinarse, aunque sin lesionar normas jurídicas imperativas.
La libertad contractual es “…una manifestación del poder que en el orden jurídico corresponde a la persona para ejercitar sus facultades y someter su comportamiento a determinadas reglas de conducta en su relación con los demás.” (Lalaguna, 1972:871)
Nuestro Código Civil en su artículo 1354º describe la libertad contractual como la facultad de las partes, para determinar libremente el contenido del contrato, siempre que contravengan normas imperativas.
En ese sentido, otorga a los sujetos intervinientes, la posibilidad de regular sus asuntos y sus relaciones mutuas, a través de acuerdos negociales según su libre albedrío y su responsabilidad. Constituye la consagración del principio de autonomía y por ello ha sido reconocida como el pilar básico de la estructura del Derecho Contractual.
Es una de las manifestaciones elementales de la autonomía jurídica de la persona; ya que refleja el poder que el ordenamiento jurídico les atribuye, a fin de que éstas ejerzan sus facultades y supediten su comportamiento a ciertas normas de conducta.
Estas acepciones de libertad contractual son acertadas; pero debe quedar en claro que no se trata de una libertad ilimitada, puesto que se halla sujeta a parámetros, fijados no para eliminar este derecho, sino para proteger la libertad contractual de los contratantes débiles que en la actualidad son la mayoría.
Para Legaz y Lacambra, 1952: 132, la libertad ingresa en el ordenamiento jurídico como uno entre otros tantos factores, pero no como término equivalente que forme ecuación con él ni con su actividad. De allí se infiere que la libertad es un derecho subjetivo y como tal, es uno de los factores que forman parte del Derecho, lo que convierte en pasible de limitaciones.
Según Alpa, 1997:30, la libertad es una fórmula que debe ser decodificada, porque si es entendida genéricamente podría hacer creer que las partes pueden celebrar cualquier contrato, sin ningún obstáculo ni límite. (…)”
Aquí se reconoce un primer límite al principio de la libertad contractual, al dirigir una primera mirada hacia la causa del acto jurídico, donde el límite de la voluntad en su configuración se ubicará en la legitimidad de su causa.
Al celebrar un contrato, los sujetos intervinientes no determinan un ordenamiento autónomo para ellos, diferente al establecido por el Estado; sino que se ciñen a lo dispuesto por el ordenamiento general estatal. Esto significa que los deberes surgidos del contrato únicamente adoptan el carácter de vínculo jurídico, si pueden encajar dentro en el ordenamiento jurídico, lo que niega la posibilidad de que existan ordenamientos totalmente privados, pues se trata de una libertad conferida por el Estado, supeditada a ciertos límites.
El Tribunal Constitucional distingue dos clases de límites a la libertad contractual; tal como se desprende de la lectura de la sentencia recaída en el Expediente N.° 2670-2002-AA/TC, de fecha 30 de enero de 2004, en cuyo tercer fundamento se señala:
“ … si bien el artículo 62° de la Constitución establece que la libertad de contratar garantiza que las partes puedan pactar según las normas vigentes al momento del contrato y que los términos contractuales no pueden ser modificados por leyes u otras disposiciones de cualquier clase, dicha disposición necesariamente debe interpretarse en concordancia con su artículo 2°, inciso 14), que reconoce el derecho a la contratación con fines lícitos, siempre que no se contravengan leyes de orden público. Por consiguiente, y a despecho de lo que pueda suponer una conclusión apresurada, es necesaria una lectura sistemática de la Constitución que, acorde con lo citado, permita considerar que el derecho a la contratación no es ilimitado, sino que se encuentra evidentemente condicionado en sus alcances, incluso, no sólo por límites explícitos, sino también implícitos; límites explícitos a la contratación, conforme a la norma pertinente, son la licitud como objetivo de todo contrato y el respeto a las normas de orden público. Límites implícitos, en cambio, serían las restricciones del derecho de contratación frente a lo que pueda suponer el alcance de otros derechos fundamentales y la correlativa exigencia de no poder pactarse contra ellos”.
Según nuestro ordenamiento jurídico, la libertad contractual posee como límites las normas legales de carácter imperativo, el orden público y las buenas costumbres. También llamados por Albaladejo, 1997: 371; la ley, la moral y el orden público.
Estos tres pilares garantizan la licitud de un contrato; pues si se transgrede alguno de estos límites, adolecerá de ilicitud. De allí que el legislador sancione con nulidad el acto jurídico celebrado en contravención a las normas jurídicas imperativas, al orden público o a las buenas costumbres, tal y como se puede apreciar el artículo V del Título Preliminar del Código Civil y el 219º inciso 8 del citado Código sustantivo.
Existe una evidente relación entre los límites explícitos y la licitud como objetivo de todo contrato y el respeto a las normas de orden público; es decir, con las tres limitantes exigidas por nuestra codificación civil (norma imperativa, orden público y buenas costumbres).
Para un mejor entendimiento, haremos una breve descripción de cada uno de ellos:
Denominadas también por Torres, 2001:232, norma necesaria, inderogable, categórica, taxativa o propiamente de orden público; en razón a su naturaleza de cumplimiento forzoso. No admite intromisión de la voluntad del sujeto, quien carece de facultad para dejarla sin efecto parcial o totalmente.
Su carácter coactivo impide que el sujeto haga lo que prohíbe hacer o no haga lo que manda hacer; ya que su esfera de regulación se extiende al ámbito de acción de los particulares.
Entonces, son imperativas las normas que contienen prohibiciones y aquellas, cuya inobservancia genera la nulidad.
Las normas imperativas son no negociables para las partes, a diferencia de las normas supletorias, que sí son prescindibles por ellas; pero que pueden alcanzar fuerza imperativa en determinadas circunstancias.
Son inderogables por naturaleza; ya que limitan el contenido del acto privado, basándose en razones de interés general, recurriendo a dos mecanismos:
Así tenemos los artículos 1394º y 1396º del Código Civil:
Definido por Diez-Picazo, 2007: 130, como la organización general de la comunidad o sus principios fundamentales y rectores.
De acuerdo a la doctrina mayoritaria, el orden público implica una situación de normalidad en que se mantiene y vive un Estado, cuando se desarrollan las diversas actividades individuales y colectivas, en ausencia de desórdenes o pugnas. De allí que pueda ser entendido como “quietud, tranquilidad, paz pública, orden cuya guarda se encomienda a la policía”, tal como lo señala la Casación Nº 3702-2000-Moquegua, publicada el 01 de octubre de 2001, en el Diario Oficial “El Peruano.”
Se halla constituido por un conjunto de normas e instituciones dirigidas a mantener en un país, el buen funcionamiento de los servicios públicos, la seguridad y la moralidad de las relaciones entre los particulares.
Considerado por Sánchez, 1961: 299, como una expresión de la voluntad social mediante normas jurídicas con las cuales se opera la transformación del derecho objetivo.”
Su importancia en los últimos tiempos se ha ido incrementando, dada la creciente urgencia de advertir en toda su dimensión, los diversos problemas que muestra la progresiva dificultad de la vida moderna. Máxime si se advierte dentro del orden público, la inserción de los derechos fundamentales reconocidos por la Constitución.
Este orden social es tan poderoso que se impone sobre las categorías específicas individuales, pudiendo incluso, resultar más coercitivas que las estatales. (Legaz y Lacambra, 1952: 173 y 180)
El orden público es una manifestación de armonía social, lo que significa que todo acto a celebrarse debe ser conforme al ser o sentir de la colectividad.
Desde inicios del presente siglo, sobre la cuestión relativa al orden público económico, generado como producto de la injerencia del Estado en la vida económica de la sociedad.
Conforme a Diez-Picazo, 2007: 42, el orden público económico estaría constituido por aquellas reglas que son básicas en el orden jurídico global y con arreglo a las cuales en un momento dado aparece organizada la estructura y el sistema económico de la sociedad.
Bajo esta concepción de orden público económico, éste ocupa un papel trascendental en los linderos de la libertad de contratación, particularmente si se trata de la protección de otros derechos fundamentales.
Están formadas por el conglomerado de ideales de ética social que predominan en una etapa histórica específica, aceptada unánimemente por la comunidad jurídica. Son aquéllas que han servido de base al orden constitucional del Estado, puesto que sólo éste puede evitar la vigencia de un acto jurídico infractor de la ley.
Las buenas costumbres apuntan a la moral social que prevalece en una colectividad.
Se hallan íntimamente ligadas a un tema ético, tal como lo ha reconocido el Tribunal Constitucional, en su sentencia recaída en el Expediente N. º 03066-2012-PA/TC de fecha 10 de septiembre de 2012, donde sostiene que resulta impensable, concebir un acuerdo de voluntades, carente de todo referente valorativo; ya que ello entrañaría la deformación de los derechos fundamentales.
En conformidad a ello, un acto jurídico adolecerá de ilicitud, si es contrario a las buenas costumbres. Para tal efecto, el Derecho Civil describe numerosas conductas consideradas como inmorales, cuya valoración le corresponderá al Juez.
Dicha evaluación no deberá ser arbitraria; sino que debe efectuarse al amparo de la Constitución, como única fuente primaria de las buenas costumbres y en tal sentido, la única autorizada para limitar o prohibir la vigencia de cualquier otra norma jurídica o moral que no se oponga a los imperativos de ninguna ley.
Se trata de aquellas limitaciones establecidas al derecho de contratación, frente a lo que pueda significar el alcance de otros derechos fundamentales y el progresivo mandato de no poder contravenirlos.
Los derechos fundamentales y los principios constitucionales implican imperiosa e inevitablemente, requisitos materiales de validez de los contratos. Por ello, las estipulaciones deben respetarlos, siendo compatible con tales derechos y principios; pues lo contrario acarrearía su nulidad.
De lo que se trata, es de conciliar la autonomía de la voluntad expresada en la libertad contractual y la protección de otros derechos constitucionales. Por ello, la finalidad de la interpretación constitucional no debe restringirse a hallar el mejor derecho garantizado por la Constitución, puesto que al haberse integrado dos libertades o derechos en la norma suprema del Estado, la protección se extiende a ambos bienes jurídicos.
Uno no puede concebirse como excluyente del otro; ya que el objeto es señalar los límites de ambos bienes, procurando que alcancen una existencia insuperable. Para alcanzar este propósito la determinación de límites debe obedecer al principio de proporcionalidad.
Por ello, si como es previsible, acaece una colisión entre dos derechos, una interpretación sistemática de nuestro máximo texto legal permitirá decidir cuál de ellos primará en el caso particular que se presente, sin que de ninguna manera signifique la descalificación o eliminación del principio dejado de lado.
Somos conscientes de que también cabe la posibilidad de que sean los propios particulares los que “vulneren” sus derechos fundamentales.
¿Qué sucedería en este supuesto? ¿Puede admitirse la constitucionalidad de un contrato donde se evidencie una auto restricción al ejercicio de un derecho fundamental?
Sin lugar a dudas, la respuesta es negativa, pues los derechos fundamentales actúan frente a los demás particulares; pero también operan sobre la libertad de su propio titular.
El Tribunal Constitucional, en su sentencia recaída en el Expediente 0858-2003-AA/TC de fecha 24 de marzo de 2004, sobre una demanda de amparo contra el Organismo Supervisor de Inversiones Privadas en Telecomunicaciones (OSIPTEL) y contra Telefónica Móviles S.A.C. manifestó que:
“los derechos fundamentales también vinculan las relaciones entre privados, de manera que quienes están llamados a resolver controversias que en el seno de esas relaciones se pudieran presentar, han de resolver aquéllas a través de las normas jurídicas que regulan este tipo de relaciones entre privados, pero sin olvidar que los derechos fundamentales no son bienes de libre disposición, y tampoco se encuentran ausentes de las normas que regulan esas relaciones inter privatos. Antes se ha recordado que uno de los efectos de considerar a los derechos fundamentales como valores materiales del ordenamiento jurídico nacional, es que éstos tienen la propiedad de irradiarse por todo ese ordenamiento. En ese sentido, antes de procederse a la aplicación de ese sector del denominado derecho privado en la solución de la controversia entre privados, los órganos competentes están en la obligación de interpretar esas reglas de conformidad con los derechos fundamentales”.
De allí que resulte patente que los acuerdos contractuales, incluso los celebrados en ejercicio de la autonomía privada y la libertad contractual de los individuos, no pueden transgredir otros derechos fundamentales, por cuanto el ejercicio de la libertad contractual no es un derecho absoluto y además todos los derechos fundamentales conforman el orden material de valores que constituye el pilar del ordenamiento jurídico peruano.
La finalidad de colocar límites a la libertad contractual responde a la insoslayable necesidad de concomitancia de diversos preceptos constitucionales que adopten valores que la sociedad requiere preservar para la existencia de un equilibrio social.
Todo lo anteriormente expuesto acerca de los límites de la libertad contractual, tiene como fin, demostrar que pese a su importancia, ni siquiera ésta posee carácter absoluto, y por tanto, puede ser materia de restricciones cuando no se afecte su contenido sustancial.
Esto denota que toda restricción a este derecho no debe dirigirse a desnaturalizar su funcionalidad dentro del diagrama de los valores constitucionales; sino que debe ser la vía apropiada e inexcusable, orientada a condicionar un elemento “no esencial” del derecho fundamental, para alcanzar un fin constitucionalmente legítimo.
La importancia de la autonomía de la voluntad materializada en el ejercicio de la libertad contractual, se manifiesta en el artículo 1091º de su Código Civil, donde se señala:
“Las obligaciones que nacen de los contratos tienen fuerza de ley entre las partes contratantes y deben cumplirse al tenor de los mismos.”
Por su parte, el artículo 1255º garantiza la libertad contractual, al prescribir que “los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean contrarios a las leyes, a la moral, ni al orden público.”
Finalmente, a partir del artículo 1281º, se establece una serie de reglas para la interpretación del contrato:
Debemos partir por indicar que la regulación civil mexicana, establece en su artículo 1792º que el contrato constituye una fuente de obligaciones entre las partes; ya que a través de él, se crean, modifican y extinguen obligaciones. Sin embargo, a diferencia de la normativa española, no lo equipara en cuanto a sus efectos con la ley; sino que más bien se reconoce formalmente el derecho de las partes a establecer relaciones jurídicas, pero siempre supeditadas a las regulaciones existentes, a los impedimentos y a las formas prescritas por la ley.
Por ello el citado artículo debe ser concordado con el 1831º que dispone que el fin o motivo determinante de la voluntad de los que contratan, no debe oponerse a las leyes de orden público y a las buenas costumbres.
En cuanto al derecho a la libre contratación, éste se desprende del contenido de su artículo 1832º, donde se establece:
“En los contratos civiles cada uno se obliga en la manera y términos que aparezca que quiso obligarse, sin que para la validez del contrato se requieran formalidades determinadas, fuera de los casos expresamente designados por la ley.”
De su lectura se infiere la facultad que poseen los individuos para determinar sus obligaciones, sin requerir formalidades específicas para la validez del contrato; salvo los casos expresamente designados por la ley.
Por su parte, el artículo 1833º condiciona la libre contratación de las partes a las formas exigidas por ley. Pese a ello, reitera el poder de las partes, al eximir tal supuesto, de existir disposición en contrario por las partes del contrato.
El artículo 1839 determina que los contratantes pueden estipular las cláusulas que estimen convenientes. Sin embargo, tal atribución respecto de los requisitos esenciales del contrato, se tendrán por puestas, pese a que no se expresen, a no ser que las segundas sean renunciadas en los casos y términos permitidos por la ley.
Las reglas para la interpretación del contrato recogidas en su artículo 1851º son similares a las contempladas en la legislación española.
La libertad contractual se halla normada en diversos numerales del Código Civil, donde se alude a la autonomía de la voluntad que ostentan los sujetos intervinientes en la celebración de un contrato; aunque cabalmente se manifiesta en el artículo 669º, al afirmar que “Los interesados pueden reglar libremente sus derechos mediante contratos que observan las normas imperativas de la ley y, en particular, las contenidas en este título y en el relativo a los actos jurídicos.”
En lo relativo a la importancia de la voluntad de las partes para determinar la validez, eficacia y alcances de los contratos, tenemos lo estipulado los artículos 708º y 710º, donde se apunta a una guía para la interpretación del contrato, expresando lo siguiente:
Como puede notarse, la importancia dada a la libre determinación de las personas en el momento de contratar es tal, que los acuerdos contenidos en los contratos se asemejan a la ley misma, constituyendo para las partes, una regla que debe ser cumplida de buena fe. Siendo así, imponen el acatamiento a lo que esté expresado, y a todos los efectos que implícitamente se deriven.
El Código Civil y Comercial de la Nación Argentina se refiere a la libertad contractual en los artículos 958º al 961º.
En primer lugar, reconoce que en ejercicio de la libertad de contratación, las partes pueden determinar el contenido del contrato, dentro de los límites impuestos por la ley, el orden público, la moral y las buenas costumbres.
En tal sentido, afirma que su contenido únicamente puede ser modificado o extinguido por acuerdo de partes o en los supuestos en que la ley lo prevé. Para tal efecto, priva a los Jueces, de facultades para modificar las estipulaciones de los contratos; salvo en los siguientes supuestos:
En cuanto la obligatoriedad del contrato, se indica que las cláusulas obligan tanto a lo que está formalmente expresado como a todas las consecuencias que puedan abarcar, con los alcances en que razonablemente lo habría hecho un contratante cuidadoso y previsor.
Dentro de su Código Civil, se encuentra regulada la voluntad de las personas como una de las fuentes de nacimiento de obligaciones, según el artículo 1494º.
Al igual que el Código Civil español, la codificación colombiana otorga al contrato, el valor de ley para las partes intervinientes, cuando éste es celebrado legalmente; tal como se lee en el artículo 1602º. Pese a ello, en el 1618º se da preferencia a la intención claramente conocida frente a la literalidad de este contrato.
Por su parte, su Código de Comercio, en el artículo 4º de, privilegia las estipulaciones contractuales válidamente celebradas por sobre las normas legales supletorias y a las costumbres mercantiles.
Asimismo, en cuanto a la forma en que se produzca la manifestación de voluntad, el artículo 824º prescribe que los comerciantes podrán hacerlo por escrito o por cualquier modo inequívoco. Pese a ello, en caso una norma legal fije cierta solemnidad como requisito esencial del negocio jurídico, el contrato no se formará si carece de tal solemnidad.
La Sala Plena de la Corte Constitucional de Colombia en su Sentencia C-738/02, ha definido el principio de autonomía de la voluntad, de la siguiente forma:
"…La autonomía de la voluntad privada consiste en el reconocimiento más o menos de la eficacia jurídica de ciertos actos o manifestaciones de voluntad de los particulares. En otras palabras: consiste en la delegación que el legislador hace en los particulares de la atribución o poder que tiene de regular las relaciones sociales, delegación que estos ejercen mediante el otorgamiento de actos o negocios jurídicos. Los particulares, libremente y según su mejor conveniencia, son los llamados a determinar el contenido, el alcance, las condiciones y modalidades de sus actos jurídicos. Al proceder a hacerlo deben observar los requisitos exigidos, que obedecen a razones tocantes con la protección de los propios agentes, de los terceros y del interés general de la sociedad…
...autonomía privada de la voluntad y aunque no existe una norma en la Constitución que la contemple en forma específica, ella se deduce de los artículos 13 y 16, que consagran la libertad y el libre desarrollo de la personalidad, respectivamente, los que sirven de sustento para afirmar que se ha de reconocer a las personas la posibilidad de que obren según su voluntad, siempre y cuando no atenten contra el orden jurídico y los derechos de los demás. Adicionalmente, se encuentra una serie de normas constitucionales garantes de ciertos derechos, cuyo ejercicio supone la autonomía de la voluntad; tal es el caso del derecho a la personalidad jurídica, el derecho a asociarse, a celebrar el contrato de matrimonio…”
Como puede observarse, la autonomía de la voluntad en Colombia goza de sustento constitucional y civil. Asimismo, el carácter relativo y no absoluto de la autonomía que ostentan las personas, encuentran su fundamento en la libertad y el libre desarrollo de la personalidad.
De la revisión de la regulación de la libertad contractual en estos países, se concluye que existe un movimiento prácticamente universal, atribuido a la voluntad de las partes, en cuanto a la libertad no absoluta de sus determinaciones.
En virtud a que el Derecho es un conjunto de normas orientadas a regular las relaciones sociales y siendo la ley, una de las principales fuentes de éste, es comprensible que la realidad social se halle íntimamente ligada a la vigencia de la ley en el tiempo. Es decir, la época en que la ley le resulte útil a la comunidad, lo que conllevará a determinar en qué tiempo la ley debe ser cumplida.
Inicialmente, las normas jurídicas rigen todos los hechos que, durante su vigencia, ocurren en concordancia con sus supuestos. Ello significa que realizado un hecho previsto por una ley vigente, las consecuencias jurídicas que la disposición señala, deben imputarse al hecho condicionante. Efectuado éste, se actualizan sus consecuencias normativas.
Viéndolo así, no existiría mayor dificultad sobre la aplicación del Derecho. Los problemas surgen si las consecuencias de Derecho no se agotan con la realización del supuesto jurídico.
Es así como el establecimiento de la vigencia de la ley suscita una colisión de leyes en el tiempo, situación donde resulta preciso recurrir a las siguientes tesis:
Al respecto, Díaz, 2009: 37-67; apunta:
“El autor Marcial Rubio busca resolver el problema de la aplicación de las normas en el tiempo, recurriendo a los conceptos de retroactividad, irretroactividad y ultra actividad, ubicándolos en su connotación de aplicación temporal: aplicación inmediata, retroactiva y ultra activa. En esta línea, define a los derechos adquiridos como aquellos que han entrado en nuestro dominio, que hacen parte de él, y de los cuales ya no pueden privarnos aquel de quien lo tenemos; mientras que para la teoría de los hechos cumplidos, recoge la definición de Mario Alzamora; por la que se afirma que los hechos cumplidos durante la vigencia de la antigua norma se rige por ésta; los cumplidos después de su vigencia por la nueva.”
Como se puede advertir de la lectura del párrafo precedente, la retroactividad y ultractividad de la ley serán más comprensibles si analizamos estas dos teorías esbozadas con la finalidad de brindar una adecuada interpretación acerca de la aplicación correcta de las normas generales en el tiempo:
León, 2002: 23; entendía que el derecho adquirido es aquel que ha sido ejercido, que se ha manifestado en el mundo de los hechos, con la verificación de sus efectos, es decir, derecho adquirido es el que ya ha encontrado su realización fáctica.
Rubio, 2008: 27; afirma que de acuerdo a esta teoría, una vez que un derecho ha nacido y se ha establecido en la esfera de un sujeto, las normas posteriores que se dicten no pueden afectarlo.
De allí que los efectos surgidos son intangibles; en cambio los efectos que sobrevengan con posterioridad, así procedan de hechos anteriores a la nueva ley, no constituyen derechos adquiridos.
Propone que el Derecho seguirá produciendo los efectos previstos al momento de su constitución, ya sea por el acto jurídico que motivó su nacimiento o por la legislación vigente, mientras el citado derecho quedó establecido.
Posee naturaleza privatista y pretende dotar de seguridad a los derechos de las personas, objetivo que se concreta en su intención de conservar las situaciones existentes y rechazar la modificación de las circunstancias por las nuevas disposiciones legales.
Considera que los derechos adquiridos son los que han entrado en nuestro patrimonio, forman parte de él y nadie no los pude arrebatar, como si se tratase de un derecho patrimonial.
Conforme a este criterio, la norma bajo cuyo amparo surgió el derecho, sigue rigiéndolo mientras éste surta efectos; aunque en se produzca un momento donde dicha norma sea derogada o sustituida. Como se ve, la propuesta de esta teoría es la ultractividad de la norma que sirvió de base al nacimiento del derecho adquirido.
Los defensores de esta teoría sostienen que el derecho adquirido no puede ser modificado por normas posteriores; porque una situación contraria implicaría su aplicación retroactiva.
EL Código Civil derogado de 1936 adoptó en forma expresa la doctrina de los derechos adquiridos como medio de solución de conflictos generados como consecuencia de la aplicación de las leyes en el tiempo.
La teoría clásica considera a los derechos adquiridos como aquéllos que una vez que han ingresado a nuestro entorno, constituyen parte componente de él y por tanto, quien nos los concedió no puede privarnos de ellos. Esta definición fue asumida por la jurisprudencia constitucional peruana desde muy temprano y ratificada en tiempos recientes.
Según esta doctrina, si una persona ha obtenido un derecho amparado por cierta norma, debe entenderse que lo ha adquirido y por tanto, no puede ser revocado por una norma futura.
Bernales, 1997:363, estima: La teoría de los derechos adquiridos, recogida en este Artículo 62º, dice que si un acto jurídico -en este caso un contrato- se realizó al amparo de cierta normatividad, es dicha normatividad la que rige para los hechos sucesivos que se desprendan de ese contrato, aunque en el transcurso del tiempo dichas reglas originales sean modificadas o derogadas por otras. Los derechos adquiridos son, entonces, los de regirse por un acuerdo de voluntades que se tomó como válido en el momento de ser establecido.
Al respecto; Rubio, 1996: 66, manifiesta:
“Analizando la teoría de los derechos adquiridos (...) podremos fácilmente comprobar que lo que en verdad propugna es que la norma bajo la cual nació el derecho, continúe rigiéndolo mientras tal derecho surta efectos, aunque en el trayecto exista un momento “Q” en el que dicha norma sea derogada o sustituida. En otras palabras, lo que formalmente plantea la teoría de los derechos adquiridos es la ultractividad de la normatividad bajo cuya aplicación inmediata se originó el derecho adquirido”
Según los argumentos esgrimidos por los exponentes de esta doctrina, la ley nueva carece de facultades para dejar sin efectos aquellos derechos que la persona los obtuvo antes de la nueva ley. Por tanto, la nueva ley resuelve conflictos posteriores a su vigencia. El objetivo principal de esta teoría es garantizar la seguridad jurídica de la sociedad, basándose en el orden público como protector fundamental de los derechos de la sociedad.
Podemos concluir enunciando que la teoría de los derechos adquiridos encierra la aplicación ultractiva de las normas previas, ya modificadas o derogadas, independientemente del momento en que acaeció tal modificación o derogación.
Esta doctrina emergió durante el proceso de transformación del Derecho, motivado por los legisladores, en algunos casos y en otros, por los tribunales, tratándose de sentencias que crean precedentes vinculantes.
De acuerdo a sus postulados, una norma jurídica debe aplicarse inmediatamente a todos los acontecimientos producidos durante su vigencia, lo que implica que una vez modificada o derogada una norma jurídica anterior a los efectos del hecho, la situación o relación jurídica se regirá por la nueva normatividad. (Monroy, 2001: 380)
Su finalidad es la protección de la necesidad de innovar la normatividad social, tomando como punto de partida, las normas de carácter general.
Señala que cada norma jurídica es aplicable a los hechos que acontecen durante su vigencia; es decir, bajo su aplicación inmediata. Por tanto, si un derecho surge bajo una primera ley y después de suscitar determinado número de efectos, esa ley es modificada por una segunda, a partir de la vigencia de esta nueva ley, los nuevos efectos del derecho se deben adecuar a ésta y ya no ser regidos más por la norma anterior, bajo cuya vigencia fue establecido el derecho de que se trate.
Es decir, la nueva ley carecerá de eficacia frente a los hechos y relaciones que hayan surgido y producido todos sus efectos bajo el imperio de la norma antigua.
Esta tesis proclama que la nueva ley alcanza a los hechos futuros; ya que los hechos cumplidos (aquellos que ya se han verificado), se rigen con la ley antigua. De allí que resulte necesario investigar si un hecho jurídico se cumplió totalmente estando vigente la norma derogada; mas no si un derecho se adquirió bajo el régimen de ley antigua.
“La teoría del hecho cumplido, afirma que los hechos cumplidos durante la vigencia de la antigua ley se rige por esta; los cumplidos después de su promulgación por la nueva.” (Alzamora, 1980:283)
Respecto a la irretroactividad de la ley; Planiol citado por García, 2002:394, indica “Las leyes son retroactivas cuando vuelven sobre el pasado, sean para apreciar las condiciones de legalidad de un acto, sea para modificar o suprimir los efectos ya realizados de un derecho. Fuera de esos casos no hay retroactividad y la ley puede modificar los efectos futuros de hechos o de actos incluso anteriores, sin ser retroactiva.”
Para esta tesis, se considera un hecho consumado o cumplido, cuando el acto o hecho producido o vigente mientras regía la ley antigua concluyó, lo que significa que el acto se resolvió acorde a los presupuestos de ley antigua; ya que el conflicto quedó resuelto (hecho consumado o cumplido). En definitiva, el hecho debe estar consumado para considerarse como inalterable en cuanto a la consecuencia jurídica aplicable, de allí el nombre de doctrina de los hechos consumados.
Si algún acto o conflicto surgió con la vigencia de la ley; pero no se otorgó ni se hizo efectivo, ese derecho que existía en ese entonces, para la nueva ley pierde importancia, por lo tanto dicho acto o conflicto se resolverá conforme a la nueva ley.
Lo cierto es que esta teoría ha sido consagrada por el Código, al establecer que las relaciones y situaciones jurídicas existentes al tiempo de darse la ley serán gobernadas por ésta, incluso si aquéllas le antecedieron en el tiempo. En tal sentido, tenemos el artículo III del Título Preliminar que acoge la teoría de los hechos cumplidos, cuando estipula que la ley se aplica a los efectos producidos por las relaciones y situaciones jurídicas existentes, careciendo de efectos retroactivos; salvo las excepciones que establece la Constitución.
No obstante, tal limitación está destinada a los usuarios y al juez, no así para el legislador, quien en la elaboración del derecho transitorio puede facultarle a la norma la posibilidad de tener dicho efecto.
Si nos dejamos guiar por el contenido del artículo III del Título Preliminar, sin efectuar una interpretación sistemática, afirmaremos que la teoría de los hechos cumplidos ha sido adoptada por nuestro ordenamiento jurídico. Sin embargo, revisar este artículo implica relacionarlo con los artículos 2120 y 2121 del mismo Código.
En el caso del artículo 2121 no habría mayor inconveniente; ya que sigue la línea de los hechos cumplidos, al indicar que las disposiciones del Código también serán aplicables a las consecuencias de las relaciones y situaciones jurídicas existentes.
El problema se presenta con el artículo 2120, por cuanto prescribe que los derechos que se han originado por hechos acaecidos bajo su imperio, se rigen por la legislación anterior; pese a que este Código no los reconozca.
Indudablemente, estamos ante una disposición que abraza la doctrina de los derechos adquiridos, pues dota de ultractividad al Código Civil de 1936, lo que genera un conflicto con el texto del artículo 2121.
Semejante redacción conlleva a preguntarnos, cuál de los dos artículos resultaría aplicable; ya que es imposible que ambos sean empleados simultáneamente.
Frente a esta disyuntiva; la doctrina peruana representada por Rubio, 2008: 30, advierte un error legislativo que puede ser subsanado, interpretando el artículo 2120 en el sentido de que se rigen por la legislación anterior, los derechos surgidos por hechos realizados bajo su vigencia, cuando este Código no los reconozca.
Esta interpretación a la luz del artículo 2121, nos llevará a concluir lo siguiente, según las probables hipótesis que podrían presentarse:
El Código Civil de 1984 será de aplicación inmediata.
El Código de 1936 adquirirá ultractividad para los derechos originados bajo su amparo.
Estos derechos están vetados.
Por otro lado, si nos dirigimos al ámbito constitucional, es necesario revisar sentencias expedidas por el Tribunal Constitucional, donde notaremos una constante referencia a la teoría de los hechos cumplidos, así tenemos:
Ha señalado que “… de conformidad con la “Teoría de los hechos cumplidos”, recogida en el artículo 103º° de la Constitución y en el artículo III del Título Preliminar del Código Civil, la ley se aplica a las consecuencias de las relaciones y situaciones jurídicas existentes, desde su entrada en vigencia, y no tiene fuerza ni efectos retroactivos, por lo que las normas a las que hace remisión el decreto supremo cuestionado resultaban plenamente aplicables a la recurrente.”
Sostiene: “Nuestro ordenamiento jurídico se rige por la teoría de los hechos cumplidos, consagrada en el artículo 103º de nuestra Carta Magna, por lo que una norma posterior puede modificar una norma anterior que regula un determinado régimen laboral… “
… nuestro ordenamiento jurídico está regido por la teoría de los hechos cumplidos y no por la teoría de los derechos adquiridos, razón por la cual este Tribunal no puede compartir la tesis propuesta por los accionantes. Constituye una facultad constitucional del legislador el dar, modificar o derogar leyes, y es en ejercicio de esta facultad que precisamente se ha regulado las relaciones y situaciones jurídicas existentes de los profesores de la Ley 24029 estableciendo la obligatoriedad de su incorporación a la carrera magisterial que prescribe la Ley 29944, y respecto de las que no cabe invocar la teoría de los derechos adquiridos, según el concepto explicado supra, correspondiendo por tanto rechazar la demanda en este extremo…”
Demanda de inconstitucionalidad interpuesta contra diversos artículos de la Ley 29944, de Reforma Magisterial la Ley 29951, y contra la Ley del Presupuesto del Sector Público para el Año Fiscal 2013.
Sostiene: “En suma, nuestro ordenamiento jurídico está regido por la teoría de los hechos cumplidos y no por la teoría de los derechos adquiridos, razón por la cual este Tribunal no puede compartir la tesis propuesta por los accionantes.”
Después de leer los fundamentos de los citados fallos para argumentar la adopción de la teoría de los hechos cumplidos, tal pareciera que existe una notoria confusión entre la vigencia de las normas en el tiempo y la correspondiente a sus efectos sobre las relaciones y situaciones jurídicas existentes.
En todo sistema jurídico propio de un Estado de Derecho, las normas rigen con posterioridad a su publicación, lo que no conlleva a la adopción de ninguna teoría.
Determinar ello requeriría averiguar si admite que la nueva norma opere sólo para las futuras relaciones o también para los derechos ya adquiridos o los hechos no cumplidos de las existentes. Es decir la pregunta esencial consiste en establecer si al entrar en vigencia la nueva norma afectará o no las relaciones y situaciones existentes.
Otro punto importante es que el Tribunal Constitucional manifiesta, es la adopción absoluta de nuestro ordenamiento a la teoría de los hechos cumplidos, sin advertir que el artículo 62º de nuestra Carta Magna acoge la doctrina de los derechos adquiridos.
Habiendo hecho estas precisiones, podemos esbozar una respuesta a la pregunta formulada como título de este punto:
Nuestro ordenamiento jurídico asume una posición intermedia, pues acepta la doctrina de los hechos cumplidos, sin dejar de reconocer los derechos adquiridos bajo la legislación anterior.
Similar postura ha sido arrogada por el Código Civil Paraguayo que señala en su segundo artículo:
“Las leyes disponen para el futuro, no tienen efecto retroactivo, ni pueden alterar los derechos adquiridos. Las leyes nuevas deben ser aplicadas a los hechos anteriores solamente cuando priven a las personas de meros derechos en expectativa, o de facultades que les eran propias y no hubiesen ejercido.”
Suponemos que tal figura ha sido contraída en virtud a que ambas teorías no son totalmente incompatibles entre sí, puesto que coinciden en que, mientras la ley original no sea modificada, resulta aplicable a los hechos que acontezcan.
La diferencia en las consecuencias de estas dos teorías nace como producto de una modificación legislativa. Ante tal situación, la doctrina de los derechos adquiridos procura la aplicación ultractiva de las normas anteriores; en cambio la de los hechos cumplidos persigue la aplicación inmediata de la nueva norma, a los hechos nacidos bajo ella; pero resguardando los hechos anteriores que se conciben regidos por la ley anterior, vigente cuando ellos sucedieron.
Estas teorías tienen como finalidad de determinar la aplicabilidad de la ley en el tiempo. Por ello, resulta necesario inferir ciertos corolarios sobre la retroactividad y ultractividad de la ley:
Consideramos que se admite la excepción a la retroactividad, por la necesidad de no alterar en el futuro las bases sobre las que se configuraron las relaciones jurídicas en el pasado. Sin embargo, se trata también de brindar la debida protección, a través de la retroactividad, a los sujetos que están en situación de desventaja, en ciertas áreas jurídicas regidas por los intereses públicos o sociales, pero sólo cabe cuando es benigna para el sujeto tutelado por determinada área del derecho tiene que declararse expresamente.
La Constitución Española en su artículo 9º, inciso 3 se refiere a la irretroactividad, garantizándola en las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales públicos.
Cabe indicar que dentro del Derecho español, existen las Leyes de Bases, que son aquellas “leyes de delegación” emanadas de las Cortes Generales, utilizadas para delegar en el gobierno, la potestad legislativa, cuando lo que se pretenda sea la formación de un texto articulado.
Mencionamos esta especie de regulación legislativa; ya que la Constitución no les autoriza a dictar normas con carácter retroactivo.
Su Constitución en el artículo 14º sostiene: “A ninguna ley se dará efecto retroactivo en perjuicio de persona alguna”.
Por otro lado, el artículo 29º señala: “En los decretos que se expida el Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, con la aprobación del Congreso de la Unión o de la Comisión Permanente cuando aquel no estuviere reunido, en los casos de invasión, perturbación grave de la paz pública, o de cualquier otro que ponga a la sociedad en grave peligro o conflicto, no podrá restringir ni suspender el principio de legalidad y retroactividad.”
En este país, su irretroactividad reviste carácter constitucional; es decir, se halla consignada en la ley fundamental, cerrando la entrada de toda legislación retroactiva. Asimismo, las restricciones son más permanentes y tienen la duración de la ley fundamental.
Las excepciones al "Principio de Irretroactividad" no pueden existir por la implicación; sino que deben estar expresadas en la ley.
En el sistema jurídico paraguayo, el legislador puede asignar efecto retroactivo a las leyes ordinarias; siempre que no lo prohíba la norma constitucional del artículo 14º que estipula: Ninguna ley tendrá efecto retroactivo, salvo que sea más favorable al encausado o al condenado.”
Como se ve, la retroactividad de la ley en ningún caso afecta derechos protegidos con garantías constitucionales.
Debemos partir por referirnos al artículo 7º de su Código Civil y Comercial Argentino que dispone:
“A partir de su entrada en vigencia, las leyes se aplican aún a las consecuencias de las relaciones y situaciones jurídicas existentes. La leyes no tienen efecto retroactivo, sean o no de orden público, excepto disposición en contrario. La retroactividad establecida por la ley no puede afectar derechos amparados por garantías constitucionales. Las nuevas leyes supletorias no son aplicables a los contratos en curso de ejecución, con excepción de las normas más favorables al consumidor en las relaciones de consumo.”
De la lectura de este precepto, podemos extraer ciertas conclusiones:
Ahora veremos algunos supuestos hipotéticos que podrían acaecer y la forma cómo se resolverían:
Como principio general, la normatividad colombiana establece la irretroactividad de la ley; pues de sostenerse lo contrario, se decaería en un estado altamente peligroso de inseguridad jurídica.
Al respecto, manifiesta Noguera, 1996:161 y 162:
“Las leyes al no tener efecto retroactivo, no pueden influir sobre actos anteriores a su vigencia, ni sobre derechos precedentemente adquiridos. En esa medida los jueces tienen la prohibición de, motu proprio, aplicar retroactivamente una norma a un caso que se fundamenta en hechos previos a la entrada en vigencia de ésta. En este sentido se debe recalcar que no hay retroactividad implícita, por cuanto la regla general es la irretroactividad y sólo se le otorga efecto retroactivo si el legislador lo ha manifestado en forma expresa en caso de orden público, o de leyes interpretativas o penales benignas al reo, es decir, en los casos constitucionalmente permitidos”.
La irretroactividad de la ley admite algunas excepciones:
Por su parte, el artículo 58º de la Constitución Política de Colombia de 1991, modificado por el art. 1, Acto Legislativo No. 01 de 1999 afirma lo siguiente:
“Se garantizan la propiedad privada y los demás derechos adquiridos con arreglo a las leyes civiles, los cuales no pueden ser desconocidos ni vulnerados por leyes posteriores. Cuando de la aplicación de una ley expedida por motivos de utilidad pública o interés social, resultare en conflicto los derechos de los particulares con la necesidad por ella reconocida, el interés privado deberá ceder al interés público o social”.
Este breve análisis de Derecho Comparado, revela que la mayoría de las legislaciones aceptan la irretroactividad de la ley como regla general; ya que en todo sistema jurídico propio de un Estado de Derecho, las normas rigen con posterioridad a su publicación.
Es lógico que se haya adoptado este principio, dado que la ley sólo debe ser obedecida desde que exista. Si se admitiese lo contrario, se generaría un estado de inseguridad en los derechos; puesto que ningún derecho ni situación sería seguro y firme, dada la probable presencia de una alteración o cambio.
Estas razones elementales han sido acogidas por los legisladores, desde tiempos antiguos, para erigir en regla el principio de la irretroactividad de la ley. Así tenemos como antecedente remoto al Derecho Romano que sentó como regla, esta doctrina; salvo en los casos en que se dicten con relación al pasado y a asuntos pendientes – principio que pasó luego al Derecho Canónico.
Vale la pena mencionar que el reconocimiento a la irretroactividad de la ley no ha traído consigo la adopción de ninguna teoría; ya sea de derechos adquiridos o de hechos cumplidos.
Si existe un ámbito donde la autonomía de la voluntad puede desarrollarse en toda su magnitud, indudablemente éste es el Derecho de los Contratos. Ello se confirma con lo estipulado en el artículo 62º de nuestra Constitución, cuando afirma que la “libertad de contratar” (debiera decir libertad contractual), constituye para las partes, una garantía para que puedan pactar válidamente conforme a las normas vigentes al tiempo del contrato. Máxime si tomamos literalmente el segundo párrafo, cuando éste sostiene que las condiciones contractuales no pueden ser modificados por leyes u otras disposiciones de otra naturaleza.
A pesar de lo expresado, el área contractual se ve afectada cuando las situaciones jurídicas contractuales que deben someterse a una ley única, existente al momento de su celebración, se ven modificadas por leyes u otras disposiciones, infringiendo el mencionado artículo constitucional y siendo lo más grave que muchas veces, dicha vulneración parte del Estado.
En este sentido, si el contrato es una manifestación del reconocimiento de la autonomía de la voluntad; resulta perjudicial que desde un plano superior emanen normas reguladoras que desvirtúen los términos contractuales iniciales.
Esta protección que el texto de nuestra propia Constitución brinda a la voluntad negocial es conocida como santidad o sacramentalidad contractual, lo que se expresa cuando se considera al contrato como “ley” entre las partes.
Dicha santidad contractual consiste en la inamovilidad general de lo pactado por sujetos intervinientes, que podría ser perjudicada por disposiciones normativas extrañas a las provenientes de los sujetos celebrantes.
La consagración constitucional de la santidad contractual posee como fin, que cada sujeto pacte sin temor a que nuevas modificaciones alteren lo convenido, garantizando la seguridad de la inamovilidad de las cláusulas contractuales. Por tanto, su asidero es la provisión de seguridad jurídica a los contratantes, lo que constituye una manifestación de la doctrina de los derechos adquiridos.
Además, implica el respeto a la voluntad de las partes, quienes optan por regular sus relaciones contractuales de la forma más conveniente para ellas (dentro de los límites impuestos por el ordenamiento jurídico), lo que a largo plazo, mejorará la situación de la sociedad.
Dicha iniciativa privada debe ser entendida no solamente como el sistema común de actividad económica, sino como una vía de manifestación de la dignidad de la persona y del libre desarrollo de la personalidad. (Ariño, 1995: 23 y 24)
La coyuntura económica actual se caracteriza por tener al Derecho de Contratos como eje central, donde destaca la concepción liberal de intangibilidad irrestricta de los contratos. Esta noción se basa en que los derechos y obligaciones emergentes de los contratos ya estipulados se consideran como parte del derecho de propiedad y por tanto, derecho inviolable. Por ello la legislación no podría privar de derechos incorporados al patrimonio como propiedad.
Como se ve, se trata de una manifestación de la teoría de los derechos adquiridos; ya que su finalidad es consustancial a esta doctrina, pues busca conservar las situaciones existentes y rechaza la modificación de las circunstancias por las nuevas disposiciones legales.
Los conflictos derivados de la relación contractual pueden someterse a discusión de un tercero, por ejemplo, con un juez o un árbitro; tal como lo reconoce el referido artículo 62º. Pese a ello, “estos terceros siempre deben desenvolver su actividad dentro de los cánones establecidos por las partes en el contrato mismo y por las peticiones que soliciten. Ciertamente, un juez al fallar debe atenerse, antes que a la ley, a la voluntad declarada por el individuo o individuos en sus respectivos contratos”. (Legaz y Lacambra, 1952: 156)
Como es obvio, esta norma constitucional en cuestión regula una materia que afecta contratos de particulares. Así puede advertirse en algunas sentencias del Tribunal Constitucional:
“…de una interpretación sistemática de los dos párrafos del referido artículo, se establece una regla de carácter general, es que no sólo los términos contractuales contenidos en un contrato ley, sino que, en general, todo término contractual, “no puede ser modificado por leyes u otras disposiciones de cualquier clase”.
Más adelante, en el fundamento 18, agrega “…sin embargo, tal reconocimiento no debe, de ninguna manera, ser interpretado de manera errónea, encasillándolo exclusivamente en la categoría de libertad negativa con el fin de que los particulares puedan oponerse de manera irrestricta a cualquier intervención del poder estatal.”
“(...) es necesaria una lectura sistemática de la Constitución que,… permita considerar que el derecho a la contratación no es ilimitado, sino que se encuentra evidentemente condicionado en sus alcances, incluso, no sólo por límites explícitos, sino también implícitos; límites explícitos a la contratación, conforme a la norma pertinente, son la licitud como objetivo de todo contrato y el respeto a las normas de orden público. Límites implícitos, en cambio, serían las restricciones del derecho de contratación frente a lo que pueda suponer el alcance de otros derechos fundamentales y la correlativa exigencia de no poder pactarse contra ellos.”
Estimamos que resultará más sencillo comprender la contradicción entre estos dos artículos constitucionales, si partimos por un ejemplo:
A y B deciden celebrar un contrato de compraventa, A transfiere su derecho de propiedad sobre su casa en favor de B; a cambio del pago de una suma de dinero. B realiza un pago parcial por dicha transferencia; pero no cancela totalmente el precio.
Frente a este hecho y considerando que en el contrato no se ha convenido un plazo para que se cumpla con el pago total acordado, A decide resolver el contrato. Para ello, recurre a la aplicación del artículo 1429 del Código Civil, que regula supletoriamente la relación jurídica surgida de dicho contrato.
Por ello, opta por requerir el pago mediante carta notarial, para que lo efectúe dentro de un plazo no menor de quince días, bajo apercibimiento de resolver el contrato.
Imaginemos que el artículo en que A se ampara ha sido derogado y B se opone a dicha resolución, argumentando dicha derogación.
A se encuentra impedido de resolver el contrato, a consecuencia de una modificación legal, la misma que también ha variado la regulación de la relación jurídica emanada del contrato de compraventa.
Surgen algunas interrogantes: ¿Qué repercusiones puede generar para la celebración de los contratos que una ley pueda modificar un contrato? ¿Será ello un aliciente para que los individuos celebren contratos, siendo conscientes de que una norma emitida con posterioridad puede variar las normas que regulan la relación jurídica?
He aquí una evidente contradicción entre ambos artículos. Mientras el primero resguarda la santidad contractual, el segundo prescribe que la ley se aplica a las consecuencias de las situaciones y relaciones jurídicas existentes al momento de su entrada en vigor.
Pareciera que la razón de esta contradicción se debe a la presencia de una evidente confusión entre la vigencia de las normas en el tiempo y la concerniente a las consecuencias que podría acarrear sobre las relaciones y situaciones jurídicas existentes.
Analicemos tal situación:
A lo largo de este trabajo hemos dejado constancia de que el fundamento esencial del Derecho Contractual es la autonomía de la voluntad como fuente de la libertad de contratación. A su vez, esta rama del Derecho ha consolidado al contrato como la pieza clave del funcionamiento de la economía, y la libertad de contratación como el pre requisito elemental para conseguir la eficiencia económica.
La importancia de la autonomía de la voluntad es vital, como lo señala Diez-Picazo, 2007: 127, (…) implica el reconocimiento de un poder de autogobierno de los propios fines e intereses o un poder de autorreglamentación de las propias situaciones y relaciones jurídicas al que la doctrina denomina “autonomía privada” (…).
A pesar de la relevancia que posee la autonomía de la voluntad, ésta se ve menoscabada por la teoría de los hechos cumplidos que predomina en nuestro ordenamiento; tal como se manifiesta en el artículo 103º, en concordancia con el artículo III del Título Preliminar del Código Civil.
Si nos inclinamos por el artículo 103º, advertiremos que las modificaciones a la ley afectarán también a la relación jurídica surgida del contrato. Pero… ¿qué sucedería con el principio del pacta sunt servanda contenido en el primer párrafo del artículo 62º?
Indudablemente el artículo 62º establece una norma de excepción al principio de aplicación inmediata, lo que origina una interpretación conforme a la tesis de los derechos adquiridos, que surte efectos respecto de todos los contratantes.
El objeto de esta norma constitucional es otorgar seguridad a la celebración de los contratos, garantizando a las partes que su manifestación de voluntad plasmada en el texto contractual no podrá ser posteriormente modificada por una intromisión del legislador. Así se impide que el Estado vulnere la autonomía de la voluntad de los contratantes, pues el ordenamiento jurídico ejercería un rol positivo en relación con el contrato; inclusive contradictorio con la intención de las partes.
Pese a ello, aún es válida la pregunta ¿Qué sucedería si las normas supletorias que regulan la relación jurídica emanada del contrato también son materia de modificación por el legislador?
En este eventual caso, el contrato continuará rigiéndose por las normas supletorias vigentes al tiempo de su celebración, a pesar de que éstas no consten expresamente en el texto contractual. Recordemos que si las partes omiten regular cierto aspecto de su relación jurídica, debe entenderse que ésta se rige por las normas supletorias. Si se afirmase lo contrario, ello originaría excesivos costos en la celebración de los contratos; ya que resultará improbable que los sujetos intervinientes puedan predecir las modificaciones legales.
Ante la controversia suscitada por el enfrentamiento entre estos dos artículos constitucionales, una posición sostiene que el primer párrafo del artículo 62° sólo se aplicaría a las normas supletorias que hubiesen sido incorporadas en el contrato, sin extenderse a las normas de orden público; ya que ellas se imponen al contrato. En tal sentido, las nuevas normas de orden público o de carácter imperativo se adjudicarían tanto al contrato que se está negociando, como al ya celebrado.
Revisando los argumentos de esta postura, podemos afirmar lo siguiente:
Si el propósito es impedir la injerencia del Estado en la contratación, hacer esta distinción posibilitaría que se soslaye el artículo en análisis. Es decir, sería suficiente que el Estado declarase que la norma emitida es de naturaleza imperativa (por proceder de la noción de orden público), para que la referida norma resulte aplicable al contrato vigente.
Ello generaría que el fin de esta norma constitucional se desvirtúe y su eficacia sea nula.
Siendo la finalidad del artículo 62 de la Constitución, blindar los acuerdos de las partes de cualquier intromisión por parte del Estado, es obvio que éste no debe entrometerse en los acuerdos de los particulares con la justificación de proteger un aparente “interés social”, el que generalmente es inexistente y únicamente responde a un interés propio disfrazado de interés público.
Sólo cuando se abandona el terreno del contrato individual entre particulares y se formulan reglas para una pluralidad indeterminada de contratantes que se vinculan mediante contratos masivos, se ingresa en la esfera social. En estos casos, el Estado sí actuaría en favor del interés público, en su rol de encargado de proteger y regular; atribuyéndose la facultad de restablecer el equilibrio de la vida social y económica, lo que de ningún modo significa que el Estado intervenga en todo contrato y menos en un contrato en particular.
Una norma no puede ni debe de modificar la relación jurídica preexistente de las partes; porque lo contrario originaría inseguridad jurídica en los contratantes. A su vez, ello podría motivar el incumplimiento de los acuerdos contractuales, situación que el Estado debe de impedir, por sustraer validez a la obligatoriedad de los contratos.
La voluntad plasmada en el ejercicio de su autonomía debe ser protegida contra toda perturbación que pudiera originar una nueva norma en la relación vigente.
De advertirse una probable intromisión legislativa, sería apropiado establecer dos aspectos:
Asimismo, debe tenerse en cuenta la posibilidad de un error del legislador (en la eventualidad de que apruebe una norma ineficiente), que a corto plazo afecte los contratos celebrados y a largo plazo, enturbie o dificulte la contratación futura. Inclusive, las consecuencias de semejante error perjudicarían la confianza del inversionista, quien al momento de la negociación y estructuración del contrato, será consciente de su voluntad se halla limitada por el ordenamiento jurídico vigente
Estamos plenamente de acuerdo respecto a que en todo sistema jurídico propio de un Estado de Derecho, la irretroactividad de la ley es la regla general. Aquí la inquietud aparece como consecuencia de determinar si al entrar en vigencia la nueva norma, se afectarán o no, las relaciones jurídicas y situaciones existentes.
Por ello, en virtud a que es imposible conciliar ambos artículos por su contenido opuesto, estimamos que si necesariamente debemos optar por una de estas doctrinas, la teoría de los derechos adquiridos es la idónea para garantizar la libertad contractual.
Consideramos que dicha tesis cobra mayor vigencia en el escenario contemporáneo donde la libertad de contratación se halla sensiblemente menoscabada en el tráfico actual; ya sea por la contratación en masa, o por la intervención del Estado para conseguir el aparente “equilibrio de intereses” que es esencia en el contrato como tal.
Acogiendo esta doctrina, nuestro ordenamiento adquirirá un real compromiso de velar por el reconocimiento jurídico de la libertad de los particulares, para regular sus propias relaciones jurídicas, de la forma que ellos deseen; aunque bajo determinados límites.
Si un contrato ha sido suscrito respetando las normas imperativas vigentes al momento de su celebración, en conformidad al orden público y las buenas costumbres, una nueva ley no puede modificar la voluntad de los intervinientes e incluso, contradecirla; pues lo contrario generaría inseguridad jurídica. En tales circunstancias, el Estado dejaría a los individuos en una situación de orfandad jurídica, donde la injerencia de éste modificaría las cláusulas contractuales a su potestad y podría propiciar el incumplimiento del contrato en detrimento de una de las partes.
De admitirse la intervención legislativa en un contrato bajo el pretexto del cumplimiento del artículo 103º de la Constitución, se pervertirían los verdaderos fines que originaron el nacimiento de la institución jurídica del contrato, puesto que se atentaría contra la voluntad de las partes y el reconocimiento jurídico otorgado por el Derecho. El ordenamiento reconoce, protege y hace posible la autonomía de la voluntad.
Sólo a través de la citada teoría se brindará una auténtica protección al contrato como máxima expresión de la autonomía de la voluntad y columna vertebral del universo jurídico, cuya ausencia provocaría la inexistencia de los contratos y sin ellos, la economía colapsaría y con ésta, la sociedad.
Recordemos que el contrato es un elemento primordial para el nacimiento de negocios y, además, resulta ser el instrumento jurídico práctico que se erige como el medio adecuado para la realización de las más diversas finalidades de la vida económica. Es decir, posibilita el tráfico patrimonial, permitiendo el intercambio de bienes y servicios, y aún más, permite el intercambio de derechos y obligaciones. Si lo desamparamos, abandonaríamos al contrato como pieza clave en el funcionamiento de la economía y motor de la sociedad.
Además tengamos en cuenta que la expresión jurídica del libre juego de la oferta y la demanda, de la libertad de transacción, es la libertad de contratación; fuente de donde se origina la libertad contractual.
Ésta constituye la fuente de donde se origina la libertad de contratación, columna vertebral del universo jurídico, dada su importancia el expresar el reconocimiento jurídico de la libertad de los particulares, para regular sus propias relaciones jurídicas, de la forma que ellos deseen; aunque bajo determinados límites.
Recientemente se produjo una controversia acerca de cuál era la denominación correcta, si convenía continuar llamándola “autonomía de la voluntad” o si resultaba más apropiado nombrarla «autonomía privada»; ya que la aparición de las teorías de la declaración, de la responsabilidad y de la confianza, privaron a la voluntad, de su carácter decisivo en la formación del acto jurídico.
Consideramos que debe seguirse llamándolo “principio de la autonomía de la voluntad”; tal como lo hace la doctrina clásica. Recordemos que ésta constituye el acto creador de la relación jurídica, pues será la voluntad la que establezca las obligaciones de uno frente a otro sujeto, dando origen a los elementos del contrato.
De la libertad de contratación, se deducen dos derechos esenciales: la libertad de contratar y la libertad contractual. Ambos derechos se dirigen al ejercicio de un derecho proporcional y limitado, según parámetros objetivos establecidos legalmente para el establecimiento de un equilibrio contractual razonable; pretendiendo abarcar la viabilidad para las partes de decidir libremente si va a ejecutar un contrato, con quién contratar y, desde luego, determinar el contenido del contrato.
Dentro de la libertad de contratación se vislumbran de forma nítida, tres funciones importantísimas: función económica, función supletoria de las normas dispositivas y función social.
Si bien es cierto que la libertad de contratación aporta grandes beneficios, resulta oportuno admitir que ha traído consigo la concentración de poder económico en manos de los particulares. Dicho poder requiere limitarse si se abusa de él, lo que ocasiona la destrucción del equilibrio de intereses que busca alcanzar la ley, para el apropiado funcionamiento del mercado.
Con esta finalidad, nuestro ordenamiento ha establecido tanto limitaciones derivadas de la moral y el orden público, como aquéllas que radican en razones de convivencia social y eficiencia económica, tendientes a lograr un equilibro básico en el mercado, constriñendo la acción de los actores con un excesivo poder de mercado.
Los límites a la libertad de contratación encarnan los derechos que guarda para sí, el Estado moderno frente al poder económico de ciertos actores en el mercado, representados por límites explícitos e implícitos.
En el primer caso tenemos las normas legales de carácter imperativo, el orden público y las buenas costumbres. En lo relativo a los límites implícitos, encontramos a los parámetros establecidos al derecho de contratación, frente a lo que pueda significar el alcance de otros derechos fundamentales y el progresivo mandato de no infringirlos.
Las restricciones que se impongan a los particulares en sus relaciones contractuales, determinan en gran medida el tipo de sistema económico y jurídico de un país.
En el Derecho Comparado, la regulación de la libertad contractual muestra un movimiento prácticamente universal, atribuido a la voluntad de las partes, en cuanto a la libertad no absoluta de sus determinaciones.
En este sentido, es preciso comprender dos teorías que han sido formuladas con la finalidad de brindar una adecuada interpretación acerca de la aplicación correcta de las normas generales en el tiempo.
Así tenemos a la doctrina de los derechos adquiridos, la misma que sostiene que una vez que un derecho ha nacido y se ha establecido en la esfera de un sujeto, las normas posteriores que se dicten no pueden afectarlo. En cambio, la teoría de los hechos cumplidos afirma que una norma jurídica debe aplicarse inmediatamente a todos los acontecimientos producidos durante su vigencia, lo que implica que una vez modificada o derogada una norma jurídica anterior a los efectos del hecho, la situación o relación jurídica se regirá por la nueva normatividad.
Frente a estas dos posiciones, nuestro ordenamiento jurídico asume una posición intermedia, pues acepta la doctrina de los hechos cumplidos, sin dejar de reconocer los derechos adquiridos bajo la legislación anterior.
En un breve análisis de Derecho Comparado, puede observarse que la mayoría de las legislaciones aceptan la irretroactividad de la ley como regla general.
Dicha situación puede ser resuelta a la luz de los artículos 62º y 103º de la Constitución constitucionales, ambos contradictorios entre sí, tal vez por una evidente confusión entre la vigencia de las normas en el tiempo y la concerniente a las consecuencias que podría acarrear sobre las relaciones y situaciones jurídicas existentes.
Para el artículo 103º de la Constitución, la ley se aplica a las consecuencias y relaciones jurídicas existentes. Siguiendo esta línea, propia de la teoría de los hechos cumplidos, el artículo III del Título Preliminar señala que una nueva norma se aplica en forma inmediata a las consecuencias de las relaciones y situaciones jurídicas existentes.
Mientras tanto, el artículo 62º dota de protección constitucional a la voluntad de las partes, garantizando la inamovilidad general de lo pactado por sujetos intervinientes, a través de la doctrina de los derechos adquiridos. Es aquí donde se origina la conocida santidad o sacramentalidad contractual, lo que se concreta en la afirmación del contrato como “ley” entre las partes.
En virtud a que es imposible conciliar ambos artículos por su contenido opuesto, si necesariamente debemos optar por una de estas doctrinas, la teoría de los derechos adquiridos es la idónea para garantizar la libertad contractual. Acogiendo esta doctrina, nuestro ordenamiento adquirirá un real compromiso de velar por el reconocimiento jurídico de la libertad de los particulares, para regular sus propias relaciones jurídicas, de la forma que ellos deseen; aunque bajo determinados límites.
Si un contrato ha sido suscrito respetando las normas imperativas vigentes al momento de su celebración, en conformidad al orden público y las buenas costumbres, una nueva ley no puede modificar la voluntad de los intervinientes e incluso, contradecirla; pues lo contrario generaría inseguridad jurídica.
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